Un largo camino al Estado: actores y temporalidades de la estatización de la televisión argentina (1934-1974)[1]
Introducción
En 1974, el gobierno de María Estela Martínez de Perón decretó la intervención estatal de cinco señales de televisión. Entre estas se encontraban las tres emisoras privadas de la ciudad de Buenos Aires, protagonistas principales del proceso de consolidación de la televisión argentina en los años inmediatos anteriores. Eran, por lejos, los canales más importantes en términos de facturación, asociados a las principales productoras televisivas y suerte de cabeceras de las señales del interior, a través de las cuales se calculaba que cada uno de ellos llegaba a entre el 60 y el 90 por ciento de la audiencia de la televisión (Graziano, 1974; Muraro, 2014). Así, no resulta exagerado afirmar que la estatización de estos tres canales implicaba colocar al Estado en un lugar dominante con respecto al medio.
Los trabajos que hacen referencia a la cuestión escritos entre fines de la década de 1980 y principios de la de 1990 –época de intenso debate sobre la reprivatización de esos mismos canales, debatida e implementada entonces– interpretaron la estatización de 1974 como un suceso puntual, sin contexto (Muraro, 1987; Portales, 1987; Jones, 1990). En cambio, los aportes de los últimos quince años otorgaron mayor importancia al agudo debate abierto entre 1973-1974 respecto al rol del Estado en los medios masivos y los usos sociales de la televisión (Morone y De Charras, 2009; Druetta, 2012; Mastrini, 2014). Este segundo grupo de contribuciones es contemporáneo de una intensa discusión política y académica en Argentina sobre la construcción de un nuevo marco legal para la comunicación audiovisual, en el que tuvo un lugar importante el debate sobre el rol de los medios gestionados por el Estado. La hipótesis que se reitera en este último conjunto de textos –y que hemos problematizado en un trabajo anterior (Sticotti, 2020)– responde en parte a esta mirada desde el presente. Formulada de manera más o menos explícita según el autor, podría generalizarse así: un modelo de televisión de propiedad estatal, pero con objetivos y gestión social que permitirían definirlo como público, tuvo condiciones de posibilidad para concretarse en la época. La muerte del presidente Juan Domingo Perón, en 1974, provocó que se abortara este proceso. El problema epistemológico es evidente: preocupados por comprender lo que no sucedió, queda mayormente inexplicado qué fue lo que efectivamente ocurrió.
En el conjunto de los estudios citados hasta aquí, la televisión ha sido problematizada de manera aislada. Sin embargo, el régimen de licencias para operar señales, los organismos de control-censura y los planes estatales de desarrollo del medio nunca fueron estrictamente televisivos, sino de radio y televisión (o radioteledifusión). Al tabicar analíticamente a la televisión, se torna ininteligible la política comunicacional de la que formó parte. Así, permanecen ocultos hechos básicos que permitirían una contextualización del fenómeno a estudiar. Precisamos mirar los debates constitutivos de la participación del Estado en el medio radiofónico para construir una mirada de largo plazo.
Otra dificultad para comprender la especificidad de la experiencia está dada por el acotado marco histórico en el que se despliegan los estudios que han problematizado la cuestión. En el segundo bloque de trabajos mencionado, el proceso de estatización se recorta sobre las tensiones entre distintas facciones al interior del peronismo en los años 1973-74. Efectivamente, la coalición que había obtenido el triunfo en las elecciones de marzo de 1973 era por demás heterogénea, al punto que el espectro de la política argentina, de derecha a izquierda, cabía dentro del movimiento peronista (Franco, 2012). Los enfrentamientos al interior del gobierno eran explícitos y el modo de resolución de las diferencias implicó niveles progresivamente más altos de autoritarismo y represión estatal y paraestatal. Este fue el marco de la disputa por la estatización de 1973-74, en la que todo el espectro del peronismo estaba de acuerdo en la medida, pero por motivos disímiles e incompatibles entre sí.
Sin embargo, esto implica concebir al período político inaugurado en 1973 como pura ruptura con respecto a los años inmediatos anteriores. En este sentido, vale preguntarse si al intervalo 1973-1976 no le cabe la caracterización de posdictadura, debido a la coexistencia de un sentido de cambio junto con otro de continuidad (Montaldo, 2010). Esto permite superar un escollo epistemológico del campo historiográfico argentino: la dificultad para pensar líneas de continuidad entre dictaduras y democracias (Lvovich, 2009; Carassai, 2013; Finchelstein, 2016). En concreto, en el contexto de la creciente influencia de las doctrinas contrainsurgentes en el Ejército (Pontoriero, 2019.), la preocupación militar por el papel de los medios de comunicación masiva en la denominada acción psicológica –considerada una práctica permanente y total, que atravesaba tiempos de guerra y paz (Pontoriero, 2015)– se hizo presente desde 1955 (Risler, 2018), aumentó abruptamente su importancia a partir del golpe de Estado de 1966, y sus efectos van a continuar presentes en la estatización de 1973-74. Desde esta clave es posible abordar la política seguida por el Estado en relación con la participación del empresariado de radio y televisión a partir de la segunda mitad de la década de 1960.
Proponemos trabajar en tres dimensiones que construyen periodizaciones superpuestas que confluyen en la estatización de 1973-74. En el largo plazo, reconstruimos los debates políticos sobre los “modelos” de radiodifusión y la “nacionalización” de la radio y la televisión. En el mediano plazo, las doctrinas contrainsurgentes que orientaron la política de radioteledifusión. Por último –pero solo por último–, analizaremos la coyuntura política de los años 1973 y 1974, momento en que desde sectores antagónicos y con argumentos incompatibles, se confluyó de todos modos en el reclamo por la estatización de la televisión. En este contexto se desplegó un intenso e inédito debate público, que fue tensionado por negociaciones por fuera de los carriles institucionalizados, que reeditó la lógica del parlamentarismo negro propia de los años anteriores (Cavarozzi, 2002).
