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Runa

On-line version ISSN 1851-9628

Runa vol.42 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Apr. 2021  Epub Apr 21, 2021

http://dx.doi.org/10.34096/runa.v42i1.8517 

Dossier - Artículo original

Jóvenes y policías.Vicisitudes del trabajo de campo en un enclave urbano de pobreza y violencia en una ciudad mexicana

Youth and police.Vicissitudes of field work in an urban place of poverty and violence in a Mexican city

Jovens e policiais.Vicissitudes do trabalho de campo em um enclave urbano de pobreza e violência em uma cidade mexicana

María Laura Serrano Santos1  * 
http://orcid.org/0000-0002-3121-4066

1 Instituto de Investigaciones Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México (IIS-UNAM). Ciudad de México, México

Resumen

El presente artículo se desprende de una investigación doctoral más amplia que tuvo por objetivo indagar en los procesos de socialización de jóvenes que habitan enclaves de pobreza y violencia urbana, enfatizando en las relaciones que se tejen entre las y los jóvenes con la policía. Las vicisitudes del trabajo de campo me llevaron a reflexionar sobre los retos, desafíos y la gestión emocional implicados en el quehacer antropológico. En este artículo presento las reflexiones derivadas de la experiencia etnográfica con las y los jóvenes, así como algunos hallazgos principales en la indagación de sus interacciones cotidianas con la policía, partiendo de que esta, al ser un agente territorial del Estado, tiene implicaciones directas en la configuración de subjetividades juveniles en contextos de pobreza y violencia urbanas.

Palabras clave: Jóvenes; Policías; Enclave urbano; Pobreza; Violencia urbana

Abstract

This article is part of a doctoral research in which I focused my interest in investigating the socialization processes of young people living in urban places of poverty and violence, having as one of the main axes, the relationships between the young people with the police. The vicissitudes of fieldwork led me to reflect on the challenges and emotional management involved in anthropological work. In this article I present the reflections derived from the ethnographic experience with the young people, and I present some of the findings in the investigation of the daily interactions with the police, assuming them as territorial agent of the State with direct implications in the configuration of youth subjectivities in contexts of urban poverty and violence.

Key words: Youth; Police; Enclaves; Poverty; Urban violence

Resumo

O presente artigo é resultado de uma ampla pesquisa de doutorado, a qual teve como foco a indagação sobre processos de socialização de jovens em situação de pobreza e violência urbana, tendo como eixos principais os relacionamentos tecidos entre jovens de ambos os gêneros que habitam neste contexto e a polícia. As vicissitudes do trabalho em campo me levaram a refletir sobre os desafios e a pertinência da gestão das emoções no trabalho antropológico. Neste artigo apresento as reflexões que resultaram da experiência etnográfica com os jovens, expondo alguns dos principais achados da investigação de suas interações cotidianas com a polícia, como um agente territorial do Estado, na configuração das subjetividades juvenis em contexto da pobreza e violência urbana.

Palavras-chave: Jovens; Polícia; Enclave urbano; Pobreza; Violência urbana

Introducción

Entre 1970 y 1990, las ciudades mexicanas, así como las de otros países latinoamericanos, presentaron un proceso de “periferización” (Kaztman, 2001), caracterizado por el crecimiento urbano hacia las afueras. Ello implicó la incorporación de terrenos fuera de la traza urbana, incluso sin que fueran aptos para la habitabilidad, pero representaban la (casi) única posibilidad de algunos grupos en pobreza para resolver la necesidad de vivienda. En Tuxtla Gutiérrez, capital de Chiapas (México),1 el proceso de periferización -motivado principalmente por los constantes desplazamientos internos-2 se realizó mediante la compra-venta y la ocupación (no siempre legal) de predios ubicados en los límites de la ciudad.

Muchas de las transacciones de compra-venta se efectuaron bajo condiciones irregulares, carentes de reglamentación y verificación adecuadas sobre el uso del suelo para fines de vivienda. De esta manera, emergieron asentamientos periféricos habitacionales en terrenos que no eran aptos para este fin, entre ellos, El Aguaje, colonia en la que se centra este artículo.

El Aguaje3 se fundó en los años ochenta mediante la compra-venta de un predio privado sobre las faldas de un cerro en los límites de Tuxtla. Al comenzar los trámites para regularizar la propiedad, las 400 familias que habían adquirido las 209 hectáreas se encontraron con la negativa del Ayuntamiento Municipal para reconocer el asentamiento como regular y formal, ya que la transacción había sido realizada, según argumentaban las autoridades municipales, bajo circunstancias clandestinas e ilegales; incluso el dueño del terreno alegó no estar enterado de dicha transacción (Escobar, 2000). Así comenzó una lucha por el territorio y por el derecho a habitar la ciudad por parte de los/as colonos/as de El Aguaje con el apoyo del Movimiento Urbano Popular (MUP), que acompañó diversas luchas urbanas en Tuxtla y en otras ciudades de México (Rodríguez, 2017). Al cabo de un año, la resistencia de El Aguaje se vio sometida ante la persecución y encarcelamiento de los líderes, el hostigamiento policial hacia los/as pobladores/as, aunado a las precarias condiciones de habitabilidad, lo que dio paso a las negociaciones forzadas con el Estado. Desde entonces, la policía cobró una relevancia importante en este espacio urbano que se mantiene hasta la fecha.

Lo anterior presenta a grandes rasgos cómo se configuró El Aguaje como un enclave de pobreza; es decir, como un espacio urbano marginal y precarizado, segregado social y económicamente de las dinámicas de la ciudad: un lugar de relegación social. El Aguaje, además de ello, presenta la característica de mantenerse sujeto a las constantes e interminables negociaciones con un Estado que no cumple con las promesas de mejorar las condiciones de vida de sus habitantes. Después de 35 años, la mayoría de sus calles aún rememoran su pasado como cañadas: son agrestes, rústicas y dificultan el andar. Aunque ahora ya no es necesario caminar casi cuatro kilómetros para tomar un transporte público, el servicio que se brinda en la colonia es deficiente. Durante la noche, algunas calles se mantienen en penumbras debido al mal servicio de alumbrado público y, en algunas áreas de la colonia, el drenaje sigue siendo una ilusión. La falta de agua entubada es una constante en la vida de los casi 14.700 habitantes (INEGI, 2015) que ahora residen en este espacio urbano, y una promesa de campaña política que parece perenne.

