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Mora (Buenos Aires)

On-line version ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) vol.23 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Dec. 2017

 

DOSSIER

Rosita, la roja. María Rosa Oliver y el mundo comunista de posguerra

Adriana Petra
CeDInCI/UNSAM, CONICET


Resumen:
Este artículo se propone ahondar en la trayectoria de María Rosa Oliver como un caso de características particulares para reflexionar sobre los vínculos entre los intelectuales y el comunismo durante el período de la Guerra Fría. Con este objetivo, se repone el contexto en el que Oliver se convirtió en una figura pública del Movimiento por la Paz -la iniciativa soviética de activismo intelectual más importante de la segunda posguerra- y se analizan tanto las funciones que las dirigencias partidarias le asignaron de acuerdo a su capital social y cultural, como el modo en que ella misma asumió un rol y organizó esa experiencia a partir del mundo social en que se había formado.

Palabras clave: Intelectuales; Comunismo; Movimiento por la Paz; Guerra Fría

Abstract:
The present article aims to examine María Rosa Oliver's trajectory like a particular case to revise the bondage between intellectuals and communism during the Cold War. To fulfill this objective, the article examines the context in which Oliver turned into a major figure of the Peace Movement, the most important soviet initiative of intellectual activism during the second post-war. Also, it is analyzed the role Oliver played in the partisan structure according to her social and cultural capital and the way herself assumed that experience.

Keywords: Intellectuals; Communism; Peace Movement; Cold War


 

Cuando María Rosa Oliver se convirtió en una figura pública del Movimiento por la Paz -la organización frentista más importante del comunismo durante la Guerra Fría-, la ocasión no podía ser más incómoda. A fines de la década de 1940, luego de la euforia de la inmediata posguerra, todo había vuelto a su sitio, como lo recordaba amargamente Ilyá Ehrenburg. La URSS y los Estados Unidos se embarcaron en un enfrentamiento a escala global, dejando atrás los elogios y comensalías que la derrota del fascismo había propiciado por un breve tiempo (Ehrenburg, 2014: 1453). La cultura soviética experimentó una regresión como no ocurría desde la década de 1930, tanto en los ámbitos artísticos como científicos, que se vieron obligados a funcionar mediante decretos administrativos y criterios inespecíficos que, de no haber provocado algunos desenlaces trágicos, resultarían simplemente oprobiosos.1 No obstante, los soviéticos fueron capaces de impulsar a escala mundial un movimiento que actuó bajo la certeza de que los Estados Unidos eran una potencia imperial que encarnaba un nuevo tipo de fascismo y representaba una amenaza no solo para la existencia de la URSS, sino también para la independencia y la soberanía nacional de todo país que se resistiera a colocarse bajo su dominio económico, político, cultural o, de ser necesario, militar. Así, aun bajo la virulencia exasperada del discurso comunista de la Guerra Fría, sobre todo en sus primeros años, fueron muchos los intelectuales que estuvieron dispuestos a conceder que los Estados Unidos preparaba un ataque a la URSS y se alistaron a defenderla con su nombre y su prestigio. No solo María Rosa Oliver, también el octogenario Julien Benda concedió que era necesario aplaudir el nombre de Stalin cada vez que este era mencionado en los multitudinarios encuentros que dieron origen al Movimiento por la Paz; y Jean Paul Sartre pasó de denunciar que en la URSS existían campos de trabajo forzados a, en sus propias palabras, "convertirse" en un consecuente compañero de ruta del comunismo francés (Caute, 1973: 398).

Las razones que llevaron a miles de escritores, artistas, músicos y científicos a prestar su apoyo al comunismo fueron múltiples y dependieron de acontecimientos y contextos diversos. En el estado actual de la historiografía sobre el comunismo, difícilmente sea aceptable reducirlas a un simple encantamiento con un proyecto redentorista y mesiánico, como tampoco a una una estrategia de aspirantes a intelectuales o artistas mediocres que encontraron en el comunismo un público y un espacio de legitimación no habrían obtenido que de otra forma.2 En el mismo sentido, puede afirmarse que el movimiento comunista internacional y los diversos partidos comunistas alrededor del mundo no actuaron ni interpelaron a los intelectuales de una sola y única manera a lo largo de las décadas, ni tampoco fueron siempre inveteradamente antintelectualistas. Así, muy a menudo otorgaron funciones y roles muy diferentes de acuerdo al prestigio, al campo de actuación, al origen social y al capital cultural de quien ofreciera su adhesión. Desde este punto de vista, analizar el espacio intelectual ligado al comunismo desde la escala de observación que facilitan las trayectorias individuales es una apuesta cuya efectividad debería contribuir a iluminar las relaciones entre comunismo e intelectuales y, de un modo más general, la función de los intelectuales en culturales políticas altamente institucionalizadas.

