Introducción
Historia regional significa para cada uno de nosotros algo ligeramente diferente, pero sabemos que alude a una manera de hacer historia que ha superado las determinaciones territoriales convencionales como continente de sus estudios, para proyectarse como un análisis de la construcción histórica de espacios económicos, culturales, políticos o sociales.[1] Pero Malvinas (o archipiélago malvinense) retumba en el léxico ordinario de argentinos y argentinas sobre todo como el nombre propio de una guerra, de la única guerra convencional que libró la República Argentina contra una potencia extranjera durante el pasado siglo XX. Malvinas es también el significante más importante para designar un conflicto diplomático (la cuestión Malvinas) y una "causa nacional" (Lorenz, 2013, p. 42). Relacionar ese nombre con cualquier tipo de problemática vinculada a la historia rioplatense del período colonial o la del Atlántico Sur durante la formación del capitalismo puede ser muchas cosas, menos algo evidente. Esas asociaciones no forman parte del sentido común, ni siquiera del sentido común historiográfico, si tal cosa existe.
Como las connotaciones son amplias en el primer caso y, por lo dicho, pesadamente condensadoras en el segundo, es necesario recortar los alcances de cada uno de los segmentos que plantea el título para clarificar el punto de observación desde el cual se sitúa el análisis en este artículo.
Al hablar de "historia regional" se alude a un recorte del proceso de renovación que experimentó la historiografía argentina después de la restitución de las garantías constitucionales y de las instituciones republicanas el 10 de diciembre de 1983, proceso impactado por novedades metodológicas llegadas desde el exterior.[2] El archipiélago malvinense y el ámbito marítimo/oceánico en el cual se inscribe, de su parte, es considerado como un espacio cuyo espesor histórico y disponibilidad de fuentes constituía un ámbito de estudios posible para ese tipo de enfoque durante ese mismo proceso y lo siguió constituyendo, durante los años que le siguieron, hasta hoy.[3]
El objetivo de este artículo, entonces, es el de caracterizar cómo fue la relación entre la historiografía regional surgida de la renovación historiográfica argentina de los años 1980 y el archipiélago malvinense como objeto de esa historia (principalmente de la que se ocupó del período colonial y los primeros años posrevolucionarios) y, conforme agendas de trabajo ya existentes y otras que podrían ponerse en marcha, mostrar de qué manera Malvinas puede –y debe, por razones que son al mismo tiempo historiográficas y políticas– formar parte de una agenda que retome el legado de la historia regional y la conecte con las propuestas transnacionales.
La renovación historiográfica de los años 1980 y la historia regional
Las virtudes de la historia regional renovadora facturada entre los años 1980 y 1990 fueron muchas. Para el período tardocolonial y las décadas formativas de lo que más tarde fue la República Argentina, esa historiografía hizo aportes de tanto calado que todavía hoy sigue dando tela para cortar: bajo su forma de historia agraria, se animaron apasionantes y fértiles debates sobre la propiedad de la tierra y las características de quienes la trabajaban;[4] bajo su forma etnohistórica, puso de relieve una variedad de organizaciones sociales nativas que no habían sido todavía suficientemente exploradas en los archivos;[5] bajo su forma de historia económica y social, mostró que los actores no respetan los límites de los territorios y que las concepciones espaciales de la economía podían explicar, por ejemplo, la articulación entre el Paraguay yerbatero y el Alto Perú minero o la lenta desintegración del gran virreinato rioplatense, pero también para visualizar espacios fronterizos interiores con otras lentes.[6] Si bajo su forma de historia política –que fue, probablemente, la menos regional de todas las historias regionales–, los aportes parecían ligados a los pasados provinciales –aunque algunos casos notables subrayaron la dimensión regional del accionar de los llamados caudillos–, las historias regionales de inspiración económica y social fueron, al contrario, las que mejor expresaron la hermosa fórmula acuñada por el geógrafo Gerardo Mario de Jong (2001): la región empieza y termina donde empieza y termina la investigación. Una profesión de fe constructivista radical en un libro de geografía regional, materialista y dialéctica. Durante aquellos años, es claro, ninguna de las investigaciones regionales desarrolladas al amparo de la agenda renovadora comenzaba ni terminaba en el archipiélago malvinense y, por motivos que no he encontrado expresados, no había ninguna razón por la cual esta ausencia debiera ser explicitada. Parece que, tácitamente, estaba claro para todo el mundo.
Malvinas después de 1982: la construcción de un significado y el veto de un significante
Aquí hay un punto de contacto muy nítido entre los meandros por los que es necesario navegar para saber cómo se llegó en Argentina a formular una historia de la justicia diferente de la historia del derecho (Barriera, 2019, Caps. I a V), y estos otros donde se pretende averiguar qué pasó con la historia temprana de Malvinas –la que se relaciona con lo que las grillas educativas todavía designan como “período colonial” para toda la Argentina– durante la renovación historiográfica regional de las dos últimas décadas del siglo pasado.
El primer dato que parece útil para componer el diagnóstico es que en 1983 Malvinas era un significante que refería casi monolíticamente a la guerra que la República Argentina acababa de perder contra Gran Bretaña. Para seguir, en el sentido común progresista y democrático, ese acontecimiento estaba sólidamente ligado a la hipótesis del "último manotazo de ahogado" de la dictadura para mantenerse en el poder[7] y, por lo tanto, en el mismo imaginario, la historia subyacente al significante, toda su conceptualidad, quedaba alcanzada por los efectos deseados y no deseados de un proceso que, coetáneamente, comenzaba a denominarse de desmalvinización.
