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Cuadernos de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales. Universidad Nacional de Jujuy

versión On-line ISSN 1668-8104

Cuad. Fac. Humanid. Cienc. Soc., Univ. Nac. Jujuy  no.58 San Salvador de Jujuy dic. 2020

 

ACTUALIZACIÓN

La identidad de la infancia desde el siglo XX hasta hoy. Ideología, holocausto judío (Shoá) y nuevos derechos

(The identity of infancy from the 20th century to the present. Ideology, Shoah and new rights)

Mirca Benetton* - Carla Callegari*

* Universidad de Padua (Italy) - Via Beato Pellegrino 28, CP 35137 - Padova - Italy. Mirca Benetton. Correo Electrónico: mirca.benetton@unipd.it; Carla Callegari. Correo Electrónico: carla.callegari@unipd.it. (Los siguientes párrafos se atribuyen a Mirca Benetton: 1, 2, 3 y 7; a Carla Callegari párrafos 4, 5 y 6.).

Recibido el 17/11/19
Aceptado el 22/10/20

Resumen

El siglo XX parece estar marcado, en la especulación pedagógica, por el reconocimiento de la infancia como una importante etapa de la vida en sí misma y no como una imitación de la del adulto. Incluso el reconocimiento jurídico del niño como un sujeto de derechos que tiene prioridad sobre otros grupos sociales, fruto de un proceso histórico articulado y complejo en la sociedad occidental, a principios de siglo aparentaba haber comenzado bien. La subida al poder del nazifascismo produce una interrupción y una regresión en este proceso. La infancia se ve despojada de sus derechos fundamentales; asimismo, es sometida a una manipulación ideológica dentro de una cultura de odio y muerte que encamina a los niños y jóvenes a sacrificar sus vidas en favor del Estado. Después de los crímenes históricos del Holocausto y de la Shoá, se intenta una nueva redención de la infancia a través de una circularidad fructífera entre la pedagogía y las Cartas de los derechos de la infancia. Esto es de esperar que influya en la preparación de actividades educativas que impliquen el respeto, desarrollo y bienestar de los niños para el siglo XXI; sin embargo, por otra parte, no es posible eximirnos de considerar las problemáticas actuales de las nuevas formas de negación y desaparición de la niñez que la pedagogía tiene la tarea de denunciar e intentar eliminar.

Palabras Clave: derechos, ideología, infancia, Shoá, Siglo XX.

Abstract

Pedagogical speculation in the twentieth century appears to have identified infancy as a stage of life having importance in its own right, and not as an imitation of adult life. Similarly, it seemed that the legal recognition of infancy as a holder of rights having priority over other social groups — the outcome of a protracted and complex historical process in western society — was well under way at the start of the century. With the rise to power of fascism, on the other hand, this same process was stalled and sent into reverse. Infancy was deprived of its basic rights, and moreover, subjected to ideological manipulation in the context of a culture of hatred and death that resulted in the lives of children and adolescents being sacrificed in favour of the State. Following the historical crimes of the Shoah and the horrors of the Holocaust, attempts were made to redeem infancy through a fruitful circularity between pedagogy and a children’s bill of rights. This bodes well for the design of educational pathways able to foster respect, development, and well-being for children in the 21st century; by the same token, however, one cannot ignore the reappearance of problems in our current times, regarding new forms of disavowal and disappearance of infancy, which pedagogy is duty bound to denounce and seek to eliminate.

Keywords: rights, ideology, infancy, Shoah, 20th century.

El reconocimiento de la identidad del niño

El artículo tiene como objetivo trazar, aunque brevemente, el proceso relacionado con el reconocimiento pedagógico y jurídico de la identidad de la infancia en el siglo XX, y destaca que este trayecto no fue lineal, y sufrió un serio revés con los conflictos mundiales de la primera mitad del Novecientos y que, aún hoy, no está exento de problemas y nuevas formas de negación.
¿Hoy la infancia está realmente protegida, salvaguardada y es respetada?¿El derecho a la vida y su calidad, a la familia, a la educación, al tiempo libre se aplican a todos y cada uno de los niños?

La visibilidad de la infancia en las teorías educativas

El análisis pedagógico reconoce desde hace tiempo la infancia como una etapa del devenir del ser humano que posee una especificidad (Trisciuzzi, Cambi, 1989), o sea que predispone hacia procesos de especialización, oportunidades de realización a través de la educación. Pedagogos y educadores como Comenius, Rousseau, Pestalozzi, Fröbel y, más recientemente, María Montessori, Dewey y Korczak, pusieron de relieve la atención que se debe dar a los niños para el devenir de la humanidad y, por lo tanto, también al proceso educativo que permite que cada persona pueda expresarse plenamente. Se produce un afianzamiento, esencialmente con Rousseau, de la teoría puerocéntrica, que pone al niño en el centro de la acción educativa, de manera que el niño ya no es visto unilateralmente como minor e infans (el niño que no tiene voz), sujeto al arbitrio del adulto, sino como una persona que vive condiciones particulares que deben reconocerse y que posee necesidades que deben ser satisfechas por parte de la educación. Un concepto bien desarrollado por Ellen Key que, en El siglo de los niños publicado en 1900, expresa la necesidad de perfeccionar la humanidad a partir del reconocimiento del niño, que se debe colocar en el centro del ámbito privado, especialmente de la familia, pero también del público (Key, 1900). Por esta razón, los niños ya no debían ser considerados hombres en miniatura y las instituciones educativas, antes que nada, debían haber considerado las características distintivas de la niñez para preparar la acción educativa y didáctica.
Montessori (1970) en el siglo XX, precisamente el siglo de la infancia, cree que la formación del nuevo hombre se lleva a cabo cuidando la educación del niño –”el padre del hombre”– considerando sus “períodos sensibles”, que representan oportunidades particulares para aprender y desarrollar sus potencialidades, que aumentan de forma peculiar en las primeras etapas de la vida gracias a la “educación dilatadora”, que deja espacio libre a las posibilidades vitales del niño, a su espontaneidad, que no se transforma en espontaneísmo, porque es educada, es decir, orientada. Esta se ve afectada por el condicionamiento social que puede distorsionar las oportunidades de aprendizaje y crecimiento, como señala Dewey, aunque con otro enfoque (Dewey, 1916). Montessori (1970) parece portar un “nuevo sentimiento de infancia”, en el que remarca la diferente percepción con que los educadores deben mirar al niño, al que deben respetar, en el momento que toman consciencia del valor del esfuerzo que ha cumplido para producir el hombre y la civilización. Para Montessori (1970), el niño es un sujeto social, una persona-ciudadano, portador de derechos específicos e inalienables; ella “asocia su nombre a la utopía de una infancia liberada de las cadenas sociales y adultocéntricas que limitan sus posibilidades de desarrollo, un aspecto que la ha convertido en uno de los motivos inspiradores de la Declaración de los derechos del niño, aprobada por las Naciones Unidas en 1959, unos años después del fallecimiento de la gran pedagoga” (Baldacci, 2015: 76).

