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Cuyo

On-line version ISSN 1853-3175

Cuyo-anu. filos. argent. am. vol.38 no.2 Mendoza Dec. 2021  Epub Apr 11, 2022

 

Artículos

Experiencia vivida, destrucción y autocreación: itinerarios fanonianos sobre el cuerpo

Lived experience, destruction and self-creation: fanonian itineraries about the body

Carlos Aguirre Aguirre1 
http://orcid.org/0000-0002-7924-9399

1Universidad Nacional del San Juan. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Argentina. aguirreaguirrecarlos@gmail.com

Resumen

El artículo aborda críticamente tres momentos de la producción teórica de Frantz Fanon referidas al cuerpo colonizado y racializado: experiencia vivida, destrucción y autocreación. En un primer apartado, se revisa la centralidad del concepto de experiencia en su obra Piel negra, máscaras blancas, dándole importancia a los apresamientos psicoafectivos que sufre el cuerpo negro y a la postergación de su proyección accional. Después, se discute el pliegue filosófico desplegado por la destrucción de la experiencia y la relevancia crítica de lo que Fanon define como esquemas histórico-raciales y esquemas epidérmico-raciales en el marco de las miradas del racismo anti-negro. En un tercer acápite, se indaga la filosofía de la interrupción y la invención que habita en los textos fanonianos, y se concluye que la posibilidad de otra imaginación histórico-política habita en Fanon gracias al carácter accional e inventivo que se le da al cuerpo dentro de una política liberadora.

Palabras clave: Experiencia; Destrucción; Autocreación; Frantz Fanon; Colonialismo; Cuerpo

Abstract

The article critically addresses three moments of Frantz Fanon's theoretical production referring to the colonized and racialized body: lived experience, destruction and self-creation. In the first section, the centrality of the concept of experience in his work Black Skin, White Masks is reviewed, giving importance to the psycho-affective seizures suffered by the black body and the postponement of its action projection. Afterwards, the philosophical fold displayed by the destruction of experience and the critical relevance of what Fanon defines as historical-racial and epidermal-racial schemes are discussed in the framework of the ocular power of anti-black racism. In a third section, the philosophy of interruption and invention that inhabits fanonian texts is investigated, and it is concluded that the possibility of another historical-political imagination dwells in Fanon thanks to the actional and inventive character that is given to the body in a decolonized policy.

Keywords: Experience; Destruction; Self-creation; Frantz Fanon; Colonialism; Body

Experiencia vivida

En un reciente libro sobre la actualidad de la filosofía de Jean-Paul Sartre, titulado Fantasmas de la revolución. Diez ensayos sartreanos, en uno de sus artículos el investigador argentino Leonardo Eiff se detiene en la relación entre el filósofo francés y el psiquiatra martiniqués Frantz Fanon (1925-1961). Son distintos aspectos y momentos del vínculo Sartre-Fanon los que surten una red filosófica y política que sobrepasa con amplitud el célebre prólogo realizado por al autor de El ser y la nada a Los condenados de la tierra del martiniqués en 1961. El objetivo principal de Eiff es reanudar una relación -su ensayo se titula Hacia una política de la relación- que hace de Fanon no solamente un pensador de la liberación nacional y de los procesos de descolonización en África, sino también un intelectual vinculado profundamente con el compromiso teórico anticolonial de Sartre. A todas luces, este trabajo organiza una comunicación que impide olvidar un vínculo cuya mayor virtud fue la de articular similitudes inclusive manteniendo ciertas diferencias acerca de la negritud, la dialéctica y la política descolonizadora. Ahora bien, aunque el mayor albergue de Hacia una política de la relación es proteger la relación entre Sartre y Fanon, no deja de ser particular cómo se aleja a este último de las coordenadas teóricas poscoloniales, principalmente las de Homi Bhabha. Insistimos en este aspecto, pues siendo sumamente valioso y fecundo el análisis de Eiff finalmente se ven silenciadas algunas zonas de los textos fanonianos devenidas en caldera crítica para desmenuzar las ambivalencias de las identidades fraguadas por el racismo occidental y el colonialismo, tal y como las lee Bhabha, y para pensar a Fanon más allá de las urgencias políticas y éticas que le eran coetáneas.

Es la supervivencia psicoafectiva y la búsqueda de una particular agencia humana lo que empuja a Fanon en muchos momentos hacia una problematización del telón parasitario que envuelve a las identidades del blanco y del colonizador. Identidades que necesitan, por contraste, diferenciarse frente a una otredad -el hombre negro, el colonizado, el condenado- que ellas mismas construyen. Y es el frágil equilibrio que existe dentro del moderno binarismo de lo “Uno” y lo “Otro” lo que resulta desmontado en el signo político y existencial de una experiencia propia: la de Fanon en tanto que negro, en tanto que colonizado, en tanto que antillano. Dicho así, la experiencia de Fanon se exhibe, desde nuestra lectura, como particularidad filosófica de disyunción y desmembramiento de una lógica de dominio corporal tejida y reproducida en el orden de una política colonial excluyente, donde la yuxtaposición de las identidades adquiere tintes mortuorios. Por lo tanto, y sin entrar en más detalles acerca del polémico aditivo que sobrevuela en el ensayo de Eiff cuando se detiene brevemente en las lecturas poscoloniales de Bhabha, lo que nos interesa destacar es su arriesgado impulso por darle una significación central al concepto fanoniano de experiencia. El primer atributo del libro Piel negra, máscaras blancas (1952) de Fanon, agrega Eiff (2020), “es el de la indisociabilidad entre la narración vivida del antillano en Francia y la propia experiencia. Y, precisamente, este concepto, el de experiencia, es crucial para comprender el pensamiento en cuestión” (p. 71).

Siguiendo esto último, la idea de una experiencia vivida, tal y como la piensa Fanon en su trabajo de 1952, supone el encuentro con un mundo en el que los conceptos de humanidad y ser humano sostenidos por la filosofía europea del siglo XVIII -el sujeto trascendental kantiano o la teleología de la razón de la Historia hegeliana- encuentran su efectividad en una determinada identidad blanca, occidental y europea sumamente traumática para el cuerpo del colonizado negro. Los efectos de esto son los de la despersonalización, la alienación y la desfiguración de un Yo que intenta sortear los impases de una realidad teñida por los maniqueísmos de color, aunque finalmente fracasa. Es decir, por más que el cuerpo del colonizado negro intente y desee construir una realidad en conjunto con los otros, está fijado de antemano en un lugar dentro del mundo que le dice qué hacer, cómo comportarse y de qué manera mirarse.

Algo medular de este periplo experiencial es que, estando anclado en las certezas de su experiencia, Fanon se propone igualmente refutar la imposibilidad de la dialéctica hegeliana del reconocimiento en la sociedad colonial. Experiencia que en más de un sentido es el de una conciencia atrapada en las cosificaciones y mitos del racismo anti-negro. Robert Bernasconi (2012), quizá en una clave diferente a la de Eiff, señala que esta particularidad habla de un primer fracaso, a pesar de su lucidez, “al menos en términos de formular una respuesta eficaz al racismo” (p. 40). Esta anotación no resulta menor porque leer el capítulo de Piel negra, máscaras blancas titulado “La experiencia vivida del negro” es indagar en la auscultación de un fracaso revestido de una enorme paradoja: el cuerpo es exiliado del mundo afectivo y a la vez fijado dentro del mismo. Con lo cual, la siempre tan socorrida afirmación fanoniana de que “para el negro no hay más que un destino. Y es blanco” (Fanon, 2015, p. 44) tiene en la experiencia un efecto más complejo y trágico que impacta tanto en el plano psicoafectivo como fenomenológico del cuerpo.

