SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.21 issue2The river and its dispossessions. Aesthetic perspectives of dispossession in ColombiaOne hundred years after the "Semana Trágica" (1919-2019): urban space and violence in the novel En la Semana trágica (1966) by David Viñas author indexsubject indexarticles search
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

  • Have no cited articlesCited by SciELO

Related links

  • Have no similar articlesSimilars in SciELO

Share


Cuadernos del CILHA

On-line version ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.21 no.2 Mendoza July 2020

 

Dossier

Desvelando el silencio. La voz de las víctimas de violencia en Los ejércitos de Evelio Rosero1

Unveiling the silence. The voice of violence victims in Los ejércitos by Evelio Rosero

María Camila Galvis Henao1 

1Universidad Tecnológica de Pereira. mcamilagalvis@utp.edu.com. Colombia

Resumen

Este artículo propone un análisis sobre la experiencia emocional de las víctimas de la violencia sociopolítica colombiana a través del estudio de Los ejércitos, del novelista colombiano Evelio Rosero. Teniendo en cuenta que los discursos historiográficos oficiales se centran en el papel de los actores del conflicto armado, relegando la posición de los individuos inermes y condenándolos a un silencio cómplice, la novelística sobre la violencia, preocupada por una comprensión más amplia de esta realidad abyecta, posibilita la justa reivindicación y construcción de la memoria histórica de quienes han sido silenciados por los fúsiles.

Palabras claves: Víctima; Violencia; Topos; Jardín; Emociones

Abstract

This paper proposes an analysis about the emotional experience of Colombian sociopolitical violence victims. Through the study of Los Ejércitos, the novel by Evelio Rosero. Considering that the official historiography narratives focus on the role of armed conflict actors, relegating the position of the unarmed individuals and condemning them to an accomplice silence, the novelistic about violence, concerned with a wider understanding of this reality, makes possible the fair vindication and construction of historical memory of those who had been silenced by guns.

Keywords: Victim; Violence; Topos; Garden; Emotions

Desde finales del siglo pasado y comienzos del presente, algunas manifestaciones de la literatura colombiana de tinte histórico, han sido portadoras de un discurso contraoficial en lo que a la violencia sociopolítica respecta. Desligadas del papel de los victimarios, el cual es testimoniado extensamente por la historiografía gubernamental, se enfocan en la representación del fenómeno de la violencia a partir de la experiencia particular de la víctima. De modo que las emociones y afectos provocados por el padecimiento del conflicto armado, se proponen como relato articulador de una historia nacional degradada. Desmitificando así las narraciones políticas del terrorismo, abanderadas de la búsqueda de culpables pero cegadas ante el sufrimiento de los inocentes, que pagan con sus vidas y estabilidad emocional los costos incalculables de una guerra insostenible. En este panorama se sitúa Los ejércitos (2007), novela del escritor colombiano Evelio José Rosero, historia que se adentra en la mente y el corazón de las víctimas del conflicto armado más prolongado de América Latina. Alejada de los relatos historiográficos oficiales, claramente permeados por intereses ideológicos y políticos, esta ficción, desde su amplitud hermenéutica, expande las rutas interpretativas de tal experiencia atroz. Es una renovada lectura que nutre la reconstrucción de la memoria colectiva de una república aquejada desde su fundación por el padecimiento de una violencia abyecta que hasta la actualidad no cesa. Consciente de tal realidad, Rosero pone el acento en la voz de individuos que han sido históricamente silenciados, aquellos que viven la guerra desarmados, en medio del fuego cruzado entre ejércitos que desangran el país. Proponiendo un viaje por la conciencia de la persona inerme, el autor vindica su dolor, miedo, desamparo, desasosiego y desesperanza; emociones recurrentes en todo contexto violento. Así pues, en este estudio nos detendremos en el análisis de dicha experiencia, para ello proponemos la lectura del corpus a modo de dialéctica de la violencia, mediante la cual el autor evidencia la ambigüedad de la existencia humana, claramente reflejada en la evolución y ambivalencia del topos central de la narración: el jardín; asimismo, en la naturaleza antinómica de los personajes principales que en él habitan, el anciano voyeur y la joven mujer exhibicionista.

La experiencia de las víctimas: un discurso marginal

“Si lanzaras un diluvio, Señor, y nos asfixiaras a todos”. (Rosero, 2012, p. 181)

Narrada en primera persona, Los ejércitos convierte los ojos intrusos del jubilado profesor Ismael Pasos2, en la guía que le permite al lector conocer de cerca su vivencia de la guerra que tiene lugar en San José (pueblo ficcional que simboliza cualquier pueblo colombiano), donde reside hace cuatro decenios con su esposa Otilia. Tras el súbito advenimiento de secuestros, asesinatos y desapariciones, la población civil no encuentra más alternativa que dejar su lugar de origen y huir hacia las grandes ciudades. Este fenómeno de desplazamiento forzado trasfigura a San José en un territorio de nadie, sin Dios ni Estado. Por sus calles militarizadas, desvaría en completa soledad el cuerpo dolorido y el alma atormentada de Ismael, deshaciendo los pasos de su inminente encuentro con la muerte, aferrado a la esperanza de ser encontrado por su compañera de vida. Así lo indican sus pensamientos:

Algunas mujeres me señalan, aterradas, como si comentaran entre ellas la presencia de un fantasma. Me he sentado encima de una piedra: blanca, ancha, debajo de un magnolio que perfuma: tampoco recuerdo esta piedra, este magnolio, ¿cuándo aparecieron?, con toda razón desconozco esta calle, estos rincones, las cosas, he perdido la memoria, igual que si me hundiera y empezara a bajar uno por uno los peldaños que conducen a lo más desconocido, este pueblo, quedaré solo, supongo, pero de cualquier manera haré de este pueblo mi casa, y pasearé por ti, pueblo, hasta que llegue Otilia por mí (Rosero, 2007, p. 194 ).

Al focalizarse en una conciencia arrojada a la experiencia violenta, la novela adquiere un tinte impresionista. Son los sentimientos, emociones y sensaciones del protagonista-narrador, los elementos desde los cuales se relata lo acontecido en San José. Se trata, por tanto, de una descripción fenomenológica de la guerra. Partiendo de ella, la acción de la historia es apalabrada. Artificio literario que le permite al escritor extraerse de cualquier intención ideológica o análisis conceptual, toda vez que centra la atención del relato en el universo psicológico del personaje. “En su novela se excluyen las descripciones patológicas y las explicaciones políticas y sociales necesarias para exponer las razones del conflicto armado en Colombia” (Padilla, 2012, p. 122). Siendo entonces un testimonio subjetivo del conflicto, sin pretensión de objetividad, lo que se hace manifiesto en ella. De hecho, la no atribución de un nombre propio a los ejércitos, lo evidencia, pues en la generalidad del nombre común se pierde la posibilidad de un señalamiento o juicio directo. En últimas, esta construcción literaria es una apuesta estética, sin carácter sociológico, que refleja la condición de los civiles en la guerra, visibilizando las emociones que de ella se derivan como efecto directo. Resulta ser así un “espejo de la realidad” al que cada colombiano puede asomarse reconociendo en él su propia historia nacional.