El largo plazo: la tensión entre Estado y empresarios privados de medios
El primer proyecto de estatización de la televisión precedió en muchos años al surgimiento del medio en Argentina. En 1934, el diputado conservador Adrián C. Escobar presentó un proyecto de ley de “nacionalización de la radiodifusión” que proponía el monopolio estatal de radio y televisión –medio al que contemplaba explícitamente–.[2] Esta propuesta se reiteraría ampliada con motivo de la creación, en 1938, de una comisión ad hoc creada por el presidente Roberto Ortiz y encabezada por el propio Escobar, que sugería terminar con la radiofonía privada. A diferencia de 1934, descartaba que el Estado fuera el único propietario de las estaciones por una cuestión de costos. Proponía en su lugar crear una única red monopólica que integrase a empresas privadas y organismos estatales, basada explícitamente en la experiencia de la British Broadcasting Corporation (BBC), que para entonces ya integraba ambos medios (Dirección General de Correos y Telégrafos, 1939). El trabajo de la comisión resultó una gran influencia en otros posteriores, al punto que a partir de entonces se hizo común denominar “modelo europeo” al modo de administración de radio y televisión propio de esa época en Gran Bretaña y “nacionalización” a la estatización de emisoras (Pellet Lastra, 1970).
Durante el año 1946, la discusión relativa a la “nacionalización” de las señales volvió al primer plano, promovida por el flamante gobierno de Juan Domingo Perón. El debate se diluyó a medida que el peronismo se decantaba por encubrir la adquisición de emisoras que efectivamente el Estado estaba realizando y que contemplaba mantener en el gerenciamiento de las estaciones a los antiguos propietarios (Lindenboim, 2020). En este marco surgió en 1951 el primer canal de televisión, que en 1954 fue privatizado en el mismo acto con las radios entonces existentes. Los propietarios elegidos mantuvieron constante la vinculación de intereses con el Estado.
Los gobiernos surgidos del golpe de Estado de 1955 (generales Eduardo Lonardi –1955– y Pedro Eugenio Aramburu –1955-1958–), pretendieron explicar los vínculos entre Estado y empresarios como un rasgo singular y anómalo del peronismo (Mastrini, 2009). Más allá de la intención explicitada de modificar por completo el sistema de medios en un sentido proempresarial, esto ocurrió de modo muy parcial. Aramburu anuló la licitación de 1954 y volvió a sacar a concurso las 55 emisoras radiales. Sin embargo, solo se reprivatizaron 16 señales, mientras que 39 frecuencias pasaron al Estado, con lo cual se concretó definitivamente el monopolio oficial que se suponía interesado en disolver.[3] El Estado se quedó con las radios más escuchadas de las ciudades más importantes. En una lógica invertida, durante la década de 1960, los gobiernos promovieron el desarrollo de nuevas emisoras privadas en zonas de baja densidad poblacional sin interés comercial, mientras que retuvieron para sí el control de las señales de los principales núcleos urbanos (Ramírez Llorens, en prensa).
La televisión siguió el mismo camino. Formalmente privado, el único canal existente al momento del golpe de Estado de 1955 también fue enajenado a sus propietarios y quedó directamente bajo la órbita del mismo organismo que controlaba a las flamantes radios oficiales. En cambio, se ofrecieron en licitación diez señales por crearse –en este caso, necesariamente en grandes centros urbanos–.
Una mirada a los llamados a concurso del período 1958-1968 pone de relieve que la lógica de vinculación entre intereses políticos y empresariales, que había regido durante el peronismo, se reeditaba a partir de una compleja elección discrecional de los licenciatarios, que excedía por mucho el simple requisito de no tener un pasado peronista. Cuando faltaban solo tres días para que Aramburu dejara la presidencia, y a pesar de que la comisión encargada de evaluar los pliegos había aconsejado declarar desierto todo el concurso, se aprobaron cinco permisos para instalar televisoras privadas. [4]Autorizadas por el lapso de 15 años, estas primeras concesiones vencerían el 29 de abril de 1973. En 1960, un concurso de 26 frecuencias de canales de televisión por crearse por parte del presidente Arturo Frondizi (1958-1962) quedó inconcluso, aparentemente por presión de los jefes militares.[5] Por su parte, el presidente José María Guido (1962-1963) dejó sin efecto la privatización de 18 emisoras radiales lanzada por Frondizi. A la vez, asignó ocho licencias de radio por crearse, y realizó el concurso de señales televisivas más grande de la historia argentina –18 nuevos canales más la regularización de una situación de hecho–, que se resolvió nuevamente dos días antes de abandonar el poder.[6] Su sucesor, Arturo Illia (1963-1966), anuló la mitad de las autorizaciones ya otorgadas por Guido.[7] También formalizó la cancelación del llamado de la época de Frondizi[8] y asignó nuevas señales de radio y televisión. Luego del golpe de Estado de 1966, el presidente general Juan Carlos Onganía (1966-1970) anularía el llamado a licitación de 96 emisoras radiales lanzado por Illia en diciembre de 1965 y junio de 1966.[9]Además, abriría un concurso para renovar los 16 permisos radiales otorgadas por Aramburu diez años atrás.[10] Los poderes políticos y militares se afanaban por bloquear los otorgamientos de licencias por parte de sus antecesores adversarios, e intentaban imponer los propios con muy poca sutileza.
