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On-line version ISSN 1851-9601

Postdata  no.11 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Apr. 2006

 

TEORÍA

El sentido de la política en la sociedad de diferencias

 

por Diego Martín Raus*

* Director de la Licenciatura en Ciencia Política y Gobierno de la Universidad Nacional de Lanús. E-mail: draus@unla.edu.ar

 


Resumen

Las ideas vertidas en este artículo, preliminares de una propuesta teórica más extensa, consisten en tratar de responder al interrogante acerca de cómo se constituye hoy el sentido que la política tiene para los actores-ciudadanos. Se supone un sentido político reconstituido a partir de dos aspectos: por un lado las transformaciones estructurales, sociales e institucionales que emergen en las sociedades, sobre todo occidentales, desde la década de los 80 y 90 del siglo pasado, y, por otro lado, de una aceptación y apreciación de las diferencias intrasocietales, en términos culturales y políticos, que generaron una ruptura con los paradigmas de interpretación y construcción de la política propios del siglo XX, los cuales tendían a esquemas omnicomprensivos y absolutos de la idea y la acción política.

Palabras clave: Sentido político; Diferencia cultural; Cambio institucional; Actor; Acción

Abstract

The ideas discussed in this article, being preliminar of a more extensive theoric proposal, consist on trying to answer the question of how is constituted the meaning that politics have for the citizen-actors. A reconstituted political sense is supposed starting from two aspects: on one hand, the social and institutional structural transformations that emerge on (mainly occidental) societies, from the 80s and 90s of the last century, and on the other hand, of an appreciation and acceptance of the intrasocial differences, in cultural and political terms, that created a scism with the politics interpretation and construction paradigms of the 20th century, which had a tendency for omnicomprehensive and absolutive schemes of politic thinking and acting.

Key words: Political sense; Cultural differences ; Institutional change ; Actor ; Action


 

Introducción

Este trabajo intentará dar cuenta del cambiante sentido de la política en las sociedades contemporáneas. A tal fin presupone que dicho cambio tiene como raíz profunda la constitución de sociedades cuya modalidad de reconocimiento de individuos e identidades sociales y de institucionalización política, ha mutado del principio de la homogeneidad -propio de las sociedades de bienestar- al principio de las diferencias. Esta hipótesis de trabajo tiene dos presupuestos. Por un lado entender el concepto de "sentido" (en este caso de la política) como un proceso de construcción histórico que observa como punto de llegada la transformación de la subjetividad social, es decir, cómo el ser social concibe su contexto de pertenencia ("mundo de vida" en el clásico e iluminador concepto de Alfred Schutz). Por otro lado, enmarcar el concepto de "principio de las diferencias" en la idea de una heterogeneidad constitutiva de las identidades sociales a partir de distintos estatutos y posiciones socioeconómicas, culturales, políticas, ideológicas, lingüísticas y normativas. Así el principio de las diferencias engloba una pluridimensionalidad de aspectos, todos ellos constituyentes de lo social.
El elemento histórico-estructural que sostiene esta propuesta radica en la transformación tecnológica y económica que se expandió en el mundo occidental desde principios de los ochenta y que abarcó al conjunto de países luego de la caída del bloque socialista. Este elemento es innegable causal de una serie de sucesivos cambios políticos que en su desarrollo implicaron una nueva hegemonía ideológica que llevó esa oleada transformadora a todos los planos de la vida social. Este aspecto no es mencionado en este trabajo con carácter determinístico pero sí dotado de un potencial transformador ineludible para dar cuenta de nuevas situaciones sociales, cambios en la lógica de la acción colectiva y serios desafíos a la gobernabilidad política de las sociedades.
De esta última serie de relaciones de mutua constitución es que emerge la pertinencia de analizar nuevamente los mecanismos y las modalidades en que se redefine el sentido de la política para los individuos e identidades sociales. La acción social y la acción colectiva, como tal orientada a la política, observa como condición de posibilidad para su inteligibilidad comprender el sentido que para aquellos dota a la política como una actividad posible por un lado, y necesaria, por el otro, como herramienta de resolución de conflictos y construcción de acuerdos.