Así dicho, podemos empezar notando que la frase “ ‘¡Sucio negro!’ o simplemente, ‘¡Mira, un negro!’ ” (Fanon, 2015, p. 111) con la que abre “La experiencia vivida del negro” pareciera encaminarse por una necesidad de ampliar la densidad de esa degradación instituida por el discurso biologicista del racismo blanco y colonial. Es como si el paso de una existencia a la inexistencia no pudiera ser conceptualizado de otra forma que no sea mostrando el crudo espesor de un grito de espanto que funda una pérdida irreparable para el cuerpo. Fanon ahí sigue:

Yo llegaba al mundo deseoso de develar un sentido a las cosas, mi alma plena del deseo de comprender el origen del mundo y he aquí que me descubro objeto entre otros objetos. Encerrado en esa objetividad aplastante, imploraba a los otros. Su mirada liberadora, deslizándose por mi cuerpo súbitamente libre de asperezas, me devolvía una ligereza que creía perdida y, ausentándome en el mundo, me devolvía al mundo (Fanon, 2015, p. 111).

Lo extraño, lo ajeno, eso convertido en una falla del mundo por el simple grito de “¡Sucio negro!”, es condenado al ostracismo por un sujeto convencido de que el cuerpo negro trasluce una amenaza, un agujero del ser, una desviación de la cual el mundo debe desprenderse. Al decir de Lewis Gordon (2000), “en presencia de un hombre blanco, un hombre negro se erige como un enorme agujero negro del ser para ser llenado por la presencia blanca” (p. 125). Lo que trae esto como consecuencia es el ejercicio de una razón de dominio enfrentada al severo problema en todo momento de tener que producir y reproducir los privilegios de algunos cuerpos y la desposesión de otros. Fanon es consciente de esto, al punto tal de que insiste en indagar las costuras profundas de una agonía existencial que hace del cuerpo negro -su propio cuerpo- un ser sin punto de vista propio, es decir, alienado por el efecto histórico de las máscaras blancas encalladas en las lógicas de dominio y control de Occidente.

En el análisis de Fanon, el cuerpo entra en un primer momento movilizado por un deseo: develar el sentido de las cosas. Busca participar de la realidad consagrándose a la tarea de ejercer la pasión de su conciencia, explicitar el sentido del mundo espacial y de transitar su existencia subjetiva, pero, ni bien desea esto, rápidamente se ve objeto, cayendo preso, sin quererlo, de una verdad objetiva y aplastante: para los otros es solo un negro. Este proceso -que no se puede pasar por alto que es la experiencia subjetiva del mismo Fanon- remite sin lugar a dudas a la idea de un cuerpo habitado por una alteridad casi radical, y ello se puede ver en la medida en que nuestro autor propone una experiencia alternativa del mismo.

Este último ha sido abruptamente fijado cuando creía no estarlo, se ha visto a sí mismo como negro cuando sospechaba no serlo (“me devolvía una ligereza que creía perdida”), se ha constituido en el elemento privilegiado de la mirada de los otros cuando pensaba que era uno más, y, aun así, es devuelto al mundo. Todo esto confirma que el espacio colonial no muta, sino se reproduce. El cuerpo, por consiguiente, sufre lo que Emanuela Fornari (2017) define como inclusión excluyente o inclusión diferencial (p. 138). Con el propósito de entender esto último, es necesario anotar que la experiencia de Fanon se trama desde la desgarradora vivencia de un antillano que se marcha a la metrópolis colonial. El yugo bajo el que se encuentra el ego despersonalizado del antillano no es otro que el del tormento psicoafectivo de verse y sentirse blanco frente al negro africano, cuestión que se desmorona drásticamente cuando se percata de que es fijado por las miradas blancas en símbolos sociales y reificaciones que hacen de su piel una zona que vuelve visible la larga historia de distribuciones y administraciones de los sujetos no-blancos erigidas durante los procesos de conquista y colonización en las Américas. Como nota Edward Said (2015), es el escenario mayormente caribeño de Piel negra, máscaras blancas aquello que consigue que determinadas impresiones filosóficas se estampen con cierta agudeza en la escritura de Fanon, inculcando en ella “inflexiones seductoramente elocuentes” (p. 53).

A primera vista, la experiencia fanoniana profundiza un tiempo asediado por una historicidad del odio y la muerte. Fanon (2015) recuerda en otro capítulo de Piel negra, máscaras blancas que “la colonización es la atenuación de los sentidos, el establecimiento del cuerpo en muerte social, en tanto que cuerpo experimenta y respira su potencialidad como muerte, que por lo tanto trabaja y reproduce su fuerza en el ámbito somático y afectivo” (p. 209). Es en Los condenados de la tierra de 1961 donde Fanon también remite al problema de la muerte social del cuerpo, a la idea de su despojo y animalización en los marcos del maniqueísmo colonial. A veces, dice nuestro autor, “ese maniqueísmo llega a los extremos de su lógica y deshumaniza al colonizado. Propiamente hablando, lo animaliza” (Fanon, 1965, p. 37). Después agrega que:

Esa demografía galopante, esas masas histéricas, esos rostros de los que ha desaparecido toda humanidad, esos cuerpos obesos que no se parecen ya a nada, esa cohorte sin cabeza ni cola, esos niños que parecen no pertenecer a nadie, esa pereza desplegada al sol, ese ritmo vegetal, todo eso forma parte del vocabulario colonial (Fanon, 1965, p. 37).

Desnudar los engranajes del proceso por el cual el cuerpo no es convertido en una exterioridad absoluta, sino reducido a una función de falta constitutiva, advierte que los desplazamientos y postergaciones son siempre procesos atrofiados, lo cual, en un sentido estricto, tiene relación con el temor del colonialismo de que dicho cuerpo devenga en la forma de alteridad radical. El blanco es producto acá de un juego en el que su estabilidad depende de su necesario contraste con aquello que le falta, de modo tal que el grito “¡Sucio negro!” no solo devela una exclusión, sino también una inclusión indispensable. Le debemos a Bhabha (2002) concentrarse en la complejidad de esta operación:

No es el Yo colonialista o el Otro colonizado, sino la perturbadora distancia ínter-media [in-between] la que constituye la figura de la otredad colonial: el artificio del hombre blanco inscripto en el cuerpo del hombre negro. Es en relación con este objeto imposible que emerge el problema liminar de la identidad colonial y sus vicisitudes (p. 66).

La entrada del cuerpo del colonizado negro al mundo blanco es algo que el mismo Fanon nos obliga a pensarlo en una clave fenomenológica, pero, paralelamente, nos muestra que la fenomenología tradicional es incapaz de explicar críticamente esa liminaridad que convincentemente señala Bhabha. En Fanon el colonizado negro siempre está siendo lo que no es y no siendo lo que es, es decir, siempre es en relación a un otro. Esta situación, lejos de consumar una tautología ontológica, da cuenta cómo lo circundante -eso que para Edmund Husserl, pero para Martin Heidegger mayormente, es lo que está ahí para ser des-velado, descubierto- aparece en la forma de una espacialidad en la que el principio formal y ontológico del Ser no es más que una estrategia cerrada sobre la cual solamente ciertas subjetividades tienen derecho a reconocerse en ella. Las dimensiones existenciales del cuerpo negro lejos de constituirse por medio de un arrojo al mundo y un encontrarse afectiva y activamente con los entes intramundanos, se labran, al contrario, a partir de su artificial estatus de falla humana. Desde una aguda brecha entre su vida subjetiva y el mundo que resulta imposible de cauterizar en el semblante de una ontología.