El abandono del Estado se hace evidente no solo en estas carencias, sino también en la falta de seguridad para vivir sin violencia, lo que llevó a la colonia, durante 2012, a ser señalada por el Programa Nacional de Prevención del Delito y la Violencia (PNPDV) como una de las 57 demarcaciones4 con mayores índices de violencia en el país. Cabe señalar que dicho programa solo reconocía los delitos del fuero común como parte de la problemática, omitiendo las actividades delictivas vinculadas al crimen organizado y narcotráfico; violencias que han azotado en mayor medida a las ciudades y a las juventudes de México en la última década (Reguillo, 2012).

Conociendo solo algunos datos estadísticos y oficiales respecto a los índices de marginalidad y violencia, me adentré en El Aguaje con el fin de indagar sobre los procesos de socialización de las y los jóvenes que habitan este enclave, centrando uno de los ejes de exploración en la policía como agente territorial del Estado en contacto cotidiano con estos/as jóvenes. Me motivaba realizar la investigación en mi ciudad natal porque podría contribuir al conocimiento sobre su desarrollo urbano y social, puesto que existen pocos estudios al respecto.

De dicha investigación se deriva el presente artículo, el cual se centra en las implicaciones que la relación con la policía tiene en las trayectorias y subjetividades de las y los jóvenes que habitan El Aguaje. El análisis parte, por un lado, de las experiencias y percepciones que estos/as tienen respecto a sus (des)encuentros con la policía y, por otro lado, de mi propia experiencia de campo, al retomar a la etnografía reflexiva como enfoque metodológico,5 después de atravesar por situaciones de peligro y temor que hicieron obligatoria la reflexión sobre mi propia socialización y subjetividad, además de mi condición de mujer, joven y antropóloga en un espacio de violencia.

Hacer trabajo de campo en un enclave urbano de pobreza y violencia

Mi conocimiento sobre El Aguaje antes de emprender el trabajo de campo se sostenía principalmente en el imaginario local de la ciudad: “era una colonia peligrosa”. Este dato, no menor, debió alertarme sobre lo que implicaría estar allí; sin embargo, el entusiasmo por “etnografiar” una parte de mi ciudad velaba toda advertencia. Ante la violencia como amenaza pensaba que nada podría pasarme, pues aunque se tratara de una “colonia peligrosa”, seguía siendo mi Tuxtla.

Para facilitar la entrada a la colonia contacté a Ernesto, a quién había conocido años atrás durante mi experiencia laboral en asociaciones civiles, y ahora tenía bajo su coordinación un albergue que fungía como Centro de Rehabilitación de Adicciones en El Aguaje: “La entrada perfecta”, pensé, sin imaginar las vicisitudes que atravesaría.

El primer encuentro con Ernesto fue reconfortante y optimista, ya que se mostró dispuesto a ser mi guía en la colonia, además de poner a mi disposición el albergue para contactar a jóvenes; a cambio, yo apoyaría con algunos talleres de capacitación y sensibilización sobre derechos humanos y otros temas, valiéndome de mi experiencia de trabajo previa. El acuerdo parecía perfecto; aquel optimismo me garantizaba la esperanza de realizar un trabajo de campo sin contratiempos y, sobre todo, sin mayores percances ni peligros.

La perfección de tal acuerdo se derrumbó cuando, en la primera visita al albergue, uno de los jóvenes internos me relató algunos tratos que Ernesto tenía con la policía y políticos en turno que develaban el uso de los jóvenes del albergue como un grupo de choque al servicio del Estado. Ante tales revelaciones, Ernesto me pidió que abandonara el albergue, argumentando el exceso de trabajo que tenían y prometiéndome que podía regresar la tarde siguiente. A la hora acordada del día siguiente llegué al lugar, pero el portón nunca se abrió pese a tocar con insistencia. Sin comprender qué pasaba, permanecí en la calle esperando una respuesta que nunca llegó, situación que me expuso a una cara de la violencia de aquella colonia.

Mientras esperaba, un sujeto salió de un terreno baldío, comenzó a acosarme, acercándose poco a poco a mí. La tarde caía, el sol se ocultaba, me percaté de que no había postes de luz en esa calle y decidí emprender la huida cuidando de no resbalar o caer por aquellas calles pedregosas. Aceleré el paso lo más que pude, mientras en mi mente se repetía el relato que la hija de Ernesto había compartido conmigo el día anterior: tres semanas antes, a un costado del albergue, había “aparecido” el cuerpo de una mujer asesinada brutalmente. La angustia me invadió por completo y quedé despojada de toda la tranquilidad, seguridad y certeza de mi propia subjetividad al encontrarme en un espacio desconocido, amenazante, incierto: un espacio que no era mi Tuxtla. Como pude, entré a una tienda de abarrotes,6 después de recorrer tramos enteros de terrenos baldíos y casas con puertas y ventanas cerradas. La propietaria de la tienda me regañó por entrar, pero comprendió la situación -o eso creo- al ver mi angustia. Me permitió quedarme ahí, mientras aquel sujeto permanecía esperando afuera de la casa. “¿Qué haces aquí mujer, caminado sola, acaso no sabes que te pueden robar, violar, matar?”, me preguntaba la señora sin que yo pudiera responder el motivo: ¿cómo explicar que estaba intentando hacer mi trabajo de campo cuando me encontraba desbordada por la angustia y el miedo? Sin anticiparlo, el campo me estaba enseñando a caminar las sendas de los sujetos a quienes pretendía investigar; las sendas que particularmente las mujeres jóvenes tenemos que caminar en ese territorio.