La cuestión de la pobreza y el empleo

Situándonos en el tema del empleo, es un dato que los sistemas productivos de las economías capitalistas empiezan a funcionar sobre nuevas bases tecnológicas, organizacionales, culturales y laborales a partir de los procesos de reconversión económica y reestructuración industrial en Estados Unidos y Europa occidental en los años setenta y principios de los ochenta y los procesos de reforma económica en América Latina a fines de los años ochenta y principios de los noventa. Concretamente, sin dejar de lado la funcionalidad de una alta tasa de desempleo en economías en reestructuración, hay que entender analíticamente qué modelo de mercado de trabajo se propone como viable de ser articulado a sistemas económicos caracterizados por la innovación tecnológica y la flexibilización del proceso productivo.
El patrón productivo de las economías reformadas implica, para América Latina, una cierta dosis de innovación tecnológica y de cambios organizacionales en sectores de la economía, y dentro de ellos en ciertas empresas, que impactan necesariamente sobre la estructura laboral de ellos y, de manera ampliada, sobre el mercado de trabajo en su conjunto1.
El primer indicador claro es la fragmentación del mercado de trabajo, no sólo por sectores y ramas económicas sino, sobre todo, en el interior de ellas en tanto empresas o grupos económicos más dinámicos y menos dinámicos. El tipo de calificación requerido y las modalidades de contratación implementadas comienzan a variar diferencialmente según aquel criterio de corte. A su vez ambas variables explican una diferenciación creciente en los mecanismos implementados por empresas y grupos en la provisión de mano de obra.
Este cambio en las modalidades laborales se explica a partir de un proceso de innovación tecnológica que exige adecuar a ella el empleo requerido. El efecto principal sobre el mercado de trabajo es la alta heterogeneidad que se introduce sobre un universo caracterizado en el modelo económico anterior (keynesiano) por su alta homogeneidad y uniformidad de calificaciones laborales y modalidades de contratación.
Por otra parte, aquellas características implicaron una fuerte ofensiva política e ideológica sobre el efecto de protección que el mercado de trabajo había gozado por parte del Estado. Por ende se propone una serie de políticas (flexibilización laboral) que supone concretamente que no existan más políticas de empleo (que por definición son políticas de Estado), pasando la regulación del empleo al mercado. El corolario de este diagnóstico es que la eliminación de las rigideces legales a la contratación generaría un aumento considerable, por parte de las empresas, en la incorporación de mano de obra y, por ende, en la disminución del desempleo.
En el caso latinoamericano, si bien existen núcleos productivos de alta innovación tecnológica, el desempleo tecnológico (es decir, reemplazo de mano de obra por tecnología) no es la razón principal de las altas tasas de desempleo, aunque más no sea porque dicha innovación no está extendida en la economía latinoamericana. Por otra parte, si bien la flexibilidad laboral se registra de hecho, o si se quiere por cuestiones de mercado dado que el alto desempleo opera como un inductor concreto al relajamiento de las normas de contratación, no se han derribado todavía las normas laborales vigentes, al menos en la dimensión que requieren los partidarios de modelos de flexibilización tipo Estados Unidos o Inglaterra.
Si lo anterior es así, ¿cómo se explica el alto desempleo? Sobre todo en un contexto de crecimiento relativo del PBI (parte de la década de los noventa) en donde el empleo empezó a decrecer, siendo significativo también que esas altísimas tasas de desempleo se mantengan, más allá del ciclo económico, tanto tiempo.
Es cierto que la experiencia internacional comparada, incluso en América Latina y en un caso como Chile que cruza las variables de crecimiento económico y una relativamente alta tasa de desempleo, muestra que ninguna economía sometida a un proceso de reformas recupera las tasas del "pleno empleo" del modelo anterior. Es decir, existe una incidencia estructural entre las reformas económicas, el incremento de la tasa de desempleo y el cambio en la composición del mercado de trabajo. Pero también es cierto que muy pocas economías registraron tasas de desempleo tan altas y tan continuas como las latinoamericanas.
Las reformas económicas se estructuraron sobre tipos de cambio fijos o de mínima movilidad (crawling peg) cuyas paridades, más allá de las nominales en el momento de su fijación, preveían un ajuste definitivo una vez que se equilibraran otros precios relativos en la economía, entre ellos el de la contratación salarial. La viabilidad de estos esquemas residía en que una vez estabilizadas las economías -control del déficit y la inflación- no existían razones para que los precios relativos no se ajustaran a su nivel real.
El punto es que, en general, esto no sucedió así por razones específicas a cada sector que concurre a la formación de precios. Por ende los tipos de cambio comenzaron a apreciarse progresivamente en términos de las monedas nacionales, lo cual junto a las agresivas políticas de apertura comercial y a la resignación por parte de los estados de instrumentos de política económica debido a las privatizaciones y a las desregulaciones, implicó una creciente dificultad para exportar, lo que redunda en el mediano plazo en problemas de balanza comercial y de pagos2. Pero para nuestro trabajo el hecho ineludible es que esta contracción de la actividad por caída de las exportaciones junto a la recesión post-Tequila, implicó un fuerte incremento en el desempleo junto a una caída aguda del salario y de la distribución del ingreso (CEPAL 1999).
En este punto es cuando se presenta la problemática de la pobreza referida al modelo económico de ajuste. La particularidad de esta "nueva pobreza", que como señalamos es la que incide directamente en el incremento de la pobreza en la América Latina en los últimos años, es que se define por la mayor o menor capacidad de captar ingresos monetarios, concretamente por lo que se denomina "línea de ingreso". Dicha línea esta conformada por una serie de artículos de consumo básico, por debajo de los cuales se considera una situación de infraconsumo, o sea de pobreza. La posibilidad de proveerse de dicho consumo mínimo esta directamente vinculado al ingreso monetario permanente del grupo familiar, sea ese ingreso formal (salario), informal, cuentapropia o cualquier otra modalidad de percepción.
Ahora bien, esta modalidad implica que la cuestión de la pobreza, más allá de su incremento o disminución, se transforma en una situación más dinámica, en el sentido de su movilidad y permanencia. Es decir, si la caída en la pobreza obedece a pérdidas en el ingreso familiar, es cierto también que un recupero de ese ingreso, por las modalidades que sea -recuperación del salario, conseguir otro empleo, un nuevo miembro del grupo familiar que entra al mercado de trabajo-, genera una posibilidad de corto plazo de salir de la pobreza. Pero también es real que es mucho más sencillo entrar en una situación de pobreza que en el caso de la pobreza estructural. No hace falta ya un cataclismo en el grupo familiar para ser pobre, sólo una caída de los ingresos y el lento pero progresivo descenso del consumo y el nivel de vida. A su vez es necesario recordar que la expansión de esta modalidad de pobreza se despliega en un contexto donde, si bien no creció (al menos hasta mediados de los años noventa), tampoco se atenuó la dimensión y las formas de la denominada pobreza estructural, la que en América Latina se desarrolló significativamente.