La recomendación de desmalvinizar todo suele imputarse al politólogo francés Alain Rouquié, quien la habría vertido a varios asesores de Raúl Alfonsín, e incluso al mismo presidente de la nación.[8] Para cierto sector del progresismo académico, intelectual y político argentino, entonces, en 1984 desmalvinizar era desmontar un punto de apoyo a las caras visibles de una dictadura que, esto no debe olvidarse, había gozado de un cierto consenso social,[9] en un momento en que el gobierno democrático ya había decidido iniciar juicios contra varios militares del gobierno de facto por los crímenes cometidos durante el mismo.[10] Así, en la segunda mitad de los años 1980, desmalvinizar algunas veces fungió como sinónimo de desmilitarizar y esa sinonimia –que, a la postre demostraría tener algún costado torpe– provocó miradas muy sesgadas sobre el archipiélago y –por ahora digamos que posiblemente– haya cercenado la posibilidad de abordar el territorio en diversas historias que podían incluirlo.
Aunque como ha demostrado Daniel Chao (2021) el Estado argentino se ocupó de los veteranos inmediatamente después de la guerra –con diferencias de énfasis y de orientaciones, según los gobiernos–, la ciencia argentina en general y las ciencias humanas en particular no reaccionaron frente a Malvinas como problema de manera inmediata. No digo que nadie le haya prestado atención: digo, con toda seguridad, que no constituyó un tema prioritario para la masa crítica científica del país que había perdido la guerra.[11] Del lado argentino, los primeros en empuñar la pluma sobre el conflicto bélico y su resolución fueron periodistas, militares y diplomáticos.[12]
Las esquirlas de la derrota bélica y la mimesis del tema con posibilidades totalitarias o "nacionalismos enfermizos"[13] funcionaron como una mancha de aceite que provocó una suerte de efecto contaminante: el supuesto de que una victoria argentina hubiera prolongado indefinidamente la dictadura (compartido por sectores muy heterogéneos de la sociedad), y la metonimia de los últimos meses de la historia de ese espacio con su historia toda encajaron el pasado profundo del archipiélago en un significante hipertrofiado de su pasado inmediato y lo metieron en la licuadora de la desmalvinización.[14] En una obra colectiva publicada por el Ministerio de Educación en 2010, el problema aparece en términos que, aunque no se refieren a la historia regional, lo hacen sobre el más ancho campo de estudios en general, que la comprende:
En general, como una herencia de los años ochenta, se buscó evitar el estudio de un tema que podía quedar asociado a una reivindicación –velada o no– de la dictadura. Para evitar esa trampa conceptual, ofrecemos un mapa de problemas y una selección de fuentes que no eluden la complejidad y recogen la vigencia –despareja– que esta causa tiene en el territorio nacional. (Flachsland, 2010, p. 18)
También lo expresó claramente Federico Lorenz al cierre de la segunda edición de Las guerras por Malvinas. El tema –afirma– fue visto por los intelectuales, “sobre todo, como una punta de lanza para las reivindicaciones de la dictadura, por un lado, y del nacionalismo escolar por el otro” (Lorenz, 2012, p. 383).
Es posible, entonces, que la renovación historiográfica de los años 1980, en su vertiente regional y colonial –aunque no solamente en ella– no haya querido o podido asignar un lugar para Malvinas por razones contextualmente comprensibles. Pero si el argumento situacional se presenta como potente para esbozar una explicación para la ausencia de estudios sobre la historia del archipiélago en perspectiva regional, no es el único.
El pasado largo de Malvinas –su lugar en el virreinato peruano, su papel en la creación del virreinato rioplatense,[15] su ingreso en las conversaciones de los ministros españoles aun antes de la colonización francesa, ese mismo proceso, la cesión de Luis XV a Carlos III y todos los conflictos con Gran Bretaña desde 1767 hasta 1833– tampoco entraban en la agenda renovadora por otras dos razones, que se explicitan enseguida.
La primera es que dichas temáticas se contaban entre las favoritas de una historiografía entre jurídica, política y diplomática que, entre las décadas de 1930 y 1970, se las había apropiado –y, es justo decirlo, de una manera tradicional pero competente–.[16] Dentro de este conjunto podrían incluirse además las percepciones que ligaban a Malvinas solamente con el reclamo soberano y como una cuestión de derecho internacional público.[17] Esa misma historiografía es la que estudiaba otros aspectos de la historia política del período colonial (Barriera, 2003) y dialogaba solo en circuitos reducidos, cuya caja de resonancia podía ser la Academia Nacional de la Historia (todavía cerrada al diálogo con las historiografías universitarias) o alguno de los patios interiores del nacionalismo local. Este sector no fue interpelado ni reinterpretado en absoluto por los renovadores de los años 1980, que miraban hacia delante con claves teóricas y metodológicas que parecían no exigirles la revisión de este bagaje, amante de la publicación de documentos y de narraciones en clave de historia política o conflicto diplomático, diseños que en los 1980/90 claramente no tenían cabida.
La segunda es concurrente con la primera, pero atañe a su aspecto relacional: las historiografías no son entidades que existan por sí mismas y que se relacionen entre sí como si fueran artefactos autónomos. Son etiquetas que utilizamos para organizar, en conjuntos más o menos comprensibles, producciones facturadas por actores académicos que, en definitiva, son personas de carne y hueso. Salvo escasas excepciones, casi todos los autores que produjeron profesionalmente sobre la historia de Malvinas antes de 1982 tenían una proximidad ideológica y relacional con diferentes ramas de un nacionalismo que era también próximo al catolicismo y al militarismo. Si los historiadores españoles que abordaron el tema fueron cercanos al franquismo y a las redes ultracatólicas,[18] la mayor parte de sus pares argentinos –católicos, socialistas y antiperonistas, en combinaciones variables– no se encontraron incómodos durante la dictadura que siguió al golpe de Estado del 24 de marzo de 1976; algunos incluso participaron en funciones de planificación educativa y enseñanza académica durante ese período.
