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La zaranda de ideas

On-line version ISSN 1853-1296

Zaranda ideas vol.19 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Jan. 2021

 

Artículo

COMER COMIDA, COMER ANIMALES. CONCEPTUALIZACIONES TEÓRICAS HACIA UNA ZOOARQUEOLOGÍA DE LA COMIDA.

EATING FOOD, EATING ANIMALS. THEORETICAL CONCEPTUALIZATIONS TOWARDS A ZOOARCHAEOLOGY OF FOOD.

Jesica Carreras1  * 

1Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Instituto Interdisciplinario de Tilcara, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, CP 4624, Jujuy, Argentina. E-mail: jesicacarreras@gmail.com

RESUMEN

Este trabajo busca insertar los análisis zooarqueológicos dentro del campo de estudio de la arqueología de la comida. Para ello, me centraré en un acercamiento teórico al carácter multidimensional de la comida. La propuesta consiste en entender el comer y el beber desde una visión holística, buscando dar cuenta de su carácter cotidiano, identitario, situado, sensorial, pero sobre todo, político y como práctica de memoria. Este enfoque busca indagar, también, acerca de las relaciones de la comida con las formas de producción y obtención de los alimentos. Es por eso que propongo, además, explorar las concepciones de animal que solemos utilizar desde las miradas zooarqueológicas con el objetivo de comenzar a delinear las bases para una zooarqueología de la comida donde se encuentre situado el acto de comer y nuestras interpretaciones sobre las relaciones entre humanos y animales del pasado.

Palabras Clave: Arqueología de la comida; Relaciones humanos-animales; Zooarqueología; Teoría arqueológica; Puna de Jujuy

ABSTRACT

This paper seeks to insert zooarchaeological analyzes within the field of study of the Archaeology of food. To do this, I will focus on a theoretical approach to the multidimensional nature of food. The proposal consists of understanding eating and drinking from a holistic perspective, seeking to account for their daily, identity, situated, sensory, but above all, political character and as a practice of memory. This approach also seeks to inquire about the relationships between food and the ways of producing and obtaining food. I also propose to explore the animal conceptions that we usually use from zooarchaeological perspectives, with the aim of beginning to outline the bases for a Zooarchaeology of food, in which both the act of eating and our own interpretations of past human-animal relationships are situated.

Keywords: Archaeology of food; Humans-Animals relations; Zooarchaeology; Archaeological theory; Puna of Jujuy

Introducción

Los estudios sociales sobre alimentación y comida han tenido un amplio desarrollo en los últimos años (Aguirre, 2017; Boni, 2019; Contreras Hernández & Gracia Arnáiz, 2005; Mintz & Du Bois, 2002; entre otros). Las preguntas que guían estas investigaciones son variadas y responden a diversos campos en desarrollo dentro de las disciplinas sociales. En el marco de la arqueología argentina están surgiendo nuevas perspectivas de estudio, en las que la comida empieza a ser abordada desde enfoques que tienen en cuenta su carácter multidimensional (Laguens et al., 2007; Pazzarelli, 2008, 2012; Scattolin et al., 2009). El acto de comer siempre es situado (Aguirre, 2017) y una comida implica una combinatoria de prácticas, ingredientes, aromas, colores, y sabores que remiten a un tiempo y espacio determinados (Douglas, 1979). Sin embargo, dentro de los estudios zooarqueológicos, es decir, aquellos trabajos que analizan los restos de animales en función de sus relaciones con los humanos, la problemática de la comida ha tenido un corto desarrollo. Con la excepción de ciertos trabajos en sitios arqueológicos históricos (Castillo, Araujo, Chiavazza & Prieto-Olavarría, 2018; Chichkoyan, 2008; Colasurdo, 2015; Lanza, 2016; a modo de ejemplos), el concepto de comida no suele encontrarse problematizado.

Tradicionalmente, la zooarqueología ha abordado la problemática de la alimentación desde interrogantes relacionados con la subsistencia, el análisis de rendimientos calóricos, la dieta, la nutrición, los modelos de productividad y la accesibilidad e intercambio de recursos. Las preguntas sobre la alimentación humana del pasado pueden surgir, también, a partir de un enfoque teórico que nos permita ubicar la comida en el centro. En este trabajo entiendo que no comemos solo alimentos o nutrientes (o animales o plantas), sino comida (Aguirre, 2017). Desde allí, buscaré abordar las problemáticas interpretativas que las prácticas de producir alimentos, preparar y comer comida en el pasado (y lo que sucede después de comer, claro) nos presentan al abordarlas desde el presente.

Este trabajo se enmarca, entonces, en los estudios que abordan las problemáticas de la comida a partir del reconocimiento de su multidimensionalidad (Hastorf, 2017; Laguens et al., 2007; Pazzarelli, 2008, 2012), o como lo denominaré aquí, desde una visión holística de la comida. El objetivo de este artículo reside en lograr un acercamiento teórico a esta multidimensionalidad, que me permita poner el foco en los huesos de los animales que fueron ingredientes de las comidas del pasado y que en vida se relacionaron con las personas. Entiendo que una comida se compone de varios ingredientes que, al combinarlos, se transforman. Sin embargo, acá me interesa concentrarme en los ingredientes de origen animal, para que desde los restos óseos arqueológicos podamos generar interpretaciones que nos acerquen a pensarlos como partes constituyentes -y en muchos casos fundamentales- de las comidas del pasado.