Si bien este análisis es genérico y bastante universal de dos situaciones -desempleo y pobreza- cuyas características específicas son precisamente su alta heterogeneidad y movilidad, lo cierto es que aparecen algunos denominadores comunes sobre ellas que se contraponen rotundamente con las características de ambas en el modelo sociohistórico anterior: su alto nivel de incertidumbre, o sea la poca predictibilidad e inseguridad respecto a la posibilidad de entrar en una situación de desempleo y/o pobreza; y el trasvasamiento socio-ocupacional con que esas situaciones atraviesan el entramado societal, es decir la constancia que si bien la pobreza y el desempleo golpean más fuertemente a los sectores tradicionalmente más vulnerables del orden social, otras capas sociales, históricamente más protegidas o casi a salvo, ahora son también permeables a aquellas. Y esta constancia trabaja activamente, junto a otros factores, en un proceso de desarticulación del lazo social y de generación de una extendida anomia política.

La marginalidad social: un proceso institucional

En este apartado la intención es caracterizar con precisión la marginalidad social. Los análisis clásicos la definieron sobre aquellos sectores sociales que en el sistema económico padecían una situación de pobreza (obviamente la denominada pobreza estructural, que es la pobreza clásica de las economías de mercado). Esta conceptualización era perfectamente acorde al modelo de estructura social de las economías de pleno empleo y utilización de los recursos del modelo keynesiano. El problema es que dicha conceptualización todavía es utilizada para definir a los sectores pobres (aunque ahora se añada una nueva característica como es la "nueva pobreza"). Por ella la marginalidad social sigue implicando a los sectores pobres aunque estos ahora, post-crisis modelo keynesiano, son más y heterogéneos. El punto a debatir aquí es que el desarrollo de las sociedades capitalistas de posguerra implicó la necesidad de introducir elementos, que son más que matices, en las conceptualizaciones clásicas. En el tema que aquí nos ocupa, creemos que un elemento necesario para entender y definir correctamente la marginalidad social, tal cual hoy aparece como sujeto social, es el institucional3.
Esta caracterización de la marginalidad social intenta articular la problemática de la pobreza con las modalidades de institucionalización de sujetos y relaciones sociales en que se produjo el proceso de inclusión social en América Latina, básicamente en países como Uruguay, Argentina, Chile y los centros urbanos de Brasil. Concretamente, la inclusión social necesaria a la lógica del modelo económico sustitutivo no constituyó un proceso de mercado, es decir incorporación de mano de obra sujeta a condiciones de contratación y de identificación social capital-trabajo, sino un proceso que el Estado, de ahí la caracterización populista, institucionalizó progresivamente en términos socioeconómicos -sindicatos, políticas sociales y obras sociales- y políticos -partido y pueblo-. Este proceso de institucionalización configuró las formas y modalidades de acción del Estado populistadesarrollista, responsable del proceso, a la vez que su desenvolvimiento legitimó a los gobiernos y la política como canales de expresión social.
Ahora bien, el elemento dinámico de este proceso de institucionalización social desde la política lo constituyó el mercado de trabajo. Su redimensionamiento a partir del esfuerzo industrializador de posguerra y las características de su conformación hicieron de él el escenario activo donde se posicionaban nuevos grupos sociales, sectores obreros ya formados, inmigrantes, migrantes internos. Luego la particular articulación entre el mercado de trabajo y la satisfacción de demandas sociales, contrato de trabajo, políticas sociales, obras sociales, aguinaldo e indemnizaciones, implicó, en el proceso, al Estado. Este garantizaba no sólo la continuidad en la resolución de expectativas sociales sino del modelo en su conjunto tratando de no descuidar la racionalidad económica -desarrollo de una estructura industrial- implícita. Este proceso institucionalizó, entonces, la articulación entre el mercado de trabajo y la política, o en otra conceptualización, entre los sectores obreros y el Estado. La garantía de éxito era el pleno empleo y la voluntad política de protección social.
La crisis de los años ochenta y las políticas de reforma económica hoy vigentes rompen con la economía de pleno empleo y la protección estatal del mercado de trabajo. Concretamente, como ya referimos en el apartado anterior, la economía y la sociedad pasan a gestionarse en términos de mercado. Esto, junto a las modalidades tecnológicas del nuevo ciclo económico, implica una fuerte desestructuración del mercado de trabajo a la vez que supone la funcionalidad de relativas altas tasas de desempleo para la modalidad de acumulación vigente. A estas tasas de desempleo se les suma, en realidad opera también como causa, una fuerte desregulación política del mercado de trabajo (flexibilización laboral). De ahí los porcentajes de desempleo que registra América Latina, los cuales si bien anormales en tanto tamaño, es cierto que su potencial disminución ya no contempla la recuperación de las tasas históricas de empleo.
Ahora bien, si se acuerda con lo antedicho, en el sentido que el mercado de trabajo fue el instrumento de incorporación e institucionalización de nuevos sectores sociales, su desestructuración opera sobre esos grupos de dos maneras: por un lado, como se señaló, generando problemas de empleo, ingresos y pobreza. Por otro lado, y este es el punto que queremos enfatizar en este apartado, esta desestructuración del mercado de trabajo acarrea un fuerte proceso de desinstitucionalización, es decir de pérdida de lazos políticos y culturales con el sistema institucional. El punto es que esos lazos, en un proceso histórico como el latinoamericano, constituían un incentivo a la construcción de la relación Estado-sociedad de intensidad similar a la provisión de bienes materiales que el mercado de pleno empleo generaba.
Concretamente, la salida del mercado laboral o la pérdida de la condición de formalidad dentro de él por parte de vastos grupos sociales, implica la pérdida de pertenencias e identificaciones institucionales de fuerte contención como el sindicato, la obra social, la identidad partidaria, el sentido de pertenencia al sistema educativo y de salud estatal. Específicamente, se genera un proceso de pérdida de relación con el Estado y el sistema normativo que él legitima. Este proceso de desinstitucionalización caracteriza de manera más completa la concepción de marginalidad social, pues agrega a la pérdida de recursos monetarios -salario formal- el elemento de contención y pertenencia institucional que, incluso, añade indirectamente al salario formal, o al menos facilita estrategias defensivas ante situaciones de carencia de recursos. Esta articulación entre elementos materiales y normativo- institucionales constituyen una real definición de marginalidad social, pues se es marginal en tanto se está en los bordes, o fuera de ellos, del sistema institucional legitimado social y políticamente, reiterando en este aspecto que ese proceso no es meramente simbólico en un esquema de constitución social y político como el latinoamericano desde el populismo.
Entendida de esta manera la marginalidad social puede ser considerada como la contracara institucional de la pobreza y el desempleo en el terreno de lo económico. Sus efectos desincentivadores operan sobre el sentido político y de articulación social de los grupos sociales sometidos a condiciones de desempleo y/o de pobreza estructural o nueva pobreza. En la medida en que el Estado se retira progresivamente de funciones sociales históricas, esta marginalidad social cobra relevancia en la conformación de una situación de carencia total, lo cual, dadas sus características políticas e institucionales, implican un proceso de alejamiento de grupos sociales de la sociedad, proceso que a su vez debe ser dimensionado correctamente en tanto impacta sobre la legitimidad de un gobierno y, sustancialmente, del sistema democrático.

