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Revista argentina de antropología biológica

versión On-line ISSN 1514-7991

Rev Arg Antrop Biol vol.25 no.1 La Plata ene. 2023  Epub 01-Ene-2023

http://dx.doi.org/10.24215/18536387e061 

Trabajos Originales

Antropología biológica y neurociencias: los estudios del cerebro en el linaje humano

Biological anthropology and neurosciences: studies of the brain in the human lineage

1 Unidad Ejecutora de Estudios en Neurociencias y Sistemas Complejos (ENYS). CONICET, Universidad Nacional Arturo Jauretche, Hospital el Cruce Dr. Nestor Kirchner, Florencio Varela, Argentina.

2 Facultad de Ciencias Naturales y Museo, Universidad Nacional de La Plata. La Plata, Argentina.

3 Archivo Histórico. Facultad de Ciencias Naturales y Museo, Universidad Nacional de La Plata. La Plata, Argentina.

4 División Antropología. Facultad de Ciencias Naturales y Museo, Universidad Nacional de La Plata. La Plata, Argentina.

Resumen

El estudio de las propiedades estructurales y funcionales del cerebro en Homo sapiens, así como en otros primates no-humanos, constituye un tema fundante en la tradición de investigación de la antropología biológica. Sin embargo, el cuestionamiento temprano a la perspectiva tipológico-racial condujo al abandono de los análisis intraespecíficos, limitando fuertemente su integración a las neurociencias. En este trabajo se realiza un análisis histórico crítico de las investigaciones sobre el cerebro, enfatizando en las poblaciones humanas actuales, realizadas desde la antropología biológica y las neurociencias -particularmente en biomedicina-. Finalmente, se discuten líneas de diálogo que podrían fortalecer a ambas áreas. Se concluye que el corpus ontológico y teórico-metodológico empleado por la antropología biológica para la generación de conocimientos sobre los patrones de variación espaciotemporal en rasgos fenotípicos y genéticos, así como de los procesos evolutivos y factores ambientales que los modelaron resulta un aporte significativo para los estudios desarrollados por las neurociencias.

Palabras clave: bioantropología; biomedicina; neuroanatomía; variación biológica; teoría evolutiva

Abstract

The study of the structural and functional properties of the brain of Homo sapiens, and of other non-human primates, is a founding topic in the research tradition of biological anthropology. However, early questioning of the racial-typological perspective led to the abandonment of intraspecific analyses, strongly limiting their integration into neurosciences. This study presents a critical historical analysis of brain research carried out from biological anthropology and neurosciences-particularly in biomedicine-, with an emphasis on current human populations. Finally, we discuss some topics that could strengthen both areas. We conclude that the ontological and theoretical-methodological corpus developed within biological anthropology for the study of patterns of spatio-temporal variation in phenotypic and genetic traits, as well as the evolutionary processes and environmental factors that modeled them, could be a significant contribution to the studies developed by neurosciences.

Keywords: bioanthropology; biomedicine; neuroanatomy; biological variation; evolutionary theory

La antropología biológica, desde su diferenciación y constitución como disciplina científica en el siglo XIX, se interesó por el estudio anatómico-estructural y funcional del cerebro a escala interespecífica y poblacional (Pogliano, 2020; Spencer, 1981). Los primeros estudios, realizados desde perspectivas clasificatorias y tipológicas, se articularon alrededor de una de las preguntas fundantes de la disciplina, vinculada a las causas de la singularidad de los humanos en relación con otras especies animales (Pogliano, 2020). En este contexto, la singularidad de la especie fue atribuida a las particularidades que presenta el cerebro humano en comparación con el resto de los animales, bajo el supuesto de que el comportamiento y las habilidades cognitivas eran reguladas por este órgano. El cerebro fue definido entonces como el “...órgano principal del cuerpo humano cuya función transforma el hombre en hombre y caracteriza al instante el hombre como tal” (Lehmann-Nitsche, 1899). La vinculación entre las características fenotípicas del cerebro y las habilidades cognitivas se extendió a la explicación de las diferencias entre grupos humanos, dando origen al análisis comparativo neuroanatómico entre razas de distinto origen geográfico (Broca, 1871; Morton, 1839). Hacia mediados del siglo XX se produjo un cambio en la orientación de las investigaciones en antropología biológica con la incorporación de enfoques evolutivos, que se reflejaron en un creciente interés por el estudio de los factores que modelaron la evolución del cerebro en los homínidos a escala interespecífica (Blumenberg et al., 1983).

De forma paralela, en la década de 1960, las investigaciones que abordaban el estudio de la estructura y función del sistema nervioso comenzaron lentamente a aglutinarse alrededor de un área de trabajo emergente que se conoció bajo el rótulo de neurociencias. El surgimiento de este campo se vincula generalmente a la creación del Programa de Neurociencias del MIT organizado por Frank Schmitt, aunque otros autores plantean un antecedente previo para el origen de la neurociencia moderna en las investigaciones realizadas por el Instituto Neurológico de Montreal en las décadas de 1930-1960 (Adelman, 2010; Prkachin, 2018; Rose y Rose, 2016). La característica distintiva en ambos casos fue la convergencia de múltiples disciplinas -tales como biología, psicología, medicina, física, entre otras- que provenían de tradiciones de investigación enmarcadas en diferentes concepciones ontológicas, teóricas y metodológicas (Laudan, 1977), con el objetivo común de comprender el funcionamiento del cerebro. Es así que este campo de investigación no se caracteriza particularmente por su objeto de estudio sino por el abordaje interdisciplinario de fenómenos complejos que involucran aspectos biológicos, psico-sociales y culturales. Sin embargo, el crecimiento de esta área fue relativamente lento hasta comienzos de este siglo, cuando cobró gran notoriedad a partir de la adhesión de la comunidad científica mundial a la denominada “Década del Cerebro”, promovida desde organismos gubernamentales de Estados Unidos y Europa a través de la asignación de fondos especiales como el ambicioso proyecto “Human Brain Project” financiado por la Unión Europea (Adelman, 2010; Martín-Rodriguez et al., 2004). Se ha señalado que la fuerte aceleración en la expansión de las neurociencias en este momento se vincula al desarrollo de las tecnociencias en un contexto sociopolítico de signo marcadamente neoliberal, desde el cual se promueve una visión reduccionista e individual de problemáticas de carácter social vinculadas a la educación, el trabajo, la salud, entre otros (Rose y Rose, 2016).

En los últimos años, la proliferación exponencial de estudios en diversas áreas de las neurociencias condujo a la emergencia de aproximaciones que procuran dar identidad a problemáticas específicas algunas de las cuales retoman -al menos en términos nominales- temáticas vinculadas a las ciencias antropológicas. En este sentido, se ha planteado la necesidad de constituir una “neurociencia poblacional” que integre las ciencias cognitivas, la genética y la epidemiología con el objetivo de identificar los factores genéticos y ambientales que influyen en los fenotipos estructurales y funcionales del cerebro, y alcanzar de esta manera una mayor comprensión de los desórdenes mentales frecuentes (Falk, 2012; Paus, 2010, 2013). Asimismo, otras aproximaciones denominadas “neurociencia cultural” y “neuroantropología” han focalizado en el estudio de la interacción del cerebro con el ambiente sociocultural en el que se desarrollan los individuos (Northoff, 2010). Particularmente, se orientan a dilucidar de qué manera las prácticas culturales se reflejan en la estructura y función cerebral, a la vez que los procesos neuronales generan prácticas y significados compartidos socialmente (Domínguez et al., 2009). A pesar de que estas aproximaciones incluyen temáticas tradicionalmente abordadas por la antropología social, la etnografía y la antropología biológica, estas aún no se han integrado al desarrollo de las neurociencias (Brown y Seligman, 2009; Syme y Hagen, 2020).

