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Análisis filosófico

On-line version ISSN 1851-9636

Anal. filos. vol.38 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires May 2018

 

ARTICULOS

Los animales entre la mente y el mundo. La filosofía de McDowell y el reencantamiento de la naturaleza por parte de la etología cognitiva*

Animals between Mind and World. McDowell´s Philosophy and the Re-Enchantment of Nature

Andrés Crelier

Universidad Nacional de Mar del Plata - AAdIE (Bs. As.) - CONICET
andrescrelier@gmail.com


Resumen

El trabajo pone en relación la propuesta filosófica de John McDowell con los estudios recientes sobre cognición animal. La primera sección reconstruye la noción liberalizada de naturaleza desarrollada por este autor en Mente y mundo a partir del umbral representado por las ciencias naturales modernas, y explica luego el lugar que ocupan en ella los animales no humanos. La segunda sección examina dos problemas que posee esta propuesta: su inestabilidad interna y la dificultad para ubicar en ella a los animales no humanos tal como los estudia la etología cognitiva. La tercera sección sostiene que estos problemas no resultan acuciantes si se piensa que la naturaleza liberalizada de McDowell es reencantada desde la etología.

PALABRAS CLAVE: John McDowell; Segunda naturaleza; Etología cognitiva.

Abstract

The paper discusses the philosophy of John McDowell in relation to the recent research in animal cognition. Firstly, it introduces the liberal or relaxed naturalism put forward by this author in Mind and World, taking into account the threshold of the modern natural sciences and the way McDowell places “mere animals” in nature. Secondly, it features two problems of this proposal: its unstable character and the fact that non-human animals do not have a proper place in it –at least from the viewpoint of cognitive ethology. Thirdly, it argues that these problems do not arise if one considers that nature is re-enchanted by the recent ethology itself.

KEY WORDS: John McDowell; Second Nature; Cognitive Ethology.

Introducción

Desde hace pocos decenios, la etología estudia el comportamiento animal con lenguaje mentalista y ofrece convincente evidencia, desarrollada en elaboraciones teóricas, acerca de la presencia de capacidades cognitivas complejas en animales no humanos, tales como recordar episodios del pasado, planificar la fabricación de herramientas comprender el propio estatus social, entre otras. En contraposición con esto, la tradición filosófica ha tendido a pensar que estas capacidades
solo están presentes en seres lingüísticos como los humanos, o que solo allí poseen su manifestación genuina.
En este trabajo abordaré la mencionada contraposición a partir de la filosofía de John McDowell, cuya noción de naturaleza le da un lugar a la racionalidad y a las capacidades cognitivas que esta última requiere. Pondré de relieve las dificultades teóricas que surgen al intentar ubicar en ese naturalismo a los animales no humanos tal como los describe la etología reciente, y propondré un modo en que estas dificultades podrían resolverse.
El trayecto es el siguiente: (1) reconstruyo primero la distinción entre una primera y una segunda naturaleza en la obra Mente y mundo; (2) pongo luego en evidencia dos problemas de esa distinción: el primero de ellos concierne a su inestabilidad interna y el segundo al controvertido sitio que ocupan allí los animales no humanos; (3) propongo finalmente tener en cuenta a la etología cognitiva como un modo lícito de reencantar la naturaleza, lo cual podría resolver las dos cuestiones problematizadas.
La posición defendida en este trabajo consiste en una crítica interna a McDowell, pues intento mostrar que su idea de una naturaleza liberalizada resulta un punto de partida adecuado —luego de dicha crítica— para pensar un intercambio teórico entre la filosofía y las investigaciones en etología cognitiva. Así pues, pienso que los vocabularios y el objeto de estudio de ambas perspectivas no resultan completamente inconmensurables y que, en tal medida, puede producirse un diálogo enriquecedor que acerque la teoría filosófica a la evidencia empírica tal como es interpretada en estudios recientes sobre cognición animal.

I. Reencantar el mundo desde la segunda naturaleza

I.1. La modernidad como umbral

La modernidad ha realizado, según McDowell, un aporte al pensamiento sobre la naturaleza de carácter no solo positivo sino también irrenunciable. En referencia a la noción medieval de una naturaleza plena de significado, este autor sostiene en Mente y mundo que “es una marca de progreso intelectual el que la gente educada no pueda tomar ahora en serio esa idea, excepto quizás en algún papel simbólico” (McDowell 1996, p. 71).1 Las ciencias naturales, de la mano de la física, han tenido un lugar preponderante en este logro moderno. Como resume McDowell: “Descartar esa parte de nuestra herencia intelectual sería retornar a la superstición medieval” (McDowell 1996, p. 109).
McDowell no desarrolla una argumentación acerca de por qué deberíamos aceptar que las ciencias naturales nos impiden volver por ejemplo a la superstición medieval, frente a otras opciones presentes en la discusión contemporánea, como la de que estas ciencias proponen un relato entre otros igualmente legítimos. Puede pensarse que el argumento implícito en este autor es que las ciencias naturales representan un progreso porque han “desencantado” la naturaleza, le han quitado la significación mágica que permitiría leerla como a un “libro de lecciones” (p. 71).2 Pero podemos insistir con la pregunta:¿por qué ese desencantamiento significa un progreso, cuando por otro lado representará para McDowell también un problema o el origen de diversos problemas filosóficos referidos a cómo localizar la mente en el mundo?
A mi modo de ver, no es el desencantamiento en sí mismo la base de su razonamiento sino una valoración positiva de las ciencias naturales y su imagen de la naturaleza (aunque luego esta imagen sea criticada y ampliada por él mismo). Esto ha de leerse –por así decirlo– a contraluz, en tanto McDowell pone el foco de atención en rechazar aquello que está a espaldas de lo que él valora. En efecto, al momento de ofrecer una noción contrastiva frente a la cual la concepción de la naturaleza proveniente de las ciencias naturales se delimita como irrenunciable McDowell menciona a la superstición, a lo sobrenatural en el sentido de lo oculto o lo mágico (McDowell 2008, p. 217).
Si bien la valoración resulta clara, surge el problema de que lo sobrenatural, por su parte, solo se entiende contrastivamente en relación con la naturaleza tal como la describe la ciencia moderna. Para evitar la circularidad, se necesita una argumentación independiente acerca de las ventajas de las ciencias modernas, y me parece que un autor como McDowell podría aceptar lo siguiente: la ciencia moderna ha ofrecido mejores explicaciones, intersubjetivamente consensuables, legaliformes y repetibles, de los mismos fenómenos que antes eran explicados recurriendo por ejemplo a los mitos, o a la idea de una naturaleza encantada y legible como un libro. Esas explicaciones serían entonces mejores por cuestiones que tienen que ver con el método científico y su carácter intersubjetivamente abierto.
Si esto es así o va al menos en la dirección correcta, debemos aceptar el desencantamiento moderno de la naturaleza porque las ciencias naturales son un logro intelectual explicativo, el cual resulta en cierto modo independiente de su efecto desencantador. Esto resulta relevante para mi argumentación porque abre la siguiente opción teórica: si en lugar de provocar el mencionado desencantamiento, las ciencias de la naturaleza reintrodujeran un “reencantamiento” (que debería ser diferente al criticado), este debería verse como admisible. Como intentaré mostrar en este trabajo, creo que la etología cognitiva promueve un reencantamiento de esta clase.