Cambios en la acción colectiva

La singularidad del orden social4 de posguerra consistió en implicar una inclusión masiva en los marcos institucionales de las sociedades. Esta modalidad inclusiva estuvo incentivada por el modelo económico y tecnológico de desarrollo. Sintéticamente, la economía de demanda keynesiana supuso como condición de existencia el consumo social masivo, a la vez que las economías de escala consolidaron ciclos de producción estandarizados y repetitivos. Una y otra condicionantes introdujeron al mercado de trabajo como el escenario de reunión de viejos y nuevos sujetos sociales, y al pleno empleo como la lógica de constitución de ese mercado. Concretamente, existió una íntima relación entre el proceso de inclusión social y la estructuración de un mercado de trabajo basado en la plena utilización del factor empleo.
Esta situación implicó que las identidades sociales predominantes en los modelos sociales de posguerra se construyeran básicamente sobre la relación laboral. De esa manera aparecieron las categorías socio-ocupacionales definiendo las formas y posiciones sociales. Tan nítidas eran éstas que permitieron ser estratificadas, es decir clasificadas en base a claros criterios de diferenciación. A partir de esto la sociedad, en términos de orden social, pasa a denominarse "estructura social", o sea una morfología en base a estratos separados y diferenciados.
Ahora bien, la acción colectiva de tal modalidad generalizada de ordenamiento social, empezó a desarrollarse progresivamente sobre un modelo del tipo de "suma cero", es decir, de formas de estructuración de demandas que implicaban necesariamente que la ganancia de un estrato social, o parte de él, se realizaba sobre la pérdida en igual magnitud de otro estrato social o parte de él. Este juego de "suma cero" se reforzaba dado el carácter del "premio" a lograr en el mismo: una porción mayor del ingreso social, el cual se definía como de propiedad de todos, dado que todos participaban en su consecución. Es decir se legitimaba social y políticamente el derecho al conflicto por el producto social. La acción colectiva de las sociedades occidentales de posguerra, en las economías desarrolladas y en las economías en desarrollo, se articuló en torno a la distribución del ingreso.
Cabe aquí señalar que la acción colectiva en base a un juego de "suma cero" implica ineludiblemente el conflicto. A su vez, dado que el resultado de ese tipo de relación define necesariamente ganadores y perdedores, el conflicto tendió a su permanencia pues lo paradójico de la economía capitalista es que existen límites naturales a la elevación de la tasa de ganancia como a la caída de los salarios5. Por ende, el conflicto se reintroduce permanentemente. Por otra parte es necesario tener en cuenta que el carácter inclusivo del modelo significó que el conflicto distributivo involucraba prácticamente a todos los sujetos (estratos) sociales. De donde se puede sustentar la idea que ese conflicto se potencia dada la dimensión social envuelta en él. Señalado esto queremos adelantar una hipótesis y luego desarrollarla.
El orden social que emerge de los procesos de reestructuración económica y cambio político y cultural (los setenta/ochenta en Europa y los ochenta/ noventa en América Latina) es sustancialmente diferente al modelo social anterior. De donde también ha de variar la naturaleza y dinámica del conflicto social.
Entender el orden social contemporáneo requiere, y esto ya constituye un punto de diferenciación respecto al modelo de posguerra, tomar en cuenta dos aspectos: por un lado los cambios estructurales en el campo de las economías, y por otro lado los cambios culturales y políticos. Ambos aspectos necesitan ser utilizados en igual grado de condicionamiento del orden social pero en una alta autonomía relativa uno respecto al otro.
Por el primer aspecto, ya adelantado en puntos anteriores, se entiende que los procesos de ajuste estructural implicaron, e implican, una alta fragmentación social dado que, económica y tecnológicamente, desarticularon el mercado de trabajo del pleno empleo. Sea por la introducción de nuevas tecnologías o por los efectos que las modalidades productivas permitidas por la innovación tecnológica -flexibilización del proceso productivo-, y que significaron la necesidad de una similar flexibilización en la utilización y modalidad de contratación del empleo, el mercado de trabajo se fragmentó en términos de calificaciones laborales (polivalencia y rotación) y formas de contratación (empleo temporario, informalización, subempleo, subcontratación).
Como señalamos, este nuevo funcionamiento de los mercados de trabajo resignificaron cuestiones sociales relacionadas con ellos como el ingreso y la pobreza. La flexibilización del trabajo y la desarticulación del contrato (convenios colectivos de trabajo) implicaron que toda situación de bienestar pasara a depender íntimamente de los niveles de ingreso. En la medida que la entrada y salida del mercado de trabajo fuese fluida a la vez que la protección laboral disminuyese, resultó también fluida la capacidad de lograr más o menos cantidades de ingresos y, peor aún, en períodos más cortos de tiempo. Luego, como la pobreza post-ajuste se define por la línea de ingreso, la caída en situaciones de pobreza se facilitó enormemente6. Sintéticamente, la mínima alteración de una situación laboral, hoy mucho más vulnerable que en el modelo de pleno empleo, supone una segura caída en el ingreso y luego bordear o traspasar la línea de pobreza.
Es necesario señalar también que estos procesos no tienen solamente significación e impacto estructural. El horizonte de incertidumbre que traen aparejados afecta sustancialmente el equilibrio personal y social de los sujetos involucrados, operando en el mismo sentido de desarticulación y fragmentación que inhibe toda posibilidad de pensar en salidas colectivas7.
El proceso descrito significa concretamente que las reformas económicas implicaron netos ganadores y perdedores sociales8. Si el modelo social de posguerra generó una situación de relaciones sociales que implicó una negociación de mutuos compromisos (Przeworski 1988, Offe 1984) dada la cierta paridad y necesidades compartidas, la reestructuracción social y laboral de las economías post-ajuste desequilibraron sustancialmente aquellas relaciones. Esto tuvo un efecto político inmediato: diluyó el conflicto social y desvalorizó significativamente su poder de amenaza, el mismo que fuera tan exitosamente instrumentado por los colectivos sindicales en el modelo anterior. El conflicto estructural del nuevo orden social se diluye paralelamente a la desarticulación y fragmentación de las identidades sociales constituidas en torno al mercado de trabajo.
Vayamos al aspecto cultural y político. Este observa un desarrollo e impacto mayor en las sociedades europeas y de América del Norte. Pero se comienza a percibir en América Latina y sobretodo en países de alta movilidad social previa (Argentina, Uruguay, regiones de Chile y Brasil).
Existe, a partir de los setenta/ochenta, un nítido proceso de cambio social. En las sociedades occidentales comienzan a aparecer nuevas demandas sociales y éstas, en la medida de su aceptación y legitimación social, empiezan a constituir identidades sociales que, más allá de su capacidad de institucionalización política, comienzan a movilizar los marcos normativos y culturales de las denominadas sociedades civiles.
Estas pautas de agregación de demandas emergen de cuestiones que se apartan absolutamente del sistema económico y laboral. Son demandas que se estructuran en cambios profundos en la percepción que los sujetos sociales tienen de sí mismos, de los otros sujetos, y de las relaciones que se establecen entre ellos. De este proceso cruzado de múltiples subjetividades (como señalara Gramsci, "objetividad como intersubjetividad"), se validan cuestiones como los derechos civiles, derechos humanos, medio ambiente, minorías raciales y religiosas, identidades sexuales, derechos de la mujer, derechos del niño, nacionalidades. La progresiva legitimidad de estas demandas constituye identidades sociales con capacidad de generar acciones colectivas.
El punto de diferenciación de este tipo de conformación de identidades sociales es que se establecen sobre la lógica de las diferencias. No implica esto diferencias sociales sino diferencias culturales y políticas en tanto comunidades subjetivamente entrelazadas. Ahora bien, establecer una trama social en base a identidades sociales que se construyen y reconocen entre sí en base a diferencias aceptadas, implica que la lógica de la acción colectiva se realice sobre un juego de "no suma cero", es decir, constituye formas y relaciones sociales no mutuamente excluyentes. Este tipo de identidades sociales posibilita la múltiple inclusión; concretamente, un individuo puede pertenecer a dos, tres o siete de estos grupos y eso no es contradictorio como lo sería, en el modelo social anterior, ser asalariado y empresario (proletario y burgués) al mismo tiempo.
Este principio de no mutua exclusión implica también un cambio en el escenario del conflicto, entendiéndose éste como el momento de introducción- discusión-aceptación/rechazo de una demanda social. El mismo ya no necesariamente debe ser el Estado/sistema político, sino que muchas veces es exclusivamente el espacio de la sociedad civil. Muchas de estas identidades sociales introducen demandas que requieren básicamente el consenso social y luego, de ser necesario, el consenso político-normativo9.
Este nuevo orden social es más fragmentado (negativamente por la desarticulación del mercado de trabajo; positivamente por el cambio cultural) que el orden anterior. Es demasiado móvil y fluido. Sus identidades constituyentes son cruzadas y de múltiples pertenencias. Definitivamente, el orden social contemporáneo es caótico, en permanente movimiento e incierto. Y nadie pudo hasta el momento fundamentar si eso es bueno ó malo en sí mismo.
Por último, lo anterior implica redefinir también la noción de conflicto social. Si éste se diluyó en intensidad y articulación por la fragmentación del mundo laboral, a la vez que el cambio cultural posicionó nuevos actores sociales y nuevas lógicas de acción colectiva, la naturaleza del conflicto necesariamente ha de variar. No se estatuye sólo por la distribución social, no separa tajantemente a grupos sociales, no enfrenta claramente y, quizás lo más importante, no hay conflicto que involucre a la sociedad en su conjunto. La fragmentación socioeconómica y las diferencias culturales (y políticas en el sentido de aceptar la diferencia), dejan al margen de cualquier conflicto a muchos grupos sociales con demandas específicas y formas propias de expresión.
Pero si la naturaleza del conflicto varía también lo ha de hacer su dinámica. Al fragmentarse el conflicto su capacidad de impacto disminuye. Al no involucrar, en bandos enfrentados, al conjunto social, el sistema político, y con él la legitimidad democrática, tienen más capacidad de generar mecanismos de resolución. El precio a pagar por esta sensible disminución de la dinámica del conflicto social es una mayor movilidad de éste en el sentido que aparecen conflictos permanentes, cruzados e inesperados. La volatilidad del conflicto social implica un menor "poder de fuego" del mismo, pero una mayor reiteración y diferenciación en su expresión. Esto se traduce en nuevas exigencias al sistema político y a su acción óptima que es la de generar gobernabilidad social.

