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On-line version ISSN 1851-9601

Postdata vol.19 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Dec. 2014

 

TEORIA

Exceso, representación y fronteras cruzables: "institucionalidad sucia", o la aporía del populismo en el poder

 

por Pierre Ostiguy*

* Profesor de ciencia política en el Instituto de Ciencia Política de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Chile. Doctor en ciencia política de la Universidad de California en Berkeley. Quisiera agradecer a María Esperanza Casullo y Martín D'Alessandro por su extrema amabilidad en hacer lo necesario para que este texto terminado "a último momento" llegara a tiempo para este número especial sobre populismo. E-mail: postiguy@uc.cl.


Resumen

Este artículo aborda la lógica del populismo, particularmente en su relación al llamado "exceso" y su representación. En ese respecto, examina una relativa convergencia entre trabajos de Laclau, Aibar y yo, problematizando sin embargo la relación entre interpelación y reconocimiento, para el sujeto. En ese contexto, la noción de "gramática plebeya", notablemente cerca de mis trabajos sobre "lo bajo", toma una importancia no suficientemente analizada. Este artículo defiende la tesis que un rasgo único del populismo en el poder es estar ubicado de los dos lados de la frontera, entre institucionalidad y demandas. Una aporía del populismo como modo de gobierno es ser al mismo tiempo institucionalidad y oposición, gobierno y reclamo. Juntos, esos argumentos nos hacen introducir el nuevo concepto teórico de "institucionalidad sucia". La primera parte del artículo sugiere una conceptualización del populismo, especialmente a nivel de praxis política, como el alarde antagonista de "lo bajo". La segunda parte refuerza una definición genérica del populismo que proveí en otro lugar: como un "Otro impresentable", que se presenta como nada menos que uno mismo (el "más auténtico ‘ser'" de la Nación), frente a normas y sistemas nefastos que "normalizan" el mundo.

Palabras clave populismo - Laclau - representación - identificación política - peronismo

Abstract

This article deals with the logic of populism, particularly in its relation to the so-called "excess" and its representation. In this regard, it examines a relative convergence between the works of Laclau, Aibar and myself, while, however, problematizing the relation between interpellation and recognition, for the subject. In this context, the notion of "plebeian grammar", remarkably close to my own work on "the low", takes on an underanalyzed importance. This article defends the thesis that a unique trait of populism in power is its being located on both sides of the frontier, between institutionality and demands. An aporia of populism as a mode of government reside in its being at the same time institutionality and opposition, government and claims. Together, these arguments give rise to the theoretical concept of "dirty institutionality". The first part of the article leads to a conceptualization of populism, especially at the level of political praxis, as a flaunting of "the low". The second part reinforces a generic definition of populism I have offered elsewhere: populism as an "unpresentable Other", presenting itself as Self ("the ‘truest' self" of the nation), in of the face of nefarious norms and systems that "normalize" the world.

Keywords populism - Laclau - representation - political identification - Peronism


 

Este artículo pretende abordar desde la teoría política y de un modo original el "populismo" en relación particularmente a puntos de encuentros inesperados entre la obra de Ernesto Laclau, las teorías mías -que vienen de un sub-mundo bastante distinto- y un texto llamativo de Julio Aibar Gaite (2007). Sugiero que hay una convergencia marcada e inesperada a nivel teórico y político entre Laclau, Aibar y yo vía la noción de exceso y su representación1. Este artículo, pues, se propone analizar la posible articulación entre mis anteriores trabajos sobre lo "bajo" y lo "alto" (2009a, 2009b) en mi teoría del populismo (2013b)2 y del peronismo en particular (1999), con los de Ernesto Laclau (1977, 1985, 1994, 2005a, 2005b, 2006), marcados también por el populismo y, por qué no, el peronismo (tanto kirchnerista como de Perón). Ahí, la noción de "gramática plebeya" toma una importancia inédita, más cerca sin duda de mis propios trabajos.

Segundo, este artículo pretende resolver una cuestión clave y algo misteriosa dejada incompleta en la obra maestra de Laclau del 2005. El pueblo en Laclau está por definición del lado oposicional de la frontera antagónica, frente a la institucionalidad empoderada y administradora (de demandas). Pues no por nada el pueblo demanda y reclama, lo que da lugar —o no— a cadenas de equivalencias o a demandas satisfechas. Eso implica lógicamente y por definición que no puede haber populismos institucionalmente en el poder. El populismo como lógica no estaría en una posición para satisfacer o no demandas, pues el populismo es por definición fundamentalmente un reclamo. No obstante, debido a la política que existe efectivamente en la actualidad, para muchos sudamericanos esta afirmación solamente puede parecer rara. Este artículo defiende la tesis original que un rasgo único de la lógica populista es que el populismo como forma de gobierno es al mismo tiempo oposición e institucionalidad, gobierno y "oposición al sistema," protesta callejera y liderazgo nacional. Esta ambigua maleabilidad de la lógica populista es precisamente lo que provoca la ira del campo institucionalista (equivocadamente llamado a mi criterio "republicano", en la Argentina), ya sea en el mundo académico, político o periodístico. Por aquel rasgo y motivo —y varias otras razones también— este artículo introduce el concepto teórico nuevo de "institucionalidad sucia", posiblemente compatible con, y hasta probablemente deseable desde, lo popular-democrático.

Tercero, este artículo comparte algunos de mis avances, a nivel teórico, sobre la lógica populista, incorporando también a nivel fundacional (y como Laclau) elementos del psicoanálisis, pero aquí en base a un "Otro impresentable," que es nada menos que uno mismo (self), frente a normas y sistemas que regulan "normalmente" el mundo —un mundo que se ve a sí mismo como sinónimo de "civilización" y Norma. La noción de "impresentabilidad" tiene mucha afinidad con lo que escribe Aibar sobre el daño (que apela al reconocimiento) y "lo fuera de lugar". Por supuesto, esa lógica entre Otro y self comparte mucho con los trabajos de Panizza (2005), que evolucionaron en paralelo con los míos, sobre temas de "juegos retóricos", la relación del ser al Otro, y la creación relacional de identidades.

Sin dudas, sobre la teoría del populismo autores argentinos, en particular, hicieron enormes aportes a nivel latinoamericano y mundial: Ernesto Laclau (lógica de articulación antagónica), Guillermo O'Donnell (incorporación), Torcuato Di Tella (elites y masas), Gino Germani (modernización), además del uruguayo Francisco Panizza (identidades), así como autores de una generación nueva, tales como Julio Aibar, Marcos Novaro, Gerardo Aboy Carlés, Enrique Peruzzotti, Maristella Svampa, Carlos Malamud, Flavia Freidenberg, Sebastián Barros, María Esperanza Casullo, María Matilde Ollier, Martín Retamozo, por mencionar solamente algunos.

Me interpeló fuertemente la noción fértil y original de "gramática plebeya", que habla directamente al concepto y categoría de "lo bajo" que estuve desarrollando en las últimas dos décadas. Esta noción surgió, a mi entender, alrededor del mundo académico-político conformado por figuras y autores como Eduardo Rinesi, Claudio Veliz, Gabriel Vommaro, Jorge Calzoni, Roberto Follari, Sebastián Barros y otros colaboradores. No por coincidencia, creo, a nivel político, ese grupo, Laclau y Aibar son partidarios explícitos de los K y el proyecto afín. Sin embargo, llama la atención cómo ese círculo intelectual, alrededor de la "gramática plebeya", ha prestado muy poca atención a la recepción de los lenguajes, discursos e interpelaciones —ya que están hablando precisamente de gramática—. Más aun, un discurso efectivo política y socialmente tiene, además, que ser relacional, como lo desarrollaré al final.

A nivel teórico, sorprende que una teoría como la de Laclau, que toma prestado explícitamente y en gran medida del psicoanálisis (no solo de Freud, sino de Lacan también), incluso en claves post-althusserianas, no tome más en serio la cuestión del reconocimiento del "sujeto" en un discurso y sus interpelaciones. Por supuesto, es normal que una teoría post-moderna no valide y descarte la posibilidad de sujetos constituidos que luego se reconocen políticamente. En ese sentido, no existiría reconocimiento identitario, social, o "gramatical". Sin embargo, el tema del reconocimiento, tal como es clave por ejemplo en los escritos de Charles Taylor (por ejemplo Taylor y Gutmann 1994), no puede descartarse tan fácilmente haciendo recurso a una "ausencia radical" original. O para ponerlo en clave althusseriana (para el cual, como sabemos, la ideología constituye a individuos en sujetos), a un sujeto inexistente antes de ser el blanco de invencibles interpelaciones de carácter "orwelliano". El hecho que las interpelaciones siempre se originen "desde afuera" de la persona no equivale a una pasividad sin cuestionamientos del pobre receptor y tampoco quiere decir a nivel del contenido de dichas interpelaciones que haya equivalencia "ciega" (intercambiable) entre cualquier interpelación para la persona, por poderosas y omnipresentes que sean. Hasta Lacan (1994) escribe que un infante de seis meses distingue y "se reconoce" en el espejo, lo que tiene importantes consecuencias psicológicas e identitarias. Pues, ¿qué ocurre cuando el reconocimiento ocurre antes de tener identidades ya constituidas? Ocurre de verdad algo más complejo y más "realista" entre, por una parte, la realidad experimentada por la persona y, por otra, la interpelación que la nombra y la identificación posiblemente resultante. Para ponerlo en términos teóricos simples, la interpelación tiene que tener resonancia, personal y social. Sobre eso escribo desde años, con casos y en teoría social.