La división entre estatal y privado, en lo que hace a los medios masivos, estaba suturada por los intereses políticos. Se retornaba, una y otra vez, a la discusión abierta en 1934. Hasta 1957, la estrategia ensayada por los sucesivos gobiernos para resolverla fue proponer alguna manera de absorber o vincular las emisoras privadas al aparato estatal. En 1958, un conjunto muy importante de señales fue incorporado definitivamente a la estructura oficial, lo que supuso un salto cualitativo por acción u omisión a esa tendencia estatista. A partir de ese momento, el rol definido por el Estado hacia los privados fue el de crear nuevas emisoras radiales y televisivas, mayormente en zonas donde no existían. La dinámica transicional entre los gobiernos salientes y entrantes durante los años 1958 y 1966 respecto de la radioteledifusión puede resumirse en las siguientes constantes: quienes lograron entregar el poder de manera pactada (Aramburu y Guido) apuraron el otorgamiento de licencias antes de ceder el mando; por su parte, los gobiernos entrantes cancelaron las licitaciones en curso –y hasta anularon adjudicaciones ya resueltas–. Con sus acciones, los primeros intentaban condicionar a sus sucesores, y los segundos, subordinar el sistema de medios a sus propias necesidades. La constante de todo el período es que los gobiernos de distintas orientaciones políticas no tenían la vocación de deshacerse de los medios de comunicación masiva que habían logrado controlar. A esto se suma, desde 1958, que detrás de la formalidad de los concursos públicos se evidenciaban mecanismos informales de selección de los licenciatarios, basados en el interés por mantener una influencia política sobre ellos y un vínculo con el aparato estatal.
El mediano plazo: militares, medios de comunicación masiva y seguridad interna
A fines de 1960, el presidente Frondizi creó el Consejo Nacional de Radio y Televisión (CONART), un organismo previsto en el decreto-ley de radiodifusión y televisión 15.460/57 y que debía encargarse de llamar a licitación, otorgar las licencias y controlar su operación. En sus nueve años de existencia (1961-1970) y a lo largo de las presidencias de Guido, Illia y Onganía, el CONART sufrió tres cambios de estatuto, cuatro del modo de composición del directorio y seis de renovación completa de sus integrantes.
En este marco de inestabilidad, es fácil observar la creciente influencia que tendrían los militares en este organismo. En la modificación de 1966 ya se contemplaba de manera explícita una composición mixta para el CONART, civil y militar.[11] En la modificación de 1967 se eliminó de su directorio a los delegados de las secretarías de Estado controladas por cada fuerza, para otorgar asientos directamente a representantes de la jefatura de cada arma. En 1970, Onganía disolvió el CONART y creó en su lugar el Ente de Radiodifusión y Televisión (ERT), un organismo con dirección unipersonal dirigido por un uniformado. La medida fortalecía la lógica militarista al eliminar definitivamente del organismo la coconducción civil.
Es importante subrayar que en dictadura no toda la política de comunicación estatal estaba en manos de militares. [12]Lo que se dejaba en la órbita castrense era básicamente la regulación de la radioteledifusión privada.[13] Las razones son, al menos en parte, evidentes. El reglamento RC-5-2 del Ejército Argentino, promulgado en 1968 y firmado por el entonces comandante en jefe general Alejandro Agustín Lanusse, definía a la televisión como el medio más eficaz para influir en la población a través de operaciones de acción psicológica. Desde este punto de vista, el manejo privado de los medios masivos implicaba un peligro potencial. De hecho, el Consejo Nacional de Seguridad (CONASE), organismo creado por la dictadura para planificar la estrategia de defensa y seguridad nacional, solicitó participar de la decisión de la asignación de licencias radiofónicas de 1968 (de la que hablaremos en el apartado siguiente).[14]Así, el hecho de que los empresarios buscaran el lucro no los hacía necesariamente confiables a los ojos de jerarquías castrenses.[15] La inestabilidad política del período y su impacto en la dinámica de asignación de señales a empresarios, que ya hemos visto, debió conformar un panorama de intereses cruzados muy complejo. Onganía lo experimentaría en carne propia. A pesar de que el CONART prohibía rigurosamente a los canales de televisión la difusión de las protestas obreras y estudiantiles, no pudo evitar que estos desplegaran una espectacular cobertura para cubrir el Cordobazo (Ramírez Llorens, 2019), que se convertiría en un gran hecho televisivo (Varela, 2005).[16]
El Cordobazo provocó una modificación en la valoración de las hipótesis de conflicto militares, que a partir de esa instancia dieron prioridad a la preparación para la acción represiva en un marco de guerra interna (Pontoriero, 2019b). Este cambio de clima se condensó, respecto de la radio y televisión, en un extenso documento preparado por los equipos del Consejo Nacional de Desarrollo (CONADE) y el CONASE, denominado “Políticas Nacionales”. Elaborado durante los últimos meses de Onganía, fue finalmente promulgado durante el interinato de la Junta de Comandantes en Jefe presidida por Lanusse, previo a la asunción de Marcelo Levingston. El punto dedicado a la radioteledifusión establecía el objetivo del gobierno de “utilizar con sentido nacional los medios de comunicación masiva”.[17] Las políticas suponían explícitamente los límites del aparato estatal para su implementación, por lo que refería estrictamente a medios estatales. Esto conllevaba un renovado impulso estatizador, toda vez que se asumía claramente el interés por mantener en manos del Estado las radios y el canal que ya eran estatales, a la vez que la norma sugería el interés de estatizar los medios privados para alcanzar el “sentido nacional” en el contexto de guerra interna.