A partir de este enfoque, buscaré insertar los análisis zooarqueológicos dentro del campo de estudio de la arqueología de la comida (Hastorf, 2017; Pazzarelli, 2008). Considero que, como plantea Pazzarelli (2008), las preguntas sobre la comida deben surgir del presente y deben ser contextualizadas y situadas, en diálogo con nuestra mirada y nuestros interrogantes científicos. Para ello es necesario “revisar nuestros lugares, reconocer los sentidos y usos locales en juego y bregar por una práctica profesional comprometida es una manera de pensar a la comida del pasado como una realidad que se hace presente” (Pazzarelli, 2008, p. 160).

Para ello, en primer lugar, iré definiendo qué entiendo en este trabajo por visión holística de la comida a partir de un desmenuzamiento teórico. Utilizaré en algunas de las partes componentes de esta visión holística, ejemplos que surgen de situar el comer en los Andes. Mi tema de investigación doctoral es el estudio de las prácticas vinculadas al universo de la comida en la Quebrada de Pajchela (Cusi Cusi, Puna de Jujuy), analizando como principal línea de evidencia los conjuntos zooarqueológicos. Considero que puede resultar muy fructífero, en base a las preguntas específicas que estoy realizando para mi investigación, ubicar las miradas etnográficas de trabajos realizados sobre la comida y el comer en los Andes, con el objetivo de lograr un acercamiento a otros universos culinarios, y empezar a pensar en otras formas de construir nuestras interpretaciones, visibilizando concepciones usualmente no contempladas en nuestra disciplina.

Al mismo tiempo, propongo que es necesario situarnos a nosotros mismos, como sujetos que investigan y como disciplina; y con ello contextualizar desde dónde interpretamos, revisando nuestros espacios de producción. Los conceptos que utilizamos nunca están exentos de cargas, bagajes y construcciones previas (Vaquer, 2015); no son neutros, tampoco objetivos. Por esto, me interesa explorar y discutir el corpus conceptual que solemos utilizar en zooarqueología para referirnos a las relaciones de las personas con los animales, con el objetivo de problematizar ciertos presupuestos subyacentes. Para ello, exploraré el concepto de animalidad y las múltiples esferas de interacción posibles entre humanos y animales, entendiendo que es necesaria la discusión acerca de la manera en la que se han construido los discursos sobre la comida y la alimentación desde el estudio de los restos de animales. Por último, propongo empezar a delinear las bases para una zooarqueología de la comida, en la que no solo el acto de comer se encuentre situado, sino también nuestras propias interpretaciones sobre las relaciones entre humanos y animales del pasado.

Hacia una visión holística de la comida

Este trabajo lejos está de querer realizar un exhaustivo recorrido por los estudios sociales de alimentación1. Propongo la construcción de una caja de herramientas teóricas específicas (Foucault & Deleuze, 1992 [1979]), que puedan resultar de utilidad para la interpretación de ciertas materialidades arqueológicas relacionadas con el universo del comer. Empezaré por caracterizar qué entiendo por una visión holística de la comida, apuntando al análisis de sus diversas partes constitutivas. Siempre entendiendo que esta segmentación corresponde a una selección específica de aspectos que forman parte de esta propuesta centrada en la zooarqueología y que resultan de interés para esta investigación. Que son estos conceptos, pero que también podrían ser otros. Porque partir de una visión holística implica reconocer que éstos son variados y se encuentran imbricados unos con otros. Pero, también, que nos resultaría imposible abarcarlos todos en su simultaneidad, que las segmentaciones son necesarias para nuestra comprensión de las dimensiones múltiples de la comida y de la cocina -tanto del pasado como del presente-, siempre y cuando tengamos en cuenta que no son el todo, pero que hacen a él.

Hastorf (2017), en su libro The social archaeology of food, propone que los estudios sobre comida del pasado requieren un acercamiento holístico, cuyas bases deberían surgir del presente y que, de esta forma, nos permitan obtener una mejor comprensión de la vida en el pasado. Sostiene que además de los aspectos biológicos de la comida, es necesario tener en cuenta los aspectos sociales y culturales. A través de la comida la gente se relaciona entre sí, pero al mismo tiempo, un plato de comida es capaz de revelar aspectos ocultos de las relaciones de poder y de la vida social de las personas. La autora plantea que existen muchas formas posibles de encarar estos estudios, con la posibilidad de colocar el foco en diferentes aspectos constitutivos de la multidimensionalidad que caracteriza al comer. Así mismo, Pazzarelli (2008, 2012) propone un acercamiento en el que se presenta a la comida como una realidad de múltiples dimensiones. La comida es una experiencia que juega un rol importante en la constitución social de los sujetos y de los grupos, que el autor atribuye a su carácter cotidiano y repetitivo.

Retomo el concepto propuesto por Hastorf (2017) de prácticas invisibles, a partir del que resalta que muchos aspectos de las comidas del pasado y de las actividades vinculadas con ellas no son visibles desde el presente:

Las acciones en sí mismas se han ido: el revolver la olla, las conversaciones de la gente, el sonido y el aroma del cocinar, degustar el sabor mientras el cocinero chequea la salsa, el hambre ansiosa de los observadores, la sensación de saciedad después de comer o la secuencia de platos consumidos (Hastorf, 2017, p. 7)

Para hablar de comida en el pasado es importante que demos cuenta de estas prácticas, que fueron moldeadoras y constitutivas de los universos de la comida y del comer. Entonces, ¿qué entendemos cuando hablamos de comida? ¿De qué hablamos cuando hablamos de comer?