Al contrario, entre los renovadores de la historia regional de los años 1980 se contaban no pocos afectados por diversos mecanismos desplegados por la dictadura para perseguir, secuestrar, torturar y desaparecer personas. Eso explica perfectamente que –más allá de cuestiones ideológicas– deplorasen todo lo que tuviera algún tipo de contacto con esa dictadura. Si Malvinas era un significante portador de ese contacto, hay que agregar que el colectivo renovador, inicialmente menos heterogéneo que el otro, tampoco se planteaba la posibilidad de hacer una valoración científica de la producción de los nacionalistas, relacionalmente ubicados del otro lado de una línea imaginaria trazada a partir de realidades dolorosamente tangibles.
Con base en estas consideraciones, sugiero entonces que el veto sobre el tema Malvinas como parte de la investigación regional renovadora de los años 1980 y 1990 no se explica solamente por el contexto desmalvinizador dominante en el ambiente académico e intelectual del período, sino que se construye en asociación con estas otras dos configuraciones muy específicas, generadas por la forma en que el pasado reciente impactó en la reconstrucción del campo académico y disciplinar en nuestro país después de 1983.
Una foto del campo
La instantánea del cambio de milenio parece confirmar la hipótesis. En el propicio contexto editorial que significó para casi todos los países del mundo el cambio de siglo y de milenio, en Argentina se editaron dos síntesis históricas de alta divulgación dirigidas al gran público. En la primera –publicada por la editorial Planeta y la Academia Nacional de la Historia (1999-2003)– intervinieron mayoritariamente los elencos que en 1999 estaban vinculados con esta institución y con el Instituto de Historia del Derecho, aunque fueron invitados a participar colegas que podían identificarse con el grupo que había promovido la renovación historiográfica de los ochenta y los noventa.[19] En la segunda, bajo la dirección general de Juan Suriano, publicada por la editorial Sudamericana, participaron sobre todo investigadores del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas –CONICET– y docentes de las Universidades públicas de todo el país, para entonces percibidos (y autopercibidos) como protagonistas de la ya mentada renovación.
Es muy difícil asegurar que en obras de semejante volumen algo “no está dicho”. Menos cuando no se dispone de una versión electrónica de estos libros que pueda someterse a un programa de barrido de palabras que garantice cierta exactitud. Por lo tanto, la forma en que fue asomando Malvinas como tema en estas obras se basa en constataciones solo para lo que es confirmable con una cita; cuando me refiero a ausencias, las afirmaciones podrían ser rectificadas por lecturas posteriores que las contradigan. Hecha la aclaración, resulta este relevamiento, cuyo carácter es inevitablemente provisorio.
En la colección editada por Sudamericana, las únicas referencias a Malvinas son de Susana Bandieri (2000) y de Juan Suriano (2005), estas últimas vinculadas a la guerra de 1982 –en la introducción al tomo 10–. En el Atlas que ofrece la colección (Lobato y Suriano, 2000) aparece una mención a la “gobernación de Islas Malvinas” (p. 77), otra al marqués de Loreto (“hizo reconocer las Malvinas”, p. 102), al virrey Arredondo (quien fortificó “Montevideo y exploró las Islas Malvinas”, p. 102); sin embargo, en el análisis y las cronologías del período rosista no hay ninguna mención al ataque de la fragata de bandera norteamericana Lexington a Puerto Soledad en 1831 ni a la invasión británica del archipiélago en 1833 que, por aquellos años, era una comandancia política y militar dependiente “del gobierno de la República”.[20] En el Atlas no hay nada siquiera digno de mención entre la “exploración” de Arredondo y la guerra de abril de 1982 (p. 508).
La Nueva Historia de la Nación Argentina (NHNA) de la Academia, al contrario, incluye el tópico Malvinas en varios capítulos del tomo I, ligado al tema del “escenario geográfico”; la descripción del marco natural de la Patagonia está incluida entre los avistajes realizados por exploradores europeos durante el siglo XVI y las exploraciones en general –incluso para que Cuesta Domingo niegue, trayendo a colación la obra de Ernesto Basílico (1970), que Vespucio haya llegado al archipiélago–.
Lo mismo ocurre en el tomo II para el período que allí se denomina “español” y no “colonial”.[21] El archipiélago aparece junto con la Patagonia –en clave de ocupación hispánica del territorio, en una descripción de las comunicaciones marítimas y portuarias, en la organización política como gobernación subordinada a la de Buenos Aires, los conflictos entre España e Inglaterra–.[22] En el tomo III, el archipiélago aparece mencionado entre las erogaciones de la Real Audiencia de Buenos Aires en 1790 (p. 27), la expedición de Malaspina (p. 412) y hasta se consigna una lista de gobernadores de Malvinas (p. 436), contrastante con la sola mención de la designación del primero en la colección de Sudamericana. En el tomo IV, el archipiélago solo aparece mencionado en el capítulo que Dora Celton dedica a la población (pp. 60-61). El tomo V, dedicado ya a la República independiente, también contrasta fuertemente con el par de volúmenes que se ocupan de la misma etapa en la colección de Sudamericana: aquí, la usurpación inglesa de Malvinas a comienzos de 1833 recibe un tratamiento importante (pp. 191-194) y también tiene su lugar en la historia del clero regular del período –pp. 300, 351, a cargo de Ernesto Maeder–.[23] El resto de los tomos no desentona: ofrece muchas entradas sobre el archipiélago y, en el caso de los consagrados al siglo XX, está mencionado en función del arquetipo cultural del gaucho (t. VI, p. 548); vuelve a aparecer en las consideraciones referidas a población (t. VII, p. 66), en el estudio de los territorios nacionales (t. VIII, cap. 7), como escenario de la Gran Guerra en 1914 (t. VIII, p. 112) y, por supuesto, la guerra de 1982 presente tanto en los análisis de los equilibrios internos de las Fuerzas Armadas en el gobierno (sic) y de la derrota como derrumbe de la dictadura, pero también figura en análisis amplios de política internacional antes y después de la guerra (ts. VII, VIII, XIX y X). La presencia del tópico también puede constatarse en la investigación acerca de la economía del siglo XX, el periodismo, la vida cotidiana, la Universidad (t. XI) y hasta el teatro (t. X).