Este artículo tiene como objetivo brindar una primera aproximación a alguna de estas cuestiones a partir del caso de María Rosa Oliver. Privilegiando los documentos personales (memorias, correspondencia), el artículo busca tanto reponer el contexto dentro del cual Oliver afirma su compromiso con el comunismo y las funciones que en este se le otorgaron, como el modo en que ella misma organizó aquella experiencia desde las coordenadas del mundo social en que se había formado.

Del antifascismo al comunismo

María Rosa Oliver estaba lateralmente ligada al mundo del comunismo argentino desde la década de 1930, a través de su participación en las organizaciones antifascistas. En particular, las de activismo de mujeres, como la Unión Argentina de Mujeres y la Junta por la Victoria (McGee Deutsh, 2010 y Valobra, 2015: 127-156). También colaboró activamente con la Comisión Argentina de Ayuda a los Intelectuales Españoles, en la Asociación de Intelectuales, Artistas, Periodistas y Escritores (AIAPE) y en el Comité contra el Racismo y el Antisemitismo. La mayoría de estas organizaciones, aunque no eran formal ni estrictamente partidarias, tenían a los intelectuales comunistas como sus principales promotores. Eran, entonces, el conducto a través del cual se encauzaba la participación de los simpatizantes y "compañeros de ruta", cuya adhesión fue un bien muy preciado durante los combates antifascistas y, más tarde, las batallas ideológicas de la Guerra Fría. Aunque sus biógrafos afirman que se afilió al partido en la década de 1930 -como también lo hicieron algunos amigos cercanos como Cayetano Córdova Iturburu, Rodolfo Aráoz Alfaro y Gregorio Bermann-, lo cierto es que Oliver nunca se comportó como una intelectual de partido ni este le solicitó aceptar los rigores y la disciplina que tal condición necesariamente suponía. No era esa, pues, la función que se esperaba de una mujer que desertaba de su clase, contrariaba su dificultad física con una voluntad hercúlea y ofrecía a la causa soviética un capital social acumulado por un linaje familiar que la conectaba con José de San Martín.3

En 1942, por la intermediación de algunos amigos cercanos y merced a sus credenciales como una prooved antifascist, fue invitada a trabajar como asesora del Departamento de Asuntos Culturales de la Oficina Coordinadora de Asuntos Interamericanos, creada en 1940 por la administración de Franklin Roosevelt como parte de la política de "buena vecindad" para América Latina. Bajo la dirección de quien pronto se convertiría en su amigo cercano, el joven magnate Nelson Rockefeller, se desempeñó en el que sería su primer trabajo con una "tarea fija y remunerada" y que constituyó un capítulo formativo singular desde el cual desplegar sus dotes para las public relations dentro de un sistema de diplomacia cultural que, en buena medida, preludiaría en sus mecanismos el enfrentamiento cultural entre los Estados Unidos y la URSS en la segunda posguerra (Rey Tristán, 2012: 51-65). Durante tres años, Oliver recorrerá el vasto territorio norteamericano observando con sagacidad las bondades y dificultades de un país que nunca dejará de reconocer como cercano, al que había aprendido a admirar por sus escritores -algunos de los cuales tradujo por primera vez al español- y en el que tejerá vínculos estratégicos y amistades que perdurarían incluso cuando ya no le fuera permitida la entrada por ser una "agitadora internacional". En 1952, ya plenamente embarcada en el apoyo a la URSS y durante los momentos más álgidos de la Guerra de Corea, le escribía a Nelson Rockefeller explicándole su decisión:

Fui a Washington en la creencia de que terminada la guerra y vencido Hitler, los países victoriosos, unidos en la paz como estuvieron en la guerra, darían a la humanidad un mundo mejor. Esto fue lo que me indujo a prestar mi modesta colaboración al gobierno de los Estados Unidos, y no la defensa de ningún régimen político o económico dado (…) debo decirle ahora que si milito en las filas de la paz es porque estoy en completo desacuerdo con la política internacional del departamento de Estado y que por lo tanto si algo ha cambiado no es mi línea moral ni de conducta sino la línea moral y de conducta de la política externa norteamericana.4

Este transcurrir por la política a través del mundo de la cultura -esferas cuyas lógicas sabemos diferentes-, organizado bajo el prisma de una sociabilidad aristocrática, letrada y cosmopolita, pero no exenta de compromisos cívicos, le permitió a María Rosa Oliver asumir ese rol mediador entre espacios antagónicos del que habla Álvaro Fernández Bravo y convertirse por ello en una figura clave para el perseguido comunismo latinoamericano durante los años 50 y parte de los 60 (Fernández Bravo, 2008: 18). Para los comunistas argentinos, entre quienes no había figuras de renombre internacional como sí lo fueron el chileno Pablo Neruda, el brasileño Jorge Amado o el cubano Nicolás Guillén, cuyo prestigio contribuyó de manera decisiva a colocar a sus países en el mapa del activismo intelectual de la Guerra Fría, María Rosa Oliver compensaba la ausencia de una obra propia -una "remolona de las letras", como la describía no sin paternalismo el dirigente Rodolfo Ghioldi- con el peso simbólico de ser la representante díscola de la elite intelectual nacional; un modelo de transferencia de lealtades que si fue posible en otras latitudes, en la Argentina no prosperó mucho más allá de ella misma.5