Situando el acto de comer

Comer y beber, son experiencias que se repiten en forma cotidiana, siendo siempre actos situados en un tiempo, un lugar determinado y en el marco de una sociedad especifica (Aguirre, 2016). Una comida es la esfera en la que confluyen alimentos, nutrientes, ingredientes, sabores, olores y colores. Se combinan texturas y temperaturas, pero también paisajes y temporalidades; saberes, tradiciones, técnicas culinarias y prácticas (Carreras & Pey, 2019). Y también humanos, animales, plantas, lugares, fogones, objetos y las diversas formas de relaciones entre ellos. En las comidas se entremezclan factores biológicos, políticos, económicos, históricos y sociales (Guidonet, 2016). Las cocinas se constituyen como locus de producción y actualización de sociabilidades (Archetti, 1992; Goody, 1995; Marschoff, 2010; Pazzarelli, 2012; Spedding, 1993; Vokral, 1991; Weismantel, 1988).

Así como Mauss (2009 [1925]) propone entender a la alimentación humana como un hecho social total, Le Breton (2007) plantea que se trata de un acto sensorial total, porque comer involucra no solo el gusto, sino también texturas, olores, sonoridades y visualidades que son indisociables en el mismo acto de comer (y todo lo que lo rodea) (Hamilakis, 2015). Lo apetitoso -o no- de la comida nos llega también a través de la vista, de sus colores y de la disposición en las ollas, de la conjugación de alimentos y del aroma, surgido de la mezcla de los ingredientes, condimentos y del fuego. Pero también entran en juego las sonoridades, el sonido del crepitar del fuego, lo crocante de un alimento, el ruido del revolver una olla. Y agregaré las conversaciones de la gente que cocina, de los que comen y comparten el alimento en las diferentes prácticas de comensalidad que pueden verse involucradas a la hora de comer. Comer es una recapitulación -y reactualización- del mundo sensorial específico en el que la sociedad vive y se reproduce cotidianamente (Cárdenas Carrión, 2014). Los sentidos permanecen activos en todo el proceso culinario. Comer, en Tilcara o en Buenos Aires, es una experiencia multisensorial y siempre se encuentra inserta en un mundo de relaciones.

La comida también es creadora de identidad. Las recetas, las técnicas culinarias, las formas de hacer se aprenden en la práctica, se pasan de generación en generación, y en ese traspaso se crea, a través de la memoria, una identidad culinaria, que se encuentra asociada a la experiencia y a las emociones vinculadas a ella (Hastorf, 2017; Sutton, 2001). De aquí se desprende que comer está asociado con experiencias evocativas, emocionales y con recuerdos. Un plato de comida evoca comidas pasadas y también es un recuerdo de la gente que las preparó y las comió. Evocan recuerdos y gustos a través de la sensación física de saciedad (Appadurai, 1981; Hastorf, 2017; Sutton, 2001). Un sabor puede hacernos viajar mediante el recuerdo en el tiempo y el espacio (Carreras & Pey, 2019). La identidad culinaria se crea, entonces, a través del acto social de comer. Por lo que el tiempo también se encuentra inmiscuido en el sabor de una comida. Muchas veces, el sentido de comunidad y de identidad se recuerdan a través de la comida. Y como indica Giard (1999), así como se recuerda al cocinar, también se puede olvidar. El olvido de las recetas, de las formas de hacer, puede hacer desparecer una parte de la memoria de una familia o de una comunidad.

A modo de ejemplo, en Cusi Cusi, suele prepararse un plato de comida tradicional para el aniversario del pueblo cada 3 de mayo, denominado kalapurca. Si bien es una comida que se prepara en muchos sectores de los Andes, en Cusi Cusi tiene su propia identidad. Se trata un plato nativo condensador de historias familiares, de distintas trayectorias y distintos paisajes. En otros lugares, lo que caracteriza una kalapurca es el uso de piedras calientes que se colocan en los platos y que da origen a su nombre.2 Sin embargo, estas piedras se encuentran ausentes en la forma cuseña de preparar esta comida, aunque sí aparecen en los relatos, remitiendo a la forma en la que se preparaba en el pasado (Carreras & Pey, 2019; Pey & Carreras, en prensa). La kalapurca cuseña es muy parecida a otras, pero distinta a todas.

Cuando hablamos de comer, muchas veces implica hacerlo junto a otras personas, compartiendo comidas y bebidas. Existen diferentes tipos de comensalidades, que facilitan la construcción de relaciones específicas de sociabilidad (Bray, 2012; Grignon, 2012). A través del comer y del beber, y de los ofrecimientos de comida, se generan (y regeneran) relaciones de poder, que pueden producir alianzas y solidaridades, pero también que involucran las relaciones que se producen entre el comer y los cuerpos, y entre los humanos y los no humanos (Appadurai, 1981; Pazzarelli, 2012; Weismantel, 1988). Con quiénes comemos, dónde compartimos la comida, las prácticas involucradas en su procesamiento y preparación, nos acercan a una contextualización de las comensalidades involucradas (Bray, 2012). En los Andes, por ejemplo, compartir alimentos es la base de la producción de sociabilidades. Como afirma Pazzarelli (2012) en su propuesta de una arqueología de la comida en el Valle de Ambato (provincia de Catamarca), “Todo aquello que puede ser consumido debe ser compartido, sea con seres humanos o con entidades no-humanas que también exigen ser alimentadas” (Pazzarelli, 2012, p. 101). Porque los humanos no son los únicos que comen o tienen hambre. Otros seres3 también se encuentran hambrientos y son alimentados y agasajados, cada uno con sus propios gustos culinarios (Fernández Juárez, 1995).