En particular, el interés por comprender cómo los factores genéticos y ambientales modelan la evolución y el desarrollo del cerebro en nuestra especie es un tema común a las neurociencias y la antropología biológica, y por lo tanto la posibilidad de contribuir a esta nueva área de conocimiento constituye una convocatoria ineludible para la disciplina. En este contexto, surgen una serie de interrogantes que ponen en discusión los vínculos entre la antropología biológica y las neurociencias. Particularmente, ¿Qué factores podrían dar cuenta de la falta de integración del conocimiento construido por la antropología biológica a los estudios poblacionales en neurociencias? ¿En qué medida es posible una integración de los marcos teórico-metodológicos y de los datos generados por la disciplina? Tomando como base estas preguntas, en el presente trabajo se realiza un análisis histórico de los estudios del cerebro dentro la antropología biológica considerando la tradición de investigación (i.e., el conjunto de supuestos, conceptos y métodos que guían la investigación en un determinado dominio; Laudan, 1977) de la disciplina desde su constitución. Este análisis es abordado desde una perspectiva que considera el desarrollo de las investigaciones de manera no-lineal en la que las disciplinas, sus temas, objetos de estudio, metodologías y conceptos con frecuencia presentan superposiciones y solapamientos, y articulaciones en contextos sociales e institucionales específicos a la vez que conforman diferentes tradiciones intercaladas (Galison, 1999). Asimismo, se caracterizan los estudios realizados en el marco de las neurociencias desde perspectivas biomédicas, y finalmente se discute en qué medida la interacción entre la antropología biológica y las neurociencias podría contribuir al estudio del cerebro en las poblaciones humanas.

HISTORIA DE LAS INVESTIGACIONES SOBRE EL CEREBRO EN LA ANTROPOLOGÍA BIOLÓGICA

En este apartado se describen, desde una perspectiva histórica, las investigaciones de mayor relevancia llevadas adelante en el seno de la antropología biológica en temáticas vinculadas al estudio del cerebro en el linaje homínido. El análisis de la producción científica pretende delinear de manera sintética las continuidades y discontinuidades en cuanto a las escalas de análisis empleadas -intra e interespecífica-, propiedades del cerebro analizadas -anatómica, estructural y funcional- y abordaje ontológico y teórico-metodológico, centrándose principalmente en los estudios neuroanatómicos que se desarrollaron desde un enfoque comparativo.

De los inicios de la disciplina al desarrollo de la Nueva Antropología

Los inicios de la antropología biológica como disciplina científica pueden trazarse a mediados del siglo XIX, cuando se constituye un área singular de problemas y preguntas que se diferencian de los temas abordados por la anatomía, la biología y la medicina, y que se vinculan principalmente con la descripción y clasificación de los grupos humanos modernos y su relación con otros seres vivos (Hunt, 1981; Spencer, 1981). Desde una perspectiva ontológica y epistemológica, este momento se caracterizó por la predominancia de un conjunto de ideas derivadas de la filosofía aristotélica, incluidas bajo la denominación de pensamiento esencialista (Sober, 2004). La esencia era considerada un mecanismo causal de la materia que se encuentra en ellas mismas, hace que cada miembro de un grupo sea una clase de cosa que es y no otra cosa, y es universal en todo tiempo y espacio. En consonancia con estos postulados, la variación fue entendida como desviaciones del estado natural que resultan de la acción de fuerzas de interferencia. En este contexto, se consolidó el interés por estudiar el origen de la humanidad y su clasificación en razas, continuando los estudios iniciados en el siglo XVIII por naturalistas europeos como Carlos von Linneo y Johann F. Blumenbach (Marks, 1995). La división de la humanidad en razas no solo implicaba que estas presentaban características anatómicas, fisiológicas y cognitivas distintivas, sino que existía una jerarquía entre razas consideradas superiores e inferiores. En cuanto a su origen, las posturas se debatían entre quienes planteaban un origen único para todas las razas (monogenistas) y quienes sostenían que las diferencias entre algunas razas eran lo suficientemente grandes como para ser consideradas distintas especies (poligenistas). Estas ideas, junto con el supuesto de que las características neuroanatómicas determinaban las capacidades cognitivas de los individuos y por extensión de las razas, guiaron el estudio comparativo de las propiedades anatómico-estructurales del cerebro a escala intra e interespecífica durante el siglo XIX y parte del XX (Mitchell y Michael, 2019).

Los primeros trabajos a escala interespecífica se centraron en la descripción de la anatomía cerebral de primates no humanos, principalmente de chimpancé y orangután, con el objetivo de determinar las características que resultaban propias de los humanos (Teidemann, 1836). Estos trabajos señalaron, en particular, diferencias en cuanto a la posición del foramen magnum, el peso relativo del cerebro y la morfología externa e interna de este órgano, a la vez que demostraron que las distintas razas humanas presentan mayor similitud entre sí que con cualquiera de las otras especies comparadas (Teidemann, 1836). Por lo tanto, los análisis comparativos a nivel anatómico no sustentaban que los individuos de raza negra presentaran mayor similitud con los simios que con el resto de las razas, apoyando, por el contrario, la pertenencia de todas las razas a una única especie. Sin embargo, las ideas poligenistas perduraron a lo largo del siglo XIX. En Estados Unidos, el contexto sociopolítico marcado por las disputas en torno a abolición de la esclavitud favoreció la adopción de la teoría poligenista por la denominada Escuela Americana, entre cuyos exponentes se destacan George Morton, Louis Agassiz y Josiah Nott (Dewbury, 2007; Nott y Gliddon, 1854). En Europa el origen independiente de las razas fue sostenido por el naturalista Georges Cuvier, cuya influencia se extendió a los estudios antropológicos de Anders Retzius y Paul Topinard, entre otros (Fluehr-Lobban, 2007).

