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Prismas

On-line version ISSN 1852-0499

Prismas vol.20 no.1 Bernal June 2016

 

RESEÑAS

Mauricio Tenorio, I Speak of the City. Mexico City at the Turn of the Twentieth Century, Chicago, University of Chicago Press, 2012, 528 páginas

 

Al final de su excelente tejido de ensayos sobre la historia cultural de la Ciudad de México desde el apogeo del Porfiriato hasta mediados del siglo XX, Mauricio Tenorio cita la opinión de Borges, "mero literato" de la "república meramente Argentina" acerca de la superioridad literaria de las Mil y una noches de Antoine Galland frente a otras traducciones realizadas a partir del original árabe (o persa) que han sido consideradas filológica e históricamente más correctas. Implícita en la reflexión de Borges estaba la consideración de que ella se daba no solo a pesar de tales incorrecciones, sino, en parte al menos, como mérito de ellas. El propósito que Tenorio cifra en esta cita es enfatizar el carácter paradójico de todo intento por definir una identidad -fuera ella la de una ciudad, de una lengua o de una nación- en términos esencialistas. Con ella sintetiza bien el ímpetu que habita cada uno de los ensayos que componen este libro -que es más, cabe subrayar, que una simple recopilación de ensayos, ya que juntos arman un mosaico en cuyo interior la conjunción de las partes discretas diseña una imagen unitaria-: someter a examen (y buscar superar) las imágenes esencialistas, exotistas, antieuropeístas, cerrilmente nacionalistas, que han poblado la escritura dedicada a pensar México. Un título alternativo de su libro pudo haber sido Against Essentialism, "Contra el esencialismo", ya que uno de los principales hilos argumentativos que recorre sus páginas consiste en una crítica, a veces directa, otra veces sutil y hasta embozada, a las versiones estandarizadas de "México" y "lo mexicano" -esos artefactos de la "mexicanidad" que no solo han sido forjados para uso de extranjeros sino que han incidido, demasiado, y demasiado negativamente, sobre el discurso histórico y cultural de los propios mexicanos-.

Según Tenorio, la jaula del autoexotismo encierra a una parte importante del pensamiento mexicano, lo mantiene prisionero en el jardín de los lugares comunes que pudiera pintar un Bosco contemporáneo. La referencia a Borges, la desazón ante una lectura de Octavio Paz empobrecida por cierta apropiación "exótico-mexicanista" de su obra en el exterior y también en México, obra de mirada universal e intención cosmopolita, sintetizan sobre el final del libro aquello que Tenorio considera una de las principales lecciones que ofrece la historia de Ciudad de México en el momento de su modernización: una conciencia de la ineluctable complejidad de toda identidad cultural -y en especial de aquellas elaboradas y reelaboradas a partir de la modernidad-, y del hecho de que en su interior naufraga por absurda toda búsqueda de una esencia original y autóctona, étnica o nacional.