1968: el fin del crecimiento privado
La dictadura de Onganía promulgó en 1967 el Plan Nacional de Radiodifusión y Televisión. En este, el gobierno proyectaba la licitación de 300 nuevas señales privadas de radio y 110 de televisión, una promesa fabulosa teniendo en cuenta que en ese momento existían 24 canales privados. Aún más importante en términos de declararse a favor del control empresarial de los medios de comunicación masiva, se comprometió a privatizar todas las señales radiales y televisivas que estaban bajo su control. El CONART abrió efectivamente cuatro concursos para la asignación de señales de radio y televisión. Sin embargo, el denominado Acuerdo 77 (diez emisoras de radio estatales a privatizarse, incluyendo tres que se sintonizaban en la ciudad de Buenos Aires) y el 153 (diez nuevas licencias de televisión en el interior del país) fueron cancelados cuando el plazo de presentación de pliegos aún estaba vigente. Esta vez, la propia administración que lanzaba las licitaciones volvía sobre sus pasos. El caso del Acuerdo 153 resulta particularmente llamativo: siete de las diez señales ofrecidas a privados serían finalmente otorgadas en los meses siguientes a gobiernos provinciales.[18]
Por su parte, el Acuerdo 30 reprivatizó las emisoras radiales que ya eran privadas.[19] Los licenciatarios elegidos en la época de Aramburu se presentaron a la licitación, pero la mayoría no logró renovar. Por caso, el propietario de Canal 9, Alejandro Romay, perdió la licencia de Radio Libertad a manos de un competidor. La sospecha de la época era que la dictadura había otorgado las licencias a militares y civiles amigos.[20]
En este contexto de cambio de orientación de la política de licencias, el CONART anunció públicamente a principios de 1969 que las autorizaciones para operar señales de televisión asignadas en 1958 vencían a los quince años de su otorgamiento. La noticia apuntaba a desandar lo decidido por el expresidente Illia cuatro años antes, quien había decretado una modificación al decreto-ley de radiodifusión y televisión de 1957, que implicaba en los hechos una extensión en los plazos de todas las licencias televisivas otorgadas hasta ese momento.[21] A la luz de lo que había sucedido tres meses antes con la anulación de los acuerdos y la relicitación a nuevos propietarios, los empresarios de televisión debían tener sobradas razones para sospechar que, llegado el momento, la renovación de los permisos para operar no sería sencilla. Un rumor ganó los pasillos de las emisoras: que los canales de la ciudad de Buenos Aires serían estatizados al vencimiento de las licencias.[22]
En definitiva, para los privados no se habilitó ningún canal nuevo durante los siete años de dictadura.[23] En el mismo período se autorizaron siete nuevas señales televisivas provinciales estatales y una estatal nacional. Este cambio de actitud respecto del consentimiento estatal para la expansión de los empresarios privados se identifica con claridad hacia el año 1968, y está basado en parte o totalmente en criterios militares de seguridad interior. La creación de nuevas señales ya no sería una tarea delegada a privados. Esto fue de la mano con la anulación de la extensión de la duración de las licencias televisivas vigentes.
Empresarios y seguridad nacional en la transición
El 22 de agosto de 1972, el fusilamiento a manos de miembros de la Marina de 19 militantes de grupos políticos armados que habían logrado escapar de prisión y fueron recapturados, generó una grave crisis en el gobierno del antiguo jefe del Ejército y ahora también presidente Lanusse. En un contexto político ya de por sí muy delicado,[24] la masacre de Trelew –como fue conocido el hecho– provocó una reacción inmediata en el gobierno respecto de los medios de comunicación. El mismo día de los fusilamientos fueron sancionadas dos normas para que entraran en vigencia de manera urgente. Por un lado, se modificó el Código Penal en un único punto, que establecía que la difusión de información o imágenes de o sobre grupos insurgentes tendría pena de prisión.[25] Por otro lado, se promulgó la Ley Nacional de Telecomunicaciones, un extenso texto que regulaba en su conjunto telegrafía, telefonía, radiodifusión, televisión y radioaficionados. La complejidad de la normativa evidencia un importante proceso de elaboración previo. Pero las marcas del apuro por sancionarla como respuesta a la emergencia política son notables en lo que hace al artículo 91, que creaba el Comité Federal de Radiodifusión (COMFER) en reemplazo del ERT.[26] En la redacción final del artículo se establecía que los vocales titulares del COMFER serían seis, incluyendo un representante por cada una de las tres armas. Así, los miembros que respondían a la Junta de Comandantes producían un empate en número con los designados por el Poder Ejecutivo. En la medida en que se lograse continuar con la tradición de poner al frente del organismo a un militar, la supremacía numérica de los uniformados en el directorio estaría asegurada. Así, Trelew precipitó los cambios que se estaban estudiando para cementar la ascendencia de la Junta de Comandantes sobre el organismo. En el contexto transicional esto tenía una clara intencionalidad de garantizar la capacidad de decisión militar en un futuro gobierno civil. En adelante (y en este contexto, antes que nada, estaba la primera elección presidencial sin proscripción del peronismo en dieciocho años, la normalización institucional y la plena vigencia de la Constitución), las nuevas leyes dejaban clara la pretensión de que el control de la radiodifusión y televisión se hiciera manu militari, incluyendo lo vinculado a la asignación de licencias.
