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On-line version ISSN 1851-9601

Postdata vol.26 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires June 2021  Epub Nov 11, 2022

 

Artículos

¿Cómo leer la hegemonía? Algunas reflexiones sobre la lectura de textos teórico-políticos para abordar el concepto gramsciano

Javier Waiman1 

1 Universidad de Buenos Aires - Instituto sobre Economía y Sociedad de la Argentina Contemporánea, Universidad Nacional de Quilmes, Argentina. E-mail: javierwaiman@hotmail.com.

Resumen

El siguiente artículo propone una revisión crítica de los abordajes tradicionales para la lectura de textos teórico-políticos, buscando una forma de lectura del concepto de hegemonía desde una propuesta “herética” que difiere de los enfoques dominantes en el campo de los estudios gramscianos. Con esta perspectiva, desde un repaso de los abordajes textualistas y contextualistas, se presenta una crítica al anudamiento de los sentidos conceptuales en la intención autoral. A su vez, desde aportes de la historia conceptual y la teoría crítica, se postula el carácter aporético de los conceptos políticos, para pensar así la problemática política que se anuda, bajo múltiples sentidos, en la hegemonía. De esta manera, se propone una lectura de los textos gramscianos, y de sus posteriores interpretaciones y reapropiaciones, que de cuenta de la polisemia del concepto de hegemonía para pensar sus potencias y límites para una teoría marxista de la política.

Palabras clave: Hegemonía; Gramsci; teoría política; historia conceptual; teoría crítica

Abstract

The following article proposes a critical review of traditional approaches to reading theoretical-political texts in the search for a way of reading the concept of hegemony and proposing an “heretical” reading that differs from the dominant approaches in the field of Gramscian studies. With this perspective, we review the textualist and contextualist approaches in order to critique the knotting of the meanings of a concept in an authorial intention. At the same time, revisiting contributions from conceptual history and critical theory, we postulate the aporetic character of political concepts, to think about the political problem hegemony condense in it’s multiple meanigs. We therefore propose a reading of the Gramscian texts, and of their subsequent interpretations and reappropriations, which accounts for the polysemy of the concept of hegemony in order to interpret its powers and limits for marxist political theory.

Key words: Hegemony; Gramsci; Political Theory; Conceptual History; Critical Theory

I. Introducción

Un breve recorrido a través de las apariciones del concepto de hegemonía a lo largo de los textos gramscianos, así como por la historia de sus interpretaciones posteriores (Liguori 2012, 2016), mostraría claramente la multiplicidad de formas de entender y usos que porta esta palabra, las diversas formas en que se ha intentado leer su sentido en los textos de Gramsci. Claramente todos los conceptos teórica y políticamente relevantes han sido ampliamente debatidos y su significado, o forma de ser entendidos y utilizados, soportan múltiples interpretaciones y formulaciones; pero no son tantos los conceptos cuya definición principal y cuya formulación original sean tan elusivas como el de hegemonía. No sólo qué es la hegemonía como concepto sino también qué quiso decir Gramsci al utilizarlo aparecerían como un misterio que una vez develado daría respuesta definitiva a las disputas de un campo de discusión que se ha vuelto central tanto en los debates de la tradición marxista como en un amplio campo de las ciencias sociales.

Bajo estas premisas, debemos partir, de la constatación de una causa principal que genera este misterio a develar, y que explica por qué, a más de 80 años de la muerte del que ha sido considerado su principal teórico, el concepto de hegemonía aún resiste en tal grado de ambigüedad conceptual y de debate por su significado: efectivamente, Gramsci no definió hegemonía en ninguna parte. Como palabra, la hegemonía recorre sus textos, desplegándose de múltiples formas sin arribar a un concepto unívoco (Cospito 2016). La indeterminación del propio concepto y la particularidad de la obra, fragmentaria e incompleta, en la que este se despliega harían que los debates interpretativos que esta categoría despierta sean aún mayores que los de otros conceptos relevantes de las ciencias sociales. La tarea que deberíamos entonces realizar frente a esta indefinición conceptual sería adentrarnos en ese laberinto de fragmentos que constituyen los textos gramscianos, y en particular sus Cuadernos de la cárcel, para descifrar el sentido del concepto de hegemonía y construir la unidad que se esconde bajo sus apariciones múltiples. Solo así podríamos encontrar el verdadero sentido que Gramsci daría a la hegemonía y con este, sus consecuencias para una teoría de lo político.

Resulta evidente que el tiempo condicional con el que realizamos estas afirmaciones marca nuestra distancia con este modo de abordaje; evidencia, en realidad, un no reconocimiento de esta tarea como aquella a emprender para reflexionar teóricamente sobre la hegemonía. La búsqueda del “verdadero” sentido de un concepto de hegemonía, posible de ser reconstruido mediante una adecuada interpretación de la obra de Gramsci, supone una serie de premisas, de las cuales, por el contrario, buscaremos distanciarnos. En primer lugar, supone resolver, por diversos mecanismos, la multiplicidad de formas en las que el concepto aparece en una unidad que niega la existencia de diversos sentidos posibles. En segundo lugar, deriva dicha unidad de una lectura exegética que hace de la intención del autor (reconstruida biográfica, contextual o filológicamente) el fundamento del sentido del concepto. En tercer lugar, supone considerarlo como un concepto coherente parte de una teoría ella misma ya sistemática e integral, esto es más o menos exenta de contradicciones. En cuarto lugar, tal lógica interpretativa implica, casi necesariamente, la denuncia de toda interpretación alternativa como una desviación del sentido original dado por el autor, como un abuso en los usos correctos del concepto.

Se trata de premisas que han organizado los modos tradicionales de abordar los textos de Gramsci y que parecen ser compartidas por las principales lecturas de su pensamiento desplegadas en una disputa interpretativa que lleva ya décadas. No obstante, si bien son similares en sus presupuestos, presentan importantes diferencias que nos permiten, a su vez, dividirlas en tres estrategias en lo que hace a la construcción de un concepto de hegemonía.

En primer lugar, uno de los modos más usuales consistió en tomar una (o algunas) de las formas en que esta palabra es usada por Gramsci en ciertas notas de los cuadernos carcelarios y considerarlas casi como aforismos de los cuales extraer una máxima que permitiría la construcción de un concepto. El genio del autor permitiría la extracción del sentido de sus conceptos de una de las partes de su obra, haciendo de tal fragmento el núcleo central que revela una perspectiva teórica general planteada por Gramsci. De esta forma, estas interpretaciones enfatizaron uno de los múltiples aspectos del concepto y lo generalizaron al punto de reducir su uso a solo uno de los temas en los que Gramsci lo utiliza, ignorando así su extensión a otras esferas, sus cambios al interior de la obra y sus diversos sentidos.

Otra estrategia de construcción de un concepto de hegemonía consistió en desplegarlo dentro de un desarrollo general de la obra del autor, o al menos de sus desarrollos en los Cuadernos de la cárcel. Se busca, en estos casos, poner en relación a la hegemonía con los otros conceptos de Gramsci como parte de una teoría política y social general presente en su obra. En estos abordajes se supone que el autor articula un pensamiento integral coherente y completo que da respuestas originales a problemas teóricos y políticos. Es decir, vía la comprensión de una teoría social gramsciana supuestamente ya articulada, el concepto de hegemonía aparece, derivado de la compresión del conjunto, como una potente solución que explica la dinámica social y su transformación. Así, y pese a su pretensión de no forzar el pensamiento de Gramsci, ubicando a la hegemonía como una pieza de una máquina conceptual mayor, estas interpretaciones necesariamente debían pasar por alto aquellas formas de aparición del concepto que contradicen dicha interpretación general de la dinámica social. En la búsqueda de construir un concepto de hegemonía único y coherente, estas lecturas no podían dar cuenta de las contradicciones entre las distintas formas con las que este concepto es articulado en diversos fragmentos escritos por Gramsci. Por esta razón, terminan organizando una teoría alrededor de un único aspecto considerado central, cerrando las preguntas abiertas por la propia interrogación gramsciana en una teoría sistemática.