I. 2. El naturalismo moderno y el dualismo mente - mundo

En el marco de su planteo filosófico, McDowell se aproxima a la noción moderna de una naturaleza desencantada con la ayuda de una distinción proveniente de W. Sellars: el “espacio de las leyes” difiere del “espacio lógico de las razones” porque cada uno de ellos representa un tipo distinto de inteligibilidad.
El “espacio de las leyes” alude en general al tipo de inteligibilidad provisto por las explicaciones de las ciencias naturales. McDowell evita hacer distinciones conceptuales en el interior de este espacio o equipararlo al ámbito de las relaciones causales objetivas, y adopta una actitud de precaución frente al modo en que la ciencia lo conceptualiza (McDowell 1996, p. 71n). De hecho, la noción de “ley” —que McDowell admite como poco clara en su obra principal (McDowell 2000, p. 98)— puede sustituirse por la idea de que se trata de las explicaciones de las ciencias naturales, en un sentido un tanto indeterminado.
El “espacio lógico de las razones”, por su parte, es descrito mediante un conjunto de nociones emparentadas entre sí pero que conservan su diferencia específica. Siguiendo la reconstrucción de Church (2006, pp. 86 y ss.), la idea seminal proviene precisamente de Sellars (1956/1997), para quien un estado de conocimiento implica la capacidad para justificarlo y supone en tal medida que se encuentra disponible para ubicarlo en ese espacio. Esta idea es retomada entre otros por Brandom (1997, p. 160) para aplicarla a los estados de creencia, a las actitudes proposicionales y a las capacidades conceptuales allí involucradas. Estas últimas implican la capacidad de realizar inferencias (adecuadas o incorrectas) y en tal medida una capacidad normativa de justificación. McDowell incorpora dentro del espacio de las razones no solo los estados intencionales sino también sus contenidos, en tanto la experiencia nos presenta hechos que son a la vez razones para creer (McDowell 1996, p. 26). Las razones deben ser además accesibles para su evaluación epistémica, es decir para su tratamiento qua razones, lo que requiere la capacidad autorreflexiva de evaluarlas (y, podemos agregar, la libertad y espontaneidad involucradas en esta capacidad).
Ahora bien, McDowell entiende que las ciencias modernas han promovido una noción de naturaleza que la identifica con aquello descrito por el espacio las leyes. Esto genera una tensión con el espacio de las razones, que McDowell describe como “sui géneris” y en tal medida irreductible al modo de inteligibilidad propio de las leyes: se trata de“negarse a naturalizar los requerimientos de la razón” (McDowell 1996, p. 78). Como consecuencia, si el espacio de las leyes describe todo lo que es parte de la naturaleza, surgen para McDowell las siguientes opciones teóricas: o bien se ubica el espacio de las razones en un ámbito “súpernatural” (loc. cit.), o bien se cae en la tentación de reducirlo a lo natural, actuando en este caso en contra de su carácter sui géneris.
El problema es que, descartada la opción platónica, los diversos fenómenos pertenecientes al espacio de las razones se han resistido a ser explicados en términos del espacio de las leyes, reafirmando con ello su carácter sui géneris. Dicho con el vocabulario de la obra de McDowell, la mente (el espacio de las razones) aparece como separada del mundo (el espacio de las leyes, la naturaleza en sentido moderno), y no está claro cómo volver a conectarlos.

I.3. La noción liberalizada de naturaleza

McDowell propone una solución a la tensión entre la mente y el mundo, generada por dos premisas que al parecer debemos aceptar referida a que el espacio de las razones es irreductible y la concerniente a que la naturaleza se identifica necesariamente con el espacio de las leyes. La solución ofrecida en Mente y mundo es “terapéutica” en el sentido de que, en lugar de discutir el síntoma –la mencionada contraposición– se ocupa de la causa de donde se deriva, a saber, laúltima de las dos premisas mencionadas.
En efecto, el origen del problema reside, para McDowell, en haber identificado a la naturaleza con el espacio de las leyes como la única alternativa posible. Sostiene que afortunadamente esta identificación no es la única opción teórica disponible, y propone repensar la idea de naturaleza haciendo lugar a una noción liberalizada, relajada o ampliada de la misma. Su manera de formular la ampliación consiste en “agregar” a la primera naturaleza –correspondiente a la noción moderna definida a partir del espacio de las leyes– una segunda naturaleza que incluya el espacio de las razones.3
En términos de opciones filosóficas, esta noción de naturaleza supone tanto un rechazo del naturalismo duro o descarnado (bald naturalism) –que pretende volver a explicar todo lo natural en términos del espacio de las leyes– como de la opción opuesta representada por un platonismo extremo (rampant platonism) que ubica al hombre con un pie en la naturaleza y otro pie en alguna dimensión fuera de ella (McDowell 1996, p. 77). Respetando el umbral moderno, McDowell admite ahora como naturales diversos aspectos eminentemente mentales de la vida humana: “Los ejercicios de la espontaneidad pertenecen a nuestro modo de vida. Y nuestro modo de vida es nuestro modo de actualizarnos como animales” (p. 78).
La intención de McDowell no es elaborar una doctrina de esta segunda naturaleza ampliada sino intervenir en contextos dialécticos donde aparece la noción moderna en su sentido estrecho y a sus ojos inaceptable (McDowell 2008, p. 216).4 El resultado es cierto reencantamiento de la naturaleza, parcial y restringido en tanto no vuelve a admitir dimensiones mágicas o sobrenaturales: “Estoy sugiriendo que si podemos recapturar esa idea [de una segunda naturaleza] podemos mantener a la naturaleza por así decirlo parcialmente encantada, pero sin recaer en la superstición precientífica [...]” (McDowell 1996, p. 85). Nuestro modo de ser, caracterizado por una espontaneidad y libertad cognitivas que nos permite participar en el espacio conceptual de las razones, son parte de la naturaleza así ampliada.

