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vol.34 issue2Francisco Romero acerca de Kant y los orígenes del idealismo alemán. Conferencia inédita de 1931Acha, Omar. Crónica sentimental de la Argentina peronista: sexo, inconsciente e ideología, 1945-1955. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Prometeo Libros, 2013, 410 p. author indexsubject indexarticles search
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Cuyo

On-line version ISSN 1853-3175

Cuyo-anu. filos. argent. am. vol.34 no.2 Mendoza Dec. 2017  Epub May 13, 2021

 

Textos

Kant y los orígenes del idealismo alemán. El pensamiento kantiano como interpretación de racionalismo y empirismo y como punto de partida del movimiento idealista

Francisco Romero

Nos reunimos hoy aquí para cumplir con un deber de cultura: la razonada recordación de un acontecimiento importante en la historia del pensamiento. El 14 de Noviembre se cumplirá el siglo de la muerte de Hegel, y hemos querido que la fecha centenaria no pase sin el homenaje de la Sociedad Kantiana de Buenos Aires. Las personas que han planeado esta conmemoración han coincidido en dos puntos esenciales. El primero ha sido huir de toda glorificación formal y solemne del filósofo cuya memoria honramos; evitar todo lo que en algún modo signifique contribuir a esa continua elaboración del mito, que tiene sin duda un papel en la civilización, pero que no condice con la función de un grupo de libres estudiosos, como es nuestra Sociedad. El segundo ha sido no aislar demasiado a Hegel de su contorno, del medio que espiritualmente lo condiciona y al cual legará el resultado de sus meditaciones: de sus antecedentes y de sus consecuencias. Si alguien creyera que en nuestro homenaje a Hegel no ocupa bastante lugar él mismo, y en cambio le concedemos excesivo a personas o ideas que no son estrictamente el pensador que se conmemora, le diríamos que era difícil separar a Hegel del gran movimiento que se llama el idealismo alemán, sobre todo si se pretende, como es nuestra intención, ir en espíritu, en una especie de peregrinación retrospectiva, a un momento culminante y excepcional de nuestro pasado filosófico. De un pasado que solo es plenamente pasado en cuanto está encuadrado en rigurosas determinaciones de tiempos, lugares y personas; pero que preside en buena parte la marcha del pensamiento posterior, y aún conserva vírgenes virtualidades, que solo serán actualidad quién sabe en qué remoto porvenir.

La tarea que a mí me toca es referirme a los orígenes del idealismo, especialmente en Kant. La memorable etapa del pensamiento germánico en la que resplandecen con las luces del genio Fichte, Schelling y Hegel (para nombrar solamente los que tomaremos en consideración en estas conferencias), tiene sin disputa sus fuentes en Kant. Contra el dogmatismo racionalista de la filosofía moderna continental; contra el subjetivismo empírico y psicologístico de Locke y Hume, Kant establece la autonomía y la espontaneidad gnoseológica del sujeto, y afirma: el sujeto crea el conocimiento. Más allá del saber posible, una borrosa realidad independiente queda envuelta en las vaguedades contradictorias de la cosa en sí. Los idealistas darán un paso más, y afirman que el sujeto, no solo crea el conocimiento, sino que crea también toda realidad. El idealismo crítico o gnoseológico de Kant se ha convertido así en un terminante idealismo metafísico.

Kant abre las puertas al idealismo alemán, porque cierra una época. El idealismo, que es un auténtico comienzo, solo era posible después de una filosofía que, como la kantiana, diera una solución satisfactoria a las principales exigencias del pensamiento anterior.

La filosofía moderna nace, en la disolución del espíritu medieval[,] por intereses y móviles de índole muy diversas. Ante todo, por la reaparición de la libre investigación de la verdad, de la pura consideración teórica. Desde este punto de vista, la Época Moderna reanuda la tradición occidental, interrumpida u obscurecida durante la Edad Media, inspirándose en los textos griegos. El naturalismo griego está en el fondo del pensamiento moderno y le dicta sus más graves preocupaciones. Este racionalismo naturalista de la Edad Moderna, en que resuenan como un eco y yacen como supuestos los motivos predominantes del pensamiento griego, aparece titubeante y entusiasta en los pensadores del Renacimiento; se constituye en sistema con los grandes filósofos continentales del siglo XVII: Descartes, Hobbes, Spinoza, Leibniz, y en el Iluminismo, bajando de las cumbres, se atenúa por un lado el empirismo, psicologismo y escepticismo -y por otro procura reformar la vida y aun cambiarla radicalmente, con el naturalismo militante y romántico de Rousseau y los Principios del 89. Sistema común de pensamiento, bajo la apariencia de las diversas doctrinas o teorías en que se acuña, entran en él sin dificultad, aparte de las filosofías típicas del tiempo, la mecánica de Galileo y la física de Newton, el derecho natural, la gramática general, la psicología de Hume y la Revolución Francesa. Es, tras la Edad Media eclesiástica y autoritaria, la secularización de la imagen del mundo, mediante la razón, mediante el instrumento lógico y matemático, y el subsiguiente intento de imponer a la historia esa misma norma: de pensar y de vivir según la razón.

Los supuestos generales de este sistema, que es la de la Edad Moderna hasta principios del siglo XIX, pueden resumirse así: el mundo es un gran mecanismo; la realidad puede determinarse matemáticamente y solo es conocida en cuanto se alcanza este ideal. El dogmatismo racionalista acepta, con esto, dos supuestos: que la realidad está sometida a un cierto orden -y este orden es accesible a la razón y aun captado por su actividad más rigurosa, la actividad lógico-matemática.

El antecedente indudable de esta concepción está en el pensamiento griego, que además de la inspiración general, trasmite el instrumento matemático (especialmente la geometría) y la doctrina física del atomismo, de tan acusado sentido matemático. Pero todo este legado del pensamiento griego podemos considerarlo, en el Renacimiento, como una hipótesis que de repente recibiera la más completa y terminante confirmación en la experiencia. El hecho nuevo que la confirma es la constitución de la mecánica por Galileo.

Todas aquellas intuiciones o presunciones del orden de la naturaleza, de su cognoscibilidad, hallan en la ciencia nueva, de Galileo y Kepler a Newton, una comprobación insuperable. La experiencia entra con ajuste maravilloso en la expresión matemática: el cosmos se revela sometido a la ley del número. Hay una especie de deslumbramiento, y la ciencia que de tan excelso prestigio aparecía revestida llega a ser mucho más que una ciencia: se convierte en el tipo o el modelo de todo saber, y aun en una especie de ontología de la naturaleza[,] -de la realidad.

