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Revista latinoamericana de filosofía

On-line version ISSN 1852-7353

Rev. latinoam. filos. vol.44 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires May 2018

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

La experiencia descoyuntada: a propósito del bombardeo "moral" sobre las ciudades

Disjointed Experiences: On the "Moral" Bombing of Cities

 

Carlos Thiebaut
Universidad Carlos III de Madrid


RESUMEN: El presente artículo analiza los desarrollos de la guerra aérea y el bombardeo sobre las poblaciones civiles en las guerras desde comienzos del siglo pasado como ejemplo y emblema de una alteración radical de la experiencia humana y de las formas de la racionalidad.

PALABRAS CLAVE: Bombardeo aéreo; Bombardeo moral; Experiencia; Guerra; Kluge; Sebald; Friedrich.

ABSTRACT: This article analyzes the air-bombing of cities in the wars of the past century as cases and emblems of a radical alteration of human experience and of the forms of rationality.

KEYWORDS: Air-bombing; Moral bombing; Experience; War; Kluge; Sebald; Friedrich.


 

1

No es fácil que seamos conscientes de cuándo y cómo se producen cambios y alteraciones sustanciales en nuestras experiencias, en nuestros tejidos morales, en nuestras formas de sociedad. La conciencia social suele carecer de recursos cognitivos y emocionales para percibir lo que está alterando la vida humana en el corto plazo inmediato y, con ella, lo que está trastornando esa misma conciencia. Tardamos un tiempo en elaborar nuevos conceptos, nuevas percepciones y más tiempo aún en diseñar interpretaciones y teorías sobre las nuevas realidades.
Atendamos, por ejemplo, a la obviedad de cómo llevamos décadas dándole vueltas a las maneras en que aquello que llamamos genéricamente las nuevas tecnologías están transformando nuestras formas de vida, y eso que está ante la vista, por ejemplo, por lo que tiene que ver con las relaciones entre las generaciones y las fuerzas y problemas de cada una de ellas ante estas nuevas realidades. Sabemos que algo ha cambiado, pero no exactamente cómo, ni en qué grado o extensión, o con qué efectos. Si estos cambios están a mano, hay otros, no obstante, que son más difíciles de percibir aunque, paradójicamente, puedan tener mayor importancia cuando se trata de la posibilidad de la vida misma o, más específicamente, de la posibilidad de su destrucción.
Las múltiples causas y procesos por los que los humanos dañamos las vidas de los humanos, por ejemplo, en la destrucción de las condiciones naturales de existencia -como en la insostenibilidad de nuestras relaciones con el mundo natural- o en el quebranto de formas de vida, y de las vidas mismas, en la desposesión y la desigualdad, son más complejos de percibir y de entender aunque los tengamos ya ante los ojos. No poder ver o no querer ver son partes de la inconsciente estrategia por la que la conciencia humana, siempre opaca, se resiste a sus propios cambios. O, a veces, solo los percibimos parcialmente. Vemos parte del desastre que los humanos generamos sobre los humanos, o mejor, que algunas sociedades infligen sobre otras sociedades -o una sociedad sobre sí misma-, pero no alcanzamos a calibrar el alcance de esa destrucción. Cabe sugerir -y es una hipótesis tanto literaria y científico- social como filosófica- que estas dificultades en el ver y el percibir y en el comprender y el entender tienen que ver con nuestra experiencia misma que camina con un paso de retraso respecto a sí misma, como si lo que sucede y lo que entendemos de lo que sucede no estuvieran en sincronía.
Llegar a diagnosticar nuestras cegueras epistémicas y existenciales es tarea difícil y paradójica (Broncano 2017): en condiciones de opacidad, o de in-transparencia, parece requerirse precisamente aquello de lo que se carece, la capacidad de ver lo que no vemos (aún). Pero cabe sugerir que hay, por así llamarlos, caminos indirectos. Por seguir empleando metáforas, podemos inferir de la forma de las sombras el perfil de los objetos que las producen. Podemos indagar en lo pequeño la estructura de lo general. Estas metodologías oblicuas, tan benjaminianas, a veces resultan intrigantes porque de manera sorprendente se descubren escondidos hilos de problemas que se entrelazan y unas sombras -si no es apurar demasiado ya el ejercicio metafórico- iluminan a otras.