Un mayor consenso existía entre los naturalistas y antropólogos de la época con respecto a atribuir diferencias de índole social a una predisposición natural o innata de las razas, lo que impulsó el análisis comparativo del tamaño cerebral en los humanos modernos bajo el supuesto de que estaba directamente relacionado con la inteligencia (Mitchell y Michael, 2019). El tamaño cerebral fue cuantificado tanto de forma directa a partir de órganos obtenidos de disecciones, como a partir de la capacidad craneal, asumiendo que el neurocráneo representaba un buen proxy del cerebro. Uno de los primeros estudios sistemáticos fue realizado por Morton, quien obtuvo variables craneométricas de una extensa muestra de individuos de distintas razas. De acuerdo a los resultados presentados por este autor, la variación en el tamaño del cerebro de las razas coincidía con las capacidades intelectuales y morales previamente atribuidas a las mismas, con la raza blanca ubicada en una posición superior respecto al resto (Morton, 1839). Es importante señalar que autores contemporáneos llegaron a conclusiones opuestas basándose en el mismo tipo de datos. Por ejemplo, Teidemann (1836) midió la capacidad craneana de muestras de diferente origen geográfico y encontró que la variación en el tamaño cerebral dentro de cada raza era tan elevada que resultaba en el solapamiento de los rangos de variación entre razas. Para este autor tales resultados constituían una prueba de que no existían diferencias ni en el tamaño ni en las capacidades cognitivas entre individuos de diferentes razas.

La búsqueda de las diferencias entre las razas se extendió también a la forma del neurocráneo, dado que este reflejaría el desarrollo diferencial de los lóbulos cerebrales y por ende de las capacidades mentales. Las diferencias de forma, que representaban estimaciones indirectas de las capacidades mentales, fueron resumidas mediante el índice cefálico propuesto por Retzius, mediante el cual se estableció una división entre cráneos dolicocéfalos y braquicéfalos, correspondiendo los primeros a las razas superiores (Kyllingstad, 2014). El empleo del índice cefálico fue ampliamente extendido debido a que era una medida simple y contribuía a realizar un diagnóstico racial rápido y efectivo, de acuerdo a la visión tipológica predominante. Posteriormente, los estudios de Franz Boas llevaron a cuestionar la utilidad del índice cefálico para clasificar las razas, así como su validez como indicador de la inteligencia de los individuos. A partir de la medición de variables antropométricas en inmigrantes europeos en Estados Unidos, mostró la existencia de diferencias significativas en el índice cefálico entre los hijos de los migrantes y las poblaciones de las cuales provenían, demostrando la gran plasticidad de uno de los rasgos más utilizados por sus contemporáneos para definir las razas humanas (Boas, 1912). Boas también realizó fuertes críticas al determinismo biológico de la cultura implícito en el pensamiento racial (Caspari, 2009). Se ha planteado que la postura anti-racial de Boas se vincula a su posicionamiento político, si bien su carrera se desarrolló principalmente en Estados Unidos, nació en 1858 en Alemania y fue criado bajo las ideas liberales de las revoluciones republicanas que tuvieron lugar en Europa a mediados de siglo XIX (Stocking, 1965; Williams, 1996). En Estados Unidos abogó por una postura filosófica igualitarista y tuvo un rol activo contra la discriminación de los descendientes afro-americanos (Williams, 1996). Su formación en ciencias exactas -a diferencia de la mayoría de los antropólogos contemporáneos que tenían estudios en medicina y anatomía- también habría influido en el mayor énfasis en la recolección de datos cuantitativos y el interés por las medidas de variación intra e intergrupal más allá de las medias, que mostraban un gran solapamiento de rasgos entre grupos raciales. A pesar de ser considerado el fundador de la antropología americana moderna, los aportes de Boas fueron reconocidos e incorporados a la antropología biológica recién varias décadas más tarde, prevaleciendo en gran parte del siglo XX la tradición descriptiva cualitativa y tipológica (Little, 2010).

El supuesto de que existía una relación directa entre las propiedades neuroanatómicas y el desarrollo cultural de los grupos humanos, y que por lo tanto este estaba determinado biológicamente, en parte tiene su origen en las teorías de la mente y el cerebro propuestas por la frenología (Mitchell, 2018). De acuerdo con esta teoría, las capacidades mentales se localizaban en áreas discretas del cerebro y, por lo tanto, el desarrollo de las facultades de un individuo estaba directamente relacionado con el tamaño del área correspondiente y la región del cráneo asociada (Hunt, 1981). Como consecuencia, los rasgos de la personalidad podían inferirse a partir del análisis de la morfología externa del cráneo. Si bien actualmente es considerada una pseudociencia, la frenología contribuyó al crecimiento de la neurología del siglo XIX, y a consolidar la idea de que distintos aspectos de la cognición y la conducta se localizaban en áreas específicas del cerebro y se asociaban a las características anatómicas de este órgano. Un aporte relevante en este sentido fueron los estudios realizados por el anatomista, médico y antropólogo francés, Paul Broca. A partir del análisis post-mortem del cerebro de pacientes que habían perdido la capacidad del habla, determinó que este impedimento se debía a que presentaban lesiones en el lóbulo frontal inferior izquierdo, un área que gracias a estos hallazgos se considera crítica para la producción del lenguaje, aportando así las primeras evidencias de la relación entre áreas corticales particulares y una función específica (para una discusión de estos hallazgos ver Dronkers et al., 2007). Broca también desarrolló y perfeccionó distintas técnicas craneométricas con el fin de demostrar que el cerebro de los individuos de raza blanca y sexo masculino presentaba un mayor tamaño que el de las mujeres, y el de los individuos asignados a razas inferiores (Broca, 1871).

Con la consolidación de la disciplina, en el siglo XX, se amplió el estudio descriptivo anatómico del cerebro entre poblaciones humanas y especies de primates. Además de la obtención de medidas de tamaño, como el volumen y el peso del cerebro, se realizaron descripciones del patrón de surcos y la morfología de los lóbulos a partir de disecciones anatómicas, asumiendo que el tamaño y la complejidad de los surcos se asociaban a las capacidades cognitivas (Keegan, 1920; Poynter, 1916). En esta línea, Hrdlička (1901) atribuyó las diferencias en el patrón de surcos entre cerebros que correspondían a individuos de distintos grupos Eskimo a un menor desarrollo intelectual en aquellos que presentaban menor cantidad de surcos. Numerosos estudios se centraron en la comparación de características neuroanatómicas de individuos clasificados en las razas blanca y negra, indicando que los primeros presentaban mayor cantidad de surcos y de mayor complejidad (Bean, 1906). Asimismo, se señalaron diferencias en la forma de los lóbulos entre ambos grupos raciales, atribuyendo a los individuos blancos masculinos un mayor desarrollo del lóbulo frontal mientras que los negros presentarían una expansión del lóbulo parietal (Connolly, 1931, 1942). De acuerdo a estos estudios, el menor desarrollo del lóbulo frontal era también característico de las mujeres de raza blanca en comparación con los individuos masculinos (Connolly, 1931). Dado que el lóbulo frontal se asociaba a funciones cognitivas superiores como el autocontrol y la resolución de problemas, se estableció una relación directa entre el tamaño de esta estructura y las “facultades mentales” de las mujeres y las razas consideradas inferiores. En este sentido, Bean (1906) planteó que, debido a las características anatómicas de los cerebros, los negros presentan un mayor desarrollo de las facultades mentales inferiores, como el olfato y la habilidad manual, en tanto que los individuos caucásicos presentaban mayor autocontrol, sentido de la ética y la estética.

