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 número47CAMPO PSI Y TERRORISMO DE ESTADO. REVISIÓN Y REFLEXIONES HISTORIOGRÁFICAS PARA UN DIÁLOGO NECESARIOAlmirón, A. (2022). Inspeccionar y mensurar el territorio. Estado, tierras y conflictos por la tenencia del suelo en el Territorio Nacional del Chaco. Resistencia: Contexto. p.389. índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
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Folia Histórica del Nordeste

versión impresa ISSN 0325-8238versión On-line ISSN 2525-1627

Folia  no.47 Resistencia  2023

http://dx.doi.org/10.30972/fhn.0476794 

NOTAS Y DOCUMENTOS

EL DIRIGISMO DEL ESPARCIMIENTO Y LA VIDA SOCIAL COMO MÉTODO PARA CONSTRUIR CIUDADANÍA EN LOS TERRITORIOS NACIONALES. EJEMPLOS DE SU APLICACIÓN DURANTE LAS PRIMERAS DÉCADAS DEL SIGLO XX

THE MANAGEMENT OF LEISURE AND SOCIAL LIFE AS A METHOD TO BUILD CITIZENSHIP IN THE NATIONAL TERRITORIES. EXAMPLES OF ITS APPLICATION DURING THE FIRST DECADES OF THE 20TH CENTURY

1Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). oscar.mari@yahoo.com.ar

Resumen:

En este artículo se aborda el estudio de las medidas tomadas a principios del siglo XX para direccionar el comportamiento público y las actividades de esparcimiento en los Territorios Nacionales argentinos como un mecanismo para lograr la construcción de ciudadanos encuadrados dentro de los ideales de la clase dirigente.

Se analiza el espíritu y contenido de leyes, códigos y resoluciones que se promovieron para ser aplicados en estos espacios, en los cuales, por las características de sus cuerpos sociales en proceso de formación, podían esperarse resultados prometedores. Se alude a la aplicación de estas medidas particularmente en uno de los Territorios escogidos como ejemplo (Chaco), presumiéndose similares escenarios en las demás jurisdicciones de este tipo.

Palabras clave: Territorios Nacionales; ciudadanía; Chaco; Siglo XX

Abstract:

This paper addresses the study of the measures taken at the beginning of the 20th century to direct public behavior and leisure activities in the Argentine National Territories as a mechanism to achieve the construction of citizens framed within the ideals of the ruling class.

The spirit and content of laws, codes and resolutions that were promoted to be applied in these spaces are analyzed, in which, due to the characteristics of their social bodies in the process of formation, promising results could be expected. Reference is made to the application of these measures particularly in one of the Territories chosen as an example (Chaco), presuming similar scenarios in other jurisdictions of this type.

Keywords: National Territories; citizenship; Chaco; XX century

Introducción

Al observar las leyes, resoluciones y códigos que se dictaron en la Argentina de fines del siglo XIX y principios del XX, y que estuvieron dirigidos especialmente a reglamentar la coexistencia en los Territorios Nacionales, pueden advertirse ciertas constantes que revelan una decidida voluntad por parte de los gobiernos centrales de entonces, de forjar dentro de estas jurisdicciones, sociedades que estuvieran asemejadas en la medida de lo posible al modelo Victoriano de moralidad pública.

La dirigencia nacional de “notables” admiraba y procuraba emular algunos de estos valores y por ello intentó trasplantarlos en aquellos lugares de la República en donde, por las características de sus poblamientos y respectivos cuerpos sociales, existían buenas posibilidades de ser asimilados.

Estas condiciones se presentaban casi de manera ideal en los Territorios Nacionales, jurisdicciones periféricas de Argentina que habían sido organizadas institucionalmente en 1884, y que estaban siendo pobladas en buena medida con contingentes inmigratorios europeos, los cuales sumados a la afluencia interna, conformaban nuevos y heterogéneos conjuntos en los que aún no existían tradiciones colectivas, prejuicios sociales, ni identidades en común, y por tanto, podían ser permeables a un moldeado social por parte del Estado.

De esta forma, y a pocos años de haber sido sancionada la ley Nº 1532 que organizó con criterio uniforme a los Territorios Nacionales Argentinos, se encomendó a juristas reconocidos la tarea de redactar Códigos que serían utilizados específicamente en estos espacios, dadas sus características particulares en lo concerniente a situación geográfica, lejanía respecto a los centros más poblados o de decisión, composición de la población, pero sobre todo, por tener problemáticas similares.

Así surgieron, por ejemplo, el Código Rural en 1894, o el Código de Policía en 1908, los dos, orientados fundamentalmente a reglamentar las pautas de convivencia. Aún con sus limitaciones, dichos instrumentos se convertirían en soportes referenciales para asistir a las autoridades en la prevención, tipificación, y/o penalización de contravenciones.

Pero paralelamente a la implementación de estos Códigos -que tuvieron estos exclusivos ámbitos de aplicación-, primó además la voluntad de promover normativas más amplias que incluían también a la Capital Federal. De todos modos, sus articulados parecieron estar dirigidos más bien a contemplar problemáticas que estaban especialmente extendidas en los Territorios Nacionales.

Dichas normativas apuntaron por lo general a regular, además de la convivencia, las conductas públicas, las reglas de higiene, de trabajo, y hasta los hábitos de recreación y esparcimiento, casi siempre influenciadas por los rígidos preceptos Victorianos.

Y así podemos hallar leyes y reglamentos que tendieron a controlar, entre otros varios asuntos, cuestiones como el alcoholismo, los juegos de azar, las actividades de recreación, o el meretricio legal, todo ello siempre impregnado de una finalidad moralizante.

Para explicar estas iniciativas disciplinadoras, en las páginas siguientes abordaremos en primer término el análisis de la ley Nº 4097 de juegos de azar sancionada en 1902, por la cual se prohibieron todas aquellas actividades lúdicas en las que corrían apuestas o premios, y no estaban explícitamente autorizadas por el gobierno central.

Comenzaremos por este tema porque esta ley que tuvo aplicación en las jurisdicciones federales, es decir, en la capital y en los Territorios Nacionales, puso de manifiesto el pensamiento de la dirigencia nacional respecto a la línea que debía seguirse en la construcción de una ciudadanía alejada de vicios, y con normas de civismo similares a las existentes en las más destacadas sociedades europeas.

También, porque esta misma tónica impregnó en gran medida las disposiciones, e inclusive el contenido de códigos contravencionales que se dictaron posteriormente, y porque las discusiones jurídicas acerca de su pertinencia e implementación en algunos lugares, preanunció en cierta forma el destino final que tendrían otras reglamentaciones similares.

Seguidamente nos referiremos al traslado de estas ideas a otros diversos aspectos de la vida de los habitantes de los Territorios Nacionales, que no sólo tenían que ver con los juegos de azar y la recreación, sino también con las conductas que, en general, debían guardarse en el espacio público.