Por su parte, En el lejero, novela publicada en 2003, a manera de preámbulo, Rosero aborda un aspecto de la violencia colombiana que un par de años después aparece explícito en Los ejércitos: el secuestro. Además de esta relación temática, ambas narraciones coinciden en la figura de sus protagonistas, dos ancianos septuagenarios, en busca de un ser querido perdido. No es fortuito que Rosero escoja como personajes a hombres seniles, ya que reconoce en la voz y memoria de los ancianos, comúnmente despreciadas, una fuente amplia y profunda de conocimiento sobre la historia de su país. Jeremías Andrade e Ismael Pasos, en su condición de ancianidad, poseen la experiencia y sabiduría que solo pueden ser conquistadas con el paso del tiempo y las vivencias adquiridas. Características que les otorga una mirada reflexiva sobre el pasado, presente y porvenir de su contexto social. A ellos se suma Justo Pastor Proceso López, galeno de cincuenta años que protagoniza La carroza de Bolívar (2012), novela en la que Evelio Rosero continúa el tratamiento del tema de la violencia política de Colombia, haciendo un paralelo entre las masacres independentistas e inicios de las guerrillas populistas que hacen parte de Los ejércitos. El núcleo conceptual que hermana a estas tres obras, le permite al autor abordar la realidad armada desde diferentes perspectivas, pero siempre partiendo de la posición de las víctimas que con evidente esmero y preocupación reivindica.

Siguiendo la propuesta teórica de la pensadora italiana Adriana Cavarero, podríamos afirmar que la novelística de la violencia de Rosero se aleja de la representación del terrorismo. Término propio del léxico político-militar, el cual fija su centro de comprensión en la acción violenta del victimario, otorgándole la palabra como un medio para perpetuar el miedo atroz causado por la abyección de su proceder. En el discurso terrorista, la destrucción y el ultraje de la víctima son nombrados en tanto efecto secundario de un enfrentamiento unilateral, en el que milicianos omnipotentes, escondidos detrás de sus fusiles -que hacen las veces de escudos -, confrontan sin asomo de piedad los cuerpos inermes de civiles, quienes en nombre de “ideales elevados” (v.gr. libertad e igualdad), son despojados de su humanidad; reducidos a una cifra lapidaria. Evidentemente, la hegemonía del terrorismo en la narrativa política, permea de manera significativa nuestra historia nacional. No por otra razón, las víctimas del conflicto armado colombiano han ocupado una posición secundaria en los relatos historiográficos estatales y contraestatales, en los cuales brillan por su ausencia. En respuesta a esta lógica obtusa, “discursos marginales” como las novelas de Rosero, suplen dicha ausencia al apalabrar y dotar de sentido la dolorosa experiencia de los individuos indefensos ante el fuego avasallador. Invirtiendo los papeles del terrorismo, los victimarios son desplazados del foco de atención, ya que resulta imperioso escuchar a quienes todo lo han perdido sin justicia alguna, condenados a un mutismo revictimizante. De acuerdo con Cavarero, la categoría horrorismo connota la significación de la realidad de las víctimas, contraponiéndose a la arbitrariedad de la terminología político-militar. “Se propone como una jugada teórica que reclama la atención de las víctimas sacándosela a los guerreros… No es cuestión de inventar una nueva lengua, sino de reconocer que es la vulnerabilidad del inerme en cuanto específico paradigma epocal la que debe venir a primer plano en las escenas actuales de la masacre” (p. 12)3.

Los ejércitos, por tanto, es una ficción sobre el horrorismo. Esto responde a un compromiso ético claramente identificable: denunciar los excesos de la guerra en una nación turbada por el ruido ensordecedor de fusiles que acallan a la población civil, la cual nada sabe ni entiende acerca de la barbarie que signa indeleble su existencia. La labor de Rosero se identifica con la representación de los rostros del horror propios de una historia degradada, que no puede condenarse a la impunidad del olvido ni a la indiferencia cómplice. Es un llamado a la empatía, a la humanización de cifras que las estadísticas oficiales exponen con la frialdad que supone la despersonalización y abstracción de un número sin más. En este sentido, el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez afirma que “el novelista vuelve a llenar la cifra con el destino particular, el sufrimiento particular, la victoria o la derrota particulares de un solo hombre” (147). No es la vacuidad de un símbolo numérico sino la identidad de la otredad ultrajada lo que se hace explícito en las novelas de la violencia. A partir de la representación descarnada de la realidad significada, se movilizan las emociones del lector, de quien se espera, por tanto, una consecuente concientización que conlleve a una toma de postura ética y política. Esto es posible teniendo en cuenta la caracterización de las emociones que Aristóteles expone en su Retórica: “aquellos sentimientos que cambian a las personas hasta el punto de afectar sus juicios” (1378a). De allí se deriva la posibilidad de afirmar que una vez un individuo moral presenta una respuesta emocional ante la confrontación del horror suscitado por la violencia, su juicio al respecto será negativo, en tanto expresión de rechazo e indignación.

Esta respuesta puede entenderse en términos de compasión; emoción extensamente comentada en la historia de la filosofía, desde Aristóteles, Hume, Spinoza y Horkheimer, entre otros. Se trata de la afectación personal por la corroboración de la vulnerabilidad de un tercero, que se asume como semejante o cercano. El sufrimiento derivado de situaciones adversas, en este caso la violencia, pone de manifiesto la necesidad que tiene el ser humano de los otros, con los que convive en sociedad y de quienes espera de manera tácita su respaldo frente a la contingencia o el peligro. En palabras del filósofo de Estagira, la compasión es “cierto pesar por la aparición de un mal destructivo y penoso en quien no lo merece, que también cabría esperar que lo padeciera uno mismo o alguno de nuestros allegados” (Aristóteles, 1994, 1385b). De acuerdo con este planteamiento, la semejanza que une a los seres humanos, en tanto individuos de una misma especie, indica las posibilidades de que a cualquiera le sobrevenga el mismo sino. “Si algo hay en los humanos que explica la existencia de una ética basada en la obligación de no hacerse daño y respetarse mutuamente, es ese sentimiento que nos vincula con los semejantes, que lleva a compadecerse de los que sufren, así como a alegrarse de su buena suerte, hasta el punto de que la inhumanidad y la falta de compasión son la misma cosa” (Camps, 2011, p. 131 ). Particularmente, ante la violencia todos los civiles son igualmente inermes. Es por esto que la vulnerabilidad expresa de las víctimas, evidencia la propia vulnerabilidad de sus coetáneos, pues el conflicto armado es una realidad sociopolítica que no distingue entre raza, ideología, religión ni jerarquía social. Cuestión revelada en la novela de Rosero, en la que cualquier lector con un mínimo de sensibilidad moral, siente compasión por la tragedia de sus protagonistas, los cuales personifican a millones de colombianos ultrajados, abandonados a su mísera suerte.