Además de ser un ensayo contra las interpretaciones esencialistas de México y lo mexicano, contra los lugares comunes que, en la visión de este historiador, hacen de la categoría "México" una prisión, I Speak of the City, el libro escrito por Tenorio en un inglés estilísticamente elegante y casi enteramente libre de españolismos, ofrece al lector un ejemplo superlativo de exploración histórica de la experiencia cultural de la Ciudad de México en los siglos XIX y XX. Cabe subrayar que la temporalidad abarcada por los distintos ensayos que componen este libro-mosaico es notablemente más amplia de lo que sugiere el propio autor en su subtítulo y en su introducción: si bien el circuito argumentativo del libro gira alrededor de un eje colocado, fundamentalmente, en el espacio temporal que va desde 1910 a 1920, con intensas referencias a las décadas -respectivamente- inmediatamente anteriores y posteriores a esas dos fechas, cuando las necesidades de la explicación histórica le han parecido exigirlo ese arco temporal se ha extendido hacia atrás, hasta los siglos XVI y XVIi, y hacia adelante, hasta los años 1950, '60 y '70. No hay prácticamente período de la historia de esa ciudad acerca del cual el lector no aprenderá algo nuevo o no hallará una interpretación novedosa de lo ya sabido. Es cierto que la organización del libro no es estrictamente cronológica. I Speak of the City explora esa historia cultural a través de capítulos dedicados a interpretar episodios y temas -episodios que condensan una amplia gama de sentidos culturales; temas que ilustran los modos mediante los cuales la complejidad de la experiencia moderna ha sido procesada, aun cuando Tenorio quizá preferiría el vocablo de raíz castiza, "vivenciada"- por los habitantes de Ciudad de México (y de la nación que preside como capital). Estos a su vez están organizados en seis partes que sugieren solo al principio un recorte temporal y un movimiento presidido por una conciencia de los cambios diacrónicos que afectaron la cultura y la experiencia histórica y geográfica de la ciudad (Partes i, "Alrededor de 1910", y ii, "1919", donde el episodio y el calendario presiden la narración), ya que luego ceden su lugar -en la estructura del libro, no en los argumentos que desarrolla- a una organización enteramente temática de las restantes cuatro secciones. Las dos primeras presentan sendos estudios de la Ciudad de México en dos momentos clave, uno de la historia nacional, el otro de la historia no solo nacional sino del mundo. 1910 es para Tenorio en este libro el año del Centenario, más que aquel del inicio de la Revolución Mexicana, y son por ello las celebraciones múltiples que acompasaron el calendario de esa fecha bisagra en la ciudad, con sus saldos de monumentos nuevos, actos cívicos y artísticos, transformaciones edilicias duraderas, los materiales que concentran la atención del historiador. Aunque cabe destacar que el fantasma de la Revolución que entonces se cernía sobre el tan solo en apariencia apacible Porfiriato tampoco está del todo ausente de las imágenes y las vivencias que narra allí. 1919 en cambio corresponde a un momento en el que las certezas civilizatorias del mundo hegemonizado por las grandes potencias europeas habían ya saltado por los aires como consecuencia de la Gran Guerra y sus secuelas de revolución, reacción y guerra larvada: entonces la Ciudad de México aparece como capital del régimen revolucionario triunfante, y el contraste con la otrora capital del Porfiriato aparece subrayado. Golpeada por los hechos cruentos de 1914 y 1915, la ciudad se le presenta ahora a Tenorio, aunque parcialmente en ruinas o dilapidada, en vísperas de nuevas reconstrucciones de su tejido simbólico-monumental (aun en medio del empalidecimiento de los esplendores de la Belle Époque porfiriana, vislumbraba nuevos horizontes como ciudad que atraía a los artífices y turistas de la revolución y la idea revolucionaria, y a connotados exponentes de la renovación literaria y artística en curso en el mundo entonces, modernistas y vanguardistas de muy ecléctica estirpe). Las siguientes cuatro secciones abordan, sin seguir una progresión diacrónica, temas y problemas centrales para la definición identitaria mexicana y para la experiencia cultural -experiencia vivida pero también experiencia narrada, representada- de la Ciudad de México. Ellas exploran la presencia en México de un discurso orientalista -que Tenorio prefiere denotar con el término "odalisca-manía" -, la relación entre la ciencia -sobre todo médica e higienista- y la experiencia urbana en la capital mexicana; la lengua hablada en las calles de esa ciudad, con su constante ir y venir entre formas castizas y jergas social y étnicamente específicas para producir el particular dialecto de los chilangos. Cada uno de los capítulos que integran esas secciones temáticas sigue el hilo histórico del tópico que le corresponde, desde sus más lejanos antecedentes hasta su apogeo en los años que concentran el foco de este libro, y despliega un abanico de episodios ejemplares que le permiten al historiador bucear en los mecanismos de intercambio cultural que hicieron posible la incorporación de aquellos insumos (representaciones orientalistas, teorías y prácticas científicas, patrones lingüísticos) al discurso y a la experiencia vivida de los mexicanos.