2

La destrucción de ciudades por la violencia en las guerras contemporáneas es un ejemplo emblemático de lo que estoy sugiriendo. No es fácil que percibamos cómo la experiencia, en las guerras y fuera de ellas, quedó modificada por una manera específica de urbucidios, los bombardeos aéreos. Hemos visto la destrucción de ciudades en la guerra de Siria; la vimos antes en las guerras de Irak, de los Balcanes, o en Vietnam. Ejercitamos la memoria -una memoria escondida y acallada- y recordamos la destrucción de Gernika y de Bermeo en España durante la guerra civil española. Hasta un paseo desatento por las ciudades europeas, pero sobre todo por las alemanas, deja ver cómo la Segunda Gran Guerra, la de 1939 a 1945, dejó las huellas de una destrucción devastadora que la reconstrucción post-bélica se apuró en ocultar y cicatrizar. Hiroshima y Nagasaki permanecen como emblemas de máxime barbarie bélica, pero hasta su magnitud ubica esas destrucciones en un espacio extraordinario que, precisamente por ello, pareciera nada tener que ver con la vida o la muerte en las guerras que tomamos -ay- como ordinarias.
Cada una de nuestras percepciones -en la prensa diaria de ahora mismo o en los diversos ejercicios de la memoria, unos más demorados que otros- puede apuntar a una pluralidad de causas, de formas, de procesos de esas destrucciones. Podemos traer a la memoria imágenes más inmediatas, como la de Sarajevo, o recuperar viejas fotos y relatos de la destrucción que vivieron generaciones anteriores a la nuestra, como las que mencionaba de Gernika y Bermeo en 1937. Sin que entremos en ello ahora, sabemos que estas y otras recuperaciones del recuerdo de esas destrucciones no solo modifican nuestra memoria sino, sobre todo, que redefinen nuestra relación con nuestro pasado y, con él, nuestra fracturada identidad.
Pero detrás de esas terribles realidades bélicas hoza una transformación mayor, quizá de más difícil percepción aunque esté ante los ojos. Me refiero a lo que significa en la historia de los conflictos humanos la aparición de las intervenciones aéreas. La guerra desde el aire -y en el aire- no solo modificó en el siglo XX, desde su comienzo casi, la guerra misma sino que produjo una alteración sustancial en las experiencias negativas humanas, en las maneras en cómo los humanos nos infligimos daños unos a otros.
Si en la guerra clásica el combatiente se enfrentaba cara a cara con el combatiente -y eso, ciertamente, sigue sucediendo, en la realidad y en la mitología del presente-, con la guerra desde el aire se establece una distancia entre el agresor y el agredido que los modifica a ambos y altera su experiencia.
En términos de la topología del conflicto, el eje vertical que va de arriba a abajo, marcado ahora por la distancia, sustituye al enfrentamiento horizontal, cara a cara, en cercanía, sobre el terreno. Pero no solo. En la medida en que la aviación puede intervenir en el conflicto más allá de las líneas de combate, la nueva topología de la intervención modifica también el carácter de los antagonistas, los desplaza, los amplía, los generaliza: la aviación puede penetrar en el territorio enemigo y tener como objetivo a las poblaciones civiles; puede bombardearlas y hacerlas parte del escenario bélico. Se podría argumentar que estas poblaciones siempre fueron pasto de las guerras: arrasar ciudades fue siempre parte de la estrategia bélica. Por ir al fondo de la memoria mítica, la destrucción de Cartago en la tercera guerra púnica, a mediados del s. II A.C., ha pasado a la historia como ejercicio de la ira de Roma; recordemos el "Delenda Carthago est" de Catón el viejo, un lema que no parece haber perdido su fuerza imperativa a lo largo de los siglos.
Pero la guerra aérea modificó esos objetivos. Desde el siglo XX, el bombardeo aéreo de ciudades es parte de la guerra misma; no es su culminación, como lo era en el mundo clásico cuando el arrasamiento de la ciudad se identificaba con el final definitivo del conflicto. Es más, la destrucción de las poblaciones es ahora parte central e inmediata de la estrategia militar para la derrota del enemigo. Todas las historias militares dan cuenta de esta modificación crucial.

3

Aunque los bombardeos desde el aire tienen ya lugar en África, en Oriente Medio y en Europa en los años anteriores a la Primera Gran Guerra, fue en los años 20 cuando los aviadores Giulio Douhet y Billy Mitchell formularon las alteraciones sustanciales que se producían en la nueva forma de guerra aérea. Pero fue, sobre todo, la Segunda Guerra Mundial la que hizo explícito el cambio y extendió al conjunto de los ejércitos, pero también a las poblaciones, las explicaciones y las razones de las nuevas estrategias de intervención aérea; era necesario hacerlo para que los ejércitos de tierra y la marina asumieran su nuevo papel secundario y para que todos fueran conscientes de la colosal inversión de recursos que sería necesaria, así como de los sacrificios que ello requeriría.
Por dar una muestra: en 1942 Walt Disney produce una película -que sería fascinante si no fuera aterradora, innovadora en su uso intermedial de dibujos animados y de explicaciones documentales de uno de los nuevos teóricos de la guerra aérea, Alexander de Seversky-, Victory Through Air Power, que populariza para el gran público las ideas de Douhet y Mitchell y pone a la vista de la población estadounidense el nuevo horizonte bélico al que se iba a enfrentar. Y también los costes que tendría que soportar para sostener las masivas inversiones en la producción de aviones y de bombas.