Lo narrado es apenas una muestra de cómo la investigación antropológica en México se ha vuelto una tarea de riesgo, pues la violencia de los territorios -además de dificultar la realización del trabajo de campo- nos mantiene bajo incertidumbre y peligro tanto a quienes emprendemos la investigación como a quienes fungen como nuestros/as interlocutores/as (Rivera, 2018, p. 26). Atestiguar la violencia del espacio me llevó -como ha ocurrido en otras investigaciones en contextos de violencia en México (Maldonado, 2013; De la O, 2014; De Marinis, 2017)- a replantear el trabajo de campo, con la finalidad de construir nuevas estrategias metodológicas, políticas y emocionales, que me permitieran acercarme a las/os jóvenes del enclave, sin ponerme a merced de agentes ominosos que pudieran ejercer coerción sobre mi trabajo. Después de cuestionarme si aquello era realmente lo que quería hacer, si era momento de parar y buscar otro espacio y otro tema; después de sentir culpa por no tomar precauciones, por confiar y hasta por ser mujer, asumí que era improbable evitar del todo el riesgo, por lo que, contando con el apoyo emocional de mi asesor de tesis, elegí encararlo por mis propios pasos y no por la decisión alevosa de terceros.

El desbordamiento emocional experimentado constituyó un punto de inflexión para ampliar la mirada etnográfica en dos sentidos. Por un lado, además de interesarme en las prácticas y discursos, incluí la dimensión emocional como elemento central para analizar las interacciones de las y los jóvenes con la policía (y otros agentes). Por otro lado, viré hacia una etnografía reflexiva que me permitiera poner en análisis mi subjetividad y socialización (Guber, 2014), poniendo en relieve mi condición de género, puesto que nuestro trabajo como etnógrafas se ve interpelado en mayor medida y violencia por nuestra condición de mujeres (Zavala, 2014).

Buscando espacios más seguros, me acerqué a la escuela secundaria de la colonia para negociar la posibilidad de emprender el trabajo de campo desde ahí. El acuerdo con la directora de la secundaria fue similar al que había hecho con Ernesto: me permitiría estar en ese espacio y conocer a las/os estudiantes a cambio de que yo coordinara algunos talleres. Una diferencia fundamental marcaba la distancia entre el albergue y la escuela como espacios para incursionar en un campo marcado por la violencia: la institución escolar sostenía los acuerdos mediante protocolos y documentos oficiales que avalaban mi estancia y el trabajo que realizaría: ¿es acaso la vía institucional la única manera de adentrarse al campo en contextos de violencia? Probablemente no; sin embargo, es una de las estrategias etnográficas que puede aminorar las amenazas del campo (Rivera, 2018), además de proporcionarnos cierta seguridad en espacios inciertos, como fue en mi caso.

Durante las primeras semanas en la escuela, además de conocer a las/os estudiantes, me acerqué a las maestras que coordinaban los grupos a los que tenía acceso para disminuir la desconfianza que mi presencia y labor pudieran suscitar, pues es común que quienes investigamos seamos vistos/as como amenazas por las figuras de autoridad del territorio (Rodríguez y Ernst, 2019). Tal acercamiento con ellas me permitió negociar la ampliación de horas para mi estancia durante la semana; incluso delegaron en mí algunas responsabilidades, como la atención a grupos cuando alguna se ausentaba o realizar la fotografía anual de los grupos, porque no podían pagarle a un/a fotógrafo/a profesional.

Para poder formar vínculos que trascendieran el espacio escolar con las/os jóvenes, tuve que demostrarles primero que yo no era una maestra más de la escuela, pues me asociaban con esa figura. Para ello, implementé dinámicas lúdicas en algunas clases para romper con la rigidez de la pedagogía que imperaba en aquella escuela. También buscaba temas que les resultaran interesantes para conversar durante los recesos, o, a veces, simplemente les preguntaba “¿cómo estás, cómo te sientes?”. Ello coadyuvó a que dejaran de verme como una maestra y fortaleció además la confianza y empatía, elementos fundamentales para la etnografía (Guber, 2014).

Al cabo de dos meses, por fin sentía que el campo se abría, por lo que me atreví a contar la experiencia de mi primera incursión en la colonia, lo que develó mi vulnerabilidad y, sin planearlo, motivé a algunos/as jóvenes a compartir conmigo experiencias similares. Tal acontecimiento permitió espejearnos y reconocernos como sujetos en falta, vulnerables frente a la violencia y precariedad del espacio, aunque con matices. Este espejeo reconfiguró los roles en el campo: ya no era la antropóloga y sus informantes, sino interlocutores que se acompañaban y compartían aprendizajes, información y emociones. Girar hacia una relación más horizontal y dialógica nos permite conocer códigos que pueden disminuir los riesgos del contexto (Zavala, 2014), pero también mitiga la sensación de soledad que puede generarse durante el trabajo etnográfico. Asumirnos como interlocutores/as motivó la movilización de afectos que me llevaron a conocer experiencias sumamente significativas para la vida de estos/as jóvenes; asimismo, se hizo evidente que mi presencia, al menos para ese momento de sus vidas, no era fugaz, sobre todo para las jóvenes.

Con ellas, las interacciones se tornaron aún más emocionales, pues nuestras vulnerabilidades tenían en común nuestros cuerpos femeninos: habíamos sido perseguidas y acosadas no por estar en el lugar equivocado, sino por ser mujeres. Aunado a ello, yo representaba un modelo de ser mujer diferente al cuadro de posibilidades dispuesto en su espacio social; es decir, mi estilo de vida como estudiante de un posgrado, sin hijos/as, sin marido, con responsabilidades que no se limitan al hogar y con independencia económica, era, para muchas, una fuga del ideal femenino impuesto en su socialización.

Los recorridos con las/os jóvenes por la colonia me permitieron conocer la colonia de mejor manera que aquella primera vez, siempre tratando de seguir las advertencias que constantemente me hacían respecto del uso del espacio público: por qué calles no caminar, por cuáles sí pasar por las mañanas pero no por las noches, con quiénes hablar y con quiénes no, entre otras cosas. Estas advertencias incluían no hablar con policías, y menos, acercarme a las patrullas. Como era de esperarse, estas últimas recomendaciones llamaron mi atención y abrieron la posibilidad de indagar sobre las relaciones de las/os jóvenes con estos agentes territoriales del Estado.