En consecuencia, las retículas cosificadoras de la espacialidad colonial donde el negro se descubre objeto revelan que las respuestas fenomenológicas de Fanon están en las antípodas de una apelación al Ser. Alejandro De Oto y María Marta Quintana (2011) resumen de forma acertada este aspecto cardinal de las reflexiones fanonianas sobre la experiencia y el cuerpo colonizado al notar que “allí, la posibilidad de una ontología aparece como algo menos que imposible pero, a su vez, poco menos que deseable” (p. 273). En los inicios de “La experiencia vivida del negro” resuena de forma decisiva el descenso del propio Fanon al estado de objeto. Y ello sucede porque, en sus mismas palabras, “tropiezo y el otro, por gestos, actitudes, miradas, me fija, en el sentido en el que se fija una preparación para un colorante. Me enfurezco, exijo una explicación... Nada resulta” (Fanon, 2015, p. 111). A la larga, dice Sylvia Wynter (2015), “todos los intentos por escapar de esa ‘aplastante objetualidad’ fracasan” (p. 339).

La experiencia de Fanon se dirige así, en términos generales, hacia una interrogación trágica encaminada por desnudar y destronar la fantasía de lo unívoco entroncada en el pensamiento moderno colonial y sus identidades maniqueas. Aquí es donde el deseo de hacer perecer un decurso histórico y teleológico establecido como absoluto se encuentra con una demanda por agotar los predicados metafísicos y racistas de lo humano: anudamiento que funda un movimiento en el que el cuerpo se agota y expande. La conciencia de este cuerpo, dice Fanon, “comprometida en la experiencia ignora, debe ignorar las esencias y las determinaciones de su ser” (Fanon, 2015, p. 127).

En momentos, esta apertura no solo es existencial, sino también histórica, y en la que combatir la imagen del cuerpo es batallar contra el colonialismo en su conjunto. El cuerpo se afirma aquí no en lo que carece y ni en la soledad, sino en el porqué de su carencia y en el porqué de su soledad, sin buscar en ello la restitución de un vínculo originario con el mundo, ya que no hay vínculo que reestablecer; no hay posibilidad de un ser-ahí lanzado fenoménicamente al mundo. Hay, en cambio, un mundo por destruir. Un mundo que anexa a los cuerpos en una empresa civilizatoria donde el color se determina como carencia y la soledad se ensambla en la oscuridad. De ahí el carácter trágico y paradójico de la experiencia: destruir el mundo es destruirse a sí mismo. Destruir su imagen corporal es destruir su piel. Fanon (1965) no escatima en insistir esto al final de Los condenados de la tierra: “Hay que cambiar de piel, desarrollar un pensamiento nuevo” (p. 292).

Como ni el tiempo ni la Historia le pertenecen al cuerpo, no puede entonces haber una correspondencia grata con dicho tiempo ni dicha Historia. Por eso, entrando al final de Piel negra, máscaras blancas, recuerda Fanon que su cuerpo tiene que convertirse en su propio fundamento. Aquí se abre algo que resulta cardinal. Como lo vislumbra Wynter (2015), la experiencia fanoniana es una experiencia vital por eso es vivida (p. 345), y hablar de experiencia vivida cifra una disquisición guiada por un método fenomenológico existencial. No obstante, Fanon extiende el síntoma existencial hacia la Historia, prefiriendo, por consiguiente, recostarse en ella, incluso cuando esta no es su fundamento. Dicho desplazamiento no es aventurado, sino es una opción crítica. La única disponible en un contexto donde la experiencia del cuerpo negro, según la ideología racista, no es experiencia. En este trayecto, siguiendo a Gordon (2015), algo estalla:

Una explosión lo divide en dos, tal y como W. E. B. Du Bois observó en The Souls of Black Folk y en su anterior trabajo “Conservación de las razas”, con la conciencia de un “exterior” congelado, de un ser puramente como lo ven los otros, frente a la experiencia vivida de un “interior”, de un ser capaz de advertir que él o ella son vistos como seres sin un punto de vista, lo que equivale a no ser visto como ser humano. Esta interacción entre las dimensiones irónicas de la visibilidad y el pensamiento, o doble doblaje, son el sello del pensamiento de Fanon (p. 218).

Evitar el tropiezo con la Historia es sacudirse de sus valores hegemónicos, sus confinamientos y trampas, para así no comprometer la radicalización abrumadora de la experiencia vivida con las trampas del racismo. No es que el pasaje por la Historia yace demorado. Es, para decirlo con Bhabha (2002), una interrupción emergida del quiebre temporal o cesura efectuada en el mito continuista y progresista del Hombre (p. 286). Se dirá que igualmente esta experiencia se entrevé en la Historia. Se funde y engarza en ella, inclusive cuando unge como su fundamento exclusivo el cuerpo. Todo ello afecta la experiencia de Fanon. No obstante, esto no se produce a partir de una necesidad de corroborar lo que la Historia ha dicho sobre el cuerpo, sino de dislocar sus reglas limitadas de enunciación organizadas en la idea de razas superiores e inferiores.

La cita anterior de Gordon, con un registro más existencialista que el posestructuralismo de Bhabha, no solo fundamenta esto, sino también lo reafirma. Un ademán crítico que tiene por guía lo que Fanon apunta en el capítulo “La experiencia vivida del negro”: “Los negros, de un día para otro, han tenido dos sistemas de referencia en relación a los cuales han debido situarse” (Fanon, 2015, pp. 111-112). Es ahí donde se entrelaza la tragedia entre tener y no tener punto de vista, entre salir y volver al mundo, porque es en la aguda tensión con eso que aquello que para Fanon aparece como un destino irrecusable -ser blanco- emerge una cuota mínima de libertad, una interrogación íntima, en la cual destruir el tímpano funesto de la actualidad se vuelve deseable.

Destrucción

Las experiencias de despojamiento y sujeción recorren una hermenéutica que vuelve a la experiencia subjetiva de Fanon una apropiación de lo vivido en virtud de la cual verse a sí mismo como objeto de un otro es argumentar que no todos los cuerpos son arrojados al mundo de la misma manera. Por eso Fanon intenta revelar el carácter ficticio de las conceptualizaciones que pregonan que el hombre negro es sólo “negro” y que el hombre “blanco” simboliza la plenitud de los valores impresos en el sentido único y trascendental de la historicidad occidental. No obstante, apunta Wynter (2015), este no es el modo en que experimentara este Yo, este cuerpo, dentro del mundo histórico-cultural específico “en el que debe necesariamente tomar conciencia de sí mismo en tanto que humano, a través de su interacción con los otros ‘normales’, que son aquí forzosamente blancos” (p. 341). A partir de esto, se abre la singularidad de la concepción esquema corporal del propio Fanon. Esta se tejerá en dos momentos: el histórico-racial y el epidérmico-racial.