Una última estrategia, dominante actualmente en los estudios gramscianos, busca seguir el desarrollo cronológico del pensamiento de Gramsci para analizar cómo el concepto de hegemonía fue construyéndose, y cambiando, a lo largo del tiempo. Surgidas a finales de los años 70, las lecturas filológicas procuraron precisar en los textos precarcelarios y al interior de los Cuadernos…, aquello que Gramsci intentó decir en cada momento, reconstruyendo el conjunto de referencias con las que el autor trabajaba a cada paso, mostrando su precisa inscripción en contextos de discusión teóricos y políticos, pero también, y principalmente, evidenciando el desarrollo diacrónico de su aparato conceptual. Se trataba, entonces, de encontrar las huellas en el texto que permitieran seguir cronológicamente los desarrollos del concepto de hegemonía y, en su articulación con el conjunto de conceptos gramscianos, identificar los momentos que evidencian su exposición más completa. El “verdadero” sentido que se articula bajo la palabra hegemonía aparece como un punto de arribo de Gramsci, como un resultado evolutivo registrado filológicamente y biográficamente contextualizado.

La apuesta de este trabajo es la de apartarnos de estas estrategias para proponer una forma de abordaje distinta sobre el concepto gramsciano de hegemonía. No pretendemos discutir la validez ni la productividad (innegables si se consideran los numerosos desarrollos teóricos y políticos a los que dieron lugar) de estas interpretaciones. Tampoco buscamos realizar un ejercicio de contraste entre estas formas de entender la hegemonía y un Gramsci “verdadero” plausible de ser reconstruido con mayor precisión. Por el contrario, planteamos la necesidad de abordar al concepto de hegemonía a partir de la multiplicidad de formas que este soporta a lo largo de los textos gramscianos; multiplicidad que, lejos de resolver en una unidad como realizan las otras estrategias, creemos necesario interrogar en profundidad. Se trata, en suma, de resistir tanto la tentación de “hacer decir” a Gramsci lo que uno pretende, tomando parcialmente su obra, como su extremo contrario: una hiperespecialización textual que trate de extraer filológicamente un sentido al fin “verdadero”. Pero, especialmente, significa abrir los sentidos posibles del concepto de hegemonía más allá de la intencionalidad autoral de Gramsci. Buscamos así abordar a los múltiples usos de la hegemonía en sus textos, así como también a sus profundizaciones y reapropiaciones posteriores realizadas por otros autores, como articulaciones posibles que dan cuenta de una problemática teórica que se anuda, bajo diversas formas, en el concepto de hegemonía.

Lo que consideramos que debe ensayarse se aleja entonces de las premisas compartidas en las tres estrategias que recién describimos, para dar cuenta y sostener las diversas formas del concepto presentes en los textos de gramscianos y así interrogarlas teóricamente yendo más allá del propio autor, explorando sus límites y potencialidades para pensar no solo una teoría de la hegemonía. En este artículo buscamos esbozar las perspectivas epistemológicas que inspiran este abordaje, revisando diversas formas de abordar la lectura de textos teórico-políticos y proponiendo una forma particular de lectura de los textos gramscianos, que permitan dar cuenta de la polisemia del concepto de hegemonía, y con ella, de los elementos que aporta para una teoría política.

II. Del texto al contexto, abordajes clásicos de la teoría política

Todo trabajo de reconstrucción teórica se encuentra asechado por la pregunta fundamental sobre cómo leer, o más bien, sobre cómo articular una práctica de lectura que permita la producción conceptual a partir de los textos que se interrogan. En el campo de la teoría política las formas de leer se han sostenido tradicionalmente en la relación entre los textos y el contexto político y social en el que se producen, en los diálogos, continuidades y rupturas de estos textos con las tradiciones teóricas preexistentes y en la existencia de grandes continentes teóricos anudados a los nombres propios de los pensadores. La práctica de lectura emprendida, generalmente, por la teoría política como disciplina se vuelve, de esta forma, la reconstrucción de una historia que se narra a través de la obra de diversos autores que van desarrollando nuevas conceptualizaciones de la política, continuando y a la vez rompiendo con pensadores anteriores, motivados e influidos por el contexto en el que realizan su escritura.

Un enfoque clásico inspirado en estas premisas es aquel propuesto por Arthur Lovejoy y su “historia de las ideas”. La práctica de lectura apunta aquí a encontrar, en los clásicos del pensamiento, ideas significativas que pueden compararse con ideas similares elaboradas antes o después por otros autores. Se trataba de identificar aquellos enunciados que dan cuenta de ciertas “ideas unitarias” presentes en toda filosofía política y hacer la historia universal de su evolución (Lovejoy 1940). Suponiendo una cadena evolutiva del pensamiento en la que se van dando distintas respuestas a ciertas preguntas de toda teoría política, la interpretación de los textos apunta a encontrar los núcleos de verdad universal en la obra de los grandes autores accediendo directamente a estos desde los enunciados mismos que allí aparecen, tratando así a los textos como fenómenos aislados de sus contextos.

Más allá de esta propuesta, hoy mayormente descartada dentro del campo de la historia intelectual, las premisas principales de este enfoque sobreviven, bajo una forma más elaborada, en las lecturas de Leo Strauss y sus seguidores. Strauss aborda a “la filosofía política como búsqueda de la verdad última de los fundamentos políticos” en tanto una “actividad esencialmente no histórica” (Strauss 2006: 19) que postula “la pregunta fundamental por la vida justa del hombre y el ordenamiento justo de la sociedad” (Strauss 2006: 26). Desde esta premisa, la lectura de los textos filosófico-políticos busca identificar actitudes morales y modos de pensar con las que, de forma consciente, los protagonistas de la practica filosófica, es decir los grandes filósofos políticos, responden a eternas preguntas sobre el orden político.

A su vez, el abordaje straussiano muestra su refinamiento al proponer leer esotéricamente los textos. Se trata de una práctica particular de lectura que daría cuenta de aquello que el autor ocultó con su escritura. Bajo la idea de que la búsqueda de la verdad entraña un carácter subversivo, la escritura de la filosofía política debe, necesariamente, presentar una forma peculiar para evitar la persecución y la censura del filósofo. Strauss plantea así que las verdades contenidas en los textos clásicos no son dichas directamente, sino que están escritas “entre líneas”. El contenido de los textos filosófico-políticos no aparece entonces directamente en su superficie, ya que no se dirige a todo el público sino a aquellos lectores atentos e inteligentes que son confiables y justos, en tanto se supone también el dictum socrático de que la virtud es conocimiento (Strauss 2009). La tarea de aquellos que “saben leer” consiste en descifrar la verdadera y oculta intención de los autores a partir de diversas insinuaciones, ironías y pistas presentes en los enunciados. Asistimos a un saber del “cómo leer” compartido entre pocos, pasado de maestro a alumno y solo disponible a los más aptos e inteligentes. Se trata, en suma, de una práctica competente de unos pocos lectores que saben leer allí, esotéricamente, la verdad oculta; que pueden leer, allí donde aparece algo múltiple o contradictorio, una unidad subyacente de verdad producida por su autor.

Estas formas de leer postulan entonces un “textualismo integral” en tanto abordan los textos como objetos coherentes con una significación inherente y autosuficiente, es decir, suponen que la inteligibilidad de los textos depende únicamente de los enunciados allí vertidos sin necesidad de “contaminar” la interpretación con nada exterior a sus fronteras (Jay 2003). Por el contrario, y en contraposición, otras formas de leer buscarán poner el foco de análisis en el enraizamiento de los textos teóricos en las matrices históricas de su producción. Estas lecturas “contextualistas” privilegian, por tanto, un análisis de los eventos sociales políticos que puedan dar sentido a los textos y buscan situar su interpretación a partir de la historia de los propios intelectuales y de los públicos a las que estos se dirigen; suponiendo así que la inteligibilidad del texto no puede agotarse en los enunciados en él contenidos.

Encontramos el exponente más influyente de este contextualismo en la llamada historia intelectual de la “Escuela de Cambridge”. Esta propuesta apunta a reconstruir el sentido de los textos por los contextos de discusión en los que estos se inscriben en tanto actos de habla con una intencionalidad. Se trata así de historizar los textos dando cuenta de un conjunto de elementos “extra-textuales” que permiten entenderlos “en términos que pudieran haber tenido sentido para el propio agente” (Skinner 2007: 137) que los escribe. Esta perspectiva metodológica busca así combatir los absurdos exegéticos propios de una historia de las ideas clásica que, en tanto ahistórica y puramente textualista, produce lecturas distorsivas de los textos atribuyéndoles sentidos que serían irreconocibles para sus autores.