En este apartado analizaremos las disposiciones que, en tal sentido, fueron sistematizadas en códigos reguladores como el Rural1, y muy especialmente el de Policía del año 19082, por cuanto en ellos se vieron plasmadas de manera más explícita y detallada, las directrices moralizantes que por entonces emanaban desde la dirigencia nacional, pero también, las consideraciones especiales que se tuvieron con los territorianos por tener una situación jurídica y una realidad bastante diferente a la de sus connacionales.

Finalmente, dedicaremos la última sección del trabajo a evaluar los alcances y/o efectividad de estas medidas en uno de los Territorios Nacionales -el Chaco-, por cuanto entendemos que su proceso de poblamiento fue representativo de lo ocurrido en algunos otros, lo cual permitiría extender esta valoración al resto de estas unidades.

Los propósitos restrictivos de la ley N.º 4097 de 1902

Aunque no es la única cuestión dentro del abanico de temas que intentamos tratar en este trabajo, consideramos importante abordar en primer lugar el análisis de la ley de “Juegos de Azar” sancionada en 1902, porque precisamente su contenido nos revela el pensamiento de la dirigencia de ese entonces y sus objetivos en cuanto a los principios que debían regir las normas de conducta de una sociedad nacional todavía en formación. Cabe destacar además que mucho del espíritu que animó esta ley se trasladó luego a la redacción del ya mencionado Código de Policía de 1908; a las reglamentaciones y ordenanzas municipales territorianas, y a la tónica general de los procedimientos policiales de la época.

La ley Nº 4097 de Juegos de Azar, puesta en vigor el 06 de agosto de 1902, fue promovida por el entonces Senador Carlos Pellegrini, quien había sido presidente de Argentina entre 1890 y 1892. Según justificaciones de ese momento, la misma tuvo:

“...el propósito moralizador de cortar con mano eficaz no sólo la explotación del azar en todas sus formas clandestinas, sino también el de obstruir todo acto tendiente a incitar o cultivar el sentimiento o la inclinación al juego” (Reyna, 1902-1910, p. 753).

En apoyo a su sanción, Pellegrini había expresado:

“Lo que la ley 4097 trata de limitar no es el juego, pues nuestra legislación siempre ha sido contraria a estos principios de tutela individual... Lo único que castiga o trata de disminuir o suprimir, es el vicio clandestino, es la incitación al vicio, y es la explotación del vicio”. (Reyna, 1902-1910, p. 753)

Y continuó:

“…esta ley nace a consecuencia de que la penalidad actual ha hecho pulular una infinidad de pequeñas explotaciones al juego, de ese juego que seduce a las clases más fáciles de seducir, a las clases bajas, a las clases ignorantes, al pueblo trabajador, a los menores de edad” (Reyna, 1902-1910, p. 753).

Pero en rigor de verdad, esta ley literalmente prohibía “todos los juegos de azar”, e incluso los de “destreza” que no fuesen autorizados expresamente por el gobierno nacional, estableciendo penas pecuniarias y/o arresto a quienes transgredieran la norma. Se incluían dentro de la figura de infractores tanto a los participantes en los juegos, como a los presentes ocasionalmente; a los dueños de los recintos, anunciantes o patrocinadores, y sus ámbitos de aplicación serían la capital federal, y los Territorios Nacionales.

Como dato curioso cabe consignar que se estableció que lo recaudado en concepto de multas sería destinado a entidades de beneficencia de la capital y los Territorios Nacionales que estuvieran autorizadas por la Lotería Nacional, lo cual a la postre resultó contradictorio, ya que como veremos, esta ley se invocó frecuentemente para prohibir incluso hasta los sorteos benéficos que organizaban estas instituciones con fines de bien público.

Cuando mencionamos a esta ley, lo que buscamos es dimensionar sus alcances reales y aplicación dentro de un plan moralizante que llevó en no pocos casos, a imposiciones exageradas, y a veces hasta ridículas. Y pueden consignarse varios ejemplos en este sentido.

En 1902, por caso, hubo algunos planteos jurídicos acerca de la constitucionalidad de la ley y/o la pertinencia de declarar como contravenciones a ciertos entretenimientos, premios o sorteos ofrecidos por productos comerciales o entidades de beneficencia.

Uno de los casos más sonados en ese momento fue el que motivó el multado de quienes fueron encontrados practicando los juegos conocidos como “Lansquenet” y “Guitarrita”3 en lugares que no eran precisamente garitos o destinados exclusivamente a juegos de azar, sino clubes sociales en donde las actividades principales eran fundamentalmente deportivas, como lo fueron por ejemplo, las entidades “Fraternidad”, “Unión Uruguaya”, o el club “Velocipédico Argentino”, entre otros, todos ellos de capital federal.

En ese entonces los debates se centraron en torno a si era procedente sancionar también a personas que estaban jugando a los naipes como parte de sus reuniones de sociabilidad o camaradería -como en este caso-, ya que algunos estimaban que esta actividad no era la finalidad última ni principal en estos sitios, como sí lo era cuando se ingresaba en una “casa pública” de juego.

La falta de acuerdo sobre estos puntos motivó, por ejemplo, que los jueces que trataron casos similares interpretaran de manera totalmente opuesta los alcances de la ley, y fallaran condenando -o absolviendo- a los acusados, por la supuesta comisión de la misma infracción.

Otro caso a destacar es el que se produjo en 1905 cuando se constató que algunas marcas de cigarrillos ofrecían premios a los consumidores de acuerdo a la acumulación de los “vales” que estaban contenidos dentro de sus paquetes, y que se denominaban premios “réclame”.

En este sentido hubo extensas argumentaciones de juristas que opinaron a favor y en contra de multar a las cigarreras. La cuestión, nuevamente, era definir si este tipo de incentivos a la compra se encuadraban dentro de los juegos de azar prohibidos por la ley 4097.

En este episodio -de discusiones extensas y ciertamente desproporcionadas- podemos apreciar otra vez las exageraciones en las que se incurría al interpretar una ley que era claramente deficiente en sus términos. A tal punto se discutió el asunto que el propio presidente de la República Manuel Quintana -aconsejado por el procurador de la nación-, debió definir y se pronunció emitiendo una resolución final en donde se ordenaba la prohibición de esta práctica, y se multaba a las compañías involucradas.4

Pero la ofensiva no terminó allí. La vocación persecutoria afectó incluso a Asociaciones Mutualistas de importantes colectividades de inmigrantes, las mismas a las que supuestamente se quería beneficiar derivándoles las recaudaciones obtenidas en concepto de multas.

El caso que relatamos ahora ocurrió en mayo de 1908 cuando la policía denunció a los círculos “Valenciano” y “Gallego” de la capital federal, de ser centros clandestinos de juego, aunque esta vez los socios afectados fueron sobreseídos por falta de pruebas convincentes. Aquí también, desde luego, se produjeron las consabidas argumentaciones de los abogados intervinientes (Reyna, 1910, pp. 756-757).