Laclau, en buena tradición psicoanalítica, se centra (correctamente) en el deseo. Como lo escribió en lo que es para mí su mejor texto, con Lilian Zac, Laclau (1994) construye su teoría de la identificación en la decepción que inevitablemente produce el objeto de la identificación, lo que en búsqueda de "plenitud" y por qué no de un "mundo mejor" para la comunidad nunca plena, provoca para el sujeto nuevas identificaciones, en una rebusca (como un picaflor), una búsqueda interminable —se supone en la versión de Mouffe que hacia un cierto horizonte—. Todo eso es cierto. Pero el deseo tampoco es —se espera— enteramente ciego. Y lo que hay en el espejo (de Lacan), alrededor de uno, lo que a falta de otro término —y citando al perspicaz Perón acerca de la única verdad— solamente puedo llamar con hesitación "realidad" (aun si por cierto no siempre simbolizada), también por supuesto importa. Y es por eso que la noción de experiencia, que no puede ser desvinculada de ningún modo de la de resonancia, tiene que ser aquí ontológicamente central, crucial (tanto en la teoría, como en el análisis de caso). La relación entre discurso (constitutivo, para muchos) y personas solamente puede ser relacional —pues es obviamente con seres vivientes, activos—. Ontológicamente, la "verdad de la realidad" pareciera estar ubicada a medio camino entre el racionalismo liberal ingenuo y el esquema althusseriano-orwelliano. Sólo de ese modo, además, vuelve a re-aparecer la posibilidad de "actores", sociales y políticos. Una pregunta que sin duda orienta este artículo es ¿en qué discurso y qué gramática se puede reconocer, identificar o re-identificar una persona-"sujeto"? Considerando el hecho de la fuerte heterogeneidad social (sin hablar de la desigualdad), es de presumir que la respuesta solamente puede ser diferenciada por sujeto y ámbitos.

 

Lenguajes "fuera de lugar" en "lo bajo": de la heterogeneidad de lo social al triunfo de "lo bajo" con el populismo

Laclau y dobles espectros políticos

Tanto mis trabajos sobre el populismo, lo "bajo" y lo "alto" —y, sin duda el anti-peronismo y el peronismo— como los de Laclau sobre el populismo tienen en su núcleo una dicotomía, una dualidad3, que aparenta ser, pero no es, de clase. En su obra del 1977, Laclau escribía en aquel entonces sobre "tradiciones populares" (Laclau 1977: 166-167) y sobre cómo, aquí parafraseando, modos populares en contraposición con los que él llama el bloque dominante podían ser neutralizados o absorbidos como diferencia, o al contrario podían servir "ideológicamente" para desarrollar antagonismos. Para el primer caso, Laclau habla por ejemplo del folklore y de los caudillos (Laclau 1977: 173), en una buena premonición del Menem peronista de los años ochenta y noventa. Esos "símbolos y valores" (Laclau 1977: 172) puestos en discurso pueden (aun si Laclau no usa esa terminología pero la implica claramente) utilizarse tanto desde la derecha, el centro o la izquierda, e incluso mutar históricamente en ese eje, si bien siempre implican un modo popular. Menciona como ejemplos el caso del nacionalismo mexicano en el siglo XX (de izquierda a derecha), el indigenismo en Perú, y las "reformulaciones opuestas de los símbolos ideológicos del peronismo por sus fracciones de izquierda y de derecha" (Laclau 1977: 172). Es decir, sin utilizar mi lenguaje, llega por otro camino pero de modo teóricamente afín, a lo que es básicamente mi doble espectro político.

Luego, en su obra maestra del 2005, Laclau se alejó de la historia para básicamente guardar un modelo teórico más "purificado" y esquemático, basado en las cadenas de equivalencia y el establecimiento de la frontera antagónica. En el proceso, en la articulación creada entre demanda particular específica (que uno imagina "social") —cualquiera— y el significante vacío —también cualquiera— en el que se condensa una cadena de equivalencia, se elimina toda huella, todo rasgo, toda "carne" de particularismo histórico (particularmente en el significante vacío) y de sensibilidad sociológica diferenciada (particularmente en dicha articulación). Toda bandera es intercambiable, mientras cumpla su función; y los dos únicos criterios de articulación equivalencial es que las demandas sean rechazadas y no sean incompatibles entre sí. A nivel muy aterrizado, ¡eso permite por ejemplo que en la Argentina el año 2001-2002 pueda ser considerado como "año 0" y (como tuve la ocasión de discutirlo con el autor) que el kirchnerismo fuera visto sin tintes de peronismo! Para decirlo en el lenguaje del autor, la naturaleza o especificidad de la "superficie de inscripción" importa, y bastante. Sino, y de manera extremadamente paradójica considerando la política del autor, se elimina la política concreta del mismo proceso. Segundo, y del mismo modo (creo que por las mismas razones), desaparece también la noción de interpelación —central en sus escritos de los setenta— y también, a mi criterio, de la política real. Dicha interpelación no puede sino ser la contracara de la identificación (desarrolladas en sus escritos de los noventa). Y este proceso, si bien tiene un componente sin duda psicológico, es de índole también sociológico, o sea diferenciado socialmente, y al mismo tiempo relacional. Es decir, simplemente, la identidad no es algo solamente psicológico, sino fundamentalmente "social", "público", "grupal". Por eso, la importancia en mis trabajos de la obra de Elias (1982) y de Distinction de Bourdieu (1979). Para citar un cántico futbolero, ser "bostero, negro y peronista" no es solamente psicológico4, sino también obviamente social (en el sentido de "diferenciación de carácter sociológico") —aun como "fantasía" identificatoria—.

Por tales razones, mis trabajos sobre lo "bajo" y lo "alto" introducen con fuerza cuestiones de lenguajes, de modales, de modos de hacer las cosas, de relación a lo "limpio" y lo "sucio", al "barro" y las formas. Interpelaciones en ese eje, como en el Laclau de 1977, pueden ser "interpelaciones no clasistas" pero, como las tradiciones populares allí (1977), tienen sin embargo una relación bastante ambigua con el mismo tema de clase. Los modernos hablarían, a nivel empírico, de una correlación estadística. Llama la atención cómo el calificador "de clase" en el texto de Laclau de 1977 es básicamente sinónimo o intercambiable con "de izquierda" o "de derecha" (según la clase aludida). Hablando en términos de estrategia política, "lo bajo" y "lo alto", pues, pueden entonces ser utilizados fértilmente a lo largo de todo ese espectro político. El asunto, al fin del día, es que "la gente" se reconozca discursivamente, facilitando la identificación.

De la heterogeneidad social a lo "bajo" en la política populista5

Donde convergen, desde caminos y perspectivas realmente muy distintas, la obra principal de Laclau sobre la lógica populista y mis trabajos de teoría social sobre el populismo no es tanto en el esquema básico de "demandas, equivalencias y antagonismos", al cual aludimos en la sección anterior, sino más bien en el capítulo siguiente donde Laclau complejiza su análisis con la heterogeneidad (que "entra en escena", como lo titula) y el exceso, que ensucia sin duda la relación entre lo interno (al campo de oposiciones) y lo que le es externo, "de sobra" y más difícilmente incorporable al proceso mismo de representación discursiva. En esa convergencia también se junta, creemos, en el punto de llegada el texto de Aibar sobre exceso, desubicación y estar fuera de lugar. Pero lo hace, como yo, más desde lo sociológico que desde la pura construcción discursiva (post vacío) o equivalencia formal-política entre demandas rechazadas. No por coincidencia, en su discusión del exceso y de la heterogeneidad social, Laclau recurre ahí largamente al "ejemplo" (que es más que un ejemplo) del lumpenproletariado en Marx y otros autores, políticamente articulable en todas direcciones.