Por si el contraste entre las colecciones no fuera suficiente, el tomo VIII de la NHNA presenta un capítulo enteramente dedicado al análisis militar de la guerra, lo que era tanto impensable en el índice de la colección editada por Sudamericana como posible en la editada por Planeta, justamente por el lugar que ocupaban por entonces las historiografías corporativas en el tipo de polifonía que organizaba la Academia Nacional de la Historia.[24]
Vientos de cambio
La foto de esta situación también tiene una imagen dinámica, más parecida a una película (corta). Un sector de la comunidad académica –ligado a las historiografías corporativas del siglo XX, pero también a idearios nacionalistas, católicos y hasta militaristas, predominantes entre los autores y las autoras que fueron convocados por la Academia Nacional de la Historia– tuvo muy presente el tópico Malvinas a lo largo de toda la obra, aunque es justo decirlo, casi siempre subordinado a la “cuestión” (función diplomática) o a la “causa” (vindicación nacional). Pero otro sector de la comunidad científica, el que se autopercibía y era percibido como renovador, procedió ignorando el archipiélago como si, hasta “la ocupación militar de las islas Malvinas el 2 de abril de 1982” (t. X, p. 16), ese territorio nada tuviera que ver con una historia nacional siquiera regionalizada, como pregonaban varios de los autores editados por Sudamericana. Este sector de la comunidad científica había producido o experimentado una suerte de forclusión –en el sentido de “elusión total” (Semilla Durán, 2016)–: probablemente para desmarcarse de la identificación entre un significante vinculado con una “causa nacional” y el “nacionalismo” y, consciente o inconscientemente, alejar cualquier posibilidad de acercamiento con el objetivo que perseguía la aventura bélica de la dictadura –la recuperación de la soberanía sobre las islas-.[25] En un contexto científico en el que el marco nacional era cuestionado como encuadre dominante de la escritura de la historia, con el ánimo de evitar contaminaciones, como dice el refrán popular, el niño fue arrojado con el agua sucia y las islas Malvinas quedaron fuera de los enfoques regionales.
No obstante, la situación se modificó. Como sucede, lo hizo por razones que atañen al campo pero también por otras que le son externas –sociales–, ya que en los nuevos tiempos presentes, otras variables introducen presiones que, a su vez, crean dudas sobre la validez de algunas convicciones.
Entre las razones de campo, la bisagra entre milenios visibilizó que la historia regional –cultivada por muchos maestros que habían hecho su formación en el exterior– comenzaba a desbordarse por sus propias virtudes. La clave espacial condujo a las investigaciones más allá de los continentes administrativos porque el espacio es, sobre todo, una experiencia social multifacética: los estudios regionales exigieron que la disciplina se conectara con otras y las regiones construidas por la investigación habían implotado o explotado por la emergencia de nuevos sujetos (las minorías étnicas o religiosas, las mujeres, las infancias) o enfoques (el género, la etnogénesis, el ambiente, el ordenamiento territorial, la globalidad de las crisis).
Por otra parte, ocurrían cosas que iban a incidir en el campo: el proceso democrático en Argentina, aunque con dificultades notorias,[26] había terminado por afianzarse y no es imposible que los científicos sociales hayan/hayamos comenzado a hablar de Malvinas sobre todo porque durante los años 1990 los veteranos de esa guerra ganan visibilidad como sujeto social. Del mismo modo que los movimientos de mujeres, ambientalistas y piqueteros, el de veteranos mejoró su modelo organizativo, hizo pública una agenda propia y, como ocurrió con otros temas que irrumpieron a comienzos del siglo XXI, las demandas sociales emergentes de la crisis de los noventa –quiero enfatizar que 2001 es solo la detonación de una crisis largamente gestada durante los noventa– fueron advertidas por unas ciencias sociales que habían madurado en el mismo humus.
El primer síntoma editorial corresponde a este segundo proceso y proviene de la antropología. En 2001, Fondo de Cultura Económica (FCE) publicaba ¿Por qué Malvinas?, un pequeño pero muy potente libro de Rosana Guber donde la autora ya proponía desnaturalizar la ligazón existente entre el archipiélago, la guerra y la reivindicación de soberanía (o la causa soberana). Es probablemente el primer aguijón que, desde las ciencias sociales, pone a rodar tensiones entre las incomodidades que provocaba la identificación de la guerra con la dictadura y que planteaba pensar las experiencias, no solo de los veteranos del conflicto sino la de los argentinos y las argentinas, respecto de la guerra –nuestras nociones sobre las Islas, el lugar que tiene el archipiélago en nuestro sentido común–. En ese libro, Guber busca las razones del consenso que tuvo inicialmente la ofensiva militar argentina sobre el archipiélago más allá de la superficie, para ver de qué manera Malvinas se construyó como un vehículo "para expresar una presencia y una historia tumultuosa, inquietante y frecuentemente sanguinaria" (2001, p. 20). Hace un rápido recorrido historiográfico, lo pone en relación con acciones como el 'operativo Cóndor' de 1966, y esto le permite plantear varias cuestiones que son fundacionales para cualquier otro planteo desde las ciencias sociales, historia regional incluida: que la causa había sido elaborada y alimentada desde el siglo XIX; que el conjunto de sus cultores estaba lejos de componer un sujeto homogéneo[27] y que el recorrido de la idea de la "recuperación" de las Islas no solo era profundo y sinuoso, sino que hacia 1982 estaba socialmente disponible.