Si como visión total del mundo tenemos aquí un naturalismo mecanicista, veremos que esta concepción produce, como por condensación, un problema parcial que ocupa el puesto central en la investigación filosófica de la época: el problema del conocimiento que corresponde a tal concepción general del mundo. Es decir, el problema del conocimiento de la naturaleza.

En los grandes sistemas, no es difícil ver ambas cosas: la concepción general naturalístico-mecanicista y el problema conexo del conocimiento.

DESCARTES desarrolla una doctrina del método sobre paradigmas netamente matemáticos. "Partiendo de la investigación mecánico-matemática de la naturaleza, desenvuelve este procedimiento como el único verdadero método del conocer" (U. III. 221). "En la matemática y solo en ella encuentra su espíritu investigador cumplida la exigencia de estricta cientificidad; solo en ella ve contenido un saber válido o indudable, capaz de afirmarse y mantenerse frente a cualquier impugnación del escepticismo" (U. III. 221). "El mundo es pensado por él como una máquina en la que lo único real es la extensión, el número y el movimiento" (id. 222). Esa explicación mecánica se extiende a los vegetales, a los animales. Y más allá de este universal mecanismo no están sino el alma y Dios.

HOBBES toma "los conceptos y métodos fundamentales de la física matemática del siglo XVII, y el modelo del sistema cartesiano" (249). El hombre, para él, entra plenamente en el cuadro de la naturaleza, y solo puede ser conocido por los métodos que a aquella se aplican. Lo característico en él es la aspiración a mantenerse dentro del terreno de la experiencia sensible, aceptando previamente los métodos y puntos de vista naturalístico-matemáticos del racionalismo continental, pero renunciando a toda interpretación idealística de los mismos y a trascender en cualquier forma la realidad natural tal como la había circunscripto la investigación del 600. Es fundamental en él su concepción del hombre como un producto de la naturaleza, y la deducción de su doctrina social y jurídica de acuerdo con este supuesto (250-51).

Combinando estas tendencias naturalistas y matematicistas, que son la atmósfera de la época, con elementos de otro orden, que acaso le llegan de la mística judaica o de la teosofía renacentista, elabora SPINOZA su sistema, que dispone como una geometría. Cuando se quiere disminuir la importancia del orden y aparato geométrico en la Ética, relegándolo a una condición puramente externa, no debe olvidarse que además de la exposición rigurosa y ordenada, buscaba en él algo más el filósofo: quería que así fuera posible meditar, en la actitud apacible del sabio, sobre todas las cosas, desde las más altas a las más bajas, desde la divinidad a las pasiones del ánimo, "como si se tratara de líneas, superficiales y cuerpos" (271) [sic]. No solo el método, sino hasta la actitud peculiar del hombre de ciencia. Por otra parte, se ha argumentado, muy acertadamente, que si en él el mundo se puede deducir y conceptuar more geométrico, es porque la misma ordenación del mundo debe ser matemática. Que como en la matemática, debe ocurrir en el mundo de las cosas, en toda la realidad, la relación, la relación de razón a consecuencia. Que la naturaleza carece de fin propio, como ocurre en matemáticas, y que, como en ella, en Spinoza la relación efectiva de causa a efecto se convierte en la relación de razón a consecuencia (282).

El último de los grandes filósofos de esta línea es LEIBNIZ. También en él una dirección idéntica se revela en aspectos diferentes, desde el Ars Combinatoria, que proyectó a los 20 años [Dissertatio de arte combinatoria, 1666]. La matemática es elevada por él a la categoría de conocimiento ejemplar. "El número es en cierto modo una idea metafísica fundamental, y la aritmética una especie de estática del Universo en la que se revelan las fuerzas de las cosas" (Vorl. II. 59). Su principio de continuidad, de tan vasto alcance filosófico, se relaciona íntimamente con su descubrimiento del cálculo infinitesimal, de modo que halla simultáneamente y por el mismo camino la ley del mundo y el instrumento matemático capaz de expresarla e investigarla. La naturaleza debe ser explicada por las reglas de la mecánica, más el principio de razón suficiente. Con un conocimiento adecuado, se podría ver en lo presente lo futuro como en un espejo, y todo acontecer ocurre en el mundo según principios mecánicos e inteligibles.

Leibniz termina esta gran dirección del racionalismo occidental, inaugurada por Descartes, y que desemboca en Kant por intermedio de Wolff. El optimismo leibniziano, fácilmente ridiculizado por Voltaire, podemos ampliarlo y extenderlo a toda esta gran etapa del pensamiento europeo. Este racionalismo es, en realidad, un optimismo, acaso el más sublime optimismo que hayan profesado los hombres1. Creía en la perfecta racionalidad del mundo y en la posibilidad del conocimiento racional del mundo por el hombre, tal como lo presentaba el siglo XVII, en una especie de adelanto a cuenta de mayor cantidad, -la ciencia exacta de la naturaleza.

Para aclarar la posición de este racionalismo del siglo XVII frente a la realidad, conviene compararlo ahora con dos etapas posteriores del pensamiento, la que encarna Kant y la que ahora vivimos.

El racionalismo del siglo XVII, como hemos repetido, cree, más o menos implícitamente, en el orden racional de la realidad. Si la razón humana capta y comprende ese orden, es porque hay un paralelismo entre mundo y razón humana. La realidad puede entrar en la razón sin que escape a esta su hondura ontológica, y, además, sin residuo apreciable. La reflexión gnoseológica del tiempo no aclara suficientemente este acuerdo de realidad y conocimiento. No era tampoco necesario que lo aclarase, porque su justificación se realiza, como veremos en seguida, EN OTRO PLANO.