A partir del análisis realizado es posible postular que durante el siglo XIX se produce la transformación del cerebro en un objeto científico, en un objeto observado y manipulado, que se incorpora a una red de significados culturales, prácticas materiales y discusiones teóricas que, en el caso del cerebro, trascienden los límites de las disciplinas (Daston, 2000). En este sentido, desde la ciencia decimonónica se construyó una idea de “cerebro normal”, el cual correspondía al cerebro del hombre blanco occidental (Caucásico) con un alto nivel educativo, y lo ubicaba en una organización jerárquica que posicionó a las mujeres y las razas consideradas inferiores en un lugar de subordinación (Rose y Rose, 2016). Como plantea Anne Fausto-Sterling con respecto a los estudios sobre las diferencias sexuales en el cerebro, gran parte de estas investigaciones se caracterizan por partir de un conjunto de presupuestos culturales que luego son aplicados a los hallazgos sobre el fenómeno de interés para alcanzar así las conclusiones deseadas (Fausto-Sterling, 2006). La misma consideración es aplicable a los estudios sobre poblaciones humanas desde una perspectiva tipológica-racial y, como se discute más adelante, las repercusiones de esta tradición pueden rastrearse aún en la neurociencia contemporánea (Gilpin y Taffe, 2021). Esto muestra que ciertos temas fueron abordados de forma recurrente, existiendo cierto solapamiento no sólo en las preguntas de investigación sino también en los conceptos empleados por las diversas disciplinas que han tenido al cerebro como objeto de estudio, mostrando el carácter no lineal de la historia de las investigaciones (Galison, 1999).

En resumen, los estudios antropológicos de este periodo dieron lugar a la generación de una línea de base para la descripción y cuantificación de la variación neuroanatómica entre individuos y grupos humanos, definidos entonces como razas. Desde un punto de vista metodológico, la búsqueda de las características distintivas de las razas en que se dividía el género Homo condujo al desarrollo de numerosas técnicas y protocolos de medición estandarizados, así como de instrumental específico para su obtención (Papillault, 1919). El incremento de la cantidad de medidas empleadas para la descripción morfológica condujo a la creación de comités de especialistas que llevaron a cabo una serie de reuniones científicas -entre ellas la Convención de Frankfurt (1877), la Convención Internacional de Mónaco (1906), la Convención de Génova (1912) y la Convención de Ohio (1967)- con el fin de lograr acuerdos en la comunidad que permitieran realizar descripciones y comparaciones confiables (Duckworth, 1919; Hrdlička, 1936; Papillault, 1919). Se inicia así una extensa tradición dentro de la antropología biológica caracterizada por el fuerte énfasis en la cuantificación de la morfología, diferenciándose de los análisis descriptivos cualitativos propios de la anatomía (Bookstein et al., 2004; Slice, 2007). A pesar de estos esfuerzos por alcanzar una mayor objetividad en las mediciones, la evidencia en que se basó la supuesta asociación entre los caracteres físicos y las capacidades intelectuales de las razas estuvo en gran medida sesgada por estereotipos y preconceptos que guiaron la selección, obtención y análisis de las variables, así como su interpretación (Mitchell, 2018; Mitchell y Michael, 2019; Tobias, 1970).

Las investigaciones desde mediados del siglo XX a la actualidad

Hacia la década de 1960-1970 se expandieron las investigaciones sobre la evolución del cerebro en el linaje homínido como resultado del descubrimiento de un mayor número de fósiles (para mediados de siglo se había descubierto sólo una veintena de fósiles asignados a las especies A. africanus, P. robustus, H. Erectus, H. habilis, H. neanderthalensis), así como de los cambios que tuvieron lugar en la orientación teórica de la disciplina con la progresiva incorporación de la teoría sintética de la evolución (Washburn, 1951). La adopción de esta teoría implicó un cambio ontológico que se caracterizó por el pensamiento poblacional. En este marco, la población fue definida como una entidad supraindividual con continuidad biológica donde ocurren los cambios transgeneracionales que constituyen la evolución (Sober, 2004). Esta incorporación condujo a un redireccionamiento fundamental del propósito de la antropología biológica orientándose a la comprensión de causas y procesos antes que a generar clasificaciones con un enfoque descriptivo. El estudio de la variación continúa siendo central en la antropología en tanto refleja la acción de procesos microevolutivos, especialmente de la selección natural, que resultan en cambios en la frecuencia genética entre poblaciones y en el eventual surgimiento de nuevas especies a escala macroevolutiva.

En este momento cobra relevancia la paleoneurología, un área de trabajo dedicada al estudio de las características anatómicas del cerebro a partir de las improntas que dejan los giros y surcos de la corteza cerebral sobre la tabla interna de los huesos del cráneo, y cuyos primeros antecedentes datan de principios del siglo XX (Bruner, 2015; Falk, 2012; Holloway et al., 2009). Las investigaciones en el área de la paleoneurología se centraron en la descripción del tamaño cerebral y la reorganización neurológica en especies fósiles con el objetivo de realizar inferencias sobre el comportamiento de los homínidos, así como de los factores que modelaron los cambios ocurridos a lo largo de la evolución de linaje. Tales inferencias se realizaron dentro de un marco comparativo que incorpora datos neuroanatómicos y del comportamiento de primates no humanos, y más recientemente datos de neuroimágenes provenientes de investigaciones biomédicas (Falk, 2012).

En particular, se ha estudiado ampliamente el incremento en la capacidad craneana a lo largo de la evolución de los homínidos debido a que en los primates el tamaño cerebral se asocia a las capacidades cognitivas y del comportamiento de las especies. El énfasis en esta variable se explica, entonces, por el hecho de que los humanos son los primates actuales con el mayor tamaño cerebral, tanto absoluto como relativo, así como por la mayor facilidad en estimar la capacidad craneana a partir de moldes endocraneales en relación con la descripción de otros rasgos anatómicos (aunque la reconstrucción de especímenes muy fragmentados ha producido datos discordantes de acuerdo a las técnicas empleadas, ver Falk y Clarke, 2007; Holloway, 1970). A partir de las improntas en los moldes se ha discutido, asimismo, la importancia de la reorganización de la corteza en términos del tamaño relativo de los lóbulos cerebrales, la forma del cerebro, y la disposición de giros y surcos (Kobayashi et al., 2018). Una de las áreas que suscitó gran interés es la comparación de la morfología del lóbulo frontal en primates actuales y fósiles debido a la estrecha relación de esta región con las funciones ejecutivas y el lenguaje (Hladnik et al., 2014; Molnár y Pollen, 2014; Teffer y Semendeferi, 2012). A pesar de los argumentos a favor de una u otra, existe cierto consenso de que tanto el aumento de tamaño como los cambios en la organización neuroanatómica tuvieron un importante rol en la adquisición de nuevas funciones cognitivas en el linaje humano (Beaudet et al., 2019).