Este libro operó como un dispositivo de habilitación –una verdadera intervención en el ancho campo de las ciencias sociales– y abrió una senda que luego fue continuada por otros. Desde plataformas renovadas de las ciencias políticas, humanas y sociales, aunque con propuestas muy distintas, esa es la línea que transitan Sal en las heridas (Palermo, 2007), Fantasmas de Malvinas (Lorenz, 2008) y Todo lo que necesitás saber sobre Malvinas (Lorenz, 2014), por mencionar algunos. La obra de Guber, además, fue decisiva para encuadrar muchos de los trabajos de historia reciente que se vincularon con las experiencias de la guerra.
Creo que el libro de Guber, así como el ambiente sociopolítico y científico donde se gestó y sobre el cual incidió, propiciaron que los sectores académicos vinculados a la renovación historiográfica consideraran que Malvinas podía ser para ellos objeto de una historia más allá de la guerra. Esa posibilidad de volver a mirar en su historia larga –como lo habían hecho académicos vinculados con diferentes nacionalismos durante largo tiempo–, de inscribir la historia del archipiélago en la historia mundial, americana, argentina y regional desde una perspectiva diferente a la historia genealógica de la nación, o desde otro mirador que no fuera solamente el de una “ciencia auxiliar” de la negociación diplomática del reclamo soberano es algo que, entonces, ocurrió mucho después de iniciada la renovación historiográfica que oficia de marco de este artículo.
En 2003, también fue la editorial del FCE la que publicó el polémico libro de Pablo Lacoste titulado La imagen del otro en las relaciones entre Argentina y Chile. Allí, el autor examina mapas e intercambios diplomáticos entre Chile y el Río de la Plata durante la etapa colonial y dedica algunos párrafos a Malvinas. Denuncia la falta de crítica histórica sobre algunos "mitos territoriales" fundados durante el siglo XIX en ambos países, pero parte de su trabajo parece destinado a mostrar una secuencia de “pérdidas territoriales” chilenas a manos de sus vecinos trasandinos.[28]
La primera expresión académicamente lograda que conecta Malvinas e historia regional, el primer síntoma de cambio producido dentro del campo de la renovación historiográfica argentina, es el libro de Susana Bandieri, Historia de la Patagonia, publicado en 2005 por Sudamericana. Allí, el archipiélago aparece primero engarzado físicamente con la plataforma submarina patagónica (p. 17), entre las zonas descriptas para las áreas de predominancia del clima marítimo (p. 20), la zona de la expansión del ovino (p. 20) y, desde luego, las inscribe en las historias de navegantes, "descubridores" y colonizadores efectivos (pp. 41, 53). Bandieri las incorpora como lugar de educación para un tehuelche que acompañó a Musters en sus viajes por el sur (p. 79); como espacio de disputa con el imperio británico, como espacio de acción de los misioneros –algo sobre lo cual hay muchos estudios precedentes, a causa de la acción de franciscanos, mercedarios y salesianos en las Islas– y, sobre todo, como espacio productivo (pp. 140, ss.). Así como lo hizo con la región noroeste de la Patagonia argentina, Bandieri también inscribió la espacialidad del archipiélago despegándose de los límites territoriales: sus páginas son ejemplares cuando retrata una regionalización basada en zonas de contacto e intercambio con una Patagonia sureña binacional, como Punta Arenas, por ejemplo (p. 210).[29]
Desde fuera del espacio disciplinar de la historia –pero con una mirada regional–, la publicación de los trabajos arqueológicos de María Ximena Senatore (2007) sobre la Antártida, la zona del estrecho y las orillas atlánticas de la Patagonia –su libro referido a colonia Floridablanca es proverbial al respecto– supone una recuperación de toda la producción académica clásica sobre Malvinas y su refuncionalización en clave de fuente de datos o de documentación.[30]
Pero una golondrina no hace verano.[31] Llevaba toda la razón Federico Lorenz en 2006 cuando afirmaba que incluso el tema mismo de la guerra de Malvinas era un tópico vacante, solo abordado por los trabajos pioneros de Rosana Guber (Lorenz, 2012, p. 18). Porque, salvo la publicación de un libro que no recibió demasiada atención (Canclini, 2007),[32] no fue sino hasta la coyuntura del bicentenario que, a partir de algunas iniciativas de funcionarios del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, se abonó la inclusión del problema histórico en una agenda científica impulsada por el Estado nacional.
Desde la Biblioteca Nacional se publicó la segunda edición de una selección de fuentes orientada a la enseñanza en escuelas secundarias que más tarde, en 2013, fue republicada bajo la forma de recurso electrónico en Sociales y escuela (Flachsland, Adamoli y Farías, 2013). El libro, de distribución gratuita, fue prologado por Alberto Sileoni –a la sazón, ministro de Educación–, quien afirmaba que la edición del libro y su envío a las escuelas eran parte de una tarea pedagógica que vinculaba educación, memoria, identidad nacional y continuidad en el reclamo soberano.[33] A pesar de que la obra está dirigida fundamentalmente al sistema de escuelas secundarias y a los profesorados, asume que “apunta a llenar un hueco en la producción historiográfica”. Y lo hace: por una parte, porque participan historiadores (Lorenz es uno de sus autores), y por la otra, porque trabaja plegando las mediaciones entre producción / comunicación / divulgación, achicando tiempos y modelando formatos.[34]
El 30º aniversario de la guerra de 1982 trajo consigo la publicación de mucho material de divulgación. Del conjunto sobresale la publicación del Ministerio de Educación de la Provincia de Chubut: los dos tomos de Malvinas: Soberanía, memoria y justicia del antropólogo Sergio Caviglia:[35] aunque no se trata de un trabajo clásico de investigación regional y el objetivo perseguido era pedagógico, sí incorpora criterios y procedimientos de la historia regional, además de una cartografía histórica abundante y bien emplazada.[36]
¿Una agenda para Malvinas o Malvinas en varias agendas?