ESTE PLANO es el de la fe, el de la creencia. Así como el griego suponía un cosmos saturado de divinidad, del cual los dioses personales de su religión positiva eran apenas emanaciones o producciones -así esta filosofía del siglo XVII es profundamente cristiana y ve al mundo regido por la divinidad. La habitual contraposición -justificada desde luego- entre la Edad Media y la Moderna hace que no se repare suficientemente en esto. Lo que, en este respecto, termina con la Edad Media, es la filosofía en cuanto institución casi eclesiástica, el autoritarismo dogmático, el criterio de autoridad. La filosofía se seculariza, pero secularización no es irreligiosidad. El racionalismo del siglo XVII es un optimismo cuya garantía es Dios. El orden del mundo, en el fondo, sigue siendo el orden de la creación. Descartes deriva, en las Meditaciones, su criterio de verdad: el conocimiento claro y distinto, de la verdad de Dios. "Yo no entiendo -dice también- ahora por naturaleza otra cosa que Dios, o mejor dicho, el orden producido por Dios en las cosas creadas". Para los ocasionalistas, el acuerdo entre el hombre y el mundo, establecido por Dios, es una noción central. En Spinoza, la substancia única no es en última instancia sino el orden geométrico universal del ser, naturaleza y Dios al mismo tiempo. En Leibniz, "Dios es la substancia primaria" o "unidad primera" de todas las fuerzas, fuente del ser y del conocer, arquitecto de la naturaleza y supremo legislador del reino moral de los fines. De su misma perfección se sigue que "en la creación del mundo haya elegido el mejor plan posible, en el que se une la mayor diversidad con el mayor orden, se aprovechan ajustadamente el espacio y el tiempo, se logra el mayor efecto con los recursos más sencillos, y se obtiene en las criaturas el más grande poder, saber y felicidad que el universo podía contener en sí" (Vorl. 71). Este subsuelo teológico en el racionalismo del siglo XVII da por adelantado la solución a las cuestiones más graves de la metafísica y de la teoría del conocimiento y justifica por qué ciertos aspectos no se problematizan en modo más radical y agudo. La filosofía de la Edad Moderna, en general, es cristiana, con una dosis de ortodoxia que va disminuyendo, hasta que muere en dos pensadores, que por un singular capricho del destino, eran espíritus exaltadamente religiosos: Schopenhauer, que vierte su religiosidad en los cauces de las viejas religiones indostánicas, y Nietzsche, que abre el camino propio para la suya con el mito futurista de un dios in-fieri en el seno mismo de la humanidad.

He dicho antes que para aclarar la situación específica del racionalismo clásico del 600 conviene compararlo con dos instancias sucesivas del pensamiento occidental. Acabamos de ver [que] ese racionalismo supone la racionalidad y el orden del mundo, y la posibilidad del conocimiento; hemos visto también que este conocimiento lo concibe sobre el modelo del saber de la ciencia natural exacta. Y hemos ido más allá: hemos apuntado el supuesto teológico sobre que reposan, juntamente, la creencia en un orden cósmico y la confianza en la posibilidad de su conocimiento por el hombre. Cuando una crítica eficaz conmueve ese sistema, surge otra solución bien diferente. Kant explica la posibilidad del conocimiento en términos distintos. Del mundo en sí de la realidad en cuanto independiente del sujeto que la piensa, nada sabemos, nada podemos saber. El sujeto crea el conocimiento. El conocimiento depende de formas rigurosas existentes en el sujeto, y la validez del saber está dada, no como en el racionalismo por el poder de descubrir racionalmente la esencia íntima de la realidad, sino por el funcionamiento uniforme y necesario de las formas de la intuición, de las categorías, de las ideas. Esta es la manera como Kant salva la validez universal del conocimiento: escamoteando aquel mundo que estaba siempre presente para el racionalismo. Pero la situación actual, la de nuestro tiempo, es otra vez distinta. La realidad llega ahora al sujeto cognoscente como un flujo que no obedece ya a las formas kantianas, que eran, sin embargo, suficientes para encuadrar la experiencia científica de su tiempo. El río, que antes pasaba holgado bajo la triple arcada del puente kantiano, se ha desbordado. Una experiencia científica más amplia, infinitamente más delicada y compleja, choca aquí y allá con los a priori tal como él los imaginó. El mundo, por lo visto, no se somete al juego de prestidigitación en que una vez, allá en la tranquila ciudad de Königsberg, hacia el ocaso del siglo XVIII, se le quiso hacer desaparecer para que no molestase. El mundo está ahí, ante nosotros, y afirma su presencia, cuando se lo interroga, con respuestas ininteligibles que hacen necesarias nuevas claves, nuevas categorías, actitudes nuevas y también, sobre todo, una nueva humildad.

Queríamos -con este paréntesis-, destacar la peculiaridad del racionalismo clásico, el del siglo XVII, por contraposición con situaciones posteriores -de las que de intento [he] eliminado la correspondiente al racionalismo alemán, porque será examinada en otras conferencias de este ciclo. EN RESUMEN: El racionalismo creía en una concordancia por la absoluta preponderancia en él del sujeto; nuestro tiempo pugna por hallar un orden nuevo, bases inéditas, en el conocimiento de una realidad que no pocas veces se muestra rebelde a los procedimientos tradicionales -y aun a los que paulatinamente se van fabricando a su medida.

Hasta ahora nos hemos referido únicamente a la dirección filosófica denominada habitualmente racionalismo, que tiene su primer gran representante en Descartes, y que llega a Kant -casi directamente o por Wolff, cuya filosofía profesó Kant algún tiempo. Volvamos ya la atención hacia la otra corriente, que, con la anterior, confluye en Kant: el llamado empirismo.

El problema del conocimiento surge en la Edad Media promovido por las cuestiones que plantea la ciencia nueva. El primer gran intento -fracasado- de una doctrina moderna de los métodos, de los métodos no del problema total del conocimiento, se da en Bacon. Bacon quiere hacer en sentido positivo, constructivo, lo que en sentido negativo o puramente crítico hacen otros grandes espíritus renacentistas, los Vives, los Sánchez. Bacon, ante una época que hace tantas cosas en la investigación de la naturaleza, quiere hacer la teoría de aquella práctica, que escasamente comprende, y elabora un sistema de métodos en que la matemática -alma de ciencia nueva- tiene poco o nada que hacer. Con toda su incomprensión de la ciencia que tanto le preocupa, Bacon es una de las grandes figuras del Renacimiento por el entusiasmo y la intuición genial de la nueva época que se abría ante los hombres de aquel tiempo. Sus escritos, en este sentido, solo son comparables con Los Lusiadas, el poema de Camões, cuyo protagonista, Vasco de Gama, más que el héroe, es como la conciencia viva de la epopeya geográfica del Renacimiento, la comprensión deslumbrada de vivir una hora única y magnífica de la historia de la humanidad. Bacon es un testigo de excepción en el Renacimiento, y desde su atalaya, en los linderos de los siglos XVI y XVII, suele olvidarse de lo que ve para decirnos, como en trance profético, lo que traerán los siglos futuros y siente ya el palpitar en las entrañas del suyo.