Aprovechando el parentesco de uno de mis interlocutores con un policía, conocí a otros más de diferentes niveles (municipal, estatal), pero al comenzar algunas interacciones con ellos tuve que frenar mi ímpetu por continuar la etnografía, dado el constante acoso hacia mí y las muestras del poder masculino sobre las mujeres durante nuestros encuentros.7 Pretender hacer etnografía de la policía fuera del ámbito institucional, siendo una mujer sola en un territorio ajeno, es asumir un riesgo casi en la orfandad; por ello descarté la idea de enfrentarme sola a esa manifestación de dominación masculina, al comprender que un abordaje etnográfico de ese tipo requiere del respaldo institucional y académico en su totalidad.

Jóvenes y policías. Los hallazgos etnográficos

Las y los jóvenes de El Aguaje tienen encuentros constantes y cotidianos con la policía, los cuales se basan, generalmente, en una lógica de dominación territorial por parte de los agentes del Estado. Transitar las calles -incluso para ir a la tienda cercana- implica, en la mayoría de las ocasiones, encontrarse con la policía. Las interacciones casi siempre están marcadas por la violencia y el abuso policial hacia las/os jóvenes, sin que esto sea una cuestión exclusiva de El Aguaje o de México, como lo muestran Zavaleta, Kessler, Alvarado y Zaverucha (2016). La violencia policial consiste en un abanico de expresiones físicas y psicológicas, que van desde cateos ilegales, detenciones arbitrarias, uso de la fuerza mediante golpes a puño cerrado o con el tolete,8 extorsiones, amenazas y, para el caso de las mujeres -como presentaré más adelante- también acoso sexual.

Para muchos/as jóvenes de barrios y colonias populares en Latinoamérica, estas prácticas abusivas e ilegales se convierten en la normalidad que marca los encuentros con la policía. Las interacciones entre ambos actores se encuentran delimitadas por la hostilidad, la humillación y el maltrato (Cozzi, 2019) y están determinadas por situaciones o contextos específicos (Cozzi, Font y Mistura, 2015). Para el caso de El Aguaje, de acuerdo con mis observaciones y los relatos escuchados, el abuso y violencia policial estaban mediados por algunos factores como el espacio de encuentro (dentro o fuera de la colonia), el tiempo (mañana, tarde, noche) y la pertenencia o no de las/os jóvenes a ciertos grupos o bandas que controlan la colonia.

Las interacciones cotidianas entre jóvenes y policías se mantienen reguladas por la desconfianza y el miedo, cuestión que tampoco es exclusiva de El Aguaje, como se muestra en varios estudios (Barreira, 2009; Alvarado, 2014; Kessler y Dimarco, 2014; Kessler, 2015). Algunos/as jóvenes se dirigían con respeto y sumisión hacia la policía cuando se encontraban en la calle; otros/as mantenían un discurso de confianza hacia ellos por considerarles una institución que resguarda la seguridad, pero en la práctica les temían y desconfiaban.

El miedo derivaba de haber sido sujetos a extorsiones o golpes sin razón aparente, o de haber sido testigos directos de la violencia hacia sus amigos/as o vecinos/as. La desconfianza resultaba de considerar a la policía ineficiente respecto a sus labores como garante de seguridad, pues decían que no hacían nada para detener a los/as delincuentes, y que, incluso, eran aliados de algunas bandas y grupos del crimen organizado. Estas experiencias de maltrato aunadas a la presunción de vínculos con el crimen organizado, son realidades que se repiten en otras ciudades de México, como lo documentan Kloppe-Santamaría y Abello (2019), para el caso de colonias populares de Acapulco, Monterrey, Tijuana y Apatzingán; así como, Serrano (2016), para la ciudad de San Cristóbal de Las Casas, Chiapas.

En los relatos cotidianos de los jóvenes de El Aguaje eran frecuentes las experiencias relativas a revisiones en la calle por parte de la policía. Kessler y Dimarco (2014), en una investigación llevada a cabo en un barrio popular de Argentina, encuentran que los/as jóvenes de estos sectores están acostumbrados a ser parados y revisados insistentemente por la policía cuando andan por la calle, ya sea dentro o fuera del barrio. Para el caso de los/as jóvenes de El Aguaje, dicha situación les provoca molestia, sin que llegue a trascender hacia un malestar generalizado por la violación de su derecho a andar libres en su ciudad. De modo contrario, los/as jóvenes perciben estas prácticas como necesarias y hasta obligatorias; es decir, creen que es parte del trabajo formal de la policía, asumiéndose involuntariamente con ello como “sujetos cateables”; por lo que, aunque se enojen, no consideran inaceptable, ilegal o ilegítimo el abuso de la policía.

-Vienes caminando de donde vengas, a veces solo vas a comprar pan o algo que te encargó tu mamá. Ahí va uno caminando y salen los pinches policías y ya te tienes que parar. Empiezan con sus preguntas, que si a dónde es que vas, que si qué traes en la bolsa, que si ya vas a robar. A veces hasta te quitan el dinero que traes. Pero no siempre, a veces se dan cuenta que uno va a hacer mandado y respetan porque saben que es dinero de tu mamá […]. Pero si se dan cuenta que llevas más, te traban. Cae mal que hagan eso porque tienes que pararte, a veces uno lleva prisa, quieres ir ligero9 y ya te chingaste porque ya te encontraste a los puercos10 en tu camino. -¿Por qué crees que hacen eso los policías? -Es que es parte de su chamba, de su trabajo. Enoja que lo hagan porque como te digo, quieres llegar rápido a un lugar y te detienen un rato, pero es parte de lo que tienen que hacer, de lo que les piden sus jefes […]. Por eso uno no les dice nada. Sí encabrona11 pero ya qué. Es como yo que tengo que hacer la tarea porque si no me regaña la maestra, igual para ellos, es su tarea. (Erick, 17 años, El Aguaje, 2015)

Para Erick, como para la mayoría de los/as jóvenes que han pasado por revisiones cotidianas, se trata de algo común y parte del trabajo de la policía. Creer esto conlleva a legitimar esa práctica como normal y consecuentemente legítima, como lo señala Alvarado (2014), quien encuentra situaciones similares en colonias populares de la Ciudad de México. Frente al desconocimiento de una práctica como ilegal o a la presunción de que estas forman parte del trabajo obligatorio de la policía, no puede esperarse una confrontación, alegato, mucho menos una denuncia, aunque provoque enojo para las/os jóvenes.