Ciudadanía y ciudadanización social

El concepto de ciudadanía ha sido recurrentemente utilizado en la política, como ciencia y como práctica social, desde la formación de los estados nacionales (Bendix 1978). El ciudadano fue, y es, la categoría política que define al individuo en una formación estatal. Es el sujeto activo que define la relación Estado-sociedad en una democracia representativa. En definitiva, es el sujeto de derecho sobre el cual se legitiman las formas institucionales y las prácticas políticas democráticas.
En este sentido la concepción del ciudadano está directamente vinculada a la idea de libertad. A su vez la libertad del ciudadano se regula en torno a los derechos civiles, o sea los derechos concedidos por el solo hecho de ser ciudadano. Por eso, la ciudadanía es un posicionamiento de suma importancia en la entificación del sujeto.
Esta igualación entre ciudadanía-libertad-derechos civiles, significó el desarrollo del liberalismo político y de formas jurídicas e institucionales que fueron relevantes, sobre todo en los países anglosajones. La exacerbación de los derechos civiles como derechos básicos en esas sociedades implicaron una valorización de la concepción del individuo por sobre la concepción social. Es decir, se posicionó predominantemente al sujeto en tanto individuo en lugar de como parte de una identidad social. Así, la doctrina liberal valorizó los derechos individuales como superiores a cualquier concepción holística de lo social. Esta valorización va desde las posiciones más extremas del individualismo (Bentham, Constant) hasta sus formas más sociales (John Stuart Mill).
Sin embargo, dentro de esa concepción, T. H. Marshall generó una profundización notable al concepto de ciudadanía (Marshall 1965). Para Marshall la ciudadanía es una construcción progresiva que se define por la consecución, por parte de los individuos, de los derechos civiles (siglo XVIII), luego los derechos políticos (siglo XIX) y por último los derechos sociales (siglo XX). Cuando estos derechos, que son conquistas históricas, dan forma a las instituciones políticas y a la estructura jurídica (Welfare State), la ciudadanía se realiza completamente en los sujetos de derecho. Pero el hecho distintivo es que, al ser conquistas históricas, estos derechos de ciudadanía pertenecen a los individuos pero suponen siempre al sistema político como la otra condición de existencia de los mismos. También, surge de su historicidad, los derechos de ciudadanía encarnan relaciones sociales, reglas de juego y, en última instancia, resultados contingentes de esos juegos que son la distribución de recursos materiales y simbólicos que constituyen a las sociedades.
Ahora bien, esta evolución histórica de la ciudadanía no se desarrolló con idéntico sentido en otros países occidentales y mucho menos en América Latina10. En estos países, en términos generales, el proceso de inclusión social se realizó sobre categorías de entendimiento de lo político que apelaban al sujeto en tanto parte de una identidad social superadora, más que como sujetos individuales de derechos11. La inclusión social (parcial)12 que realizaron algunos gobiernos liberales de orientación filosófica positivista a fines del siglo XIX, articulaba la sociedad con la integración a la nación. Se era sujeto de derecho en tanto se pertenecía al esfuerzo de construcción e integración del territorio nacional. La categoría englobante, y legitimadora de derechos, era la nacionalidad, es decir, la pertenencia al territorio. A su vez, los límites de esos derechos, en tanto obligaciones, no estaban dados por la ley civil en sí misma sino por las posibilidades que la expansión y el desarrollo nacional conferían al Estado que, por su parte, emergía como la estructura institucional y jurídica de la nación. La nación era la forma (simbólica) superior del individuo y el Estado. La relación entre ellos se articulaba en el espacio territorial de la nación.
Pero si el proceso de inclusión social (total)13 se realizó desde modelos populistas, la articulación (mediación en el sentido de O'Donnell) implementada era la noción de "pueblo", concepto abstracto que se completaba con la legitimación nacional. La mediación "pueblo" no se oponía a la mediación "nación", por el contrario le daba a ésta mayor contenido social y político. Se oponía sí a la concepción individual del sujeto y lo hacía rechazando la definición del sujeto en base a los derechos individuales.
El populismo priorizó, y era su condición de posibilidad, los derechos sociales, es decir aquellos derechos conferidos por el Estado a todos los necesitados -el pueblo- que pertenecían por definición al sector trabajador conformado por los nuevos incluidos. Por ende, la relación que integraba a los sujetos con el Estado era la condición de trabajador y la estructura de esa integración estaba constituida por los derechos sociales. Como señala Wolfe (1980) en otro contexto, los derechos sociales implican "los resultados del juego" (entre clases). Más que nunca esos resultados dependían de la capacidad política del Estado de sostenerlos. Por eso el "pueblo" se articuló fuertemente al Estado, lo cual fortaleció, y legitimó, la necesidad de formar parte de él. Concretamente, subsumirse en la identidad social "pueblo" o "trabajador" era racionalmente preferible a posicionarse, y demandar, como sujeto individual portador de derechos civiles, los cuales no estaban negados, como tampoco lo estaban los derechos políticos, sino relegados por los derechos sociales.
Así la historia latinoamericana en general registra escasos, si algún, períodos en los cuales la concepción predominante del sujeto sea la ciudadanía, ni siquiera definida ésta por la asunción igualitaria de los derechos civiles, políticos y sociales. O se privilegiaron los derechos políticos y la categoría social reconocida era la nacionalidad, o se privilegiaron los derechos sociales y la categoría movilizante era el pueblo. La constitución de identidades sociales se realizó siempre en América latina sobre formas englobantes, integradoras y absolutizadoras de lo social.
Desde la perspectiva tradicional de la teoría política liberal, la ciudadanía se instituye sobre un eje que separa lo público de lo privado y, a partir de la asunción de esa separación por parte de los individuos, se establece la relación entre el Estado, visualizado como el complejo institucional que aglutina el espacio público, y la sociedad, definida por la sumatoria de individuos privados. El mutuo respeto entre ambas representaciones viabiliza el funcionamiento de la sociedad en su conjunto a partir de los derechos de los ciudadanos. Pero si bien se entiende la relación, lo cierto es que la concepción ciudadana apunta básicamente a respetar los derechos civiles del individuo, los cuales precisamente se definen desde la lógica de lo privado.
Ahora bien, si nos atenemos a esta perspectiva de análisis, la América Latina de los últimos años se encontró envuelta en un reflujo a lo privado, tal cual en el resto del mundo occidental. La diferencia sustancial es que en América Latina ningún proceso de inclusión se realizó pensando a la sociedad en términos de constituir el espacio de lo privado. Por ende el creciente proceso de individuación política, social y cultural expresado en sí mismo y por la lógica progresivamente dominante del mercado económico, tuvo un efecto cierto sobre las relaciones sociales y políticas de los actores sociales. Concretamente, estos comenzaron a expresarse desde su individuación y desde una lógica de demanda social basada en el reconocimiento de los derechos civiles, y dentro de éstos de los derechos que constituyen el espacio privado. La lógica societal que caracterizó la historia latinoamericana y argentina desde los años cuarenta/cincuenta, comenzó a dejar paso, sobre todo en los sectores socioeconómicos medios y medios-altos, a una identificación social en base a los derechos privados de los individuos. Este efecto se refleja claramente en las pautas de consumo adquiridas, en las preferencias económicas y sociales expresadas como orientaciones positivas, en los modelos culturales adoptados y en las expresiones políticas vehiculizadas en los episodios electorales. La sociedad se transformó en un sentido novedoso para la región.
Pero el punto que queremos señalar aquí no es solamente el antedicho. La idea no es definir la ciudadanía exclusivamente a partir de la expresión de ciertos tipos de derechos sino cuando la acción social y política -la acción colectiva- se respalda en un tipo de derechos más que sobre otros; en este caso privilegiando los derechos civiles más que los derechos sociales. En ese sentido la ciudadanía se entiende en tanto portadora de relaciones sociales específicas, es decir como ciudadanía social, definida ésta como un concepto que implica una modalidad de constitución de identidades sociales. De esta manera se intenta escapar a una definición sólo política de la ciudadanía -ejercicio de los derechos políticos desde una determinada concepción de lo individual y lo social-, y entender esta concepción como portadora de valores y significados cuya realización material en los sujetos va a conformar progresivamente un nuevo entendimiento y conformación social. Esto es posible dado que los significados que los actores confieren a sus pautas individuales en la vida social terminan instituyendo comportamientos colectivos que redefinen el sistema social en su conjunto, desde sus modalidades de agregación a la legitimación de conductas e identidades sociales.
Esta ciudadanía social tiene la especificidad de agregar comportamientos sociales y políticos en base a la valoración individual de los derechos civiles. Esta aparente paradoja se resuelve si se piensa en un conjunto de orientaciones de la acción social en base a valoraciones individuales de las demandas sociales y políticas, pero que modelan el sentido de las conductas colectivas de la sociedad. Obviamente esto no pretende interpretar el conjunto del movimiento social en las sociedades latinoamericanas. Sólo señala pautas de agregación y acción de algunos sectores sociales (en la vieja concepción de la estructura social serían los sectores medios, medios-altos y altos), cuya particularidad no es su número sino el hecho de constituir un fenómeno de identificación social novedoso en el entendimiento de las sociedades latinoamericanas.
Esta modalidad de orientar la conducta social y política, y conformar pautas de identidad social, está bastante influenciada por las formas e ideas del liberalismo político. Nuevamente, esto constituye una novedad en la conformación social y política argentina. A la agregación social "pueblo" hegemónica en los gobiernos populistas le intentó continuar una modalidad de agregación del tipo "nuevos movimientos sociales" privilegiada por gobiernos más inclinados al estilo socialdemócrata. La introducción de pautas ideológicas y filosóficas del liberalismo político puede estar causada por los profundos cambios culturales del mundo occidental desde los años ochenta14, y, en lo que atañe a América Latina, a la introducción de ciertos valores liberales y civiles a partir de la revisión de los últimos períodos militares que realizaron los movimientos por los derechos humanos15.
Desde una perspectiva valorativa, esta modalidad de identificación social encuentra un sesgo en cierto sentido negativo en tanto obedece a una ponderación del individualismo que, en ciertas etapas del proceso de cambio estructural (crecimiento económico post-estabilización), estuvo definida por sus peores características: consumismo, competitividad social y, como conceptualizó alguna vez MacPherson (1987), un ensanchamiento de la cultura del individualismo posesivo.
Desde un sentido positivo, esta pauta social a partir de la introducción de ciertos valores del liberalismo político, implicó la validación de derechos y concepciones históricamente ausentes en las sociedades latinoamericanas: los derechos civiles, el derecho individual a la vida y al desarrollo personal, el reconocimiento de las diferencias y el respeto a la particularidad.
Es posible pensar que este nuevo aspecto que también constituye a las sociedades latinoamericanas -ciudadanía social- merece más espacio y más análisis. No sólo en términos de su próximo devenir o de su relación con los ciclos económicos, los cambios culturales a nivel mundial o la influencia de los medios de comunicación, sino también en su capacidad de redefinir estructuralmente la conformación social a la vez que de proveer un sesgo orientativo distinto de los comportamientos sociales y políticos de los actores. Como muchas otras incertezas de este período de grandes cambios, por ahora sólo queda la certidumbre de que algo nuevo se constituyó, en términos de modalidad de identificación, en las sociedades latinoamericanas.