Ahora bien, la narrativa de la violencia en Los ejércitos se despliega a modo de dialéctica, a partir de la cual es expuesta la realidad de la condición humana en toda su complejidad y ambigüedad inherente. Es un juego de contrarios que se encuentran, dialogan y, finalmente, se sintetizan en el desenvolvimiento de la vida misma. Demostrando de esta manera, que en el mundo conviven y coexisten tendencias o fuerzas opuestas, antinómicas, que no siempre se excluyen, sino que incluso pueden llegar a complementarse. En primera medida, la novela desarrolla su topos central -el jardín de los personajes principales - mediante una representación ambivalente, pasando de ser, del inicio de la narración, el edén de un matrimonio apacible, a ser en el final del texto, el averno donde el anciano narrador se encuentra con el horror de la guerra que lo ha despojado de la compañía de su esposa y ha destruido su espacio de comunión e intimidad4. Por otra parte, Ismael Pasos evidencia dicha dialéctica en su fuero interno. Experimenta una aparente contradicción entre lo que Heidegger denomina la existenciariedad del Dasein5 o su forma de ser, su mundo propio (Selbstelt) o interioridad, donde se explicitan sus pensamientos, sentimientos y vivencias; y su mundo circundante (Umwelt) u horizonte compartido, en el que se inscribe la experiencia social. En otras palabras, el protagonista-narrador actúa, siente y piensa de un modo que resulta incompatible con la realidad acaecida en su entorno vital.

Esto se explicita a través de su voyerismo característico -que le otorga un sentido existencial-, del cual no se desliga ni siquiera en los momentos más angustiantes de su vida, en que la violencia abyecta usurpa el lugar de su realidad, condenándolo a un desvarío físico y mental irreversible. En este contexto cualquier manifestación de erotismo parece imposible de concebirse, hasta para el mismo Ismael en su condición de voyeur, quien se sorprende de sí mismo al encontrarse fantaseando eróticamente con el cuerpo de Cristina (joven que le ayudará a recoger los frutos de su naranjo), mientras busca desesperadamente a su mujer perdida en medio de la guerra. Con severidad se juzga: “El desconcierto, la conmoción de ver pasar a esta muchacha, de seguir y perseguir a esta muchacha, percibir la fatalidad de aroma silvestre, crudo pero nítido, que arroja desde cada uno de sus pasos, te hace olvidar lo que más te importa en el mundo, Ismael” (Rosero, 2007, p. 82 ). ¡Eros y Thánatos danzan al compás de los fusiles! Asimismo, el miedo que lo estremece en las circunstancias que cree preceden su óbito, manifestado en una risa incontrolable, es sucedido por un creciente deseo de muerte, que lo impulsa a sostener desafiante la mirada petrificante de sus victimarios. Pero aún en estos momentos, afirma la vida aferrándose a la esperanza de encontrar a su desaparecida esposa. Muerto en vida, Ismael huye de la vacuidad que se apoderó de su entorno a causa de la ausencia de Otilia, quien con su compañía y cuidado le señalaba el camino a recorrer. Perdido sin ella, ajeno a la temporalidad del mundo que habita, halla en Geraldina, su joven vecina, en tanto venerable objeto de contemplación erótica, una posibilidad de redención. Así pues, emociones y vivencias antagónicas, propiamente representativas de lo humano, encuentran en la narrativa de la violencia de Rosero un escenario de comunión.

Del edén al averno. La utopía del paraíso

Los ejércitos inicia su narración situándose en el jardín de Otilia e Ismael, escenario en el que transcurre gran parte de su existencia. Esta pareja adulta, de 60 y 70 años, docentes jubilados, aguardan la vejez en medio de la tranquilidad del preciado huerto en compañía de sus tres gatos. Él, subido la mayor parte del tiempo en una escalera, sostenida por el muro que le sirve de conexión con el jardín de su anhelada vecina Geraldina, se excusa en la labor de recolectar los frutos de su naranjo para poder fisgonear en la casa contigua, en virtud de lo cual se pierde en la contemplación absorta de las dos mujeres que viven allí: la pareja del brasilero, quien yace en la terraza con su cuerpo desnudo e insinuante bajo el sol, y la pequeña cocinera Gracielita, quien lava los platos sucios en la cocina, haciendo uso de un vestido traslúcido, a través del cual queda expuesto a la vista intrusa su joven cuerpo. Al tiempo que Otilia, ubicada detrás de su esposo, permanece comprometida con el cuidado del estanque, hogar de sus queridos peces, en una especie de comunión espiritual con la naturaleza circundante. Existen juntos, habitan el mismo espacio, mas cada uno, ensimismado, concentrado en su pasatiempo predilecto, está arrojado a su propio mundo. Su incomunicación da lugar a una sensación de sosiego individual. Ambiente ideal en el que la interioridad, la sensualidad y el erotismo, hacen gala al unísono. Razón por la que ni siquiera el voyerismo del anciano parece causa de turbación para el matrimonio ¿flemático?

En casa del brasilero las guacamayas reían todo el tiempo; yo las oía, desde el muro del huerto de mi casa, subido en la escalera, recogiendo mis naranjas, arrojándolas al gran cesto de pala; de vez en cuando sentía a las espaldas que los tres gatos me observaban trepados cada uno en los almendros. Más atrás mi mujer daba de comer a los peces en el estanque: así envejecíamos, ella y yo, los peces y los gatos, pero mi mujer y los peces, ¿qué me decían? Nada, sin entenderlos… La mujer del brasilero, la esbelta Geraldina, buscaba el calor en su terraza, completamente desnuda, tumbada bocabajo en la roja colcha floreada; así avanzaban las horas en su terraza, de sol y de música… En la cocina, la bella cocinerita lavaba los platos, trepada en un butaco amarillo. Yo lograba verla a través de la ventana. Mecía sin saberlo su trasero, al tiempo que fregaba (Rosero, 2007, pp. 11-12 ).

Este topos es representado por Rosero como un espacio íntimo de regocijo y resguardo, en el mismo sentido que ha sido entendido por la literatura grecolatina y la narrativa bíblica. Allí confluyen armónicamente los intereses y pasiones de los personajes, quienes protegidos en la seguridad de su intimidad, se aíslan de la exterioridad amenazada por una propensión a la guerra preexistente, que siempre se va prometiendo volver6. Circunscriben pues su experiencia personal a una armonía edénica, en que la comunión con la naturaleza ocupa un papel central. Las plantas, árboles, animales y la fuente de agua, hacen del espacio un locus amoenus (lugar ameno), paisaje natural idílico alejado de toda perturbación humana; tópico poético principalmente característico de las letras clásicas y renacentistas7. Partiendo de esta concepción ideal, la mirada vigilante del narrador de Los ejércitos describe, al mejor estilo judeocristiano, un microparaíso, donde el individuo no aparece escindido de la naturaleza, por el contrario, conforma con ella una unidad indivisible. Es lo Uno circunscrito a la plenitud natural. En esta relación de exaltación y conexión con el locus amoenus, se configura un sentido vital para los protagonistas. En palabras de Ismael, su vida y la de su esposa se basa en relacionarse con los gatos, los peces, el naranjo, reconocer las flores con sus retoños y planificar posibles cambios en la organización del huerto (Rosero, 2007, p. 19). De esta manera, la angustia e inseguridad propias de la vida moderna, caracterizada a partir de Descartes8 por la crisis de valores y fundamentos metafísicos que conceden un sentido estable a la existencia, se ven atenuadas con el bienestar que supone la pertenencia a un espacio propio de recogimiento. Es importante señalar que esta representación idílica al comienzo de la ficción, no cumple un propósito meramente estético sino que responde a un recurso narrativo específico, a través del cual se pretende mostrar la manera en que la violencia produce un impacto degenerativo en los topos e individuos que allí habitan. En este sentido, “el ‘espacio feliz’ del jardín adquiere capital sentido en la escritura de Rosero” (Vanegas, 2019, p. 169 ), a partir de él se muestran las ruinas que deja la guerra en su paso por las poblaciones colombianas, lo que se manifiesta en forma explícita mediante lugares destruidos, abandonados, corroídos por el olvido.