La policía, con su accionar arbitrario sobre el territorio -basado en códigos morales particulares-, gestiona lo que debe considerarse como “reglas del juego”, lo que es legal y legítimo en sus prácticas, aunque ello no se apegue a lo que las leyes dictan. Sus mecanismos de control arbitrarios contribuyen a desdibujar el binomio legalidad-ilegalidad y a legitimar las prácticas de abuso, que se sostienen en “las tramas burocráticas que pueden convertir los excesos en figuras legales” (Garriga Zucal, 2010, p. 91).

Además de esta negociación de los referentes legales e ilegales que marcan sus prácticas y acciones en El Aguaje, la policía también influye en la gestión de la configuración de los regímenes de género que operan en el territorio.

Las jóvenes, además de estar sujetas a las prácticas de cateos arbitrarios e ilegales, también atraviesan por constantes situaciones de acoso callejero por parte de la policía. Pasar a un lado de algún policía o patrulla implica escuchar una serie de “piropos” que pueden ser sutiles hasta explícitamente sexuales, que trascienden incluso al plano del abuso. En las conversaciones con ellas, algunas mencionaban conocer historias de abuso sexual hacia algunas mujeres por parte de algún policía, mientras que otras aceptaron abiertamente -y aún con miedo- haber sido tocadas de manera totalmente abusiva por ellos. Las quejas de las jóvenes hacia este tipo de abuso son generalizadas y aluden a que sienten mayor inseguridad y miedo si van caminando por la calle y ven policías cerca.

Una de las advertencias comunes que las/os jóvenes me hacían era la de no acercarme a una patrulla aunque estuviera perdida en la colonia, advertencia que cobró sentido cuando, una vez que caminaba sola, a mediodía, pretendiendo llegar al parque de la colonia, me encontré extraviada en calles que no conocía. Con la intención de recibir un poco de orientación, me acerqué a una patrulla, pero a cambio recibí un “también estamos perdidos”, en tono de burla y miradas lascivas, seguido de una invitación a subirme al vehículo para que “nos perdamos juntos”. Este des-encuentro con la policía aumentó el miedo que experimentaba al encontrarme sola en cualquier calle en donde, a pesar de estar llena de casas habitadas, no se veía a nadie, ni puertas ni ventanas abiertas. Los relatos de las jóvenes sobre el acoso sexual por parte de policías, aunadas a mi experiencia en campo, me llevaron a indagar más sobre estas situaciones.

Uno de los relatos más conmovedores (por la emocionalidad con la que me fue compartido) fue el de Cristal, una chica de 16 años, quien me confesó, aún con la voz entrecortada y ojos llorosos, que en una ocasión se dirigía hacia la pollería que está a unas cuadras de su casa y se encontró con una patrulla en el camino. Al pasar junto a ella, los policías se bajaron de esta para impedirle el paso, la rodearon y, al tratar de escapar, le dieron una nalgada. Cristal aceleró el paso al sentir la mano del policía sobre su cuerpo y se resguardó en la pollería hasta que se fueron. Entre sollozos decía que temía ser subida por la fuerza a la patrulla para ser violada, lo cual devela cómo la policía se erige como un agente de miedo y dominación masculina en El Aguaje.

La reacción de Cristal fue mediada por el miedo y la culpa, emociones que no solo la llevaron a perder el color y sentir que las piernas le temblaban, sino también a callar y no decir nada a nadie sobre lo sucedido. El miedo y la culpa la llevaron al silencio por dos lados: primero, para evitar una reacción de mayor violencia por parte de los agresores, y segundo, para evitar ser juzgada como propiciadora de lo sucedido:

No le dije a la señora de la pollería nada porque tenía mucho miedo y me iba a regañar por andar loqueando12 con los policías. Ya que vi que se fueron me salí rápido y me fui corriendo a mi casa […] Le iba yo a decir a mi mamá, pero empezó a regañarme porque me tardé, me dijo que seguro me había yo visto con algún hombre, que solo loqueando ando en la calle. Mejor ya no le dije nada porque me iba a decir que era mi culpa. Ya mejor dejé que pasara. (Cristal, 16 años, El Aguaje, 2015)

Lo dicho por Cristal resulta más que revelador respecto de cómo se configuran los géneros en enclaves urbanos de pobreza y violencia. Los cuerpos femeninos se significan a partir de ser cosificados y pasibles de ser tocados, incluso abusados por la autoridad conferida a lo masculino. En otras ciudades de México, estos hallazgos se comparten al identificar a la policía como uno de los actores que contribuyen a coartar la apropiación del espacio público para las mujeres al reforzar el señalamiento hacia ellas como “prostitutas” cuando se encuentran en la calle (Kloppe-Santamaría y Abello, 2019).

Estas prácticas abusivas, derivadas de la dominación masculina (Bourdieu, 2000), dejan ver cómo la institución de seguridad pública, representada por sus agentes en las calles, favorecen un tipo de feminidad asociado al cuerpo como dispositivo carnal, cosificado e hipersexualizado, lo que ensancha la brecha de desigualdad de género al coartar la apropiación del espacio para las mujeres (Zuñiga, 2014). Las jóvenes no salen de su casa a cualquier lugar con el fin de encontrarse a un hombre que las ultraje, pero los policías las acosan, las tocan y las re-signan a un lugar social en donde autorizan el abuso sobre sus cuerpos por ser mujeres-jóvenes-y-pobres en el espacio público.