La onda represiva se acrecentó durante los meses siguientes, en los que directamente se adoptó un esquema “preventivo” de prohibiciones, denegándose permisos para realizar sorteos con premios a las asociaciones “La patria degli italiani” y “corriere d´ Italia”, e incluso para organizar kermeses con fines de caridad, tal como ocurrió con los pedidos de las asociaciones “Próceres de la independencia”; “Socorros mutuos Roma”, y la congregación “Hijas de María del huerto”, todas ellas de capital federal (Reyna, 1902-1910, pp. 757-758). A este punto había llegado la manía moralizante en la Argentina.

Pero, ¿qué ocurrió con las otras cuestiones catalogadas como prohibidas en la ley 4097 de juegos de azar?

Hablemos, por ejemplo, de las carreras de caballos, mencionadas también en la ley, que desde luego eran una actividad ampliamente difundida en todo el país prácticamente desde los orígenes de su poblamiento.

Su práctica regular formaba parte de las actividades de destreza o esparcimiento tanto en los ámbitos urbanos como rurales, y, por tanto, estaba íntimamente arraigada en la identidad popular, habiéndose mantenido vigente a lo largo de todas las épocas.

Pero, al margen de la competencia ecuestre en sí misma, motivada muchas veces por desafíos relativamente espontáneos, lo cierto es que pocas veces se disputaban sin que hubiera apuestas de por medio, lo cual tornaba más emocionante a la contienda. Y no estamos hablando de carreras con cierta organización y en las que intervenían varios ejemplares equinos. Hablamos de las sencillas “carreras cuadreras” que se disputaban entre dos jinetes solamente y en tramos cortos, de cien a cuatrocientos metros. Aquí también proliferaban las “paradas” de los concurrentes, que hallaban en este espectáculo generalmente dominguero, un recreo atrapante para la monotonía de sus vidas diarias.

Pero entonces vino la ley 4097, que en sus artículos 3° y 7° establecía, entre otras cuestiones que:

“…pagarán una multa de 2.000$ m/n, o en su defecto arresto por un año, las personas que en cualquier sitio explotaren apuestas sobre carreras de caballos” (art 3°), y que “…ningún campo de carreras podrá ser abierto al público sin autorización del Poder Ejecutivo, que sólo permitirá las carreras de caballos que tengan por fin exclusivo la mejora de la raza caballar y sean organizadas por sociedades cuyos estatutos sociales hubieren sido previamente aprobados” (art 7°).5

Indudablemente, el espíritu de esta ley buscaba evitar la proliferación de actividades apostadoras, fundamentalmente por las consecuencias que casi irremediablemente se producían en la alteración del orden público cuando estas se daban en ámbitos clandestinos, es decir, por fuera de entidades organizadas con estatutos y reglamentos. Y desde luego, la mayoría se producían de esta forma. En los ámbitos rurales no abundaban las instituciones sociales organizadas.

No obstante, “prohibir” la actividad implicaba necesariamente contar con la estructura de vigilancia y los pertinentes recursos humanos para garantizar su cumplimiento, y pareciera ser que aquí no se contemplaron las limitaciones existentes, sobre todo en los ámbitos rurales de los Territorios Nacionales, en donde no existían los mínimos controles, y en los que, quienes debían imponerlos, a menudo se involucraban en la misma actividad ilícita que debían impedir.

Esta prohibición suscitó las esperables controversias, y luego, las lógicamente oscilantes políticas de control, sobre todo en los Territorios Nacionales.

Respecto a lo primero, ponemos como ejemplo la posición sostenida por el procurador general al aconsejar en 1905 al presidente de la Nación “…que no autorice la vigencia de una ordenanza de la localidad de General Roca6 para organizar carreras de caballos”, vulnerando con ello y sin pruritos, la autonomía municipal para dictar ordenanzas de alcance comunal.

En sus fundamentos, y respecto a lo esgrimido por el Municipio que decía organizar esta carrera para “…fomentar la agricultura y la ganadería”, el funcionario sostenía que “…ni la ley general de Territorios Nacionales N.º 1532, ni la N.º 2735 que la modificó en parte, autorizan a las municipalidades a emprender fomento alguno”, y que sus facultades estaban limitadas a “…proveer la vida comunal, la imposición, y percepción de cargas”.

Y agregaba que:

“…en ninguna población dispersa de los Territorios Nacionales existen elementos necesarios para la mejora de la raza caballar que por las carreras se obtiene, y que ni sus rudimentarias autoridades, ni sus municipalidades limitadas estaban en condiciones de iniciar, dirigir y costear ese fomento por falta de representación, autoridad y recursos…, por lo cual faltaría el motivo exclusivo que la ley 4097 acepta para permitir las carreras de caballos…”. 7

Aun así, el presidente Quintana tomó este dictamen como válido y ordenó notificarlo a los gobernadores de todos los Territorios Nacionales para su efectivo cumplimiento.8

Pero esta disposición, a la que se le agregarían otras tantas durante los años siguientes y estarían también incorporadas a Códigos como el de Policía de 1908, tendría como todas, el mismo destino (interpretable, por cierto) durante la vigencia de los Territorios Nacionales.

En el caso del Chaco, por ejemplo, las carreras de caballos se prohibieron y se autorizaron con errática intermitencia, y en perfecta sintonía con los escrúpulos -o intereses- de cada gobernador de turno. A la sazón, las respectivas tónicas de gobierno en uno u otro sentido impregnan casi enteramente los partes policiales, ordenanzas, y disposiciones de las gobernaciones durante casi toda la época territoriana.

Las carreras de caballos continuaron así realizándose legal, clandestina, o subrepticiamente, y a veces también camufladas detrás de inocentes actividades con fines benéficos, con la oscilante persecución, anuencia, o bien, el inocultable regenteo por parte de la autoridad policial, según los casos y circunstancias.

El traslado de las ideas disciplinamiento a los Territorios Nacionales

Pero, ¿qué ocurrió a raíz de esta cruzada moralizadora con los demás aspectos de la vida de los territorianos, que es un tema que también nos interesa reconstruir?

Para responder a esta inquietud debemos retrotraernos a un tiempo anterior al momento en el que se sancionó la ley 4097, y describir con cierta aproximación cómo era la vida de los residentes, y en base a qué legislación reglaban sus pautas de convivencia.

En tal sentido debemos recordar que estos espacios tuvieron una organización política e institucional tutelada por el poder central. Su máxima autoridad fue un gobernador designado por tres años con facultades muy limitadas. Con cierto número de habitantes podían constituirse municipios electivos, y al llegar a los sesenta mil, quedaban habilitados para convertirse en nuevas provincias. En la práctica, solo se cumplieron parcialmente estas disposiciones, de modo tal que la mayoría permaneció casi en completa dependencia de las autoridades centrales hasta la década del cincuenta del siglo XX en que fueron provincializados gradualmente.

El poblamiento “blanco” de los mismos se hizo en buena medida con contingentes inmigratorios provenientes de Europa, que desde distintos países y en diferentes momentos llegaron para radicarse fundamentalmente en los ámbitos rurales de estos nuevos espacios.