El empirismo tiene su primer gran mantenedor en un contemporáneo de Spinoza, Locke, que plantea el problema del conocimiento en un plano genético y psicológico, investigando el origen efectivo del saber en el individuo. Poco conocedor de las matemáticas, se libra por esa circunstancia de la fascinación que ejerce el número en los hombres del siglo. No hay por qué detenerse aquí en los diferentes capítulos de la doctrina gnoseológica de Locke; su negación de las ideas innatas y su concepción de la tabla rasa; la página originalmente blanca que poco a poco, según le van llegando impresiones del exterior, se va cubriendo de signos; su distinción entre las cualidades primarias y las secundarias... Con Locke, efectúa su primera aparición considerable el ASOCIACIONISMO, transcripción psicológica del atomismo físico, que era, a su vez, una transcripción física de elementales concepciones geométricas. El asociacionismo representará en adelante un gran papel en la filosofía y llenará casi toda la psicología. Se convertirá en una de las grandes claves para explicar extensos territorios de la realidad, y, lo que es más grave y más decisivo, en una especie de categoría de nuestro pensamiento, es decir, en un instrumento de interpretación que se aplicará sin crítica y hasta sin sospechar que existe y que lo utilizamos.

La obra capital de Locke, el ENSAYO SOBRE EL ENTENDIMIENTO HUMANO (1690), contrapone al punto de vista empírico, genético, psicológico, al puramente lógico, combatiendo la creencia en las ideas innatas. Leibniz contesta a Locke, impugnándolo, en un libro que solo se publicará muchos años después de la muerte de ambos2. Polémica memorable, polémica de muertos con auditorios de posteridad. La transformación del innatismo, en Leibniz, en una especie de capacidad potencial o virtual, preanuncia ya a lo lejos a Kant.

El asociacionismo de Locke, como las restantes nociones predilectas de este pensador, son concepciones típicas de lo que se llama el Iluminismo. WINDELBAND, con su genial penetración histórico-filosófico, ha caracterizado así esta corriente: "El iluminismo -dice- en su violenta polémica contra la metafísica, se apoya desde el primer momento en una metafísica del sentido común, que no hace en el fondo, otra cosa que presuponer como verdades evidentes todas aquellas verdades logradas por el lento trabajo de los siglos precedentes".

El empirismo de Locke no es, pues, -como no lo son las restantes actitudes iluministas- un empirismo auténtico, un acercarse a las cosas mismas sin prevenciones, una perfecta adaptación al dato puro. Como presupuesto de este sedicente empirismo está todo el pensamiento anterior de la época, reducido a la condición de algo tenue, impalpable, como una atmósfera que no se ve pero que se respira y en la que se vive. Esto ha de tenerse siempre en cuenta para no extremar -como se suele- la oposición entre empirismo y racionalismo de la Edad Moderna anterior a Kant, que acaso enemigos en cuanto estructuras elevándose en pleno aire, coinciden misteriosamente en sus cimientos subterráneos.

El representante por excelencia del empirismo iluminista es el escocés David Hume, cuya vida transcurre en pleno siglo XVII y termina cinco años antes de la publicación de la Crítica de la razón pura. El problema del conocimiento es para él la cuestión filosófica capital. Salvo el matemático, todo otro saber es para él empírico y contingente. La relación de causa a efecto no es un nexo necesario, sino que se constituye en el sujeto que conoce por la repetición de ciertas comprobaciones, por una especie de hábito o costumbre. "En realidad -se ha dicho con bastante exactitud- sus investigaciones se dirigen a contrariar la arrogante confianza de la razón en sí misma, a combatir su aspiración a la validez universal, a reducir sus principios fundamentales -ante todo el de causalidad- a los instintos, tendencias y sentimientos que son la verdadera fuente de nuestra vida" (Ueb. III, 400). Pero no olvidemos que bajo esta exigencia de pura empiria, siguen obrando decisivamente los motivos iluministas, subordinados por su procedencia al racionalismo de la centuria anterior. Sobre este fondo de escepticismo en que se mueve el pensamiento de Hume, escepticismo que ataca directamente a la razón, al conocimiento, pero más allá de ellos a la profunda convicción racionalista de la concordancia entre razón y realidad como dos series ordenadas y paralelas, se destaca la concepción de la ciencia como mera descripción simplificada, que reaparecerá en el Positivismo del siglo XIX, heredero de Hume.

Hemos procedido a fijar a grandes rasgos las dos líneas de pensamientos que dominan casi con exclusividad la Época Moderna, y que coinciden en Kant como en un vértice. Quiero, antes de pasar adelante, recordar que la importancia de ambas no ha sido siempre reconocida. Partiendo de la distinción entre el conocer y el conocimiento, establecida claramente por Bruno Bauch -y que, por otra parte, se utiliza corrientemente para defender la autonomía de lo lógico- ha podido desconocerse, casi negarse, la significación del empirismo en el problema estricto tal como está en Kant. Así, por ejemplo, [Friedrich] Kuntze expuso no hace mucho la marcha del problema dejando casi de lado las corrientes empiristas3. Manera de ver que se debe o se puede discutir prescindiendo por completo de la influencia efectiva, histórica, del escepticismo empirista sobre Kant. Pero, sobre estas influencias, pocas afirmaciones más terminantes que las de Max Scheler, en El formalismo en la ética. Para ser lo que son en la experiencia, la naturaleza de Hume necesita de la razón pura de Kant, como el hombre de Hobbes necesita de la razón práctica. La solución kantiana estaría determinada por los términos en que el empirismo pone el problema naturaleza y el problema hombre (ver Formalismus, 3a. ed., 62).

Parecerá que atribuimos una significación excesiva al problema del conocimiento; que con él cubrimos los demás hasta no verlos. Sin desconocer el volumen y el alcance de los restantes problemas filosóficos en la época que vamos tratando, cabe asignar sin exageración al problema cognoscitivo una situación excepcional en ella. Desde luego, es el que muestra una marcha más seguida, una progresión más continua en toda la Edad Moderna. Se relaciona estrechamente con el problema metafísico -positivamente en el racionalismo pleno, negativamente en el escepticismo iluminista-, y aun se podría decir que es una versión especial del problema metafísico, que es ese mismo problema contemplado desde cierto ángulo. Y también se relaciona con el problema del hombre, con los que se refieren a la psicología, al derecho, al Estado, a la moral. Es como el camino real de la filosofía moderna hasta Kant, y alcanza en ella sucesivamente esa tensión casi penosa que determina, como un desenlace, la crítica kantiana. El pensamiento moderno sigue, paralelamente a esta línea del problema del conocimiento natural, la de los problemas del hombre a que me he referido. Pero esta rama del pensamiento moderno, racionalismo e iluminismo, no culmina ni se concreta en ninguna construcción teórica tan típica como la Crítica de la razón pura. La síntesis correspondiente a esta en aquel otro dominio, acaso no sea un libro, sino un suceso: la Revolución Francesa.