Al reflexionar sobre este relato y mi propia experiencia, caí en la cuenta de que en ninguna otra ocasión había sentido tanto temor al acercarme a policías. Si bien nunca me han hecho sentir seguridad plena, tampoco había experimentado un miedo similar; pero, a diferencia de Cristal, yo no supuse que podría ser violada por estos agentes, pues mi experiencia de vida no alcanzaba, hasta ese momento, a imaginar una cuestión así; sin embargo, para Cristal siempre ha sido una posibilidad, lo que devela una de las maneras del dominio territorial policial, fincado en la violencia patriarcal sobre los cuerpos femeninos.

Para Lagarde (2008), la violencia hacia las mujeres en espacios públicos llevada a cabo por agentes del Estado y otros actores tiene origen en las estructuras de poder del género (patriarcado), en las desigualdades económicas, sociales, políticas y culturales, que marcan los códigos para las relaciones interpersonales y colocan a las mujeres en una posición social inferior en relación a los hombres. La policía encuentra en una base cultural la justificación para violentar los cuerpos femeninos, mientras que el miedo como mecanismo de control genera un efecto de lugar que establece que la calle no es para nosotras y, a la vez, un efecto de poder que dicta que nuestros cuerpos no nos pertenecen. Así, el acoso sexual va más allá del acto concreto “de la posesión sexual que parece seguir exclusivamente” (Bourdieu, 2000, p. 19): se dirige hacia el control y dominación total del cuerpo femenino y del espacio público.

El constante uso de la fuerza por parte de la policía en sus encuentros con las/os jóvenes conlleva a que el miedo se establezca como “el arma más poderosa para impartir obediencia y sumisión, a su vez obliga al silencio y altera la capacidad de resistencia del sujeto” (Alvarado, 2014, p. 117). Los policías no necesitan recurrir a la violencia en cada encuentro con los/as jóvenes, ni tocar a las mujeres cada vez que se cruzan en su camino, pues el miedo -como emoción que regula el comportamiento- las somete con antelación al bloquear su capacidad de interpelación y defensa. En México, la instauración del miedo ha contribuido a la erosión del tejido social, lo que ha permitido a las violencias establecerse como formas convencionales de sociabilidad e incide en la percepción subjetiva para reconocernos a todos/as como sujetos “matables” (Reguillo, 2012, p. 38). En ese tenor, la violencia sexual a las que las mujeres jóvenes en El Aguaje están (estamos) expuestas, las (nos) hace tener la percepción de que todas son (somos) “mujeres/cuerpos violables”.

La violencia física no siempre está presente en las interacciones; sin embargo, en las conversaciones que mantuve con algunos/as jóvenes, siempre emergían referencias hacia muestras de dominación, humillación y menosprecio en sus encuentros con la policía. Estas formas de convivencia asimétricas y cotidianas dan muestra de cómo las/os jóvenes se encuentran “sobrecriminalizados” (Cozzi et al., 2015), al estar expuestos a la sobrevigilancia que no necesariamente es efectiva, lo que lleva a la “desprotección” a partir de la infraprotección de sus necesidades en materia de atención policial, judicial, política y social.

Durante las entrevistas y conversaciones informales era constante la referencia de malestares hacia el actuar de la policía; incluso manifestaban enojo, rabia y odio hacia estos agentes, pues las y los jóvenes no consideraban merecido el trato que reciben. Aunado a ello, la falta de confianza ponía en entredicho la legitimidad y reconocimiento de la policía como institución, la cual se encuentra desacreditada debido a la asociación recurrente como instancia que participa de la corrupción y de la impunidad, lo que produce una fragmentación de la vida comunitaria (Kopple-Santamaría y Abello, 2019).

La legitimidad del uso de la fuerza, su contribución en la práctica de ilegalidades y la ejecución de delitos encuentra una base en la estigmatización de los enclaves urbanos de pobreza y violencia, lo cual contribuye a la legitimación ciudadana de las prácticas policiales fuera de la ley y la formalidad (Garriga Zucal, 2010) que en otras zonas de las ciudades resultarían inaceptables. Esto lleva a que la población en general considere aceptable, e incluso consienta, que un joven que proviene de una colonia popular como El Aguaje sea golpeado brutalmente por la policía, pues se asume que es delincuente por el hecho de vivir ahí; pero a la vez, que se repruebe ese mismo acto policial hacia un joven que habita una colonia de clase media o alta. Esta distribución diferencial de la seguridad contribuye a la homogenización de las juventudes de clase popular como potenciales delincuentes.

Dicho lo anterior, cabe señalar que no todas las relaciones entre las/os jóvenes de El Aguaje y la policía se presentaban bajo los parámetros descritos. En algunos casos, sobresalían ciertas relaciones de complicidad entre la policía y jóvenes que pertenecen a una de las barras del equipo de fútbol local (a la que he nombrado “La Ideal”), integrada por miembros de las bandas locales que operan en el enclave. Esto da cuenta, como lo menciona Cozzi (2019, p. 9), de que las relaciones entre policías y jóvenes “no siempre están signadas por puro sometimiento sin agencia”.

Después de un partido de fútbol del equipo local, son constantes las denuncias ministeriales impuestas hacia miembros de “La Ideal” por parte de personas afectadas; debido a las acciones violentas que estos llevan a cabo contra propiedades privadas, tales como golpear o robar partes de automóviles, o agresiones físicas y verbales a transeúntes que no tienen que ver con ellos/as, asaltos, robos a casas particulares o a negocios locales que se encuentran en el camino. Ante las denuncias, la policía actúa, en la mayoría de los casos, solo de manera preventiva, limitándose a detenerlos/as por unas horas para luego dejarlos/as ir.