Las instancias de comensalidad colectiva resultan indivisibles de ciertos encuentros comunitarios, así como de las comidas más cotidianas, porque muchas veces la diferenciación entre una comida extraordinaria y una comida cotidiana reside en las relaciones sociales puestas en juego en el encuentro, y no solo en el uso de diferentes tipos de ingredientes o de recetas específicas. Pero también es interesante pensar en los utensilios que son utilizados para preparar estas comidas en contextos diferentes. Para cocinar para muchas personas es probable que sean necesarias, por ejemplo, ollas de mayor tamaño o que se utilicen utensilios de servido diferentes de aquellos que son utilizados en las comidas cotidianas. Sin embargo, es muy probable que las esferas de artefactos y utensilios no se encuentren escindidas unas de las otras, y que aún en el preparado de las comidas extraordinarias, se utilicen utensilios involucrados en las comidas de todos los días.

Relacionado con lo expresado en el párrafo anterior, también me interesa explorar las relaciones que pueden surgir a partir de las comidas. Appadurai (1981) define el concepto de gastropolítica, referido a conflictos y negociaciones que surgen en torno al manejo de los alimentos. La comida es un medio para relacionarse con otras personas y con otros grupos. El autor remarca que las comidas tienen un potencial comunicativo y performativo, convirtiéndose así en objeto de disputa y negociación. Mediante la manipulación de alimentos (o de su producción) se despliegan estas estrategias gastropolíticas, donde se busca construir relaciones de simetría o asimetría, reforzar relaciones solidarias o reproducir jerarquías en un marco compartido de reglas y significados, en el que lo que está en riesgo son profundas concepciones del yo y del otro, del adentro y del afuera (Appadurai, 1981).

Además, nuestros cuerpos son los que median las relaciones con el mundo por lo que la corporalidad es un elemento constitutivo importante en las prácticas culinarias. Siguiendo lo planteado por Merleau-Ponty (1993), la corporalidad puede entenderse desde un abordaje dialéctico, donde se comprende la experiencia práctica del cuerpo en la vida social, su materialidad y su capacidad pre-reflexiva de relación con el mundo a través de percepciones, sensaciones y movimientos construidos socialmente, pero también, socialmente constituyentes (allí radica el carácter dialéctico). Cocinar implica la combinatoria de un conjunto de técnicas corporales. Una técnica puede definirse como “todo acto eficaz tradicional” (Mauss, 1979 [1936], p. 342). La forma de hacer las cosas nunca es natural, sino que se trata de gestos aprendidos e imitados en la experiencia, donde el aprendizaje de la técnica es social. La situación de aprendizaje se encuentra dentro de un contexto y una temporalidad definida. A cocinar se aprende en la práctica. Por lo que cada cocinero y cocinera marca su impronta en el relacionarse con otros y otras. Las técnicas, por su parte, se componen de gestos específicos. Un gesto implica un cuerpo en movimiento, en algunos casos, relacionado con un objeto, en un contexto determinado. Aquí es donde el gesto adquiere sentido (Haudricourt, 2010). Cocinar implica, entonces, ciertas prácticas culinarias constituidas por una serie de técnicas, que se basan en replicar gestos específicos. Siguiendo lo planteado por Leroi-Gourhan (1989 [1945]), en el uso de utensilios y artefactos culinarios la herramienta no puede separarse del gesto que hace a la técnica eficaz. Aun cuando este sea el caso, el cuerpo entero es el que se mueve de forma rítmica al cocinar (Giard, 1999, p. 208). Muchos gestos empleados en la cocina suelen repetirse en diferentes esferas de actividades de la vida cotidiana (Lemonnier, 1986; Sillar, 1996).

Cocinar es, entonces, una práctica en la que se recuerdan no solo los ingredientes, gestos aprendidos, recetas, sino también a las personas involucradas, las historias, las genealogías. El caso de la kalapurca vuelve a servirnos para ejemplificar el gesto técnico. Una de las características principales de este plato es el tizado de la carne, es decir, el desmenuzamiento en hilos muy finitos. A tizar carne se aprende en la práctica. A revolver el mote, cortar una cebolla, rallar un tomate, también. El tizado es un gesto preciso, en el que las manos son las principales herramientas utilizadas, y consiste en pellizcar la carne para generar esos hilitos. Esta técnica la suelen aprender las cuseñas de pequeñas (Pey y Carreras, en prensa).

En síntesis, propongo pensar a la comida como un acto situado, como un hecho social y sensorial total, donde los sentidos juegan un rol clave, siendo capaces de hacernos recordar e imaginar; donde los cuerpos de las personas se encuentran involucrados por completo y, a menudo, constituyen verdaderas herramientas; donde se involucran y sintetizan todas las esferas de la vida social y experiencial de las personas; donde se comparte y se come con otros, humanos y no humanos.