El problema del conocimiento, concebido este como conocimiento de la realidad natural, sobre categorías estrictamente racionales, lógicas, matemáticas, ocupa el puesto de preferencia en la filosofía moderna hasta el siglo XVIII por diversos motivos, algunos de los cuales ya hemos apuntado. El precedente es la filosofía griega, también naturalista y racionalista en sus conquistas más seguras o utilizables. La constitución, a partir del Renacimiento, de la ciencia natural exacta, rodea a esta concepción de un prestigio incomparable. Pero, además, esta misma ciencia se convierte en un problema cuyo examen es urgente e inexcusable. Kuntze, a quien antes he aludido, autor de uno de los trabajos más recientes sobre la teoría del conocimiento, sostiene que en esta solo surge algo nuevo cuando en la ciencia exacta y natural aparecen doctrinas innovadoras. Newton, o más propiamente, toda la ciencia natural exacta desde Galileo a Newton, es el material sobre el cual trabaja Kant. Es el conocimiento tal como se da ahí lo que le preocupa, y no cualquier conocimiento.

Pero hay quizá algo más en esta vocación de la Edad Moderna para el problema del conocimiento, algo que ha sido bien visto recientemente por Heinemann y por algunos otros, pero que examinaremos aquí a nuestro modo4.

Cuando en el caso de la Antigüedad aparecen las doctrinas humanitarias del estoicismo, al mismo tiempo que nace esta aspiración a una solidaridad universal entre los hombres, comienza a desaparecer la solidaridad antigua entre el hombre y el cosmos, aquella juvenil y confiada entrega del griego a la naturaleza. Lo que produce esa necesidad de acercamiento entre los hombres, es la desconfianza hacia la vida, el miedo ante un mundo que empieza a mostrarse extraño y hostil, con la disolución del sistema de protección que era la cultura griega. Es como la aproximación de la tormenta o la sospecha del lobo, que hace apeñuscarse al rebaño. La Edad Media, católica y ascética, acentúa el divorcio entre el hombre y el mundo, y cambia aquella situación de hecho en una situación de derecho, al desvalorizar el mundo real en beneficio de un trasmundo teológico, al que traslada todos los valores.

El hombre moderno adopta una actitud nueva, dentro de esta ruptura con el mundo que ocurre definitivamente para el occidental al derrumbarse el helenismo -y que no conocen otros hombres, por ejemplo, el indostánico. Quiere saber y, además, quiere hacer; está dominado por una voluntad de conocimiento doblada de una voluntad de poderío. A la técnica efectiva, que vendrá por sus pasos contados, se adelanta en el Renacimiento la magia, que no es sino una técnica fantástica e impaciente, una técnica ambiciosa para lograr de golpe todos los bienes terrenos: el oro, la juventud, la inmortalidad. El hombre moderno, desde 1500, piensa cada vez menos en el cielo y cada vez más en la tierra. El centro de la vida se traslada al sujeto, al sujeto del conocer y del hacer. Cuando la ciencia nueva ha logrado sus primeras victorias, hay la impresión de que se ha hallado el camino cierto para llegar al oculto corazón de la naturaleza; que se posee ya la clase de su secreto y se podrá forzar a plegarse a los deseos humanos. Ya en Bacon saber y poder son una cosa sola, y desde entonces asistimos al desarrollo de esa peculiar visión moderna de la vida como creación y actividad; a ese culto del futuro, porque el futuro es el camino de la acción, la dirección de la voluntad. El hombre vive siempre de lejanías; pero para el hombre moderno la lejanía que alberga el ideal ya no es, como para el de la Edad Media, una lejanía vertical, sino una lejanía horizontal. Mira hacia un horizonte distante, pero sobre su mismo plano. La fe en la acción, en la eficacia de la voluntad, se refleja en el convencimiento de que la historia va hacia algún lado, es decir, que avanza guiada por una meta. La idea de progreso, prescindiendo de cualquier contenido que el análisis pueda descubrir en ella, es un mito típico del hombre moderno, reemplazante de los dioses ausentes. Un paso más, y se comprenderá esta dichosa orientación de la historia humana como la coronación de un proceso cósmico afín, que en el mundo animado avanza desde las formas elementales hasta el hombre, y en el hombre desde sus orígenes animales hasta la más depurada espiritualidad. El hombre moderno se forja una visión del mundo a su imagen y semejanza, esencialmente distinta de la visión perfecta, pero estática, del griego, y de la teológica visión medieval. En Kant, esta específica tendencia moderna alcanza una de sus realizaciones características. El sujeto determina y conforma el conocimiento hasta tal punto, que en realidad lo crea. El pragmatismo de los primeros años de nuestro siglo, que alguna vez ha querido buscar sus antecedentes en Kant, extrema y conduce al absurdo esta dirección, con un gesto de niño voluntarioso. El hombre de ciencia crea el hecho de experiencia -llegó a decir con gran escándalo de prudentes científicos, que hasta entonces habían prestado una intermitente adhesión a la tesis pragmática, mientras la realidad, interrogada más a fondo, volvía a afirmar su presencia y se erguía ante el hombre más enigmático que nunca.

Este imperialismo del sujeto en la Edad Moderna contribuye a explicar el auge del problema del conocimiento durante la misma. Lo propio del problema del conocimiento es poner frente a frente sujeto y objeto, el que conoce y lo conocido y lo por conocer. El misterio del conocimiento reside precisamente en que los dos términos del conocimiento no están unidos ni separados, en que hay entre ellos una especial manera de tangencia que es irreductible y única, que no se asemeja a nada. La actitud del que examina este problema coincide con la irrefrenable aspiración a la autonomía del hombre moderno, tomándolo como el material de la gran empresa industrial que es él [en] la vida hasta los comienzos de nuestro tiempo.

KANT nace alrededor de cuarenta años después que Voltaire y Montesquieu, y unos diez después de Condillac y Rousseau. Es contemporáneo de Adam Smith, alcanza en sus postrimerías la Revolución y muere en los primeros años del siglo XIX.

Todos los motivos que hemos ido enumerando llegan hasta él, que realiza con ellos su síntesis memorable. La dirección racionalista, por Leibniz y Wolff, que recibe de su maestro el wolffiano Knutzen. Este mismo lo inició en el conocimiento de Newton. Y con esto tenemos lo que podríamos llamar el material sobre el cual trabaja: la filosofía clásica del Continente y la ciencia exacta de la naturaleza, las dos supremas encarnaciones del espíritu teórico europeo de la época, sobre cuya concordancia y aun íntima afinidad y unidad ya hemos discurrido esta noche.