Estas dos normas en conjunto hacen visible la tensión política con los licenciatarios.[27] En este contexto, el 2 de octubre de 1972 Lanusse anuló efectivamente el decreto de Illia que el gobierno de Onganía había cuestionado tres años y medio atrás y que forzaba al borde de la caducidad a las cinco licencias televisivas privadas otorgadas en 1958. Faltando cinco meses para la realización de las elecciones, resultaba inverosímil que esta decisión estuviera enmarcada dentro de una lógica transicional que día a día se inclinaba con mayor claridad a favor del peronismo y del propio Perón.[28] Tampoco tiene sentido suponer que contemplara los intereses de los licenciatarios involucrados. En concreto, con esta medida, la dictadura lograba que la caducidad de las licencias ocurriera antes de finalizar su propio mandato.
Sin embargo, el régimen militar se volvió súbitamente privatista. Luego del primer regreso de Perón a Argentina y de la nominación como candidato presidencial por el peronismo de Héctor Cámpora –un político de buen vínculo con los sectores insurgentes del peronismo–, Lanusse llegó a sentar las bases para llamar a dos concursos. Para entonces, habían pasado nueve años desde el último otorgamiento de una licencia de televisión a un operador privado. En diciembre, el gobierno ofreció crear siete señales televisivas privadas nuevas en el interior del país. En febrero de 1973, estableció las bases para que el COMFER privatizara todas las emisoras radiales y la televisiva en poder del Estado nacional.[29] En un momento en que todo indicaba que el control del aparato estatal iba a ser ejercido por un gobierno del que formarían parte sectores considerados subversivos por los militares, privatizar resultaba el modo de evitarlo. En este marco debe interpretarse la extensión de las licencias televisivas vencidas, que finalmente Lanusse concedió 16 días antes de abandonar el poder y siete meses después de haber decidido hacerlas caducar.[30] Cuando Héctor Cámpora ya había sido consagrado como nuevo presidente electo, Lanusse promulgó el estatuto orgánico del COMFER, en el que definía la autonomía total del organismo (administrativa, técnica y financiera), lo cual fortaleció la independencia respecto del Poder Ejecutivo.
El propio presidente, que, como miembro de la Junta Militar que gobernó provisoriamente, en 1970 había firmado el decreto que declaraba que los medios masivos debían perseguir un interés nacional, se había vuelto abruptamente privatista. De esta manera intentaba evitar que los antagonistas políticos que lo sucederían en el gobierno controlaran los canales de televisión. La lógica se completaba con el rígido control de los privados por parte de las Fuerzas Armadas.
Estatización a izquierda y derecha
En sus Bases para un programa peronista de acción de gobierno, publicadas en los días previos a la asunción de Cámpora, el Movimiento Nacional Justicialista dedicó un tomo a la energía, el transporte y la comunicación. Allí planteaba la necesidad de que el Estado asumiera un papel protagónico, y recuperar “para el Pueblo” la radio y la televisión (Movimiento Nacional Justicialista, 1973, p. 24). También proponía la derogación de la ley de Telecomunicaciones de Lanusse, considerada contraria a la implantación del socialismo nacional. Al mismo tiempo, el intelectual Heriberto Muraro publicó una serie de notas entre mayo y julio de 1973 en la revista Crisis, en las que realizaba una profunda crítica a los empresarios nacionales y sus vínculos con capitales extranjeros estadounidenses.[31] El autor encuadraba la situación de Argentina en un marco mayor de diagnóstico de la televisión en América Latina y prestaba una especial atención al rol que estaba jugando el Estado en los sistemas de medios y en la televisión de los gobiernos de orientación socialista de Chile y Perú. Muraro y el programa de Cámpora coincidían en una mirada principalmente política del medio, y destacaban la función ideológica y cultural de la televisión. En este marco, el Estado era visto como posible garante de esta función ideológica, principal agente de la disputa con los empresarios y las Fuerzas Armadas.
Si la existencia de posiciones estatistas era conocida, la emergencia en la discusión pública de propuestas estatizadoras de izquierda que proponían marginar a las Fuerzas Armadas, eliminar el enfoque contrainsurgente en radioteledifusión y utilizar al medio como vehículo ideológico para la instauración del socialismo –tomando como ejemplo los procesos de orientación izquierdista de la región– debían, inevitablemente, inquietar a quienes veían en la televisión un gran potencial para la acción psicológica contrainsurgente.
Sin embargo, la izquierda peronista estaba lejos de poder controlar la política de medios. La ley no escrita que establecía la dirección militar del COMFER no fue revisada por el nuevo Gobierno constitucional de Cámpora. Al frente del organismo fue designado el coronel Diego Perkins,[32] quien se encargó rápidamente de dejar claro que el enfoque contrainsurgente de la ley de Lanusse seguía plenamente vigente. A pocos días de la masacre de Ezeiza,[33] Mario Santucho, líder de la organización armada Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), brindó una conferencia de prensa en la que criticó al gobierno de Cámpora, acusó al Ministerio de Bienestar Social de haber organizado la represión y dejó entrever que su organización continuaría con el secuestro de empresarios.[34] El COMFER sancionó a los canales 11 y 13, que habían emitido esas declaraciones. De Trelew a Ezeiza, la cuestión de la seguridad nacional, invocada explícitamente en los motivos de la resolución firmada por Perkins, continuaba tensionando las relaciones entre empresarios y militares responsables del control de los medios.