El carácter relacional de la comida

Solemos pensar, desde las miradas arqueológicas, las diferentes etapas de la producción y preparación de comida en términos de procesos encadenados en el tiempo, uno detrás de otro. En general, se han utilizado distintas formas de ordenar y seccionar estos procesos, que sintetizan las secuencias de prácticas involucradas en la preparación. Obtención, producción, almacenamiento, intercambio, tratamiento de los alimentos, distribución, consumo, procesamiento; presentar, servir, comer, limpiar y disponer de la basura. Considero que la cadena operativa y productiva resulta una herramienta interpretativa y ordenadora de la información de gran utilidad. Sin embargo, es importante que tengamos en cuenta que es una división que realizamos para ordenar nuestras preguntas de investigación. Este entrelazamiento secuencial de prácticas no necesariamente se ordenó y desarrolló de forma lineal. Aquí propongo pensarlas como simultáneas, complementarias y partes de un ciclo mayor dentro de las vidas de las personas. Como ya he mencionado, la comida presenta un carácter relacional, donde las prácticas culinarias se encuentran inmiscuidas en cada una de las etapas analíticas.

La obtención y la producción de alimentos son procesos que se encuentran vinculados con la transformación de éstos en ingredientes y con su posterior transformación en comida. Cada proceso se inserta dentro una cosmovisión, de una manera de hacer, de producir, de cocinar, de comer. Pero también se vinculan con la limpieza, tanto de las áreas de actividad como de los utensilios involucrados en todo el proceso. Así se relacionan personas humanas y no humanas, animales, paisajes, temporalidades y objetos materiales, generándose cadenas de interdependencia entre ellos (Hodder, 2011). Esta propuesta permite pensar en las diferentes posibilidades de relación que han tenido todos estos factores y que confluyen en cada comida. En el caso particular de los Andes, este ciclo tiene sus propias características relacionales, donde “(…) producir alimentos es cultivar. Es criar, pastorear, carnear. También es cazar y recolectar. Pero también es intercambiar, trocar, challar, ofrendar, atar, acompañar, almacenar, envolver y cuidar” (Pazzarelli, 2012, p. 61). Todas estas prácticas se encuentran vinculadas, entrelazadas; expresadas y resignificadas en cada comida.

Ahora bien, la evidencia arqueológica asociada a la comida constituye un amplio porcentaje de las materialidades recuperadas en los sitios. Ollas que fueron usadas para cocinar, recipientes de servido, morteros, palas y artefactos líticos, estructuras de combustión, restos de vegetales, huesos de animales. Las personas se expresan a través de la comida, confluyendo en el acto de comer diversos objetos materiales, espacios definidos, estructuras de combustión, y claro, ingredientes. La cultura material de la comida tiene la capacidad de crear, así como de producir y reproducir, relaciones sociales donde tanto la producción de alimentos como la preparación de las comidas definen actividades y eventos (DeMarrais, Gosden & Renfew, 2004; Hastorf, 2017).

Entre los restos que más abundan en los sitios arqueológicos, se encuentran los huesos de los animales que formaron parte de las comidas, y que son el foco de interés en esta propuesta. Los huesos, que constituyen lo que perdura de los animales, nos llegan a nosotros, en la mayoría de los casos, como evidencias del desecho. Y es que, en este punto, necesitamos remitirnos a sus características propias. Los huesos, en el pasado, además de ser huesos, carne, grasa, médula, nutrientes, alimentos e ingredientes, fueron tejido de animales muertos que, al descomponerse, largan olor. Pero también, esos huesos fueron animales vivos que se relacionaron con las personas. Es por eso, que en el siguiente apartado me interesa, entonces, pensar estas relaciones entre personas humanas y animales, haciendo hincapié en la diversidad de las interacciones entre ellos, evidenciando los roles agenciales que desarrollan en muchas sociedades.

Sobre las relaciones -y concepciones- entre humanos y animales

Las interpretaciones que realizamos sobre el pasado nunca logran un carácter objetivo, ya que surgen de nuestras propias maneras de ver el mundo. A partir de un enfoque hermenéutico resulta interesante situar estas interpretaciones, con el objetivo de realizar una práctica crítica (Vaquer, 2015). Desde este enfoque, nuestras interpretaciones las realizamos de manera situada, dentro de un espacio y de un tiempo determinados (Pey, 2020). Se articula con la noción ya planteada por Pazzarelli (2008) y Hastorf (2017) de que nuestras preguntas por el pasado surgen desde el presente, y de que ese es el lugar desde el cual interpretamos las formas en que las personas vivieron sus vidas a partir de nuestros interrogantes arqueológicos. Este enfoque me permitirá comenzar a discutir algunos de los corpus conceptuales tradicionales de la zooarqueología, específicamente de aquellos desarrollados para el Noroeste argentino. Lejos está de ser una crítica a estos aportes, o de realizar un exhaustivo recorrido que dé cuenta de ellos, aquí simplemente trataré de mencionar ciertos presupuestos subyacentes que nos permitan revisar nuestros lugares de producción. Para ello, creo que un buen punto de inicio es el concepto de animalidad, es decir, ¿qué entendemos cuando hablamos de animales?