I.4. Los animales en Mente y mundo

La idea de una naturaleza liberalizada hace lugar a los fenómenos mentales humanos, pero los “meros animales” corren otra suerte en Mente y mundo (McDowell 1996, Conferencia 7, pp. 108-126). Para McDowell, los animales no humanos se ubican del lado de la primera naturaleza pues carecen de las capacidades conceptuales necesarias para operar con razones: “Un mero animal no evalúa razones y decide qué hacer” (McDowell 1996, p. 115). En tal medida, estas criaturas no pueden tener experiencia de una realidad objetiva, es decir de una realidad que pueda justificar sus creencias y permitirles llegado el caso cuestionarlas: “No podemos entenderlos como rehaciendo continuamente una perspectiva del mundo como respuesta racional a lo que les ofrece la experiencia” (p. 114). Se encuentran entregados a un “entorno”, a los imperativos biológicos inmediatos que determinan sus fines moldeados por problemas y oportunidades (p. 115). En suma, la espontaneidad que les permitiría tomar distancia del entorno para ejercer las referidas capacidades conceptuales y racionales, que cobran la forma de una actividad autogenerada y autoconsciente, los animales no pueden tener un mundo objetivo como el humano.
McDowell no es aquí gradualista, aunque tampoco pretende regresar a una noción cartesiana de los animales como autómatas. Es por ello que les atribuye una sensibilidad a las propiedades del entorno que equivale a una “protosubjetividad” y que bastaría para explicar su conducta eficiente (pp. 116-117). Esta variante de la subjetividad no deja de discrepar de la subjetividad autoconsciente de los humanos, quienes además de estar entregados a su entorno lo conciben también de determinado modo, por ejemplo como problemas y oportunidades.
Ahora bien, en una primera aproximación, la etología cognitiva ofrece contraejemplos a la concepción que tiene McDowell de los animales, por ejemplo a su pretendida incapacidad para tomar distancia del entorno inmediato, inhibir sus disposiciones y desarrollar un pensamiento autoconsciente con fines deliberativos. Reseño brevemente algunos de estos contraejemplos, dado que luego les dedicaré mayor espacio. Ante todo, la capacidad para tomar distancia de los estímulos e impulsos ya encuentra evidencia en el hecho de que un animal que acecha a su presa se encuentra presumiblemente inhibiendo esos impulsos en vistas de un objetivo no presente en el entorno más inmediato. Más concretamente, esta distancia ha sido estudiada en su dimensión temporal. Respecto del pasado del pasado, se piensa que una variedad de aves recuerda con precisión dónde han escondido tipos muy específicos de alimento, incluso cuando ha pasado un tiempo considerable (Clayton y Dickinson 1998, 2006). Respecto del futuro, se acepta que algunos primates planifican la fabricación de herramientas, por ejemplo para capturar termitas, para lo cual eligen las ramas, las preparan adecuadamente y las trasladan una cierta distancia. Se supone que toman para ello una cierta distancia de las necesidades y deseos más inmediatos en aras de un beneficio posterior (Boesch y Boesch 1990, Mulcahy y Call 2006). Más aún, esta compleja conducta se entiende mejor en base a atribuir procesos de deliberación, por ejemplo de razonamiento instrumental, en los cuales no solo se representan elementos ausentes del entorno sino que se ponderan medios diferentes para alcanzar fines determinados (Camp 2015, pp. 177 y ss.). Finalmente, existe evidencia de la capacidad de metacognición referida a la propia “subjetividad” (al menos en el sentido básico del propio cuerpo) en aquellos animales que se reconocen en un espejo (Parker, Mitchell y Boccia 2006).
En sintonía con Mente y mundo, podríamos insistir en que, en términos generales, este corpus de evidencia empírica debería interpretarse en base a explicaciones de más bajo nivel que no entren en conflicto con las filosóficas: la memoria de las aves podría ser considerada un proceso “subpersonal” —es decir, no accesible al pensamiento consciente de la propia la criatura—, la supuesta inhibición de impulsos no sería sino un modo de guiarse por otros imperativos biológicos, más complejos pero no menos inmediatos, y la meta-cognición solo se manifestaría en tipos de reconocimiento no conceptual del propio cuerpo. Estas interpretaciones evitan postular un pensamiento conceptual (a nivel “personal”) que evalúa razones para actuar.
Sin entrar en el problema de cuál es la interpretación correcta de la evidencia, en este punto me interesa poner de manifiesto que se requiere una interpretación filosófica de la misma y, llegado el caso, una justificación de que se está hablando de temas diferentes. McDowell no lo hace, vale decir, no confronta de manera directa con investigaciones en cognición animal como las mencionadas. Sin embargo, ofrece algunos indicios de que el cuadro anterior referido a los “meros animales” no le resulta satisfactorio. Estos indicios aparecen con más claridad luego de Mente y mundo, con la elaboración de una serie de especificaciones que me permitiré retomar como modificaciones de la imagen recién esbozada (cf. sección II.2), y que vuelve más compatibles su propuesta filosófica con las investigaciones en etología cognitiva.

II. Los animales entre la mente y el mundo

La primera sección de este trabajo tenía un propósito reconstructivo enfocado en la noción liberalizada de naturaleza de McDowell y el lugar que tienen en ella los animales no humanos. Estos aspectos de su filosofía nos conducen a dos inquietudes que ocuparán la presente sección.
La primera indaga el ámbito natural donde habrán de ubicarse los animales y se refiere a cómo justificar la aceptación de un reencantamiento —el promovido por el espacio de las razones— y el rechazo de otro, representado por la superstición anticientífica. La segunda inquietud, que ya fue puesta en juego, concierne al lugar mismo de los animales no humanos en la naturaleza liberalizada, ahora en relación con las modificaciones propuestas por McDowell luego de Mente y mundo.