El enfoque contextualista busca de esta manera evitar ciertas “mitologías” que producen anacronismos, anticipaciones e instrumentalizaciones, propios de lecturas que fuerzan respuestas coherentes y completas buscando retrospectivamente la significación de una obra. Se critica así una “mitología de la coherencia”, que hace de la interpretación la construcción de una unidad de sentido donde todas las diferencias al interior de una obra evidencian un camino evolutivo hacia una teoría final carente de contradicciones; una crítica a la “mitología de las doctrinas” que supone que todo gran autor presenta una respuesta articulada al conjunto de los grandes problemas de la teoría política (orden, justicia, derecho, estado, etc.); y una crítica a la “mitología de la prolepsis” que proyecta en el autor preguntas, anteriores o futuras, ajenas a su época y a sus preocupaciones (Ibíd.). La crítica contextualista plantea, entonces, que estas mitologías son producto del propio textualismo y sus formas de leer: carente de otro método de abordaje de los textos que no sea la reposición repetitiva de sus enunciados, sólo queda la distorsión de sus sentidos originales para poder producir en estos las doctrinas coherentes que ya se presuponen.

Para evitar estos “abusos” interpretativos se debe articular una metodología histórica que permita definir los elementos del contexto relevantes para entender un texto. Los historiadores de Cambridge no se proponen con ello reducir las obras a una función, expresión o reflejo del contexto sociopolítico, como si se tratara de un materialismo burdo; sino que buscan entender el texto como un acto de habla históricamente situado. Retomando aportes del giro lingüístico, se busca dar cuenta de la fuerza ilocucionaria o performativa de los textos, es decir, de comprender la fuerza y la intención con la que se pronuncia un enunciado. El sentido del texto depende así de aquello que este hace además de lo que este dice, entendiendo que fueron escritos con el propósito de afectar a determinados lectores. El contexto histórico a reponer apunta, por tanto, a la red de relaciones y sentidos compartidos en los cuales los autores introducen sus textos. Esta fuerza ilocucionaria se identifica así con una intencionalidad del autor que está enraizada en un sistema de otras acciones comunicativas; haciendo del contexto un marco de destinatarios del texto y un conjunto de convenciones lingüísticas que lo vuelven inteligible y efectivo en sus propósitos. Contra todo telos del pensamiento político como matriz de compresión, aquí cada texto pasa a ser entendido a partir de preguntas históricamente determinadas que se les presentan a sus autores en su contemporaneidad y de los sentidos de los que estos disponen para articular posibles respuestas (Skinner 1974, 2007)1.

Pero más allá de la potencia de enriquecer el análisis con elementos histórico-contextuales, y de la correcta crítica de las mitologías producidas por un abordaje textual clásico, existen importantes problemas y límites a una estrategia de lectura centrada en el contexto. En primer lugar, nos encontramos con la pregunta por la extensión de la contextualización: ¿dónde empieza y dónde termina, en cantidad de interlocutores y en duración temporal, el contexto relevante? Articulado como un conjunto de significados compartidos, los sentidos posibles para dar cuenta de la intencionalidad del autor deben limitarse espacio-temporalmente y, principalmente, en el número de sus destinatarios posibles. Si asumimos que los textos no se producen en contextos homogéneos de sentido y que, por el contrario, participan de múltiples y contenciosas redes de significado, uno podría afirmar la imposibilidad de establecer un límite al contexto a ser considerado. Frente a este problema, el enfoque de la “Escuela de Cambridge” se termina centrando en una historia de intelectuales que participan de debates bien delimitados mantenidos entre pocos (no por nada suelen abordar textos de un periodo histórico anterior a la masificación del debate político público), limitando así la proliferación de los sentidos posibles y los eventos históricos relevantes a ser discutidos. Historizando con quienes debaten y pluralizando parcialmente este debate más allá de los grandes clásicos del pensamiento, este enfoque no deja de enfatizar para el análisis del sentido el diálogo entre una élite de lectores que comparten un particular conocimiento (Rocca 2018).

Esta delimitación lingüística-comunicacional del contexto impide así ver el impacto que puedan tener eventos sociopolíticos que permanecen por fuera del discurso abiertamente articulado por un autor. Uno podría preguntarse si los textos no registran huellas de eventos históricos contemporáneos a su producción más allá de si estos son relevantes para el autor, o más bien, más allá de la propia inteligibilidad que autor y sus interlocutores tengan sobre estos. Consecuentemente, debemos considerar también los límites que la categoría de evento o acontecimiento, como episodios significativos que rompen toda regularidad de la historia, supone a cualquier tipo de explicación de corte histórico. El enfoque contextualista se apoya en la reconstrucción de un conjunto de sentidos sedimentados producidos en una larga duración histórica como fundamento de los sentidos disponibles con los que un autor busca hacer algo con sus textos, pero ¿no pueden existir eventos que rompan con estos sentidos establecidos produciendo un nuevo repertorio de sentidos no posibles de ser referidos a su historia? (Jay 2011). El enfoque contextual implica así una negación de la posible heterogeneidad del texto respecto a su contexto, es decir, cierra las posibilidades de que este pueda presentar y producir algo radicalmente nuevo. Por el contrario, negarnos a reducir al texto a mero reflejo de la realidad social implica considerar la posibilidad de la apertura de nuevos sentidos que vayan más allá de la situación histórica en la que los textos se producen y más allá de los sentidos que el autor y sus interlocutores pudieran tener sobre esta.

La radicalización de esta crítica, aún si aceptáramos cierta limitación elitista y acaso arbitraria del contexto relevante, deriva de la reflexión sobre las condiciones mismas de toda escritura. Esta supone, como elemento constitutivo, su separación tanto de su escritor como de todo destinatario supuesto, y por tanto, de todo sentido único capaz de definirse intencional y contextualmente. La escritura, como una marca que no se agota en la actualidad de su producción, articula una relación de ausencia entre quien escribe y quien lee. Esta separación implica la continuidad en su producción de efectos más allá de la presencia y el “querer decir” de su escritor. La condición de iterabilidad de todo lenguaje, es decir, su posibilidad constitutiva de ser leído, repetido e injertado en nuevas cadenas de sentido en ausencia absoluta del destinatario y del emisor, estructura a la escritura misma y “comporta una fuerza de ruptura con su contexto, es decir, [con] el conjunto de las presencias que organizan el momento [de] su inscripción. Esta fuerza de ruptura no es un predicado accidental, sino la estructura misma de lo escrito.” (Derrida 1994: 358). Todo enunciado está estructurado por la posibilidad de ser leído y repetido por cualquiera; su iterabilidad, supone, por tanto, su democratización radical por su separación de todo referente y por la consecuente “ausencia de un significado determinado o de la intención de significación actual, como de toda intención de comunicación presente” (Ibíd: 359). En este sentido, debemos reconocer que la “ausencia esencial de la intención en la actualidad del enunciado, [su] inconsciencia estructural (...) impide toda saturación de contexto” (Ibíd: 369).

La imposibilidad de saturar el sentido de un texto por medio de un contexto (biográfico, histórico, político, institucional, comunicacional, etc.), y el conjunto de problemas que una forma de leer de este tipo conlleva, se anudan en aquello que opera en estos abordajes como última garantía de acceso a una interpretación correcta del texto: la intencionalidad autoral, ahora capaz de ser determinada contextualmente. Reducir el sentido de un texto a lo que el autor quiso decir (y/o hacer) en la situación específica de su producción no puede explicar, ni obturar, la multiplicidad de sentidos posibles que toda escritura constitutivamente produce más allá de aquel contexto específico y por fuera de la inteligibilidad propia de su escritor2. La operación necesaria para realizar tal reducción, y tratar así de evadir los inevitables problemas de toda contextualización, es por tanto la articulación de una figura autoral como aquella que da autoridad y fundamento a un sentido único y que por tanto “hace posible una limitación de la proliferación cancerígena, peligrosa, de las significaciones (…) el autor es pues la figura ideológica mediante la que se conjura la proliferación del sentido (Foucault 2000: 32 y 33).

Contextualismo y el textualismo en teoría política comparten por tanto la operación del cierre de sentido mediante la intencionalidad del autor. Ya sea este un genio que da respuestas a las grandes preguntas de la historia, un astuto escritor que oculta sus verdades en su obra, o un intelectual que busca intervenir en un debate público, es el autor y sus intenciones (y las de otros autores e intelectuales a los cuales continua o con los cuales debate) la que conduce a un sentido unívoco, coherente y verdadero de un texto teórico-político y sus conceptos. Nos encontramos, entonces, frente a formas solo en apariencia opuestas de leer los textos teóricos: una apoyada en una lectura atenta y correcta que extrae la lógica unitaria del texto “aislado” del mundo, y otra que busca en el texto las huellas de un mundo histórico externo como aquello que explica su sentido. En ambas, no obstante, es la figura del autor la que resuelve la relación entre texto y mundo por medio de un único discurso autorizado. Leer, en todos estos casos, supone reponer por distintos medios una intención autoral que cierra los múltiples sentidos posibles de un texto, conjurando fuera de la interpretación todo contenido no intencional que este pueda contener, y autorizando así una única lectura correcta vía la palabra, articulada y coherente, de quien lo escribió.