La aparente falta de acción de la policía frente a estas situaciones se justifica en cierto pacto existente entre las bandas de la colonia, las barras del equipo de fútbol y la policía; puesto que -como me relataba el chico del albergue al inicio de este artículo- algunos de estos/as jóvenes (especialmente varones) forman parte de grupos de choque, y suelen ser requeridos para intervenir y romper huelgas, manifestaciones o, incluso si se requiere de algún chivo expiatorio pasajero. En una negociación no hablada, la policía hace uso de estos/as “jóvenes de reserva” para lograr objetivos políticos o ajustes de cuentas personales, y así se constituye en una fuerza policíaca extraoficial (Lomnitz, 2005). La impunidad que parece cubrir las acciones ilegales que cometen estos/as jóvenes se inscribe en estos intercambios o, como lo menciona Cozzi (2019), en el “trabajo con la policía”; es decir, las interacciones ilegales de estos/as jóvenes en particular se vinculan con las formas de violencia y abuso de la institución policial, mostrando así uno de los mecanismos de negociación de la legitimidad en la violencia de las fuerzas policiales e, incluso, del Estado. El uso y abuso que se hace de los/as jóvenes deja “heridas físicas y psíquicas” en sus subjetividades, que pueden provocar mayor apego a la ilegalidad por parte de ellos/as (Previtalli, 2012).

Algunos de los encuentros con la policía de manera particular, y con el sistema de seguridad y de justicia de manera general, pueden llevar a virajes drásticos en las trayectorias de vida de los/as jóvenes, como ha sido el caso de Ulises, que presento a continuación.

Del abuso al abandono subjetivo: la odisea de Ulises

La vida de Ulises, un joven de 22 años, cambió completamente después de un encuentro infortunado con la policía. Cuando tenía 17 años, estudiaba el bachillerato y trabajaba por las tardes como chofer en una combi de su papá. En una noche, el sueño de ser ingeniero civil se le vino abajo al verse implicado como el principal sospechoso del asesinato de su mejor amigo. La prueba que lo incriminó fue una fotografía en donde aparecía con el joven asesinado que, dicho sea de paso, había sido tomada un año antes del homicidio. Después de dos años en la cárcel para adolescentes esperando sentencia, fue puesto en libertad por falta de pruebas que lo incriminaran en el homicidio.

Al salir de la cárcel trató de retomar la vida que llevaba antes de lo acontecido, pero fracasó en el intento, al no poder reincorporarse a la escuela; además, en la cárcel se había vuelto adicto a la cocaína y a otras sustancias. La experiencia del fracaso en sus intentos por “reinsertarse” a su vida social anterior fue enfrentada desde su individualidad, ya que se asumió como responsable por cada intento fallido, y se vio obligado a buscar un lugar de reconocimiento social en un espacio en donde el fracaso, asumido como propio, no significaba un problema: la banda.

La experiencia de Ulises se torna paradigmática para analizar las maneras en las que centrar el desarrollo personal en la individualidad puede someter a las/os jóvenes a asumir en soledad y abandono las experiencias de fracaso. Para Carballeda (2008), este abandono subjetivo emerge con mayor énfasis en contextos de fragmentación social, donde la pertenencia a un núcleo social se desvanece cuando el sujeto es enfrentado a uno de los temores más graves por los que atraviesa la sociedad neoliberal hoy en día: el fracaso.

Ulises no solo fue condenado a una experiencia de castigo por un crimen que no cometió, sino que fue juzgado y después abandonado por las instituciones que suponen amparo e inserción social. Al asumir la culpa por su devenir, elaboró la experiencia, no como una injusticia hacia sí mismo, ni siquiera como una confusión por la que podría exigir resarcimiento del daño, sino como un fracaso propio, como si lo experienciado hubiese sido una elección personal. Así como la culpa sobre el abuso sexual que se comete hacia las mujeres se deposita en ellas mismas, también la violencia y el fracaso se deposita en el deber individual de estos/as jóvenes y -en menor medida pero interesante para analizar- en quienes incursionamos en esos espacios (como fue mi caso al sentirme culpable por el acoso al que estaba expuesta, así como al pensar en la primera experiencia de violencia vivida en el enclave como un fracaso propio).

Cuando conocí a Ulises, su “trabajo” para la banda consistía en distribuir “encargos” (drogas) en algunos puntos de la colonia y en otras cercanas. La experiencia de fracaso ante los intentos de retornar a la escuela y al trabajo lo llevaron a incursionar en esos otros ámbitos de socialización, en los que las relaciones sociales están signadas por la violencia y los ilegalismos. Ulises representa la historia de muchos otros jóvenes que ahora mismo se encuentran en las filas de bandas, pandillas, grupos de tráfico y crimen organizado.

En algunas de las conversaciones, Ulises reafirmaba sentirse orgulloso del éxito logrado en sus actividades ilegales con la banda, ya que había pasado de ser tirador 13 principiante a ser especializado, lo que significa que ya no tiene que distribuir drogas en las escuelas o parques, sino que se ocupa ahora de encargos concretos y periódicos cercanos a su colonia. Obtuvo el reconocimiento que le fue negado por la vía institucional y socialmente aceptada; se integró a un espacio social que opera desde la ilegalidad, pero que le asegura un lugar a él y a los/as muchos/as otros/as jóvenes que enfrentan en soledad y desamparo la pesada carga del fracaso de las instituciones.

Los casos relatados dejan ver cómo algunos/as jóvenes, además de ser utilizados/as como fuerzas policiales extraoficiales, también pueden ser usados/as como chivos expiatorios por la policía, valiéndose del poder sobre sujetos en desventaja. Algunas de estas acciones pasan como logros policiales que brindan certeza sobre el papel que desempeñan socialmente; no obstante, en ocasiones, estas acciones resultan de los pactos con alguna banda o se realizan en venganza o escarmiento hacia alguna de ellas.

En ocasiones, los/as jóvenes capturados no pertenecen a ningún grupo delincuencial, ni inmersos en actividades ilegales; sino que, por diversas razones, se encontraban en el “lugar equivocado” -como Ulises-. Dicho lugar equivocado equivale en muchos casos a, simplemente, estar en su colonia.

Reflexiones finales

El ir y venir por las calles de El Aguaje, de afianzar relaciones basadas en la confianza y acompañamiento con los/as jóvenes, me llevó a comprender cómo se configuran los espacios urbanos y las experiencias sociales a partir de nuestros encuentros/desencuentros, de las negociaciones y gestiones en las que se basan nuestras relaciones cotidianas. Una de las cuestiones fundamentales fue comprender cómo el espacio habitado llega a configurarse como un enclave al imponer fronteras simbólicas que imperan en su interior.