Tal vez la Guerra de España fuera un laboratorio para los dos bandos que habrían de enfrentarse al concluir la devastación de la península. Los casos mencionados más arriba -a los que cabe añadir Madrid, Barcelona, Valencia y muchos más- son ejemplos de esa experimentación. Son los primeros pasos de lo que pronto habría de llamarse el "bombardeo (de la) moral". Permítaseme un pequeño desvío para ver el alcance de lo que se estaba produciendo.
Alexander Kluge, cineasta y escritor, amigo y discípulo de Theodor Adorno y uno de los creadores del nuevo cine alemán, publicó en 1977 un extracto elaborado de sus cuadernos personales que tituló escuetamente Ataque aéreo a Halberstadt, el 8 de abril de 1945 (Kluge 2014). El escritor G.W. Sebald comentó este trabajo de Kluge en Campo Santo (Sebald 2007) y posteriormente en Historia Natural de la destrucción (Sebald, 2003).1 Más adelante regresaré de la lección que Kluge -y tras él Sebald- extraen de esa experiencia para pensar la forma de su relato, a la narración de una experiencia descoyuntada.
Kluge era un joven preadolescente cuando su ciudad fue bombardeada y sus cuadernos recogen los esfuerzos de comprensión de lo que había vivido. Pero en lo que estábamos comentando Kluge recoge en el libro fragmentos de una entrevista que un corresponsal suizo del Neue Zürcher Zeitung, Wilfried Keller, le hizo al general de brigada Robert B. Williams durante un vuelo de observación durante el ataque aéreo a Halberstadt ese ocho de abril.

NZZ: Así es que vamos al centro de la ciudad.
WILLIAMS. Lo siento. Va a ser un bombardeo moral [moral bombing]. Me hubiera gustado mostrarle un ataque diurno a la industria pesada.
NZZ: ¿Bombardean ustedes algo por moral o bombardean la moral?
WILLIAMS: Bombardeamos la moral. La idea es quitarle a la población todo espíritu de resistencia mediante la destrucción de la ciudad.
NZZ: ¿Pero no se ha desechado actualmente esa doctrina?
WILLIAMS: Seguro. Por eso yo también estoy un poco perplejo. Con bombas no se alcanza esa moral. Es obvio que no radica ni en las cabezas ni aquí ni aquí (se señala a la altura del plexo solar), sino en alguna parte entre las personas o las poblaciones de las diferentes ciudades. Eso está investigado y en el estado mayor conocen esos estudios.
NZZ: Pero eso no tiene ninguna repercusión sobre este ataque.
WILLIAMS: Podría decirle que lo siento, pues lo cierto es que nuestros conocimientos más recientes son una victoria sobre la teología: en el corazón o la cabeza no hay absolutamente nada. Cosa, por otra parte, perfectamente posible, pues quien está siendo machacado ni siente ni piensa nada. (Kluge 2014: 63ss).

Halberstadt, 8 Abril de 1945

Antes de la primera Gran Guerra y en el periodo de entreguerras, la doctrina de Douhel y Mitchell, que he mencionado, así como su traducción operativa por Hugh Trenchard, fundador y cabeza de la Royal Air Force (Meilinger 1996), se apoyaron en la idea de que el bombardeo sobre las poblaciones civiles acabaría por minar la voluntad de resistencia del enemigo. Esa doctrina fue discutida e implementada con efectividad cuando empezó la Segunda Guerra Mundial y comenzaron las primeras incursiones de represalias sobre territorio alemán. La discusión fue intensa en el Reino Unido, tanto en términos militares -pues se dudaba de su eficacia- como en acalorados debates en el Parlamento, con activa participación eclesial, pues se estimaba moralmente cuestionable.
En términos militares, la sombría figura de Arthur "Bomber" Harris hizo operativa dicha doctrina pro-bombardeos y atrajo a su bando a Churchill, quien mostró para ello un celo digno de mejor causa moral y que se tiende impúdicamente a olvidar. La escalada del bombardeo británico primero, luego aliado, desde el año 1942 hasta el final de la contienda es exponencial, incluso cuando la derrota alemana estaba ya a la vista.2
Opuestos a esa estrategia de destrucción de ciudades y al argumento de la derrota moral como derrota total estaban quienes, más bien, querían centrar, por su mayor eficacia, las intervenciones aéreas solo sobre áreas industriales y sobre la red de transportes. Pero en estas discusiones estratégicas no parecían relevantes otros tipos de argumentos, como los morales. En efecto, parecía generalmente aceptable desde un punto de vista moral que la destrucción de objetivos industriales pudiera provocar efectos no deseados, como el de la muerte de civiles, apelando, por ejemplo, a la regla moral de la doctrina del doble efecto. Esta doctrina, de sólida reputación en las éticas cristianas, se formularía y devaluaría posteriormente como la de los "efectos colaterales", una expresión que se ha seguido empleando hasta ampliar cínicamente su significado y amparar el ocultamiento de la intencionalidad misma de la agresión a la población civil y, en general, a objetivos no estrictamente militares.
Pero la doctrina del bombardeo moral no solo rompía contra estas convenciones al hacer de esa población civil un objetivo directo sino que, sobre todo, y contra todas las interpretaciones de la guerra hasta entonces vigentes, convertía a esa población en sujeto combatiente. Un supuesto básico de la doctrina del bombardeo de las poblaciones civiles es que la guerra lo era de una nación en armas y que el sujeto político -el pueblo alemán- era, de facto, un sujeto y un objetivo bélicos. Esa idea subyacía a la estrategia de "Bomber" Harris quien pensaba, como acabo de apuntar, que minar la moral de ese sujeto por el método, hasta ese momento no convencional, de la destrucción de su hábitat era un objetivo central y que podría conducir a su derrota total.