Los mundos animales forman parte de nuestra existencia cotidiana. Como indica Tapper (1994) siempre hay animales alrededor, incluso cuando solo existen como imágenes en nuestra mente. La concepción moderna del mundo trajo consigo una distinción cartesiana y bien marcada entre naturaleza y cultura. Con ella, la naturaleza “(…) se convierte en un recurso que ha de ser conocido, conquistado y explotado” (Carman, 2018, p. 196). La construcción del concepto de animal se desarrolla de la mano del concepto de humanos. La cualidad humana se construye en la relación (y el manejo) con otros seres no humanos (y con su entorno) (Carman, 2017). Se ha definido qué consideramos animal en base a características que las personas humanas tienen y los animales no, como conciencia, razonamiento, producción de artefactos, lenguajes complejos, facultades intelectuales, intencional discursiva, entre otros. Y los humanos nos ubicamos por encima de los animales, como seres superiores, dominando desde el mundo cultural al mundo natural. El ser humano en el podio de los seres vivientes. Solemos jerarquizar a los animales, estableciendo diferentes formas de relación con ellos, diversificando vínculos y diferenciando entre animales-comidas, animales-mascotas, animales-salvajes.

En sociedades insertas en un mundo capitalista, como la nuestra, la producción de comida ha quedado en manos de la industria alimentaria, cuyo objetivo lejos está de querer alimentar o dar de comer a las personas. Como dice Patricia Aguirre (2014), “No comemos lo que queremos sino lo que nos quieren vender y no nos venden lo que alimenta sino lo que produce ganancias” (p. 1). Y los animales entran dentro de esta lógica de producción. Nuestro sistema productivo de carne entiende a los animales como cuerpos vacíos, como recursos disponibles para ser utilizados, capitalizados, procesados, aprovechados, explotados, donde uno de los objetivos principales es seguir intensificando la producción (Barruti, 2013). La producción actual de animales requiere de su confinamiento y de su trato como productos de consumo, que se realiza de manera diferida, sin ningún tipo de vínculo con los animales, o para el caso, sin siquiera conocer el origen de esa carne, que muchas veces, llega a nosotros en bandejas de plástico que compramos en un supermercado.

Con esto en mente, Hastorf (2017) señala que solemos entrar al pasado a través de listas de taxones de plantas y animales. Los enfoques zooarqueológicos han tenido una gran diversificación y un intenso impulso en las últimas décadas. El desarrollo de metodologías de trabajo, nuevas formas y técnicas de análisis, han sido grandes avances para la disciplina. Corona y Arroyo-Cabrales (2014) realizan un recorrido por la zooarqueología latinoamericana, y determinan que los temas que más se han trabajado en los últimos diez años se encuentran relacionados al campo de la biodiversidad, domesticación, anatomía comparada, tecnología en hueso, dietas, paleoambiente y tafonomía. Mengoni Goñalons (2009) y Mondini y Muñoz (2011) resumen los campos que más desarrollo han tenido dentro de la zooarqueología argentina (y latinoamericana), donde las temáticas más analizadas han girado en torno a discusiones sobre los orígenes de la domesticación, estrategias de obtención de recursos, manejo de rebaños, diferenciación de fauna doméstica de silvestre, y consumo.

Algunos de los trabajos zooarqueológicos que más desarrollo han tenido en el último tiempo, específicamente en el Noroeste argentino, están vinculados a conceptos que remiten al procesamiento y consumo, aprovechamiento de fauna, explotación de camélidos. En mi recorrido como zooarqueóloga, por ejemplo, mis interpretaciones han partido de preguntas relacionadas con el manejo y consumo de animales en el pasado en la Quebrada de Pajchela, en la Puna de Jujuy (Carreras, 2020; Vaquer, Eguia & Carreras, 2018). En estos trabajos consideré, desde una perspectiva economicista y utilitaria, que la formación del registro zooarqueológico respondía a estrategias pastoriles, donde los animales son concebidos como proveedores de productos (como carne o lana) o como seres capaces de caminar y cargar determinados productos.

Estas miradas no son neutras ni objetivas; sus orígenes residen en una lógica moderna específica de entender la relación entre humanos y animales, donde la noción de animal que subyace, parte de concebirlos como fuentes de recursos, como recursos en sí mismos, factibles de ser utilizados y aprovechados. Los imaginamos como cuerpos sobre los que los humanos ejercen un control y un dominio absoluto. Entonces, me pregunto, ¿existen otras formas de pensar la relación entre humanos y animales? ¿Es posible comenzar a construir un corpus conceptual interpretativo desde otras ontologías?

La pregunta sobre qué es un animal no es nueva en la antropología4. En el prólogo del libro ¿Qué es un animal? (Medrano & Vander Velden, 2018), Ingold (2018) plantea que en los últimos veinte años se han publicado numerosos trabajos sobre la relación humano-animal. Sin embargo, mucho ha cambiado en las miradas sobre estos vínculos desde la publicación de What is an animal? (Ingold, 1988). Propone que, “(…) al final del día cada criatura -humana y otra- responde a la pregunta de qué son viviendo sus propias formas de vida y, al hacerlo, contribuyen a las vidas de todas las demás criaturas con las que se relacionan.” (Ingold, 2018, p. 13). A partir de estas preguntas, los estudios de la concepción del animal, de la animalidad y de lo animal, han sido englobados en lo que se denominó giro animal, y con ello surgieron nuevas perspectivas de análisis en las que no es mi intención hacer hincapié en este trabajo (Medrano & Vander Velden, 2018). Sin embargo, me interesa destacar algunas de estas corrientes que nos permitan evidenciar ciertos rasgos de interés en estos enfoques.