Por otra parte, según se vio anteriormente, la descripción del jardín expuesta por el protagonista está totalmente atravesada por la sensualidad femenina y el erotismo que de ella deriva. La presencia de mujeres jóvenes a su alrededor, despierta en él un comportamiento voyerista que con el paso del tiempo se arraiga con mayor ahínco a su carácter, hasta el punto en que disimularlo resulta imposible. Del mismo modo como sucede en el caso de Adán y Eva, la figura femenina representa para Ismael una tentación difícil de evadir, y al igual que en el relato bíblico, es un factor de conflicto; por tanto, altera la armonía paradisíaca. En el preciso momento que el brasilero confronta jocosamente al profesor Pasos, dejándole saber que es consciente del constante y desvergonzado fisgoneo a su mujer, la recepción de Otilia hacia el consabido voyerismo de su esposo se altera radicalmente. Ella, siempre fue sabedora de la inusual costumbre de él, de hecho, lo conoció mediante una situación que de alguna manera revelaba lo que sería una constante en sus vidas. Ismael entró por error al baño de un terminal de buses donde ella se encontraba parcialmente desnuda, y a pesar de la vergüenza genuina que sintió por su equívoco, no renunció a la oportunidad de espiar su joven desnudez: “Le dije un “perdón” angustioso y legítimo y cerré de inmediato la puerta con la velocidad justa, meditada, para mirarla otra vez, la implacable redondez de las nalgas tratando de reventar por entre la falda arremangada” (Rosero 23). Acontecimientos como estos, en los que el profesor voyeur se delecta observando escenas eróticas de féminas juveniles, son presenciadas por su pareja en medio de un silencio indiferente.

Desde que te conozco nunca has parado de espiar a las mujeres. Yo te hubiera abandonado hoy hace cuarenta años, si me constara que las cosas pasaban a mayores. Pero ya ves: no… Me entristecía esa afición tuya -dice como si se sonriera-, a lo que pronto me acostumbré: la olvidé durante años. ¿Y por qué la olvidé? Porque antes te cuidabas muy bien de que te descubrieran; era yo la única testigo… Te digo que seas discreto, por lo menos. Lo que acaba de suceder te denigra, y me denigra a mí (Rosero, 2007, pp. 24-26 ).

Así las cosas, la súbita y declarada incomodidad de Otilia no responde a la práctica indecorosa de aquel, sino a la pérdida de dignidad que supone el confrontamiento con el otro (en este caso el brasilero), en el cual se pone en juicio el buen nombre y la honorabilidad del matrimonio Pasos. Ella no interpreta en términos de ultraje o delito, el “espionaje cándido e inofensivo” del anciano, porque su afición no transgrede los límites de la integridad física de los cuerpos inermes, objetos de observación. Según el Diccionario de la RAE, voyerista es la “persona que disfruta contemplando actitudes íntimas o eróticas de otras personas”, en esta actividad de mirada gozosa, a lo sumo se configura una violación a la privacidad e intimidad de un tercero. Mientras el hecho no sea reiterado, es inconexo con la definición de acoso y en consecuencia no es clasificable en la tipología de delito sexual, por lo que no es jurídicamente punible, aunque sí puede ser motivo de rechazo social y moral. En el contexto de San José, específicamente en el caso del profesor, no ocurre ninguno de los efectos mencionados; la ausencia de repudio expreso quizá se deba a lo que el narrador describe como su “rostro de viejo, futuro muerto, santidad en la vejez” (Rosero, 2007, p. 17 ).

En la senectud, etapa comúnmente comparable con la niñez, el individuo, como es el caso del protagonista, puede ser aquejado por deterioro físico y mental: pérdida de memoria, dificultad en la motricidad, descontrol de esfínteres; razón por la que, al igual que un niño, se concibe incapaz de dominio total sobre su propia persona. En este sentido, los actos del anciano se interpretan con una carga de ingenuidad e inocencia, que resta en gran medida la responsabilidad que pudiera tener por sus posibles consecuencias negativas. Al respecto, Van der Linde sostiene que “Eusebito e Ismael son el reverso y el anverso de la misma moneda. Cuando el anciano sorprende al niño contemplando a Gracielita, se está viendo a sí mismo. Eusebito es él mismo siendo niño; Ismael es un Eusebito anciano” (p. 180)9. El fustigamiento de Otilia, en fin, es suscitado exclusivamente por la preocupación de mantener intacto el reconocimiento de su imagen proba, asociada al servicio social de su meritoria labor docente. Preocupación que cobra mayor sentido en un pueblo en donde la figura de la iglesia y de Dios coarta el comportamiento de la feligresía, pese a la realidad bárbara que deja entrever la ausencia de cualquier figura de autoridad o poder capaz de evitar el horror de la guerra. Claramente, el voyerismo del profesor Pasos va en contravía del Noveno mandamiento de la religión judeocristiana de la cual es creyente Otilia: “No desearás a la mujer del prójimo”. Asimismo, en el contexto de una población pequeña, de pocos habitantes, la opinión de los demás pasa a ser un parámetro de acción difícil de eludir.

Con la reconvención de la mujer inicia lo que podemos denominar la “expulsión del edén” de los personajes, la utopía (del griego οὐ: no y τόπος: lugar) del paraíso, en tanto lugar inexistente. Si antes dijimos que el jardín como locus amoenus o topos idílico se caracteriza por el sosiego, tranquilidad y conexión natural; consecuentemente, el desacuerdo originado por el voyerismo de Ismael irrumpe en la plenitud edénica. Convertido así en un lugar común, se ocasiona en la narración un punto de inflexión que concluirá con el desvanecimiento total de la imagen plácida. A partir de este momento, el huerto y la casa en general, son sustituidas por las calles de San José, las cuales son recorridas por los pasos torpes y doloridos del narrador. Solo hacia mediados de la novela el jardín reaparece, esta vez transformado caóticamente a causa de la barbarie de los ejércitos, simbolizando de esta manera el horror y la destrucción de la guerra. El deterioro del oasis del protagonista se corresponde con su deterioro personal: físico, psicológico y emocional. Por tanto, puede entenderse el lugar íntimo como una metáfora de la vida de Ismael, ferozmente sacudida, trastornada por la avasalladora violencia.

Hemos ido de un sitio a otro por la casa, según los estallidos, huyendo de su proximidad, sumidos en su vértigo; finalizamos detrás de la ventana de la sala, donde logramos entrever alucinados, a rachas, las tropas contendientes, sin distinguir a qué ejercito pertenecen, los rostros igual de despiadados… Un estruendo mayor nos remece, desde el huerto mismo… La hora detenida para siempre en las cinco en punto de la tarde. Voy corriendo por el pasillo hasta la puerta que da al huerto, sin importar el peligro; cómo importarme si parece que la guerra ocurre en mi propia casa. Encuentro la fuente de los peces -de lajas pulidas- volada por la mitad; en el piso brillante de agua tiemblan todavía los peces anaranjados, ¿qué hacer, los recojo?, ¿qué pensará Otilia -me digo insensatamente- cuando encuentre este desorden? Reúno pez por pez y los arrojo al cielo, lejos: que Otilia no vea sus peces muertos (Rosero, 2007, p. 101 ).