Si este es el material, la incitación para resolver su problema la recibe del empirismo insular. Hay cierto paralelismo entre el par Locke-Leibniz y el que después constituirán Hume y Kant. Es el diálogo, por encima del Atlántico, entre el hombre de las islas y el del Continente. Hasta en cierta sugestiva simultaneidad temporal se ordenan las dos series, la británica y la continental, correspondiente a Bacon-el Cusano y el Bruno; a Hobbes-Descartes; a Locke-Spinoza; a Berkeley-Leibniz; y a Hume-Wolff; ya los dos últimos golpeando en las puertas de Kant, el primero para transmitirle la herencia racionalista y el segundo para despertarlo de su sueño dogmático. El inglés es el hombre de la realidad concreta, de la verdad parsimoniosa y prudente que avanza de hecho en hecho. Guarda casi siempre una actitud de relativa reserva ante la actividad científica o filosófica, y más que un filósofo profesional, suele ser un hombre culto que filosofa. Hay siempre en él un rastro de diletantismo, que uno de los suyos, Houston Stewart Chamberlain, tratará en nuestros días de justificar y aun de elevar ingeniosamente a la dignidad de un propósito superior. El hombre del Continente busca la verdad absoluta, el sistema cerrado, la cuestión de derecho antes que la de hecho, y se entrega a la filosofía con una pasión extremada y sin límite. La perdurable diferencia entre el pensamiento inglés y el de la Europa centro-occidental solo se atenuará cuando -como por César en el siglo I a. C.- sea conquistada Inglaterra por otro hombre del Continente en el siglo XIX: precisamente por el filósofo que conmemoramos, por Hegel, pensador cuyo destino imperial se materializa muy bien en la más difundida efigie suya, en la que muestra bastante parecido con su contemporáneo Napoleón. Pero si la invasión hegeliana no era en cierto modo al [¿del?] Continente el [¿al?] país inglés, la dualidad está latente y aparece a cada instante, como se puede comprobar en nuestro tiempo comparando pensadores afines. A los pragmatistas de raza inglesa William James y [Ferdinand C.S.] Schiller -con el pragmatista alemán Vaihinger; al filósofo de la cultura Houston Stewart Chamberlain -con su paralelo germánico Spengler. Lo que es creación personal y un tanto arbitraria en unos, es en los otros rigurosa tendencia sistemática. Cuando aquellos exageran, caen en la paradoja; cuando estos otros extreman, caen en la pedantería académica.

Existe un paralelismo, decía, entre el par Locke-Leibniz y el par Hume-Kant. Los dos filósofos del empirismo, Locke y Hume, formulan en cierto modo las preguntas a que procuran responder, respectivamente, Leibniz y Kant. Es en aquellos en quienes se da originalmente la conciencia del problema, en quienes el problema se da en forma más libre y aguda, porque no están oprimidos por la pesadumbre del dogmatismo racionalista. Pero ambos son incapaces de resolverlo -y sobre todo, son incapaces de resolverlo en términos que satisfagan las exigencias de la razón. Bien que mal, las soluciones del empirismo explica[ba]n y describían el conocer como hecho o proceso efectivo, como acontecer real en el hombre individual; pero no justificaban el conocimiento como algo objetivo, supraindividual, fundado y, dentro de ciertos límites, necesario. La respuesta de Leibniz a Locke, por el papel asignado a la síntesis y por la interpretación del innatismo en el sentido de algo virtual o funcional en el espíritu, anticipa y anuncia la que luego dará Kant a Hume.

La vieja concepción geocéntrica y antropocéntrica de la cosmología tradicional, había sido reemplazada, por obra de Copérnico y a principios del siglo XVI, por un nuevo sistema del mundo, en que la Tierra es un astro cualquiera, que gira subordinada a instancias siderales más altas que ella. Para el hombre debió de ser un minuto terrible aquel minuto en que se sintió arrancado del centro inmóvil desde el cual presidía la Creación, para vagar sobre un planeta secundario por los espacios sin fin. Kant comparaba lo que él había hecho en la filosofía a la revolución copernicana, en un pasaje del Prólogo de la 2a. edición de la Crítica de la razón pura que dice así: ["]Hasta nuestros días se ha admitido que todos nuestros conocimientos deben regularse por los objetos. Pero también han fracasado por esa suposición cuantos ensayos se ha[n] hecho de construir [de establecer] por conceptos algo a priori sobre esos objetos, lo cual, en verdad, extendería nuestro conocimiento. Ensáyese, pues, aún [a] ver si no tendríamos mejor éxito en los problemas de la Metafísica, aceptando que los objetos sean lo[s] que deban reglarse por nuestro[s] conocimiento[s], lo cual conforma ya mejor con la deseada posibilidad de un conocimiento a priori de esos objetos, el cual asegura algo de ellos antes de que nos sean dados. Sucede aquí lo que con el primer pensamiento de Copérnico, que, no pudiendo explicarse bien los movimientos del cielo[,] si admitía que todo el sistema sideral tornaba alrededor del contemplador, probó si no sería mejor suponer que era el espectador el que giraba [tornaba] y los astros los que permanecían inmóviles. Puédese hacer con la Metafísica un ensayo semejante, en lo que toca a la intuición de los objetos. Si la intuición debe reglarse por la naturaleza de los objetos, yo no comprendo entonces cómo puede saberse de ellos algo a priori; pero réglese el objeto (como objeto de los sentidos) por la naturaleza de nuestra facultad intuitiva, y entonces podré representarme perfectamente esta posibilidad. Mas como yo no puedo quedarme en esas intuiciones, si es que han de ser conocimiento[s], sino que en tanto que son representaciones debo referirlas a alguna cosa que sea objeto, y como estos últimos deben ser determinados por ellas, he de admitir, o que los Conceptos[s], por los cuales cumplo esa determinación se reglan también por los objetos, lo cual me pone otra vez en la misma dificultad [el mismo apuro] de saber cómo puedo conocer algo de ellos a priori, o reconocer que los objetos, o lo que es lo mismo, que la Experiencia -en la cual únicamente (como objetos dados) pueden ser conocidos- se regla por estos conceptos, en lo que veo inmediatamente una manera más fácil de salir de la dificultad [del apuro]"5.