El argumento es relativamente simple. En todo sistema de representación discursiva, hay un residuo, material, particular, que le escapa. En términos de política comparada, hay un elemento en lo social que escapa a la(s) dicotomía(s) (organizadoras del campo político) como derecha-izquierda, o la lucha de clases entre burguesía y proletariado, o sea, más genéricamente, la de todo "sistema de pensamiento aplicado" a la política. Un ejemplo apreciado de eso para mí es el tema del amor en ciencia política (Ostiguy 2013a). Más cerca de los ejemplos mencionados, no hay duda que en Chile (en contraste con la Argentina), lo flaite 6 queda afuera de la política. Queda afuera porque "no es legítimo"; el flaite "no sabe hablar", y hasta peor, "no piensa el idioma de la política". Si la izquierda de tinte marxista es mucho más presente y articulada en Chile que en Argentina (incluso dentro de la política oficial), la distancia entre la izquierda marxista y el flaite chileno es inmensa, inconmensurable. No es el caso, por supuesto, del peronismo del conurbano bonaerense. La ortodoxa revista peronista Mundo Peronista ya lo había publicado, es decir, "representado" políticamente, en los años 1950, y en términos muy sociológicos: a nivel programático, decía, el Peronismo estaría en algún lugar entre el liberalismo económico a la derecha y el colectivismo marxista a la izquierda. Pero, "Si la izquierda es lo popular y la derecha lo oligárquico y entonces lo anti-popular, la Doctrina Peronista está entonces a la izquierda aún del colectivismo comunista, ya que el peronismo patroniza el acceso total del pueblo, de la gente trabajadora… al gobernar."7 Sin duda, el peronismo clásico se sale del lenguaje político común o convencional, por ejemplo en su décima "verdad" doctrinaria: "Los dos brazos del peronismo son la justicia social y la ayuda social. Con ellos damos al pueblo un abrazo de justicia y amor", o la más conocida duodécima "En la Nueva Argentina, los únicos privilegiados son los niños." It's cute, como se diría en inglés, pero para un politólogo, aparenta —erróneamente— ser "poco serio" y no invita al "respeto". Por otra parte, no queda duda de lo que es más entendible para un "plebeyo" como categoría: proletariado o descamisado —o hasta el término duhaldista "humildes"—. Del mismo modo, la incorporación del Padre Nuestro al chavismo ("Chávez nuestro, que estás en el Cielo", en la Oración del Delegado) es sorprendente para un politólogo, inaceptable para un institucionalista chileno, y de mal gusto para un político programático. Pero este "poco serio", para mí, es lo que sin duda lo hace sumamente serio y meritorio de estudios.

El anti-sociológico Laclau, en sus páginas y citas sobre el lumpenproletariado, se vuelve ahí sumamente sociológico: cita "ladrones, criminales, vagabundos, lazzaroni", "proxenetas", "la clase más baja… que vive de trabajillos" —una descripción/representación (depiction) bastante idéntica, más aún, a las caricaturas de La Hora (comunista) en el momento del surgimiento del peronismo—. Es cierto que en Laclau figuran como ejemplos.

Pero llama la atención que no hay otros tipos de ejemplos que los que yo asocio con "lo bajo", en cuanto a forma. Ahora, es cierto que el populismo, exactamente como en su relación con la institucionalidad de gobierno, no se queda sólo del lado de lo excluido, lo dañado o, si se quiere, metafóricamente del lumpen, puesto que afirma que "le dio dignidad al trabajador", que transformó mujeres que podrían haber terminado en la calle en trabajadoras decentes vía Hogares de Tránsito; afirma siempre un "antes" y un "después" en relación a condiciones sociales. El punto central, aquí, es que el populismo queda de los dos lados de lo representable —y ya que estamos aquí—, de la institucionalidad administrativa.

Y  ahí, no podemos sino fuertemente coincidir con esta frase sorpresivamente sociológica de Laclau sobre el tema:

Por lo tanto, los términos de la alternativa están claros: si el exceso heterogéneo puede ser contenido dentro de ciertos límites, reducido a una presencia marginal, la visión dialéctica de [lo que él llama] una historia unificada8 podrá mantenerse. Si, por el contrario, prevalece la heterogeneidad, las lógicas sociales deberían ser concebidas de una manera fundamentalmente diferente (Laclau 2005a: 180).

Y no solamente las lógicas sociales, sino las lógicas políticas también (como lo diferencio abajo). Como no lo podría decir mejor Laclau: "Existe un Real del pueblo' que resiste la integración simbólica" (Laclau 2005a: 191). Y este real incluye, por qué no, la cumbia, los cantos de fútbol, etc. Cabe por supuesto una aclaración: dichos "discursos" y "prácticas" están perfectamente simbolizadas, pero no en el campo de la política y de sus oposiciones internas. Y ahí entra otro tema importante (Ostiguy 2007), que es lo del "sincretismo", de la "contaminación entre el interior y el exterior" (Laclau 2005a: 186) y lo que voy a llamar de aquí en adelante una "institucionalidad sucia".

Aquí, pensando particularmente en la relación entre lo heterogéneo social y el campo político, no cabe la menor duda que "la consecuencia de esta presencia múltiple de lo heterogéneo en la estructuración del campo popular es que éste tiene una complejidad interna que resiste a cualquier tipo de homogeneización dialéctica" (Laclau 2005a: 191)9. Y creo precisamente que es este exceso, este—por qué no ponerlo como sinónimo parcial—vitalismo desorganizado y emotivo lo que le da fuerza al populismo como lógica. La "radicalidad" (para usar una expresión de Laclau) vendría no tanto de un planteo ya simbolizado (que fuera por ejemplo de izquierda radical), sino de originar desde afuera del sistema de significados —en este caso, para mí—políticos (en el sentido convencional de la palabra). Como lo escribe Laclau, esta "´exterioridad´ siempre va a empañar las propias categorías que definen la ‘interioridad'" (Laclau 2005a: 191). Esta mancha es lo que provoca esta "institucionalidad sucia", desde una perspectiva plebeya ("gramaticalmente", si se quiere). Es decir, de forma muy distinta, es política en "lo bajo", tal como siempre lo he definido.

El resto de los dos argumentos corre en paralelo. Lo heterogéneo y lo "exterior" puede, en la lucha política (sinónimos para Laclau), ser "incorporado", "simbolizado", "dicho" en un nuevo sistema de oposición, en una "frontera inestable y en procesos de desplazamiento constante" (Laclau 2005a: 193). Y lo que hace el populismo es precisamente "una ampliación de las operaciones discursivo-estratégicas que requiere la construcción del pueblo" (Laclau 2005a: 192). Es decir —en la intersección que aquí notamos, con leves diferencias— y a fines prácticos "irse hacia lo bajo", si realmente se quiere ser/tener "pueblo". Y de hecho, "todo nuevo ‘pueblo' va a requerir la reconstitución del espacio de representación" (Laclau 2005a: 193). Por eso precisamente existe en la Argentina un doble espectro político (ver sección anterior) y, en cambio, un espectro político simple (izquierda-derecha) en Chile, que no por coincidencia es básicamente "alto". La gramática plebeya, pues, estaría del lado atlántico de la cordillera, con el empañamiento correspondiente, más allá (o acá) de la "buena administración."

El único punto de diferencia, para este artículo, es ontológico. Para Laclau, lo social no existe en sí: como el capital en relación al trabajo, lo social son prácticas sedimentadas (lo social no puesto en duda), mientras que lo político es cuestionamiento constitutivo, incluso de nuevos sujetos sociales, un poco como en Arendt. Mi ontología se niega a esta dicotomía entre pasivo (social) y activo (político). Para mí, lo social es experiencial; es decir, es una vivencia de lo dado (como las condiciones sociales de existencia de Marx, o sea, como vivir en una villa o en un barrio rico). Y lo político, si bien puede ser orientado al cambio, al "instituir", también puede ser "sistema" (lo que no es lo mismo que "osificado"), como en un sistema de partidos dinámico, vibrante e institucionalizado10. La política sin duda es articulación (en los sentidos más genéricos, incluso el constitutivo, de la palabra), pero como Laclau mismo lo reconoce (2005b: 47-48)11, puede ocurrir de ¿os dos lados de la frontera. Y, por qué no, como voy a escandalosamente mostrar en la segunda parte, a través de ella. Segundo, en la relación sociedad-Estado, es limitado circunscribir la sociedad a "la comunidad concebida como totalidad" (Laclau 2005b: 48), ya que como lo menciona en otros escritos, allí reside lo profundamente heterogéneo. Es decir, la sociedad no es solamente una operación retórica (un todo; una parte-como-todo; un "pueblo"; etc.), sino una materialidad (como en las demandas iniciales de aquel modelo) profundamente heterogénea, que incluye lo simbolizado (discursivamente) y sus restos o excesos. Que no sea siempre comunidad (y menos aún, totalidad) no quiere decir que no sea real en el sentido de material, y por ende locus de experiencias.

Reconocimiento, desubicación y daño: el sufrimiento de "La Llorona" (mexicana) en Aibar y el populismo como reclamo de los "fuera de lugar"

Hay un triángulo extraño entre La razón populista (particularmente en el capítulo que acabo de discutir), el texto de Julio Aibar en Vox Populi (2007) sobre la presentación populista del daño, y mis propios trabajos sobre populismo, con "lo bajo" y su alarde (Ostiguy 2013b). De un cierto modo, se está diciendo exactamente lo mismo —incluso en cuanto a "agenda política"— pero desde tradiciones muy distintas. El argumento general de Aibar y el de Laclau sobre "el exceso" son idénticos (aun si Aibar no cita a Laclau). Sin embargo, Aibar tiene el mérito de volver a introducir el tema del reconocimiento, muy à la Charles Taylor (Taylor y Gutmann 1994), y el efecto dañino que el mal-reconocimiento produce sobre el sujeto. Eso implica, por cierto y tal como para mí, que ya existen experiencias (en ese caso, dañinas) y que ya existen subjetividades antes de la interpelación, aun si pueden no ser bien simbolizadas (o puestas en palabras). Es decir, si en Laclau hay un "sujeto vacío" que busca una plenitud vía la identificación (recurrente), que lo hace sujeto concreto, identificado, en Aibar hay un "sujeto que sufre", aun si no siempre le puede poner nombre a su sufrimiento. El populismo viene en ese caso a ser "presentación del daño", del sufrimiento y del resentimiento, como el espectro de una Llorona, que viene a atormentar (haunt), a interpelar e impugnar, a la democracia liberal procedimental. Es de un cierto modo otra versión espectral del populismo, à la Arditi (2004).