Como consecuencia de tener procesos de poblamiento intensivos; de carecer de comunicaciones adecuadas, de autoridades competentes, y de existir en varios de ellos también el riesgo latente de ataques indígenas aún no asimilados totalmente, la vida en estas jurisdicciones fue muy distinta a la de otras que habían sido organizadas con anterioridad, como las provincias, por ejemplo. A menudo expuestos a condiciones de vulnerabilidad y de alta dependencia en diversas materias, los territorianos precisaron, por tanto, atenciones especiales en función de sus realidades particulares. Si se había hecho una ley de organización particularizada, de la misma manera había que complementarla con normativas adicionales específicas para estas unidades territoriales.

De esta forma, -y tal como mencionáramos al comienzo del presente-, prontamente se comprendió la necesidad de confeccionar Códigos especiales para uso exclusivo en los Territorios Nacionales, dadas sus problemáticas singulares.

Así, en 1894 se puso en vigencia el “Código Rural para los Territorios Nacionales”, el cual con sus posteriores modificaciones de 1910 y 1917 fue el instrumento más utilizado -o por lo menos invocado- para regir la convivencia entre los territorianos, especialmente en los ámbitos no urbanos, que eran donde residía la mayor parte de la población.

Dicho Código brindó una imprescindible referencia para tipificar contravenciones, posibilitando con ello una intervención más adecuada de las autoridades y evitando los procedimientos de criterio personal. Pero con el paso del tiempo y su uso habitual, quedó en evidencia que sus disposiciones estaban redactadas en términos muy generales. Los vacíos que quedaron sobre algunas cuestiones, y sus imprecisiones en materia de procedimientos policiales hicieron pensar al poco tiempo en la necesidad de confeccionar un nuevo Código que enmendase particularmente estas últimas deficiencias.

Por ello en 1906 se encomendó a Gabriel Carrasco la redacción de un “Código de Policía” que estaría destinado a ser utilizado exclusivamente en los Territorios Nacionales. El mismo entró en vigor en 1908 y tuvo el propósito de complementar y/o reemplazar en determinados casos al escueto Código Rural, ya que poseía un articulado más completo.9

Una novedad de esta nueva reglamentación fue que se dotó a las policías territoriales de mayores facultades en sus procedimientos, dada la lejanía o directamente ausencia de autoridades judiciales. Ello generaría a su vez y con el transcurso del tiempo nuevos problemas que habrían de ser característicos de los Territorios Nacionales, y que fueron precisamente los excesos en los que cayeron las policías locales.

La importancia de estos dos Códigos reside en que, a través de la lectura de sus artículos, podemos recrear de manera bastante aproximada los modos de vida que tenían los residentes de estos espacios, y también intuir desde qué óptica -y con qué valoraciones- eran vistos por la dirigencia nacional de esa época.

Precisamente en el contenido de estos Códigos -mucho más en el segundo-, se puede entrever el modelo de sociedad que se deseaba forjar con estos nuevos conjuntos humanos, los que por su heterogeneidad y escasa cohesión aún podían ser moldeados por el entonces imaginario gubernamental. Y en este sentido, particularmente el Código de 1908 es pródigo en ejemplos acerca de cómo los territorianos debían desenvolver su convivencia en base a reglas morales y buenas costumbres “marcadas” desde el poder central.

Es justamente en la tercera sección de este Código en donde se establecen los procedimientos que deberán cumplirse frente a cuestiones como la ebriedad y las conductas públicas en general; los juegos de azar, las actividades de recreación, las reuniones colectivas, y otras tantas inherentes al comportamiento de las personas en los espacios comunes.

Respecto al tema del excesivo consumo de alcohol, debe recordarse que esta problemática fue motivo de preocupación para autoridades locales y nacionales prácticamente desde el nacimiento de estas jurisdicciones periféricas.

Muchos coincidieron en advertir las consecuencias negativas que este hábito acarreaba para el desarrollo normal de las faenas laborales; para la limitada capacidad de control social de la administración territoriana, y para la salud de los trabajadores. Respecto al tema, ya en 1914 el inspector del Departamento Nacional del Trabajo José Elías Niklison daba cuenta de la generalización del problema al describir, por ejemplo, al trabajador común de los obrajes forestales:

“…su salud es generalmente buena hasta los venticinco o treinta años, pasados los cuales, por efecto de las afecciones venéreas, abusos del alcohol, y defectos de alimentación, se observa una decadencia física que los predispone a la tuberculosis”.

“…Tampoco es raro encontrar niños bebiendo en las pulperías de los obrajes a la par de los hombres. El alcohol hace estragos en la región, predisponiendo a los hombres a enfermedades graves, y a peligrosos estados de ánimo” (Niklinson, 1915, pp. 131-132).

El Código de 1908, sin embargo, abordó el problema desde el punto de vista moral y disciplinario, enfocándose casi exclusivamente en la irresponsabilidad de las personas apegadas al vicio. Por ejemplo, cuando se refiere al tratamiento de la ebriedad en los ámbitos públicos y a los protocolos y penas que debían ejecutarse en caso de constatar la contravención10, el articulado declaraba ante todo que, frente a infracciones o delitos de cualquier índole, “…la embriaguez sería considerada siempre como circunstancia agravante…”. 11

Dicho esto, precisaba que serían penadas con multas de diez pesos las personas que fueren encontradas ebrias en cualquier sitio público. La misma suerte correrían los almaceneros que les permitiesen ingresar a sus locales estando ya alcoholizadas; quienes faciliten su consumo a gendarmes, policías o menores de dieciséis años, y aquellos que no exhibiesen estas advertencias escritas en sitios bien visibles de sus respectivos establecimientos. En caso de reiterarse la infracción por ebriedad, los acusados sufrirían un arresto de diez días, trasladándose a los mismos “…sin escándalo público” (sic).12

Respecto a las reglas de convivencia, el articulado de este Código pareció considerar sólo aquellas situaciones que eventualmente se produjeran en espacios con cierta densidad poblacional, ya que su contenido presupone casi siempre la existencia de una concurrencia que no podía darse en los ámbitos enteramente rurales.

Así vemos que, con referencia a las potenciales contravenciones en que se podía incurrir y sus respectivas penas, se estipulaba por ejemplo que “…tendrán un arresto de hasta veinte días, los que causaren desorden o perturbaren reuniones, fiestas o ceremonias, con petardos, pitos u otros ruidos…; los dueños o responsables de casas en cuyo interior se produzcan reuniones bulliciosas y pendencias originadas por el libertinaje, el juego, o la bebida…”. 13

De la misma forma se indicaba que cometían desórdenes y escándalos aquellas personas que en parajes o reuniones públicas “…profieran palabras indecorosas, gritos de muerte, o que ejecuten actos obscenos u ofensivos a la moral pública…”; las que en teatros, circos o espectáculos “manifiesten su aprobación de manera excesiva…”; las que “provoquen o acepten altercados en alta voz…”; las que “se bañen en sitios públicos sin estar cubiertos con la ropa o traje que la honestidad reclama…”; las que “provocan alarmas infundadas en sitios concurridos…”; las que “cantan, gritan o tañen instrumentos de una manera desordenada o hacen ruidos molestos…”; las que “promueven cencerradas o asisten a ellas…”14. En todos estos casos, los infractores serían multados con hasta treinta pesos. 15

Así mismo, serían penadas con cinco a veinticinco pesos las personas que “…escriban palabras o pinten objetos deshonestos o inmorales en las paredes u otros sitios públicos…”; las que “profieran palabras obscenas o cantos inmorales…”16, lo cual denota claramente la voluntad de establecer un estricto disciplinamiento social bajo la amenaza de sanciones ejemplificadoras a transgresiones verdaderamente insignificantes.