III. En busca del Gramsci perdido, la fidelidad autoral en los estudios gramscianos

Este conjunto de reflexiones sobre cómo leer refiere, y se inscribe, en los problemas para una construcción del concepto de hegemonía y en cómo este ha sido tradicionalmente abordado en los estudios gramscianos, orientados en su conjunto por una reconstrucción de aquello que Gramsci “quiso decir” con sus conceptos. Podemos afirmar que la misma conformación de un campo de estudios bajo el nombre propio de Gramsci explicita la inscripción en la problemática autoral y obtura una lógica de lectura centrada en la productividad polisémica que se anuda en el texto. Pero estamos, a su vez, frente a un problema que puede rastrearse hasta el propio Gramsci, cuya figura autoral funciona, esta vez, para justificar el propio método de abordaje dominante en los estudios gramscianos. En este sentido, una parte de su trabajo carcelario parece estar motivado por las premisas anudadas en la figura de autor como garantía y como objeto de investigación. Al iniciar el estudio de la “concepción del mundo” inaugurada por Marx, como importante momento en el desarrollo de los principales argumentos teóricos desarrollados en los Cuadernos de la cárcel, Gramsci plantea, primero, unas observaciones metodológicas sobre cómo se debe abordar dicha tarea:

Si se quiere estudiar una concepción del mundo que nunca haya sido expuesta sistemáticamente por el autor-pensador, hay que hacer una labor minuciosa y realizada con el máximo escrúpulo de exactitud y de honradez científica. Ante todo hay que seguir el proceso de desarrollo intelectual del pensador, para reconstruirlo según los elementos que resulten estables y permanentes, es decir, que hayan sido realmente adoptados por el autor como pensamiento propio, distinto y superior al "material" anteriormente estudiado y por el cual puede haber sentido, en ciertos momento, simpatía, al punto de haberlo aceptado provisionalmente y haberse servido de él para su labor crítica o de reconstrucción histórica o científica, Esta advertencia es esencial particularmente cuando se trata de un pensador no sistemático, cuando se trata de una personalidad en la cual la actividad teórica y la actividad práctica están entrelazadas indisolublemente de un intelecto por lo tanto, en continua creación y en perpetuo movimiento. Así pues: 1° biografía, muy minuciosa con [2°] exposición de todas las obras, incluso las más desdeñables, en orden cronológico, divididas según los diversos periodos: de formación intelectual, de madurez, de posesión y aplicación serena del nuevo modo de pensar. La búsqueda del leit-motiv, del ritmo del pensamiento, es más importante que las citas individuales aisladas. (Gramsci 1981: tomo 2: 131)

Gramsci parecería estar dándonos aquí las indicaciones con las cuales leer su propio pensamiento. Preocupado por aquellas concepciones no expuestas sistemáticamente por autores cuya actividad teórica y práctica están fuertemente entrelazadas, y agregando un particular cuidado por diferenciar entre obras publicadas y manuscritos, estas indicaciones parecen plantear una forma de leer adecuada para las características de su propia obra. El núcleo de esta práctica de lectura busca reconstruir un leit-motiv, un tema central que se va desplegando bajo un ritmo particular y por el que va avanzando un pensamiento a lo largo de distintos textos de diversos periodos. En este recorrido el autor va apropiándose y diferenciándose de los aportes de otros pensadores hasta elaborar su propia, singular y completa teoría. Apoyado sobre el estudio de la biografía del autor como soporte para entender los cambios, el ejercicio de lectura se centra en buscar y narrar la evolución de una obra que avanza y crea una nueva y completa concepción del mundo a partir de su incorporación crítica y diferencial del pensamiento precedente.

Biografía y obra articulan así los puntos que, de forma más desarrollada, se desplegaban en los abordajes epistemológicos que recién hemos analizado. Parecería, sin embargo, que limitado por su encarcelamiento y consciente de esta limitación, Gramsci no realizará esta tarea, dedicando su trabajo carcelario a la elaboración de reflexiones propias vertidas en múltiples apuntes de trabajo. No obstante, su “método”, que lo emparenta con las formas más clásicas de lectura en teoría política, parece ser el que inspira a la gran mayoría de estudios sobre su pensamiento, y con él, sobre el concepto de hegemonía. Anclados ya sea en la biografía, con el impacto que los eventos políticos y sociales de su época pudieran tener en las reflexiones de Gramsci, o en el movimiento de elaboración de su pensamiento como continuidad, ruptura u originalidad en relación a pensamientos teórico-políticos precedentes, o más bien, en la mayoría de los casos, en un combinación de estos elementos; los estudios gramscianos han buscado incansablemente entender qué quiso decir Gramsci para fundamentar desde allí un concepto de hegemonía, y con él, un nueva teoría política y social3.

Los estudios sostenidos en la filología, abordaje actualmente dominante en los estudios gramscianos en Italia (Liguori 2013), son los que más abiertamente traicionan el sentido etimológico de su método (amor por las palabras) en favor de la búsqueda del Gramsci perdido, de la apuesta por una fidelidad hacia su autor que restituya su intención y su voluntad. En algunos casos se termina planteando una vía de acceso al “verdadero” Gramsci que reside en la materialidad misma del manuscrito gramsciano. Serían las marcas físicas soportadas en el texto las que establecen el criterio que ordena una obra que ahora si podría seguirse en su evolución y articularse en una coherencia (Francioni 2016). Una obra que muestra entonces su condición de genialidad, como una forma acabada del pensamiento de la cual extraer las respuestas para una interrogación de lo político y lo social.

La figura del autor opera así no solo como detención de la polisemia del texto sino que, en una construcción estructuralmente similar a la exégesis cristiana, que demuestra el valor de un texto por la santidad de su autor, busca articular la coherencia y la unidad de una obra reconstruida en todos los escritos firmados o producidos por un mismo autor. Esta unidad y coherencia alcanzada vía la fidelidad de los fieles a su autor, se traslada así a los conceptos contenidos en dicho continente autoral:

El autor es lo que permite explicar tanto la presencia de ciertos acontecimientos en una obra como sus transformaciones, sus deformaciones, sus modificaciones diversas (y ello gracias a la biografía del autor, al establecimiento de su perspectiva individual, al análisis de su pertenencia social o de su posición de clase, a la puesta al día de su proyecto fundamental). El autor es igualmente el principio de una cierta unidad de escritura -es obligado que todas las diferencias se reduzcan al mínimo gracias a los principios de evolución, de maduración o de influencia. El autor es incluso lo que permite remontar las contradicciones que pueden desplegarse en una serie de textos: es preciso que exista -a un cierto nivel de su pensamiento o de su deseo, de su conciencia o de su inconsciente- un punto a partir del cual las contradicciones se resuelven, los elementos incompatibles finalmente se encadenan unos a otros o se organizan alrededor de una contradicción fundamental y originaria. Finalmente, el autor es un cierto hogar de expresión que, bajo formas más o menos acabadas, se manifiesta tanto, y con el mismo valor, en unas obras, en unos borradores, en unas cartas, en unos fragmentos, etc. (Foucault 2000: 20).

La coherencia de una obra completa, a la que se accede siempre de antemano con cierta reverencia de genialidad, acompaña así los intentos de instaurar con Gramsci el origen de una nueva teoría a la que adherir y continuar; de volver a Gramsci un “fundador de discursividad”, un autor que abre el espacio para algo que es, al mismo tiempo, diferente de aquello por él producido, pero siempre perteneciente a lo por él fundado (Ibíd.). Consecuentemente, todos los intentos de pensar sus conceptos se vuelven “retornos al origen” donde “no se reconocen determinadas proposiciones como falsas, sino que, cuando se intenta captar este acto de instauración, se apartan simplemente los enunciados que no son pertinentes, sea porque se los considera inesenciales, sea porque se los considera como «prehistóricos» y pertenecientes a otro tipo de discursividad” (Ibíd: 26). Amparados bajo la autoridad de Gramsci todos los intentos de uso e interpretación del concepto de hegemonía deben así definir su validez teórica en relación a su obra como conjunto coherente y acabado.