En relación a la "odalisca-manía", por ejemplo, Tenorio analiza las representaciones de Japón que circularon desde el siglo XVI entre los intelectuales y el pueblo de lo que hoy llamamos México. Tomando como su punto de partida el martirio en 1597 de los frailes misioneros enviados a Cipangu por la corona española, que habría marcado el comienzo de la relación cultural entre ambos pueblos -intercambio que en este caso consistió en la ofrenda de un santo, hecha por Japón a México, ya que el primer santo mexicano canonizado, San Felipe de Jesús, supo ser uno de esos mártires- Tenorio procede a registrar los episodios más significativos de miradas cruzadas entre Japón y México anteriores al siglo XIX. A ese primer contacto habría seguido una corriente de objetos, modas, estilos pictóricos, fruto del creciente interés recíproco -y del comercio- entre mexicanos y japoneses, que se cifraron en viajes de novohispanos hacia Japón y de japoneses hacia México (como la delegación enviada por los shogunes a la corte virreinal en 1613). Aquello que concita el escrutinio más detallado del historiador es, sin embargo, el estallido de cruces culturales intensos que se produjo entre letrados y expertos de ambos países a partir de la reapertura de Japón en la segunda mitad del siglo XIX, y la modernización (occidentalización dirían algunos) acelerada de ese país, que parecía ofrecer, a los intelectuales del Porfiriato, el interés de una experiencia modernizadora a la vez semejante y distinta de aquella que entonces se practicaba también en México. De allí en adelante, el impacto de las múltiples representaciones de Japón en el discurso cultural mexicano no habría dejado de intensificarse. Haikus mexicanos, influencias pictóricas japonesas en el arte mexicano y mexicanas en el arte japonés, jardines, biombos, y una pasión tanto popular como culta por las geishas y sus misteriosos saberes de la sensualidad, constituyen para Tenorio, por ende, el objeto de una fina interpretación informada por las herramientas de la historia cultural: Foujita, Tablada, Rebolledo, Alfonso Teja Zabre, Francisco Bulnes, Tamiji Kitagawa desfilan por sus páginas como otros tantos protagonistas de aquellos contactos culturales, sumidos en el gusto por la paradoja transcultural de comprensiones incomprendidas o solo comprendidas a medias. El otro par en ese díptico dedicado a la "odalisca-manía" es la India con sus múltiples reelaboraciones mexicanas, desde Amado Nervo y Vasconcelos hasta Octavio Paz en el ámbito de la cultura docta, o a través de variadas permutaciones del misticismo orientalista en aquel de la cultura más popular. La "odalisca-manía" proferida e interpretada por Tenorio habría consistido entonces en la construcción de un "japonismo" y de un "indismo" con inflexión azteca, cuyo propósito habría resultado ser periférico y moderno a la vez: ese orientalismo habría operado como una modalidad de autoexotismo, en la que la sobreimpresión de imágenes del otro "oriental" sobre el otro "indígena" o "azteca" potenciaría la otredad absoluta de lo mexicano para mejor consumo en las capitales culturales de las grandes potencias. Pero también habría servido al deseo moderno de apropiación del otro, de síntesis si se quiere cosmopolita entre elementos culturales hallados en el acervo japonés o indio y el sistema cultural mexicano, un deseo moderno en tanto implicaba la capacidad de salir de la jaula de lo nacional, de lo étnico atávico, del clisé primitivista. Entender esa doble consecuencia tendría implicaciones para la reconstrucción de la experiencia cultural de Ciudad de México y sus habitantes que pretende realizar en este libro Tenorio, ya que aquellas imaginaciones, aquellos ensueños, habrían formado parte también del acento específico que Ciudad de México (y México en su conjunto) supieron darle a su particular versión de la modernidad.

Ocupa no solo el centro físico del libro, sino aquel del argumento desarrollado a lo largo de sus casi 500 páginas, una reflexión históricamente precisa acerca del origen, desenvolvimiento y consecuencias del mito moderno de México como la "Atlántida marrón". En esa sección Tenorio ofrece al lector una indagación acerca de "como México vino a estar de algún modo congelado como metáfora moderna de la raza atemporal, la comunidad sin fin, y la violencia redentora -aquello que yo llamo la búsqueda de la 'Atlántida parda': México en primer término y sobre todo como añoranza intelectual". Obligado por el espacio limitado de esta reseña a simplificar un argumento sutil y complejo, la idea de una Atlántida marrón o parda parece sintetizar para Tenorio todo ese acervo de imaginaciones de México, de Méxicos de la fantasía y del deseo occidental, en cuyo interior lo rural opaca lo urbano, lo indígena lo mestizo, lo arcaico lo moderno, y la violencia revolucionaria la vía alternativa de la reforma pacífica. Producto antimoderno de una hipermodernidad, abrazado en igual medida por vanguardias y antropólogos, la "Atlántida parda" resume para Tenorio un modo de mirar, no solo extranjero sino de los propios mexicanos cuando estos han compartido el síndrome "atlantidista": un modo de mirar que solo puede focalizar lo originario, lo autóctono, lo inmemorial, es decir la esencia pura de un ser primitivo incontaminado por las sucesivas capas de la historia que un mirar distinto no podría sino ver y reconocer. Su elaboración histórica es estudiada por Tenorio sobre la base de la obra de historiadores como Frank Tannenbaum, fotógrafos como Manuel Álvarez Bravo o Edward Weston (en algunos de sus estados de ánimo), ensayistas y críticos como Anita Brenner, y una procesión nutrida de viajeros y periodistas cuya obra ofrece un catálogo de estereotipos de la mexicanidad "for export": imágenes canónicas de mendigos, niños, indios, cuerpos y pieles otros, mujeres. Sin ocultar su fastidio ante la cantinela de lugares comunes que ha hecho de México para tantos observadores ese escenario ideal para los spaghetti-western de baja estofa, Tenorio reconoce -observación sutil y aguda que fortalece el argumento general que recorre su libro- que una historia cultural de la Ciudad de México no puede prescindir de esos estereotipos, ya que por más epifenoménicos que resulten para el historiador, integran, ineluctablemente, la trama de modos de vivir y sentir la ciudad, ayer y hoy.