En la década de 1990 se inició un importante cambio metodológico en el área de la paleoneurología a partir de la incorporación de imágenes de tomografía computada y la adopción por parte de la comunidad bioantropológica de métodos para la comparación de la forma basados en la superposición de coordenadas cartesianas (Weber, 2015; Zollikofer y De León, 2013). Por un lado, las imágenes de tomografía computada permitieron reemplazar los moldes endocraneales fabricados en yeso o resina por reconstrucciones virtuales. Entre las ventajas de estos modelos virtuales se destaca la posibilidad de obtener moldes endocraneales de especímenes en mal estado de preservación, los cuales no podían estudiarse mediante los métodos tradicionales más invasivos, ampliando de esta manera las muestras de fósiles disponibles para análisis (Bruner et al., 2018). El empleo de técnicas de reconstrucción virtual ha permitido, por ejemplo, generar por primera vez modelos del endocráneo de neonatos de especies fósiles (Gunz et al., 2010). Por otro lado, el desarrollo de métodos para la digitalización y el análisis de coordenadas sobre contornos y superficies en el marco de la morfometría geométrica posibilitó la descripción cuantitativa de la forma del endocráneo, una estructura difícil de describir mediante medidas lineales debido a que presenta escasos puntos anatómicos (Bookstein et al., 1999; Neubauer et al., 2018). A partir del análisis morfométrico mediante tales técnicas se han descrito cambios en la forma del endocráneo entre neandertales y humanos modernos a lo largo de la ontogenia (Gunz et al., 2010). De acuerdo con estos estudios, los humanos modernos se caracterizan por la tendencia hacia una morfología más globular con la edad, la cual ha sido interpretada como evidencia de cambios en la organización interna del cerebro que darían cuenta de las diferentes habilidades cognitivas de ambas especies.

Por el contrario, los estudios antropológicos sobre poblaciones humanas modernas fueron progresivamente más escasos. Este cambio en la orientación de las investigaciones es evidente al analizar el número de publicaciones que abordaron temas relacionados al estudio del cerebro a lo largo del periodo 1900-2019 las revistas American Journal of Physical Anthropology, Journal of Anatomy y Journal of Human Evolution. Los criterios para la selección de las revistas fueron: representar un ámbito de publicación frecuente de especialistas en antropología biológica, tener alcance internacional, priorizar entre sus intereses los estudios anatómicos y morfológicos. En la Figura 1 se presenta el número de artículos publicados clasificados de acuerdo a las especies analizadas (humanos modernos, primates no-humanos y especies fósiles) con el fin de ilustrar la menor importancia relativa que tuvieron las poblaciones modernas en comparación con otras especies de primates actuales y fósiles.

FIGURA 1 Número de trabajos publicados en las revistas American Journal of Physical Anthropology, Journal of Anatomy y Journal of Human Evolution en el periodo 1900-2019 que incluyen los términos “brain” y “endocast” en el título, resumen o palabras clave. Los artículos se dividieron en dos periodos, que corresponden aproximadamente a lo que se identifica como vieja y nueva antropología física (Washburn, 1951). 

A partir del análisis de los trabajos publicados en las revistas American Journal of Physical Anthropology y Journal of Human Evolution desde la década de 1970 a la actualidad, es posible identificar las áreas de mayor interés en el estudio del cerebro desde una perspectiva antropológica. Con este fin se construyó una red que refleja la co-ocurrencia de términos en los títulos y resúmenes de los artículos que contienen las palabras clave “brain” y “endocast” publicados en el periodo de interés. La red, obtenida en el programa VOSviewer V 1.6.18 (Van Eck y Waltman, 2010), contiene 54 términos organizados en 4 agrupamientos o clusters conformados por afinidad temática (Fig. 2). Se observa, por un lado, un conjunto de estudios orientados a evaluar factores ecológicos y evolutivos (como la dieta, la historia de vida, los cambios en el tamaño corporal, entre otros) vinculados a la variación en el tamaño cerebral en primates. Otra línea de investigación se enfoca en el análisis de la evolución del tamaño y la forma del cerebro en especies fósiles, en tanto otros enfocan en el volumen y tamaño relativo en especies actuales de homínidos.

FIGURA 2 Red bibliométrica basada en artículos publicados en American Journal of Physical Anthropology y Journal of Human Evolution desde la década de 1970, las palabras clave de la búsqueda fueron “brain” y “endocast”. La figura muestra el análisis de las palabras de los títulos y resúmenes de los artículos. El tamaño de los círculos indica la frecuencia con la que aparecen los términos y las líneas que los conectan señalan la co-ocurrencia de términos. 

El menor interés por el estudio comparativo del cerebro a nivel poblacional se reflejó en líneas generales en la producción científica. Desde mediados del siglo XX hasta el reciente auge de las neuroimágenes (ver el siguiente apartado) no se registran trabajos que aborden esta temática, con la excepción de una serie de artículos sobre aborígenes australianos publicados en las décadas de 1980 y 1990 (Klekamp et al., 1991; Riedel et al., 1989). El objetivo principal de estos trabajos en poblaciones de Australia fue la comparación del tamaño de regiones corticales, subcorticales y del cerebelo entre aborígenes y caucásicos a partir de muestras obtenidas de autopsias realizadas a niños y adultos. A partir del análisis de los cambios con la edad se observó un retraso en la maduración del hipocampo, la corteza visual y otras regiones cerebrales en el grupo de aborígenes en comparación con individuos de origen caucásicos. Entre las posibles causas de las diferencias encontradas los autores señalan el impacto de las condiciones de salud y socioeconómicas, más allá del potencial efecto de las diferencias genéticas entre ambas poblaciones (Klekamp et al., 1991; Riedel et al., 1989). Es interesante notar que el efecto del ambiente experimentado durante el crecimiento y desarrollo de los individuos no había sido considerado como un factor relevante para explicar la variación en rasgos neuroanatómicos entre poblaciones. Por el contrario, la idea de que el cráneo y el cerebro reflejaban principalmente caracteres hereditarios de los grupos raciales relegó la influencia ambiental a un rol menor.

Considerando los cambios ocurridos desde la conformación de la disciplina, emerge la pregunta acerca de las razones por las que el estudio de la variación poblacional en los caracteres fenotípicos del cerebro fue perdiendo interés, hasta su eventual abandono, dentro de la antropología biológica. En este sentido, se ha señalado que el cuestionamiento al concepto de raza utilizado en los estudios comparativos a escala intraespecífica volvió a la pregunta por las diferencias anatómico-estructurales del cerebro entre grupos humanos “políticamente incorrecta” (Holloway, 2008). Este autor cuestionó tales posturas indicando que la variación debería celebrarse como uno de los más importantes legados de la evolución, en lugar de prohibir su estudio (“It would be nice if human variation could be celebrated as our most precious evolutionary heritage and hope instead of prohibiting the study of our variation.”, Holloway, 2008:13). Coincidimos en que el estudio de la variación constituye el núcleo central de la antropología biológica, sin embargo, no es posible dejar de reconocer el impacto negativo que tuvieron las investigaciones que intentaron vincular las características neuroanatómicas con capacidades cognitivas diferenciales entre razas y entre géneros, en tanto contribuyeron a justificar relaciones sociales de subordinación con base en supuestas predisposiciones biológicas (Rose y Rose, 2016). El impacto negativo de estas posturas fue de tal magnitud que aun cuando la antropología biológica incorporó un nuevo marco teórico -la teoría sintética de la evolución- que permitía reorientar los estudios del cerebro a escala intraespecífica, las investigaciones perdieron continuidad. La teoría sintética favoreció el estudio general de la variación humana incorporando conceptos y métodos de la genética cuantitativa a partir de la cual se analizaron gran cantidad de caracteres morfológicos y moleculares a nivel poblacional (Relethford, 2002; Relethford y Harpending, 1994). En este contexto el análisis del cráneo como proxy del cerebro se trasladó al análisis directo de los rasgos craneofaciales cuantitativos que eran considerados caracteres de herencia poligénica a partir de los cuales podían estimarse las distancias genéticas entre poblaciones e inferir los procesos microevolutivos -i.e., deriva, flujo génico, selección- que los modelaron (Relethford, 2004). Por otro lado, por fuera de disciplina, la perspectiva antropológica fue perdiendo visibilidad, y con ello, los estudios ligados a neurociencias mostraron mayor acercamiento a una perspectiva médica, en detrimento del interés por las diferencias interpoblacionales.