Ahora, lo que es extraño en el texto (casi católico) de Aibar es que no hay en ningún lugar "interpeladores populistas". No hay Cristina, Hugo Chávez, Domingo ni Eva Perón. Es puro pueblo sufriente, puros cholos, chinitos y cabecitas negras (Aibar 2007: 32), chusma heroica y gleba gloriosa (Braun 1985: 102), un exceso que se manifiesta, gente fuera de lugar que ocupa la Plaza de Mayo, à la Daniel James (1987; 1990). Laclau por lo menos tiene la virtud de tener el "significante vacío", que condensa la cadena de equivalencia a la base de la construcción del "pueblo", que actúa como bandera, palabra abarcadora y, a su vez, como pantalla ("la sonrisa de Perón") en la que se proyecta el deseo eterno de plenitud. Si Aibar hace una crítica fuerte a los apóstoles institucionalistas de la democracia procedimental (en buena parte asociados al campo llamado "republicano" en la Argentina), no tiene nada que decir sobre la relación líder-pueblo, sobre el actuar y la palabra del líder populista, y sobre los políticos populistas —numerosos hoy en día.

Creo que el esquema de "lo bajo" y "lo alto" (que corresponden en gran medida a las dos categorías que Aibar pone en pugna) y que mi noción del populismo como el "hacer alarde de lo bajo" —quizá en tonos más píca-ros y menos sufrientes; más impúdicos y menos llorosos— preserva lo de Aibar, o sea lo del reconocimiento, la vivencia, la creación de las identidades a partir del nombramiento despectivo, la noción más explícita de sectores sociales pobres y menos educados; pero lo hace (como Panizza) sin perder la interpelación, el interpelador, el "significante vacío activo"12. Es sorprendente constatar cómo en los análisis de teoría política sobre el populismo no existe ningún político populista…

No cabe duda, como uno de los puntos centrales de este artículo, que ni la "democracia liberal procedimental" ni lo que yo llamo "lo alto" son acogedores para la gramática plebeya. No son tan fácilmente reconciliables. Ese es un punto que hasta los más democráticos del debate republicano (culto), de la "democracia deliberativa participativa", parecen perder de vista. ¿No hay salida en cuanto a democracia entre los cantos con el brazo alzado y el ruido para enterrar al no-pueblo, por un lado, y los debates formato seminario o conferencia de conferencistas, por otra? "Lo alto" y "lo bajo" tienen su legitimidad propia y respectiva, pero no son tan fácilmente conciliables. Volveremos sobre este tema abajo.

El debate, para tomar prestado aquí un discurso muy "gorila", es acerca de "si esas bestias tienen que callarse, por no saber cómo portarse como corresponde". En la mayoría de los países sin tradición populista, la respuesta es claramente "sí" —independientemente de si viene desde la derecha o desde la izquierda "legítima" —. Ahí, Aibar habla de falta y exceso simultáneos, es decir, "una carencia de atributos y cualidades que conduce a un exceso de presencia que quiebra o transgrede las normas y ‘buenas costumbres'" (Aibar 2007: 33), o sea, "lo alto". "Lo bajo" sería, en ese sentido, "desubicado", aun si en la Argentina la "desubicación" se ha convertido bastante en norma.

Sin duda, lo que caracteriza a "lo alto", para citar a Aibar quien a su vez cita a Rancière, es que "tiene que ver con los nombres ‘correctos', nombres que anclan" (Aibar 2007: 31). Y eso no es muy distinto del campo simbólico oposicional de Laclau, anterior a la desestabilización por el exceso.

Ahora, donde Aibar se distingue de Laclau, aún si quizá no siendo consciente de eso, es en su dicotomía correctamente muy weberiana: la democracia liberal procedimental llega a ser expresión pura de la legitimidad legal-racional; mientras que el populismo, redentor, apelando "a los instintos y lo irracional" (Aibar 2007: 48), es básicamente carismático-católico (el pueblo que sufre; la puesta en escena del daño; etc.). Y donde tiene enteramente razón, a mi criterio, Aibar, es cuando critica al campo institucionalista (cuesta llamarlo "republicano", ya que la república de Rousseau es siempre pueblo soberano constituyente, más allá de las instituciones) por "convertir las reglas en un fin en sí mismo, [terminando] por convertirlas en cerrojos y candados para la expresión de las interacciones sociales y del conflicto" (Aibar 2007: 50). Weber temía que el modo de hacer legal-racional terminara osificándose, sofocando la vida (social). El carisma, por otra parte, tenía el peligro inverso. Y al respecto, uno no puede no pensar en la comparación Chile-Argentina. Esa dicotomía es además muy vieja y, también, permea la teoría política. Es la misma que las dos caras de la democracia en Canovan (1999), a su vez inspirada en Oakeshott (1998).

Donde la metáfora de Canovan es incorrecta, creo, es que no es que el populismo surja "entre" esas dos caras mencionadas. En su esquema, el populismo es más bien, claramente, una expresión de la cara redentora (y militante) de la política, cuando la cara pragmática echa demasiada sombra. Y es esa misma cara redentora (un adjetivo con el cual Weber se hubiese sentido muy cómodo) que actúa, según Arditi (2004), como un espectro, acompañando, visitando, la democracia. Un espectro, que en la versión de Aibar, tiene la forma de La Llorona.

Perspectivas chilenas sobre institucionalidad, "lo bajo" y los "fuera de lugar "

Aibar no lo sabe, pero su descripción y crítica de la democracia liberal procedimental le va como a un guante al sistema político chileno —fuente de orgullo de ese lado de la cordillera, a pesar de las tasas bajísimas de participación política y de la poca identificación política o partidaria—. En Chile, en contraste con la Argentina, básicamente "todo está en su lugar", y quizá precisamente por eso, según el análisis de Aibar, la conflictividad social se expresa por afuera de la premiada institucionalidad, en contraste otra vez con el peronismo, que es al mismo tiempo institucionalidad y anti-institucionalidad. En la Argentina, además, quizá no hay tantos "fuera de lugar" porque todos, de un cierto modo —y particularmente del lado políticamente gobernante— están (especialmente con criterios más internacionales) medio fuera de lugar. De ahí el término, desarrollado más abajo, de "institucionalidad sucia," posiblemente deseable, normativamente, desde una perspectiva popular-democrática.

Como me lo afirmó un estudiante chileno13, "el lenguaje de lo bajo es básicamente indecible por la institucionalidad" (propiamente entendida), es "improcesable por el bloque de poder." Éste, y particularmente en un país tan distinto de la Argentina como es Chile, funciona según una lógica "técnica", "burocrática", "procedimental" (pesada), institucional. Todas esas lógicas están muy lejanas de la gramática plebeya. Si el Gran Buenos Aires domina la política argentina (con su corazón en La Matanza) 14, los "barrios altos" "hacen" la política chilena real, en los dos bloques principales. Es posible que este lenguaje (que es más que lenguaje y que es cognitivo) facilite los acuerdos —con excepción de la UDI15—.

Pero el populismo es, insisto, y como lo dicen de un cierto modo y a su manera Aibar, Laclau y yo: la incorporación de lenguajes populares, plebeyos; de un exceso no siempre simbolizado de antemano; de emoción/inversión radical que problematizan la lógica de diferencia (pluralista, al fin y al cabo). Es identificación popular, antagónica y "baja." Si bien es cierto que dentro de un sistema de representación ("dialéctico", diría Laclau) puede haber una fuerte polarización antagónica, no es sorprendente que la incorporación de formas y lenguajes "bajos" pueda, sin duda, fomentar el antagonismo, que es por definición un rasgo constitutivo del populismo.

Si en Laclau (2005), lo popular solamente puede emerger en contraposición a, y en relación antagónica con, el bloque de poder y su institucionalidad, en el joven Laclau de 1977 lo popular puede ser o neutralizado/absorbido o puede servir políticamente para desarrollar antagonismos —siendo todo una cuestión de articulación—. Mis trabajos radicalizan, pero en la dirección opuesta, el argumento de Laclau sobre la naturaleza política del populismo: si el populismo de Laclau en 2005 es prácticamente por definición rupturista y, por qué no decirlo, de "izquierda nacional", para mí y muchos otros autores, el populismo siempre puede ser de izquierda, centro o derecha, pero siempre con un anclaje "nacional y popular". Visto desde la izquierda, el populismo de derecha es eminentemente "absorbente"; pero eso no lo hace menos populista, si se mantiene una frontera (ver también Canovan 1999). Y tampoco lo hace menos nacional, con base popular. Es decir, radicalizando el lenguaje de Laclau en su contra, el populismo es sumamente indeterminado; y son precisamente las articulaciones las que le dan su orientación en la dimensión perpendicular a lo popular-nacional/ "correcto". Eso nos permite, ahora, abordar la cuestión de la "institucionalidad populista," un sinsentido lógico en el Laclau de 2005, pero una realidad muy vigente en América Latina.