¿Qué implicaba un compromiso explícito con el comunismo en los años que siguieron al final de la Segunda Guerra Mundial? Se trata de una etapa en la que los acontecimientos locales y el escenario internacional se articulan de forma compleja. El movimiento comunista sale de la guerra fortalecido por su papel crucial en la derrota del nazismo, por el sacrificio del pueblo soviético y el papel de los comunistas en la resistencia. Los partidos comunistas occidentales crecen exponencialmente y algunos, junto al francés y el italiano, se convierten en auténticos movimientos de masas. Pero el "efecto Stalingrado" dura poco. A partir de 1947, cuando se desata oficialmente el enfrentamiento entre bloques y la batalla ideológica sea puesta en primera plano, el descrédito en el que caerá el comunismo entre los medios intelectuales será, como afirmó hace un par de décadas el historiador francés Michel Winock: uno de los "principales misterios de los últimos cuarenta años" (1988: 45). En efecto, bajo la certeza de que los Estados Unidos encarnaban un nuevo fascismo, el comunismo se replegó a una tarea de fortalecimiento ideológico y disciplinamiento interno que, en el campo de la cultura, alcanzó rasgos inquisitoriales casi caricaturescos. Las normativas soviéticas sobre el arte, la literatura, la filosofía y la ciencia, codificadas por Andréi Zhdánov, circularon en la prensa comunista de todo el mundo y casi todos los partidos intentaron replicar la condena a la "penetración imperialista" y la "degeneración burguesa" que se suponía implicaba la filosofía existencialista, el arte abstracto, la sociología, el psicoanálisis, las historietas o la novela policial.

El Partido Comunista Argentino (PCA) no fue la excepción. Bajo tal influjo, expulsó a reconocidos escritores y artistas, entre ellos Cayetano Córdova Ituruburu y los miembros del grupo de Arte Concreto, encabezado por Tomás Maldonado (Lucena, 2015 y Petra, 2010: 51-74). Estas medidas en materia cultural se sumaron al desprestigio que los comunistas estaban padeciendo como producto de las acusaciones contra Tito en Yugoslavia, los juicios a dirigentes comunistas en Hungría y Bulgaria, y la cada vez más acentuada certeza de que en la URSS existían campos de trabajo forzados. Las deserciones no tardaron en producirse.

Es en este clima que solo en apariencia pareció modificarse luego del XX Congreso del PCUS y el inicio de la llamada desestalinización -cuyos límites se hicieron evidentes con la invasión soviética a Hungría a fines de 1956- en el que María Rosa Oliver afirma su compromiso público con el mundo soviético a través de su participación en el Movimiento por la Paz. En la Argentina, la "guerra fría de los intelectuales comunistas", que la historiografía europea abre en 1947 y cierra en 1956, tuvo matices y temporalidades diferentes (Sirinelli y Ory, 2007: 189) no solo porque el espacio intelectual latinoamericano ya poseía una larga tradición de reflexión en torno a los motivos antiimperialistas y al papel de los Estados Unidos en la región, sino también por el enorme impacto que la experiencia peronista tuvo tanto para los comunistas como para el campo intelectual argentino. Como se sabe, la irrupción del peronismo relegó a los partidos de izquierda a ocupar un papel subsidiario y marginal en la adhesión de las clases trabajadoras. Convertido, como afirma Carlos Altamirano, en una formación de clases medias con un peso más ideológico que político, el PCA padeció el hecho de ser un partido obrero sin base obrera que carecía de ese poder de atracción que irradiaban partidos de masas como el francés y el italiano, cuyo dogmatismo e intemperancia no obstaban para ocultar sus vínculos reales con la clase obrera y el mundo popular (Altamirano, 2011: 68). Por otro lado, la lectura del peronismo como una encarnación local del fascismo extendió los motivos del antifascismo y le imprimió una sobrevida de varios años, particularmente en el medio intelectual.