Por esta razón, más allá del método con el que se busca producir la intención autoral, lo que nos interesa aquí es lo que produce para pensar leer la hegemonía. En todos estos casos se busca derivar un concepto único de hegemonía, a partir de un dialogo de Gramsci consigo mismo (o expandido a quienes lo influyen y contra quienes discute) a lo largo de su obra, que siempre da como resultado una completa y coherente teoría de la política. En este sentido, la hegemonía se establece como pieza clave de una maquinaria libre de contradicciones a la que Gramsci arriba luego de una larga evolución. El sentido del concepto de hegemonía se vuelve así parte y resultado de una teoría que a la vez se establece, en prácticamente todos los estudios gramscianos, como una acabada y potente respuesta para la interpretación política y social, como una completa filosofía que se basta a sí misma para resolver cualquier problema teórico. Anudado en la figura autoral de Gramsci, el concepto de hegemonía aparece como una solución a la que arribar más que como un problema a interrogar; una solución ya articulada en la obra de un autor genial que no requiere la producción de ningún dialogo critico de sus conceptos con otras teorías que puedan potenciarlos.

Por el contrario, abordar una lectura del concepto de hegemonía sin la garantía última de su significado en la voluntad de Gramsci implica el abandono de todo intento de “descifrar” el secreto de sus textos, para abrirlos, y con ellos a sus conceptos, en su polisemia. Leer, por lo tanto, como una actividad “contrateológica” que, sin inscripción al nombre del padre, se convierte en una experimentación productiva del texto (Barthes 1994a). La tarea para pensar la hegemonía será, por tanto, la de atravesar la escritura de los textos gramscianos para ir desenredando allí los múltiples sentidos del concepto de hegemonía en sus diversos usos. En consecuencia, contra todo intento de centrar el análisis en construir una obra de Gramsci que, cual organismo que se desarrolla, cierra en su evolución los sentidos de sus conceptos, se deben abordar los textos como un “campo metodológico”, como una red plural de significantes que no pueden “hallarse” por una ciencia filológica de la literalidad, por una hermenéutica que interprete sus secretos o por un contextualismo que los explique (Barthes 1994b).

Este ejercicio de triple herejía gramsciana (con el método propuesto por Gramsci, con el campo establecido de estudios gramscianos y, más importante aún, con los sentidos del propio Gramsci), no implica, no obstante, que Gramsci como autor no pueda “aparecerse”, sino que si lo hace, es a “título de invitado” (Ibíd.) sin ningún privilegio paternal que le asegure de antemano la palabra correcta para pensar la hegemonía. De esta forma, si no reducimos el sentido de hegemonía a un problema de continuidad o ruptura de Gramsci con otros autores (Marx, Labriola, Croce, Lenin, etc.), ni tampoco a sus lecturas del contexto político y social o a las estrategias políticas que él busca articular; esto no quiere decir que no podamos recurrir a él pensar estos elementos en la búsqueda de la productividad teórica del concepto.

La productividad teórico-política del concepto de hegemonía no puede por tanto reducirse ni al contexto ni a Gramsci como su autor, cuya relevancia, en su propia época, fue de hecho menor, sin que se generaran importantes debates sobre su obra y sus conceptos durante su vida. En realidad, es la multiplicidad de interpretaciones y reapropiaciones posteriores que existen sobre este concepto la que justifica un abordaje que, contrario a una estrategia de retorno al origen, se centre en la polisemia de la categoría y en sus potencialidades4. El interrogante, entonces, es porque, más allá de Gramsci pero articulado desde sus reflexiones, el concepto de hegemonía, se convirtió, en la segunda mitad del siglo XX y hasta nuestros días, en una categoría central al interior de las discusiones marxistas y en diversas disciplinas de las ciencias sociales. La pregunta que, en conclusión, motiva nuestra propuesta de lectura ya no es “qué quiso decir Gramsci con hegemonía” sino cuáles son las potencias teóricas y las problemáticas histórico-políticas que se anudan, bajo múltiples formas, en el concepto de hegemonía que aparece en sus textos.

IV. Experiencia histórica y polisemia de los conceptos

El movimiento de un pensamiento centrado en el autor a uno que aborde el concepto para pensar la hegemonía requiere, entonces, una reflexión sobre cómo pensar a los conceptos una vez liberados de la intención autoral. En este punto, para abordar el interrogante que articula esta forma de leer la hegemonía, creemos que pueden recuperarse, críticamente, algunos aportes de la “historia conceptual” [Begriffsgeschichte] desarrollada en Alemania en los años sesenta. Esta estrategia teórica se propone “un acercamiento interpretativo a la experiencia plasmada en los conceptos, y descifra, en la medida de lo posible, las pretensiones teóricas contenidas en los conceptos. Literalmente se pregunta por “la evidencia de la transformación que se produce en [una] época, cómo se ha articulado lingüísticamente en los conceptos” (Koselleck 2009: 99). Es decir, para este enfoque, los conceptos políticos modernos dan cuenta, e intervienen, en una experiencia histórica que a su vez los atraviesa y los constituye. El abordaje apunta, entonces, a dar cuenta de las transformaciones históricas de la modernidad a partir de los conceptos, pero simultánea y principalmente, a entender la constitución y el surgimiento de los conceptos como condensaciones de la experiencia moderna, como un intento particular de anudar en ciertas palabras la inteligibilidad teórica de una realidad histórica contradictoria.

Cada concepto depende de una palabra, pero cada palabra no es un concepto social y político. Los conceptos sociales y políticos contienen una concreta pretensión de generalidad y son siempre polisémicos (…) un concepto tiene que seguir siendo polívoco para poder ser concepto. También él está adherido a una palabra, pero es algo más que una palabra: una palabra se convierte en concepto si la totalidad de un contexto de experiencia y significado sociopolítico, en el que se usa y para el que se usa una palabra, pasa a formar parte globalmente de esa única palabra. Los conceptos son, pues, concentrados de muchos contenidos significativos (…) un concepto reúne la pluralidad de la experiencia histórica y una suma de relaciones teóricas y prácticas de relaciones objetivas en un contexto que, como tal, sólo está dado y se hace experimentable por el concepto (…) con todo esto queda claro que los conceptos abarcan, ciertamente, contenidos sociales y políticos, pero que su función semántica (...) no es deducible solamente de los hechos sociales y políticos a los que se refieren. Un concepto no es sólo indicador de los contextos que engloba, también es un factor suyo. Con cada concepto se establecen determinados horizontes, pero también límites para la experiencia posible y para la teoría concebible (Koselleck 1993: 116, 117 y 118).

Los conceptos existen en una tensión constitutiva y nunca resuelta entre ellos y los estados de cosas a los que estos buscan pensar al condensar una experiencia sociopolítica múltiple y contradictoria; a su vez, no son meros reflejos de esa realidad, sino que, en tanto esta solo puede entenderse por medio de estos, los conceptos se vuelven elementos que intervienen sobre la realidad y la constituyen. La plurivocidad de los conceptos emerge de la condensación de diversas experiencias de dicha realidad y, asimismo, de que los conceptos contienen sentidos sedimentados de otras épocas y, al mismo tiempo, conllevan una capacidad inherente de trascender su contexto originario y proyectarse en el tiempo (Palti 2004).

Los sentidos de un concepto no pueden reducirse así a un contexto, de por sí contradictorio y múltiple, ya que no existe una relación directa y simple entre ambos. Sobre la realidad que los constituye, los conceptos pueden proponer y anticipar una situación aún no existente, ya que incluyen la posibilidad lingüística de ser usados para ir más allá de los fenómenos particulares que denominan. Simultáneamente, pueden presentar la permanencia de experiencias anteriores y mostrar ciertas resistencias teóricas propias del pasado. Estos diversos niveles de significación simultáneos de un concepto, procedentes cronológicamente de épocas diferentes y con capacidad de anticipar realidades futuras, expresan sus inherentes anacronismos y, por lo tanto, la imposibilidad de establecer una relación de concordancia directa de los conceptos con el curso de los acontecimientos de la historia (Koselleck 1993, 2009).

La pluralidad de la experiencia que se anuda en un concepto implica, entonces, su necesaria polisemia, y esto no simplemente porque este puede cambiar su sentido en contextos históricos distintos, sino porque la realidad contradictoria que habita el concepto vuelve precaria toda fijación ultima de sentido. Por ello, no se trata de que los conceptos tengan historia, dando cuenta de ideas universales que se expresan en distintas palabras a lo largo de la historia o de una serie cronológica de significados que se anudan bajo una misma palabra que van cambiando según el contexto; sino que “portan” una experiencia histórica múltiple, que vuelve a su historicidad, polisemia y mutabilidad, sus elementos constitutivos. La “historia conceptual” propone entonces un análisis que muestre cómo ciertas palabras, muchas veces tomadas de tradiciones previas y manteniendo tensiones con estos pasados, se convierten en “vehículos” de conceptos que dan cuenta e intervienen en una realidad histórica radicalmente nueva. Un análisis que supone la naturaleza aporética de todo concepto, la imposibilidad de fijar en estos un sentido último ya que sus contenidos semánticos nunca conforman un sistema racional y lógicamente integrado. Este carácter aporético, que vuelve a los conceptos “indicadores” de un problema teórico/político que nombran y que a la vez los excede, supone entonces una polisemia inherente que debemos abrir (Duso 1998, Palti 2005).