En julio, Cámpora y su vicepresidente renunciaron a sus cargos y Raúl Lastiri asumió la presidencia de manera interina. El cambio expresaba un crecimiento de la influencia de la derecha peronista en la coalición gobernante, y puntualmente del sector del ministro de Bienestar Social, José López Rega, suegro del flamante presidente.[35] Cuatro días antes de finalizar su interinato, Lastiri firmó dos decretos. El primero anulaba el llamado a licitación de las estaciones estatales lanzado por Lanusse en febrero. El otro establecía la intervención de los cinco canales cuyas licencias estaban vencidas.[36] Nuevamente un presidente saliente –pero que en este caso traspasaba el mando a un sucesor del mismo signo político– tomaba decisiones sobre las licencias a horas de abandonar el poder. El decreto de Lastiri le otorgaba a Perkins control total sobre la intervención, afirmaba el carácter de “interés público” de los servicios de televisión y declaraba afectada la totalidad de los bienes de los canales necesarios para dar continuidad al servicio.[37] Como había ocurrido hasta entonces, las decisiones relativas a los canales de televisión se tomaron de forma unilateral desde el Poder Ejecutivo, a pesar de que esta vez el Congreso estaba en pleno funcionamiento.[38]
En qué medida el interinato de julio a octubre de 1973 fue visto como una ventana de oportunidad para impulsar la caducidad de las señales por parte del peronismo, o en cambio la aceleración fue producto del incremento de la disputa entre izquierda-derecha –donde la estatización se inscribió en una disputa mayor por el control del propio aparato estatal– es algo difícil de establecer.
La emergencia del debate público
Los propietarios de las licencias no se quedaron quietos. El 11 de octubre, la Asociación de Teledifusoras Argentinas (organización que nucleaba a los licenciatarios privados) publicó un comunicado cuestionando la decisión de Lastiri. Al día siguiente, apenas horas después de la asunción de Perón a la presidencia, se anunció un acuerdo entre empresarios y gobierno: los licenciatarios seguirían a cargo de los canales por seis meses más, mientras que los interventores –que ya no eran los designados originalmente por el COMFER– se restringirían a supervisar la continuidad del servicio y la calidad de los programas.[39] Nuevamente, un presidente, al asumir, desandaba lo hecho en los últimos días por su predecesor.
La decisión de suavizar la intervención se tomó en una reunión a la que no asistió Perkins –a quien se le habría solicitado la renuncia, finalmente no efectivizada–.[40] Aún más, entre los primeros decretos del nuevo presidente, el COMFER fue transferido a la órbita de la Secretaría de Prensa y Difusión, lo que implicaba un intento por subordinarlo al Poder Ejecutivo. El ámbito donde se dirimiría el futuro de la televisión se estaba desplazando del plano militar al civil, lo que no implica que las Fuerzas Armadas hubieran perdido interés en la televisión como objetivo militar. En octubre y noviembre de 1973, el Ejército organizó un ejercicio de “guerra antisubversiva” que implicaba (entre otras acciones) la ocupación militar de los canales, bajo la premisa de que el enemigo estaba llevando adelante una poderosa acción psicológica a través de los medios masivos.
Mientras tanto, el nuevo gobierno anunció la creación de una comisión parlamentaria con representantes empresariales, gremiales y de los poderes Legislativo y Ejecutivo, encargada de estudiar qué hacer con las licencias, en el marco del debate de un nuevo régimen legal para el medio.
La decisión de Perón dio un gran impulso al debate público. La revista El descamisado, asociada a Montoneros, publicó a partir de noviembre de 1973 una serie de artículos en los que se reiteraba la idea de una televisión para el pueblo, en oposición al capital extranjero y a los empresarios nacionales, caracterizados como “cipayos”.[41] Ese mismo mes, la revista El caudillo, asociada a la derecha peronista, también dedicó varios artículos a proclamar que los medios de comunicación debían ser “del pueblo o de nadie”, rechazando los intereses imperialistas de los empresarios.[42] Sin embargo, reivindicaban la Ley de Telecomunicaciones de Lanusse.
Los empresarios también se involucraron en el debate. Buscaban responder a las acusaciones y subrayar su compromiso con el país. A fines de 1973, el Canal 9 publicó un dossier institucional donde enfatizaba su rol en la producción local de programas, y lanzó una campaña gráfica sobre su papel en la historia de la televisión argentina (Rosales y Sticotti, 2021). Ya a mediados de 1974, Canal 13 publicó varias solicitadas en las que afirmaba su compromiso con el futuro de la televisión argentina, “con o sin su participación futura”. Los empresarios se posicionaban de manera defensiva, destacaban su propia trayectoria y buscaban mostrarse políticamente confiables. En concreto, proponían un acuerdo que estableciera una nueva distribución de roles entre Estado y empresarios. Hacían énfasis en las experiencias de Canadá y Japón, donde la televisión privada se concentraba en lograr altos índices de audiencia, mientras que la estatal se encargaba de la oferta cultural que la televisión debía ofrecer pese a su baja rentabilidad.[43] Las solicitadas se concentraban en reafirmar el carácter de interés público de la televisión y aceptaban que las empresas privadas pudieran gestionar las señales bajo criterios, e incluso supervisión, estatal. Desde las diferentes posiciones políticas y empresariales se confluía en la creencia de que el Estado podría ser el árbitro de última instancia y el garante de los intereses del propio sector.