En 2014, con motivo del 50º aniversario de la presentación del Alegato Ruda ante el Comité especial de Descolonización de Naciones Unidas,[37] el gobierno nacional –a través de los Ministerios de Relaciones Exteriores y de Educación, así como de la Secretaría de Asuntos Relativos a las Islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur–, lanzó una Primera Convocatoria de Proyectos de Investigación Malvinas en la Universidad, que puso a disposición de equipos consolidados y de reciente formación los siempre indispensables recursos financieros.
De esta convocatoria destaco dos proyectos: uno es el del grupo coordinado por el recordado Daniel Villar en la Universidad Nacional del Sur, que se planteó estudiar la relación entre la población rioplatense y la tecnología ganadera en Malvinas a comienzos de la ocupación británica. El libro que se publicó como resultado (Jiménez, Alioto y Villar, 2018) presenta un trabajo de archivo muy punzante sobre documentación alojada en Buenos Aires, algunas piezas del Archivo General de Indias y otras de la colección De Angelis de la Biblioteca Nacional de Río de Janeiro. Los autores revisaron la etapa previa a la invasión británica de 1833 buscando inscribir la historia del archipiélago tanto en el espacio patagónico como en una perspectiva de la historia de las tecnologías ganaderas –toda vez que la agricultura no prosperó en el archipiélago durante ese período–. El libro, que se ocupa de lo sucedido en este aspecto durante el siglo XIX, corrige una injusticia historiográfica flagrante: si en casi todas las historias de la ganadería argentina se reconocen "las contribuciones británicas al mejoramiento de las especies y de la tecnología", "la utilización de mano de obra y técnicas regionales aplicadas al manejo de ganado en las Malvinas bajo dominación del Reino Unido no han recibido simétrica atención" (p. 159). El manejo del ganado cimarrón en la isla Soledad, por caso, fue realizado por los llamados gauchos de Malvinas, depositarios de una tradición técnica que es biológica, material e inmaterialmente pampeana y norpatagónica. La obra corrige también otro supuesto arraigado en el sentido común desmalvinizador –reconocido por otra parte en trabajos de historiadores británicos–, cual es el de señalar la escasa intervención del gobierno británico en la colonización posterior a 1833, en contraste con la fuerte presencia de trabajadores:
en su mayoría procedentes de la campaña de Buenos Aires, de la Banda Oriental, de la Mesopotamia fluvial y de los dilatados territorios indios que componían el área panaraucana [...de quienes...] dependió en última instancia la buena fortuna de funcionarios, concesionarios, empresarios, administradores y tripulaciones que recalaban en procura de alimentos (Jiménez, Alioto y Villar, 2018, p. 160).
Los autores datan el inicio de la explotación empresarial de la cría de ovinos en la segunda mitad del siglo XIX. Otra iniciativa fue la de Pablo Navas, de la Universidad Nacional de la Patagonia Austral, quien en 2017 dirigió un proyecto para estudiar la historia del vínculo Malvinas/Patagonia entre 1850 y 1982, donde se observan algunos métodos de la historia regional aplicados sobre todo a la cuestión de la transmisión cultural y las transmigraciones.
Si bien el apoyo estatal es indispensable a la hora de generar nuevas canteras de investigación, no menos importante es que se produzcan los modos en que se formula la investigación desde la historia y las ciencias sociales sean objeto y resultado de discusiones que incluyan principalmente criterios científicos y académicos. La conformación de una agenda para investigar la historia de un territorio que no tuviera en cuenta alguno de estos dos espacios, podría tener los efectos distorsivos que se derivan de las miradas genealógicas que solo persiguen la justificación de un propósito –esto ha pasado, por ejemplo, con la historia del Estado y los enfoques estatalistas–.[38]
Nuestra historia regional, renovada y todo, es mayoritariamente pampeana, en menor medida andino-litoraleña pero, sobre todo, bastante seca. Malvinas, como cualquier archipiélago oceánico y como nuestras costas marítimas, exige de saberes sobre los mares con los cuales –salvo algunos grupos dedicados al tema, como el Grupo de Estudios Sociales Marítimos (GESMar)[39] de la Universidad Nacional de Mar del Plata o el Centro Nacional Patagónico (CENPAT), de Puerto Madryn–[40] no todas las historias regionales han intersectado.[41] Probablemente sea por eso que las historias marítimas que todavía permanecen como referencia (Burzio, 1972; Armada Argentina, 1982-1993) son obra de miembros de la Armada. Las investigaciones son solventes y en general sus autores suman a esa dimensión la experiencia en el ámbito de estudio; pero como sucede con cualquier historiografía corporativa, escribir la historia de la institución (o del objeto con cuya defensa la institución está comprometida, como sería el caso de la obra colectiva) implica también que las condiciones de producción están atravesadas, de manera consciente o inconsciente, por las realidades históricas de la institución en sus diferentes contextos –cuyo amplio arco va desde la defensa del territorio hasta la participación de alguno de sus miembros en casos de secuestro, tortura y desaparición de personas durante la dictadura–.[42]
La perspectiva multidisciplinar que se alienta desde esos centros es un sano llamado de atención para las agendas que quieran incorporar Malvinas a problemas generales. Desde la Universidad de Buenos Aires, y a partir de una geografía con fuerte impronta cultural, Carla Lois (2015) ha reflexionado sobre el archipiélago en sus trabajos referidos a la tradición cartográfica argentina desde el año 2004. Su aporte consiste principalmente en una mirada crítica sobre las cartografías oficiales argentinas y el valor supuestamente performativo de algunos mapas.[43] Sus trabajos sobre cartografías y narrativas geográficas del Atlántico Sur de los siglos XVI al XVIII son en este sentido un material insoslayable.[44] Desde las ciencias naturales, Alejandro Winograd (2012), biólogo de formación, investigador, escritor y editor, ha contribuido al estudio del Atlántico Sur codirigiendo desde 2003 una colección de fuentes en español –publicada por la Editorial Universitaria de Buenos Aires con el concurso del Museo del Fin del Mundo en Usuahia–, una selección de crónicas sobre el Atlántico Sur y una bellísima obra de divulgación editada en 2012 por Edhasa.