Pero curiosamente, y con una notable desproporción en la valoración de las contravenciones, dentro de las normativas dispuestas para el comportamiento público se incluían también las inherentes a la portación y uso de armas.

Respecto a este tema, ya en el Código rural de 1894 se había dispuesto un régimen especial para los habitantes de los Territorios Nacionales en vista de los peligros que afrontaban cotidianamente, y que ya no existían en otras jurisdicciones nacionales. En aquel momento se dispuso que “...la policía no podrá prohibir o restringir el derecho de llevar armas, y, en consecuencia, ninguna persona será registrada con el objeto de averiguar si lleva armas consigo...”. Pero aclaraba luego “... es prohibido sin embargo hacer ostentación de armas o llevarlas a la vista, bajo pena de 10 pesos de multa...”.17

En el Código de 1908, y a raíz de los hechos de sangre que ocurrían por esta permisividad, se procuró brindar precisiones más específicas acerca de los alcances del derecho a portar armas -sobre todo, las de fuego-. Por ello hay un extenso articulado más sus respectivos incisos, que intentan evitar excesos en esta materia.

Si bien se mantuvieron ciertas premisas, como por ejemplo la continuidad de la autorización para la libre portación de armas y la prohibición de catear a los habitantes para constatar si las llevaban consigo, se detallan ahora con mayor meticulosidad con qué acciones y en qué circunstancias se caía en la “ostentación”, y consecuentemente, en el abuso de esta licencia, lo cual era punible.

Dentro de las novedades observadas, se destaca ahora la autorización para que los menores de dieciséis años puedan portar armas de fuego, pero con el consentimiento escrito de sus padres.18 De todos modos, las penas para los infractores eran en general muy bajas si se las compara con las asignadas a otras contravenciones aquí tratadas.

Pero, aunque pueda parecer contradictorio, el tratamiento de estos últimos artículos tal vez haya sido el de mayor sentido común en relación a las problemáticas reales de los territorianos.

Y aquí llegamos a uno de los puntos de este Código que es de gran interés para el tema que nos ocupa, cual es la sección destinada a reglamentar las actividades de esparcimiento, por cuanto ello no sólo nos revela en buena medida varios aspectos de la vida cotidiana de los territorianos, sino también aquello que reviste suma importancia en esta ponencia, y que consiste en exponer la intención estatal de moldear a estos nuevos conjuntos sociales con parámetros foráneos, muchas veces discordantes con la realidad del país.

Es revelador, por tanto, el resumen de lo establecido en torno a temas tales como los juegos de azar, los eventos de concurrencia masiva, y hasta el ejercicio del meretricio, que por entonces se hallaba reglamentado y estaba tácitamente encuadrado dentro de las actividades recreativas.

Respecto al primer punto debe remarcarse que en esta codificación se hizo una explícita diferenciación entre los juegos prohibidos y aquellos que estaban permitidos, aunque estos últimos también merecieron algunas restricciones.

Dentro de los permitidos se consignaban los que se desarrollaban en ámbitos controlados o cerrados respetando reglamentaciones, como por ejemplo las carreras pedestres o de bicicleta; la sortija o carreras ecuestres; bochas, pelota o billar, y en fin, todos aquellos en los que se ponía a prueba la destreza, fuerza o habilidad de los intervinientes.

Estaban prohibidos, sin embargo, aquellos que sólo dependían de la suerte, y en donde no contaba la fuerza ni la habilidad de los jugadores, como podían ser por ejemplo los juegos de loterías no autorizadas, rifas, naipes, dados, o el de la taba.19 También se consideraban prohibidos aquellos entretenimientos que implicaban combates entre o con animales, como las riñas de gallos, las cinchadas de caballos, o la lidia de vacunos.

Obviamente, todos estos juegos prohibidos por el Código de 1908, y que lo estaban en buena medida por lo ya dispuesto por la ley 4097 seis años antes, tenían una amplia difusión en los Territorios Nacionales.

El inspector Niklison supo dar prueba de ello al elevar su informe al Poder Ejecutivo en 1914. Refiriéndose a lo que observó en los típicos “obrajes” del Chaco acerca de algunos de estos juegos, afirmó que ellos eran el medio más eficaz que tenían los sufridos labradores para evadirse por algunos momentos de “...sus tristes vidas, sin goces ni halagos”. Se explayó luego diciendo: “...la pasión por el juego se ha generalizado en la región… Juegan a los naipes, a la taba, a la moneda arrojada al aire, a cualquier cosa que les sirva para ganar, o producir las emociones buscadas con avidez” (Niklison, 1915, p. 133)

De este modo, al menos en los ámbitos rurales y lejos del control de las autoridades resultaba difícil la aplicación, o siquiera, que fuese conocido un articulado como el expuesto en el Código de 1908.

Ahora bien, en referencia a los juegos autorizados por el mismo, se establecía que se permitían “toda clase de juegos y diversiones honestas”, pero se dejaba muy en claro que “se castigaría el abuso de ellos”.20

De esta última salvedad derivaron precisamente algunas restricciones que llegaron a bordear el ridículo, como por ejemplo aquellas que pretendieron encorsetar ciertos juegos infantiles como el del barrilete o las bolitas, cuando éstos implicaran incomodidades para el vecindario, o se convirtieran en un peligro para otros. En tales casos, pasaban a considerarse como “abusivos”. 21

La misma impronta intentó aplicarse respecto a la recreación de los adolescentes cuando se estableció que “…los menores de quince años que se encuentren en las calles y plazas molestando con sus juegos, pronunciando palabras obscenas, rayando las paredes o cometiendo cualquier clase de actos indecorosos, serán aprehendidos y entregados a sus padres o tutores, quienes pagarán una multa de dos a diez pesos”.22

Nuevamente aquí se observa otra idealización en el articulado de este Código: se daba por sentado que todos los adolescentes tenían padres o tutores.

De todas formas, pareciera ser que sólo en los ámbitos urbanos podía haber posibilidades de, por lo menos, invocar la existencia del Código para controlar el comportamiento público de las personas.

Por ejemplo, con respecto a las diversiones que suponían aglomeraciones, el Código de 1908 se ocupó de reglamentar entre otras actividades, los bailes y espectáculos de nutrida concurrencia, aunque se aclaraba que su aplicación se haría únicamente en aquellos poblados que no tuvieran aún autoridades propias constituidas.

Las normativas fueron las esperables en tal sentido, como por ejemplo las de exigirse las pertinentes autorizaciones para realizar el espectáculo; respetar los horarios, capacidad de público permitido y orden, entre otros asuntos.