En el Congreso, las posiciones fueron cambiantes. En diciembre de 1973, el diputado peronista Carlos Gallo –presidente de la Comisión de Comunicaciones de la Cámara de Diputados– y el senador radical Luis León se mostraron de acuerdo en la idea básica de creación de un ente de administración televisiva bajo control estatal que integrase a sindicatos y legisladores. Sin embargo, en abril de 1974, Gallo expresó estar estudiando la participación privada en regímenes de mayoría accionaria estatal. Por su parte, en mayo, el presidente de la Unión Cívica Radical, Ricardo Balbín, se pronunció a favor de la participación privada en televisión. Este cambio de criterios habilita a suponer que las posiciones defendidas públicamente por los empresarios estaban permeando en el radicalismo (aliado legislativo del gobierno) y en un sector del peronismo.[44] Es posible que los impulsores de la estatización hayan temido que en el Congreso la suerte se estuviera inclinando a favor de los empresarios.[45] En cualquier caso, en mayo de 1974, la Secretaría de Prensa –Emilio Abras, su titular, era uno de los impulsores de la estatización– organizó un encuentro entre Perón y los líderes de los principales sindicatos televisivos, quienes reclamaron ser parte del gerenciamiento de las señales en la nueva etapa estatal. La organización de la reunión con el presidente, que fue transmitida por cadena nacional, sugiere la existencia de un juego de presiones dentro del gobierno para que el presidente se definiese. En respuesta, las expresiones de Perón fueron ambiguas. Afirmó que la televisión era un medio cultural, y ponderó su valor ideológico y educativo, a la vez que destacó la necesidad de mantener el interés del público y sostener los índices altos de audiencia.[46] Esto implicaba articular argumentos expuestos por posiciones enfrentadas. En síntesis, las ambigüedades del presidente expresaban básicamente su intención de no enfrentarse al sindicalismo, al mismo tiempo que dejaban claro que Perón, los gremios y una parte de su propio gobierno no compartían los mismos proyectos.
Entre las numerosas repercusiones de este encuentro se destaca una cumbre posterior entre Perón y Balbín. Luego de esta reunión, la Secretaría de Prensa y Difusión informó que no había nada resuelto y que la situación sería definida por la comisión parlamentaria, que estaba funcionando desde marzo y que había prorrogado el acuerdo entre empresarios y gobierno hasta el 30 de junio.[47] Por convicción u oportunismo, Perón reafirmaba su decisión de sostener el marco institucional acordado en el inicio de su presidencia.
En el debate público, los propios licenciatarios asumieron la inviabilidad de un libre juego empresarial. Sin embargo, instalaron la posibilidad de seguir teniendo un lugar en el medio. Algo similar ocurrió con los sindicatos, que antes de octubre de 1973 no se habían movilizado por el tema de las licencias, pero aspiraban ahora a participar en el nuevo régimen de propiedad. En este sentido, el propio despliegue de la discusión colaboró en la definición de las posiciones de múltiples actores. El debate por el futuro del medio se había reconfigurado desde una estatización total apoyada por sectores antagónicos, hacia una sofisticación que había habilitado a poner en discusión el grado de estatización y de participación de diferentes actores en el gerenciamiento de las señales. Al mismo tiempo, el juego de presiones e influencias en las sombras establecía límites para pensar esa pluralidad en la gestión de la futura etapa.
Primeras críticas a la estatización e inicio del monopolio estatal en radioteledifusión
El 30 de junio venció el acuerdo entre empresarios y gobierno. El 1º de julio, el presidente murió. María Estela Martínez de Perón asumió la presidencia, lo cual incrementó aún más el poder del sector de López Rega. El 31 de julio, cuando la dinámica política iba retomando su ritmo, la presidenta firmó el decreto que establecía la intervención por parte del COMFER y la Secretaría de Prensa y Difusión de las plantas transmisoras y de las productoras de programación asociadas.
La estatización de los canales estaba lejos de concretar las aspiraciones de todos los que en algún momento la habían promovido. Por caso, Muraro, voz pionera a favor de la estatización, hacia mediados de 1974 volvía a usar las páginas de Crisis para advertir contra las estatizaciones por “decreto” y desde arriba” (p. 11), [48]que reproducían estilos de comunicación oficial autoritarios en un medio que, por sus propias características, ya promovía la pasividad y el individualismo en la población.[49] Explicitaba en su texto que estaba discutiendo con posiciones nacionalistas e izquierdistas que habían virado hacia sostener que, previo a modificar la propiedad de la televisión, había que producir cambios estructurales más profundos en la economía –lo que implicaba expresar que el proyecto de estatización de la televisión solo tenía sentido si se controlaba el aparato estatal–. En contra de esa posición, Muraro concedía de todos modos en que existía un problema concreto, al concluir que estatizar conllevaba el riesgo de acumular demasiado poder en manos del Estado. Por su parte, Montoneros advertía en contra de las tomas de las canales realizadas días antes de la intervención –señalaban que Abras y el interventor de Canal 11, Jorge Conti, estaban detrás de los hechos, y denunciaban que estos habían sido realizados a espaldas de los sindicatos–. Abogaban por una resolución parlamentaria de la estatización (lo que implicaba defender el espacio más amigable a los empresarios) y señalaban la desconfianza que habría invadido a los sindicatos respecto de su futura participación en la gestión de las señales. Las dos posiciones tenían en común comenzar a problematizar abiertamente que el Estado pudiera ser garante de un pretendido interés común.
El texto del decreto definitivo refería a la televisión como un servicio público, que se distanciaba de la noción de interés público defendida por los empresarios para habilitar a la articulación de privados y Estado. La decisión se había restringido a resolver la propiedad y control de las empresas, sin embargo, se presentaba en términos reconocibles en debates de trayectoria más extensa. Luego de la estatización, la nueva publicidad de Canal 11 expresaba el carácter nacional de la televisión –desde 1971 todos los socios del Canal 11 y la productora asociada eran de nacionalidad argentina–, una mención que hacía recordar al viejo slogan del “estilo argentino”[50] de Canal 9 antes de la privatización. Con relación a la participación de los sindicatos, baste decir que casi de inmediato, la Triple A publicó una lista negra en la que condenaba a muerte a numerosas figuras del mundo del espectáculo, incluyendo a algunos de los que habían apoyado decididamente la estatización de la televisión. [51]Conti, miembro jerárquico de la Triple A (Besoky, 2010) y que ya era interventor de Canal 11, fue designado coordinador de las cuatro señales estatales de la capital.