La presencia abrumadora de un velo histórico-racial frena la constitución plena de un esquema corporal en clave del modo como la piensa Maurice Merleau-Ponty en su célebre Fenomenología de la percepción de 1945. La potencial comunión fenomenológica cuerpo-mundo merleaupontyana es así destrozada en la experiencia del negro por mitos, historias y fantasías racistas alojadas en su cuerpo. Al decir de José Gandarilla Salgado (2021), “para él [Fanon], la fenomenología debe jugarse en otro lugar, en otro espacio y con otras características del propio cuerpo”, agregando después que, “limitados al ‘esquema corporal’ quedamos atrapados en el entramado tejido desde el sujeto colonizador, es decir, en una vuelta de tuerca más del sujeto trascendental de la ontología occidental” (pp. 54-55). Así, la experiencia adviene como un cúmulo de interrupciones que asedian el esquema corporal -impiden su constitución- convirtiéndolo en un desecho fantasioso del mundo real y en un sostén de mitos históricos que no hacen más que estimular el freno constante de sus acciones positivas: no hay un ser-social. Dice Fanon (2015):

Yo había creado, por encima del esquema corporal, un esquema histórico-racial. Los elementos que había utilizado no me los habían proporcionado “los residuos de sensaciones y percepciones de orden sobre todo táctil, vestibular, quinestésico y visual”, sino el otro, el blanco, que me había tejido con mil detalles, anécdotas, relatos (p. 112).

Se trata, agrega Wynter (2015), de un modo que le obliga a conocer su cuerpo a través de un esquema histórico-racial “impuesto desde siempre y para siempre; un esquema que prefigura su cuerpo como si se tratase de una impureza que debe remediarse, de una carencia, de un defecto que debe enmendarse en aras del ‘Verdadero’ ser de la blancura” (p. 341). Este esquema planifica codificaciones históricas capaces de reproducir el arco gigantesco de abyecciones raciales y de aceitar la oposición maniquea erigida por el dominio colonial. Al decir de Paul Gilroy (2004), “en el dominio colonial, Fanon presenta la oposición maniquea de esos enormes agregados codificados por colores ‘negro’ y ‘blanco’ como una catástrofe (…). Toda la violencia original de ese evento se concentró entonces en una forma condensada y suspendida pero no obstante traumática, dentro del lenguaje de los imperativos raciales” (p. 42). Con una audacia similar, y refiriéndose a Los condenados de la tierra, Bhabha (2013) señala que Fanon exhibe aquí una obliteración ontológica del “otro” fijado en un proceso de despersonalización que dicta situaciones de vida o muerte (p. 157). Haciendo un paralelo entre el momento del esquema histórico-racial de Piel negra, máscaras blancas y el trabajo de Fanon de 1961, lo que aparece es una sensación de disgusto y desesperación del cuerpo alambrada en los relatos civilizatorios del colonialismo que convierten a la relación entre el blanco y el negro, entre el colonizador y el colonizado, en un vínculo incendiario que ha sido posible gracias a un exterminio histórico y existencial constante. El sentido biologicista del racismo científico, más que un acontecimiento excepcional de la modernidad, se revela, entonces, como uno de sus fundamentos, como uno de sus irreconciliables pilares desde el cual se ensaya esa muerte social, un no-ser, que mancilla toda divisa cultural del negro y también su pérdida de dignidad como hombre.

Siendo más precisos, el cuerpo deviene solidario de todas las materias que postulan un vínculo definitivo entre elementos históricos que alguna vez estuvieron en contacto con él a partir de los discursos estereotípicos del colonialismo. A través de esto, no solo la carne se vuelve permeable a los sortilegios de la historia colonial, sino también se explicita un proceso de autoinmersión del Yo en la imposición externa de asumir los enigmas y estereotipos sobre “el negro” que pueblan el conjunto de Piel negra, máscaras blancas.Paget Henry (2000) constata cómo aquí pernocta una descripción de la fragilidad del Yo en un estado de dependencia de los movimientos, las actitudes y las miradas del otro: una especie de ego que es incapaz de lanzarse y estabilizarse (p. 80). Son las aberraciones de afecto que sobresalen en ese deseo de alcanzar un estatuto normal de ser humano tejido en una blancura imaginaria lo que abre un sinnúmero de colapsos continuos que, en el lenguaje fanoniano, muestran que el negro no tiene resistencia ontológica frente al blanco, pues, por un lado, las ontologías dentro del mundo colonial se revelan en la forma de binarismos racistas, y, por otro, la constitución de un “para-otro”, en la clave de cómo lo entiende Sartre en El ser y la nada, es prácticamente imposible, en tanto que el negro no tiene el poder de alienar con la mirada a su otro. Verse no siendo visto por los otros es lo que está en la base de la mirada blanca y en la motivación colonialista de distribuir cuerpos destruyendo toda relación intersubjetiva entre los mismos.

La agresión cultural de esto diagrama un límite complejo entre un cuerpo entrampado en las proyecciones racistas con la introspección subjetiva de un Yo. Mirarse a sí mismo como objeto no hace más que hacer de ese límite un camino para explorar un cuerpo sobredeterminado por una especie de memoria traumatizada de la vida inconsciente del colonizado. Fanon (2015) encara los estudios científicos occidentales que buscan “descubrir un suero de desnegrificación” (p. 112) porque la memoria adopta la forma de un pasado preso de un dogma histórico destinado a repetir los estereotipos y la efectividad del terror moderno. Fanon pareciera aceptar el horror personal de encontrarse efectivamente entrampado en codificaciones ceñidas en imágenes familiares que suponen un abrupto freno de su proyección corporal: una existencia encerrada en los meandros históricos de lo que Bhabha (2002) define como la transmutación de la raza en una inerradicable diferencia negativa. Las fijaciones de las tipologías raciales, las ideologías de dominación cultural y los menoscabos sobre la figura del negro hacen del esquema histórico-racial un espacio donde los estereotipos impiden “la circulación y la articulación del significante de ‘raza’ como otra cosa que su fijeza como racismo” (Bhabha, 2002, p. 101). El estereotipo presta voz a la fantasía, a la hipersexualidad del negro, a su antropofagia, y solo haciendo esto puede arruinar la proyección prospectiva del cuerpo, ya que lo agarra una y otra vez para remitirlo de un modo directo a un pasado artificioso.

Estando completamente encerrado sin posibilidad de proyectarse, el negro sufre una nueva abolición de toda iniciativa autónoma que es más radical que la de los esquemas históricos-raciales. Es en estos instantes donde la epidermis sobreviene como un ordenador global del mundo colonial. El contacto con el mundo se vuelve agresivo, el cuerpo es arrastrado a una especie de no-lugar y la piel se convierte en un veneno que fragua una obliteración existencial literalmente extrema. Francis Jeanson (1970) en su prólogo de Piel negra, máscaras blancas describe este momento en la forma de una experiencia-límite: “reproducir, ante todo, de una u otra manera, la fase de desintegración: paso por la nada, descendimiento a los verdaderos Infiernos” (p. 15). No hay situación que no sea la de escollos y trampas, la de verse tenazmente preso en un mundo poblado de fantasías, artificios y mitos. “¿Dónde situarme? O, si lo prefieren: ¿dónde meterme?”, dice Fanon (2015, p. 113). Así, toda la espacialidad extracorporal se encuentra asediada por un esquema epidérmico-racial que se sobrepone al anterior esquema. Dice Fanon:

Entonces el esquema corporal, atacado en numerosos puntos, se derrumba dejando paso a un esquema epidérmico racial. En el tren, no se trataba ya de un conocimiento de mi cuerpo en tercera persona, sino en triple persona. En el tren, en lugar de una, me dejaban dos, tres plazas. Ya no me divertía tanto. Ya no descubría las coordenadas febriles del mundo. Existía triple: ocupaba sitio. Iba hacia el otro... y el otro evanescente, hostil, pero no opaco, transparente, ausente, desaparecía. La náusea… (Fanon, 2015, p. 113).