4

Una parte central de los argumentos contra los bombardeos morales esgrimidos ante la opinión pública inglesa -que no tenía por su parte demasiadas dificultades en generalizar a los alemanes su propia experiencia de resiliencia- era que, como fue haciéndose cada vez más patente en los años finales de la guerra, la idea de que el pueblo alemán pudiera ser moralmente derrotado de esa manera no casaba en absoluto con los hechos. Como veremos más adelante, pero como anunciaban ya las palabras del general de brigada Williams de la cita anterior, "con bombas no se alcanza a la moral". Los bombardeados no hundían moralmente a los habitantes de las ciudades arrasadas aunque se destruyera hasta el polvo toda su existencia cotidiana. Y es que, sobre todo, esa moral bélica, entendida como si fuera una especial reserva de fuerza de un sujeto colectivo bélico, no existía. Era una creación imaginaria del mando aéreo en una estrategia retórica para imponer sus propios fines a las otras armas. Las gentes vivían y sufrían de otra manera que se le escapaba a los estrategas, como si no la percibieran o la hubiesen olvidado.
Esta idea de la creación del enemigo por parte del mando aéreo es importante y merece un breve comentario. Es un caso claro de un fenómeno moderno más general por el que un instrumento, en este caso, la aviación que bombardea, no solo se crea a sí mismo y se reproduce como si tuviera una existencia autónoma, y se refuerza así en su papel -por ejemplo por las costosas inversiones que requiere- sino que, sobre todo, el instrumento crea su propio objetivo. Contra lo que ha sido el entendimiento filosófico común -desde los griegos- de la racionalidad según el cual en la acción humana los medios se deben de adecuar a los fines, ahora se producía también una inversión conceptual que cabe adjetivar de realmente catastrófica: el medio, el instrumento, tiene que crear su fin. El martillo debe crear su clavo. Se produce con ello una deriva, o un pliegue, de lo que en la tradición de la teoría crítica se llamó razón instrumental. Pero si, siguiendo los análisis marxianos de la abstracción de la mercancía y de su fetichización, la razón instrumental se caracterizaba, en esa tradición crítica, como una formalización y abstracción cuasi-weberianas de la acción (Horkheimer 1969), ahora la abstracción muta de sentido: el bombardeo desde el aire hizo material esa abstracción, la convirtió en elevación física, en distancia aérea; y la razón, en este caso la razón bélica, agudizó de esa manera su aguijón para herir. La nueva razón instrumental se trocaba en un arma, schmittianamente casi perfecta, que crea su enemigo. En esta nueva constelación del dañar intervienen diversos mecanismos y realidades.
En efecto, con la invención del bombardeo (de la) moral se producen alteraciones radicales que van más allá del momento y el espacio en el que aparece la nueva instrumentalidad. Decíamos que la estrategia del bombardeo moral -toda una abstracción fantasmal e imaginaria- tiene que crear a ese supuesto sujeto colectivo cuya vida moral debía ser aniquilada, aniquilando así a la nación en guerra (Maier 2005). Si en la Segunda Gran Guerra el argumento del bombardeo moral todavía podía esgrimirse ante la opinión pública en los términos westfalianos de un enfrentamiento entre estados, en los bombardeos más recientes sobre poblaciones civiles, como en la guerra de los Balcanes o, hace poco, en Siria, esa argumentación muda de carácter. Como sucedió ya en la guerra de España, son estos casos de conflagraciones civiles -donde el sujeto no es "otra" nación, "otro" estado- en los que la intervención destructiva debe crear, para poderse realizar, y como un efecto performativo de ese ejercicio, al otro -al otro como grupo religioso, étnico o ideológico-. En el caso de Siria, el bombardeo de una parte de la ciudad de Alepo -al igual que Mosul, en Irak- se ha hecho bajo el supuesto de que la población de esos barrios y ciudades es el enemigo terrorista que militarmente los controla. Que la población de esos barrios "ampare" a los terroristas (una condición para ella en gran parte fruto del azar de las topografías urbanas) la convierte en terrorista. Se debe crear, aunque no exista, un sujeto para que el ejercicio mismo de su destrucción pueda tener lugar.
Pero para que la eficacia causal del nuevo instrumento pueda realizarse -desde arriba, sin la inmediatez del golpe físico sobre el cuerpo del agredido- también se alterará el carácter de quien lo esgrime. Perfeccionando el anonimato armado del que se revestían los combatientes ya en los conflictos medievales y modernos (esos que con tanta fuerza retrató Serguei Einsenstein en la iconografía de los caballeros teutones en su ataque (Alexander Nevski, 1938), tal vez emblematizando en ellos las nuevas formas del enigma y del ocultamiento del semblante humano, los nuevos instrumentos aéreos pierden el rostro y se esconde y desvanece la intencionalidad normalmente percibida en el agresor. Si en las guerras tradicionales los combatientes han de perder su individualidad para conseguir los objetivos comunes que define y programa el mando, ahora también, como veremos, los nuevos combatientes no perciben el efecto de sus actos. Los escuadrones aéreos son mecanismos que actúan sin las cualidades de un sujeto de acción.