Abordar el concepto de hegemonía no implicará, entonces, realizar una historia de la palabra desde sus orígenes en la antigüedad griega hasta la actualidad, registrando las transformaciones en sus significados y sus usos, como si se tratara de distintas modulaciones bajo nuevos contextos de un fenómeno transhistórico llamado hegemonía5. Por el contrario, implicará pensar cómo, en un particular continente de textos, esta palabra se convierte en concepto intentando dar cuenta de una experiencia política nueva; y en cómo esta se erige, a su vez y a través del concepto de hegemonía, en una problemática a pensar y resolver para las tradiciones teóricas en las que este concepto se inscribe. Por esto, si planteamos abordar el concepto de hegemonía desde los textos gramscianos, y en particular desde los Cuadernos de la cárcel, es porque es allí, y esto más allá de la intención de Gramsci, donde emerge, bajo diversas formas y en su polisemia, un concepto que busca dar cuenta de una nueva realidad histórico-política, nombrada, y entendida, a partir de la hegemonía.

El concepto de hegemonía se ha convertido así más que en una solución teórica a buscar en la obra de Gramsci, en un problema a interrogar en sus textos; y esto en un triple sentido. En primer lugar, debemos pensar cuál es la problemática política, la nueva experiencia histórica, que emerge en la época de escritura del texto gramsciano y que escapa a una inteligibilidad sobre la base de las teorías y la conceptualidad previa y requiere, entonces, su entendimiento bajo un nuevo concepto denominado hegemonía.

En segundo lugar, en consecuencia, impone pensar la relación entre este concepto y la tradición teórica en la que se inscribe: el marxismo. En este sentido, debemos pensar cómo los elementos críticos introducidos por el concepto de hegemonía suponen una reformulación o profundización crítica de la teoría marxista en su manera de abordar lo político; y a su vez dar cuenta de las persistencias teóricas del marxismo de la época en el propio concepto de hegemonía. En su polisemia, entonces, el concepto de hegemonía se convierte en un locus problemático de profundización y reformulación de la tradición teórica a la que pertenece, en un campo de fuerzas donde se juegan la apertura a nuevos sentidos dentro del marxismo y la continuidad de formas sedimentadas de entenderlo6.

Por último, y en tercer lugar, debemos pensar qué es aquello que aparece en el concepto gramsciano de hegemonía que abre lugar a posteriores reapropiaciones y transformaciones que multiplican la polisemia ya presente en los Cuadernos... Refiriendo a este texto como fuente, las diversas interpretaciones y reformulaciones del concepto de hegemonía en nuevos campos teóricos aparecen así como la profundización de sentidos ya allí anudados que debemos poder articular, no ya como apropiaciones indebidas del pensamiento de Gramsci.

Para pensar estos interrogantes del concepto de hegemonía, debemos, no obstante distanciarnos de la “historia conceptual” de la cual, como planteábamos, sólo recuperamos críticamente en algunos elementos. Esto se debe, principalmente, a que dicho enfoque supone una narración particular sobre la transformación histórica y sobre las causas de la naturaleza aporética de los conceptos, que no compartimos y que dificultan un abordaje crítico del concepto de hegemonía. Centrado en un único quiebre histórico, entre modernidad y mundo antiguo acontecido en el siglo XVIII, las investigaciones de dicho enfoque apuntan a las transformaciones conceptuales sucedidas en este período bisagra [Sattelzeit]. Por ello, no puede dar cuenta de transformaciones posteriores en la conceptualidad política, suponiendo una unidad y determinación de los conceptos modernos desde ese momento hasta nuestra contemporaneidad. Consecuentemente, se explica el carácter polisémico y aporético de los conceptos políticos por un única causa originaria establecida en dicha ruptura y referida a la propia conceptualidad que explica dicha experiencia: se trata del vacío de todo fundamento natural y externo del orden político propio de la modernidad, cuyas causas o lógicas no se explican más que circularmente por el propio vació de sentido7.

¿Cómo pensar el carácter aporético, polisémico, de los conceptos políticos desde una experiencia histórica que incluya pero no se agote en los mismos conceptos? ¿Cómo pensar esta experiencia en una dinámica de transformación que dé cuenta del surgimiento de nuevos conceptos y de su transformación? La lectura de los conceptos no debe ser entonces un relato de un gran y único cambio entre grandes periodos históricos que explica la conceptualdad; sino que debe abordar una práctica social que, en su dinámica y transformación, expresa y opera cambios en los conceptos que portan esa experiencia. Es decir, queremos pensar la hegemonía como condensación de una particular experiencia histórica múltiple, contradictoria, conflictiva y cambiante que, a partir del advenimiento de dicho concepto, se expresa y entiende en su polisemia. Reconociendo que todo entendimiento no parte de un simple acceso directo a los textos, sino que se inserta en una tradición teórica que moldea, y es moldeada, en la interpretación (Gadamer 1999) debemos confesar nuestra propia tradición como forma de explicar este fenómeno de la conceptualidad y de abordar el concepto de hegemonía. Debemos entonces retornar al marxismo, como teoría crítica de la sociedad capitalista, para entender, desde el antagonismo de esa particular e históricamente determinada sociedad, el carácter contradictorio y polisémico de los conceptos políticos y sus transformaciones.

V. Leer la hegemonía desde una teoría crítica del capitalismo

La reflexión sobre los conceptos y su relación con la realidad, económica, política y social nunca ha sido simple, ni tampoco particularmente desarrollada, en la tradición del pensamiento marxista. En la imagen que prevalece del marxismo se entiende que este aborda a las ideas, y a los conceptos, como parte de ideologías que reflejan lo económico, lo productivo, en distintas realidades históricas. Entendidos como “superestructuras” de dicha estructura económica, y agregando el aforismo por el cual “Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época” (Marx y Engels 2005: 50) los conceptos parecen reducirse a las posiciones y los intereses de las clases económicamente dominantes en distintos periodos. Consecuentemente, aquellas teorías o conceptos que denuncian dicho dominio deben ser reconducidos a las posiciones e intereses de las clases dominadas; como si cada clase tuviera sus propias ideas producto de su particular situación económica. De esta manera, la práctica teórica se vuelve un trabajo de “desenmascaramiento” de las ideas de los dominantes y de desarrollo de un conocimiento científico verdadero que, corriendo el velo ideológico, de cuenta de las cosas tal cual son para así contribuir a la emancipación de los dominados.

Sin embargo, esta forma de abordar la conceptualidad, por más que pueda reflejar la tarea realizada por muchos marxistas, es muy distinta a aquella emprendida por Marx en su crítica de la economía política. En estos trabajos marxianos, las categorías de la ciencia económica son pensadas como formas fetichizadas de las relaciones sociales capitalistas. Es decir, los conceptos y categorías de la “economía política” (mercancía, valor, trabajo, dinero, capital, etc.) no son engaños ideológicos con los que la burguesía busca dominar a otras clases; son, por el contrario, una “ilusión objetiva” que emerge de las características propias de las relaciones sociales por las que se produce y reproduce la sociedad capitalista como totalidad históricamente determinada.

… las categorías más abstractas, a pesar de su validez -precisamente debida a su naturaleza abstracta- para todas las épocas, son, no obstante, en lo que hay de determinado en esta abstracción, el producto de condiciones históricas y poseen plena validez sólo para estas condiciones y dentro de sus límites (…) Como en general en toda ciencia histórica, social, al observar el desarrollo de las categorías económicas hay que tener siempre en cuenta que el sujeto - la moderna sociedad burguesa en este caso- es algo dado tanto en la realidad como en la mente, y que las categorías expresan por lo tanto formas de ser, determinaciones de existencia, a menudo simples aspectos, de esta sociedad determinada, de este sujeto, y que por lo tanto, aun desde el punto de vista científico, su existencia de ningún modo comienza en el momento en que se empieza a hablar de ella como tal (Marx 2013: 306 y 307)

La crítica marxiana no supone, entonces, una relación externa entre realidad y concepto, sino la unidad dialéctica de lo objetivo y lo subjetivo, donde son las características de una determinada realidad social histórica las que existen, requieren, y se expresan necesariamente bajo la forma de ciertas abstracciones reales. El “método” propuesto por Marx parte por ello de un concreto representado como caos, para abstraer conceptos que operan y son parte de esa realidad para con ellos volver a lo concreto como totalidad determinada de múltiples relaciones. El trabajo de reconstrucción y crítica de las abstracciones conceptuales implica, por lo tanto, contra toda ontología de los conceptos que pretenda presentarlos como válidos para todas las sociedades, mostrar su génesis histórica y entenderlos como formas de relaciones sociales históricamente determinadas. A su vez, supone articular los conceptos como nodos de un conjunto de relaciones, esto es de la sociedad como totalidad (Ibíd.).