Aunque es un hecho aceptado que el frente intelectual antiperonista estalló luego del golpe de Estado de 1955, es menos frecuente advertir que antes de ese acontecimiento fundante no se trató de un bloque homogéneo ni compacto. Durante el primer gobierno de Perón, con excepción de algunas deserciones importantes como la de Rodolfo Puiggrós, los intelectuales comunistas participaron del espacio liberal-democrático de oposición al peronismo, lo que en alguna medida los eximió de las críticas que el endurecimiento dogmático y celo ideológico promovido desde Moscú les valieron en todo el mundo. Pero en 1952, cuando el partido se lanzara por un breve tiempo a buscar la unidad con el peronismo, la tolerancia llegaría a su fin.6 Acusados de traidores y entreguistas, capaces de arrojarse a los pies del "tirano" que hasta la víspera los había vilipendiado por simple mandato de obediencia, los intelectuales comunistas abandonaron las instituciones culturales que hasta entonces integraban e incluso dirigían -la Sociedad Argentina de Escritores y el Colegio Libre de Estudios Superiores- y se lanzaron a crear otras nuevas, como el Congreso Argentino de la Cultura o la Casa de la Cultura Argentina, emprendimientos que encontraron en María Rosa Oliver un apoyo fundamental (Pasolini, 2005: 403-433). Por el reverso, durante este breve romance la persecución que pesaba sobre todas las actividades partidarias cesó o se alivianó y muchas actividades antes prohibidas fueron permitidas. Entre ellas, la III Conferencia Nacional por la Paz, celebrada en Mendoza, que fue la primera realizada en la legalidad y cuya presidencia integró Oliver.

Pacifismos

María Rosa Oliver fue una de las más importantes figuras latinoamericanas del Movimiento por la Paz, donde actuó entre 1948 y 1962. Durante esos catorce años utilizó todos sus recursos sociales y su capital cultural para tejer redes y promover organizaciones que replicaran a escala nacional y continental el movimiento que en abril de 1949 se fundó en París, con la presencia de intelectuales de todo el mundo. Oliver fue una de las primeras figuras públicas que firmó la convocatoria para organizar el Consejo Argentino por la Paz, que tuvo su encuentro fundacional en el teatro Coliseo de La Plata el 18 y 19 de agosto de 1949; y su casa de la calle Guido, en el barrio porteño de Recoleta, fue el primer lugar de reunión de sus promotores (Petra, 2013: 99-130). Al año siguiente realizó el primero de los numerosos viajes que desde entonces emprendería a lo largo de una geografía que su bitácora desconocía hasta entonces: la Unión Soviética, los países de Europa del Este, China. En el helado invierno de 1950, en Varsovia, donde los partidarios de la paz debieron reunirse una vez que el gobierno inglés denegara las visas para la celebración de su segundo congreso proyectado en Sheffield, María Rosa Oliver -que asistía como delegada de las Amigas de la Paz argentinas- halló los ecos familiares capaces de hacer inteligible ese mundo que ahora debía pertenecerle, su nueva casa:

Aquí veo reducidas a cascotes casa que pudieron ser la mía; casas en cuyos corredores resonaron voces infantiles los mismos años que oía las voces de los niños míos; dormitorios donde durmieron padres que vieron el mismo mundo de mis padres, comedores donde se comentaron los mismos acontecimientos que, en torno a la mesa familiar, yo he oído comentar. En un retazo de pared se ve aún la marca de una chimenea: hacia el calor de su lumbre se tendieron manos cuya edad sería la de mis manos. Por aquel marco solitario de una ventana, entre un par de cortinas blancas, almidonadas, ojos de niños debieron mirar caer la nieve, los mismos años en que en otro lugar de Europa, yo vi nevar por vez primera. Ahora el marco vacío, sin el sostén del muro, parece dos horcas acopladas.

Acongojada miro calle adelante: veo un edificio nuevo, luego otro y otro: sus ventanas y ventanales tiene vidrios y todos los vidrios llevan pegada la silueta de la paloma que desde la mano de Picasso se ha echado a volar al mundo. Veo fachadas flamantes cruzadas por letreros que piden paz en cuanta lengua existe y retratos de los hombres y de las mujeres que luchan por ella. Mis párpados se estiran, se abren: su tamaño común es chico para abarcar, en conjunto y en detalle, lo que quiero ver. Mis ojos -que hace un instante se empañaron al ver las ruinas- buscan ahora la forma de lo nuevo con ese anhelo esperanzado que lleva siempre en sí -como la esperanza del amor- el miedo a la desilusión.7

Sentada bajo el hermoso reloj del vestíbulo del Hotel Bristol, cuya fachada neorrenacentista estaba coronada por la bandera de la martirizada Polonia junto a las del movimiento pacifista, de un azul myosotis, Oliver dirá que aquel paisaje -capaz de transmitir tan eficazmente el mensaje que oponía los estragos de la guerra a una vida de paz bajo la paternal garantía soviética- podía unirse a los rostros conocidos de otro mundo, el petit monde étroit , como gustaba decir Jean Paul Sartre, que formaban los intelectuales:

