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Prismas

On-line version ISSN 1852-0499

Prismas vol.20 no.1 Bernal June 2016

 

RESEÑAS

William Michael Schmidli, The Fate of Freedom Elsewhere. Human Rights and U.S. Cold War Policy, Ithaca, Cornell University Press, 2013, 272 páginas

 

The Fate of Freedom Elsewhere documenta las laberínticas relaciones entre los Estados Unidos y la Argentina durante los años más crudos de la Guerra Fría en América Latina. Con un notable trabajo de archivo, el libro es rico en matices y acaba proveyendo una verosímil periodización en lo que a esas relaciones se refiere, útil para los historiadores tanto de las relaciones diplomáticas como de la Argentina de los años setenta.

Uno de los hallazgos de esta investigación resulta de poner la lupa no solo en las agencias gubernamentales y en los líderes políticos sino también en la emergencia de amplios movimientos de base no gubernamentales en los Estados Unidos que terminaron siendo determinantes en la promoción de los derechos humanos, estimulando su apropiación por parte de la política exterior norteamericana y obligando a reevaluar las acciones de Washington en el Tercer Mundo. Schmidli sostiene que la demanda de proteger los derechos humanos fuera de los Estados Unidos, que floreció durante el transcurso de la década del setenta, tuvo sus raíces en las luchas por los derechos civiles, en los movimientos de oposición a la guerra de Vietnam, en la desilusión de la ciudadanía norteamericana post-Watergate, y en el cuestionamiento doméstico al tipo de alianzas que Estados Unidos cultivó durante los gobiernos de Richard Nixon y Gerald Ford.

De acuerdo a Schmidli, la disputa en el ámbito de la diplomacia norteamericana que se desarrolló a lo largo de la década del setenta tuvo en los defensores de imperativos morales, los idealistas, y en quienes privilegiaban las metas de la seguridad nacional, los realistas, a sus principales actores. Luego de que Estados Unidos deviniera crecientemente involucrado en Vietnam, la política de Washington hacia la Argentina restó importancia a la constitucionalidad de los gobiernos (uno de los ejes de la Alianza para el Progreso) e incrementó su preocupación por la estabilidad y el carácter anticomunista de los regímenes latinoamericanos. En consecuencia, más allá de la retórica idealista del gobierno de John Kennedy (1961-1963), los realistas dominaron la relación de los Estados Unidos con el sur global, anteponiendo las prescripciones de política internacional propias de la Guerra Fría a todo argumento o consideración de índole moral.

Ello explicaría, para el caso argentino, el silencio norteamericano ante el golpe militar que destituyó al presidente Arturo Frondizi en 1962, la legitimación de hecho del pretorianismo de los líderes militares argentinos, la disposición a entrenar militarmente y apoyar financieramente sus emprendimientos durante la década del sesenta, el estímulo a las condiciones que posibilitaron el nuevo golpe que derribó a Arturo Illia en 1966 y, más importante que todo, la crucial contribución norteamericana al establecimiento de la doctrina de seguridad nacional que guió el accionar represivo de las dictaduras -ofreciendo una justificación al uso sistemático de tácticas ilegales para luchar contra quienes eran percibidos como subversivos-. Esta predominancia de los realistas en el ámbito diplomático norteamericano, según Schmidli, acrecentó políticamente las ambiciones de los líderes militares de Latinoamérica a expensas de la democracia regional. Las dictaduras de Brasil en 1964, Argentina en 1966 y Chile y Uruguay en 1973 habrían sido resultado de una autoconfianza militar: la creencia, que Estados Unidos estimuló, en la habilidad de los generales para solucionar los problemas socioeconómicos de sus naciones.

Aun siendo esto cierto, el riesgo que se deriva de conclusiones como la anterior, excluyentemente centradas en la situación doméstica norteamericana y en los móviles de su política exterior, es que se termina por diluir la responsabilidad de los actores locales en la situación social y política de sus respectivas naciones. Así, la confianza de los militares en sí mismos, que en el relato de Schmidli aparece supeditada a la política exterior norteamericana, fue durante largo tiempo múltiplemente alimentada fronteras adentro de la Argentina, tanto por sectores de la sociedad civil como por actores políticos relevantes. De hecho, para la década del setenta, esa autoconfianza contaba ya con un sólido pasado, anterior incluso al contexto de la Guerra fría (baste recordar, para el caso argentino, los golpes militares de 1930 y de 1943, a los que habría que sumar también el de 1955, que no guardó relación con la competencia entre los Estados Unidos y la entonces urss).