Pero junto con estas disposiciones, llamativamente se hacía especial hincapié en la prohibición del uso de disfraces y/o máscaras fuera de la época carnestolenda.

“Los trajes de disfraz con que se cubra o desfigure el rostro, sólo podrán ser permitidos el domingo anterior al carnaval, los tres días de éste, y el de octava...” establecían los artículos 478 y 479 del Código, además de prohibirse los juegos con agua, harina y “otras materias sólidas” durante estas fiestas.23

Dentro de la tónica depuradora que este Código pretendía instaurar, no podían estar ajenos, además, aquellos temas que estaban más bien asociados a la “estética urbana” que al orden público en su sentido convencional.

Por ello es que se promovió la sanción de quienes fuesen catalogados como vagos o mendigos, y que no pudiesen demostrar reales impedimentos para ganarse el sustento. Si alguien era frecuentador de pulperías, cafés, bodegones o sitios de recreo y no podía mostrar profesión u ocupación, ingresaba en la categoría de “vago”. A su vez, sólo podían mendigar aquellas “personas que por sus enfermedades o ancianidad estén imposibilitadas de procurarse subsistencia...”, en cuyo caso, deberían inscribirse en el registro que llevaba la policía.24

Sin embargo, el Código preveía arresto de uno a diez días a aquellas personas que “ostentaran deformidades, heridas o enfermedades; las que se auto provoquen lesiones; las que usen menores para inspirar lástima a los transeúntes...”.25

Como puede apreciarse, no se escatimaban recursos punitivos ni siquiera en estos casos para intentar construir una sociedad “idealizada” en las mentes de quienes, aparentemente, no tenían un entero conocimiento del país real.

Y con respecto al ejercicio del meretricio, que era otra de las actividades encuadradas tácitamente dentro de las de recreación, debe decirse que en todo momento se notó la indisimulable incomodidad de optar entre regularla, ocultarla, camuflarla, y/o tolerarla, término este último que finalmente se impuso para definir a los establecimientos que ofrecían este servicio: las llamadas “casas de tolerancia”.

Por ser justamente una actividad “tolerada”, la ley 1532 de organización de los Territorios Nacionales facultó a los concejos municipales que fueran creándose, para reglamentar el funcionamiento de dichas casas. Y así lo hicieron.

Pero en 1912, por un decreto del Poder Ejecutivo de fecha 08 de octubre se confirió también esta facultad a los gobernadores, para que intervengan en aquellos lugares en donde no había municipalidades ni Comisiones de Fomento.26

Así, esta práctica recibió distintos niveles de atención en los Territorios Nacionales, con erráticos intentos de supresión, ocultamiento, o reglamentaciones parciales, según las épocas.

En el caso del Chaco, que es de donde disponemos el mayor caudal informativo, el problema no radicó tanto en el control de estas “casas”, sino en el de la prostitución clandestina, la que, por su difusión, tempranamente se había convertido en un flagelo cuyas consecuencias negativas no eran ya analizables desde el punto de vista moral, sino fundamentalmente, sanitario. Basta con recordar que, en su conocido informe de 1914, el inspector Niklison había señalado:

“Las enfermedades originadas en el contacto sexual están muy difundidas en el Chaco y Formosa, y la sífilis presenta aquí caracteres extremadamente graves, diseminada por la libre prostitución, e impuesta por la herencia. Difícilmente se encontrarán sujetos de cierta edad que no padezcan enfermedades venéreas... No hay atención sanitaria en los obrajes, y a esto se suma el abandono personal. El asunto merece empeñosa dedicación...” (Niklison, 1915, p. 133).

Pero como nuestra propuesta no es hablar de cuestiones sanitarias, sino fundamentalmente del sentido moralista que imperó en todas estas medidas tomadas desde principios de siglo XX, necesariamente debemos centrarnos en las que tendieron a precisar mejor el funcionamiento de las casas “regenteadas”, es decir, las “autorizadas”, sobre las cuales podían realizarse efectivamente los controles.

En este sentido debe indicarse que, dadas las características de la época, las normativas sancionadas fueron sorprendentemente protectoras para las mujeres en general, y en particular las dedicadas a este oficio, y a su vez, severamente punitivas contra quienes ejercían la trata y/o fomentaban la corrupción de menores. Esto puede corroborarse a través de la lectura de las leyes números 4189 de 1903, y 9143 de 1913 por ejemplo.27

Tal vez, al haber sido sancionado entre estos años, el Código de 1908 reflejó en buena medida la tendencia que comenzaba a prevalecer sobre este tema. Posiblemente por ello, sus artículos se enfocaron en reafirmar las ya conocidas disposiciones de carácter moral y sanitario que estas “casas” debían tener en cuenta, a lo que se agregaban ahora las restricciones etarias para el trabajo de las internas y para el ingreso de los clientes, entre otros varios asuntos.

Se dispuso así, entre otras cosas, que estas “casas” no podrían establecerse a menos de dos cuadras de templos, plazas, teatros, escuelas, o sitios de reunión de la juventud. No podrían distinguirse entre las edificaciones circundantes, ni anunciarse expresa o indirectamente. No podrían trabajar en ellas menores de dieciocho años, ni darse entrada a menores de veintidós, pero lo llamativo del caso, era la facilidad que mostraba para el otorgamiento de los permisos de concesión, ya que se estipulaba que los pedidos debían efectuarse con una antelación de ocho días solamente para que la policía autorice el funcionamiento del local. 28

De todos modos, en el Chaco por ejemplo esta actividad de mantuvo vigente durante la mayor parte de la etapa territoriana dados los altos porcentajes de masculinidad existentes29, aunque los controles ciertamente evolucionaron con una periodicidad más regular y metodologías más eficaces, pese a las tibiezas o la aparente indiferencia de algunos gobernadores que, en ciertos casos, llegaron a regentear subrepticiamente tal actividad.

De todas formas, el verdadero control de estas “casas” fue ejercido por los municipios en las localidades que contaban con ellos. Dicho control se activó especialmente cuando las quejas de los parroquianos indicaban que la “actividad” había desbordado su perímetro autorizado, pero, sobre todo, cuando algún incidente o irregularidad hacía peligrar los ingresos impositivos obtenidos por el funcionamiento de estos locales.30

Alcances y resultados de estas iniciativas reguladoras en uno de los Territorios; el Chaco

En este punto deberíamos detenernos un momento para analizar cuál fue la recepción y el uso que tuvieron estas normativas y códigos, y, sobre todo, cuáles fueron los resultados concretos de esta ofensiva reguladora del comportamiento público, que, en esencia, fue copiada de sociedades de algunos países europeos.31

Y como habíamos comenzado el escrito con los ejemplos de las medidas tomadas en Capital Federal en base a la ley 4097, siguiendo luego con la sistematización de estas ideas en el Código de 1908, la lógica exigiría que hagamos un análisis de lo ocurrido con su aplicación en cada una de estas jurisdicciones. Pero ello no sería posible de realizar correctamente en esta ocasión sin desbordar el estrecho marco de un artículo.