La institucionalidad populista: morales, "sucios" y antagónicos

¿Puede el populismo ser gobierno? La respuesta, obvia para cualquier comparativista, es que sí. Sin embargo, en la obra maestra de Laclau (2005a) sobre el tema, la respuesta es más complicada y se inclina más bien, por la naturaleza de la definición misma, hacia la negativa. Si "el pueblo" (el sujeto del populismo) es constituido por una cadena de equivalencia entre demandas rechazadas, insatisfechas por la institucionalidad gobernante del bloque de poder, es decir, si el populismo está por definición del lado oposicional de la frontera antagónica, es difícil imaginarse una respuesta positiva. Eso choca contra la realidad latinoamericana de los últimos diez años —realidad además a la cual Laclau no era de ningún modo ajeno—.

Hay un primer esbozo de solución, coherente con la teoría de Laclau pero nunca desarrollada en sus escritos teóricos. No hay porqué, especialmente en una perspectiva post-marxista, sostener que la institucionalidad gobernante del Estado y la del bloque de poder tengan que ser la misma. Una ecuación entre las dos impediría lógicamente la posibilidad de gobiernos de izquierda (más o menos radical) contra la clase dominante, para retomar un análisis de inspiración marxista. Lo que hacen en la práctica todos los gobiernos populistas de izquierda es desplazar la frontera (en línea con los escritos de Laclau) en contra de un bloque de poder (socio-económico-político), nacional e internacional, ubicado retóricamente fuera de, y en contra de, el gobierno. De un cierto modo, el gobierno populista llega a ser el significante vacío de la cadena de equivalencias en contra de las corporaciones, de los medios de comunicación, de la oligarquía, del imperialismo, del capital financiero internacional, etc16. Stricto sensu, entonces, los gobiernos populistas estarían en la oposición. Esta perspectiva, incomprensible para el institucionalismo ortodoxo, no está muy lejos del sentido común marxista. El gobierno populista vendría en esa perspectiva a ser vanguardia, pero con vínculos populares, frente a los enemigos del pueblo trabajador17. Sin embargo, los gobiernos populistas son también… gobierno. Por supuesto, ahí reside el fuerte riesgo, también mencionado por Laclau (2005b: 47), de una distancia cada vez mayor entre el discurso equivalencial del gobierno y las demandas sociales reales.

Absolutamente central en la teoría de Laclau está la satisfacción o no de demandas por la institucionalidad administrativa; y, que se diga lo que se diga, la principal forma de institucionalidad administrativa y el objeto al cual se dirigen la mayoría de las demandas ejemplificadas en Laclau sigue siendo el gobierno (nacional, provincial, municipal). ¿Puede entonces haber institucionalidad administrativa populista? En el esquema de Laclau en La razón populista, la respuesta lógica solamente puede ser negativa. Y eso es muy problemático, ya que la realidad es obviamente otra.

Aquí, avanzo la tesis original de que los gobiernos populistas se ubican de los dos lados de la frontera creada por la cadena equivalencial. Eso es precisamente su magia, y hasta diría su fuerza. Este punto es difícil de comprender para la lógica institucionalista que domina la ciencia política: o uno es gobierno o es oposición; y o uno opera dentro del sistema (gobierno /oposición) o se opera desde afuera.

Para retomar a modo de contraste nuestro ejemplo chileno, esta serie de dicotomías es especialmente problemática en la vida política de aquel país, donde esa lógica dicotómica es total. Por eso, cuando el PC (oposicional) ingresó a la Nueva Mayoría/Concertación a principio de la década actual, se le pidió explícitamente que, de conseguir la NM ser gobierno, no actuara de oposición y gobierno al mismo tiempo; que tenía que elegir de qué lado estaba y como consecuencia ser consistente con eso y nunca hacer reclamo. El pedido fue aceptado, con un alto costo para la facción estudiantil y sindical del partido. Por eso, también, el ala radical (llamada "ultra") del movimiento estudiantil, en ese caso anti-sistema, no puede acceder a dialogar con el gobierno de Bachelet, ya que eso sería precisamente ser "sistema". Queda entonces como alternativa (lógica) las protestas más o menos violentas, las tomas, etc. Impensable en Chile (o para la lógica institucionalista pura, que aquí son sinónimos) invitar a piqueteros "delincuentes" a ser gobierno, invitar a los encapuchados a dirigir secretarías del Estado, etc. Esa mezcla, ese "revoltijo", esa zona gris es a mi criterio típica de la lógica populista. Alentar o apoyar desde el gobierno acciones semi-ilegales vinculadas a movimientos sociales es visto pésimamente en Chile (no hay Milagro Sala), como sinónimo de lo que ocurrió con el ala Altamirano del PS bajo Allende. Trae, según esa lógica, desorden, caos, ingobernabilidad y anarquía; mientras que en la Argentina la lógica misma de esa absorción, de este "revuelto", de ese "revoltijo" fue precisamente el fundamento para recuperar el orden social (aceptable) y la gobernabilidad, después del caos de 2001-2002 y las protestas radicales del 2002. Es del todo implausible o inadmisible para esa lógica institucionalista-legalista que incorporar a encapuchados al gobierno sea receta de estabilidad política y gobernabilidad. En contraste, era algo obvio y probablemente excitante para el liderazgo de Néstor Kirchner.

Por esa misma ambigüedad donde el populismo es a la vez gobierno y oposición, la lealtad ciudadana no es hacia el Estado y sus leyes (o sea el sistema institucional gobernante), como lo preconiza el sentido común liberal-democrático, sino que es lealtad popular hacia la figura del líder, ubicado de ambos lados de la frontera (y de la "norma"). Esa noción es aún más obvia y manifiesta en el caso de Chávez y el chavismo. También se podría avanzar, aquí en clave bien kirchnerista más que peronista, que es lealtad al proyecto político ("nacional y popular") del líder, en detrimento muchas veces del Estado y sus leyes.

En la muy clásica dicotomía entre autoritarismo y democracia liberal, la figura de un dictador opuesto al gobierno elegido, que toma el poder y cierra el Congreso con la fuerza de las armas, es emblemáticamente autoritario, anti-democrático. Sin lugar propio en ese esquema cognitivo-político es un gobierno elegido democrático y con fuerte base popular que traiga a barras ruidosas al Congreso para acallar una oposición que "representa intereses o posiciones no populares y de los poderosos. ¿Es la barra, oposicional o parte del bloque de poder? ¿Es protesta o fuerza para-gubernamental? Ibídem donde hay libertad de prensa absoluta pero una relación antagónica con la prensa. ¿Dónde está el bloque de poder? Inversamente, ¿los doctores legalistas y muy respetuosos de las normas constitucionales, son "sistema" o son oposición?

En una entrevista concedida a Aibar y Avaro (2006), Laclau trató de aclarar esas lagunas negras de su modelo. La respuesta, aun si fue sin dudas lógica, no parece tan fértil teóricamente ni muy exacta empíricamente: básicamente, argumenta ahí a favor de un desarrollo horizontal de la protesta social autónoma (el terreno de las cadenas de equivalencia) y de un "eje vertical de la integración política". Añade: "es necesario por un lado que las instituciones, el momento de institucionalización exista [y] por el otro lado que esté presente un movimiento popular no institucionalizado" (ibíd.: 193). Esta declaración preserva la pureza analítica de los dos lados de la "frontera" (ya no tan frontera), pero la sacrifica en el altar de la política real. No cabe la menor duda que en las sociedades donde la lógica populista se ha hecho fuerte y ésta ha afectado (como él lo desea) a la institucionalidad, esas dos lógicas son sumamente híbridas, revueltas y hasta confundidas. O se empieza por afirmar como lo hacen los liberales anti-populistas que no existe ninguna lógica de protesta social autónoma del (constituido) pueblo pero del mismo signo, o no se categoriza adecuadamente a nivel descriptivo objetos tan relevantes para esos temas como lo son los círculos bolivarianos chavistas en Venezuela o la ebullición sociopolítica en el barrio 23 de Enero de Caracas, que no son exactamente horizontales-autónomos. Es decir, o son emanaciones puras del gobierno, como lo sostiene la oposición liberal a esos gobiernos, o la realidad es muchísimo más ambigua pero tampoco se presta a esa separación que hace Laclau.

Una metáfora mucho más certera sería, a mi criterio, la de una institucionalidad populista que fomenta el movimiento social, las demandas y los reclamos, y que después intenta navegarlos, como lo hace un buen surfista sobre la ola que ha alentado. Perón había sido caracterizado como un "bombero pirómano", pero aun esta metáfora está en falta ya que asume que la meta es el apagado completo del fuego creado; mientras que creo que no es el caso. El "fuego" o la "ola" son esenciales en el proyecto populista, ya que como dice Laclau permiten antagonizar, separar políticamente en dos el terreno (demarcar la frontera), otorgar credenciales populares y contribuir a la redención. Es, en otras palabras, la cadena equivalencial del populismo. Pero no es independiente de ninguna manera de la institucionalidad —y si es que hay frontera en el sentido clásico, casi desapareció (o se invirtió). Y hay, también (y de modo no separado) gobierno "institucional", del mismo signo. No es tan "institucional" como lo quisieran los institucionalistas llamados "republicanos", pero esa deficiencia es parte íntegra del proyecto populista, por las razones precisas que Laclau explicita.

Todo eso me lleva a introducir aquí un concepto nuevo y original, en línea con lo dicho: la institucionalidad sucia. Dicha "institucionalidad sucia" se contrapone a la "institucionalidad prolija" que anhelan los institucionalistas "republicanos", que en realidad son institucionalistas liberales en el mejor sentido político y filosófico del adjetivo. Aún si la noción de "liberal de izquierda" o "izquierdistas liberales" es sin dudas un oxímoron en la Argentina, hay que recordar que es hasta de sentido común en Estados Unidos, donde los dos términos (en un error inverso) son entendidos como sinónimos ("progres")18 en oposición a la derecha conservadora.

La institucionalidad sucia está permeada, básicamente, de "lo bajo". La institucionalidad sucia, como lo quiere la lógica equivalencial de Laclau, "confunde todo". Lo último es lo que precisamente le da fuerza política. Aquí, por supuesto, interviene un gran debate que en parte eludo sobre la "naturaleza de la democracia". Para los demócratas liberales institucionalistas, cae de maduro que la institucionalidad sucia es una forma inferior y no deseable de la democracia —que hasta la corroe, desde adentro—. Es conveniente "limpiarla" de vez en cuando, para que sea "transparente", con progresismo o divisiones de poder republicanas, anti maquinarias políticas, etc. En la Argentina, Elisa Carrió es una versión casi "histérica" y ciertamente sucio-fóbica de dicha posición. Pero también se puede argumentar con igual fuerza que la institucionalidad sucia es un producto inevitable y quizá a la vez deseable de una inserción real en lo democrático-popular. Es un asunto de debate quién atiende más a las demandas (del pueblo constituido): si los punteros de barrios pobres o una institucionalidad oficial (publica) a veces lejana. ¿Quién o qué, en última instancia, estará para "resolverles los problemas" a la gente que demanda? No es sorprendente que el populismo tal como lo describimos esté ausente en las democracias sociales de los países ricos (como Noruega o Suecia); pero para países de recursos medios, ¿es preferible ser pobre en el Chile post-1990 de la Concertación o en la Argentina? Ahí el debate está abierto.

El asunto no se limita solamente, además, a la preocupación de Laclau con las demandas, su unidad "originaria". Afecta profundamente los discursos —asunto que, en vista al enfoque discursivo de Laclau tan enfatizado en Hegemony and Socialist Strategy, tendría que estar al centro de su atención pero no lo es—. Es decir, la institucionalidad sucia se maneja con un discurso y un modo de hacer las cosas que no es prolijo, que no es proper. Se maneja básicamente, pues, con discursos y prácticas que en otros trabajos (1999, 2009a, 2009b) he caracterizado, en conjunto, como "bajo" (low), o "lo bajo". El populismo es inseparable de los cánticos que lo acompañan (ya sea en la Argentina o en Venezuela), de las frases políticamente muy incorrectas que produce (como Evo Morales y la causa de la calvicie en los hombres blancos), del deporte nacional-y-popular (béisbol en Venezuela, fútbol en Argentina). Precisamente porque el populismo no es proper tiene una "institucionalidad sucia", tanto en cuanto a métodos como a prácticas discursivas y simbólicas. Y por eso, añadiría, es un fenómeno polarizante.

Para verlo desde otro ángulo y radicalizar a Laclau, el populismo es polarizante no solamente porque antagoniza la institucionalidad del bloque de poder socioeconómico, sino porque ataca, demuele o corroe la "institucionalidad pura" (si es que existe) a seca —normalmente vista como imparcial en una idealización del modelo Weberiano burocrático y procedural legal-racional— reemplazándola por voluntad política pura. Precisamente por eso Laclau escribe que el populismo es sinónimo de política, aun si eso es una definición peculiar de lo político (pero con larga tradición en teoría política).

Y porque el populismo en su proyecto político tiene simultáneamente (como lo quería Gramsci) metas anti-hegemónicas y hegemónicas, contribuye a desnudar o por lo menos cuestionar la otra ideología —esa sí, hegemónica de verdad— que cobija el modelo o tipo ideal de administración pura legal-racional, "imparcial", "prusiana". Por esa razón precisamente, el populismo siempre habla del retorno de la política. El producto no puede ser sino una institucionalidad sucia. Donde quedan las preferencias es sin duda cuestión de preferencia personal y —para analizar— quizá de clase social/nivel educacional. Si el populismo provoca un mar más agitado, quizá al mismo tiempo incita algo más democrático-popular —o por lo menos teñido de aquel— y con tasas más altas de participación, un criterio demo-crático-republicano de base.

El Uno como Otro impresentable y "auténtico": el populismo y lo nacional-y-popular militante

¿Dónde nos deja todo eso? O sea, para resumir, la relativa congruencia entre los trabajos de Laclau, Aibar y yo a cerca del "exceso" y su representación: la presentación del daño del "desubicado"; la ampliación de las operaciones discursivos-estratégicas para construir el pueblo y la incorporación simbólica en la representación de lo que era pura heterogeneidad antes; todas, operaciones asociadas a la construcción de un underdog (Laclau 2005b: 47), a excluidos sociales (Aibar 2007), a la incorporación de lo heterogéneo al agonismo político. Segundo, el populismo como ubicación de los dos lados de la frontera, entre institucionalidad y demandas. Y tercero, ambos componentes del articulo dando lugar al concepto de "institucionalidad sucia", compatible a nivel de praxis con el involucramiento popular-democrático.

Retomemos algunos elementos útiles para una nueva síntesis. Como lo sugiere Aibar, sin dudas la temática del exceso está vinculada al reconocimiento, en el sentido de la política identitaria de Charles Taylor. Segundo, ya hemos visto cómo tanto la incorporación movediza del exceso, como el hecho de ubicarse de ambos lados de la frontera (pueblo/institucionalidad, jamás del todo reconciliable), tienden a conducir a lo que hemos llamado una "suciedad" institucional, en contraste con un funcionamiento "prolijo", "no contaminado", "puro" en el sentido weberiano del legal-racionalismo. Tercero, no cabe duda (como no lo he enfatizado lo suficiente en el pasado) que en tanto lógica el populismo está asociado a un cierto antagonismo, efectivo y polarizante, a partir de una dicotomía creada con materiales provenientes de lo social. A nivel práctico, pues, hay una gran afinidad empírica entre la heterogeneidad social tal como es descrita por Laclau (2005b), sin hablar de los excluidos/ desubicados de Aibar, y lo que yo he llamado el componente sociocultural de "lo bajo". Del mismo modo, por lo menos desde la negativa, el funcionamiento no procedimental de la toma de decisiones, el funcionamiento de las instituciones según un modo que dista de lo legal-racional de Weber es, la verdad, idéntico (aquí desde la inversa también) con lo que he llamado la sub-dimensión político-cultural de "lo alto". Yendo a la síntesis, las nociones de reconocimiento (central social y psicológicamente en el funcionamiento político de las categorías de "bajo" y "alto") y de antagonismo sirven de base para la segunda conceptualización importante, nueva y original de este artículo: el hacer alarde de dichas cosas, en la escena pública, política. O sea, para decirlo de una vez, concibo al populismo como el alarde (antagónico) de "lo bajo".

Esta definición, afín pero no idéntica a la perspectiva de Aibar —el populismo como la presentación, mostrada y escenificada (Aibar 2007: 40), "Llorona" y resentida del daño— es con todo ontológicamente distinta de la de Laclau, basada fundamentalmente en la lógica de la articulación (en tradición gramsciana), donde la política básicamente instituye lo que no estaba ahí antes. Para mí (y se supone que para Aibar también), claramente hay un "antes" al discurso que lejos de ser determinado a partir de categorías sociológicas como lo aborrece Laclau, es una experiencia social y una diferencia social, subjetiva y con fundamentos objetivos. Precisamente por eso, el énfasis está aquí más en la re-presentación y la cuestión identitaria (identidad, identificación) que en la articulación (de demandas materiales).

En este artículo, tanto el psicoanálisis, central en Laclau, como el reconocimiento, fundamental en la teoría de Taylor, juegan un papel importante en el proceso no solamente identificatorio, sino también en el antagonismo creado. Y de hecho, como se sabe, no hay identidad propia, de uno mismo, sin Otro, y en consecuencia no hay identidad sociopolítica sin también un Otro sociopolítico.

Este artículo llega pues exactamente al mismo lugar, pero por una ruta teórica enteramente diferente, que mi escrito principal en inglés sobre el populismo: "Haciendo alarde de ‘lo bajo': un enfoque relacional-cultural al populismo" (Ostiguy 2013b). Éste fue escrito más para un público de política comparada y también de teoría social. Y no es específicamente sobre América Latina, como muchos de los escritos en castellano sobre populismo.

Sin duda el populismo es fundamentalmente herético, independientemente del continente, y eso es una de las razones por las cuales desata tanta hostilidad. Es en ese contexto que defino el populismo allí (Ostiguy 2013b) —a nivel más genérico y "lugar-free" posible— como una apropiación antagónica por razones politicas de un "Otro impresentable", creado en el proceso de un proyecto civilizacional "proper" particular. Dicho proyecto puede ser el liberalismo; el multiculturalismo en el hemisferio norte; adoptar las maneras, modos y modelos del Primer Mundo en Sudamérica, África o el Medio Oriente; la integración europea en Europa; la macroeconomía de manuales de economía "estándares"; la misión colonial civilizadora francesa; o lo que sea: su naturaleza específica no es el punto aquí19. Y de hecho el populismo toma formas y contenidos muy distintos en varias partes del mundo. El asunto, sin embargo, es que esos proyectos normados que se ven a sí mismos como "civilizadores", "proper", provocan o generan otro, por su naturaleza misma (dialéctica, dirían varios). Ese Otro es además fácilmente reconocible para los que participan (en el sentido de compartir ese proyecto, visto además como "normal", "estándar" y deseable) en que provoca vergüenza para la gente "decente", "bien educada", "que se porta bien", y (especialmente en Europa) políticamente correcta. El problema, muchas veces, es que ese Otro no es nada más que, dependiendo del ángulo, "uno mismo". Es decir, ahora en términos de discursos políticos híper-ideológicos, "el ser ´más verdadero´ de la nación, del pueblo, de lo de acá", en todo su (digámoslo así) "desplendor".

Para retomar literalmente el discurso populista, lo "nacional y popular" no sería más que el Uno como el Otro impresentable20 y "auténtico" (en el sentido de "pueblo más profundo de la nación", dicho ideológicamente pero con huellas de verdad). Aquí hay un puente teórico imprevisto y sin duda polémico (y hasta ideológico) con los estudios de post-colonialidad, en el Norte.

Los políticos que hacen alarde de ese Otro (o sea, el posible verdadero "Uno mismo") dicen hablar en nombre de una verdad reprimida (en Europa) o de sectores sociales previamente excluidos (en América Latina). Esos políticos muestran ese Otro (Uno) al otro Otro (él de esos políticos; él aliado con fuerzas internacionales potentes), o sea, presentan el "verdadero" uno mismo como dañado (victima, injustamente atacado) o escondido por ese proyecto y norma. Entonces lo ponen en escena, lo muestran, con orgullo —y voluntad—. En ese sentido, el populismo es performativo. Es decir, el populismo es desempeño, hazaña y representación (todas palabras traducidas por performance) antagónica de "lo bajo" en la política. Y que se note aquí que no se está hablando específicamente o únicamente de "sectores sociales" (un reduccionismo sociológico), sino de un modo de hacer las cosas, de comportarse, de hablar y decir las cosas (à la Elias).

Por esas razones, el populismo siempre es transgresivo —y para decirlo de otro modo, "sucio"— de las maneras correctas de hacer política, de comportarse en público y de lo que se puede decir o no. Esas transgresiones, además, encuentran ecos en un mundo social diferenciado. Por ejemplo, los comportamientos de Menem no provocaban las mismas reacciones en la llamada "gente como uno" que en admiradores varoniles de sectores populares. Y como lo anotó Daniel James (1990) en una entrevista a un obrero sobre el peronismo clásico: "¡Con Perón éramos todos machos!" Del modo más genérico, en todo caso, el populismo habla en nombre de una "verdad" que no es aceptada, en los círculos más grandes —legales-racionales, si se quiere— del mundo y/o en nombre de una realidad concreta que había quedado históricamente en la sombra. En breve, si el populismo no provoca algún tipo de "escándalo", no es populismo.

Terminemos finalmente, ahora, con la parte más psicoanalítica. No cabe duda que lo que más diferencia "lo alto" de "lo bajo" es el nivel de sublimación (y/o supresión), como lo hemos escrito en otra parte (Ostiguy 2009a, 2009b, 2013a). Con eso viene también, como correlato, la cuestión del rol público del cuerpo en el escenario público, en atraer o repeler (Ostiguy 2009a, 2009b, 2013a). Por eso, siempre he llamado mi enfoque relacional.

En consonancia con lo escrito arriba, quisiera sin embargo sugerir aquí una línea bastante más polémica. En un cierto sentido, el populismo por lo que pude observar es una afirmación narcisista colectiva (y también personal, en el caso del o de la líder), combativa, con "el dedo del medio" levantado21. Para tomar prestado del lenguaje del psicoanálisis, hay en el populismo un impulso redentor que desafía (a veces con éxito) al principio de la realidad y sus —desagradables— límites. Tentando mi suerte, hasta afirmaría que el populismo es, básicamente, un "principio de placer combativo". Como se sabe, en lo esencial de su doctrina (que los politólogos nunca se toman en serio), versión argentina, el populismo no busca otra cosa que "la felicidad del pueblo y la grandeza de la Nación". Y lo busca del modo que sea. Lejos también de aquí están "los sacrificios del Che" (Verdad 11: "[El peronismo] desea héroes, no mártires") o el racionalismo algo elitista del liberalismo. Felicidad, narcisismo (colectivo y del líder), "ser grande" e identificación: ahí tenemos elementos claves —y vinculados— de la praxis y de la discursividad populista. Como obstáculos a éstos, en todos los populismos, están una "minoría poderosa y anti-popular" y sus aliados internacionales (Ostiguy 2013b). Como discursivamente por definición el pueblo está con el populismo, es inevitable que en el discurso y la praxis se haga entonces alarde de modo antagónico (y placentero) de "lo bajo" en la arena política. O sea, para hablar en "lo bajo": el dedo del medio —directamente, o vía el/la líder22—.

Una segunda línea propuesta es que el significante vacío no esté tan vacío (como tampoco lo es el sujeto) como lo quiere lógicamente Laclau. Pero sí, es lugar de proyección del deseo, como él lo sugiere. Quizá no sea coincidencia que Evita, en fuerte contraste con Pepe Mujica, no solamente ayudaba muchísimo "en cuerpo y alma" a los pobres, sino que se vestía como maravillosa princesa en las grandes galas. Evita es "una de nosotras" que como Cenicienta se hizo princesa —y también encontró su príncipe, Perón— . Al revés de Carrió. Del lado masculino, tenemos evidentemente a Carlos Menem, conduciendo su Ferrari roja, "quien las emboca todas" y que juega al fútbol. El sueño del pibe. ¡Grande! Esos mecanismos de identificación son de hecho parte de la vida. Y fuera de todo populismo, tampoco es una sorpresa que en Inglaterra la common y bella Lady Di fuera mucho más popular que su esposo real (y feo) y su suegra. Como lo escribió Laclau (2005a), el líder populista es "como yo" e "ideal de ego" —pero uno entendible y accesible—.

De cualquier manera, "lo bajo" es siempre más "cálido", más "picante", más enojado y sin duda más físico en sus manifestaciones. Siempre hablé de una forma más "inmanente" de hacer política; de ahí lo "sucio" de Huey Long (con la famosa frase de Penn Warren sobre el potencial valioso del dirt) o del peronismo, en contraste con los modos más universalistas y abstractos de lo "alto". Por eso, como lo escribí, el populismo es una celebración de la reivindicación antagonista de "lo bajo". Con eso, es de esperar que se use (políticamente) una gramática plebeya, incluso a fines relacionales e identitarios.

Ese rapport está en el corazón de mi concepción del populismo y del análisis asociado de lo culturalmente (social y políticamente) "bajo" (o sea, en las dos sub-dimensiones que distingo ahí) en la política. Los populistas perform, muestran, representan algo al público —la acción; la hazaña— que los ve y escucha, y asimismo representan una imagen "del pueblo como es" —la forma/contenido; y por tanto, representan una representación—. Y lo hacen con un enfoque performativo de cercanía.

Conclusión

Espero con ese artículo haber creado un puente entre la (a veces hermética) teoría política y (la más accesible) política comparada cualitativa, así como haber mostrado convergencias indicativas entre tres enfoques o autores provenientes de horizontes distintos. En una sociedad que oscila entre la fragmentación y la polarización, espero que abra ventanas para diálogos intelectuales.

Independientemente que uno "hable Laclau" o "hable O'Donnell", el populismo parece ser al final del día una categoría que trata de la incorporación, de la materialidad, de lo no-siempre-dicho en la "heterogeneidad" o en relación a los sectores populares (O'Donnell 1973) realmente existentes. La disonancia (para usar un eufemismo) muy observada hacia una cierta institucionalidad es, también, entendible teóricamente, tanto desde la perspectiva de Laclau con su "pueblo" de un lado de la frontera, como del campo "republicano" liberal (que incluye al O'Donnell de la democracia delegativa) que desea de un "país (o institucionalidad) normal". Quizá la noción de "institucionalidad sucia" contribuya a este eterno debate, en donde el populismo también realmente existente se ubica de los dos lados de la frontera, entre demandas (incluso las equivalenciales) e institucionalidad gobernante. La política comparada ha sido generalmente hostil al uso del psicoanálisis, pero habría que acordar que es difícil sino imposible estudiar la cuestión de las identidades y de las identificaciones sin un mínimo de psicología, incluso de psicología política (una subdisciplina en auge en Estados Unidos).