Los delegados que nos han precedido colman el vestíbulo, entre ellos aparecen caras familiares: Pablo Neruda y Delia, a quienes encontré días pasados en París luego de cuatro años de no vernos; Juan Marinello y Pepilla, iguales a como los vi partir de Buenos Aires hace quince años en la puerta de un bistró; Ana Seghers, a quien conocí hace cuatro años en México, viendo los cuadros de un pintor amigo, los mismos días en que, en la sede de la CETAL conversé con Lombardo Toledano, ahora también aquí; Joe Starobin de quien me despedí en Nueva York una tarde calurosa, ocho años atrás; Joseph Kessel -mi semicompatriota− con quien allá en mi país, hace mucho discutí sin amargura, entre cantos y recuerdos de la primera guerra…8

Durante los seis días que duró el II Congreso Mundial de Partidarios de la Paz, María Rosa Oliver se empeñó en demostrarse que aquello que veía era más que una fachada para ganar el apoyo de intelectuales incautos o, como era usual leer en aquellos días, de los "idiotas útiles" que acompañaban las maniobras soviéticas ocultas tras un causa moralmente irreprochable como la de evitar una tercera guerra mundial. Desde entonces, actuó convencida de que la URSS no podía tener interés alguno en iniciar una nueva contienda mundial cuando la anterior le había costados millones de muertos y un nivel insoportable de destrucción del que ahora debía recuperarse. En los primeros años de su nuevo activismo, dispuesta a conceder que el movimiento pacifista poseía una autonomía al menos relativa del gobierno soviético y de los partidos comunistas, y convencida de que la política exterior de los Estados Unidos suponía una amenaza para el mundo entero,, María Rosa Oliver se convirtió, como lo describía algunos de sus amigos, en la "efigie" de la lucha por la paz en América Latina.

En 1952, Oliver tuvo a su cargo la organización de la Conferencia Continental por la Paz que se realizó en Montevideo luego de dos postergaciones; primero en Chile y luego en Río de Janeiro, donde fue prohibida por el gobierno de Getulio Vargas. Enfrentada a dificultades de toda índole -no solo a las concretas de la censura y la persecución anticomunista de los gobierno de turno, sino también a las "indecisiones, vaguedades, al trabajo inconexo y aislado" que según el cubano Juan Marinello eran la característica de un movimiento que en su escala latinoamericana y, al menos hasta la crisis de los misiles en 1962, no lograría solidificarse más allá del renombre personal de algunos intelectuales que lo apoyaban-, Oliver fue capaz de reunir en la capital uruguaya a escritores y artistas de todo el continente y dar el primer paso para la construcción de una estructura de activismo intelectual que alcanzaría su forma definitiva al año siguiente, con el Congreso Continental por la Cultura.9 El esfuerzo le fue reconocido y varios consejos nacionales propusieron su nombre para hacerse cargo del secretariado latinoamericano con sede en Praga, que finalmente no sucedió. El comunista francés Jean Laffitte, secretario general del Consejo Mundial, le hizo llegar su reconocimiento y la invitó personalmente a participar del Congreso de los Pueblos por la Paz en Viena, mientras que el brasileño Pedro Borsari le encomendó que interesara en el evento a los intelectuales norteamericanos -cuya presencia era previsiblemente prioritaria-, tarea que Oliver encaró con especial pericia no solo por sus vínculos con la izquierda progresista de los Estados Unidos, que se remontaban a la década de 1930, sino también porque observaba el conflicto despojada del antinorteamericanismo que, según ella misma reconocía, era moneda corriente entre algunos de sus camaradas y compañeros, tal vez dominados por un mal disimulado provincianismo desde el cual era imposible labrarse una opinión sin prejuicios.

Es así como los años de guerra pasados en Washington D. C. o viajando por los Estados Unidos en gira de conferencias hace que me parezca haber visto antes de ahora las caras de los delegados norteamericanos, blancos y negros. Con los unos y los otros, allá en su tierra vasta e indescriptiblemente hermosa, conversé largas horas junto a los fuegos de chimenea, en porches blancos rodeados de azaleas o en jardines sin cerco, bajo eucaliptus y robles. En aquellos días cuando los que ahora dominan la política de ese país llamaban despectivamente a Roosevelt that man in the White House, mis amigos y yo los nombramos con veneración y con la esperanza de que la good neighbor policy conducida por él podría, alguna vez, ser una realidad tanto para las veintiuna naciones de América como para el resto del mundo.