En todo territorio que ha sido aquejado por un conflicto armado, se manifiestan los efectos psicológicos negativos de victimarios y víctimas. No es posible hablar de estabilidad mental y emocional de quienes han vivido la guerra en su propia piel; zozobra, miedo, angustia y desesperanza son, entre otras, las principales emociones que determinan la vida en dicho contexto. El trauma ocasionado por una situación de esta índole genera en el individuo la sensación de amenaza constante, pues no hay certeza alguna que indique la terminación del conflicto, menos aun tratándose de Colombia, país históricamente signado por la violencia sociopolítica. La posibilidad de revivir una y otra vez la experiencia amenazante afecta de manera determinante la existencia individual y social, la cual es acechada por el miedo incontrolable a la muerte. Este es el caso de San José, pueblo donde los habitantes que han sobrevivido a los ejércitos y no han abandonado su hogar, aterrorizados, se han quedado allí en medio del hastío y la aflicción, cargando con “un peso enorme -la conciencia inexplicable de una país inexplicable, una carga de poco menos de doscientos años” de violencia (Rosero, 2007, p. 37 ). En términos del psicólogo Aguilera Torrado, académico de la psicología del conflicto armado colombiano:

El efecto de la amenaza es voraz y letal para la vida psíquica, destruye el proyecto individual y familiar de la víctima. La persona cae en una crisis emocional y en un cuadro de ansiedad y depresión por efecto de una serie de ideas irracionales que desbordan el pensamiento. La amenaza hace que la persona permanezca en un estado de alerta permanente…Se convierte en una realidad que paraliza y transforma el significado natural de la muerte, la cual deja de ser identificada como el fin del ciclo vital para convertirse en una sentencia persecutoria y delirante que perturba la estabilidad emocional del amenazado (pp. 18-19).

Este es el caso particular de Ismael, sus días transcurren en dicho estado de alerta permanente, esperando el nuevo y definitorio arribo de militares sedientos de sangre. Por este motivo, en diversas circunstancias, creyendo encontrarse ante una posición de eminente peligro, expresa el miedo paralizador que le causa saberse de frente al final de su vida: “‘Es un perro’, me digo en voz alta, ‘es sólo un perro, gracias a Dios’, y no sé si estoy a punto de reír, o llorar: como que todavía quiero la vida” (Rosero, 2007, p. 44 ). La vida que teme perder, a pesar de la avanzada edad y el consecuente deterioro físico, está justificada por el voyerismo que le motiva Geraldina: “no pido otra cosa a la vida sino esta posibilidad, ver a esta mujer sin que sepa que la miro, ver a esta mujer cuando sepa que la miro, pero verla, mi única razón de seguir vivo” (Rosero, 2007, p. 34). Sensualidad y erotismo que lo acompañarán incluso en los instantes más atroces. Pasados dos años del atentado que destruyó la iglesia de San José y dejó huérfana a Gracielita10, la zozobra y angustia de los pobladores cobra todo su sentido, la amenaza se materializa, las calles del lugar son tomadas por milicianos uniformados con sus miradas de Medusa. “Alguien murmura: mierda, volvieron”. A partir de este momento, la escenificación espaciotemporal del relato es la violencia abyecta, cronotopo que le permite a Rosero adentrarse en los lugares más recónditos y obnubilados de la mente del profesor Pasos, civil inerme.

A pesar del declarado miedo a la muerte e incertidumbre por el resurgimiento de la guerra que se halla expreso en toda la novela, solo un acontecimiento específico nos muestra la vulnerabilidad del protagonista, su angustia por saberse solo en el mundo ante la desaparición de su esposa. En un principio, cuando pierde su rastro, la esperanza de encontrarla en cualquier rincón del pueblo le genera el impulso necesario para salir en su hallazgo, sin importar el fuego cruzado que destella en la densidad del entorno, el cual podría cobrarle la vida. Luego, con el paso del tiempo y el evidente fracaso de su errática búsqueda, la desesperanza y desasosiego tienen un evidente impacto en su lucidez, la creciente confusión y olvido deterioran la buena memoria de la que goza al comienzo del relato. “Pensar que hace poco me jactaba de mi memoria, un día de estos voy a olvidarme de mí mismo, me dejaré escondido en un rincón de la casa, sin sacarme a pasear” (Rosero, 2007, p. 85 ). Su universo interior es sacudido por la ausencia de Otilia; inestable mental y emocionalmente, deambula sin norte alguno evocándola, sufriendo el ocaso de su compañía. El tiempo deja de vivirse, empieza a padecerse como el peor de los castigos. Así se eclipsa el temor a la muerte que en tantos momentos lo paralizó. Morir ya no es más el problema, de hecho, es la única salvación cuando la existencia se vuelve insoportable; ni siquiera la soledad de Geraldina, aterrada y desvalida por el secuestro de su esposo e hijo, situación que la acerca a él como su único refugio, significa para el anciano un motivo de bienestar.

La atmósfera, de un instante a otro, es irrespirable; puede que llueva al anochecer; un lento desasosiego se apodera de todo, no sólo del ánimo humano, sino de las plantas, de los gatos que atisban en derredor, de los peces inmóviles; es como si uno no estuviese dentro de su casa, a pesar de estarlo, como si nos encontráramos en plena calle, a la vista de todas las armas, indefensos, sin un muro que proteja tu cuerpo y tu alma, ¿qué pasa, qué me está pasando?, ¿será que voy a morir? (Rosero, 2007, p. 84 ).

Solo, abandonado, responsable de su propia miseria, sintiéndose culpable por el destino insospechado de su única compañera de vida, a quien dejó sola en medio del recrudecimiento de la guerra: la existencia de Ismael se vuelca por completo. El jardín, espacio que era epicentro de su felicidad y plenitud, se convierte, al igual que todo San José, en un territorio de guerra, su averno personal, en el que el miedo, la desesperación y el olvido borran todo rastro de un pasado mejor. La impotencia de no poder cambiar el rumbo de las cosas, mientras presencia el desmoronamiento de su mundo, corrobora la fragilidad de la existencia humana. “Las emociones muestran la vulnerabilidad esencial del hombre. No somos dioses, seres omnipotentes y omniscientes, razón por la que muchas de las cosas que nos afectan escapan a nuestro control y, por ello, suelen afectarnos negativamente” (Camps, 2011, p. 38 ). En últimas, ni las víctimas, ni Dios, ni la Iglesia, ni el Estado, tienen la capacidad de someter el impulso tanático que direcciona el actuar de los responsables del conflicto armado. La violencia política idiosincrática del país, en tanto manifestación del deseo y necesidad de ciertos grupos sociales de controlar y subyugar a la población para la consecución de sus fines particulares; evidencia el egoísmo y la maldad radical que cimientan la idea de nación que discursos marginales, como la novela de Rosero, exponen con diafanidad.