El cuerpo dentro del esquema epidérmico-racial, dice David Marriott (2018), “forma una superficie imaginaria velada (o desfigurada) por las hostilidades” (p. 67). Es la superficie misma de lo corpóreo, la piel, la que se transforma en una metonimia para la historicidad del colonialismo. “La racialización aquí significa una ruptura entre el cuerpo y el mundo, entre el sentido y la simbolización. Fanon habla de su cuerpo al revés, y de sucumbir a una impureza o defecto” (p. 68). En este sentido, la epidermis toma el centro de la escena epidermizando, valga la redundancia, al cuerpo e instituyendo frente a él -y en él- no solo un odio extracorporal, sino también su propio odio contra aquel que lo epidermiza; contra ese otro que no puede verlo más allá de su piel. Lo sugestivo de este momento es que el cuerpo no puede resistir la epidermis, lo que explica sus náuseas, explosiones y odios socioafectivos que, en un sentido amplio, no van dirigidos hacia un otro por el hecho de ser blanco, sino al lugar ocupado por este dentro del campo visual, existencial e histórico. Cuando la conciencia del cuerpo se ve asaltada desde afuera se muestra de manera cristalina el proceso que intenta desnudar el método de la sociogenia que Fanon alerta en los inicios de su estudio: la interiorización de la inferioridad impuesta por la cultura europea.

Asimismo, la palabra miedo instala un golpe irreversible, una asfixia, una incompletitud posible de explicar solo bajo una suerte de corporeización concreta de la angustia que tiene lugar momentos después de esa revelación fóbica de sí mismo: “¡Miedo! ¡Miedo! Resulta que me temen. Quise divertirme hasta la asfixia, pero aquello se había hecho imposible” (Fanon, 2015, p. 113). Los mitos y fantasías dan paso a una imagen mórbida del cuerpo difícil de ser representada, pues el campo mismo de la representación resulta fuertemente escindido y fracturado cuando el cuerpo orbita en un ejercicio fuertemente excluyente. Dicho así, el esquema epidérmico-racial hace de la piel el piso de las definiciones socioculturales e históricas del colonialismo que calibran ese lugar cambiante de un cuerpo oscilante entre presencia y ausencia. “Esta división en la cosificación, la fijación de la persona negra en la máscara blanca como resultado de la mirada, se logra con lo que Fanon denomina, con mucha elocuencia, el proceso de epidermización: la inscripción de la diferencia racial en la piel” (Hall, 2019, p. 67).

Yéndonos posiblemente a un nivel más cercano de la estructura biologicista que acampa en este proceso, el cuerpo inclusive situado de lleno en una raza continúa crispando la presencia del otro. En cierto modo, es fijado y aun así inquieta, como si fuera toda la situación un círculo infernal sumamente compacto y estabilizado con el peligro de abrirse de vez en cuando. La manera en que esto se resuelve es gracias a una despersonalización del cuerpo efectuada quizá en un nivel más complejo y en la que la disolución de una síntesis integradora entre él y el mundo se da a partir de un acto voluntario inquietante: una inferiorización autoinfligida donde el cuerpo racializado es cómplice de la epidermización sufrida. Tal inferiorización nos habla de una intromisión profunda del imaginario blanco que en lugar de desplazar de lleno las imágenes del esquema histórico-racial sobre “lo negro” alimentadas por el discurso colonizador agudiza una tensión irresoluble con ellas en el interior de la carne.

En esta dirección, se puede entender mejor la explosión a la que alude Fanon al final de “La experiencia vivida del negro” con el personaje de Bigger Thomas de la novela de Hijo nativo (1940) del escritor afroamericano Richard Wright. Que Fanon recurra al relato pesadillesco de Wright no es casualidad, pues este rememora la trágica desviación existencial que la cultura blanca europea le ha impuesto al negro; es decir, su prohibición casi perpetua de idear una acción en común con el mundo y, en cambio, se la demanda confirmar un sinnúmero de atributos raciales. “Al final Bigger Thomas actúa. Para poner fin a la tensión actúa, responde a la expectativa del mundo (…). El negro es un juguete en las manos del blanco; entonces, para romper ese círculo infernal, explota” (Fanon, 2015, p. 131).

Fanon expresamente anota que Bigger por tener un cuerpo negro es acantonado en una determinada expectativa: siempre se espera algo de él. “Bigger Thomas tiene miedo, un miedo terrible. Tiene miedo, pero, ¿de qué tiene miedo? De sí mismo. No sabe todavía quién es, pero sabe que el miedo habitará en el mundo cuando el mundo lo sepa. Y cuando el mundo sabe, el mundo espera siempre algo del negro” (Fanon, 2015, p. 131). Que asesine accidentalmente a Mary, la hija de un matrimonio blanco que lo contrata como chofer, solamente reafirma esa expectativa, no la confirma, ya que si no hubiera cometido el crimen igual estaría existencialmente paralizado. Por eso cuando al principio de Piel negra, máscaras blancasFanon (2015) señala que “para el negro no hay más que un destino. Y es blanco” (p. 44) alerta también la presencia de un esquema corporal que “pre-existe al cuerpo, lo supone” (De Oto, 2020, p. 33). Es imposible pasar revista sobre este esquema sin antes entender que aquel no solo fortalece la despersonalización en que el cuerpo es convertido en una fachada del otro -es decir, verse blanco; ser controlado por la máscara blanca: el desgarramiento sufrido por el évolué antillano-, sino también fortalece el control de su destino -lo normaliza- incluso cuando se ve racializado. Dicho proceso funda el miedo de Bigger. Sabe que es negro y eso lo abruma: se estimula un miedo que no entiende.

Despertar sorpresivamente del estéril sueño de una comunión humana en un contexto donde el sentido comunitario de lo humano se encuentra en permanente desahucio se convierte en un trauma inesperado para la conciencia. Fanon asume críticamente las complejidades de esto, llevándolas hasta el punto de la incomprensión: caída abismal del cuerpo en el suelo dilacerado de una inhumanidad sellada en una falsa existencia difícil de conceptualizar si no es por medio del lenguaje “teriomórfico destinado a describir animales” (Gordon, 2015, p. 242). “Llego lentamente al mundo, acostumbrado a no pretender alzarme. Me aproximo reptando. Ya las miradas blancas, las únicas verdaderas, me disecan. Estoy fijado” (Fanon, 2015, p. 115).

Siendo consciente de las configuraciones nodales de la epidermis -fijación, alterización, autorreconocimiento fantasmático, etc.- Fanon intenta así enraizar una política existencial de la destrucción dentro de su experiencia. Frente a la homogeneización totalizante de la raza que cobija y le da sentido identitario a la Historia moderno colonial, la postura fanoniana, sujeta a los vaivenes psicoafectivos del negro, entiende que el reconocimiento formal resulta algo imposible en tanto que se hace evidente no solamente una parálisis ética, sino también un freno de la acción de un cuerpo viviente. El enjambre filosófico en el que se encuentra Fanon es compatibilizar su idea de que “el hombre es un SÍ vibrante de armonías cósmicas. Desgarrado, disperso, confundido, condenado a ver disolverse una tras otra las verdades que ha elaborado, tiene que dejar de proyectar sobre el mundo una antinomia que le es coexistente” (Fanon, 2015, p. 42), con una experiencia negra que desgarra dicha posibilidad de proyección. El dilema trágico de la experiencia aparece aquí con bastante densidad: retardar el deseo de proyectarse es una necesidad más que una elección, la cual igualmente tiene que llevar, de ahí su dilema, alguna clase de acción consciente contra un destino que parece inmutable. Con todo, la experiencia-límite de la que habla Jeanson vuelve relativo el estar: desarma la seguridad de un espacio estable para ejecutar el deseo del cuerpo.