5

Adorno, en una entrada fechada en otoño de 1944 de Minima Moralia (Adorno 2017: 58-62) no solo anotaba "el ritmo mecánico" que "determina absolutamente el comportamiento humano frente a la guerra", hasta asimilarlo a la distancia entre el "funcionamiento de una máquina" y "los movimientos corporales que solo en ciertos estados patológicos se le asemejan" -una mecanización sobre la que regresaré- sino que señalaba también esa anulación del sujeto en la nueva guerra, y subrayaba:

el rasgo satánico de que en cierta manera se exige más iniciativa que en la guerra al viejo estilo, (...) que, por así decirlo la energía toda del sujeto se emplea en crear la ausencia de sujeto. La inhumanidad consumada es la realización del sueño humano de Edward Grey3 de la guerra sin odio. (Adorno 2017: 61 ss.)

Pero no solo desaparecen los sujetos, las personas como agentes de sus actos. Los bombardeos morales -los bombardeos sobre la moral, los bombardeos de la moral- produjeron también una suspensión o una alteración de las ideas de proporcionalidad y de adecuación que habían regido los comportamientos en la guerra.

Todo el sistema clásico de regulación del comportamiento bélico -la defensa, las represalias, el resarcimiento- dejaba paso a una lógica de la escalada de las intervenciones encaminadas hacia el objetivo final. En el debate en el Reino Unido, los teólogos, tanto católicos como anglicanos, señalaron en publicaciones e incluso en los debates explícitos que tuvieron lugar en la Cámara de los Lores, que este colapso del ius in bello clásico ponía en cuestión la identidad moral y cristiana de la nación británica (Ford 1944).
El derecho en la guerra presuponía, en efecto, dos sujetos político-morales que se enfrentaban pero a quienes se les atribuían responsabilidades -la responsabilidad de la guerra, de la victoria o de la derrota-. Ello implicaba atribución de intencionalidades y de voluntad, y no solo de capacidad estratégica. Esa agencia unitaria no era, no obstante, la que pudiera pensársele a las poblaciones civiles: al tomarlas como sujetos de la guerra se quiebra la posibilidad de justificar, de entender como justo, el enfrentamiento.
Las alteraciones indicadas de la racionalidad en la acción humana -de abstracción conceptual a abstracción material; de medios adecuados a fines a instrumentos que crean sus objetivos; de alteración del carácter de los combatientes por su pérdida de rostro; del colapso de las categorías normativas en los enfrentamientos- abre también el camino a una lógica de violencia que no se puede detener y que parece caminar sola. No se podía detener la producción de aviones y de bombas, no se podía detener la organización de los comandos aéreos, no se podía detener la maquinaria total de destrucción. Era ya un proceso natural al que Sebald, precisamente, se referiría como Historia natural de la destrucción -entiéndase, como una destrucción que era parte del ciego mecanismo de la naturaleza-. Y así no es de extrañar que cuando el presidente Truman justificó ante la nación americana el bombardeo nuclear de Hiroshima y Nagasaki no lo hiciera ya con argumentos de estrategia y de racionalidad militares, ni siquiera de que fuera un mal menor necesario para evitar los mayores, sino que habló de las fuerzas totales de la naturaleza, de la fuerza del sol, que hábilmente domeñada por la ciencia y bajo la experta mano de las fuerzas armadas, se arrojaban contra el país que empezó la guerra con la infame agresión de Pearl Harbor para exterminarlo (Thiebaut 2013). Si el martillo crea su clavo, será ese nuevo martillo absoluto el que cree la devastación total. Así concluyó la Segunda Gran Guerra, bajo esa sombra se desarrollaron los años de la guerra fría y bajo esa amenaza sigue viviendo el presente.
Pero, como anticipaba, la metáfora que he empleado para referirme a la catástrofe conceptual en la estructura de la acción humana que ponen en evidencia los bombardeos sobre las poblaciones civiles en las guerras -la de un instrumento que debe crear su fin, el martillo que debe crear su clavo- no es del todo exacta o, mejor, no es del todo radical. Para que algunas de las consecuencias que he adelantado pudieran tener lugar, se ha de haber producido una gran innovación en los bombardeos sobre poblaciones civiles: la distancia entre el martillo y el clavo y la elevación de aquel sobre este. Esa era, de manera clara, la motivación de las doctrinas de la guerra aérea: se podía ir más allá, más lejos, más al interior del territorio enemigo, precisamente porque se podía sobrevolar ese territorio.
Alexander Kluge empleó en su análisis del bombardeo sobre Halberstadt el par conceptual de la "estrategia desde abajo", en las formas de resistencia de la población que se escondía en los refugios, y de la "estrategia desde arriba", desde el punto de vista de los mandos aéreos, de los observadores -como el general Williams del testimonio antes recogido-, de los pilotos. Ambas estrategias tienen una relación de simetría invertida4. Desde abajo, se trataba de articular una experiencia destruida y desarticulada; desde arriba se trataba de poner en marcha ese caminar ciego de una eficaz acción instrumental que se ha convertido en el único motivo y el objetivo de sí misma. Sebald dio cuenta del alcance de ese desacople de los bombardeos; otros estudios, como el de Jörg Friedrich, en su complejo libro El incendio: El bombardeo de Alemania 1940-1945 (Friedrich 2004), recogieron datos, reflexiones, testimonios, que dan cuerpo e imágenes -fuego, sangre, heridas- a esa catástrofe conceptual y de la experiencia en la Segunda Gran Guerra.5 Sobre estos datos e interpretaciones se basa la siguiente reflexión que resume parte de lo ya indicado y que trata de avanzar hacia una reflexión general que es la que titula estas páginas: el descoyuntamiento, ya sistémico, de las experiencias de negatividad.