La revolución copernicana de Kant consiste en que, mientras antes, en el dogmatismo, el conocimiento se regulaba por los objetos, ahora en la Crítica son los objetos los que se regulan por el conocimiento. Hay, sin duda, un cambio total, una inversión, como la que trajo Copérnico al sistema del mundo. Pero esta revolución kantiana solo es copernicana en cuanto inversión de términos, en cuanto convierte en centro lo que era periferia, y su periferia lo que era centro. En el fondo, es más bien una revolución ANTICOPERNICANA, y mediante ella se restaura, por nuevos caminos, la posición central y de excepción del hombre en el orbe de las cosas. Copérnico echó a rodar la Tierra y convirtió con ello al hombre, que era hasta entonces rey de la creación, en una especie de vagabundo del espacio. Kant, el Anti-Copérnico, construye un substituto de la Tierra inmóvil y céntrica de antes en el sujeto trascendental, que ahora rige las cosas todas y las somete a su imperio, porque las cosas, la experiencia, dependen del sujeto, y más allá no existe sino la cosa en sí, inalcanzable, incognoscible y contradictoria. El mundo, que antes se ordenaba obediente en torno al hombre, y que se había sublevado contra él en la astronomía copernicana, se lo vuelve a someter reconociéndolo su legislador y obedeciendo a la nueva disciplina de los a priori. El viejo antropocentrismo realista, destruido por la nueva cosmología, es ventajosamente reemplazado con Kant por un antropocentrismo gnoseológico. El orgullo del hombre moderno había encontrado en Pascal una expresión sublime y desgarrada: ["]El hombre no es más que un junco, el más débil de la naturaleza, pero un junco que piensa. No es necesario que el universo entero se arme contra él para aplastarlo. Un vapor, una gota de agua son bastantes para hacerlo perecer. Pero, aun cuando el universo lo aplaste, el hombre sería más noble que lo que lo mata, porque él sabe que muere. Y la ventaja que el universo tiene sobre él, el universo no la conoce"6. Kant hubiera completado la amarga comprobación con que se consuela Pascal, diciendo que el mundo que aplasta al hombre -tal como únicamente le es dado, es decir, en la experiencia- es creación suya.

Kant -como es bien sabido- realiza su revolución filosófica mediante la investigación de las formas del conocimiento, de los elementos a priori existentes en este, que son cosa del sujeto, no del sujeto individual, psicológico, empírico, sino del sujeto trascendental, que es como la razón objetiva misma, que es por lo tanto supraindividual y que viene a ser nada más que el haz de los a priori, los a priori en funcionamiento. La investigación parte de los a priori gnoseológicos; pero además de estos existen en Kant el a priori ético, el estético, el teleológico. El criticismo kantiano es un apriorismo.

En la esfera del conocimiento, el a priori se escalona en tres planos distintos. Las formas aprióricas o puras de la intuición sensible, con el espacio y el tiempo; ellas posibilitan, como saber riguroso, la geométrica y la aritmética, y la mecánica pura, respectivamente. Es la doctrina contenida en la Estética Trascendental. En un plano diferente, están los a priori de la Analítica Trascendental, los conceptos puros del entendimiento o categorías, mediante los cuales se fundamenta la ciencia pura de la naturaleza, la física matemática. "La Analítica -dice Kant- es una lógica de la verdad". El entendimiento, que mediante su unidad sintética produce la experiencia, es el mismo que [por] medio de la unidad analítica constituye las formas del juicio de la Lógica formal.

Con esto termina la organización, la constitución de la experiencia. La ciencia como saber necesario, negada por Hume, se ha salvado. Pero la mente humana no se satisface con esto, busca más allá. Quiere algo más allá de este saber, seguro, pero que no hace sino sistematizar en conocimiento el mundo de los fenómenos. Estos fenómenos [¿]no son la apariencia de una realidad profunda? Y si de alguna manera traspasamos la experiencia [¿]no hallarán respuesta las más graves interrogaciones que el hombre se formula sobre su esencia íntima, sobre el significado de sus temores y de sus esperanzas, sobre su destino?

La Dialéctica Trascendental examina estas últimas exigencias de la razón y del sentimiento. Va contra la doctrina del alma, la cosmología y la teología dogmáticas; contra la ilusión de que el alma, el mundo y Dios son cognoscibles y determinables. Kant establece la imposibilidad de tomar partido en estas cuestiones, de afirmar ni negar nada en ellas, salvo su condición de trascender nuestro conocimiento. La Metafísica, como ciencia racional, es imposible. No se puede afirmar ni negar racionalmente la inmortalidad del alma. La cosmología raciona su última palabra en las cuatro antinomias, cuyas antítesis niegan lo que afirman las tesis, sin que sea lícito a la razón decidirse por unas o por otras. La primera antinomia se refiere a si el mundo tiene un comienzo y un fin en el tiempo y en el espacio; la segunda si lo que hay en él es simple o compuesto; la cuarta a si su causa es un ser necesario o es obra del azar. La tercera examina el dilema necesidad-libertad. A ella se refería el estudiante alemán muerto en la guerra europea, en cuyo cuaderno de memorias se encontró esta frase: "... Y sin embargo, la tercera antinomia kantiana es más importante que esta guerra". Kant no tuvo seguramente comentario más conmovedor que el de este estudiante que meditaba la Crítica de la razón pura en vísperas trágicas. "El hombre -decía Pascal en el fragmento que antes he recordado- no es más que un junco, el más desamparado de la naturaleza... Pero es un junco que piensa".

Tampoco sobre la existencia de Dios puede resolver la razón. Y con esto termina nuestro rapidísimo itinerario al través de la Crítica de la razón pura, el libro -dice su autor- donde han sido resueltas todas las cuestiones metafísicas, o, por lo menos, donde se ha dado la clave para resolverlas. "El libro más contradictorio que existe", en opinión del hombre que más trabajo ha consagrado a examinar las discusiones suscitadas por él, Hans Vaihinger.

La ética de Kant -el acto más heroico de la historia universal, la llamaba Otto Weininger- es una ética de la autonomía y del deber.7 Es una autoafirmación del sujeto aun más total y enérgica que la doctrina kantiana del conocimiento, porque el sujeto ya no solo contiene el mundo dentro de sus propios límites conformándolo según su peculiar estructura, sino [que] salva estos límites mismos. Como su doctrina gnoseológica es un formalismo, también lo es su ética, porque solo da la forma de la ley moral, y no su contenido. Solo hay en el mundo una cosa que sea buena sin limitación: una buena voluntad. Todo ingrediente de orden afectivo, por puro que parezca, es severamente apartado. La mera complacencia en el bien es sospechosa, para el filósofo que no quiere obedecer sino a un estricto imperativo racional, a la ley de acero que descubre en sí, cuya contemplación lo llena de admiración, siempre renovada, que [como] la de las estrellas en el cielo nocturno.