LAS NEUROCIENCIAS Y LA CONSTRUCCIÓN DEL “CEREBRO SANO”

En los últimos 20 años, los estudios orientados a identificar los factores genéticos y ambientales involucrados en la variación intrapoblacional en características anatómicas, estructurales y funcionales del cerebro han cobrado un interés renovado llevando a proponer incluso la conformación de un área específica de investigación denominada neurociencia poblacional (Martín-Rodríguez et al., 2004; Paus, 2013). En parte esto se debe a la posibilidad de indagar acerca de las bases genéticas de rasgos fenotípicos complejos como el cerebro a partir de la disponibilidad de técnicas para el genotipado masivo, así como de técnicas no invasivas como la resonancia magnética, para la obtención de datos fenotípicos en un elevado número de individuos (Paus, 2010). Se observa así que una problemática constitutiva de las ciencias antropológicas es retomada por las neurociencias, especialmente impulsada por investigaciones biomédicas cuyo principal objetivo es profundizar el conocimiento sobre enfermedades neurológicas y mentales, con el fin de desarrollar nuevas estrategias de prevención, diagnóstico y tratamiento (Falk et al., 2013; Paus, 2013). Desde esta perspectiva se ha avanzado en la obtención de neuroimágenes de individuos, tanto sanos como con distintas patologías, conformando grandes bases de datos con información fenotípica, genética y socioambiental (e.g., OASIS; ADNI, UK biobank). Sin embargo, los estudios realizados a partir de estos datos no necesariamente han adoptado un marco conceptual y metodológico fundado en una teoría sobre la variación biológica a escala intraespecífica, presentando limitaciones para explicar los patrones observados. Esta falta de consideración de las diferencias interpoblacionales no es exclusiva de las neurociencias y puede vincularse a la predominancia de una perspectiva biomédica, como se discute más adelante.

Una limitación en este sentido deriva de la composición de las muestras usualmente analizadas en las investigaciones en neurociencias -y biomédicas en general-, que se caracterizan por una relativa homogeneidad en cuanto a ancestría y condiciones ambientales, con una sobrerrepresentación de individuos procedentes de Europa y Norteamérica, de poblaciones “occidentales, educadas, industrializadas, ricas y democráticas” (Western, Educated, Industrialized, Rich, Democratic, denominadas con el acrónimo WEIRD, Falk et al, 2013). El sesgo hacia una menor representación de individuos de ancestría no europea se refleja tanto en las bases de neuroimágenes como en los bancos de datos genómicos, en los cuales el 80% de los individuos descienden de poblaciones europeas, mientras sólo un 1,5% presenta ancestría americana (Sirugo et al., 2019). Esta situación ha conducido a cuestionar en qué medida los resultados de tales estudios pueden aplicarse a poblaciones de ancestría diferente de la que predomina en las bases de datos de referencia, y a plantear la necesidad de incorporar grupos minoritarios en una población dada (ej. afro-descendientes en Estados Unidos) y poblaciones escasamente representadas, como las sudamericanas, asiáticas y africanas, que no sólo difieren en la composición genética sino también en las condiciones socioambientales (Galler et al., 2021; Tang et al., 2010; Yang et al., 2020).

En años recientes se ha ampliado el muestreo de neuroimágenes a poblaciones de diverso origen mostrando, como era esperable, una gran variación tanto dentro como entre las poblaciones. En este sentido, se han reportado diferencias anatómicas en el cerebro entre individuos procedentes de distintas regiones de Asia, que a su vez difieren de muestras de ascendencia europea (Choi et al., 2021). Similares resultados fueron obtenidos al comparar medidas volumétricas generales y de subestructuras cerebrales en una muestra de individuos adultos procedentes de China con la referencia ICBM152 (International Consortium Brain Mapping) basada en muestras europeas (Tang et al., 2010). Las diferencias poblacionales estarían presentes desde etapas tempranas de la ontogenia tal como lo indica un trabajo sobre neonatos procedentes de diversos países asiáticos (Bai et al., 2012), aunque los estudios comparativos en individuos subadultos son aún escasos para alcanzar conclusiones más amplias. Estos hallazgos tienen, por un lado, implicancias metodológicas al cuestionar la representatividad de las muestras analizadas usualmente, así como el grado de generalización alcanzable a partir de poblaciones en las que predomina la ascendencia europea. Se ha señalado, en este sentido, que los análisis basados en neuroimágenes deben contar con atlas de referencia representativos de cada población estudiada ya que diversas técnicas de procesamiento y cuantificación automática de los componentes cerebrales (e.g. sustancia gris, blanca) requieren la registración de la imagen de cada sujeto a una referencia o template (Destrieux et al., 2010). Por lo tanto, el empleo de referencias basadas en poblaciones diferentes de la cual provienen los sujetos analizados puede incrementar el error en la obtención de variables morfométricas (Tang et al., 2010; Yang et al., 2020).

Asimismo, la existencia de variación dentro y entre poblaciones en rasgos fenotípicos del cerebro plantea la necesidad de discutir la noción de normalidad empleada. En un sentido estadístico, la normalidad es definida como el rango dentro del cual se encuentra el 95% -u otro intervalo previamente establecido- de la población sana (Wiley, 2021). Sin embargo, dado que los intervalos o valores de referencia son obtenidos a partir de muestras que no necesariamente representan a toda la población, los mismos pueden variar de acuerdo a los criterios de selección empleados. Esta situación ha llevado a cuestionar qué puede ser considerado un cerebro representativo (Falk et al., 2013). Como señala Wiley (2021) los sesgos en la selección de los sujetos produjeron un desbalance en la cantidad de información obtenida sobre un rango limitado de fenotipos (y genotipos) correspondientes a los adultos de ascendencia europea, en detrimento de la variación en otros grupos en términos de sexo/genero, ancestría y edad, entre otras. A modo de ejemplo se puede mencionar el trabajo de Allen y colaboradores, el que plantea describir la variación neuroanatómica normal del cerebro humano basándose en una única muestra de imágenes de resonancia magnética de individuos adultos jóvenes de ascendencia europea (Allen et al., 2002). En este sentido, la construcción de referencias requiere el diseño de estrategias de muestreo que contemplen la composición de cada población (Falk et al., 2013). En algunos ámbitos de las neurociencias, como en los estudios sobre el espectro autista, se ha cuestionado el aspecto normativo que supone la distinción entre normal y patológico, proponiendo el concepto de “neurotípico” para indicar las características que representan el estado más frecuente en una población o grupo, el cual constituye un continuo de la neurodiversidad de la población (Bertilsdotter Rosqvist et al., 2020). Tales propuestas se vinculan con la discusión acerca de la perspectiva binaria de los géneros y la consecuente búsqueda de diferencias entre cerebros femeninos y masculinos que ha atravesado las investigaciones del cerebro, y que se intensificó en la década de 1990 a partir del mayor alcance de las imágenes de resonancia magnética (Fausto-Sterling, 2006).