Gobernabilidad y democracia

Las transformaciones globales antes descriptas suponen un impacto cierto sobre la cuestión política (régimen, sistema, representaciones, cultura política). En este apartado final nos referiremos a esa relación acotando la cuestión política en términos de gobernabilidad política y democracia.
Se puede plantear como un hecho recurrente en la historia política latinoamericana que todo conflicto social causado por problemas estructurales registra potencialidad de cambios en el orden social, e implica razones justificatorias para la alteración del régimen democrático. Las razones aducidas en esos episodios eran las carencias del régimen democrático para asegurar la gobernabilidad política de la sociedad. De esta manera la gobernabilidad -la acción de gobernar y las instituciones que esa acción genera- era una variable dependiente del régimen político. Este cambiaba -democracia a autoritarismo y viceversa- en razón de proveer capacidad de gobierno. No era admitida la idea que la gobernabilidad implicaba un conjunto social a gobernar y que éste, en procesos de cambio social, era naturalmente movilizador de demandas, cuestionador de ciertos órdenes estatuidos y, por ende, el orden social en su conjunto devenía conflictivo. Pero precisamente ese orden social en cambio es lo que validaba la acción de gobierno, y ésta debía adaptarse en acciones e instituciones para reequilibrar el movimiento de lo social. Nunca hubo tiempo para esa adaptación. La solución fue la alteración del régimen, es decir, como señala O'Donnell (1978), de los roles y canales de definición y acceso permitidos al gobierno.
Pues bien, la idea que sustentaba el trabajo antes mencionado, y el presente, es que en la actualidad las sociedades políticas latinoamericanas pueden separar, en la resolución de los conflictos o redefiniciones del orden social, la cuestión del gobierno de la cuestión democrática. Es decir, se aceptaría más la posibilidad de que el sistema de gobierno sea la arena, y eventualmente el fusible, del conflicto social, mientras que la democracia es una sustancia y forma legitimada en sí misma y no la variable a poner en juego ante alteraciones sociales. La posibilidad de separación de ambos órdenes políticos estaría causada por las feroces experiencias de los últimos regímenes militares pero también por los cambios en las orientaciones de la acción colectiva y las modalidades de constitución de identidades sociales que dan entidad a los derechos civiles y políticos, o sea a esa identidad social en expansión que denominamos como "ciudadanía social".
Un punto importante a discutir es el sentido que se le otorgó tradicionalmente al concepto gobernabilidad. La sociología política de los años cincuenta/sesenta -atravesada por el modelo funcionalista y por el sesgo teórico de la modernización- imprimió a la idea de gobernabilidad un matiz conservador que iba a perdurar. Para la teoría funcionalista, y su aplicación en la "modernización en sociedades en cambio rápido", la gobernabilidad era la adaptación social a pautas políticas cultural e institucionalmente conformadas. El sistema político tenía como función canalizar y procesar demandas sociales de manera tal que éstas no devinieran disruptivas del sistema social. A partir de esta consideración la gobernabilidad fue el concepto ideal para el análisis conservador del cambio social16.
Si la gobernabilidad es pensada, en tanto concepto, como categoría de "no cambio", es decir una acción tendiente a funcionalizar el movimiento de lo social para que todo proceso de cambio no transforme nada, es porque se conceptualiza a la política institucional como la única gestora posible de cambios, o porque se piensa que la función de los gobiernos es impedir los mismos. En uno u otro caso no aparece la posibilidad de pensar que los cambios provienen de la sociedad y que el sistema político los institucionaliza, y redefine en un juego institucional de ida y vuelta, generando un sistema en permanente transformación a la vez que gobernable.
Todo sistema político se sustenta en una lógica de gobernabilidad. Su función (no su funcionalidad) es la de gobierno. Que esta función implique adaptación, es decir contención de cambios o movimientos, ó, por el contrario, inducir e institucionalizar cambios, es ya cuestión de la orientación ideológica del gobierno.
Que la cuestión política permita separar conceptualmente a la gobernabilidad de la democracia implica, en el contexto de cambios estructurales, sociales y culturales actual, que la acción de gobierno debe contemplar criterios de legitimación tradicionales (definidos teóricamente: la consecución del bien común; definidos más pragmáticamente: una distribución de recursos tal que las motivaciones17 sociales sean mayores que las fuentes de conflictos), y otros no tan comunes como ser criterios de eficiencia en la distribución de recursos, generación de políticas en base a criterios de posibilidad (no inflacionarias), incumbencia sobre áreas de preocupación nuevas como medio ambiente, discriminación, género, tecnología.
El punto en discusión es entonces la capacidad de los gobiernos para ser efectivos en sentido global. De esa efectividad deviene la gobernabilidad política, es decir la capacidad del gobierno de generar mecanismos formales para viabilizar políticas que contemplen como posibilidad el cambio social. Lo que sucede es que la noción de cambio social ya no es igual a la concepción tradicional, en donde se lo definía como cambio estructural. En las sociedades políticas actuales, debido a su conformación y a las orientaciones de la acción colectiva, el movimiento social implica demandas cruzadas, acotadas, no excluyentes que, por ende, implican la posibilidad de transformaciones puntuales que no fracturan al todo social, más allá que esa "no fractura" sea buena ó mala en sí misma.
La heterogeneidad social y la velocidad de los intercambios en ella realzan la factibilidad de generar gobernabilidad. Las bases de apoyo de los gobiernos son más desestructuradas, más difusas y por ende con menor capacidad de impacto sobre la legitimidad de las respuestas del sistema político. Si esto es así significa que también el régimen político -la democracia- tiene una distancia mayor entre la potencial disruptividad del movimiento social y la crisis de la misma. Esto no implica señalar la consolidación definitiva de la democracia. Sólo las condiciones sociales y políticas que tienden a resguardarla, más la extensión de un sentido social que la incorpora como un bien público más apreciado que lo que tradicionalmente fue en la región.
En última instancia sería posible pensar que la capacidad de gobierno -gobernabilidad- está en función directa al proceso de transformación del Estado y a la institucionalidad estatal que surja de ese proceso. En tanto ésta pueda dar cuenta de las nuevas demandas sociales, recomponiendo para ello funciones, roles, y políticas de generación de bienes públicos y de legitimación, la acción de gobierno tendrá la eficacia que hoy los actores sociales demandan. Mientras tanto la cuestión de la democracia, si bien fortalecida o debilitada por el consenso emanado de la gobernabilidad, no se valida en las transformaciones del Estado sino en la expansión de su significado a nivel social. Incluso de esa expansión del sentido democrático es que surgen presiones sociales para una transformación del Estado, no en el sentido de retirada sino de redefinición de sus roles, sus formas y en la conformación de consensos que no son otra cosa que rearticular su relación de mutua constitución con la sociedad.