La crítica de los conceptos continúa, entonces, en la crítica de las relaciones sociales que estos expresan y operan. De esta forma, lo que aparece como una derivación lógica de los distintos conceptos de dicha totalidad a partir de sus diversas contradicciones, es, al mismo tiempo, una crítica de la experiencia social antagónica contenida en dichos conceptos. El Capital, en tanto crítica de la economía política, lejos de ser un libro de economía marxista, constituye entonces una crítica de la forma del lazo social, de la relación social fundamental que domina y articula la sociedad capitalista. En la aparente neutralidad de los conceptos de la economía política se expresa y opera una experiencia histórico-social que conlleva la subordinación y explotación de unos sujetos por otros y que se reproduce en y por las contradicciones del antagonismo entre clases que este crea (Marx 2002). Los conceptos son, al mismo tiempo, abstracciones de una experiencia múltiple, producto y productores de una sociedad que implica la división y el antagonismo de clase, la dominación de unos de sus miembros por otros, y la subsunción del conjunto de la sociedad al funcionamiento ciego e impersonal del capital.

El objeto de la crítica es por lo tanto un único movimiento desde la conceptualidad que la describe y que opera en ella, hacia la sociedad capitalista como una totalidad histórica contradictoria y antagónica. Si el “ser social determina la conciencia social”, este no puede entenderse ya como lo económico o como la voluntad de una clase dominante que se impone, sino como el conjunto de las relaciones antagónicas que vinculan a los individuos en la producción y reproducción, material y simbólica, de una sociedad históricamente determinada. La conciencia social, y los conceptos en que esta se articula, deben entenderse, entonces, a partir del antagonismo que expresan y que organiza la sociedad capitalista como totalidad. La conceptualidad propia de la modernidad capitalista, porta, por lo tanto, una experiencia histórica antagónica que la desgarra e impide una fijación única del sentido. En tanto formas de las relaciones sociales capitalistas la contradicción inherente en los conceptos expresa el antagonismo propio de la relación entre capital y trabajo; una relación entre individuos mediada por el valor como forma principal del lazo social que produce y reproduce la sociedad capitalista como una forma abstracta-impersonal de dominio del hombre por el hombre. Un abordaje dialéctico y crítico, postula, entonces, que la forma capitalista de la dominación social expresa su antagonismo inherente en los conceptos con los que opera y que la explican:

El carácter abstracto del valor de cambio confluye, previamente a cualquier estratificación social concreta, con el dominio de lo general sobre lo particular, de la sociedad sobre quiénes son sus miembros a la fuerza. Este carácter abstracto no es socialmente neutral (…). En la reducción de los hombres a agentes y soportes del intercambio de mercancías se oculta la dominación de los hombres sobre los hombres (Adorno 2006a: 13) [Es por ello que] concepto y realidad son de la misma esencia contradictoria. Lo que desgarra antagónicamente a la sociedad, el principio de dominio, es lo mismo que, espiritualizado, produce la diferencia entre el concepto y lo sometido a este. Pero esa diferencia adquiere la forma lógica de la contradicción porque todo lo que no se pliega al principio de dominio aparece, según el criterio del principio, no como algo distinto indiferente a este, sino como una violación de la lógica (Adorno 2005: 55).

Abordar los conceptos desde esta perspectiva implica, entonces, pensar aquella tensión constitutiva entre estos y su realidad, entre aquella experiencia sociopolítica y contradictoria y la conceptualidad que busca condensarla postulada desde la historia conceptual, como un producto histórico del antagonismo capitalista. De esta forma, la imposibilidad de los conceptos de cerrarse en un sentido último, y su necesaria polisemia, no se desprende de una característica ontológica de lo político, ni de un único cambio simbólico operado por el fin de todo orden trascendente en el paso de la antigüedad a la modernidad. Por el contrario, es la constitución de la sociedad capitalista y sus transformaciones históricas las que producen el surgimiento de categorías y conceptos que, en tanto abstracciones reales de esas relaciones, portan y operan una realidad antagónica y contradictoria que impone la imposibilidad de su cierre. En otras palabras, si no puede haber adecuación plena entre concepto y realidad, si los conceptos portan una historia que los vuelve polisémicos, aquella es la historia del antagonismo; es la experiencia del conflicto entre capital y trabajo la que atraviesa, constituye y desgarra a los conceptos que articulan y expresan la experiencia política del capitalismo.

Es a partir de esta experiencia del conflicto que buscamos pensar el surgimiento de nuevos conceptos y sus transformaciones históricas. Si el enfoque de la historia conceptual postulaba una única gran transformación en el advenimiento de la modernidad, obturando una reflexión sobre la nueva conceptualidad surgida luego, entender los conceptos como atravesados por el antagonismo y la lucha de clases nos permite pensar su desarrollo y surgimiento desde la historia de este conflicto. Si la experiencia que se anuda en los conceptos es la de un antagonismo que se despliega en conflictos y luchas históricas, estos y sus transformaciones dan cuenta de formas cambiantes en las que se articula este enfrentamiento. De esta forma, y parafraseando las reflexiones que un teórico marxista del lenguaje aplicaba al signo, podemos pensar a los conceptos como “arena de la lucha de clases” (Voloshinov 2009).

Existe, por último, otro importante elemento en esta perspectiva para abordar los conceptos desde el conflicto de clases. Estos, en tanto forma histórica de la sociedad capitalista se deben entender desde la posibilidad de superar su conflicto, es decir, desde la perspectiva de ir más allá del antagonismo de la sociedad capitalista del cual los conceptos son formas de existencia. Si la sociedad capitalista se ha convertido en una “segunda naturaleza” que, aunque producida por los individuos, opera ciegamente a sus espaldas imponiéndose a estos, la reflexión debe ser una crítica, un intento por abolir, esta constitución histórica y las categorías que la expresan: “el reconocimiento crítico de las categorías que dominan la vida de la sociedad contiene también la condena de aquellas” [en tanto] “momentos de una totalidad conceptual cuyo sentido ha de ser buscado, no en la reproducción de la sociedad actual, sino en su transformación en una sociedad justa” (Horkheimer 2003:241 y 250). Como parte de una teoría crítica de las relaciones sociales capitalistas, la crítica a los conceptos, siguiendo la tradición marxiana, se vuelve así, al mismo tiempo y en el mismo movimiento crítica de las relaciones sociales que estos portan postulando su posible y deseable superación.

VI. Conclusiones

Leer el concepto de hegemonía desde la perspectiva crítica que acabamos de delinear, implica, por lo tanto, abrir el concepto a la lucha de clases, entendiendo que en este se articula una forma de experiencia histórica antagónica capaz de ser superada por la misma lucha. Parecería, entonces, que, a través de un rodeo por teorías de la deconstrucción, la historia conceptual y la teoría crítica hemos vuelto a la tradición gramsciana, y al propio concepto de hegemonía para pensar los conceptos. En su polisemia este siempre ha sostenido, en sus diversas interpretaciones, alguna forma, algún intento de pensar la lucha de clases, y las estrategias de lucha contra y más allá del capitalismo, desde un vínculo inherente entre las ideas, sus transformaciones y las luchas sociales.

Existe en el pensamiento gramsciano una preocupación central por las formas ideológicas-culturales del conflicto de clases en su búsqueda de formas de la emancipación y superación de la sociedad capitalista. Se trata de un elemento que, aunque en tensión con intentos de reconstrucción de las “concepciones del mundo” reconduciéndolas a posiciones de clase determinadas por una práctica productiva, permite pensar a los propios conceptos, y formas de abordar la propia realidad, a partir de la lucha de clases y como partes constitutivas de dicho conflicto. Queremos pensar, entonces, que elementos de este conflicto surgen y se desarrollan en la época de producción del concepto de hegemonía que serán formulados y entendidos desde esta nueva conceptualidad, y pensar también cómo esta se articula, qué lugar ocupa, en un proyecto de crítica de la totalidad capitalista. No se trata, por lo tanto, de entender el surgimiento del concepto de hegemonía como un reflejo de conflictos históricos puntuales, lo que requeriría su contextualización por una historia de luchas y enfrentamientos, sino de abordarlo desenredando en sus múltiples sentidos aquel problema teórico, aquella forma del conflicto, que busca articularse y nombrase bajo el concepto de hegemonía.