La extraña circularidad por la cual la experiencia vivida del negro al hablar de un cuerpo tiene que remitirse necesariamente al cuerpo del otro, y así sucesivamente, equivale, en más de un sentido, a un combate contra la imagen del mundo recibida y tramitada por lo corporal en un sentido amplio. La complejidad que se le aparece a Fanon es que dicha imagen ha devenido en un lugar común, total y universal que ejecuta una anquilosis afectiva y encarnada en un determinado cuerpo. Anquilosamiento teñido de delirios, fantasías y mitos que menguan violentamente las afecciones, percepciones y movimientos. Si, para Henri Bergson (1977), “cuanto mayor es la capacidad de actuar del cuerpo tanto más vasto es el campo que la percepción abarca” (p. 79), Fanon (2015) entiende, por el contrario, que no hay una experiencia autónoma posible ya que “el negro debe, ya lo quiera o no, enfundarse la librea que le ha hecho el blanco” (p. 60). Por lo tanto, el cuerpo tiene que adjudicarse un espacio “cuya forma no tiene otra que la de su incesante negatividad” (Marriott, 2018, p. 241). Esquivar el riesgo siempre latente de quedar atrapado en los signos estables de identidad racial no hace sino convertir a la experiencia vivida en un espacio momentáneo, estratégico, provisorio, donde la imagen de un porvenir descolonizado solamente se puede sostener si se destruye la experiencia misma del cuerpo; es decir, su situación; entendiendo esta destrucción en la forma de un destino irrecusable, o sea, trágico.

Tales metáforas de la destrucción y la tragedia pueden comprenderse a partir del concepto benjaminiano de experiencia. Walter Benjamin entiende que la experiencia -esa relación con el mundo que transforma también la relación consigo mismo- tiene un carácter destructivo. Para Benjamin, dice Thomas Weber (2014), “esta relación con el mundo (…) experimenta en ello la ‘la erradicación incluso de la situación en la que se encuentra’, fundando en ella su radicalidad” (p. 522). En esta clave, la experiencia fanoniana incuba una instancia desde la cual no solo se cavila existencialmente la clausura sufrida por el cuerpo colonizado de esa capacidad de actuar argumentada por Bergson, sino también amplifica la urgencia histórica de aniquilar su situación: una apropiación de lo vivido que paralelamente encadena su inevitable perecimiento, pues el acto de retardar la proyección existencial y humanamente ética fortalece la tragedia. No hay nada a lo que volver tampoco un pasado al que se anhela regresar. Lo único que queda es un tiempo futuro no asediado por el velo de color. La ebullición de la experiencia-límite es casi inevitable en este punto.

Lo que salta a la vista es que el cuerpo solamente puede acceder al mundo siendo racializado. La opción de Fanon es, por eso, trágica: convierte a su experiencia subjetiva en un observatorio del mundo colonial, el cual aparece, por momentos, como una ruina de sí mismo. Así, opta por acelerar los límites de sus representaciones y muestra cómo estas no coinciden con los cuerpos que describen. Esto no es ni más ni menos que poner en marcha el carácter destructivo de la experiencia del que habla Benjamin. Fanon está preocupado que frente al otro solo hay refugio si se admite el fin del mundo: la disolución total del colonialismo racista. Ya no será en “La experiencia vivida del negro”, sino en su discusión con Octave Mannoni donde el martiniqués, citando Cuaderno de un retorno al país natal (1939) de Aimé Césaire, alerta este necesario desenlace trágico:

esta actitud, este comportamiento, esta vida tropezada, atrapada con el lazo de la vergüenza y el desastre, se insurge, se protesta, protesta, ladra y por mi vida que preguntas: - ¿Qué se puede hacer? - ¡Comenzar! - ¿Comenzar qué? - La única cosa del mundo que merece la pena comenzar: ¡el fin del mundo, caramba! (Césaire, citado en Fanon, 2015, p. 101).

Aquí es la voz de Césaire la que se articula en la escritura de Fanon para afinar la dimensión fundamental en la textualidad de Fanon: la invención. Momento, al decir de Marriott (2018), “cuando existe la posibilidad de que algo se vuelva real, y cuando parece que no existe tiempo restante, cuando uno se encuentra, inesperado y extrañamente, llamado a elegir” (p. 241). La prognosis del futuro necesita hechizar el presente de la imposibilidad de ponerle remiendos al pasado y no anquilosarse en él.

Autocreación

Preocupado por los efectos de la violencia y por la imposibilidad de cauterizar la herida racial instituida en el cuerpo negro por la mirada externa, Fanon introduce una respuesta enigmática. Llegando casi al cierre del capítulo “La experiencia vivida del negro” recurre a distintos ejemplos que grafican el problema de un cuerpo que en todo lugar se le pide una justificación de su experiencia. Antes anotamos que uno de ellos es la novela Hijo nativo de Wright, y hay uno más y no menos importante: Home of the Brave (1949), película bélica de Mark Robson. Este film se centra en el trauma psicológico de James Edward, un soldado afroamericano víctima del racismo de sus colegas blancos durante un combate contra los japoneses en la Segunda Guerra. Sobre esta película, Fanon repara brevemente en la frase que uno de los soldados sin una extremidad le dice a Edward: “´Acostúmbrate a tu color como yo a mi muñón; los dos hemos tenido un accidente´” (Fanon, 2015, p. 131). En una sociedad asediada por el binarismo “blanco” / “negro” la proyección corporal de quien habita la parte sojuzgada de la polaridad colapsa de manera similar que la de un amputado. A ambos se las hace imposible ese sentir al que se refiere Merleau-Ponty (1984) con la imagen de un cuerpo comunicado con un mundo que “se hace presente como un lugar familiar de nuestra vida” (p. 73). Pero a diferencia del amputado, la relación entre el cuerpo del colonizado negro y el mundo se encuentra epidermizada. La solución protésica, por lo tanto, es menos que probable.

La prótesis de este último es una máscara blanca que no solamente repone la imitación fóbica de otra mirada, sino también refleja una descomposición más que una recomposición de su proyección corporal. El drama de esta última es el perpetuo deseo de convertirse en un ser accional, pero la epidermis aguijonea esto. Para mostrar la epidermización de la existencia del cuerpo negro Fanon tiene que retardar tal deseo, pareciendo no haber otra salida en su intento de mostrar los apresamientos que sufre. Como bien vimos, la experiencia misma cede al colapso y se autodestruye. Señala Fanon (2015): “Sin embargo, con todo mi ser, me niego a esa amputación. Me siento un alma tan basta como el mundo, verdaderamente un alma profunda como el más profundo de los ríos, mi pecho tiene una potencia infinita de expansión” (p. 132). El lamento da paso a la invención y el llanto a una aniquilación de la experiencia. Estas no son simples metáforas, pues el lamento y el llanto son secreciones del cuerpo: consecuencias de una experiencia arrolladora y arrollada. Fanon finalmente cierra el capítulo de “La experiencia vivida del negro” diciendo: “Ayer, al abrir los ojos sobre el mundo, vi el cielo revolverse de parte en parte. Yo quise levantarme, pero el silencio sin entrañas refluyó hacia mí, sus alas paralizadas. Irresponsable, a caballo entre la Nada y el Infinito, me puse a llorar” (p. 132).