Esa convivencia, esa intimidad donde dominaba la mutua franqueza, me ha impedido compartir en lo más mínimo la antipatía que infinidad de latinoamericanos y muchos europeos sienten hacia el norteamericano individual. En esta actitud entra no poca envidia, la imposibilidad de ponerse en la piel ajena y un oculto espíritu reaccionario puesto que esa animadversión engloba ciertas características de la vida norteamericana de las cuales ningún movimiento progresista puede prescindir: ¿es acaso concebible un bienestar colectivo, un régimen socialista que pase por alto el hecho de que, como el pan, el baño cotidiano no debe ser privilegio de unos pocos? Otros critican su técnica, su "maquinismo" pero guardándose bien de admitir que lo malo es el sistema económico al cual ese genio industrial está supeditado. Luego -y hablo como mujer latina qui sait quelque chose− no admito que se califique de inmoral a un pueblo porque las muchachas y los muchachos estudian juntos o salen solos; porque allá hay divorcio y en nuestro países no, o que se les considere vulgares porque su vulgaridad es distinta a la de nuestras burguesías.10

Entre el 26 de abril y el 3 de mayo de 1953, se celebró en Santiago de Chile el Congreso Continental por la Cultura, el evento más importante del movimiento por la Paz en América Latina, del que participaron como delegados más de 200 escritores, periodistas, artistas y editores de Bolivia, Brasil, Colombia, Argentina, Costa Rica, Cuba, Chile, Guatemala, Haití, México, Paraguay, Perú, Uruguay, Venezuela y los Estados Unidos. Por el teatro Municipal de la capital chilena desfiló una constelación de grandes nombres que obligó incluso a sus detractores a reconocer que la convocatoria había sido exitosa en su objetivo de atraer a muchos prestigiosos -aunque, por supuesto, "ingenuos"- intelectuales (Jannello, 212: 14-52). La presencia descollante de Pablo Neruda, quien en el congreso fundacional de los Partidarios de la Paz celebrado en París en 1949 había sido ovacionado y tratado como un poeta y un héroe, opacó los esfuerzos de María Rosa Oliver, quien tuvo un rol organizador principal. sin por ello dejar de comprender el papel que le correspondía a un anfitrión tan afecto al protagonismo. Sin embargo, este papel clave no pasó desapercibido para sus amigos argentinos, quienes cruzando la cordillera eran encarcelados y sus instituciones clausuradas por el gobierno peronista. No sin recelos y reproches de mutua incomprensión, las diferencias que derivarán en la ruptura con Victoria Ocampo y su alejamiento de la revista Sur todavía no eran suficientemente profundas; y los amigos rojos de María Rosa le serían disculpados, tal vez más que su confraternización con el joven John William Cooke en el Congreso de los Pueblos por la Paz que se celebró en Viena en diciembre de 1952.

A su regreso a Buenos Aires, Oliver participó de las creaciones del Congreso Argentino por la Cultura -una de las organizaciones unitarias que los comunistas se propusieron promover a lo largo del continente, luego del encuentro chileno- y de la Casa Argentina de la Cultura, cuyo equipo fundador también integraron el ensayista Héctor P. Agosti, el psiquiatra Jorge Thénon y el economista Ricardo Ortiz. Al mismo tiempo dirige Por La Paz, órgano de prensa del Consejo Argentino por la Paz y colabora activamente con su amigo Pierre Cot en el armado de las secciones latinoamericanas de Defense de la Paix (luego Horizons), revista oficial del Consejo Mundial de la Paz. El viaje que comenzó con su participación en la reunión de Viena fue decisivo para la siguiente década. Invitada especialmente por las autoridades soviéticas, Oliver pasó las navidades de 1952 en la URSS y desde allí partió a China, donde experimentó un total deslumbramiento; el mismo que muchos otros amigos y camaradas que, también como ella, poblaron los anaqueles con relatos y diarios de viaje sobre la "nueva" China.11 Como advirtieron algunos de sus corresponsales, el país que estaba construyendo Mao Tse-Tung le produjo una empatía mucho más inmediata que los gélidos colosos soviéticos, y en su gente y su cultura halló no pocas afinidades con los pueblos que había conocido en sus recorridos latinoamericanos y de cuyas miserias le habían contado sus amigos comunistas.12 Desde entonces, María Rosa Oliver hará suyo el discurso que conectaba los procesos de descolonización de los países asiáticos y africanos con los procesos de la independencia americana, colocando su activismo intelectual en una nueva geografía: el Tercer Mundo.

Así como los asiáticos rechazan el régimen capitalista bajo el cual han padecido, así los pueblos de la América Hispana rechazamos el régimen caduco de la monarquía y adoptamos el gobierno republicano, basado en los nuevos y revolucionarios derechos del hombre.