6

¿Qué estaba sucediendo en esos bombardeos? No creo que sea forzar la interpretación el señalar que esa topología -desde arriba, desde abajo- descoyunta la experiencia y la acción humana, como si el movimiento muscular del brazo que mueve el martillo ejerciera su fuerza en el vacío mientras que el golpe que sufre el clavo -un clavo que, como dije, es creado por la acción misma del martilleo- parece provenir desde arriba, desde ninguna parte, desde lejos, como si fuera una fuerza ciega carente de cualquier connotación de acción humana. No desaparece, obviamente, el nexo causal entre la acción golpeadora del instrumento y el sufrimiento del clavo, y más bien la distancia refuerza ese efecto causal y lo hace posible, pero la distancia de miles de metros entre aquella y este tiene el peculiar efecto de que lo que se ve y se hace desde arriba parezca de otro orden de realidad respecto a lo que se ve y se sufre desde abajo. Ni desde arriba se percibe el efecto del golpe -hay que bajar a la tierra para verlo, después- ni desde abajo se ve el sentido o la fuerza que desplegará el próximo golpe o cómo va a suceder. Por eso he dicho que la acción queda descoyuntada en esta nueva topología del herir.
Lo que se ha descoyuntado es el significado, el sentido, de lo que estaba sucediendo, un significado que nosotros tenemos que reconstruir después, como hicieron los observadores sobre el terreno de las devastaciones producidas al terminar la guerra. Quien da el golpe -el agente, el piloto, el bombardero- no ve lo que hace; literalmente no ve los efectos de la devastación (esta solo se percibe después), sino solo los indicios de las nubes de polvo y las llamas; sabe, de manera abstracta o genérica qué está haciendo, sabe que bombardea o quizá solo sabe su plan de vuelo, que nunca podría alterar, y sabe la secuencia de movimientos que de manera mecánica articulan su acto. Pero no sabe, es decir, no tiene referencia experiencial, del efecto de su acto de abrir la escotilla para que caigan las bombas incendiarias.
Las investigaciones sobre cómo operaban los bombardeos -la planificación de los vuelos nocturnos, cómo en cada oleada diversos aviones ejercían pautadas acciones diferentes, cómo se desplegaban las escuadras, en abanico- dan esa impresión de perfecta planificación, que se va corrigiendo y modificando para aprender de errores y alcanzar más precisamente sus objetivos; es un sistema aparentemente autopoiético, que se auto-corrige solo, sin que para que sea eficaz sus diversas partes tengan que saber qué está sucediendo en el sistema como un todo. Como si el músculo solo supiera cómo debe flexionarse y fuera adquiriendo cada vez mayor destreza al ejercitarse, pero no supiera o controlara el movimiento del cuerpo. Desde arriba no se ven los ojos ni las miradas de los de abajo, se es ciego al efecto de lo que se hace y quizá, entonces, la catástrofe conceptual de la acción que antes indicaba se percibe ahora en la pérdida de la posibilidad de cualquier significado. (Señalaba Montaigne que cuando hablamos, nuestra palabra, lo que significa y dice, es parte de quien la emite y parte de quien la recibe, y eso construye su sentido. Pero no solo es relacional el significado sino también la agencia).
Desde abajo, por su parte, quien recibe el golpe percibe fragmentariamente el mundo. Los testimonios que recogió Friedrich son especialmente significativos, como lo fueron también los que se recogieron en otras catástrofes, en los campos y en otros escenarios bélicos. Friedrich subraya el entumecimiento que sufre quien es bombardeado, su desconcierto perceptivo al suspenderse el tiempo que se concentra y se condensa, dicen, en un momento mientras que, paradójicamente, el espacio que se habita, el suelo sobre el que se está, tiembla como en un terremoto y se deshace en añicos toda referencia -arriba, abajo, delante, detrás-. También Kluge describe con precisión de relojero -arriba- y de cirujano -abajo- esas señales del estupor que suspenden la experiencia y que, como decía, anulan sus significados. Abajo queda, sí, el impulso ciego de la vida, el instinto de protegerse y de atender a la mano que solicita ayuda.
Los testimonios de los supervivientes, de los equipos de rescate, de los bomberos, son explícitos en este sentido. En la vida que ha sido despojada de un golpe de todas las corazas protectoras que llamamos lo humano, permanece, como en la ciega vida, el impulso básico de protección y de cuidado.
Kluge lo recoge, a trallazos, de esta manera:

