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Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani

Print version ISSN 0524-9767On-line version ISSN 1850-2563

Bol. Inst. Hist. Argent. Am. Dr. Emilio Ravignani  no.54 Buenos Aires Jan. 2021

 

Reseñas

Leandro Losada (2020). Maquiavelo en la Argentina. Usos y lecturas, 1830-1940. Buenos Aires: Katz Editores, 196 pp.

1Conicet/UdeSA/CEHP

Losada, Leandro. Maquiavelo en la Argentina. Usos y lecturas, 1830-1940. 2020. Katz Editores, Buenos Aires:

Desde los estudios de Aricó, Dotti, Tarcus, Plotkin, Vezzetti y Canavese, la historia de la circulación y uso en el medio local de distintos intelectuales y escuelas se convirtió en una herramienta indispensable para entender la interpretación como un mecanismo para la producción de nuevos textos, el papel de las mediaciones (intelectuales y materiales) y los contextos con los que viajan las ideas, es decir, las tradiciones de lectura que se les imponen. Vale la pena destacar, en ese marco, la oportunidad de la aparición del primer trabajo integral sobre la recepción del autor de El príncipe en la Argentina.

La meta de Losada es explícita desde el inicio: se trata de desentrañar, desde el prisma que ofrece Maquiavelo, una historia que ilumine la tradición liberal y antiliberal en la Argentina. A ese fin, la obra se ha dividido en tres capítulos y una conclusión. En el primero se aborda la visión de los padres fundadores, negativa sobre las ideas del florentino. No sólo se trataba, en la mirada de los hombres de la generación del ‘37, de un autor obsoleto, sino que Maquiavelo era un enemigo de la libertad, el promotor de un poder arbitrario y atrasado. Los consejos de El príncipe eran, para Alberdi, Sarmiento, Rivera Indarte o Juan María Gutierrez, un manual para tiranos, como Juan Manuel de Rosas. Hacia fines del siglo XIX esta mirada se matizaría. El Estado no era, como lo percibían los padres fundadores, un proyecto a realizar, sino un día a día de cotidianos conflictos. Los principios de la moral privada no necesariamente podían aplicarse a la moral pública: el Estado debía tomar medidas para preservarse, aunque en muchos casos pusieran en cuestión las libertades individuales. Maquiavelo recobraba entonces actualidad en la obra de Ernesto Quesada, en el momento en el que justificaba a Rosas y su uso del terror en nombre de la razón de Estado. En una línea análoga lo inscribía Martín García Mérou, reivindicando a Maquiavelo como un ensayista de la autoridad y el orden.

El segundo capítulo está dedicado al vínculo entre Maquiavelo y el antiliberalismo en la primera mitad del siglo XX. Losada destaca la atención sin precedentes que generó entre los intelectuales argentinos, en especial, a partir de la constitución de las primeras cátedras de Derecho Político en las universidades de Buenos Aires, La Plata, del Litoral y Córdoba. La crisis de la democracia liberal que caracterizó a la cultura occidental desde la década de 1910, y que se profundizó luego de la finalización de la Gran Guerra, dominaba el paisaje. El foco de atención se dirige a la generación de intelectuales de los años de 1920, que identificó las ideas de Maquiavelo como precursoras del fascismo y de los totalitarismos que asomaban en Europa. Enrique Martínez Paz, Carlos Astrada, Saúl Taborda y Carlos Sánchez Viamonte destacaban que en Maquiavelo podía encontrarse una clave interpretativa para la crisis de Occidente expresada en el resurgir del autoritarismo. Su realismo, el valor que le otorgaba a la eficacia política, lo convertían en un enemigo del liberalismo. Por motivos similares –pero invirtiendo la polaridad– Leopoldo Lugones destacaba el carácter antiliberal, antidemocrático e incluso positivamente anticristiano de su obra. Allí donde su generación había encontrado vicio, el autor de La grande Argentina encontraba una refutación de los absolutos y una empatía con su propia mirada nietzscheana, estetizante y vitalista.

Un segundo apartado está dedicado a la primera generación de nacionalistas argentinos, aquellos que identificaron en Maquiavelo un referente del republicanismo no democrático y aristocratizante al que aspiraban. Para los jóvenes de La Nueva República, Julio Irazusta y Ernesto Palacio, ejerció una atracción pasajera, dado que les permitía oponer su republicanismo a la democracia, y enarbolar el sueño de la restauración de una mítica sociedad jerárquica. Sin embargo, hacia los años de 1930, su perspectiva se orientó hacia la crítica por excelencia del catolicismo: Maquiavelo había desligado la moral y la política y, por ende, abría la puerta al liberalismo.