En la narración, el locus amoenus del protagonista no es el único topos que sufre una degradación extrema a causa del impacto degenerativo de la violencia, el jardín de Geraldina y el brasilero, contiguo al de Ismael, padece el mismo destino abyecto. A partir de la transformación de ambos paraísos personales en avernos, Rosero narra paralelamente la tragedia a la que se ve enfrentado no solo el profesor Pasos, voz del relato, sino también la deseada vecina, en quien el anciano voyeur fija su atención y concentra su mirada intrusa desde la primera página. Es importante resaltar que al igual que el protagonista-narrador, Geraldina es el único personaje que aparece a lo largo de toda la narración, desde el inicio hasta el final. Siendo esta particularidad una de las maneras en que el autor despliega su dialéctica de la violencia, pues la joven y extrovertida mujer se encuentra, en la primera parte del relato, en las antípodas del hombre senil e introvertido, no obstante, sus destinos se enlazan por la experiencia trágica de la guerra. Dos polos opuestos que se hacen semejantes al convertirse igualmente en víctimas y sobrevivir hasta los últimos momentos de la historia para ser testigos de la pérdida irreparable ocasionada por los ejércitos sin rostro.

Al principio de la trama, según se vio anteriormente, los días de Geraldina transcurren en la tranquilidad de su terraza, entre música, flores, vino y la atención complaciente de su pareja; mientras su hijo biológico y su hija adoptiva viven felices su niñez. “En cualquier sitio del día los niños se olvidaban del mundo, y jugaban en el jardín rechinante de luz. Correteaban entre los árboles, rodaban abrazados por sobre las blandas colinas de hierba que ensanchaban la casa, se dejaban caer en sus precipicios” (Rosero, 2007, p. 14 ). En este escenario, la sensualidad del cuerpo desnudo y el largo cabello cobrizo de la madre son cobijados cálidamente por los rayos del sol, los cuales le proporcionan una apariencia tropical, irresistible a la mirada varonil presa del erotismo. “No en vano su larguísimo cabello cobrizo como un ala invadía cada una de las calles de este San José, pueblo de paz” (Rosero 13). La libertad y desparpajo con que exhibe su desnudez ante la presencia de los niños, el esposo y el vecino fisgón, da cuenta de la particularidad de su carácter. Geraldina es una mujer empoderada de su cuerpo y sus deseos, entre personas con un estilo de vida conservador, ligado a una tradición religiosa androcéntrica que concibe a las mujeres como posesión de sus esposos, a quienes deben total respeto y sumisión.

Por tanto, un comportamiento como el suyo, que no cumple con los preceptos socioculturales de su contexto, es rechazado y sometido al escarnio público. Las palabras de Otilia lo confirman: “Ustedes [los hombres] no tienen remedio. Pero ¿los niños? ¿Qué hace esa señora desnuda, paseándose desnuda ante su hijo, ante la pobre Gracielita? ¿Qué les enseñará? (Rosero, 2007, pp. 19-20 ). Tal es el pudor ocasionado por el exhibicionismo de la joven, que incluso su maternidad es puesta en duda. Un juicio que supone implícitamente que la existencia de esta mujer debe limitarse a su papel de madre, claramente ostentado con amor, lo cual no tiene relación alguna con el ejercicio de sus libertades, expresado en el disfrute de su desnudez primigenia y practicado en la intimidad de su residencia. Entre otras cosas, dentro de las márgenes de la naturaleza, en la relación físico-afectiva de una madre con sus hijos no hay cabida para el morbo ni la obscenidad, pues aquella se da en términos de pureza, inocencia y, si se quiere, santidad. Al respecto apunta la respuesta de Ismael al comentario reprobatorio de su esposa: “Los niños no la ven. Pasan junto a ella como si de verdad no la vieran. Siempre que ella se desnuda y él canta, los niños juegan por su lado. Simplemente se han acostumbrado” (Rosero 20). Así pues, lo obsceno no es la acción en sí misma sino el prejuicio puritano que concibe la desnudez asociada a la vergüenza y morbosidad, lastre con el que carga la moral judeocristiana debido a la expulsión de Adán y Eva del Paraíso. Cabe recordar que según el relato bíblico, solo después del pecado original que conlleva a su salida del Edén, la desnudez de ambos es rechazada11. Siguiendo esta línea de análisis, en el locus amoenus de los personajes, en tanto paraísos personales, no hay cabida para asumir dicha posición negativa frente a la desnudez. Realidad que solo puede verse alterada por la irrupción de un agente externo, en este caso concreto, Ismael y Otilia, quienes desde afuera enjuician los actos que la extrovertida pareja realiza en su intimidad.

Ahora bien, el sosegado ambiente en el hogar de la joven familia se ve trastornado por completo a causa del secuestro del padre y los dos niños. A medianoche, sin mediar palabra alguna, entra Eusebio a su casa, encañonado por varios hombres; dirigiéndose al cuarto de los infantes, los toma de la mano y sale con ellos, mientras su esposa atónita presencia la escena que la marcará los días que le restan de vida. Enajenada por la incomprensión de la situación, Geraldina se paraliza, la petrificación de su cuerpo es la respuesta al horror, producto de vivenciar la violencia en su propia casa, el espacio que horas antes era concebido como el resguardo ante una exterioridad abyecta. A partir de este momento, hasta el final de la novela, la representación de la mujer cambia por completo. La sensualidad y erotismo que la envolvían son relegados por la tristeza absoluta, el duelo y la desesperanza. Vestida completamente de negro, con su mirada perdida en el abismo de la desesperación, su aspecto físico y emocional se enlutan, sin dejar rastro alguno de la figura desnuda, el carácter fuerte y la extroversión que la hacían sobresalir entre tantas personas. Sus palabras acerca de lo sucedido permiten conocer la densidad insufrible de su situación.

Entró él a medianoche con otros hombres y se llevó a los niños, así de simple, profesor. Se llevó a los niños en silencio, sin decirme una palabra, como un muerto. Los otros hombres lo encañonaban; seguramente no le permitieron hablar, ¿cierto?, fue por eso que no pudo decirme nada. No quiero creer que no pudo hablar de la pura cobardía. Él mismo se llevó a los niños de la mano. Sólo hay que recordar lo que los niños preguntaban para sufrir más: “¿Adónde nos llevan, por qué nos despertaron?”. “Vamos, vamos”, les decía él, “es sólo un paseo”, les decía eso, y a mí ni una palabra, como si no fuera la madre de mi hijo… Ya no pude moverme. Seguí quieta hasta que amaneció. Cuando pude caminar ya había amanecido, era el primer día de mi vida sin mi hijo. Entonces quise que me tragara la tierra (Rosero, 2007, pp. 78-79 ).

Esta no es una experiencia aislada en el marco de la toma militar de San José, de hecho, el episodio narrado por Geraldina es el reflejo de una realidad que sacude ferozmente a Colombia en el contexto del conflicto armado interno. El impacto de dicha realidad en toda la población colombiana fue tal que sigue motivando la poética de algunos escritores, este es el caso de Rosero, el autor afirma en una entrevista radial que las noticias del secuestro en los primeros años de la década del 2000, lo llevaron a pensar en la creación de Los ejércitos. Algo fácilmente comprensible si tenemos en cuenta las cifras de este delito sistemático. Según el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), en el periodo comprendido entre los años 1970 y 2010, las estadísticas evidencian cerca de 39.058 casos de secuestro, es decir, aproximadamente 1000 secuestros por año. Fenómeno que tuvo su mayor pico en el año 2000, al registrarse 3572 secuestros en el territorio nacional, dígitos que afectaron por lo menos a 1006 municipios de los 1102 que componen el país. Es de resaltar que el 78% de los crímenes fueron perpetrados contra hombres, y el 84% tuvieron una motivación de orden económico12.