Sofía Haller hizo su formación de grado en Ciencias de la Comunicación y su doctorado es en Historia. Examina las relaciones entre extractivismo y expansión capitalista en la costa patagónica y en las islas Malvinas (1775-1880), bajo la dirección de Julio Vezub y de Susana García, en el CENPAT. Haller, quien además de haber trabajado con fuentes del Archivo General de la Nación (AGN) visitó –entre otros– el Archivo Jane Cameron (en Puerto Stanley), ha defendido ya su tesis doctoral (2020) y publicó algunos artículos sobre los registros portuarios del archipiélago durante el siglo XIX. Junto con Vezub (Haller y Vezub, 2018), dieron a conocer resultados de las conexiones entre las islas, el continente y ambos océanos, con un enfoque regional renovado por perspectivas de historia global y conectada. Desde el mismo centro, el antropólogo chileno Joaquín Bascopé (2020) insiste, por ejemplo, en desnacionalizar las historias de Malvinas, Tierra del Fuego y Magallanes para historizar sus canales de comunicación interregionales independientemente de las cuestiones soberanas nacionales. Estos enfoques escapan a lo que, en algunos medios académicos, para denominar a aquellas producciones historiográficas que suelen subordinar o subsumir sus relatos a una hipotética utilidad diplomática, se denominan miradas soberanistas. Algo similar sostenía la tesis defendida en 2008 en EE.UU. por el chileno Alberto Harambour Ross (2019), quien propuso una historia regional binacional del sur patagónico cuestionando colonialismos externos, pero incorporando también criterios clasistas y de crítica a las acciones estatales en clave de colonialismos internos.
Haller participa también de un libro colectivo dirigido por Susana García (2021) sobre la historia natural y la explotación de la fauna marina en el Atlántico Sur, que cuenta además con estudios de Irina Podgorny sobre las fieras de grasa; de la misma García sobre los balleneros franceses a fines del siglo XVIII y primeras décadas XIX; de Alejandro Martínez sobre la desaparición histórica del zorro de las Malvinas (1690-1876) y de Marcelo Reguero sobre Carl Anton Larsen, foquero explorador, paleontólogo y empresario ballenero de fines del siglo XIX y comienzos del XX, entre otros.
En lo que concierne al campo disciplinar de la historia, algunos trabajos sobre el archipiélago aparecen formulados desde una clave que recoge redes del microanálisis y de la historia de los espacios políticos en clave regional/global, enfocando el equipamiento territorial y las disputas entre imperios a finales del siglo XVIII (Barriera, 2021a/b). Últimamente, un grupo de jóvenes modernistas argentinos ha orientado sus investigaciones desde una perspectiva cultural que hace foco en la región patagónica y el Atlántico Sur: entre ellos se destacan las contribuciones de Carolina Martínez y una colaboración suya con Martín Wasserman donde analizan cuestiones de alta política, cartografía y redes comerciales (situándose entre la gran geopolítica y el gasto local), que se puede contar con toda seguridad entre los aportes más originales que incluye a Malvinas en una historia tardocolonial de amplias perspectivas (Martínez y Wasserman, 2021).
La cuestión del extenso quinto centenario de la circunnavegación de Magallanes-Elcano ha permitido visibilizar una enorme masa de trabajo de historiadores portugueses, españoles, chilenos y argentinos –entre los últimos, a título de ejemplo: Marcelo Mayorga, Mauricio Oneto, Ximena Urbina Carrasco, Malena López Palmero, Juliana Gandini o Fabián Vega– que agregan valor a la masa de estudios sobre la región magallánica en la que también se inscribe el archipiélago, con quienes mantendremos intercambios seguramente enriquecedores.
Conclusiones
La historiografía argentina posterior a 1983 debe varias de sus características al orden de lo inevitable: la agenda de la renovación fue la agenda de los renovadores que, como lo señaló Ema Cibotti (1993) al cerrarse la primera década de ese proceso, fueron general –aunque no únicamente– quienes habían conseguido hacer su formación en el exterior. Pero eso implicó, entre otras cuestiones, que junto con sus preocupaciones científicas dominantes, los actores de la renovación introdujeran en el ambiente académico que reorganizaban un conjunto de valoraciones e interpretaciones sobre el campo de relaciones socioprofesionales de la disciplina que incidiría decisivamente en su presente y su futuro inmediato.