El reconocimiento de la variación poblacional y su potencial influencia en la predisposición a enfermedades, así como en la respuesta a tratamientos farmacológicos, ha reavivado el debate sobre el rol de las razas en los estudios biomédicos (Cooper, 2013; Tsai et al., 2020). En esta línea, diversas bases de neuroimágenes (e.g. Oasis) informan la asignación racial auto reportada de los sujetos a partir de la división en cuatro (“Indio americano”, “Asiático”, “Negro”, “Blanco”) o cinco razas (“Blancos”, “Negros” -incluye afroamericanos-, “Nativos americanos”, “Grupos de las islas de Pacífico” y “Asiáticos”). En ocasiones el término “blanco” es reemplazado por caucásico, aun cuando el uso de este último es desaconsejado por estar basado en el concepto decimonónico de una superioridad de esta raza (Kaplan y Bennet, 2003). A esas categorías se solapa la asignación a etnias, usualmente incluyendo el término hispano/latino y la subdivisión de los sujetos de acuerdo a su origen geográfico (i.e., Mexicano, Portorriqueño, Cubano, Dominicano, América Central y Sudamérica).

Las implicancias de las perspectivas raciales para la investigación biomédica en general y las neurociencias en particular se han comenzado a discutir recientemente, en tanto contribuyen a perpetuar desigualdades que determinan la salud de los individuos (Gilpin y Taffe, 2021). En este sentido, el supuesto de que las diferencias halladas entre grupos raciales son atribuibles principalmente a la ancestría no tiene en cuenta que las circunstancias sociales e históricas han determinado en muchos casos que los grupos asignados a distintas etnias o razas hayan estado expuestos a diferentes condiciones ambientales, resultando difícil de discriminar la contribución de ambos factores sin aplicar diseños adecuados (Duggan et al., 2020; Tsai et al., 2020). En menor medida estas críticas han retomado los cuestionamientos al concepto de raza como categoría adecuada para describir la variación biológica humana que han sido planteados por los estudios poblacionales en antropología. Como han demostrado estos estudios, en las poblaciones humanas los caracteres fenotípicos, así como los marcadores genéticos y moleculares, se estructuran espacialmente, es decir las diferencias se incrementan a medida que aumenta la distancia geográfica entre poblaciones, a la vez que la variación entre continentes representa un porcentaje menor de la variación total en las poblaciones humanas (Barbujani et al., 1997). La estructuración espacial es explicada por la acción de distintos procesos y eventos evolutivos que no son mutuamente excluyentes, como el aislamiento por distancia (flujo génico y deriva) y el efecto fundador serial ocurrido en la dispersión de la especie a través de los continentes (Ramachandran et al., 2005). En conjunto, las investigaciones antropológicas indican que la división en grupos discretos resulta arbitraria (Relethford, 2009).

Finalmente, las diferencias poblacionales reportadas a partir de los estudios de neuroimágenes plantean interrogantes acerca de los procesos que han modelado los patrones observados. Si bien estos aún no se han discutido en profundidad, es esperable que resulten de la interacción de diversos factores genéticos y ambientales a los que estuvieron expuestas las poblaciones a lo largo del tiempo. En este sentido el estudio realizado por Bakken y colaboradores sobre una muestra de individuos de ancestría europea indica cierta estructuración espacial de la variación neuroanatómica consistente con el patrón de poblamiento del continente (Bakken et al., 2011). Los autores analizaron imágenes de resonancia magnética de una muestra de sujetos enrolados en el marco del estudio multicéntrico Alzheimer’s Disease Neuroimaging Initiative (ADNI). Evaluaron la asociación entre variables morfométricas -como el volumen cerebral, el área cortical total y el área de regiones corticales específicas- y la ancestría de los sujetos determinada a partir de la comparación del genotipo de los individuos con poblaciones de referencia procedentes de Europa. Los resultados que obtuvieron señalan una estructuración espacial en sentido noroeste-sudeste dentro del continente europeo, tanto en la morfología craneofacial como en la variación neuroanatómica. En particular, el tamaño global del cerebro y el área de la corteza se incrementaron con la mayor proporción de ancestría del NO de Europa, coincidiendo con la tendencia al incremento en la longitud craneana en el mismo sentido. Este patrón no sería atribuible a la correlación con el tamaño corporal ya que el efecto de la talla y el peso fueron controlados en los análisis. La variación clinal descrita es consistente con un proceso de expansión de rango a lo largo de un eje geográfico, como se ha propuesto para el poblamiento de Europa, aunque no puede descartarse la influencia de factores ambientales sobre la morfología craneana con efectos indirectos sobre el tamaño cerebral (Bakken et al., 2011).

Las condiciones ambientales a lo largo de la ontogenia representan otra fuente de variación intra e interpoblacional ampliamente abordada en la antropología biológica (Bogin, 2020). En línea con la idea de que los estímulos ambientales modelan el surgimiento de los rasgos fenotípicos a lo largo del desarrollo, desde la década de 1990 se ha conformado un área de estudios que sugiere que ciertas condiciones de salud y enfermedad encuentran sus causas, o al menos factores de predisposición, en las condiciones ambientales a las que están expuestos los individuos desde la concepción (Barker, 2004; Eriksson, 2016). A pesar de la trascendencia de los aportes de lo que hoy se conoce como DOHaD (sigla del inglés Developmental Origins of Health and Disease), estas ideas aún no han sido incorporadas de forma sistemática a los estudios de neurociencia poblacional. El desarrollo del cerebro, como todas las estructuras morfológicas complejas, se encuentra fuertemente influido por el ambiente experimentado especialmente durante la etapa prenatal y postnatal temprana, aunque la plasticidad cerebral se extiende a lo largo del ciclo de vida. Entre los factores ambientales, la nutrición se destaca como uno de los más críticos para el crecimiento y desarrollo del organismo en general, y particularmente del cerebro, tal como lo demuestran numerosas investigaciones realizadas en modelos experimentales (e.g. Antonow-Schlorke et al., 2011; Gonzalez et al., 2016; Barbeito-Andrés et al., 2019). De hecho, recientemente, mediante el empleo de técnicas no invasivas de resonancia magnética en grandes cohortes poblacionales ha sido posible determinar que la exposición a la restricción nutricional materna durante la gestación causa modificaciones irreversibles en el cerebro que resultan en una alteración estructural y cognitiva que se extiende durante la vida adulta (de Rooij et al., 2016; Franke et al., 2018).