Justamente el caso de la familia de Geraldina se trató de un secuestro extorsivo, ya que le fue exigido el pago de dinero para poder encontrarse nuevamente con sus seres queridos, para lo cual reunió infructuosamente los ahorros obtenidos a través del esfuerzo y trabajo realizado junto con su esposo. Capital con el que esperaban reiniciar sus vidas en un entorno menos hostil, sin la presencia de ejércitos ávidos de poder. Así las cosas, Geraldina, su esposo e hijos, no fueron únicamente violentados con la destrucción de su núcleo familiar, sino con el entorpecimiento de su proyecto de vida, lo cual anuló totalmente sus posibilidades de aspirar a una existencia menos desdichada. Aspiración que es un derecho inalienable de cualquier ser humano libre. A las víctimas de secuestro no solo se les arrebata su libertad física, también se les despoja de su libertad para desear y sentir, toda vez que se ven condenados a vivir con las cadenas de una voluntad estéril, a causa de la tristeza proveniente de su destino trágico. Emoción que “lleva a una persona a meterse en sí misma, “ovillarse” y encerrarse en su soledad, en su pena y frustración, dejando de actuar en el mundo, huyendo de las cosas e impidiendo incluso que éstas planteen nuevas exigencias. Hace del mundo una realidad afectivamente neutra” (Camps, 2011, p. 35 ). En este punto es importante resaltar que según el estudio “Mujeres y conflicto armado” de la Unidad para las víctimas, este tipo de vivencias experimentadas por mujeres víctimas, al igual que Geraldina, son asumidas por la Corte constitucional como riesgos de género, identificados en el desarrollo del conflicto armado:

(i) Violencia sexual, explotación sexual o abuso sexual; (ii) explotación o esclavización para ejercer labores domésticas y roles considerados femeninos en una sociedad con rasgos patriarcales, por parte de los actores armados ilegales; (iii) reclutamiento forzado de sus hijos e hijas por los actores armados al margen de la ley, (iv) contacto o de las relaciones familiares o personales -voluntarias, accidentales o presuntas- con los integrantes de alguno de los grupos armados ilegales, o fuerza pública (v) pertenencia a organizaciones sociales, comunitarias o políticas de mujeres, o de sus labores de liderazgo y promoción de los derechos humanos, (vi) persecución y asesinato por las estrategias de control coercitivo; (vii) asesinato o desaparición de su proveedor económico o por la desintegración de sus grupos familiares y de sus redes de apoyo material y social; (viii) despojo de sus tierras y su patrimonio con mayor facilidad por los actores armados ilegales; (ix) condición de discriminación y vulnerabilidad acentuada de las mujeres indígenas y afrodescendientes; y (x) pérdida o ausencia de su compañero o proveedor económico durante el proceso de desplazamiento (p. 10).

Riesgos estimados teniendo en cuenta la posición de vulnerabilidad histórica de las mujeres en el seno de una sociedad estructuralmente patriarcal, cimentada en relaciones de poder desiguales, basadas en la superioridad del género masculino. Entre las formas de violencia de género especificadas por la Corte constitucional, la violencia sexual ocupa el primer lugar, los números indican que esta manifestación violenta es un común denominador en las formas en que los actores armados ostentan su poder sobre las propias mujeres y la comunidad en general. La Unidad para las víctimas habla de unos 23.875 delitos contra la integridad sexual de las mujeres registrados solo en el contexto del conflicto armado hasta el 2018. El mensaje es claro: no se trata únicamente de un control geográfico y económico, los cuerpos de las mujeres, sus úteros, son asimismo territorios de conquista. Esta forma particular de violencia que asume a la mujer en términos de botín de guerra y la convierte doblemente en víctima, fue usada por Rosero para expresar la abyección insospechada que ha alcanzado la violencia sociopolítica del país. “Las escenas de tortura y violación son mucho más poderosas que el de la amenaza directa de un arma, pues aboca al personaje a un estado de locura y hundimiento, a una especie de lento suplicio interior” (Vanegas, 2019, p. 171 ). La imagen del cadáver de Geraldina, violado por un grupo de militares petrificados por el horror de sus vejaciones, pone en evidencia que ni siquiera la muerte es el umbral de un descanso pacífico, en el ámbito de una existencia ferozmente convulsionada por los efectos de una guerra anuladora de lo humano.

Finalmente, podemos decir que Evelio Rosero, por medio de Los ejércitos, asume un compromiso ético en su labor literaria, haciendo de su literatura el medio de visibilización y reivindicadión de voces silenciadas, en el transcurso de una historia envilecida por el horror de la guerra que se alimenta del sufrimiento de individuos inermes ante el fuego avasallador de fusiles fratricidas. Esta narración, centrada en la conciencia perturbada de una víctima, va más allá de la descripción objetiva de la violencia, que intenta encontrar culpables entre ejércitos anónimos e igualmente despiadados; busca testimoniar, en el marco de la inacabable construcción de la memoria histórica de las víctimas, las emociones y afectos que presentan un papel protagónico en sus experiencias de guerra. Para ello recurre a evidenciar la contundente degradación del topos donde habitan las personas inermes, demostrando como incluso los espacios considerados resguardo de una realidad amenazadora de su integridad física, psicológica y emocional, se ven completamente abatidos por la acción militar, transformándose así en avernos en los cuales el fenómeno de la guerra se focaliza y adquiere el sentido de cronotopo. De manera que Rosero evidencia el horrorismo de un conflicto endémico, a modo de discurso marginal entre narraciones político-militares del terrorismo, en tanto medios de exposición del actuar abyecto de los victimarios. En este sentido, humaniza las cifras que los relatos historiográficos monolíticos exponen sin empatía, al proponer una existencia particular como correlato de un destino vil y doloroso, que de alguna u otra manera debe afectar a toda la población civil. Sin tal afectación no hay posibilidad de que se erija una posición ético-política que se abandere de la protección de las víctimas del conflicto armado, y asegure su derecho de no repetición y no revictimización. En síntesis, únicamente al mirar lo inmirable y narrar lo inenarrable, se puede desvelar una historia envilecida, insensible con el dolor de quienes todo lo han perdido ante el silencio cómplice del poder gubernamental. Entre imágenes sensuales, obscenas, eróticas y violentas, Los ejércitos, a través de una dialéctica que sintetiza emociones, vivencias y personajes aparentemente antitéticos, representa los rostros petrificados por el horror de la violencia sociopolítica colombiana.