Más si siento tan cerca de mí a los chinos, coreanos y vietnamitas por saber que están viviendo una gesta igual a aquella que sombre mi patria aprendí en los textos escolares ni porque han padecido, y algunos padecen aún, la misma miseria de los más pobres trabajadores de nuestros suelos, sino también porque en sus ojos oblicuos, …, en sus manos menudas de dedos afilados y en el porte digno que confiere estatura a sus cuerpos pequeños reconozco los rasgos, y a través de ellos la idiosincrasia del indio de mi América. El que he visto en la meseta mexicana, en los valles andinos, en la ribera de los ríos Paraná y Uruguay. 13

A lo largo de los siguientes años, el recobrado antiimperialismo comunista entroncará bien con la vocación humanista y latinoamericanista que María Rosa había forjado a través de su amistad con Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y Waldo Frank, con quienes también había aprendido que las elites intelectuales estaban llamadas a cumplir una función principal en la emancipación de los pueblos del continente. Hasta su alejamiento en 1962, fue participante y testigo de hechos definitivos, como la invasión soviética a Hungría en 1956 y el inicio del fin del Movimiento por la Paz, que desde entonces ya no fue capaz de sostener uno de sus máximos principios: que los pueblos debían decidir sobre sus propios destinos y que otras naciones no debían intervenir en sus conflictos. Era trágico, recordaría luego Oliver, tener que debatirse entre la defensa desde el punto de vista moral del principio de no injerencia y la admisión de las razones políticas que se daban para su violación.14 En 1958 recibió el Premio Lenin por la Paz de los Pueblos, una especie de nobel soviético que llevaba el nombre de Stalin antes de que en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) se revelaran sus crímenes y se denunciara el llamado "culto a la personalidad". La satisfacción que este reconocimiento le produjo tal vez pudo compensar el despectivo eco que tuvo entre sus colegas de la revista Sur y que terminó provocado su renuncia y su distanciamiento de Victoria Ocampo, ya entonces uno de los soportes fundamentales de la sede argentina del Congreso por la Libertad de la Cultura -la organización cultural del frente occidental que, bajo el mismo esquema organizacional que el Movimiento por la Paz, se desplegó alrededor del mundo en defensa de la libertad y contra todos los "totalitarismos"-.

Las memorias publicadas de María Rosa Oliver se detienen donde comienza el periodo analizado aquí. Sin embargo, en sus papeles personales son abundantes los rastros de su paso por el Movimiento por la Paz: correspondencia, fotografías, discursos y algunos manuscritos en los que desarrolló un escueto y amargo balance en el que explica los problemas que debió enfrentar por los límites tácticos que imponía el "sectarismo partidista".

Sobre el movimiento por la Paz (…) puedo recordar no revivir: demasiadas palabras, demasiadas frases hechas, demasiadas consignas manidas se han acumulado sobre ellos ahogándolo bajo una parva imposible de avenar.

Catorce años (1948-1962) actué en el Movimiento de Defensores de la Paz, de cuyo Consejo Mundial fui asesora y me tocó ser miembro de la comisión directiva del Consejo Nacional. Dejé de militar en el Movimiento -aún hoy en vigencia− cuando rechazaron mis reparos a la manera en que era llevado, me convencí que era superior a mis fuerzas luchar, a la vez, contra la incomprensión de nuestros opositores y la mentalidad burocrática de algunos compañeros de trabajo enquistados en funciones rutinarias…15

Excentricidades

María Rosa Oliver representa un caso a la vez típico y excéntrico para pensar el compromiso intelectual con el comunismo, sobre todo en el periodo de la Guerra Fría. El apoyo a la experiencia soviética y el mundo comunista de intelectuales y artistas provenientes de sectores acomodados -cuando no directamente de la alta burguesía-, fue bastante extendido y los ejemplos sobrarían. Origen particularmente frecuente entre los "compañeros de ruta", se lo encuentra menos entre los militantes orgánicos, a menudo provenientes de las clases medias y en algunos casos de sectores obreros. En el caso argentino, a diferencia sobre todo del europeo, este último perfil fue particularmente acentuado y, como dijimos, el comunismo local no atrajo mayormente la atención de intelectuales consagrados o logró grandes deserciones de clase. Tal vez María Rosa Oliver constituyó la excepción más emblemática y duradera.

En un partido que, a pesar de mantener una considerable y extendida vida asociativa y cultural, carecía de la capacidad de otorgar prestigio en el mundo intelectual y que fue constantemente ilegalizado y perseguido a lo largo de su existencia, Oliver abandonó el lugar que le otorgaba por excelencia la revista Sur, que había colaborado a crear. Esto permite comprender mejor no solo el desgarramiento personal con el que describe la ruptura con los viejos afectos y la incomprensión con las que son analizadas sus apuestas político-intelectuales, sino también la importancia estratégica que el partido le otorgó a su adhesión: para los comunistas no solo había desertado de su clase -motivo de sospecha más que una virtud-, sino que, principalmente, era una pieza clave en su batalla por dotar de legitimidad -vieja función de los intelectuales- a un movimiento acosado y minoritario.