HACIA UN DIÁLOGO ENTRE LA ANTROPOLOGÍA BIOLÓGICA Y LA NEUROCIENCIA POBLACIONAL

La indagación respecto de las propiedades anatómicas y funcionales del cerebro, así como del comportamiento humano y su comparación con especies de primates no humanos constituyeron temas fundantes de la antropología biológica. A partir de su conformación como disciplina científica y a lo largo de su desarrollo en el tiempo estas áreas de problemas han experimentado fluctuaciones que en algunos casos las potenciaron y en otros condujeron a su abandono o redefinición. La revisión presentada en las secciones previas pone en evidencia la escasa integración de la antropología biológica a las neurociencias en general y particularmente a los estudios sobre poblaciones humanas actuales, a pesar de haber constituido un interés central de la disciplina en sus inicios. A partir del análisis histórico realizado señalamos algunas oportunidades que pueden resultar de la incorporación del corpus de conocimiento y los avances teórico-metodológicos alcanzados por la antropología biológica que contribuyan a la apertura de un diálogo con las neurociencias, particularmente con las investigaciones biomédicas, para la integración de ambas áreas. Aquí se destacan los aportes de la antropología a la concepción de la variación biológica humana y al estudio de los múltiples factores que la modelaron a lo largo de la historia evolutiva de la especie surgidos a partir de la discusión del concepto de raza y la posterior adopción de un marco evolutivo.

En particular, el reconocimiento y la descripción de la variación anatómica del cerebro en grupos humanos de distinto origen geográfico impulsado por las primeras investigaciones en antropología biológica -aun cuando se realizaron desde enfoques tipológicos y clasificatorios- constituyen un punto de referencia para los estudios actuales interesados en explicar tanto las causas de las diferencias a nivel poblacional como sus implicaciones biomédicas. Desde mediados del siglo XX se produjo un cambio teórico significativo en la disciplina que implicó la articulación de una red de conceptos vinculados a la definición de población como unidad de los procesos evolutivos, y de la variación como una propiedad inherente de las poblaciones producto de procesos que ocurren a lo largo de las generaciones. La adopción de este marco pone en discusión la continuidad del empleo de categorías clasificatorias con reminiscencias del concepto decimonónico de raza que se evidencia en diversas áreas de las neurociencias, a la vez que brinda las directrices para describir la variación biológica intraespecífica y explicar los patrones en términos de procesos evolutivos.

Como resultado del interés por la historia evolutiva de las poblaciones humanas, la antropología ha producido abundante información acerca de los factores que modelan la variación genética y fenotípica a distintas escalas espaciales y temporales. A escalas geográficas amplias se reconoce la influencia de procesos como el flujo génico restringido por la distancia y la deriva génica, los eventos migratorios y el efecto fundador serial asociados a la dispersión de los humanos modernos. Otro aspecto relevante de la diferenciación intraespecífica ampliamente estudiado se vincula con la dispersión de las poblaciones humanas hacia regiones geográficas con condiciones ambientales locales particulares, lo que condujo al desarrollo de adaptaciones biológicas originadas por procesos de plasticidad fenotípica durante la ontogenia de los individuos, así como adaptaciones genéticas producidas por la acción la selección natural a lo largo de múltiples generaciones (Relethford, 2002). En conjunto, los conocimientos generados por la antropología biológica sobre la variación genética y fenotípica, así como la influencia de factores evolutivos y de contextos ambientales particulares -que no pueden extrapolarse de forma directa entre poblaciones- resultan contribuciones imprescindibles para las neurociencias que permitirían abordar los múltiples niveles causales tanto de la variación neurotípica como de enfermedades neurológicas, y explorar las diferencias en la susceptibilidad a enfermedades así como la eficacia de distintos diagnósticos y tratamientos.

En esta línea, estudios previos que analizan las características neuroanatómicas a escalas intra e interespecífica desde perspectivas evolutivas mostraron que los patrones de variación y covariación en el cerebro humano son concordantes con los observados en otras especies y entre especies de mamíferos, sugiriendo que la generación de variación sobre la que actúan los procesos evolutivos está altamente estructurada en el desarrollo (Charvet et al., Finlay, 2013). Particularmente, se ha señalado que las áreas que exhiben gran diferenciación en la evolución humana como la región fronto-parietal constituyen también una de las fuentes principales de variación intra-específica y exhiben una mayor vulnerabilidad al efecto de procesos neurodegenerativos asociados a la enfermedad de Alzheimer (Bruner et al., 2014; Bruner y Jacobs, 2013). En este contexto, se plantea como hipótesis que algunas enfermedades neurológicas constituyen un efecto secundario de procesos que resultaron en el incremento de tamaño, mayor complejidad anatómica y consecuente aumento de los requerimientos metabólicos del cerebro humano a lo largo de la evolución del linaje (Bruner et al., 2014; Fox, 2018). Entre estas explicaciones se señalan, asimismo, como posibles causas de las enfermedades la discordancia entre el ambiente actual y el experimentado por las poblaciones humanas a lo largo de miles de años, y la acumulación de variantes deletéreas cuyos efectos se manifiestan en la etapa post reproductiva.

En un análisis centrado específicamente en el aporte de la antropología biológica a temáticas vinculadas a la salud mental, (Syme y Hagen, 2020) plantean que la adopción de esta perspectiva no solo contribuye a contemplar explicaciones evolutivas sobre el origen de las enfermedades mentales, sino que puede conducir incluso a replantear la definición del concepto de enfermedad considerando la visión de diferentes sociedades. Sobre esta base, ciertas respuestas adaptativas a situaciones adversas que son consideradas desórdenes de acuerdo a criterios sociales antes que médicos (ej. trastornos de ansiedad), requieren abordajes más amplios para su definición y tratamiento (Syme y Hagen, 2020).

A lo largo de este trabajo reflexionamos acerca de la historia de los estudios del cerebro en antropología biológica, con especial foco en la variación poblacional, y recuperamos contribuciones que dan cuenta de las potencialidades de su integración a las neurociencias. En particular, tomando las palabras de Regna Darnell proponemos “... reivindicar la historia de la antropología para que sirva a los antropólogos como medio de construcción de identidades profesionales contemporáneas sobre la continuidad con el pasado” (Darnell, 2000) y desde allí involucrarnos en la generación de proyectos de investigación y transferencia en neurociencias que puedan enriquecerse con los aportes teórico-metodológicos de la tradición de investigación bioantropológica.

AGRADECIMIENTOS

Agradecemos a S. Ivan Perez por la lectura del manuscrito y sus valiosos comentarios.

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Financiamiento: Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET-PUE 060), Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y la Innovación (PICT-2018-4113).

Recibido: 25 de Enero de 2022; Aprobado: 01 de Junio de 2022

Correspondencia a: Unidad Ejecutora de Estudios en Neurociencias y Sistemas Complejos (ENYS). CONICET, Universidad Nacional Arturo Jauretche, Hospital el Cruce Dr. Nestor Kirchner. Av. Calchaquí 5401. CP1882. Florencio Varela, Argentina. E-mail: pngonzalez@fcnym.unlp.edu.ar, paulan.gonza@gmail.com

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