El sentido de la política

Constituye un lugar común, en referencia al campo de la política, situar como foco especial de interés la problemática definida como "la crisis de la representación política". Se entiende a ésta como la pérdida de capacidad de los sistemas de partidos para generar consensos parciales que permitan canalizar demandas sociales. A su vez, esta pérdida de capacidades políticas opera, en términos generales, deslegitimando a los partidos políticos como instituciones generadoras de discursos y prácticas efectivas que coconstituyen la acción colectiva.
Si bien lo antedicho aparece como un dato contundente en las sociedades contemporáneas, puede plantearse que, como diagnóstico, es insuficiente. En este sentido la propuesta consiste en pensar que la crisis de representación política sucede a una crisis de los representados, es decir, una crisis del modelo de constitución de identidades sociales a ser representado políticamente. Partiendo de definir al orden social como una específica -e histórica- articulación entre identidades sociales en un entramado de relaciones sociales, con capacidad de hacer visible una dinámica social factible de ser aprehendida en sus características relevantes, se evidencian tres aspectos constituyentes de dicho orden:

a) un determinado estado de las estructuras institucionales de la economía, la cultura y la política;
b) un sentido social extendido que subjetiviza la constitución de la sociedad;
c) un modelo de institucionalización legitimado que relaciona ese orden social con el sistema político.

Este proceso, inmerso en un período histórico que lo dota de sentido, presenta tanto las características generales de un modelo de organización social en un marco cultural-normativo relativamente homogéneo, como los márgenes a partir de los cuales se observan las particularidades históricas que dotan de registros específicos a cada sociedad política.
Este planteo supone, entonces, que la representación política constituye formas institucionales dotadas de valores subjetivamente incorporados -legitimidad social-, acordes a un estado constitutivo de la sociedad. La validez -legitimidad- y la capacidad -efectividad- de la representación política residen en su conformación como reflejo político-institucional de una forma de sociedad, es decir, de una modalidad, históricamente determinada, en que las identidades sociales privilegian un entramado de relaciones sociales. Este modelo específico emerge de situaciones objetivas y de la subjetividad con que los grupos sociales se constituyen y reconocen.
Esta relación entre representación política y modelo de sociedad (orden social) a ser representada, se caracteriza por su complejidad constitutiva y por la historicidad de esa constitución. Una manera de reducir ese nivel de complejidad puede plantearse a partir de significar, en término de denominador común, a la sociedad a partir del concepto de ciudadanía. En una primera aproximación, surge de la literatura política que el ciudadano es la figura social que se relaciona, en tanto entidad irreductible, con el sistema político. La figura del ciudadano se define sustancialmente por la consecución y posesión de derechos jurídicamente estatuidos que le confieren un estatus innegablemente político. Se es ciudadano en tanto portador de derechos políticamente constituidos.
Ahora bien, más allá de su definición netamente política, es posible pensar que la ciudadanía revierte en una identidad social. Quizás no en sí misma, al modo de las clases o los movimientos sociales, pero sí en el sentido de configurar, a partir de la posesión de derechos y el reconocimiento de la pertenencia, pautas de acción social y acción colectiva. El sentido político que define a la ciudadanía revierte -reflexividad- en sentidos sociales de reconocimientos y antagonismos.
No obstante esta reflexividad del sujeto ciudadano, su definición política implica su entificación en base a un sistema de derechos y a un ideal de justicia que, simbólicamente, enmarca y otorga sentido a esos derechos. Arriesgando en la relación se puede pensar en la posibilidad de mutación del concepto de justicia socialmente reconocido y el sistema de derechos que viabiliza a aquél, junto a la relativa permanencia del sujeto constructor de ese ideal de justicia y poseedor de derechos: el ciudadano.
De esta manera, o así planteado, el ciudadano es el sujeto de la política, es el actor social de una sociedad política, y es la forma concreta a ser representada políticamente. La representación política, señalamos, refleja un estado de la sociedad pero su interpelación legítima se realiza en torno al ciudadano.
El fundamento teórico que atraviesa esta propuesta consiste en pensar la crisis de representación política como una crisis del modelo de sociedad (orden social) a ser representado políticamente. El orden social en crisis, a su vez, se transforma a partir de cambios estructurales en las instituciones económicas, sociales y culturales. Este estado de cosas permite la emergencia de nuevas identidades sociales y relaciones sociales. Pero si bien este es el verdadero estado de la sociedad, la modalidad de interpelación a la política, y, por ende al sistema de representación política, se mantiene en la figura de la ciudadanía. Siendo ésta una constitución histórica objetiva (sistema de derechos) y subjetiva (idea de justicia), el abordaje de aquella relación supone explorar el sentido cambiante -valores a ser puestos en juego en términos de ideal de justicia- para la objetivación no cambiante de esos valores puestos en acción: el ciudadano.
Los ejes de análisis que permiten, a nuestro juicio, sostener la hipótesis del sentido cambiante en la constitución actual del sujeto ciudadano, son:

a) Nueva economía política: entendido este aspecto como un sentido superador entre la lógica política de la economía de la demanda (keynesiana) -distribución universal como derecho social- y la lógica política de la economía de la oferta (neoliberalismo) -apropiación individual competitiva-. La nueva lógica política de la economía, aspecto éste y los subsiguientes que entenderemos como elementos que redefinen el sentido -cambiante- del sujeto ciudadano -inmutable-, reside en un sentido que sostiene a los ingresos individuales como justos en términos de capacidad y competitividad desde la propia actividad, pero que contenga a la vez elementos de distribución no universal sino hacia los individuos -ciudadanos- que no puedan competir en la apropiación individual. Esta situación estaría visualizada no en términos de responsabilidad del individuo sino como carencias inherentes a un mercado económico reestructurado en condiciones de jerarquización, fragmentación y exclusión. Entre el derecho social políticamente garantizado de los Welfare States y la individuación y culpación en términos de autorresponsabilidad por la propia vida del neoconservadurismo de los ochenta, surgiría este nuevo sentido de la economía política que sintetiza los elementos más dinámicos de aquellos dos.

b) Desprivatización de lo público y nueva ética de lo público: operaría sobre el sentido que el neoconservadurismo hizo hegemónico en términos de una vuelta absoluta a la vida privada, y la consiguiente privatización, o al menos abandono, del espacio objetivo y simbólico de lo público. Se podría, así, pensar en la emergencia de una nueva valorización de lo público, no considerado como público-estatal sino como público-social. Este sentido -público-social-, implicaría una valorización de espacios propios de la sociedad civil que no intersectan con el mercado (tal como se concebiría a éste en la nueva economía política caracterizada en el punto anterior) ni con el Estado. En este caso lo público-estatal se redefiniría a partir de una retirada del Estado como defensa de lo público en las últimas dos décadas, y en un nuevo sentido ciudadano por el cual la recuperación y sostenimiento de lo público debe ser una ofensiva de la sociedad civil, siendo ésta, y ya no el Estado, la garantía de conservación de lo admitido consensualmente como público. Reapropiación no conflictiva -no intersecta al mercado- y políticamente sostenida sin interpelar al Estado. Una nueva ética de lo público cuya dinámica -acción colectiva de reapropiación, conservación y defensa- fortalece el espacio y el sentido de la sociedad civil y, por ende, de su sujeto constitutivo: el ciudadano.