II.1. Un reencantamiento inestable

¿Qué es exactamente la naturaleza para McDowell, es decir aquello que su noción liberalizada reencanta? ¿Se trata de un ámbito espacio-temporal, un locus cartografiable, o un modo de ser, como cuando se afirma que la naturaleza de cierto mineral consiste en poseer una determinada propiedad química? (cf. Fink 2008, p. 56; Wild 2010, pp. 193 y ss.). En efecto, indagar por la naturaleza interna de algo resulta diferente de indagar sobre su lugar en la naturaleza. Más aún, como afirma Fink, podemos indagar sobre la naturaleza de entidades como los dioses, la normatividad, la historia, etc., sin considerarlos como parte de la naturaleza como un ámbito (Fink 2008, p. 56).
Pienso que la noción liberalizada de naturaleza no se liga de manera excluyente con ninguno de los dos sentidos mencionados y hace un uso aceptable de ambos. Se trata de afirmar que el modo de ser del hombre –ligado como vimos al espacio de las razones– es tan natural como cualquier fenómeno descrito por las ciencias naturales. En tal medida, la pregunta por cómo es la naturaleza humana no impide la indagación acerca de cómo se ubica esa naturaleza en la naturaleza entendida como un ámbito (cf. Wild 2010, p. 193).
Esta pregunta conduce al problema concerniente a cómo se conectan las dos naturalezas que forman parte de la naturaleza liberalizada. Por cierto, el propósito de McDowell no es elaborar una teoría sobre la segunda naturaleza, y en tal medida tampoco de su conexión con la primera. Pero ofrece algunas indicaciones en tal sentido, como la idea de relacionar ambas naturalezas en cierto modo “desde arriba”, desde una segunda naturaleza casi autónoma (McDowell 1998, p. 193) que “impregna” a la primera: “es preciso que nos veamos como animales cuyo ser natural se encuentra impregnado de racionalidad” (McDowell 1996, p. 85), o que la “moldea” (McDowell 1998, p. 185).
Estas sugerencias, que se refuerzan con la idea de que ambas naturalezas poseen una existencia legítima, se acercan a una posición dualista que puede hallar dificultades para explicar la relación entre ellas. En lugar de esbozar una crítica a McDowell a raíz de un presunto dualismo de carácter ontológico, mi posición —que no desarrollaré por cuestiones de espacio— consistiría en destacar que este dualismo resulta en todo caso superador del moderno, en tanto las dos naturalezas se ubican dentro de una única naturaleza liberalizada.
En todo caso, me acerco con esto al problema sobre el cual pondré el foco y que me permitirá avanzar en la argumentación. Pienso que la noción mcdowelliana de naturaleza liberalizada resulta inestable, y esto se origina en el modo en que se elabora la idea de una segunda naturaleza, o más precisamente, en la dialéctica sin detención que se genera a partir de ella. Sus contornos son los siguientes: las ciencias naturales imponen un umbral al pensamiento moderno, lo cual conduce a un desencantamiento de la naturaleza; la noción liberalizada de naturaleza responde sin embargo a la pretensión de no restringir todo lo natural a lo que describen las ciencias naturales; esto implica un reencantamiento (al menos parcial) de la naturaleza con fenómenos mentales; el límite de este reencantamiento lo pone lo “sobrenatural” pero se explica a su vez en base a las descripciones que nos ofrecen las ciencias naturales; con esto volvemos al punto de partida, pues las descripciones de las ciencias naturales terminan siendo decisivas al momento de delimitar lo natural; y en tanto quedemos insatisfechos con el desencantamiento provocado por estas descripciones, la dialéctica vuelve a iniciarse.
Un momento clave de esta serie de pasos está representado por el reencantamiento de la naturaleza que el propio McDowell admite (McDowell 1996, p. 85). Ciertamente, él habla desde el umbral moderno, y en tal medida no acepta un regreso a la superstición pre-científica (loc. cit.). Es preciso entonces ponerle límites al reencantamiento “peligroso” separándolo del deseable –el representado por la segunda naturaleza– antes de permitir que continúe la dialéctica descrita. Pero esto es imposible, porque solo las ciencias naturales pueden excluir lo “sobrenatural” y darle unidad a la naturaleza. En este sentido, Wild cree que para McDowell la segunda naturaleza debe verse en definitiva como una parte del naturalismo que nos describen las ciencias naturales (Wild 2010, p. 197). Si esto es así, se pueden seguir dos caminos a partir de las premisas de McDowell: o bien rechazar la idea de que el espacio de las razones es sui géneris, o bien reinterpretar el naturalismo de las ciencias naturales de modo que no conduzca al desencantamiento de los fenómenos mentales.
La primera opción —rechazar la idea de un espacio irreductible de las razones y los fenómenos mentales que conlleva— se corresponde con las versiones más desencarnadas de naturalismo. Entiendo que Fodor habla desde esa perspectiva cuando le reclama a nuestro autor que “baje un poco los decibeles” respecto de la idea de justificación (“McDowell will have to cool it a little about justification”) (Fodor 1998, p. 8); es decir, le pide que renuncie a la tesis de que la justificación mediante razones y las capacidades involucradas en ello resultan irreductibles a cualquier explicación naturalista. Sin entrar en la discusión correspondiente, creo que McDowell tiene razón en mostrarse escéptico respecto de esta alternativa y en mantener con firmeza la distinción sellarsiana.
La segunda opción consiste en cambiar la mirada sobre el cuadro de la naturaleza que nos ofrecen las ciencias naturales. En la modernidad temprana el pensador naturalista no le daba a las ciencias naturales de entonces la última palabra sino la primera, es decir, la palabra que daba inicio a la investigación filosófica (Wild 2010, p. 192). Inspirarse en esta figura moderna sirve para ampliar el horizonte sobre el desarrollo científico, ante todo porque pone en evidencia que existe un margen para determinar cuáles son las ciencias relevantes. Si el paradigma es la física, la explicación de los fenómenos mentales representará un problema mayor que si se consideran otros “estratos” de ciencias, como las biológicas e incluso las etológicas. Por poner un ejemplo, el concepto de “función” reintroduce el pensamiento teleológico en un ámbito estrictamente natural.
McDowell se resiste a esta última opción, que considero más aceptable, especialmente en lo que respecta a fenómenos de la vida humana, los cuales “se encuentran más allá del alcance de la comprensión científico-natural” (McDowell 2008, p. 217). Y en tanto hallemos evidencia de la presencia de fenómenos análogos en el ámbito de la cognición animal, McDowell se enfrentará con dificultades para ubicar a los animales en su cuadro de la naturaleza. Como vimos en la sección anterior, este autor no discute de manera directa las interpretaciones de la evidencia proveniente de la etología cognitiva, que en principio resulta incómoda para su filosofía. Sin embargo, propone –como veremos a continuación– algunas modificaciones a su noción de naturaleza que la vuelven más hospitalaria con diversos fenómenos de cognición animal tal como han sido recientemente estudiados.