Incendios en el interior de las personas. Muertos anónimos, gente que vaga sonámbula por ahí preguntando por los suyos, destruyen la sensación de realidad mucho más de lo que podría un ataque aéreo, que a todo lo que tiene de [realmente] efectivo añade sin duda una intensa cualidad de [ser] real.
(...) ¿Qué pasa, si es que pasa algo, por la cabeza de las personas cuando se destruye su ciudad? Ni se descorazonan, ni el estado de su moral concuerda unánimemente en concluir la paz o en rebelarse contra las autoridades. Surge exclusivamente confusión mental. Puede que duden si es realidad o sueño lo que viven. ¿Cómo ha de implantarse la dirección política en este terreno liminar? (Kluge 2014: 95).

Esta es la prueba de fuego que muestra toda la falsedad de los supuestos sobre los que se montaban las justificaciones de los "bombardeos morales". Como señalaba el general Williams, la moral no está ni en las cabezas ni en los pechos, está en otro lugar. Está, podríamos decir arendtianamente nosotros, en las relaciones entre las personas, un espacio moral de los cuerpos al que no alcanzan las bombas aunque produzcan, de manera inmediata, la confusión, el estupor, la muerte. Las llamas que destruían ciudades reducían a cenizas carbonizadas la cualidad de lo humano. Lo que se destruía y ardía era la posibilidad misma de la vida humana como un modo y un mundo de vida tejido de relaciones.
La polaridad descoyuntada de la acción -bombardear, sufrir el bombardeo- es un emblema, una figura negativa de una alteración sustancial en la acción humana que ya hemos visto anticiparse en el momento en el que el instrumento de destrucción se convierte en fin en sí mismo y debe, al hacerlo, crear sus propios objetivos. Las acciones se deshacen de sus significados. Literalmente, no se sabe qué se está haciendo, como Hannah Arendt diagnosticaba respecto a Eichmann en su juicio, la incapacidad de percibir lo que se hace y se piensa desde el punto de vista del otro al que la acción se dirige. Eso producía, decía Arendt, un mal que no era consciente de serlo, un mal banal en su mera superficialidad, aunque no sea nada banal en el alcance aterrador de sus efectos. Saber qué significaba lo que estaba sucediendo -lo que sigue sucediendo- en los bombardeos requeriría, como en toda acción que sostiene y expresa sus significados, percibir el acto desde la doble perspectiva, arriba y abajo, agente y paciente, eso que, sin saberlo de manera explícita y consciente, practicamos a diario en nuestras interacciones.
¿Cómo comprender ese desastre de lo real y este descoyuntamiento de la acción? Hasta aquí he mencionado, aunque no me haya detenido en sus detalles, los procesos de destrucción de la vida ciudadana, del democidio, que caracterizan la guerras modernas una vez que se introduce una nueva arma, la aviación o los drones, una destrucción que, desde comienzos del siglo pasado y hasta ahora mismo, altera substancialmente las formas de la violencia bélica y sus efectos. Pero, sobre todo, he querido indicar que tras estas formas de destrucción subyace una catástrofe mayor, la de las formas de la acción en el daño, que sustituye fines por medios, que hace material las abstracciones al convertirlas en elevaciones, y que procede de manera que el instrumento o el arma empleada ha de generar sus propios objetivos. Y ello, a su vez, induce un descoyuntamiento de la acción de manera que, contra lo que argumentaban culposamente los partidarios del bombardeo moral y contra lo que siguen diciendo ahora mismo quienes desde las nuevas atalayas militares defienden este tipo de intervenciones -en la ex-Yugoslavia, en Afganistán, en Oriente Próximo-, se pierde el significado de lo se hace, tanto desde quien bombardea, pero sobre todo desde quien sufre esos ataques.
Pero se dirá ¿no estamos nosotros ahora, al regresar a estos problemas, precisamente intentando entender lo que pasa, reconstruir ese significado? ¿No es este relato, el que estoy presentando en estas páginas, una forma de dar cuenta de los procesos y las falsedades de los discursos de la guerra y de su necesidad, no es una forma de denunciar su cinismo? ¿Cómo contar ese descoyuntamiento de la acción y qué efectos tiene? ¿Qué esfuerzo se está haciendo aquí al intentar ese relato? Se dirá: se intenta entender la cualidad y el tamaño de la destrucción, se intentan recoger los fragmentos de los testimonios. Si no se puede comprender en el momento del desastre, ¿no intentamos después, como ahora, recuperar sus cascajos, sus ruinas y reconstruir una imagen de lo que sucedió y aún sucede? ¿No es este un ejercicio de comprensión que articula las tareas de la memoria? Por ejemplo, Kluge, pero sobre todo ya Sebald, intentaban denunciar los relatos consoladores de la derrota alemana y poner en evidencia los fracasos literarios a la hora de dar cuenta de aquel desastre. Las preguntas que se acaban de formular contienen, al menos, una primera demanda poética, la de la forma del relato y del argumento de la memoria que el descoyuntamiento de la experiencia está reclamando.