Con todo, es sabido que Estados Unidos, crecientemente luego de la Revolución CUBAna, desempeñó un papel de enormes consecuencias para América Latina. Schmidli reconstruye prolijamente el modo en que la Escuela de las Américas, sucesora de la Escuela Norteamericana para el Caribe, a partir de 1963 incrementó significativamente la capacidad represiva, la eficiencia logística y la habilidad técnica de las fuerzas de seguridad en casi toda la región. Los militares argentinos formados en esa escuela tiempo después se contarían entre los encargados de ampliar el adoctrinamiento en las tácticas contrainsurgentes allí aprendidas a todo el aparato represivo estatal.

El ascenso de James Carter (1977-1981) al poder, a comienzos de 1977, abrió por primera vez una seria disputa por la hegemonía en el interior de la diplomacia entre idealistas y realistas, y la cuestión de los derechos humanos tuvo oportunidad de integrarse formalmente a la política exterior norteamericana. Schmidli repara no solo en políticas sino también en personas, dibujando un escenario tan complejo como ambiguo. Robert Hill, el embajador norteamericano en la Argentina cuando Carter asume, debió combinar durante los primeros meses que siguieron al golpe de 1976 su enfático respaldo a la erradicación de la subversión con su simpatía hacia muchas víctimas que caían en las redes de la represión militar. Henry Kissinger, en cambio, le hizo saber a la Junta que Estados Unidos quería el éxito militar en la "guerra sucia", lo que llevó a algunas autoridades argentinas a creer que no habría ningún problema con la Casa Blanca al respecto. Esta creencia se manifestó muy pronto falsa, especialmente a partir de la primera visita que Patricia Derian realizó a la Argentina, poco tiempo después del primer aniversario del golpe. No sin resistencias en el interior mismo de la embajada, la determinación de Derian fue crucial en el intento de institucionalizar los derechos humanos dentro del proceso de los hacedores de políticas norteamericanos. Hacia mediados de 1978, el Departamento de Estado había bloqueado 800 millones de dólares en transferencias comerciales y militares a la Argentina. También Tex Harris se unió, a partir del otoño de 1978, a la lucha de Derian.

Entre los logros de los idealistas se cuenta haber colaborado a que la dictadura decidiera aceptar, luego de un largo tiempo de oponerse, la visita formal a la Argentina de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos. El propio Carter mostró que su interés en la cuestión de los derechos humanos excedía el ámbito de los ciudadanos norteamericanos cuando decidió peticionar ante el gobierno argentino por 7500 casos de desaparecidos.

Aunque el idealismo tuvo su momento de gloria durante los primeros dos años de la administración Carter, hacia mediados de 1978 comenzó a retroceder. Derian en Washington y Harris en Buenos Aires, de hecho, nunca dejaron de tener enemigos en el interior mismo del gobierno norteamericano y de la embajada, a los que hay que agregar a los hombres de negocios y sus simpatizantes en el Congreso, cuyos intereses económicos en la Argentina se veían afectados por las sanciones y las restricciones que Estados Unidos imponía al país. Las discusiones en torno al crédito de 270 millones de dólares del Exim Bank fue el episodio más emblemático de la molestia de estos últimos. En la segunda parte de la administración Carter, por tanto, la política exterior hacia la Argentina viró nuevamente hacia posiciones tradicionales. A ello colaboró que el nuevo embajador, Raúl Castro, se contaba entre los convencidos de que Videla y Viola encarnaban el ala moderada de las Fuerzas Armadas. Doscientos cables de Tex Harris a Washington con denuncias sobre violaciones a los derechos humanos fueron frenados en la embajada. Cuando en diciembre de 1979 la invasión soviética a Afganistán incrementó las tensiones de la Guerra Fría, el giro conservador en la política exterior hacia la Argentina se profundizó y el regreso de los idealistas a los márgenes de influencia se volvió un hecho. Para entonces, las organizaciones de derechos humanos no gubernamentales, que tanto habían colaborado a situar los derechos humanos en el centro de la política exterior norteamericana, lamentaban no tener ya aliados de peso en la Casa Blanca ni en el Consejo de Seguridad Nacional.

De acuerdo a Schmidli, todos estos elementos, sumados a la falta de claridad de la administración Carter respecto del rol que los derechos humanos debían cumplir en la política exterior norteamericana, limitaron dramáticamente la implementación de las iniciativas en esa área. De hecho, la eficacia de las iniciativas para torcer el rumbo de la política represiva del gobierno argentino fue escasa, no solo por las tensiones en el interior de la diplomacia norteamericana sino porque la Junta logró suplir el retaceo de los apoyos militar y económico con otros provenientes de Europa del Este y de Israel. Sin embargo, nada de eso lleva a Schmidli a menospreciar cuán lejos Carter avanzó el debate acerca del rol de los derechos humanos en la política exterior norteamericana, tanto más notable si se lo compara con las tres décadas anteriores.

Sebastián Carassai
CHI-UNQ / UBA / CONICET

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