II.2. Los animales luego de Mente y mundo

En Mente y mundo los “meros animales” –aquellos que no son racionales– se encuentran, como vimos, entregados a los imperativos biológicos del entorno. McDowell pretende haber sido precavido, señalando que no ha querido desacreditar la mentalidad animal (“animal mentality”) pues –según su parecer– no ha tenido una visión reduccionista de los imperativos biológicos (McDowell 1998, p. 182). Pero es recién luego de esa obra que realizará lo que puede considerarse una modificación o una autocorrección de su postura, aunque no entraré en cuestiones exegéticas y hablaré, de modo algo más neutral, de una“especificación” que amplía explicativamente la posición inicial.
Esta especificación se entiende a la luz de las presiones que genera la evidencia reciente sobre cognición compleja en muchas especies, a la que ya he hecho alusión más arriba (y que retomaré más adelante). Como vimos, desde hace al menos tres décadas diversos campos de estudio, especialmente en etología, atribuyen a los animales propiedades mentales para explicar científicamente su conducta a menudo compleja, tanto en contextos de vida salvaje como de laboratorio. Dicho metafóricamente, los animales se hallarían en un sitio incómodo entre la mente (humana y racional) y el mundo (la naturaleza desencantada).
Así pues, resulta entendible que McDowell intente tomar distancia de la idea de los animales como meros mecanismos entregados al entorno y que busque darles un lugar adecuado en su escenario naturalista flexibilizado. Sea como fuere, la especificación aludida tiene dos aspectos que analizaré por turno: la idea de que los animales no racionales pueden tener una segunda naturaleza, y la de que pueden ser sensibles a razones en un sentido restringido y a fin de cuentas diferente del de los animales racionales.
La primera ampliación consiste en admitir que “la idea de segunda naturaleza misma no es aplicable exclusivamente a los animales racionales. No es más que la idea de un modo de ser [...] que ha sido adquirido mediante algo así como el entrenamiento.” (McDowell 2000, p. 98). Lo común entre los animales racionales y los no racionales es que se trata de un modo de ser adquirido y la diferencia es que este modo de ser no consiste, en el caso de los animales no humanos, en la posibilidad de habitar el espacio sui géneris de las razones. Para un animal no racional que adquirió una segunda naturaleza, no existe diferencia entre esta y la primera: “la segunda naturaleza de los perros es justamente como su primera naturaleza” (loc. cit.).
El cuadro resultante no cambia en sus rasgos estructurales referidos a la separación entre dos modos de inteligibilidad, pero es más complejo pues la segunda naturaleza alberga tanto al espacio de las razones como a diversas conductas adquiridas por los animales (no necesariamente incluibles dentro del espacio de las razones). Esta complejidad posee, a mi modo de ver, problemas y ventajas. En cuanto a los problemas, se reavivan las sospechas de un dualismo entre una primera y una segunda naturaleza, ahora en el terreno no humano. Así,¿con qué criterios podríamos distinguir aquellas conductas animales adquiridas –que pertenecerían a la segunda naturaleza– de las que forman parte de procesos innatos de maduración y que pertenecerían a la primera? ¿Poseen los animales algo así como una “cultura”? Creo que estas dudas no tienen por qué desembocar en un escepticismo sobre la distinción entre dos naturalezas animales sino que pueden propiciar una visión más compleja y enriquecida (incluso “dualista”) de la naturaleza animal, en la que no entraré por cuestiones de espacio.
En todo caso, el hecho de hacer lugar a una segunda naturaleza animal resulta más acorde con las hipótesis mentalistas de la etología cognitiva y se complementa con la siguiente ampliación. Esta consiste en admitir que “la noción de ser capaz de responder a razones en cuanto tales [the notion of responsiveness to reasons as such] deja lugar a responder a razones, aunque no a razones en cuanto tales, del otro lado de la separación entre animales racionales y animales que no son racionales” (McDowell 2009, p. 133). Así, la conducta de huida de un animal puede entenderse como “responder a algo que es en un sentido obvio una razón para él: el peligro (...)” (p. 128).
Pero si bien nos representamos esta conducta “como inteligible a la luz de razones para él” (p. 128), los animales no pueden tomar la suficiente distancia de sus disposiciones biológicas –siempre siguiendo a McDowell– como para evaluar críticamente las razones de sus acciones, es decir, no pueden desarrollar capacidades autorreflexivas. En términos filosóficos, no se hallan en el espacio de las razones “qua razones” como los animales propiamente racionales, que pueden en cualquier momento interrumpir sus acciones para justificarlas, criticarlas o explicarlas en base a razones (McDowell 2009, pp. 129-130).
¿Cómo considerar esta especificación, que también pretende tomar distancia de la idea de animales como meros mecanismos y que le permite a McDowell ser consistente con “una continuidad sustancial a través de la separación” entre animales racionales y no racionales (McDowell 2009, 133n)? Hay tres cuestiones a tener en cuenta: la primera es si se altera con esto el cuadro filosófico mcdowelliano, la segunda es la adecuación filosófica en sí misma de esta especificación, y la tercera es si esto resulta consistente con la evidencia relevante proveniente de la etología cognitiva.
Respecto a lo primero, creo que la especificación resulta consistente con la división inicial entre una primera y una segunda naturaleza. Esta última incluiría, además de animales racionales, a animales no humanos capaces de responder a razones (aunque no a razones en cuanto tales). Respecto de la segunda cuestión, se trata de determinar si es concebible que una criatura no autorreflexiva sea sensible a razones.
Si bien McDowell abre esta posibilidad teórica, creo que no explica de manera convincente qué significa ser sensible a razones que por su parte no son razones en cuanto tales; y tampoco queda claro por qué esta sensibilidad a razones no ubica ya a los animales en el espacio de las razones propiamente dicho, algo que este autor se resiste a hacer. Dadas estas dificultades teóricas, creo que se puede fortalecer la idea de sensibilidad a razones mediante otras perspectivas, favorables también a postular capacidades racionales y conceptuales previas a la reflexión sobre ellas (Glock 2009). Respecto del pensamiento conceptual, Camp piensa por ejemplo que solo se puede aplicar una reflexión epistémica a aquellos pensamientos de primer orden que ya se poseen (Camp 2015). Estos pensamientos de primer orden podrían ser razones para actuar, de modo que sería pensable –en esta línea teórica– una criatura sensible a razones pero no autorreflexiva. En el mismo sentido, luego de criticar a McDowell por su falta de claridad sobre la idea de sensibilidad a razones, Kalpokas (en prensa) sostiene que se puede “estar justificado” sin tener la capacidad de reflexionar sobre las razones que se tiene.
Considero que este camino teórico resulta defendible, pero pienso que incluso si se defendiera la tesis de que la noción más adecuada de responder a razones es la más demandante –a saber, la que se liga con un acceso epistémico, de carácter autorreflexivo, a esas razones–, podemos interpretar determinada evidencia etológica como satisfaciendo al menos en parte esa noción, en tanto nos ofrece indicios de su presencia o al menos de sus prerrequisitos. Forma parte de esta evidencia, que no desgrano por cuestiones de espacio, la inhibición de las disposiciones inmediatas y la posesión de representaciones distantes del entorno inmediato (Gärdenfors 1995), la capacidad de reconocer objetos y propiedades del ambiente (Newen y Bartels 2007), la fabricación planificada de herramientas para cumplir objetivos específicos ((Boesch y Boesch 1990, Mulcahy y Call 2006), y la facultad de percatarse o tener conciencia de sí mismo corporalmente frente a un espejo y socialmente en referencia al estatus en el grupo (Tomasello y Call 1997; Parker, Mitchell y Boccia 2006). Esto responde a la tercera cuestión mencionada, pues revela que subsiste la tensión entre la filosofía mcdowelliana, en este caso su noción demandante de operar con razones, y la etología cognitiva, en este caso los indicios de que algunos animales sin lenguaje poseen capacidades que se relacionan estrechamente con esa noción de racionalidad.
Mis conclusiones en este punto son las siguientes. Las especificaciones de McDowell posteriores a Mente y mundo no alteran su cuadro general en lo que respecta a la división entre una primera y una segunda naturaleza, a los dos espacios de inteligibilidad y a los requisitos cognitivos de la conceptualidad y la racionalidad. Dentro de este marco, McDowell ha intentado ampliar el terreno intermedio de los animales no humanos con la ayuda de elementos que parecían reservados a los animales racionales: la segunda naturaleza y la sensibilidad a razones. Esta ampliación permite una visión más sofisticada de la cognición animal, evitando entender a los animales como meros autómatas y mejorando la conexión teórica con la etología más reciente. Sin embargo, también he señalado que la ampliación descrita resulta insuficiente, particularmente en cuanto a la posibilidad de incluir a los animales en el espacio de las razones. Los problemas atañen tanto a cómo entender la noción misma de ser sensible a razones, como a la interpretación de la evidencia empírica, que parece en algunos casos avalar la inclusión de criaturas sin lenguaje dentro del espacio de las razones.
Aquí la filosofía puede tomar dos caminos: o bien reservarse la idea de racionalidad solo para aquellas criaturas que pueden realizar los rendimientos difícilmente alcanzables sin lenguaje: evaluar razones, realizar inferencias, articular justificaciones de la conducta; o bien admitir que la racionalidad puede cumplirse en grados diversos, que se inician ya con la capacidad de operar con razones de manera no reflexiva. En este último caso, la filosofía proveería los requisitos conceptuales de la racionalidad y la investigación etológica ofrecería evidencias de sus grados de cumplimiento.5
Creo que esta última es la opción más defendible, pero no la elaboraré por razones de espacio y porque, tal como he venido argumentando en este trabajo, existe un problema referido a la inestabilidad de la noción de naturaleza en la filosofía de McDowell que no se vería solucionado mediante este expediente. En efecto, incluso si se elabora una noción de naturaleza liberalizada que incluyera a los animales dentro del espacio de las razones (en un sentido gradualista), persisten los problemas acerca de cómo justificar el reencantamiento de la naturaleza.
Mi propuesta resulta entonces complementaria de este gradualismo y consiste en recorrer el camino inverso al que hemos venido siguiendo: se trata de explorar una noción de naturaleza que tome en cuenta algunas de las elaboraciones provenientes de la etología. Esta liberalización de la naturaleza procede “desde abajo”, pues el reencantamiento es ahora propiciado (al menos en parte) por las ciencias cognitivas, convergiendo con la filosofía en un punto de diálogo. El resultado es una noción de naturaleza más estable, en la cual las ciencias naturales en sentido amplio, cuyo umbral debemos aceptar, ya no tienden hacia un desencantamiento del mundo ni tientan a adoptar una posición reduccionista.

III. Reencantar la naturaleza desde la cognición no humana

McDowell extiende el espacio de las razones hasta incluir a los estados intencionales de toda clase (cf. Church 2006, p. 87) y en tal medida resulta relevante examinar las atribuciones de este tipo de estados a animales no humanos. Mi propósito en esta última sección es darle consistencia a la idea de que las ciencias naturales, concretamente desde las elaboraciones de la etología cognitiva, propician un reencantamiento del mundo mediante esa clase de atribuciones.6 Con otras palabras, trataré de explicitar el modo en que algunas líneas de investigación toman en cuenta fenómenos mentales como parte de los fenómenos naturales relativos a la cognición y sin ulteriores propósitos reduccionistas. Acto seguido, defenderé la idea de que el lenguaje mentalista usado para realizar estas atribuciones constituye un buen indicio de la realidad de la mente animal.

III.1. Explorando científicamente la mente animal

Existe un consenso acerca de que el estudio de la cognición animal asume actualmente supuestos mentalistas, tanto en referencia a la investigación empírica como a la teoría elaborada a partir de ella. Alejada del paradigma conductista e incluso de la etología clásica, la etología cognitiva explica la conducta animal en base a atribuir estados mentales que la guían (cf. Bekoff 1998; Wild 2008, p. 60; Beck 2013; Andrews 2015). Una definición ya clásica de esta disciplina es la siguiente: “La etología cognitiva es el estudio comparativo, evolutivo y ecológico de las mentes animales no humanas, incluyendo procesos de pensamiento, creencias, racionalidad, procesamiento de información y conciencia” (Bekoff 1998, p. 371).
Si bien no resulta sencillo definir con precisión el concepto de “mente” aquí involucrado, sí resulta relativamente claro que “pensamiento”, “creencias”, “deseos”, “conciencia” y “representaciones mentales”, entre otras expresiones, aluden a estados mentales, los cuales en filosofía son caracterizados por rasgos como la intencionalidad, la aspectualidad y la normatividad, entre otros. Teniendo en cuenta esto, resaltaré algunos supuestos mentalistas en cuatro líneas de investigación en etología cognitiva:
(1) Las destrezas de los primates en el uso de herramientas son un indicio de racionalidad instrumental (Boesch y Boesch 1990; Baber 2003, pp. 27 y ss.). Esta línea de investigación posee un claro componente empírico, dado que se han ido descubriendo destrezas técnicas antes desconocidas en animales y se comprobó la existencia de una variedad de capacidades para especies distintas e incluso para diferentes grupos en una misma especie. Los temas de discusión conciernen al tipo de razonamiento y mecanismos cognitivos involucrados en estas destrezas y a la eventual delimitación de un ámbito “cultural” no humano, entre otros. Se asume aquí que algunos primates poseen creencias relativas a medios y fines, algunas de ellas referidas a estados de cosas no presentes en el entorno, y que las ponen en juego en procesos de deliberación y planificación para solucionar problemas prácticos.
(2) La conducta comunicativa de algunas especies, especialmente de los primates evolutivamente cercanos al hombre, es discutida en relación al tópico de la “referencia funcional”, es decir, el potencial para comunicar información sobre eventos del entorno (Townsend y Manser 2013; Wheeler y Fischer 2012). El contexto de la discusión ha adquirido un tinte parsimonioso que evita equiparar la comunicación animal con la comunicación “semántica” humana. Sin embargo, se interpreta la conducta animal en el sentido de que los receptores de los signos reciben información a partir de ellos y realizan inferencias sobre el entorno físico y social.
(3) La facultad de interpretar los pensamientos de los otros ha dado lugar a un debate sobre “teoría de la mente” en animales. En este terreno ha sido particularmente intenso el debate entre quienes sostienen que animales como los chimpancés son capaces de atribuir creencias a sus congéneres (y a los humanos), y los que prefieren interpretar la evidencia en el sentido de capacidades para comprender conductas (en base a pistas, reglas y regularidades) (Krupenye et. al. 2016; Danón 2016; Povinelli y Vonk 2003, p. 160; Hare, Call y Tomasello. 2001). La base de la discusión supone sin embargo que los animales investigados tienen ellos mismos actitudes intencionales como creencias referidas a los otros, como mínimo a sus conductas regulares observables, y que actúan en base a ellas para lograr sus fines.
(4) La capacidad de autocognición posee finalmente dos ámbitos donde la evidencia resulta convincente. El primero de ellos concierne al reconocimiento propio, más precisamente del propio cuerpo, en un espejo. Existe evidencia de esta capacidad en primates, delfines y elefantes (Plotnik, de Waal y Reiss 2006; Parker, Mitchell y Boccia 2006). El segundo de ellos atañe a la comprensión que el individuo tiene de su papel en un grupo social complejo y se nutre de estudios en primates (Tomasello y Call 1997, parte II). Ambas clases de evidencia sugieren entonces la presencia de una capacidad de metacognición referida a la propia criatura.

III.2. Lenguaje intencional y realidad mental

Puede pensarse que las líneas de investigación reseñadas en el apartado anterior resultan particularmente sofisticadas, pues guardan una fuerte relación con la inteligencia social, refieren a destrezas técnicas complejas o a incipientes capacidades de auto-cognición. Sin embargo, resulta característico de la reciente etología que también utilice un lenguaje mentalista para investigar facultades comparativamente menos sofisticadas.
En un artículo reciente que reseña comparativamente experimentos, problemas y avances teóricos sobre la memoria prospectiva, Crystal y Wilson (2015) formulan hipótesis y conclusiones que permiten interpretar tanto la conducta como la arquitectura y el rendimiento neurológico de diversos animales. Para estos autores, la investigación debe leer los cambios funcionales en la conducta como indicios sobre el contenido representativo de la mente. Consiguientemente afirman: “Un problema central que cualquier nuevo modelo animal de habilidad cognitiva debe tomar en cuenta es cómo empezar a investigar las representaciones internas de un animal” (p. 89).
En ese marco realizan una propuesta sobre las ratas, con afirmaciones como la siguiente:

Nuestra hipótesis es que las ratas se forman una representación de la comida futura, pero que inactivaron la representación cuando la comida solo estaba disponible en un distante punto futuro del tiempo [...] Por contraste, al crecer la expectativa por la comida, planteamos que se estaban utilizando más recursos de la atención para mantener la representación de la comida que vendría. Así, esperábamos que el desempeño en la tarea que se estaba realizando sería relativamente bajo en el momento tardío, algo que también se observó (Crystal y Wilson 2015, p. 90).7

Ahora bien, se pueden formular dos objeciones contra la interpretación mentalista favorecida por esta clase de investigaciones. La primera consiste en señalar que si bien el lenguaje utilizado es en apariencia mentalista, admite una lectura según la cual en realidad no lo es. Así, nociones como “representación mental” admiten una lectura teórica donde desaparecen por ejemplo los rasgos de la intencionalidad, en tanto solo se trata, por ejemplo, de investigar cómo funciona un mecanismo cognitivo de naturaleza “sub-personal”.8 A diferencia de la dimensión “personal”, que involucra a la criatura consciente como un todo, los mecanismos “subpersonales” no son conscientes ni son la sede del pensamiento intencional (aunque participen de tareas cognitivas complejas como el lenguaje y la visión) (Cf. Dennett 1987, McDowell 1994, Skidelsky 2016).
Mi respuesta a esta objeción es que el lenguaje mentalista de la etología se resiste a esta clase de reinterpretación. La razón principal es que este vocabulario no resulta eliminable en la formulación de las hipótesis de la investigación. En el último ejemplo reseñado, son las atribuciones mentalistas las que permiten formular hipótesis explicativas sobre la conducta de las ratas, predecirla en algunos casos y proponer entonces teorías sobre el funcionamiento y la arquitectura neurológica. Así, el contenido de las representaciones de las ratas es un objeto intencional (alimento) visto bajo un aspecto determinado (según su ubicación temporal) y es ese contenido el que guía la conducta. La propia elección de los conceptos es clave para el tipo de investigación empírica a desarrollar y las hipótesis específicas a evaluar, como se aprecia claramente en las preguntas sobre la capacidad de tener una teoría de la mente o sobre la planificación y el uso de herramientas, como dos ejemplos destacados.
La segunda objeción consiste en sostener que, si bien el lenguaje mentalista puede no ser eliminable metodológicamente para comprender la conducta de diversos animales carentes de lenguaje y acumular así un conocimiento etológico, no debe entenderse como una prueba de la existencia de una realidad mental animal. Para decirlo en términos dennettianos, la “actitud intencional” que adoptemos para comprender la conducta animal resulta en cierto modo independiente de nuestra postura sobre la realidad mental o psicológica de aquello que interpretamos (cf. Dennett 1987).
A mi modo de ver, desligar la metodología mentalista, y en particular intencional, de la aceptación de que existe una mente intencional animal resulta actualmente controvertido. Si aceptamos que no solamente está en juego una interpretación ocasional sino líneas enteras de investigación, y que estas nos ofrecen en un vocabulario mentalista (e intencional) las mejores interpretaciones disponibles de la conducta animal, se debe aceptar también que la carga de la prueba tiende a pasar del lado del escéptico que niega la realidad mental investigada. Como afirma Beck:

La mayor parte de los investigadores sobre animales aceptan ahora que la cognición animal involucra operaciones sobre representaciones causalmente eficaces con contenido intencional, representaciones que caracterizan el mundo como siendo de un modo determinado. Dicho más coloquialmente, es ampliamente aceptado ahora que los animales piensan. (Beck 2013, p. 520)

Volviendo a la filosofía de McDowell, esto puede entenderse como un reencantamiento de la naturaleza propiciado por la investigación científica acerca de la cognición en animales no humanos.

Observaciones finales

La reciente etología ha acumulado conocimiento sobre los animales no humanos con un sorprendente grado de precisión y corroboración empírica, lo cual constituye en muchos casos un fuerte indicio de la existencia de pensamiento y mente animal. ¿Qué significa esto en relación con el tema filosófico de la segunda naturaleza tal como ha sido planteado por McDowell?
Al inicio de este trabajo sostuve que la propuesta de este autor debe entenderse a partir de su valoración positiva de la imagen moderna de la naturaleza promovida por las ciencias naturales. Pero esto ha dado lugar a la concepción de una naturaleza desencantada y a un dualismo entre la mente y el mundo que McDowell intenta evitar mediante una concepción liberalizada de la naturaleza. En este intento, sostiene que las capacidades conceptuales, requisito para el pensamiento racional, son tan naturales como la denominada “primera naturaleza”, a la que pertenecen los “meros animales” no racionales.
He puesto de relieve dos inconvenientes de la propuesta mcdowelliana. El primero atañe a una inestabilidad intrínseca de su naturaleza liberalizada, ya que la reintroducción de fenómenos mentales conduce a un reencantamiento del mundo opuesto a la tendencia desencantadora constitutiva (al parecer) de las ciencias naturales. El segundo concierne al lugar de los animales no humanos en este cuadro. Como intenté mostrar, McDowell tiene dificultades para darle un lugar en su esquema de la naturaleza a la cognición sofisticada tal como la describen las nuevas ciencias del comportamiento animal. En este punto, sostuve que las especificaciones teóricas posteriores a Mente y mundo van en una dirección correcta (aunque insuficiente) y permiten avizorar un gradualismo entre animales humanos y no humanos.
Mi posición en este trabajo consiste en admitir la idea de una naturaleza liberalizada en el sentido de McDowell. Particularmente, la idea de segunda naturaleza me parece una noción adecuada para pensar los fenómenos eminentemente mentales, tanto humanos como no humanos, haciendo justicia a la autonomía del espacio de las razones. Mi diferencia con McDowell consiste en el modo de pensar esta segunda naturaleza, concretamente el reencantamiento que involucra en relación con la primera. He sostenido que este reencantamiento se puede pensar, en parte, a partir de la reciente etología, que se ocuparía entonces, en algunas de sus líneas de investigación, de la segunda naturaleza animal. Como he sostenido, pienso que la multiplicidad de investigaciones recientes en etología tienen como objeto de estudio, de manera no eliminable, la mente animal.
Si mi propuesta está bien orientada, los dos problemas discutidos en relación con McDowell tienden a debilitarse. Dado que las investigaciones etológicas recientes se ubican del lado de las ciencias biológicas, y en tal medida de las ciencias naturales, permiten no solo ubicar a los animales no humanos en la naturaleza sino también reencantarla de una manera estable. Con esto se conforma, finalmente, un terreno en común donde la filosofía y las investigaciones etológicas pueden compartir parte de su vocabulario teórico y lograr un diálogo fructífero.

Notas

* Agradezco a los dos evaluadores de este trabajo porque me han ayudado a reflexionar sobre él y a mejorarlo.

1 La traducción en este y otros lugares me pertenece.

2 McDowell adopta explícitamente la imagen de Max Weber (McDowell 1996, p. 70). El pensador alemán se refiere con “desencantamiento del mundo” (Entzauberung der Welt) a la racionalización (Rationalisierung) de las explicaciones científicas del mundo propias de nuestra época. En lugar de creer en poderes mágicos que actúan ocultamente, los hombres modernos calculamos y actuamos técnicamente en base a esos cálculos: “La creciente intelectualización y racionalización no significa entonces que se acreciente el conocimiento general sobre las condiciones de vida en que estamos. Significa otra cosa: el saber o creer que, si uno tan solo quisiera, podría llegar a saber en cualquier momento que no existe por principio ningún poder misterioso no calculable actuando ocultamente; más bien, que uno podría en principio tener un dominio de todas las cosas a través del cálculo. Pero esto significa el desencantamiento del mundo. Ya no es necesario, como para los salvajes, para quienes existían tales poderes, recurrir a medios mágicos para rogarles a los espíritus o para dominarlos. Los medios técnicos y el cálculo son en cambio capaces de ello” (Max Weber 1922, p. 536; la traducción del alemán me pertenece). Adviértase que McDowell no está tan interesado en los aspectos prácticos ligados con el dominio del mundo sino en la idea de que las explicaciones modernas excluyen una referencia a lo misterioso o sobrenatural.