Por esta razón, y como decíamos más arriba, el concepto de hegemonía es el locus de un problema, un territorio en el que se condensa una experiencia contradictoria y múltiple que, lejos de intentar cerrar en un sentido único, hay que interrogar en su polisemia. Contra un cierre ideológico de esta experiencia, que presente como reconciliado en el concepto aquello que permanece en la realidad como antagónico (Adorno 2006b), persistimos en el antagonismo y en las formas en que este se articula en el concepto de hegemonía. Queremos pensar desde este antagonismo, y desde las posibilidades de su superación, desde una “fantasía tenaz” (Horkheimer 2003) que haga de la crítica una lucha por la abolición del presente y por la apertura de una nueva experiencia histórica; pensar entonces que puede existir una sociedad sin hegemonía para abrir la categoría en su historia y en su crítica.

La tarea que se desprende de tal perspectiva, consistirá, por lo tanto, en encontrar cual es el problema que la hegemonía busca nombrar, que aspecto del desarrollo histórico del conflicto de clases es la experiencia que este anuda. Se trata, entonces, de proponer una crítica del concepto de hegemonía para pensar como este da cuenta de una característica de las relaciones sociales capitalistas y cómo este se articula con el resto de las categorías de esta sociedad, para pensar, entonces, cuáles son las distintas formas de entender este fenómeno, y de postular su superación, que el concepto produce en su polisemia. Solo desde esta lectura, podremos desenredar los sentidos que la hegemonía soporta en el texto gramsciano para pensar también como esta, en sus diversas formulaciones plantea nuevos desafíos a la teoría marxista en su entendimiento de lo político.

Proponemos, entonces, un abordaje herético de la hegemonía que se inscribe y busca producir una reflexión sobre la misma tradición que da origen al concepto y que atraviesa el entendimiento del mundo del propio Gramsci: el marxismo como una teoría crítica que postula y se articula, contra y más allá de la sociedad capitalista. No se trata entonces de entablar una vez más una discusión sobre quién entiende mejor un sentido del concepto a partir de acceder al “verdadero” pensamiento de Gramsci, sino de mostrar las múltiples posiciones teóricas y políticas que, a partir del concepto de hegemonía, pueden soportarse y profundizarse desde sus textos. Pensar así desde estos sentidos la productividad teórica del concepto y sus consecuencias para una reflexión de lo político desde el marxismo. Observando que asistimos hoy en día a un renovado debate sobre el concepto de hegemonía, sobre sus distintas formas de existencia, sobre su historicidad; y principalmente sobre las consecuencias que implica para una política de transformación social, pensamos que se vuelve nuevamente necesario repensar esta categoría central en la tradición crítica. Las reflexiones planteadas en este artículo, por lo tanto, se inscriben como un nuevo punto de partida para un trabajo conceptual que, como una continuación de este debate, pero abordando el concepto en y más allá de los estudios gramscianos, intente encontrar una forma de entender a la hegemonía, y con ella al marxismo, que aporte a la constitución nuevas teorías del radicalismo político.

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1 Existe un fuerte intento de determinar “objetivamente” la intencionalidad distinguiéndola, vía la filosofía del lenguaje, de la construcción mental del autor. Son los sentidos disponibles, los significados públicos de las redes en las que se inserta, los que determinan un aspecto intersubjetivo observable de estas intenciones. En este sentido, más que un contexto lo que parece intentar reconstruirse es, más bien, un marco de significados convencionalmente reconocibles disponibles para producir una comunicación intencionada en un momento y una sociedad determinada. En consecuencia, la profundización de este enfoque, presente en la obra de Pocock, termina proponiendo, más que una historia intelectual del pensamiento político, una historia de los lenguajes políticos, entendidos como modos característicos de producir enunciados y por tanto se propone traspasar un análisis textual para acceder al aparato argumentativo histórico que articula un texto (Pocock 2011).

2La crítica derrideana que acabamos de argumentar se articula, precisamente, como una discusión contra la filosofía del lenguaje expuesta por Austin en Cómo hacer cosas con palabras (2006) que actuaba como marco teórico del contextualismo de la Escuela de Cambridge. Derrida reconstruye el argumento por el cual el contexto en la teoría de la enunciación performativa debe reponer la presencia del emisor, la intencionalidad de la fuente del enunciado, como fundamento del sentido (Derrida 1994).

3Las formas de combinación de estos elementos refracta, a su vez, en los distintos énfasis interpretativos sobre el pensamiento gramsciano que cada una de las distintas lecturas subraya. Si la interpretación de Bobbio muestra el abordaje más cercano al textualismo integral, haciendo de Gramsci un gran pensador político que continua la tradición filosófica para dar una nueva respuesta a la problemática universal de la relación entre sociedad civil y Estado (Bobbio 1985); algunos de los abordajes contemporáneos buscan por el contrario reconstruir con mayor precisión la inscripción de Gramsci en un particular contexto de debate intelectual. Se enfatizan así sus rupturas y continuidades con el neoidealismo italiano (Izzo 2009) o la particular relaboración en dicho contexto del pensamiento de Marx como filosofía de la praxis (Frosini 2003, 2010). En coincidencia con estos estudios, pero enfatizando aún más en los acontecimientos políticos, encontramos lecturas que plantean la fundamental unidad de un estudio de la vida política y humana de Gramsci para entender su pensamiento (Vacca 1995). En estos casos suele sobredeterminar la interpretación de los conceptos la biografía y las posiciones sostenidas por Gramsci frente a la política del Partido Comunista Italiano y de la Internacional Comunista; y en particular para el concepto de hegemonía su defensa de la estrategia del “frente único” (Thomas 2010). A su vez. y como continuidad de esta centralidad de la “estrategia política”, se llegan a proyectar y construir elementos de autocensura en el texto gramsciano, como si retornara la preocupación de Strauss por la persecución, pero ya no frente a los censores fascistas (la reposición del conjunto de los manuscritos descarta en gran medida esta interpretación) sino frente a la política soviética (Vacca 2006), por lo que se descubre, coincidentemente en lecturas realizadas luego de la caída de la URSS, un Gramsci como crítico radical del estalinismo.

4El abordaje para leer el texto gramsciano se aplica también a sus intérpretes posteriores. No se trata de negar los contextos en los que se reinterpreta y relabora el concepto de hegemonía, sino de no reducir a estos, o a las particulares estrategias políticas que allí se proponen, la productividad conceptual de dichas interpretaciones. Se trata, en suma, de pensar estos “usos de Gramsci” (Portantiero 1999) no como “abusos” (Davidson 2008) sobre una intención original del autor, sino como profundizaciones posibles de sentidos anudados en el texto gramsciano, para explorar la productividad polisémica del concepto de hegemonía.

5En uno de los más recientes libros dedicados a pensar la hegemonía, Perry Anderson emprende esta tarea de rastreo de la palabra, insertándola en distintos contextos históricos para observar allí cómo es usada. Centrado en el uso de la hegemonía para describir, principalmente, relaciones de dirección y predominio entre naciones, el libro pareciera mostrar una línea de continuidad y profundización de los sentidos del concepto a lo largo de la historia (Anderson 2017).

6Esto se produce, una vez más y a riesgo de repetición, más allá de la conciencia del propio Gramsci y de su propio intento por sistematizar una forma nueva de entender al marxismo. Se produce, en cambio, en los sentidos múltiples que el concepto de hegemonía soporta en sus textos y lo que estos implican en sus diversas articulaciones posibles para conceptualizar una teoría de lo político en el marxismo.

7Este vacío puede fundamentarse desde distintas formas de pensar la relación entre los conceptos y la realidad moderna. Para nombrar algunas, puede explicarse por la pérdida del sentido que supone la ausencia de toda idea de trascendencia producida por la secularización (Blumenberg 2008), por una contradicción irresoluble entre una lógica del orden político fundamentada en la dominación y una en la justicia (Duso 2003), o porque el carácter constitutivamente antinómico de lo político requiere la imposibilidad de fijar un sentido de sus conceptos (Rosanvallon 2003).

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