Bibliografía

Aguilera, A. (2003). Las secuelas emocionales del conflicto armado para una política pública de paz. Convergencia. Revista de ciencias sociales, n. 10, 2003: 11-37. [ Links ]

Aristóteles (1994). Retórica. Gredos. [ Links ]

Camps, V. (2011). El gobierno de las emociones. Herder. [ Links ]

Cavarero, A. (2009). Horrorismo. Nombrando la violencia contemporánea. Anthropos. [ Links ]

CNMH (2013). Una verdad secuestrada. Cuarenta años de estadísticas de secuestro 1970-2010. Imprenta nacional. [ Links ]

Martínez, M. (2008). Descripciones de jardines y paisajes en la literatura griega antigua. Estudios griegos e indoeuropeos, 18, 279-318. [ Links ]

Olmedo, J. A. (9 de septiembre 2018). Evolución del tópico literario ‘locus amoenus’: Garcilaso, Góngora y fray Luis de León. El vuelo de la lechuza (blog). Consultado 3 de febrero 2019 Consultado 3 de febrero 2019 https://elvuelodelalechuza.com/2018/09/09/evolucion-del-topico-literario-locus-amoenus-garcilaso-gongora-y-fray-luis-de-leon/Links ]

Padilla, I. V. (2012). Los ejércitos: novela del miedo, la incertidumbre y la desesperanza. Literatura: teoría, historia, crítica, 1 (14), 121-158. [ Links ]

Rosero, E. (2007). Los ejércitos. Tusquets. [ Links ]

Unidad para las víctimas (11 de noviembre de 2015). Mujeres y conflicto armado (web). Consultado 3 de febrero 2019 Consultado 3 de febrero 2019 https://www.unidadvictimas.gov.co/sites/default/files/documentosbiblioteca/mujeres.PDFLinks ]

Van der Linde, C. G. (2017). Erotismo, obscenidad y abyección de Ismael Pasos. Los ejércitos. En F. Gómez y M. del C. Saldarriaga (eds). Evelio Rosero y los ciclos de la creación literaria (págs. 175-192). Pontifica Universidad Javeriana. [ Links ]

Vanegas, O. K. (2019). Narración emocional de los lugares de la guerra en narrativas colombianas recientes. Estudios de literatura colombiana, 45, 159-176. [ Links ]

Vásquez, J. G. (2018). Viajes con un mapa en blanco. Alfaguara. [ Links ]

1 Este trabajo hace parte de la investigación en curso “Emociones marginadas. Una lectura de la violencia en la novelística de Evelio Rosero”, en el marco de los estudios de Maestría en Literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira, Colombia.

2La capacidad de observación de Ismael, su fisgoneo característico, lo asemeja a otro personaje de Rosero, la pequeña Juliana, protagonista de Juliana los mira. Tanto en esta novela como en Los ejércitos, la historia es narrada por sus personajes principales, el anciano y la niña, quienes a partir de sus pensamientos, sensaciones y emociones, relatan lo que acontece a su alrededor.

3Para profundizar en la comprensión sobre el horrorismo, dirigirse al estudio de Cavarero (2009): Horrorismo. Nombrando la violencia contemporánea.

4Para ahondar en esta temática puede revisarse el estudio “Narración emocional de los lugares de la guerra en narrativas colombianas recientes” (Vanegas, 2019).

5En su obra magna, Ser y tiempo (1927), Heidegger emplea el término existenciariedad para referirse a las estructuras genéricas de la existencia, o en otras palabras, los modos posibles de ser del Dasein. En cuanto a éste, se trata del ente que se interroga por su propio ser, es decir, el ser humano arrojado al mundo, abierto a él y a sus posibilidades. Propuesta que resulta de un intento por deslindarse de los conceptos metafísicos asumidos acríticamente por la tradición filosófica que lo precede.

6Recordemos que desde el inicio de la novela, el protagonista-narrador, estando en la tranquilidad de su casa o en el café de Chepe, evoca situaciones de violencia que tuvieron lugar en San José: el ataque a la Iglesia del pueblo que ocasionó la muerte de los padres de Gracielita (p. 12), el asesinato de un hombre a manos de un niño, el día que conoció a Otilia (p. 22), la bala perdida que mató a un joven enamorado (32). Inclusive sus recuerdos más preciados están permeados por las huellas de la guerra y la muerte, consciente y temeroso de que estas escenas puedan repetirse en cualquier momento. Por tanto, aun en el entorno plácido de su locus amoenus, Ismael se reconoce a sí mismo un ser para la muerte, debido a que la tensión tanática permea el ambiente sociopolítico de San José. Contexto en el cual la guerra es un fenómeno de nunca acabar.

7Este tópico es rastreado por el investigador Marcos Martínez, en su estudio Descripciones de jardines y paisajes en la literatura griega antigua, a través de Homero y su Jardín de los Feacios, Petronio (escritor romano) y su obra El Satiricón, y Plinio el Joven (autor latino) con sus Cartas a Galo y Domicio Apolinar (pp. 281-282). Asimismo, tal como lo señala el escritor y crítico literario José Antonio Olmedo López-Amor, en su ensayo Evolución del tópico literario “locus amoenus”, gracias al influjo de Petrarca en la poesía del Siglo de Oro español, el “lugar ameno” es una imagen representativa del Renacimiento hispano; puede hallarse en las Égoglas de Garcilaso de la Vega, Oda a la vida retirada de fray Luis de León y Fábula de Polifemo y Galatea de Góngora (p. 1).

8Nos referimos explícitamente a la duda metódica cartesiana: propuesta que supone un viraje respecto de los presupuestos metafísicos de la tradición filosófica que le antecede, toda vez que pone en cuestión los fundamentos asumidos como categóricos, al someterlos a un análisis lógico-matemático, según el cual solo es racionalmente válida una idea que tenga el doble carácter de clara y distinta, es decir, que sea a todas luces irrefutable. Este método que se afianza en la consolidación de una razón cientificista y altamente objetiva, deriva, con el paso del tiempo y evolución del pensamiento científico, en un mundo hiper-objetivado, en el que el ámbito de la subjetividad es relegado hasta el punto en que el individuo moderno queda sin un piso propio sobre el cual edificar su existencia.

9Al inicio de este apartado citamos la escena de la novela en que Ismael, desde el muro de su jardín, fisgonea la casa de Geraldina y el brasilero, hogar compartido con la niña-cocinera Gracielita y con Eusebito, hijo de la pareja. Mientras el anciano contempla eróticamente a las dos mujeres, se percata de no ser el único fisgón a su alrededor, Eusebito, con igual interés y admiración, escondido debajo de una mesa, espía la entrepierna de la niña: “A él, pálido y temblando -eran los primeros misterios que descubría-, lo fascinaba y atormentaba el tierno calzón blanco escabulléndose entre las nalgas generosas” (Rosero, 2007, p. 12).

10Referencia inspirada en la conocida y repudiada “Masacre de Bojayá”, toma armada a una iglesia en Bojayá, Chocó, en el año 2002. Como este, son varios los sucesos históricos que le sirven de inspiración a Rosero para crear ciertas situaciones en la narración, entre ellos están el secuestro de un perro (p. 158) y la emboscada de militares a civiles, acusándolos de guerrilleros, en un parque público de Trujillo, Valle (p. 96).

11Así se explicita en Génesis 3:7 “Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos; entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales”.

12Números tomados del estudio “Una verdad secuestrada. Cuarenta años de estadísticas de secuestro 1970-2010” (CNMH 2013).

Recibido: 13 de Julio de 2020; Aprobado: 07 de Octubre de 2020

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons