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Prismas

On-line version ISSN 1852-0499

Prismas vol.20 no.1 Bernal June 2016

 

RESEÑAS

James Miller, La pasión de Michel Foucault, Santiago de Chile, Tajamar editores, 2011, 646 páginas

 

Sobre pocos pensadores del siglo XX se ha escrito tanto y de modo tan diferente como sobre Michel Foucault. Un exhaustivo balance de esa producción, por tanto, resultaría un ejercicio tan tedioso como imposible. ¿Qué resta decir sobre Foucault que merezca la pena ser dicho? James Miller, director de Liberal Studies en la New School for Social Research, respondió esta pregunta de un modo académicamente atípico en un libro que, aparecido en inglés en 1993, ha sido traducido al castellano hace relativamente poco tiempo por Oscar Luis Molina y publicado en Chile en la Colección Alameda por Tajamar Editores.

Se trata de una biografía solapada que combina viñetas personales con exégesis conceptual, en la que Miller construye una narrativa de a ratos fascinante, a veces pornográfica, siempre bien documentada aunque en ocasiones filosóficamente perezosa, en la que Foucault acaba protagonizando una verdadera Pasión atea y amoral, un calvario en varias de sus estaciones deliberadamente elegido en pos de ascender gozosamente hacia la muerte.

El libro nació, según confiesa Miller en el posfacio, de un rumor que escuchó por primera vez en boca de un profesor de la Universidad de Boston, según el cual Foucault habría premeditadamente contagiado sida en los barrios gay de California un año antes de morir a causa de ese virus. Del rumor pasó luego a leer cronológicamente su obra, y de allí a recolectar anécdotas de las personas que lo conocieron y aceptaron hablar con él. El enigma policial queda resuelto rápidamente. Miller concluye no solo que el rumor es infundado sino que Foucault ignoró hasta último momento que padecía la enfermedad. Conocía, sin embargo, su existencia, y aunque menospreció su letalidad y llegó a dudar de su realidad, el autor sostiene que se expuso a ella en la búsqueda de una "experiencia límite" más, apostando colectivamente su vida junto a la de sus compañeros en actos potencialmente suicidas.

Con un copioso arsenal de citas que incluye, además de la propia obra del filósofo, referencias a entrevistas, cartas, conferencias, diálogos informales y hasta supuestos secretos personales, Miller construye un Foucault obsesionado intelectual y prácticamente por el mandato nietzscheano de llegar a ser lo que se es. Todo Foucault, obra y vida, es leído a partir de esa búsqueda. Consciente de que la operación que realiza es esencialmente anti-foucaultiana, Miller adjudica a su objeto de estudio un self persistente e intencionado, la mayor de las veces coherente y a la larga consistente aun en sus oscilaciones y cambios.

Entre las notas sobresalientes de esta biografía están las relaciones de Foucault con el resto del mundo intelectual contemporáneo, desde sus primeros contactos con Louis Althusser a fines de la década del cuarenta en la École Normale, la admirada recepción que sus primeros trabajos despertaron en figuras reconocidas y diferentes entre sí como Fernand Braudel, Roland Barthes y Gaston Bachelard, su amistad con Georges Canguilhem a partir de 1961, sus cruces con Jacques Derrida a raíz de Historia de la locura, el vínculo con su maestro y mentor, Jean Hyppolite, cuya cátedra en el Collège de France heredó en 1970, el famoso debate con Noam Chomsky para la televisión holandesa en 1971, su fraternal alianza con Gilles Deleuze, interrumpida en la segunda mitad de la década del setenta a causa de una diferencia sobre Les Maîtres penseurs, de André Glucksmann, su diálogo improbable pero cuidadosamente preservado con Jürgen Habermas, y hasta la inusual camaradería con Robert Badinter, ministro de Justicia de Francia, hacia el final de su vida.

Aunque no todos ellos fueron aliados de Foucault, ninguno fue su enemigo. En la narrativa de Miller este lugar se reserva a Jean-Paul Sartre, quien mejor representaba para el autor de Las palabras y las cosas el esfuerzo de un hombre del siglo XIX por pensar el siglo XX. Sartre significaba todo lo que Foucault quiso evitar. El humanismo, el énfasis en la responsabilidad, el enaltecimiento de la conciencia y el imperativo moral de la "autenticidad"; quizá por ello, en su juventud, ni el estudio de Kant, Hegel, Marx o Husserl fue más importante que el de Heidegger, el único al que juzgó como "filósofo esencial". Aunque su conocimiento de él no pueda compararse al que finalmente adquirió de Nietzsche, y aunque el propio Foucault luego dirá que no lo conocía del todo bien, Miller sostiene que adoptó muy seriamente la aproximación de Heidegger a la filosofía. "Todavía conservo las notas que tomé mientras leía a Heidegger. ¡Tengo toneladas!", cuenta Miller que dijo Foucault en su lecho de muerte, "y son mucho más importantes que las que tomé mientras leía a Hegel o a Marx" (p. 69).

Además de las vinculadas a sus años de formación, el libro repasa conocidas y no tan conocidas influencias que en distintos momentos incentivaron o conmovieron el pensamiento de Foucault. No siempre profundizando en lo que lo unía a cada uno de ellos, sobresalen los filósofos Maurice Blanchot y Georges Bataille, los poetas Charles Baudelaire y René Char, el psiquiatra Ludwig Binswanger, los escritores André Breton y Alain Robbe-Grillet, el dramaturgo Samuel Beckett, el filólogo e historiador de la religión Georges Dumézil, el académico pornógrafo Pierre Klossowski y, en un nivel de mayor incidencia, Artaud, Sade, Roussel, y por supuesto, Nietzsche. "Rompí con mi vida", cuenta Miller que dijo Foucault en 1982 al recordar el impacto que tuvo en él haberlo leído, "tuve la sensación de haber estado atrapado hasta entonces" (p. 92). Paradójicamente, una de las ideas de Miller, no por tácita menos evidente, es que Foucault terminó atrapado en Nietzsche, que no alcanzó a ir más allá de sus hipótesis.