3 McDowell se inspira en Aristóteles, quien en la Ética nicomaquea considera que las virtudes no son naturales pero sí posibles por naturaleza y se forman mediante la costumbre. De modo similar, McDowell encuentra que la educación en una cultura nos hace seres conceptuales capaces de responder a razones en general (no sólo éticas), muchas veces pre-existentes a nuestra captación de las mismas (McDowell 1996, pp. 82 y ss.). Nacemos en una cultura que nos precede, que es el fruto de una tradición y que en tal medida es para nosotros “natural”. Vale aclarar que la expresión misma “segunda naturaleza” no proviene de Aristóteles –quien de hecho no había sentido la necesidad de oponerse a una noción de naturaleza desencantada como la moderna– pero tampoco ha sido inventada por McDowell (cf. Gubeljic. Link. Müller y Osburg 2000; Wild 2010). En la modernidad temprana, “segunda naturaleza” era ya una expresión usual para designar las costumbres, las leyes, el consenso popular e incluso la cultura en general. En Hegel, se trata de la capacidad para liberarnos de la primera naturaleza y hacer posible la cultura. Estas nociones pueden considerarse pues como antecedentes de McDowell. Existe, sin embargo, otra tradición que ve a la segunda naturaleza bajo una luz negativa, como algo que cubre y corrompe la naturaleza originaria: se cuentan aquí Agustín, Rousseau y pensadores del romanticismo. Nótese que esta última tradición propone una noción de naturaleza humana que es previa a la contraposición que explora McDowell (con una naturaleza desencantada por las ciencias naturales).

4 Este propósito dialéctico explica el hecho de que McDowell realiza su propuesta de ampliar la noción de naturaleza de una manera que es tanto directa, haciendo referencia a esta ampliación, como indirecta, haciendo referencia a la idea de segunda naturaleza, la cual amplía la noción moderna. Así, McDowell utiliza en sus discusiones una variedad de denominaciones que hacen referencia indistintamente a la idea de segunda naturaleza y a la de naturaleza ampliada: “naturalismo de segunda naturaleza”, “naturalismo relajado”, “naturalismo liberal” (McDowell 2008, p. 216). Como consecuencia, tiende a quedar fuera de la vista el hecho de que la naturaleza ampliada incluye para esta autor a ambas, la primera y la segunda.

5 En su discusión sobre McDowell y la vida mental de los animales, R. Gaskin prosigue una vía aquí no mencionada (Gaskin 2006, cap. 2). Se trata de justificar de un modo indirecto o “trascendental” la atribución de capacidades conceptuales–y en general mentales– a los animales no lingüísticos y a los niños prelingüísticos. Estas criaturas se beneficiarían de nuestras propias capacidades conceptuales en el siguiente sentido: “todo aquello que aspire a tener una vida mental solo obtiene su autorización para ser mental en virtud de la posibilidad de que sus estados mentales puedan ser caracterizados en nuestro lenguaje” (Gaskin 2006, p. 154) (la traducción me pertenece). A mi modo de ver, la justificación de esta opción no resulta independiente de investigaciones empíricas, como por ejemplo las que he reseñado. En efecto, pienso que resulta preciso justificar en cada caso por qué una criatura ha de beneficiarse de nuestras capacidades conceptuales (en el sentido enunciado más arriba), y para ello se requieren indicios adecuados de sofisticación cognitiva. Atribuimos inevitablemente nuestros conceptos, pero no lo hacemos a un termostato y sí a un chimpancé. En consecuencia, si es una justificación empírica previa la que nos autoriza a proceder con una atribución de vida mental, el razonamiento “trascendental” tiende a perder su relevancia, o en todo caso se equipara con la idea, algo más deflacionada, de que nos ofrece la mejor explicación disponible de la evidencia empírica.

6 Se puede dudar acerca de si las ciencias cognitivas, y en particular la etología cognitiva, pertenecen a las ciencias naturales. Creo que este es un tema controvertido y que se pueden dar razones en ambos sentidos: en contra de esta pertenencia, se puede recordar que las ciencias naturales paradigmáticas son la física, la química y la biología, entre otras ciencias que formulan leyes o teorías contrastables acerca de la naturaleza. Al evitarse en ellas un vocabulario mentalista, no aceptarían incluir muchas hipótesis de la reciente etología. A favor de la pertenencia de esta nueva versión de la etología al campo de las ciencias naturales se puede argumentar que se la puede incluir dentro de la biología en sentido amplio, en tanto estudio del comportamiento y la cognición de los seres vivos. De todos modos, creo que incluso si la reciente etología no se encuadrara sin problemas dentro de las ciencias naturales, la discusión de este trabajo puede proseguir en términos similares. Después de todo, el propio McDowell admite que la equiparación entre el ámbito de las ciencias naturales y el de las explicaciones según leyes resulta cuestionable: “Ahora pienso que hablar de colocar en el ámbito de la ley no era una buena manera de captar la forma de inteligibilidad científico-natural en general. Se ajusta a ciencias como la física y la química, pero no a la biología” (McDowell 2006, p. 98). En efecto, McDowell se muestra más preocupado por aislar el espacio de inteligibilidad de las razones, para lo cual elabora el contraste sellarsiano con el espacio de las leyes, que en desarrollar una interpretación exhaustiva sobre la clase de inteligibilidad que caracteriza a las ciencias naturales. En el marco de este trabajo, puedo aprovechar esta flexibilidad de McDowell respecto de estas ciencias (al menos luego de Mente y mundo) para sostener que la etología cognitiva, entendida como parte de la biología del comportamiento, es una investigación perteneciente a ese ámbito que opera ya en parte en el espacio de las razones. (Queda fuera de mi discusión el problema de si la psicología humana es también una ciencia natural que reencanta a la naturaleza).

7 La cita en su idioma original es la siguiente: “Our hypothesis is that rats form a representation of the future meal but inactivated the representation when the meal was only available at a distant future time point (...) By contrast, as the expectation of the meal grew, we propose that more attentional resources were recruited to maintain the representation of the forthcoming meal. Thus we expected that ongoing task performance would be relatively low at the late time point, which was also observed.” (Crystal y Wilson 2015, p. 90).

8 Skidelsky (2016) sostiene que las ciencias cognitivas cuyo objeto de estudio es la psicología humana utilizan una noción no intencional de representación, como se ve en los estudios paradigmáticos de Chomsky sobre el lenguaje y Marr sobre la visión. En tal sentido, critica los intentos provenientes de la filosofía de las ciencias cognitivas de agregar una semántica intencional a esta noción (como por ejemplo Fodor o Millikan). Por su parte, la dimensión apropiada donde pensar una semántica intencional sería la filosofía acerca de la comunicación lingüística humana. Sin pretender discutir esta tesis en referencia a la psicología humana, creo que la etología cognitiva tal como se viene desarrollando no cuadra con ella. Mientras que la conducta humana resulta tan compleja que dificulta la formulación de teorías científicas (las cuales sí pueden estudiar mecanismos psicológicos o cognitivos subpersonales), la conducta animal intencional resulta relativamente simple y accesible para un estudio científico. En tal medida, además de estudiar mecanismos subpersonales no humanos, es posible afirmar que la etología ha hecho uso de la noción de representación (entre otras nociones intencionales) a nivel personal (o “animal”) para obtener información empírica sobre la cognición animal.

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Recibido el 12 de diciembre de 2016; revisado el 6 de noviembre de 2017; aceptado el 1º de marzo de 2018.

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