El hilo argumental de la acción en Fanon es el de entender que para que los movimientos de una corporalidad viviente puedan ser en algún punto libres es necesario desarticular el campo imaginario del colonialismo en el que la única acción formalmente libre es la de verse a sí mismo con los ojos de un otro blanco. Recostarse en los meandros racistas del mundo blanco no significa desviar la mirada hacia un balance de los controles económico políticos y administrativos del régimen colonial. Es, en algún punto lo enseña nuestro autor, encaminarse también a idear nuevas formas psicoafectivas de entrelazar los cuerpos. La catarsis final de la experiencia fanoniana es ejemplo claro de una necesidad por introducir un espacio epistemológico de indecidibilidad en un terreno en el que las opciones para el cuerpo son escasas o casi nulas para una comunión afable con el otro. Esto último es sincerado en un gesto político filosófico encaminado no por desear el color del otro, sino por encontrarse con él sin estar preso de un pasado que no es suyo. Eduardo Grüner (2005) señala que el mayor infierno es la indiferencia (p. 27). Fanon combate esa indiferencia infernal mostrando que aún hay razones suficientes para saltar, trascender y tramar la invención en la existencia. ¿Cómo entonces se cumple en esto la máxima final de “tocar al otro, sentir al otro, revelarme al otro”? (Fanon, 2015, p. 190). Con un ademán crítico que no pasa desapercibido, Fanon ilumina, en la forma de una aporía, la invención de otro cuerpo, siguiendo una pista filosófica en la que, en el mejor de los casos, da cuenta de una futuridad empantanada productivamente con la acción política liberadora.

Y es en el marco de este peligro permanente protagonizado por una maquinaria de petrificaciones históricas que acecha el tiempo del presente en que la invención de Fanon cobra fuerza. Douglas Ficek (2011) apunta que la petrificación significa “una adhesión fuerte, si no fundamentalista, a la tradición, una adhesión que conduce a la ‘inmovilidad’ sociocultural (…) [los colonizados] aferrándose a ´mitos terroríficos´, efectivamente se distraen de las duras realidades del colonialismo, y esto finalmente beneficia a los colonizadores, los arquitectos de la petrificación” (p. 76). Señalado esto, se puede perfectamente notar que la invención se direcciona por subvertir ese deseo accional retrasado por la petrificación, siempre recordando, dice Fanon (2015), “en todo momento que el verdadero salto consiste en introducir la invención en la existencia” (p. 189). Aquello, lejos de ser un acto de voluntad individual, es, en cambio, tramar una conquista sin la necesidad de volver a un pasado enquistado en ontologías que rememoran las alienaciones sufridas por el cuerpo. De ahí no solo la importancia del fin del mundo, que no es otra cosa que una demanda por su reestructuración (Fanon, 2015, p. 91), sino también la necesidad de un salto tramado desde una impotencia radical, y que no se puede anticipar ni preparar, pues no puede rastrearse hasta un momento histórico anterior para ser interrogado como tal. “Saltar, entonces, es más que una figura retórica; de hecho, debemos verlo como la misma conceptualidad que Fanon pone en juego aquí, como la diferencia entre lo históricamente posible que aún no se ha convertido en historia y la esperanza de que la historia se vuelva imposible y a cuyo paso solo queden restos.” (Marriott, 2018, p. 238). Lo que la palabra invención refiere en la escritura fanoniana no es solamente un modo volver incomprensible lo que vino antes. Significa también fracturar el uso tradicional de los conceptos de un lenguaje falsamente común, que hace imposible el reconocimiento dentro del mundo colonial.

Posiblemente el soporte más claro de este impulso político tiene lugar en la discusión de Fanon sobre la reestructuración de los esquemas corporales dentro de la ciudad colonial. La misión embrutecedora y autoritaria del régimen de ocupación colonialista tiene sus fisuras dentro de la Guerra de Liberación en la que el cuerpo se convierte en arma, vaivén y portador de una potencia futura. El cuerpo pareciera que se ve a sí mismo como organizador de la experiencia de lo público y lo privado, en la que la fuerza de su marginalidad, aquella instituida por las semánticas universales del colonialismo racista, no se enturbia en las gramáticas y las suspensiones ocasionadas por el miedo auscultado en la vida cotidiana de la cuidad, sino se engarza en él, lo usa y lo convierte en una energía capaz de librarlo de sí mismo y enfrentar el organigrama político violento en el que se ve inmerso. Volviendo al análisis que hace Eiff (2020), es importante apuntar que en este punto “la reflexión sobre la violencia es inescindible de una reflexión sobre el cuerpo colonial: la violencia es un elemento de andamiaje mayor, es decir, parte de una política del cuerpo (pos)colonial” (p. 81). Siguiendo esto último, la invención traza otra economía de la significación de acuerdo con las necesidades psicoafectivas del cuerpo colonizado. En tanto salto, tal y como se refiere el mismo Fanon, la invención entiende que lo precedente implica un vaciamiento de la trascendencia del cuerpo, como así también una especie de clausura que lo momifica -o petrifica, al estilo de Sartre- en una epopeya simbólica, histórica y cultural que lo convierte en el eje de los procesos normativos de una experiencia aparentemente inmodificable y escoltada por los meandros de la deshumanización racista. Y este salir de las reificaciones de lo precedente -de lo que vino antes- no se hace al modo de una negación de la Historia, sino de un escapar de sus maniobras totalitarias, de sus verosimilitudes, de sus sentidos instrumentales, bajo el signo de una profanación cultural y política insubordinada donde la porosidad del presente se desnuda ante los fracasos y opacidades de su temporalidad hegemónica.

Por ello, la visión fenomenológica que permea el análisis de la experiencia en Piel negra, máscaras blancas no se anula por el velo de la acción política liberadora. Por el contrario, alcanza una nueva sinuosidad en la que la relación cuerpo a cuerpo es recreada y se imprime en un vínculo violento que opera como antesala de la despetrificación del cuerpo colonizado y racializado. Si la configuración del racismo está sujeta a una materialidad mortuoria, a una mistificación de la identidad blanca moderna, ampliada por las prácticas de ocupación colonial, el argumento de Fanon nota cómo los vínculos corporales se metamorfosean, excediendo inclusive el enjambre fenotípico yermado en la relación blanco-negro. La palabra invención define, en consecuencia, un lugar crítico de narración que advierte la deuda del mundo con el cuerpo, aplazada por esa hosquedad brutal que envuelve a lo cotidiano y que lo sitúa en los perímetros normativos de un régimen totalitario que tiene su condición de posibilidad en la perpetua negación social de eso convertido en falla por la modernidad. El lenguaje de la invención es refugio de una imposibilidad, de nombrar lo no dicho, de una voluntad por atrapar el abismo en el que se encuentra el cuerpo, lanzado, de ahora en más, hacia una articulación política en la que resuena el eco de lo impreciso. Expresar la textura de esto se ve secundado por una radiografía del sentir colonial y de la propagación de los procesos en los que han caído la política y la sociedad en su conjunto.