El capítulo se completa con la lectura de los intelectuales católicos que ocuparon un papel destacado en la cultura de los años treinta. Agrupados en los Cursos de Cultura Católica y movilizados por la renovación del tomismo de las primeras décadas del siglo XX, figuras como Julio Meinvielle, Faustino Legón, Arturo Sampay y Tomás Casares –con sus matices–, vieron en Maquiavelo aquello que podía adjudicarse a otros representantes del Renacimiento: el pecado originario de la modernidad. El haber fundado la política en principios inmanentes, rehuyendo la ley eterna, daba origen al liberalismo y, como era frecuente en esos años, también a sus derivas totalitarias: el fascismo y el comunismo, ambas caracterizadas como corrientes “paganas”.

El tercer capítulo está dedicado a los intelectuales liberales y su reivindicación de la perspectiva maquiavelista, recuperando el carácter secular y moderno de su pensamiento. Paradójicamente en concordancia con la opinión de los católicos, pero con una valencia opuesta, para José Luis Romero Maquiavelo era el teórico del Estado moderno que había escrutado con profanidad y empirismo la vida política. En lugar de partir de la norma –al modo de los teólogos– para erigir un sistema acorde, había apelado al realismo político. Y lejos de tener un carácter reprobable, este camino abría una oportunidad para construir principios político-seculares, entendidos como autónomos del diktat religioso.

La última sección de este capítulo corona el trabajo, y está dedicada a la importancia de Maquiavelo en la obra de Mariano de Vedia y Mitre. A través de este omitido intelectual, Losada encuentra una reivindicación del autor de los Discursos como un “pensador de la libertad”. Quien fuera titular por más de veinte años de la cátedra de Derecho Político de la Facultad de Derecho, aportaba en su mirada sobre el florentino algunas pistas para resolver la crisis del liberalismo, que había hecho eclosión en el escenario político con la caída de la Republica verdadera en 1930. Para de Vedia y Mitre, Maquiavelo era un campeón de libertad justamente por haber separado la moral de la política, dos campos de carácter inconmensurable. No se trataba de ponderar la inmoralidad, sino de construir un sistema político basado en la autolimitación jurídica como un mecanismo para evitar la arbitrariedad. El hombre –un ser amoral– se moralizaría a través del proceso de convivencia política.

Con esta última sección se cierra el recorrido por los usos de Maquiavelo en Argentina, en una estación que le permite a Losada enarbolar una de las más ricas hipótesis de la obra: el liberalismo, lejos de estar desahuciado, siguió estructurando el debate de ideas local hasta mediados del siglo XX. Más allá de las marginales voces que reclamaban un “nuevo orden”, la Constitución Nacional y las características de la democracia argentina permanecieron como un horizonte en torno al cual Maquiavelo podía brindar pistas para un camino de salida a su renombrada crisis. La libertad y el poder no eran, para de Vedia y Mitre, dos senderos que se bifurcaban, sino que la lectura de Maquiavelo permitía integrarlos, haciendo coincidir en un mismo autor el republicanismo, el liberalismo y la democracia. El poder era un medio para afirmar las oportunidades de la libertad.

Maquiavelo en Argentina recorre diversas invocaciones –desde la cita erudita hasta el uso instrumental y político– y el resultado es un plano irisado de lecturas. Como un Aleph, el autor de El Príncipe habilita interpretaciones dispares y contradictorias. O, al contrario, lecturas coincidentes que generan reacciones opuestas. La pericia de Losada permite recorrer tan sinuosas apropiaciones. Y más allá de lo intenso que es el contenido del trabajo, en el que ninguno de los matices ha sido dejado de lado, el mismo se presenta como un modelo en términos metodológicos. El autor ha encontrado un punto de equilibrio entre la generalización –que hubiera vaciado de contenido la huella del Maquiavelo en la cultura local–, y la recurrente cita erudita, que hubiera vuelto completamente artificioso el planteo. Los proyectos político-intelectuales establecen un vínculo siempre complejo entre la autoridad a la que hacen referencia –para impugnarla o para reivindicarla– y el nuevo relato que intentan impulsar. Losada ha captado hábilmente esa tensa relación, dando cuenta a lo largo de este indispensable texto de las múltiples funciones que cumplió Maquiavelo, como un prisma privilegiado para leer la historia del pensamiento político argentino.

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