Aun los estudios más espléndidos presentan, siempre, algunos flancos desprotegidos, susceptibles de observaciones críticas: no es excepción a la regla I Speak of the City. Si bien casi todas ellas son de carácter menor -un pequeño error en la segunda línea citada en portugués del bello poema de Sophia de Mello Breyner sobre los biombos 'namban', la errada grafía de algún nombre propio que puede ser lapsus de la editorial y no del autor (Boop por Bopp) -, hay dos cuestiones que merecen ser señaladas por la importancia que revisten. En primer lugar, cabe señalar que la predilección que manifiesta Tenorio por terminologías conceptuales nuevas no siempre parece la más acertada. Si el universo conceptual que ha querido denotar con el término renovado de "Atlántida parda" parece perfectamente pertinente al objetivo que se propone alcanzar mediante su uso, el reemplazo de "orientalismo" por "odalisca-manía" parece menos feliz en su aplicación y en sus consecuencias. Aparte de su menor elegancia estilística, resulta imposible no observar que si el término se aplica exclusivamente a las representaciones de la India y de Japón en el discurso cultural mexicano, peca por inexactitud ya que en ninguna de esas dos culturas ha sido la "odalisca" una figura central. Las danzarinas de varia nomenclatura -como las extáticas mujeres, seguidoras de Shiva, que pueblan los poemas medievales de la tradición bhaktí- o las concubinas de los reyes míticos e históricos de la India hindú no corresponden al sentido que encierra el término "odalisca" como tampoco lo hacen las geishas de Japón: "odalisca-manía" como término para describir el discurso analizado en los capítulos sobre el orientalismo de inflexión mexicana es tan poco pertinente como lo hubiera sido "hetaira-manía", y el mayor énfasis sobre los elementos eróticos que ese discurso contenía no compensa la pérdida general de especificidad teórica. En segundo lugar, elemento tanto más discordante dada la penetrante sutileza del análisis histórico-cultural que habita la argumentación general de Tenorio, se acepta a veces como rasgo exclusivamente mexicano una modalidad compartida con los demás países de Hispanoamérica, o al menos con algunos de ellos: por ejemplo, el sentido sexual del verbo "coger" en los países de esta orilla del Atlántico, o, de forma paralela, la presencia de una fascinación con 'Oriente' en Perú, Argentina o Uruguay en los mismos años de su auge y apogeo en tierra azteca. De todos modos, estas observaciones críticas no disminuyen en nada el valor de la magnífica empresa historiográfica que Tenorio ha ofrendado a su ciudad natal: ofrenda azteca, ofrenda chilanga, ofrenda de valor universal.

Ciudad de México se presenta, a través del complicado montaje de perspectivas que terminan por armar una visión "cubista" de su historia cultural, aprehendida simultáneamente desde atalayas muy distintas como objeto para la historia de la ciencia, la historia del arte y la literatura, la historia social o de los hábitos y entretenimientos populares, la historia de la lengua y sus acentos de época y de región, la historia, en fin, de los cuerpos y las pieles y los deseos de posesión que en tantas ocasiones engendran, como una ciudad mundial, una capital cultural de importancia decisiva en la elaboración de aquello que desde el siglo XIX entendemos -de modos cambiantes y a veces inconmensurables entre sí- como el mundo moderno. La forma tangible, física, de la ciudad no ha sido relegada a los márgenes del relato de Tenorio, a diferencia de lo ocurrido en el (por otra parte excelente) New York Intellect de Thomas Bender: los barrios con sus distintas texturas, las calles y sus transformaciones a través del tiempo agitado del México revolucionado, los monumentos, las fiestas cívicas -callejeras por excelencia- y los sonidos de la calle, pueblan los distintos capítulos de este denso y atrapante estudio; como también lo hacen los interiores de las casas, de los estudios, de los burdeles, con sus respectivos mobiliarios y nociones del decoro y de la ostentación. Presencia física, la Ciudad de México opera, sin embargo, a lo largo de estas páginas también como símbolo de la difícil reducción a esquemas esencialistas de la complejidad de la experiencia de sociedades modernas, como México con su capital también lo ha sabido ser.

Jorge Myers
CHI-UNQ / CONICET

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