No quiero entrar ahora en la valoración de ese complejo proceso de ajuste de cuentas con su propia historia que algunas generaciones alemanas pusieron en marcha; un proceso que a pesar de sus fallos, sigue siendo inigualado en una Europa, olvidadiza, y más en un país como este desde el que escribo -España- desatento. Tal vez interesa más indicar cómo estos escritores diseñan un proyecto literario y cultural que trata de retener la totalidad de la experiencia, en este caso de la experiencia de la destrucción, evitando reducir las diversas perspectivas -arriba, abajo- a una sola, o adoptando un punto de vista externo a ellas y, por el contrario, tratar de expresarlas en su contradictoriedad. Las poéticas de Kluge y de Sebald huyen adornianamente del privilegio de intentar suturar lo que la realidad misma quebró. Se ha de dar cuenta de los fragmentos disyuntos de la experiencia del daño. Tal vez el efecto de ese relato, como el que producían las primeras obras del cubismo del pasado siglo, pueda llegar a dar una impresión de totalidad que, no obstante, no puede despegarse de la fragmentación que expresa. Ese es el programa, ese es su intento.
Pero a pesar de esas poéticas, entre la resistencia y la precisa veracidad del testimonio que recupera la memoria, cabe seguir preguntando o dudando si no estaremos nosotros también heridos, ciegos, incluso al relatar esa estructural ceguera que los urbicidios bélicos ejemplificaron y pusieron en evidencia. Por mucho que hayamos acudido a sus sombras. Más allá de las formas fracturadas del lenguaje que, como esas sombras, parecen requerir las formas quebradas de experiencia en todas las formas de violencia, ¿cómo vivir esta quebradura primera que sigue aconteciendo, más acá de la guerra, más acá de la destrucción? ¿Tras ese trastrueque catastrófico, podemos acaso pensar la acción, la acción misma de resistir la supuesta inevitabilidad de la violencia, tras la mutación y la desarticulación radicales de la experiencia que tuvieron y tienen lugar, como el caso de las guerras aéreas ejemplificaba? ¿Cómo escapar de esa destrucción de lo humano si no es reincidiendo en ella y adoptando, así, o bien la posición desde arriba, mecánicamente ciega a lo que hace, la de la existencia eficaz del especialista sin corazón, o bien desde abajo, en la ciega supervivencia precaria del minuto, del segundo? En términos teóricos, ¿estamos, acaso y en el mejor de los casos, condenados a tener que adoptar alternativamente el punto de vista teórico y sistémico -desde arriba- y el punto de vista del activo participante -desde abajo- cuando experimentamos y cuando damos cuenta de la negatividad del daño?
Honestamente, no tengo respuestas claras y generales ni creo que las haya. Pero no puedo no sospechar que, al igual que en los urbicidios bélicos modernos, muchas otras experiencias de negatividad -desde la desposesión a la opresión- nos descoyuntan y descoyuntan nuestros relatos al descoyuntar la realidad. Podemos, ciertamente, hacer análisis históricos; podemos, ciertamente, recoger y articular los testimonios de los supervivientes; podemos construir en el lenguaje otros cursos del mundo. Podemos, si somos poetas, ponerle nombres a esas realidades, como cuando -recoge e interpreta Kluge- Ossip Mandelstam llamaba "libélulas de muerte" a los aviones italianos que intervenían sobre Etiopía en los años treinta. Quizá, sobre todo, podemos y debemos atender a los fragmentos de esa humanidad destrozada, a sus cascajos como decía hace un momento. Podemos, como Theodor Adorno, proclamar la verdad del mandato que nos reclama que no se repitan estas realidades de destrucción.
Pero aunque intentemos todas esas cosas -y no podemos no hacerlo desde cualquier concepción humana que anteponga a todo el rechazo de la crueldad, por decirlo con Shklar (1984: 7-44)- sería una ceguera mayor no saber ni percibir que incluso nuestros intentos están heridos. La vida humana, las formas de la vida humana, incluidas las nuestras, las de los salvados, han quedado heridas. Aunque nosotros, los que miramos ahora lo que aconteció intentando reconstruir los fragmentos del juicio sobre esas catástrofes, no tengamos aquella experiencia de descoyuntamiento -desde arriba, desde abajo-, hemos heredado sus cargas. Y nuestra vida civil, nuestra vida política, se la juega con esas cartas.

NOTAS

1. He comentado estas obras en Thiebaut 2014.
2. Véase la documentación del Center for the Study of War, State and Society de la Universidad de Exeter, en http://humanities.exeter.ac.uk/history/research/centres/warstateandsociety/projects/bombing/germany/.
3. Ministro liberal de Exteriores inglés durante la Primera Guerra Mundial.
4. He analizado los supuestos teóricos y sus efectos de esta doble perspectiva en Thiebaut 2014.
5. La intensa discusión del libro de Friedrich se analiza en Buruma 2004.

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Recibido: 10-2017;
aceptado: 12-2017

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