Sin embargo, y tal como lo preanunciáramos en el título del presente, es posible hacer una proyección general de lo acontecido en todos los ámbitos de aplicación si tomamos como ejemplo representativo a uno de los Territorios Nacionales.

En tal sentido, creemos que el Chaco puede ser un adecuado modelo para ilustrar sobre el tema, puesto que este Territorio no sólo tuvo un elevado porcentaje de las problemáticas que se querían combatir o evitar con estas medidas, sino que, además, fue también espacio de experimentación de algunas políticas de direccionamiento y control social que se aplicarían luego en el resto de las jurisdicciones federales periféricas.

Lo acontecido en Chaco puede, por tanto, proyectarse sin aprehensiones al conjunto de los Territorios Nacionales.

Pero para poder dimensionar alcances y aplicación de estas normativas en un Territorio que estuvo expuesto a bruscos cambios demográficos, necesariamente debemos recordar su proceso de poblamiento, aunque sea sintéticamente.

En la primera década del siglo XX, período en el cual ya están en vigencia las leyes y Códigos mencionados, el Territorio del Chaco se hallaba poblado por gente blanca únicamente en su porción oriental, a la vera de los grandes ríos del Este (Paraná y Paraguay). Allí fue donde comenzó la colonización europea en 1878 y para este momento ya se hallaban consolidadas su capital (Resistencia) y algunas localidades cercanas.

Se contaban 21.000 habitantes en total según el censo de 1905, pero la mayor parte del Territorio hacia el norte, centro y oeste, no había sido ocupada aún. Esta amplia superficie se hallaba todavía habitada por tribus originarias.

Entre los inmigrantes externos de entonces, -y excluyendo al numeroso grupo de paraguayos-, la población blanca europea se integraba con una mayoría de italianos y españoles, quienes al poco tiempo de residencia pasaron a tener roles protagónicos en diversos ámbitos de esta incipiente sociedad, y desde luego, tempranamente comenzaron a fundar sus asociaciones de ayuda mutua. Todo este conjunto de pioneros estuvo directa o indirectamente relacionado a las entonces actividades predominantes: producción agrícola en las colonias fundadas en las cercanías de Resistencia, pero fundamentalmente, la actividad forestal, a través de la extracción de madera, y, sobre todo, de la producción de tanino.

En 1908, año de la publicación del Código descripto, se sanciona la ley de Fomento de los Territorios Nacionales, que en el caso del Chaco tuvo una importancia crucial, ya que por ella se autorizó el tendido de vías férreas que permitirían incorporar el espacio interior, y adicionalmente, la ampliación de la frontera agrícola.

Para 1914 la obra estuvo terminada; nuevas campañas militares pacificaron a los nativos y en parte los ubicaron en Reducciones, de modo que al año siguiente esta gran superficie ya estaba bajo control efectivo del Estado Nacional.

La incorporación prácticamente inmediata de pobladores blancos en las áreas circundantes a las recién habilitadas estaciones ferroviarias, y la fundación de pueblos en sus adyacencias completaría esta ocupación “relámpago” del interior del Chaco, y para 1915, la población total ya ascendía a 46.000 habitantes.

Se iniciaba así una nueva etapa para este Territorio Nacional cuyo ascenso económico y demográfico se potenciaría exponencialmente al poco tiempo con el dictado del decreto presidencial de 1921 que liberaba tierras fiscales a la colonización, y que coincidió con el descubrimiento de las posibilidades exitosas del cultivo de algodón en el reciente espacio ganado, casi en simultáneo con el súbito incremento del precio internacional de este textil.32

Esta combinación de factores fomentó una fuerte atracción inmigratoria externa e interna. Por la primera ingresaron casi 15.000 inmigrantes entre los años 1920 y 1930 provenientes fundamentalmente de la Europa del Este en esta nueva etapa colonizadora. Por la segunda, un promedio anual de 29.000 trabajadores manuales provenientes de las provincias vecinas aportó su fuerza laboral a las demandas de este nuevo ciclo económico que se inició vertiginosamente, y que se denominó ciclo algodonero, para distinguirlo del ciclo forestal, predominante en los años anteriores.

Por esos años, el crecimiento demográfico del Chaco no sólo fue exponencial, sino también muy repentino, llegando a decuplicar su población en lapsos muy cortos y con incrementos de hasta un 11% anual, colocándose entre las jurisdicciones más efervescentes del país. También se fue construyendo la imagen de un Chaco “gringo”, en virtud de la “impresión cromática” que causaba la alta densidad de inmigrantes rubios en algunas zonas en particular.

Estos inmigrantes europeos a su vez, y al igual que sus coterráneos de la primera etapa pobladora, fueron fundando también sus propias sociedades mutualistas en este nuevo espacio, y cuya importancia decisiva podremos valorar seguidamente en directa relación al tema que nos ocupa.

¿Qué buscamos explicar con esta introducción? Con las descripciones previas procuramos anticipar que el destino de las normativas pensadas para moldear sobre todo a las nacientes sociedades de los Territorios Nacionales, estuvo marcado prácticamente desde su puesta en vigor, y ese destino fue el de una obsolescencia prematura.

Es que los vertiginosos cambios económicos y sobre todo demográficos ocurridos en general en varios Territorios Nacionales durante la segunda y tercera década del siglo XX, hicieron poco menos que impracticables a todo este conjunto de medidas, básicamente porque los cuerpos sociales que aquí se formaron, estuvieron expuestos a procesos muy abruptos de movilidad y transformación. Y lo ocurrido en Chaco fue un ejemplo elocuente de esta dinámica.

¿Y de dónde vendría entonces la necesaria labor orientadora y contenedora, la tarea de construcción de tácitas normas de convivencia colectiva?

Sin menoscabar la incidencia del periodismo gráfico, ni la fundamental función de la escuela pública, debe advertirse, sin embargo, que la primera estuvo limitada a un restringido grupo de lectores alfabetizados de los núcleos urbanos, y la segunda, si bien tuvo notable influencia sobre todo a partir de los años treinta, sólo repercutió inicialmente en los infantes, y sus resultados en este plano se verían recién en el largo plazo.

Aquí es entonces en donde debemos dimensionar el importantísimo papel que tuvieron las nacientes entidades y asociaciones civiles de ayuda mutua, las cuales, independientemente de sus funciones específicas, cumplieron una tarea que contribuyó a hacer un poco menos requerida la presencia del Estado en estas cuestiones particulares, y consecuentemente también, menos necesarias las reglamentaciones paternalistas para garantizar la convivencia entre grupos humanos muy distintos.

Durante la segunda y tercera década del siglo XX las diversas fuerzas vivas territorianas fueron ganando un ascendiente protagonismo y como consecuencia indirecta de sus acciones, se puso en evidencia el anacronismo de la tutela estatal en materia de medidas de orientación social, e inclusive, en materia política. El régimen de minoridad establecido para estas jurisdicciones empezaba a mostrar sus limitaciones y obsolescencia, y se hacían necesarios algunos cambios en la relación entre los poderes centrales y estas jurisdicciones periféricas.