Este es un tema muy delicado, del cual tenemos que hablar, porque revela hasta qué punto la vida social de las y los investigadores –esto es, sus relaciones, sus inclinaciones, sus preferencias, pero sobre todo, sus redes– incide en la ciencia que se produce (Latour y Woolgar, 1979). Si en los años 1980 y 1990, quienes lideraban aquella renovación dialogaban de buen grado con antropólogos, geógrafos, sociólogos, urbanistas o economistas –entre quienes se contaban víctimas de torturas y desaparición forzada a manos de la dictadura, compañeros de exilio, tanto como víctimas del cierre de carreras por la intervención universitaria de 1976–, no estaban tan dispuestos a hacerlo con quienes cultivaban la historia del derecho, la historia militar o la historia de la Iglesia. Estas líneas o subdisciplinas, por una parte, habían sido practicadas de una manera que perfectamente puede caracterizarse como corporativa –esto es: los principales historiadores del derecho eran abogados; los de la Iglesia, curas o religiosos, y los de las Fuerzas Armadas, militares–, algo mal visto en el proceso de profesionalización. Pero por la otra, el campo relacional los colocaba en polos de atracción opuestos. Los practicantes de esas historias corporativas estaban alejados de lo que podría considerarse un campo profesional vinculado con la universidad pública y de los espacios culturales e institucionales democráticos. Por el contrario, su trama social estaba más bien ligada con un mundo al que los renovadores conocían bien y –con buenas razones– denostaban, que era el universo de las relaciones sociales académicas que se habían sentido a gusto durante la dictadura (Barriera, 2019).
Durante los años 1980 y hasta muy entrados los 1990, algunos temas quedaron identificados con los marcos referenciales de quienes los trataban o de quienes podían interesarse en ellos. Esto no es inusual. Algo parecido sucedió en la Francia de los años 1930 y de los 1970 con la historia política –esto es, cuando la creación de la revista Annales y con la renovación posterior al 68–. Según el politólogo Jacques Julliard (1974), la identificación entre objeto y enfoque (la política como objeto y la historia política como enfoque acontecimental, historicista) fue lo que alejó a la tercera generación de annales (ligada a la militancia del 68) de un tema que obviamente les interesaba –la política– pero al cual identificaban con los métodos vetustos y el lastre ideológicamente insoportable de sus recalcitrantes estudiosos. Algo similar pasó también en la Argentina de los años 1980-90 con la "historia política del período colonial" –aunque no con la del siglo XIX o XX, período respecto del cual se daban debates muy urgentes que afectaban directamente la discusión del modelo democrático–, ya que se representaba a nuestros renovadores como un coto dominado por nacionalistas o revisionistas de varias orientaciones que, aunque con buenas intenciones –como en el caso de José María Rosa o Ruth Tiscornia, que habían encontrado en el gobierno de Hernandarias la génesis del proteccionismo económico actual–, cometían anacronismos vergonzantes.[45] Se podría decir que, además en estos temas, con el agua sucia también se arrojó al niño.
Al comienzo de este trabajo, alguien podía preguntarse con todo derecho si la ausencia del archipiélago en la historia regional argentina de los años 1980 y 1990 no podía deberse a una supuesta "escasez de fuentes". Si bien no había una disponibilidad material de alguno de los tipos de recursos documentales preferibles para aquella historia regional –como series de recaudaciones y precios, inventarios de estancias o transacciones de tierras–, sí existía un abundante volumen de fuentes impresas[46] e inéditas[47] que permitían evaluar en clave regional temas complejos e interesantes como la defensa del territorio virreinal, el tráfico de animales, la relación entre los puertos o las disputas por el paso bioceánico. Es evidente que ese no era un obstáculo. Pero no estoy planteando esto como algo que tendría que haber ocurrido: todos sabemos perfectamente que aquella historia regional se hizo con un mínimo de recursos y un máximo de capacidad e imaginación.
Por ello, este trabajo no se propuso hacer un reclamo, sino encontrar explicaciones y formular propuestas. Una forma de honrar la buena historia regional que hicieron nuestros maestros que, por voluntad o forclusión, no pudieron o no quisieron ocuparse de Malvinas pasa por aprovechar sus enseñanzas, que no son pocas: seguir los circuitos de los agentes, diseñar los espacios que dibujan sus trayectorias, visibilizar los desafíos que se plantearon, rescatar las categorías nativas, volverse más interdisciplinares y dialogar con la historiografía internacional en clave de problemas profundos y no de tópicos que están de paso.
Y hoy nos toca hacerlo en un registro diferente: porque si de la historia regional de finales del siglo XX se esperaba un enriquecimiento de la historia nacional (Fernández, 2007), en este momento esa parece una ganancia tan obvia que no puede ponerse como horizonte. Al contrario, para que nuestros esfuerzos tengan lugar en los foros internacionales de discusión historiográfica, debemos pensar Malvinas engarzada en muchas configuraciones. Tenemos que insertarla como objeto de historias que son regionales, políticas, biológicas y económicas, y por eso mismo también globales, transnacionales o conectadas. Y los lenguajes de todos estos abordajes deben estar al servicio de la investigación y no a la inversa; esa debe ser una precaución metodológica de primer orden.
Para quienes estamos interesados en los siglos que se denominan "coloniales" o (eurocéntricamente) "modernos", la historia de las Islas se encuadra en el período que, desde una cronología política, comprende la colonización francesa y el dominio español. Por esto mismo interesa su inserción en diferentes secuencias que hoy están tratando de ser explicadas por las historias trasnacionales de los siglos XVIII y XIX que no pueden prescindir de los enfoques regionales. Las disputas que al menos tres imperios europeos libraron en el Atlántico Sur durante el take off del capitalismo tuvieron escenarios gemelos y coetáneos en otras áreas –el archipiélago filipino al sureste de China, el estuario de Madrás al sur de India y el Caribe americano–, cuya historia regional engarza este proceso con otras historias nacionales. En el caso que nos ocupa, la invasión británica a Malvinas en 1833 fue un punto de quiebre que todavía resuena en las agendas diplomáticas del presente y, por eso mismo, tiene una connotación inevitablemente política que interesa tanto a los anticolonialismos internacionales como a los nacionalismos locales.
Si hasta hoy “participar activamente en las discusiones sobre la disputa por las Islas Malvinas genera amigos y enemigos” (Lorenz, 2013, p. 14), es hora de que emerjan interlocutores que no quepan en ninguna de las dos categorías. Porque –aunque se den combates por ella– hacer historia no es hacer la guerra.