"La gran búsqueda nietzscheana" queda aquí reducida al imperativo de llegar a ser lo que se es a través de entregarse a la tarea de la propia transformación. Foucault aparece una y otra vez deseando y materializando "experiencias-límite" potencialmente transformadoras, creadoras de una vida nueva, de otro hombre, como si buscara parirse a sí mismo. Dos temas gobiernan esta búsqueda que Miller considera el horizonte permanente de Foucault. La preocupación por la muerte y su interés por la experimentación sexual, en más de una oportunidad amalgamados casi hasta la sinonimia, como cuando anota una declaración, dos años antes de morir, en la que Foucault afirma que "el placer total, completo. está relacionado con la muerte" (p. 413). De Nietzsche había tomado la certeza de que la renuncia a los impulsos naturales no atestigua una conversión moral sino más bien una perversión. Miller desarrolla su especulación a partir de allí, terminando por contornear un Foucault que habría invertido esos términos, haciendo de la perversión sexual una especie de ética.

Hacia mediados de los setenta, cuando empieza a escribir su Historia de la sexualidad, Foucault comienza la experimentación con lsd. Invitado a California por Simon Wade, profesor asistente de la Claremont Graduate School, conoce el Death Valley, frecuenta Folsom Street y repiensa sus manuscritos sobre sexualidad a partir de estas nuevas experiencias, especialmente la de la liberación gay en San Francisco. Según Miller, haber conocido a una de las comunidades sexuales más desinhibidas de la historia cambió su modo de pensar la historia de la sexualidad (p. 340).

El lector de este libro acabará sabiendo quizá demasiado acerca de las prácticas sexuales del submundo sadomasoquista de la San Francisco de la década del setenta. Se asomará a Foucault con la sensación de estar espiándolo por la mirilla de la cerradura. En cambio, sabrá menos de todo aquello que lo separaba del marxismo, la fenomenología y el existencialismo, a los que retrospectivamente el filósofo señaló como el prisma de toda una generación de intelectuales que lo incluía y a su vez como el horizonte evidente a trascender, al menos desde fines de la década del cincuenta. Miller pareciera pensar que las batallas filosóficas de Foucault se libraban menos en esos terrenos que en los baños de California. "Todo parece indicar -concluye- que Foucault desea sugerir que el S/M es, en sí mismo, una especie de nietzscheano juego de la verdad, un juego que se juega con el cuerpo mismo" (p. 363).

La pasión política, en el Foucault de Miller, nace recién con el Mayo francés. Su breve incursión en el Partido Comunista a comienzos de los años cincuenta queda en esta narrativa disminuida a un resultado de una moda intelectual entre pensadores antiburgueses. De hecho, lo que extrajo de esa experiencia fue, de acuerdo a La pasión de Michel Foucault, la enseñanza de que la mente es capaz de hallar razones para creer casi cualquier cosa. La noche de las barricadas en 1968 y los días subsiguientes, en cambio, lo movieron a seguir, desde Túnez, diariamente los acontecimientos con partes de primera mano recibidos telefónicamente de su pareja Daniel Defert. No estaba allí, pero esa era "su" clase de revolución. Diez años después, la pasión política lo conducirá a Irán como corresponsal del Corriere della Sera. La cobertura de Foucault de la rebelión iraní de septiembre de 1978 se anota entre las páginas más novedosas que aporta Miller. También las vinculadas a su interés, en los últimos años, por las obras de Ludwig von Mises y su estudiante Friedrich Hayek, apóstoles de una tendencia libertaria de pensamiento social, aun cuando la conclusión que Miller extraiga de esto adopte, como todo el libro, un tono provocador. "Tanto como cualquier otra figura de su generación -escribe Miller- Foucault ayudó a impulsar el resurgimiento del neoliberalismo en la Francia de los años ochenta" (p. 424).

Para no querer ser una biografía, La pasión de Michel Foucault se acerca demasiado al pecado más habitual del género. La obra termina siendo explicada por la vida. El padre agresivo y patriarcal (del que Paul-Michel se quiso librar quitándose el primero de sus nombres), el intento de suicidio de 1948, la temprana angustia por su homosexualidad, su experimentación con drogas y, sobre todo, su incursión en el submundo gay norteamericano, todas estas marcas biográficas habrían tenido su expresión en la selección de sus problemas y en el modo de abordarlos. Se comprende entonces que Defert, que aceptó hablar con Miller para matizar el Foucault demasiado académico construido por Didier Eribon, primer biógrafo del filósofo, haya quedado luego "horrorizado" al constatar que la figura de Foucault que surgía de este texto, menos que humanizar al académico, deshumanizaba al pensador. Cualquiera haya sido la intencionalidad del biógrafo, sin embargo, el lector interesado en Foucault encontrará en este libro noticias relevantes y desconocidas que, en otra constelación de razonamientos, pueden servir para renovar y hasta cuestionar lecturas sobre uno de los pensadores más importantes de la segunda mitad del siglo XX.

Sebastián Carassai
CHI-UNQ / UBA / CONICET

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