En el caso particular de Chaco, su demografía y cuerpo social habían evolucionado sustancialmente en un lapso de tiempo muy breve. Hemos visto sintéticamente lo acontecido entre 1908 y 1921 (sólo trece años), de modo que, reglamentaciones como las que hemos analizado quedaron prácticamente inútiles a poco de nacer, a tal punto que durante la década del veinte ya no eran casi mencionadas en las actuaciones referidas a contravenciones. Para los procedimientos inherentes generalmente se apelaba al viejo Código Rural de 1894; a lo establecido por las ordenanzas municipales o de Comisiones de Fomento, o sencillamente se buscaba respaldo en lo estipulado por los estatutos de las asociaciones mutualistas, las cooperativas agrarias, o los clubes deportivos, cuando el objetivo era controlar, por ejemplo, espectáculos de alta concurrencia.

A la sazón, debe decirse que estas últimas entidades ganaron autonomía, poder de convocatoria y una fuerte presencia a partir de la década del veinte, llegando a convertirse en los más importantes centros de sociabilidad, y en gran medida, espacios formadores de conductas colectivas, relegando a un lugar secundario a las instituciones del Estado, en el caso de que éstas existieran.

Así, y sin que éstos fueran sus objetivos principales, las Sociedades de Socorros Mutuos e incluso las Cooperativas Agrícolas desempeñaron exitosamente el rol de núcleos de inclusión e integración social en el Chaco.

De esta forma, además de la función específica que cumplieron estas asociaciones, indudablemente desempeñaron un rol no menos importante como centros de interrelación cultural y social en ámbitos en los cuales los puntos de contacto colectivo no abundaron. En estos espacios llegaron a forjarse sólidas amistades entre criollos y gringos, y con frecuencia, fueron también el entorno ideal para propiciar el nacimiento de lazos parentales derivados de las relaciones entabladas entre las nuevas generaciones.

Pero con todo, y al margen del espíritu solidario y de construcción colectiva que caracterizó a los pioneros, la acción desplegada por estas entidades mutualistas no pudo ocultar la verdadera causa que propició que este asociacionismo evolucionara hasta exceder sus objetivos originales. Dicha causa fue la inconsecuencia del Estado en la conducción del poblamiento de estas jurisdicciones. Un Estado que promovió los procesos, pero que luego no pudo controlarlos ni atenderlos eficazmente en todas sus variantes, a lo cual se añadió una codificación incompleta, extemporánea, o idealista, y un inesperadamente rápido envejecimiento de la ley 1532 de organización de los Territorios Nacionales.

La misma, concebida para mantener por mucho tiempo a estas jurisdicciones bajo un régimen de minoridad tutelada, no fue cumplida en todos sus términos originales ni actualizada debidamente, por lo que no se alcanzó a calcular los efectos de la vertiginosa evolución que tendrían algunas de ellas, y antes de lo previsto, ya se notaba la necesidad de producir reformas fundamentales en estos espacios territoriales.

Y aunque estas ideas ya germinaban a fines de los años veinte, y se galvanizarían en la siguiente década, sólo empezarían a transformarse en hechos concretos recién a comienzos de los años cincuenta, cuando se inició el proceso de conversión a provincias de algunos Territorios Nacionales, y con ello, el acceso a una ciudadanía plena para sus habitantes.

Algunos comentarios finales

A comienzos del siglo XX y casi en vísperas del Centenario, en la Argentina pudieron observarse con bastante nitidez algunas políticas tendientes a diseñar a una sociedad que, integrada con un alto componente inmigratorio, todavía se hallaba en vías de formación.

Dichas políticas -o al menos, intenciones-, se inscribieron en el marco de la admiración que la entonces dirigencia nacional de “notables” profesaba por el funcionamiento y las sociedades de algunos países europeos.

Desde luego, la implementación de reformas orientadoras debía hacerse necesariamente a través de la imposición de leyes y reglamentos que direccionaran al cuerpo social hacia la adopción y práctica de normas de coexistencia compatibles con las vigentes en aquellas sociedades que se buscaba emular.

Dadas las autonomías, y sobre todo los arraigados tradicionalismos existentes en las antiguas provincias constituidas, los ámbitos de aplicación de las eventuales reformas debían ser necesariamente las jurisdicciones federales, únicos espacios en donde había una incumbencia directa de los poderes centrales, y en donde, además, aún no se habían consolidado las identidades colectivas.

A la sazón, estos espacios federalizados eran los que -proporcionalmente-, habían recibido y/o estaban recibiendo mayor porcentaje de inmigración europea, por lo cual, la Capital Federal con su gran cosmopolitismo, y los Territorios Nacionales con sus nuevos y heterogéneos cuerpos sociales, constituían los escenarios propicios para encarar un ensayo modelador de hábitos y costumbres acordes a los ejemplos de los países más admirados del viejo continente.

Para efectivizar este experimento, el campo de intervención debía estar inicialmente vinculado a las actividades de recreación y esparcimiento, por cuanto era precisamente allí en donde podían detectarse mejor las conductas públicas (y sus desviaciones), y proceder correctivamente.

Por esta razón se elaboraron y pusieron en vigor leyes y códigos contravencionales cuyos propósitos principales serían los de prohibir, restringir, y penalizar prácticas lúdicas, costumbres o actividades de recreación que no se encuadraran estrictamente dentro de la tónica marcada por los poderes centrales, o que no coincidieran con los modelos de comportamiento y moralidad foráneos que se deseaba imponer.

Estas normativas, por tanto, tuvieron un sesgo disciplinador algo exagerado, en ciertos casos hasta absurdo, y desde luego, decididamente discordantes con la realidad de los cuerpos sociales y las costumbres existentes en el país. Dichas discordancias generaron recurrentes controversias sobre su validez, pero también, limitadas posibilidades de aplicación en los respectivos ámbitos de destino, y casi una inmediata obsolescencia en algunos Territorios Nacionales debido a sus vertiginosas transformaciones socioeconómicas.

De este modo, esta tarea orientadora del comportamiento público recayó casi de hecho en las propias asociaciones civiles de estas jurisdicciones, las cuales, sin proponérselo como objetivo principal, suplantaron en buena medida la acción del Estado en la función de inclusión, integración y formación de conductas colectivas, poniendo en evidencia la ineficacia y el anacronismo del tutelazgo central en estas materias.

De alguna manera, la acción común de estas asociaciones, cuya eficacia pudo comprobarse especialmente en el Territorio Nacional del Chaco, puso de manifiesto cierta madurez alcanzada tempranamente por estos cuerpos sociales, lo cual, además de hacer inviable la vigencia de normativas de tipo paternalista, preanunció en cierta forma el advenimiento de una nueva etapa en la situación institucional de los Territorios Nacionales.

Fuentes:

Código Rural de los Territorios Nacionales. Edición original, y nueva edición con las modificaciones introducidas por las leyes de 16 de septiembre de 1910, y 28 de febrero de 1917, Buenos Aires, J. Lajouane & Cía Editores, 1922.

Código de Policía para los Territorios Nacionales de la República Argentina, Buenos Aires, Imp. de Juan Alsina, 1908.

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