La regulación de las interacciones, de los cuerpos, del simple tránsito por el espacio público, son elementos que se van erigiendo como bloques que limitan el andar libre para los/as jóvenes. A la vez, los estigmas que pesan sobre la colonia desde el afuera, desde la ciudad, van moldeando bloques imaginarios que los repliegan a mantenerse dentro del enclave, evitando en medida de lo posible salir a explorar otras partes de la ciudad, a fin de no ser señalados/as y rechazados/as.

El enclave contribuye a generar en los jóvenes “una sensación de estar encadenados a un lugar degradante” (Bourdieu, 2010, p. 164), con un acceso limitado al mercado de trabajo, educativo y de consumo, asumiendo en ocasiones una existencia marcada por la incertidumbre respecto del futuro. Las limitaciones económicas, así como la deficiencia en los medios de transporte que se presenta en los enclaves, van teniendo un efecto notorio en la experiencia urbana de los/as jóvenes, lo que conduce, en ocasiones, a una disociación de la ciudad, entre lo conocido (el enclave) y lo desconocido (el resto de la ciudad). La policía, como presenté a lo largo del artículo, juega un papel fundamental en la implementación de mecanismos de control para mantener al límite a los/as jóvenes de El Aguaje.

El desconocimiento de ellos/as sobre sus derechos, la precariedad como condición de vida y la violencia constante permiten que las acciones arbitrarias e ilegales de la policía se implementen en su espacio habitado. A partir de los abusos y el uso la fuerza excesiva, estos agentes aseguran que el miedo y la culpa medien las relaciones sociales con las/os jóvenes, lo que coloca a estos/as en mayor desventaja. De tal manera que la fuerza, el abuso y la incertidumbre son elementos que juegan a favor de los agentes del Estado.

La policía, en sus diferentes niveles, despliega una serie de mecanismos de dominio y control sobre las vidas de los/as jóvenes que habitan enclaves urbanos de pobreza y violencia. Algunos de estos mecanismos marcan las trayectorias al grado de cambiarles el rumbo -como el caso de Ulises-; otras veces son encuentros que los/as jóvenes asimilan como experiencias negativas -como el de Cristal-, y asumen como inevitables y normales, bajo el supuesto de que todos/as los/as jóvenes de la ciudad y del mundo viven lo mismo. Al contar con pocos referentes de vida diferentes a los propios, normalizan las situaciones que minan y precarizan sus experiencias.

Más allá de los detalles de cada encuentro, lo que se hace visible en los relatos es que las interacciones con la policía les brindan a los/as jóvenes referentes de quiénes son en la ciudad, así como cierto sentido a su existencia. Las persecuciones, situaciones de acoso y abuso, el control y la vigilancia por parte de la policía; así como las resistencias, malestares e, incluso complicidades en las que caen los/as jóvenes, son muestras de cómo se negocia el reconocimiento social entre ambos actores en espacios marcados por la precariedad y la violencia.

De manera personal, hacer el trabajo de campo en una colonia como El Aguaje implicó mucho aprendizaje y constantes ejercicios de reflexión personal, pero el trabajo posterior al campo, que implica escribir lo vivido, lo escuchado, lo sentido y hasta lo omitido, representó también retos en mi quehacer antropológico. No solo se trató de la dificultad de hacer del texto antropológico el lugar en donde convergen el estar allí y el estar aquí, como lo señala Geertz (1989); sino de poder mantener distancia de mí misma y cuestionar constantemente mis propios parámetros sobre los que se sostiene mi subjetividad para poder compenetrar ese espacio ajeno, que me despojaba de certezas, que me imponía la violencia como realidad cotidiana, que me hacía desconocer lo que yo creía que me pertenecía: la ciudad.

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1 . Tuxtla Gutiérrez es la ciudad más poblada de Chiapas, con 662.591 habitantes (Instituto Nacional de Estadística y Geografía -INEGI, 2015).

2. Entre los factores que impulsaron los desplazamientos, se encuentran: la expropiación de tierras rurales para la construcción de megaproyectos (presas hidroeléctricas, por ejemplo); la crisis del campo detonada durante la década de los ochenta que orilló a grupos campesinos, rurales e indígenas a buscar mejores condiciones de vida en la ciudad; así como a la reubicación de personas provenientes de Guatemala que buscaban refugio ante la guerra que se vivía en aquel país. El asentamiento de estos grupos en las afueras de la ciudad dieron origen a algunas colonias periféricas.

3. El nombre de la colonia ha sido cambiado para cuidar el anonimato, privacidad y seguridad de las y los interlocutoras/es.

4. Las demarcaciones a las que hace alusión el PNPDV se refieren a espacios geográficos (polígonos) delimitados en los municipios, delegaciones y zonas metropolitanas beneficiarias del programa.

5. Enfoque propuesto por Rosaldo (1989) y retomado por Guber (2014).

6. Las tiendas de abarrotes también son conocidas como misceláneas, abarroterías, tiendas de comestibles, tendejones.

7. Fui testigo de la violencia física de uno de ellos hacia su esposa e hijos/as; escuché constantemente burlas misóginas; fui acosada por mensajes de teléfono, acosada por algunos de ellos en una fiesta de cumpleaños en la que tuve que solicitar ayuda a otro hombre en el que confiaba un poco más para poder salir de esa situación. Constantemente me decían que ya sabían en dónde vivía, que me habían visto salir con mi madre, que mi hermana se parecía mucho a mí, que me veía bien con alguna ropa pero seguro me vería mejor sin ella; entre otras cosas.

8. Arma contundente usada por la policía, también conocida como porra o garrote.

9. Rápido.

10. Policías.

11. Enoja.

12. Coqueteando.

13. Distribuidor narcomenudista.

Recibido: 21 de Agosto de 2020; Aprobado: 11 de Febrero de 2021

Correo electrónico: malaura.serranosantos@gmail.com

Biografía

Posdocotorante en el IIS-UNAM. Doctora en Antropología por el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS). Temas de interés: juventudes, desigualdades social, violencia urbana, legalidades, género.

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