Descola (2012) inicia un recorrido desde las críticas a las teorías de ecología cultural. A partir de estos trabajos, se empieza a pensar la relación humanos-animales en preguntas que exceden y van más allá de la mera subsistencia humana, empezando a concentrarse en las simbologías indígenas. Por otro lado, los enfoques perspectivistas también han tenido un gran impacto, donde el foco reside en las especies que juegan un rol simbólico en las vidas de los humanos (Viveiros de Castro, 1996). Existe una amplia variedad de posibilidades de pensar, vivir y experienciar las relaciones entre humanos y animales. La manera en la que nosotros, como arqueólogos y arqueólogas, conceptualizamos a los animales es una entre muchas otras. Y no es solo la forma en la que los pensamos e interactuamos con ellos, sino que nuestras formas clasificatorias, divisorias y ordenadoras tampoco son universales.

Para continuar ejemplificando con lo que sucede en los Andes, Penélope Dransart (2018) plantea que los aymara-hablantes no utilizan la noción de animal como un término inclusivo. Propone que:

(…) en los Andes, la gente entiende qué son sus llamas y alpacas en relación con otras especies, como los guanacos y las vicuñas, pero también en relación con flamencos, gatos monteses, pumas e incluso al viento y otras entidades conocidas bajo el término uywiri. (Dransart, 2018, p. 183)

En muchos sectores de los Andes, la relación específica entre las personas y los animales de la hacienda se enmarca en el mundo de prácticas pastoriles, donde humanos y animales se entrelazan en un vínculo en el que la reproducción de la hacienda incide en la suerte del que la cría (Bugallo & Tomasi, 2012). Esta relación de los pastores y las pastoras con sus animales ha derivado en un sistema relacional de uywaña, en aymara, o crianza mutua (Bugallo & Tomasi, 2012; Grillo Fernández, 1994; Lema, 2014; Lema & Pazzarelli, 2015; Palacios Ríos, 1977). Si bien se lo emplea a veces como sinónimo de domesticación, a nivel semántico son dos conceptos muy distintos (Haber, 1997). Criar es incorporar al ayllu, es ligar a los seres humanos y no humanos en una dimensión parental de la vida social (Lema, 2014). En esta línea, al ser incorporados de esta manera, los animales domésticos son tratados como parientes, con cariño y afecto, y hasta se los conoce individualmente, con sus formas de ser particulares (Bugallo & Tomasi, 2012). Este es solo un ejemplo del universo de relaciones que se producen entre humanos y animales en los Andes, a partir del que propongo que pensemos en otras formas de vínculos posibles, que puedan ser un punto de partida para contemplar otras tantas formas de relación que se desarrollan, y que pudieron haberse desarrollado en el pasado.

Hacia una zooarqueología de la comida

En el último tiempo, los aspectos sociales de las relaciones entre humanos y animales han comenzado a tener un desarrollo interesante en los estudios zooarqueológicos (Hamilakis & Harris, 2011; Overton & Hamilakis, 2013; Russell, 2012). En Argentina se están produciendo diversos enfoques acerca de la dimensión social de estas relaciones (Ávido, 2012; Dantas, 2014; Laguens, Figueroa & Dantas, 2013; Miyano, 2018; Moreno & Ahumada, 2018; Valderrama & Giovannetti, 2019).

Overton y Hamilakis (2013) proponen una social zooarchaeology que vaya más allá del paradigma de la subsistencia, representacionista y de pensamiento dicotómico, que ha tratado siempre a los animales como fuentes de recursos nutricionales o meramente simbólicos cuya existencia se basa en el beneficio de los seres humanos. Plantean que es necesaria la construcción de zoo-ontologías alternativas, con el objetivo de restablecer la posición de los animales como agentes sensibles y autónomos, que se constituyen mutuamente con los humanos. Dentro de la problemática específica de la domesticación, por ejemplo, se ha planteado la intensificación de relaciones entre humanos y animales (Vigne, 2011). La propuesta de Russell (2012), por otro lado, parte de entender que los animales han jugado muchos roles en las sociedades humanas. La autora plantea que los animales son una fuente de simbolismo y metáfora, no solo de comida.

Pero acá sí quiero concentrarme en la comida. Y elijo usar el término comida y no alimentación, ya que nos acerca a otros universos culinarios, permitiéndonos explorar las diferentes formas de comer (Aguirre, 2017; Pazzarelli, 2008). Partir de la comida significa concentrarnos en la experiencia holística que es comer. No hace falta usar mucho la imaginación (aunque quizás un poco no haga daño).5 Cada vez que cocinamos y comemos se conjugan, entremezclan y activan mundos culinarios, tradiciones, formas de hacer, sentidos e historias. Aprendemos a cocinar con otros y otras (y de otros y otras). Nos enseñan a comer, nos enseñan a cocinar. Y el gusto se construye. El sabor, el olor, las texturas de una comida son capaces de activar recuerdos y sensaciones. Los ingredientes que usamos para cocinar y que componen una comida se producen, y en ese producir se cruzan muchos actores, humanos y no humanos. Comer, además -y sobre todo- es político.

En mi práctica como zooarqueóloga trabajo con huesos. Durante las excavaciones de los sitios, cada material es separado en bolsitas con etiquetas que lo identifican. Los líticos, las cerámicas, los huesos. Esas bolsas son cerradas con plastinudos y, adentro de nuestras mochilas, son bajadas del sitio al pueblo y colocadas en cajas de cartón. Y esas cajas viajan hasta nuestros laboratorios, donde analizamos los huesos, ingresando determinada información en una base de datos obtenida a partir de técnicas y métodos propios de la zooarqueología. Esos huesos son resignificados desde el momento en el que los sacamos de su contexto original. Nuestras interpretaciones deben partir del análisis de esos huesos, desde una arqueología situada, en la que entendamos que somos sujetos con recorridos y trayectorias de vida, e insertos en una realidad, en un espacio y en un tiempo específico. Y que nuestras interpretaciones sobre el pasado son producidas desde esa realidad presente. En definitiva, que construyamos una práctica crítica y comprometida.