A la espera de una revelación, Fanon confía en ese fin del mundo tramado brevemente por la poética de Césaire, atendiendo que tal premisa puede rescatar al cuerpo de su inmovilidad, de ese recinto existencial que lo separa e integra a un mundo y que solamente advierte su presencia sucumbiendo su acción. Por eso, solo enunciar la acción, su aplazamiento y su discordia con la actualidad, significa entender que la invención es agotar los recursos representacionales del presente y desbordar sus sentencias soberanas alimentadas por la grilla de las clasificaciones civilizatorias. El cuerpo, bien podemos conjeturar, ha sido el refugio de una política de amedrentamiento cultural en la que el colonialismo mismo se desplaza como sistema cerrado escoltado por el pretexto voraz de que existen diferentes grados de humanidad medidos por su cercanías y distancias de la razón. Cuando en su texto Argelia se quita el velo (1959) Fanon apunta que la mujer colonizada debe enfrentar la imagen que el ocupante ha impuesto sobre su cuerpo, hay una interrupción de la organicidad colonial y de la membrana racista que impide la movilidad corpórea. El cuerpo de la mujer argelina se trama como un nervio adyacente del control colonial urbano, y es por ello que, siguiendo a Fanon, cada vez que entra en una ciudad europea debe lograr una victoria sobre sí misma y sobre la imagen que han labrado sobre ella. El trabajo, por lo tanto, es doblemente estratégico: debe volver a esa imagen construida por el ocupante sobre su cuerpo y tiene que erosionarla para hacerla mutar en algo no esencial, “para despojarla de su vergüenza y desacralizarla” (Fanon, 1976, p. 35). Así, el cuerpo se vuelve móvil, ágil, intranquilo en la Guerra de Liberación Nacional.

En el mentado trabajo, el colonialismo, de forma similar a Piel negra, máscaras blancas, se presenta con la cara de un fenómeno instalado en una perspectiva de eternidad. Así, la pregunta va dirigida por saber de qué forma desarticular esa eternidad. El colonialismo se vuelve eterno en tanto forma parte de una Historia pensada como finita. Fanon (1976) agrega que el velo de la mujer la aísla, o, digamos, la esencializa e inmoviliza en el perímetro maniqueo y mórbido tramado por el ocupante. “El manto cubre al cuerpo y lo somete, lo disciplina en el momento en que vive su fase de mayor efervescencia” (p. 40). Fanon prosigue, agregando que “el cuerpo, sin el ropaje tradicional, parece escaparse, irse en pedazos” (p. 41). La ausencia del velo altera el esquema corporal de la argelina. “Es preciso inventar rápidamente para su cuerpo nuevas dimensiones, nuevos medios de control muscular” (p. 41). La sutileza con la que Fanon narra ese proceso, lo conduce, aunque sea implícitamente, a disolver los atributos fijos de identidad, dando cuenta de la ambivalencia de la que habla Bhabha, pues agrega que la mujer argelina debe pasar por europea, evitando, al mismo tiempo, todo lo que pueda llamar la atención. La propedéutica de la obediencia colonial es interrumpida y desmitificada mediante un acto que no puede ser más que violento tanto para el cuerpo mismo como para el espacio extracorporal. Son las aberraciones de sentido, las imágenes aterradoras y esa fobia que impide un lenguaje en común aquellos pilares del presente puestos en vilo por una presencia que da testimonio no solamente de las marcas de una Historia que entierra y enmudece, sino también de una otredad colonial que intenta enfrentarse a un cúmulo de distorsiones cimentadas en la pulsión disciplinaria de un tiempo que parece incuestionable y de un mundo mórbido capaz de imponer semánticas universales, a pesar de sus miserias políticas y culturales. La distancia entre la frescura de un cuerpo móvil y la seducción anodina de la supremacía racista se agudiza en los rieles de una imaginación político cultural que se asocia a una filosofía de la interrupción y la invención.

Si la momificación del cuerpo narrada en Los condenados de la tierra no significa otra cosa que una sensación de congelamiento “bajo el peso de un cierto estilo de encarnación (petrificado, rigidizado, inanimado, anquilótico), por el cual el cuerpo hace mímica o actúa los signos de su propia subyugación y su propia perversión petrificada como sujeto” (Marriott, 2018, p. 68), la ordalía de la invención implica una autocreación metamorfoseada en una agencia corporal violenta y no por eso menos ética. Dicho así, el cuerpo expresa, por un lado, el movimiento paradójicamente estático de la atmósfera colonial y, por otro, derrocha energías y espasmos que reclaman, pese a todo, un encuentro humano con los otros. Bhabha (2013) bien muestra que la obliteración del cuerpo colonizado llega a un punto tal en el que “su psiquis se resuelve en espasmos y síntomas histéricos” (p. 147). Tratar a los nativos como animales, menos que humanos, es decir, momificarlos, “crea una sensación de memoria en el cuerpo y una agencia corporal violenta” (p. 147). Ahora bien, ¿cómo el cuerpo se hace proclive a una especulación inventiva donde no hay nada claro en términos históricos? El salto de la autocreación asume un cambio irreversible donde lo no asimilable o peligroso para la norma racista colonial surte una estrategia de ruptura. El lenguaje y las formas de entender lo circundante resultan subvertidas en la medida en que en el cuerpo asoma una inevitable catástrofe, donde la modulación sartreana de la libertad adquiere otro sentido: se vuelve posible como una dimensión abierta que inyecta la imaginación de otro tipo de comunidad en el presente. Fanon dice al final de Piel negra, máscaras blancas:

¿Por qué no simplemente tocar al otro, sentir al otro, revelarme al otro? Mi libertad, ¿no se me ha dado para edificar el mundo del ? Al final de esta obra, me gustaría que sintieran, como nosotros, la dimensión abierta de toda conciencia. Mi último ruego: ¡Oh, cuerpo mío, haz de mí siempre un hombre que interroga! (Fanon, 2015, p. 190).

Así, como apunta Judith Butler (2015), Fanon “no solicita el reconocimiento de su identidad nacional ni de su género, sino que más bien plantea un acto de reconocimiento colectivo que conferiría a cada conciencia el estatus de algo infinitamente abierto” (p. 212). El cuerpo colonizado, en este punto, establece una diferencia radical con el régimen colonial, y esa diferencia se constituye como un espacio apto para la invención de sí mismo. No es otra cosa que el nuevo hombre que se inventa al final de Los condenados de la tierra. La creación de un nuevo cuerpo, tanto propio como político, pasa por “la verdad filosófica de que no puede producirse la invención de uno mismo sin la intervención del ´vosotros´, y de que el ´yo´ está constituido en una forma de tratamiento que reconoce precisamente su sociabilidad constitutiva” (Ibid., 214). Fanon (1965) dice en sus momentos más afirmativos en Los condenados de la tierra que al hombre “hay que arrancarlo de sí mismo, de su intimidad, no hay que quebrarlo, no hay que matarlo”, para después agregar, “por Europa, por nosotros mismos y por la humanidad compañeros, hay que cambiar de piel, desarrollar un pensamiento nuevo, tratar de crear un hombre nuevo” (pp. 290-291), insinuando el paso a seguir en un plano inventivo: una autocreación que se adhiere a la textura del cuerpo y a las ásperas sedas de lo real. Acto de fundación que marca lo imprevisible y lo fugitivo de un cuerpo que se interroga en todo momento y lugar las insignias mortíferas del racismo moderno.

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Recibido: 05 de Mayo de 2021; Aprobado: 10 de Agosto de 2021

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