"Para existir, la naturaleza de Hume necesitaba de la razón pura de Kant y el hombre de Hobbes de su razón práctica, si querían acercarse a lo que son en la experiencia". Hallamos estas palabras en las extensas disquisiciones sobre la ética kantiana contenidas en El formalismo en la Ética y la Ética material de los Valores, de Max Scheler. El supuesto del sensualismo, que la naturaleza y el hombre son un caos confuso de sensaciones[,] la primera, de apetitos e inclinaciones[,] el segundo, suscita la crítica kantiana, y en este sentido, casi puede decirse que esta acepta el planteo del problema tal como el empirismo sensualista lo transmite. La solución es esa especial reelaboración del racionalismo que efectúa Kant, podando sus veleidades de trascendencia, limitándolo estrictamente y haciendo de él la estructura del sujeto trascendental. La ratio omnímoda y sin confines de antes, es ahora forma rigurosa e ineludible. Proporciona, en la sensibilidad y el entendimiento, arquitectura al caos de sensaciones de la naturaleza humana, y con la ley moral, con el imperativo ético, la cadena para atar al hombre de Hobbes -lobo para el hombre. Ahora vemos que no solamente coinciden en Kant, como en una encrucijada, las dos corrientes de la filosofía europea a que tantas veces me he referido esta noche, sino que ambas se estrechan en él, se condensan en el recinto de un sujeto. Kant ha encerrado en su sujeto tantas cosas, que lo ha convertido en un prodigioso comprimido de latencias, de resortes en tensión, de apretadas posibilidades. En una especie de explosivo, en suma, que explotará al menor descuido.

De intento me he abstenido de rastrear en Kant las semillas esparcidas aquí y allá por sus escritos, en la Crítica del juicio con las otras dos Críticas a que me he referido al pasar, semillas destinadas a germinar en el Idealismo. El propósito ha sido no obscurecer con la exhibición de elementos relativamente secundarios, la capital significación que en los orígenes del movimiento idealista del primer tercio del siglo XIX y fines del anterior tiene la concepción kantiana del sujeto, pero muchas más va a encontrar en él el Idealismo posterior, buceando en una dimensión no ya gnoseológica, sino metafísica, en una especie de doble fondo oculto que descubre en él, de donde el prestidigitador Fichte, en el primer acto del Idealismo, extraerá, no ya solamente el conocimiento de la realidad, sino la realidad misma. También me he abstenido intencionalmente, porque lo mencionaré otro día, de aludir al puesto de Kant en el historicismo idealista y en el contemporáneo. Pero sería demasiado incompleta esta exposición si no hiciera justicia, siquiera sumaria, a los otros tantos factores que abren el camino al idealismo o abonan el terreno donde prosperará el interés proyectado en la época hacia la filosofía de Spinoza, que contrapone su sustancialidad al ascetismo kantiano; la gran literatura nacional que presiden Goethe y Schiller, que lleva sus ecos a un movimiento filosófico que ha podido ser él mismo de "poesía de ideas", y el Pre-Idealismo romántico, historicista o sentimental, de filósofos como Hamann, Herder y Jacobi. Motivos todos que se integran en una gran corriente de pensamiento que satura la época, y que reconoce en Kant su principal origen.

1 Se recordará que la palabra "optimismo", óptimo, fue conceptualizada filosóficamente por Leibniz en su Teodicea como aquella posición que valora positivamente lo que viven los individuos y mediante ello logran afrontar las dificultades con ánimo y perseverancia. Alude asimismo a un sistema que atribuye al universo la mayor perfección posible como obra de un ser infinitamente perfecto: todo sucede para bien en el mejor de los mundos posibles. El término fue ridiculizado por Voltaire en su obra satírica, Candide ou l'Optimisme (1759). [Esta nota y las siguientes son de la editora].

2Se trataría de Nouveaux Essais sur l'entendement humain, que Leibniz terminó en 1704, pero se publicó póstumamente en 1765.

3Se trataría de: Kuntze, Friedrich. 1927. Erkenntnistheorie. München und Berlin: R. Oldenbourg. Su tesis fue: Die kritische Lehre von der Objektivitat Versuch einer wieterfuhrenden Darstellung des Zentralproblems der kantischen Erkenntniskritik. Heidelberg: Carl Winter's Universitätshandlung, 1906.

4Se trataría de Fritz Heinemann (Alemania, 1889-1970), filósofo neokantiano de la escuela de Cohen y Natorp, autor de Neue Wege der Philosophie. Geist, Leben, Existenz, eine Einführung in die Philosophie der Gegenwart. Leipzig: Quelle und Meyer, 1929 [Nuevas vías de la filosofía. Espíritu, vida y existencia en la filosofía hoy].

5Las correcciones que se han hecho son según la 5ª ed. Cfr. Kant, I. 1967. Crítica de la razón pura. Trad. de José del Perojo. Buenos Aires: Losada, 132.

6Véase: Pascal, [Blas], 1948. Pensamientos sobre la religión y otros asuntos. Versión española de E. D' Ors. Las cartas provinciales. Trad. de Luis Ruíz Contreras. Buenos Aires: El Ateneo, Artículo XVII, §XI, 236. Pascal, Francia, 1623-1662.

7Otto Weininger (1880-1903), filósofo austríaco. Se suicidó con un tiro en el corazón a los veintitrés años en el mismo cuarto que había habitado Beethoven en Viena. Autor del libro Geschlecht und Charakter (1903), que Romero hizo traducir y publicar. Sexo y carácter. Col. Biblioteca Filosófica. Trad. de Felipe Jiménez de Asua. Buenos Aires: Losada, 1942. De gran difusión, si bien apreciada por Ludwig Wittgenstein y Stefan Zweig, hoy la obra es considerada misógina y antisemita por algunos, mientras otros ven en ella un grito desgarrado contra la sociedad de su tiempo, el patriarcado, y el ideal de mujer tradicional. Romero escribió sobre él en 1947 un breve ensayo incluido en su libro Ideas y figuras. Col. Biblioteca Filosófica. Buenos Aires: Losada, 1949. Además, en una conferencia aludió a su posición. Véase: Torchia Estrada, Juan Carlos. 1997. "La mujer y la filosofía: un texto inédito de Francisco Romero". Cuyo. Anuario de Filosofía Argentina y Americana, vol. 14, 171-210. Disponible en: http//:bdigital.uncu.edu.ar/1635.

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