Las opciones de María Rosa -primero por China y luego por Cuba, en las que pudo observar un radicalismo y una energía que la burocracia soviética no ofrecía hacía mucho- la alejaron de ese lugar en el partido, pero la acercaron progresivamente a los sectores juveniles, con cuyos proyectos editoriales y revisteriles colaboró con entusiasmo. Sin embargo, el clima intelectual y político era otro y en él Oliver responde a un modelo de intelectual ya perimido y generacionalmente distante. También será considerada excéntrica en los sectores de la nueva izquierda. Paralítica en su silla de ruedas, escribe Abelardo Castillo en su diario de agosto de 1961, María Rosa Oliver representa esa inteligencia nacional que ocupa el centro en las reuniones sociales mientras se mantiene conversaciones serias. Pero basta que la noche avance y el vino haga sus efectos para que quede sola, aislada en un rincón, desplazada por una muchacha que cuenta anécdotas sobre las formas de encender un fósforo (Castillo, 2014: 184-185).

Notas

1. La bibliografía sobre el tema es abundante. Para el caso de la literatura puede consultarse Robin (1986) y Sánchez Vázquez (1970-60-64).

2. Para un balance de la historiografía europea sobre el comunismo y sus intepretaciones desde un punto de vista crítico del paradigma del totalitarismo asumido ejemplarmente por François Furet (1995) ver los ensayos incluidos en la primera parte de Dreyfus, Groppo, Ingerflom et. al (2004, pp. 19-91 ). En el mismo sentido se ubican los trabajos reunidos en el volumen El Comunismo: otras miradas desde América Latina (2007), particularmente las intervenciones que componen la primera parte, dedicada a aspectos teóricos y metodológicos.

3. Los perfiles biográficos de Oliver en Clementi (1992) y Tarcus (2007: 464-465).

4. Carta de María Rosa Oliver a Nelson Rockefeller. Buenos Aires, 9 de abril de 1952, MRO Papers, Box 5, Folder 57.

5. Carta de Rodolfo Ghioldi a MRO. Buenos Aires, 14 de marzo de 1955, MRO Papers, Box 3, Folder 64.

6. Se conoce como "crisis Real" al breve intento de acercamiento al peronismo que durante algunos meses del año 1952 fue comandado por el secretario del PCA, mientras Victorio Codovilla se encontraba en Moscú participando del XIX Congreso del PCUS. Aunque el episodio sigue envuelto en un aire de confusión, todo parece indicar, como lo ha sugerido Isidoro Gilbert, que se trató de un cambio de rumbo propiciado por los soviéticos, interesados en encontrar un camino de colaboración diplomática con el gobierno argentino y mejorar su posición geopolítica en el continente, meta contradictoria con el antiperonismo que campeaba entre las dirigencias comunistas. Gilbert cita autoridades soviéticas que avalan la idea de que se trató de un intento de desestabilizar a Codovilla y torcer el rumbo antiperonista adoptado por el PCA, pues difícilmente un dirigente hubiera sido capaz de tomar por sí solo la decisión de un viraje semejante. Otros testimonios sugieren que el propio Codovilla avaló el movimiento (Gilbert, 1994: 179-184). Cuando Codovilla regresó a la Argentina, terminó con el intento peronizante y Juan José Real fue expulsado del partido en febrero de 1953, acusado de encabezar una fracción "nacionalista-burguesa".

7. World Council of Peace. Notas manuscritas sobre el II Congreso Mundial de Partidarios de la Paz de Varsovia, MRO Papers, Box 1, Folder 51.

8. Ibíd.

9. Carta de Juan Marinello a María Rosa Oliver. La Habana, 22 de octubre de 1952. MRO Papers, Box 4, Folder 58.

10. World Council of Peace. Notas manuscritas sobre el II Congreso Mundial de Partidarios de la Paz de Varsovia, op. cit.

11. En 1955, Oliver publicó en la editorial Botella al Mar Lo que sabemos hablamos… Testimonio sobre la China de Hoy, que escribió junto a Norberto Frontini, su amigo y dirigente del Consejo Argentino por la Paz. Sobre este y otros relatos de "viajeros de izquierda" consultar el estudio preliminar de Saítta (2007: 11-44).

12. Sobre las notas de Oliver del viaje latinoamericano que precedió a su llegada a Washington ver las observaciones de Bertúa (2013: 1-34).

13. World Council of Peace. Notas manuscritas sobre el II Congreso Mundial de Partidarios de la Paz de Varsovia, op. cit.

14. World Council of Peace. Memoirs. Notas manuscritas sobre la reunión del Bureau del Consejo Mundial de la Paz reunido en Helsinki en 1956. MRO Papers, Box 1, Folder 52.

15. Pax. Original manuscrito incompleto sobre el Movimiento por la Paz, MRO Papers, Box 1, Folder 52

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