Conclusiones
El análisis coyuntural del juego de apuestas políticas y el peso relativo de los actores confrontados en el corto plazo de 1973-74 resulta relevante, pero insuficiente, para comprender la dinámica de los hechos. El problema del control de los canales no había surgido en el contexto de la cercanía de la caducidad de las licencias, ni se recortaba exclusivamente sobre la relación entre el peronismo y el medio televisivo. Dicha caducidad había sido decidida varios años antes, atada a la Doctrina del Enemigo Interno y en el marco mayor de una histórica relación que nunca permitió el libre juego empresarial. Por otra parte, la especulación sobre el vínculo futuro que establecería el peronismo insurgente con los medios estuvo en la base de la construcción de la última y definitiva militarización de la estructura de control de radioteledifusión. Esto nos advierte sobre la existencia de factores estructurantes de las posiciones de los actores, sin los cuales es difícil comprender el juego político que estos desplegaron en 1973-74.
Desde la década de 1930 existía un verdadero sentido común en las posiciones políticas no liberales respecto de que, para defender los intereses nacionales, los medios de comunicación masiva debían estar bajo dirección estatal. Sin embargo, hasta 1968, la constante fue que el Estado asignó a los empresarios roles precisos y acotados en el desarrollo de la radio y la televisión, en un contexto mayor en que se desplegaban estrategias informales para regular qué empresarios recibían licencias.
A partir de 1966, la idea de que los medios masivos eran un espacio estratégico en el que se desenvolvía el enemigo interno de la nación resultó dominante, lo que provocó un notable refuerzo de las posiciones estatizadoras. Así, ya desde 1968 se desestimó cualquier rol complementario a futuro para los empresarios privados y se reforzaron los organismos de supervisión de la radioteledifusión.
Una continuidad de todo el ciclo 1973-1974 en relación con el período iniciado en 1966 (solo parcialmente relativizada durante la presidencia de Perón) fue la de la legislación, estructuras, lógicas y actores del control estatal sobre los medios masivos. Esto expresa que la mirada estatizadora y contrainsurgente que había orientado los últimos años de la política de radioteledifusión –y que acompañaría a los que vendrían luego del golpe de Estado de 1976– siguieron vigentes desde el primer día en el nuevo régimen.
Con respecto a la presidencia de Perón, la gran novedad del momento fue el impulso del debate público y el involucramiento de una pluralidad de actores, incluso ajenos al oficialismo, a la discusión. Desde ya, las marcas características del viejo líder se evidencian con claridad en la negociación abierta en el lapso octubre 1973-junio 1974 (la estrategia pendular de contrapesar permanentemente a las fracciones en disputa dentro del movimiento, la posibilidad concreta de que la decisión de organizar una comisión fuera una estrategia dilatoria para no resolver en ningún sentido). Pero en cualquier caso, el debate público puso de relieve la existencia de actores importantes con fuertes intereses en conflicto.
La defensa de un difuso “modelo europeo” por parte del propio Perón expresaba la vigencia de un modo de concebir la intervención estatal que no había sufrido grandes actualizaciones en treinta años y que aún no lograba ser permeado por la actualidad del debate público. De hecho, la estatización que finalmente se concretó se parecía notablemente más a aquella propuesta expresada cuarenta años antes por el diputado Escobar que a alguna de las experiencias nacionales concretas contemporáneas del viejo continente. En este punto, resulta evidente el error de apreciación en la literatura existente sobre el tema, de que por el mero hecho de hacer una vaga referencia a Europa, Perón estuviera defendiendo una televisión estatal de objetivos y gestión públicos. La vigencia de la confusión entre nación y Estado, la actualidad del “modelo europeo” como sinónimo de monopolio estatal y la continuidad de un enfoque represivo en el control de la radioteledifusión marcan los límites estructurales de la experiencia de la estatización de 1973-74, a la que no escapó el propio Perón.
Resulta evidente el error detrás de la idea de que, por el mero hecho de hacer una vaga referencia a Europa, Perón estuviera defendiendo una televisión estatal de objetivos y gestión públicos. En relación con el campo de los estudios de comunicación, esto visibiliza el error frecuente de pensar las políticas comunicacionales en términos de modelos (Hallin y Mancini, 2004). A medida que avanzan los estudios históricos sobre la televisión en diferentes países (Hallin y Mancini, 2012), resultan cada vez más evidentes la singularidad y la diversidad que han asumido las experiencias nacionales. Más allá de la recuperación explícita de diferentes casos al momento de diseñar una política comunicacional, así como la evidente inscripción de las prácticas locales en procesos de mundialización de la comunicación, no debe subestimarse el rol de los actores y estructuras nativas, insertos en procesos políticos, económicos y culturales locales más amplios, que impiden suponer la posibilidad de “trasplantar” experiencias foráneas. Teniendo en cuenta el incremento de la tensión política de la época, el enfoque represivo hacia la política de radioteledifusión y las nociones activas sobre el rol que le correspondía al Estado en los medios, resulta evidente la dificultad, para cualquier actor, de crear condiciones para establecer un proyecto de televisión más participativo.