Quizás deberíamos comenzar por desnaturalizar nuestras propias concepciones de lo que representan esos huesos, que formaron parte de una red de relaciones de necesidad mutua, que incluyó diversos entes. Es posible profundizar un camino de deconstrucción de nuestras nociones y concepciones sobre los animales, y comenzar la búsqueda de nuevos conceptos de animalidad, que se reflejen en nuestras interpretaciones sobre las relaciones humanos-animales del pasado. Un lugar para comenzar este recorrido, quizás, sea revisar los corpus conceptuales que solemos utilizar. Y buscar en otras formas de pensar los mundos animales, alternativas que puedan resultarnos fructíferas para enriquecer nuestras miradas.

Propongo, entonces, avanzar hacia la construcción de una zooarqueología de la comida como herramienta interpretativa, en el marco de la(s) arqueología(s) de la comida, ya que como he sugerido, existen muchas maneras de hacer, aún al interior de nuestras disciplinas científicas. Las especializaciones y divisiones técnicas de la arqueología responden a un modelo de ciencia concreto, que es cambiante y móvil. Estas segmentaciones disciplinares han dificultado en algunos casos las interpretaciones holísticas del pasado, llevándonos a una suerte de hiper especialización academicista. Sin embargo, también han permitido potenciar el desarrollo de metodologías de análisis específicas para las diferentes materialidades. La formación especializada puede ser capaz de otorgarnos profundidad en algunos aspectos.

Pero hay otro factor que, pienso, necesitamos tener en cuenta para hablar desde una zooarqueología situada. En Argentina, el desarrollo de las investigaciones arqueológicas no se produjo de manera pareja. Existen zonas con más de cien años de antecedentes de investigación y otras, como en la región donde trabajo, con muy pocos. La información disponible, los análisis realizados, las líneas de evidencia investigadas en uno u otro caso son marcadamente desiguales. Las particiones y especializaciones de nuestras investigaciones son un punto de partida para comenzar a generar antecedentes en una zona donde no abundan.

Pero, sobre todo, considero que primero las discusiones deben surgir del interior de las propias disciplinas. Partir de una zooarqueología de la comida nos permite pensar en otras maneras de interpretar los huesos de los animales, entendiéndolos insertos en redes mayores de relación, pero con el foco puesto en el comer. Este camino hace necesario, y hasta me atrevería a decir ineludible, el diálogo entre las diferentes líneas de evidencia, que debería darse a partir de una pregunta conectora y articuladora general que surja de un interés compartido por la comida. De todas formas, me permito dejar la duda, ¿será posible pensar una perspectiva de la comida que vuelva difusas las divisiones intra e interdisciplinares? Es decir, un enfoque en el que nuestras preguntas de investigación estén interpeladas por las formas de cocinar y de comer, tanto en el pasado como en el presente.

Palabras finales

Así como la comida presenta un carácter multidimensional, las formas de acercarse a ella como problemática son amplias. En este trabajo teórico, la propuesta consistió en entender la comida, la bebida, el comer y el beber desde una visión holística, que dé cuenta de su carácter situado, cotidiano, identitario y sensorial. Que explore las relaciones que se generan y regeneran a través de la comida, de su capacidad de producir sociabilidades, de su carácter político. Pero que también permita situar a las personas que cocinan y comen (y que cocinaron y comieron), entendiendo a los cuerpos como parte de un sistema de relaciones que excede lo puramente biológico. Un enfoque, que sin negar el carácter nutricional de los alimentos que ingerimos, conciba que los universos de las comidas se encuentran atravesados por diversos factores, agentes, seres, temporalidades, materialidades y paisajes, entendiendo a la cocina como práctica de memoria. La comida se presenta en relación permanente con maneras de producir y obtener alimentos e ingredientes, con las materialidades que forman parte de todo el proceso culinario, y con todas aquellas entidades no humanas involucradas. En sintonía con esto, las concepciones sobre qué entendemos cuando hablamos de animales son un punto de partida para problematizar la comida desde sus ingredientes cárnicos. Las concepciones de la animalidad son múltiples, y como hemos mencionado, desde las miradas zooarqueológicas de los huesos de los animales también deberíamos situar nuestras interpretaciones y comenzar a dilucidar que concepto de animal se encuentra detrás.

Este trabajo no busca ser un modelo aplicable, sino un inicio que nos permita continuar discutiendo estas problemáticas. Considero que es necesaria la generación de corpus conceptuales problematizados, que sean pertinentes a nuestros propios contextos arqueológicos de investigación, y que sean el punto de partida de nuestras interpretaciones.

Agradecimientos

A José María Vaquer, Carolina Rivet, Laura Pey, Luciana Eguia, Ignacio Gerola, Juan Pablo Miyano y Facundo Petit por una primera lectura de este manuscrito. A lxs evaluadorxs por sus comentarios y aportes que han enriquecido este trabajo.

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Recibido: 13 de Octubre de 2020; Aprobado: 22 de Diciembre de 2020

*Autor por correspondencia: Jesica Carreras, e-mail: jesicacarreras@gmail.com

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