El gran terreno, en el hemisferio norte, donde la política del reconocimiento y la política real (cotidiana, "de los titulares") se encontraron fue la política del multiculturalismo y de las minorías, desde por lo menos los años noventa (con la inmigración, los gays, las minorías raciales) hasta ahora, con el Islam. En el hemisferio sur en las Américas, ese terreno es, a mi criterio, el del populismo. Cedo ahora la voz a otros.

Notas

1     En Aibar (2007) en particular, las nociones de exceso y (mal-)reconocimiento están particularmente vinculadas. Identidades y emociones fuertes son inevitables consecuencias.

2     Este importante texto constituye uno de los tres enfoques teóricos (con los de Kurt Weyland y Cas Mudde) que orientan un masivo Handbook of Populism, en construcción, compilado por Paul Taggart, Cristobal Rovira y yo. El Workshop on the Concept of Populism (citado en la bibliografía), donde fue presentado el texto, fue el primero de tres talleres internacionales para la concreción de ese Handbook. Añado que se presentó parte de este trabajo en la Argentina en dos momentos del XI Congreso Nacional de Ciencia Política de la Sociedad Argentina de Análisis Político (SAAP), Paraná, 17 al 20 de julio 2013.

3 Por supuesto, este rasgo de dualidad no es único a los estudios sobre el populismo. La comparten por ejemplo tanto el marxismo (con la lucha de clases, en determinados modos de producción) como la teoría de la modernización, para aquí mencionar solo dos gigantes de la teoría social. Pero tampoco es universal, al contrario.

4 La identificación, y su componente psicológico, es obvia en el "amor a la camiseta", la pasión y hasta el fanatismo.

5     Quisiera agradecer para esta importante sección la cooperación y colaboración intelectual de Mauricio Oportus, estudiante en mi clase sobre populismo.

6     Este concepto de argot chileno es difícilmente traducible. Sería algo como "mersa", de mal gusto, prepotente. Sin embargo, en la serie televisiva argentina El Puntero, hay un personaje que es la encarnación misma del flaite: el Lombardo. Particularidad del modo de proceder populista, el flaite Lombardo es muy parte de la política oficial argentina, mientras queda totalmente afuera de la política chilena, donde no hay rol y voz para él.

7 Mundo Peronista, Año 1, Nº 23 (15 de junio de 1952).

8 Desde el post-modernismo, Laclau está aquí interesado en atacar su pasado marxista. Pero bien podría ser aquí "el sistema de partidos", por ejemplo, también, con sus oposiciones lógicamente estructuradas.

9 Esto se ve particularmente bien y nítidamente en el caso chileno post-1990, donde la distancia entre los dos (el campo y el "tipo de") es cada vez más grande e infranqueable.

10    A esos dos polos en lo político se suma ese lugar "intermedio" entre la pura constitución (militante) y lo puramente sistémico, que es a mi criterio el espacio más rico y, posiblemente, más efectivamente transformador.

11  Escribe Laclau ahí: " We only have politics through the gesture which embraces the existing state of affairs as a system and presents an alternative to it (or, conversely, when we deferid that system against existing potentialdlternatives)". Itálicas mías. Esa afirmación está en línea con su discusión sobre significantes flotantes.

12 Conviene aclarar aquí que el significante vacío no tiene porqué ser una persona, un líder (aun si en la mayoría de las instancias lo es). Es mi tesis que en el Chile del 2011, con la protesta estudiantil que acabó expresando una cadena de equivalencia larga y poderosa, la bandera del lucro actuó como "significante vacío". Es decir, en el "lucro" —oficialmente, en la provisión de la educación— estaba condensado todos los males de la sociedad chilena, por lo menos a partir de Pinochet. Por eso, "acabar con el lucro" llegó a ser casi sinónimo de redención y "palingenesia" chilena.

13 Se trata de Mauricio Oportus, mencionado arriba.

14 Esta afirmación puede parecer ingenua o provocar disonancia cuando se sabe que la elite gobernante peronista es particularmente adinerada (y no siempre de modo legítimo), más afincada en Puerto Madero que en La Matanza, en contraste con el proceder coherentemente izquierdista del otro lado del Río de la Plata. Sin embargo, en general no se trata de "viejo dinero" sino más bien de plata hecha (para simplificar excesivamente) de modo a veces quizá más afín a las películas norteamericanas que tratan sobre la cosa nostra (plebeya a su modo) que de forma aristocráticamente "high" o culta. Quizá conviene aquí la noción de prácticas sedimentadas, sobre este modo de hacer, para retomar las categorías de Laclau…

15 En el contexto chileno partidista mainstream, la UDI es particularmente dogmática. Su razón de ser es preservar básicamente todos los legados del régimen militar y de su fundador Jaime Guzmán, lo que la hace poco proclive a acordar el desmantelamiento progresivo de ese legado. No es sorpresa que RN parece estar tentada de cooperar cada vez más con la DC, que se encuentra en el otro bloque.

16    Es interesante ahí cómo el importante, "alto" e híper institucionalista político chileno Ignacio Walker afirma a contrario (sin haber leído a Laclau) en una entrevista que "El progresismo refundacional creyó que gobernar era sólo una cuestión de tomar las banderas de la calle [el significante vacío; en Chile, lo del lucro en la educación] y la realidad es mucho más compleja. Nos tomamos en serio la responsabilidad de gobernar [como administración]" (La Tercera, 21 de septiembre 2014, p.10).

17    Pero desde esa perspectiva, y en ese sentido preciso, no habría diferencias políticas significativas entre gobierno populista de izquierda, gobierno revolucionario de izquierda y gobierno democrático de izquierda popular. Podríamos entonces simplemente abandonar el término "populista" y quedarnos con "de izquierda" popular (o de masa) y organizada. (Agradezco a Cristian Rustom, estudiante, por levantar nuevamente esta cuestión importante.)
En todo caso, se trata aquí de dos problemas distintos para resolver. Uno es lo específico de la forma de gobierno populista o de su lógica, incluso en relación a las dos otras formas mencionadas en esa nota. (Ahí los temas de "institucionalidad sucia" y de gramáticas plebeyas toman toda su importancia.) Otro problema es si puede haber institucionalidad gubernamental en contra de una clase dominante, bloque de poder, fuerzas imperialistas, etc. Contestar afirmativamente lo último no ayuda a resolver el primer problema. Laclau tiene sin duda que decidirse si el populismo es la dicotomización del campo social en dos, con la institucionalidad gobernante por definición de un lado (la opuesta a la cadena de equivalencia) o si la institucionalidad gobernante puede ser "del pueblo", en cuyo caso nos tiene que iluminar sobre lo que pasa con la frontera (¿post-populismo? ¿institucionalidad administradora en contra del bloque de poder?) y la relación "pue-blo"/ Estado. El problema es que la teoría de Laclau sobre el populismo se desliza imperceptible-mente hacia una teoría de la lucha en contra de una clase/bloque dominante; incluso, retoma integralmente en una entrevista del 2012 un viejo análisis marxista —la institucionalidad como "cristalización de las relaciones de fuerza entre los grupos"— alejado completamente de su ontología post-moderna de 1985 en adelante y de la tesis de su libro de 2005.

18 En la Argentina, el proyecto de la UNEN es una manifestación legítima y respetable de dicho liberalismo de izquierda o izquierda liberal (que incluye versiones como el PSOE español o la Concertación chilena). Por supuesto, están enfrentados como corresponde con el proyecto populista, en el sentido que aquí nos ocupa.

19 Conviene sin embargo notar que prácticamente todos esos proyectos implican una cierta "maleabilidad" (para ponerlo gentilmente como eufemismo) en relación a una identidad nacional-popular histórica, viniendo desde atrás.

20 Eso es, si es que el Uno llega a darse cuenta que es percibido así, lo que, al insistir "sin vergüenza" en esos caminos y modos, no es sino cuestión de tiempo.

21    Es interesante cómo Jorge Lanata, quien bien ha entendido (por lo menos intuitivamente) esa lógica, la ha invertido en su programa televisivo. En ese sentido, para mí la Argentina es desde 1945 una serie de "inversiones", sin fin (los descamisados de los diarios antiPerón; los "mis queridos grasitas"; la "segunda tiranía"; el dedo del medio; etc.)

22    Es de notar que aquí la lógica no es muy distinta de la de los partidos de fútbol, con la diferencia que en los últimos el otro/adversario es en teoría un igual (a pesar de la diferencia literal de estatus entre un bostero y un millonario, por ejemplo), mientras que en el caso del populismo el enemigo/otro es por definición poderoso (superior, pues amenazante), en cuanto a capital económico y/o cultural —y evidentemente nefasto.

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