c) Política de las diferencias: nuevamente, entre el sentido comprehensivo de lo social propio de los Welfare States, sea en términos de clases, estratos, sectores, y la supravaloración del individuo en el neoconservadurismo, en términos de individuo validado por el mercado y por la virtud de su vida privada, pareciera emerger un nuevo sentido social que reconoce y legitima las diferencias. Lo novedoso sería que esta nueva legitimidad social de las diferencias surgiría del reconocimiento de la elección individual y de la opción por estilos de vida justificables y defendibles en términos de uso de la libertad y la razón para hacerlo. Serían aceptables las diferencias que se estatuyen desde la capacidad de los individuos por construir sus propios sentidos y estilos culturales de vida. No se aceptan las diferencias sociales como políticamente correctas -sujetos de derechos-, sino aquellas diferencias que tienen sentido en la construcción propia y social de la vida individual. Son opciones posibles y, por ende, aceptadas. El hilo común que atraviesa el reconocimiento de las diferencias no sería el individuo como tal sino en tanto ciudadano, es decir como miembro de una comunidad política y simbólica que otorga pertenencia y sentido de esa pertenencia. Sería un sentido que implicaría respeto por las diferencias si éstas son "ciudadanamente" instituidas en la vida personal.

d) Nuevo sentido de la idea de justicia: habiendo propuesto a la idea consensuada de justicia que una sociedad tiene como el aspecto simbólico subyacente a la institución objetiva de derechos, es un requerimiento teórico el análisis acerca del desplazamiento de ese sentido, tanto en el aspecto que permita dar cuenta de los cambios en la construcción subjetiva de los individuos políticos como en el aspecto que sustenta la posibilidad de observar el cambio histórico en la constitución política de lo social. Desde esta perspectiva trataremos de sostener que el sentido de justicia consensuado desarrollado en las sociedades de posguerra se fundamentó en la naturaleza distributiva de carácter universal de los bienes sociales. En la etapa de análisis en que nos situamos sostendremos que ese sentido consensuado de justicia se traslada, lenta pero progresivamente, a una idea por la cual se concibe a la justicia como el aspecto simbólico subyacente a una distribución universal de bienes comprendidos dentro del concepto de derechos humanos. Esta nueva conceptualización de los derechos universales -derechos humanos- implica el derecho básico a bienes de naturaleza más política que socioeconómica. Los bienes a ser asegurados por este sentido de justicia remiten a la calidad genérica de individuo y a la calidad política de ciudadano, pero ya no necesariamente al aspecto que hace a la vida laboral del mismo. El sentido de justicia consensuado en torno a la distribución de bienes propios de la naturaleza humana implica, por un lado una evolución de la concepción iluminista de los derechos humanos y, por otro lado, una cierta alteración del sentido de equidad con que se definían los derechos sociales de carácter universal. El sistema de derechos que objetiva el sentido de justicia en las actuales sociedades apunta a una distribución de bienes que propenden a la dignidad de la vida individual más que a la intención de, a partir de ellos, la igualación de las condiciones sociales de los grupos. Correspondería a una idea consensuada de justicia distributiva de bienes de carácter político más que de bienes de carácter económico. Cabe indagar si esta nueva idea consensuada de justicia emerge de un cambio en la percepción que los individuos tienen acerca de la constitución legítima del orden social, o es un subproducto que sucede a un período de distribución regresiva de bienes sociales de tal dimensión que dota de un sentido de imposibilidad el retorno de la idea de justicia universal distributiva.

Notas

1 No se pretende aquí caracterizar en toda su dimensión estos cambios en el mercado de trabajo, ni tampoco, por no ser citadas, desconocer nuevas categorías de análisis del mismo, tales como la subocupación, la informalidad, el desempleo invisible. Sólo, a los fines de este trabajo, se caracteriza el mercado de empleo en términos genéricos. Para precisiones rigurosas están los trabajos de Monza (2004) y Beccaria (2002) principalmente. Desde una perspectiva ortodoxa, los trabajos de Pessino (1996).

2 Entre la sobreabundancia de bibliografía sobre algunos paradigmas y sus problemas, ver Frenkel, Damill y Fanelli (1996), Gerchunoff y Cavanese (1996) y Frenkel (1996).

3 El sociólogo francés Robert Castel es uno de los autores que introduce esta variable para caracterizar la marginalidad social (Castel 1997). Pero es cierto también que, dado que el contexto en el que Castel la analiza -Francia- el campo cultural opera muy fuertemente en su tipificación. Creemos poder sostener que en América Latina, y sobre todo en los países de mayor modernización social relativa previa y en donde la crisis económica y social de los años ochenta golpeó más fuerte (entre ellos sobresale Argentina) el proceso estructural tiene predominancia sobre el cultural.

4 Entendiendo al "orden social" no como una categoría política de autoridad y jerarquización, sino como el ordenamiento histórico de identidades sociales en específicas relaciones sociales. Obviamente la noción de ordenamiento histórico supone una construcción social.

5 Como señala Przeworski (1988), en una sociedad capitalista toda la sociedad depende en última instancia de la inversión de capital. Pero ésta, para realizarse, necesita a su vez del trabajo y del consumo. De ahí nace la idea del compromiso estratégico.

6 Como también, es necesario señalar, es más fácil salir de la pobreza en caso de conseguir un aumento del ingreso familiar o un empleo más en el grupo familiar. Pero esta posibilidad, para ser socialmente significativa, exige un ciclo económico en alta.

7 O como señala Lechner (1994), desarma los mapas cognitivos que orientaban social y políticamente a los sujetos sociales en el modelo de posguerra.

8 Este proceso corta incluso la línea de clases en donde los análisis clásicos de izquierda sitúan la relación ganadores-perdedores en el terreno de la puja económica. En el actual proceso de cambio económico, entre los perdedores debe incluirse también a sectores empresariales vinculados a actividades económicas no rentables o no competitivas en el nuevo modelo. También grupos que se convierten en no dinámicos dado que sólo pueden valorizar en nichos del mercado interno sometido a fuertes fluctuaciones. También desaparecen grupos económicos rentísticos que se desarrollaron a partir de la protección estatal del modelo anterior.

9 Este proceso es claro en demandas feministas, demandas de grupos homosexuales o religiosos. De lograr la aceptación de la identidad social en el marco de la sociedad civil, torna innecesaria la regulación jurídica-institucional del Estado porque desaparece la discriminación, en esos casos motor de la demanda social.

10 A partir de lo cual se entiende la revalorización del concepto de sociedad civil en la actual literatura política y sociológica en Latinoamérica.

11 Sobre este punto ver el análisis de las "mediaciones sociales" de O'Donnell (1984).

12 Lo que configuró la democracia restringida de Germani (1978).

13 Siguiendo a Germani (1978) implica la etapa de la "democracia ampliada".

14 Entiéndase toda la gama que va desde el posmodernismo al individualismo, pasando por culturas alternativas, el descreimiento político, el consumismo. Un análisis sugestivo se puede encontrar en Lipovetsky (1991).

15 Ver Hedges (1998) y Cheresky (1993).

16 Ver al respecto el título del documento que elaborara la Comisión Trilateral, encargada de evaluar las dificultades que registraba el crecimiento económico en los países industrializados a fines de los años sesenta (Huntington, Crozier y Watanuki 1975).

17 En el sentido que Habermas (1988) le da al concepto.

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