El niño en las cartas internacionales de derechos

El respeto a los niños y la atención pedagógico-educativa que se les debe dedicar se ratifica, no sólo en las teorías pedagógicas de los últimos siglos, sino también en importantes Cartas internacionales que luego dieron lugar a la Convención internacional sobre los Derechos del niño en 1989 – de los cuales se celebran los treinta años de su emanación –, la que reconoce al niño como sujeto de derechos en su calidad de persona humana. Por consiguiente, el niño tiene derecho a ser identificado en su singularidad, a ser escuchado, a encontrar contextos relacionales, afectivos y formativos adecuados, principalmente en la familia, pero también en las varias agencias de educación. El niño tiene derecho a la salud, a la asistencia, a ser protegido, también en materia de producción y distribución de contenidos en los medios, para no ser discriminado; tiene derecho a vivir la realidad, a una formación activa, a jugar, a su propio tiempo y espacio (que son también los de la holgazanería y el silencio), a participar y compartir su propio proyecto formativo, a relacionarse, a la autonomía. El niño tiene derecho a disfrutar de un entorno cultural y sostenible.
Estas conquistas fueron anticipadas por la gran figura del pedagogo y educador Janusz Korczak, judío-polaco que murió en 1942 en el campo de exterminio de Treblinka, junto con los niños del Hogar de Huérfanos que había fundado.

“¿Cómo sabrá arreglárselas un mañana si le impedimos que lleve una vida responsable hoy? No pisotear, ni humillar, ni convertir al niño en un futuro esclavo; dejarlo vivir sin desanimarlo, ni maltratarlo ni apresurarlo” (Korczak, 2004: 59).

En la figura poliédrica y en el pensamiento complejo de Korczak (2004) se manifiesta su pedagogía del humanismo integral, empezando por el reconocimiento de la especificidad de la niñez, de la necesidad de respetar al niño y, por ende, de salvaguardar y promover sus derechos. Cabe recordar que él despliega su actividad en el siglo XX, que se presenta como un siglo contradictorio en el que a la guerra mundial y al Holocausto (Shoá) sigue el intento de rescate con la elaboración de los documentos fundamentales de la proclamación de los derechos humanos. Korczak en Cómo amar al niño (2015) y en El derecho del niño al respeto (2004) demuestra ser el precursor de las más importantes Cartas de derechos del niño; en sus escritos se hallan, antes de que existieran, las referencias a la Declaración de Ginebra de la Sociedad de las Naciones de 1924, la Declaración de los derechos del niño de las Naciones Unidas de 1959 y la misma Convención de 1989. “El propósito de la pedagogía korczakiana es no sólo construir un buen sistema educativo, sino también, a través del mismo, proclamar e implementar los derechos fundamentales de los niños, ideando los medios y herramientas adecuados para garantizarlos” (Giuliani, 2016: 131). Al definir los derechos del niño, Korczak parte de la idea de que es una persona que vive una edad que no es carente, sino que posee sus propias peculiaridades. Por tanto, Korczak defiende la niñez, pues ve lo humano en ella. “No conocemos al niño, es peor: lo conocemos sobre la base de prejuicios” (Korczak, 2015: 235). La niñez constituye una categoría del ser humano que es válida en sí misma, no un estado imperfecto, y por lo tanto no puede ser juzgada con el criterio de la edad adulta: “El niño no puede pensar ‘como un adulto’, pero puede reflexionar como un niño sobre las preguntas serias de los grandes; la falta de conocimiento y experiencia lo obliga a pensar diversamente” (Korczak, 2015: 116). Por consiguiente, la infancia no debe entenderse con una connotación negativa, es decir, como una etapa de la vida que existe solo como preparación para la vida adulta, así como los niños no deben ser objeto de pura protección:

“Los niños son diferentes de los adultos, falta algo en sus vidas, sin embargo, hay algo más que en la nuestra; pero esa vida diferente a la nuestra es una realidad, no una quimera [...]. Por un mañana que no entiende ni necesita entender, le robamos muchos años de vida” (Korczak, 2015: 60).

Por tal razón, no se deben ejercer sobre la niñez ni la dominación del adulto ni una obra de seducción (Pontecorvo, 1980), puesto que se trata de interactuar a través de un proyecto educativo con un sujeto activo y partícipe de su propia realización. En este sentido, la educación está dirigida al reconocimiento de cada niño y adolescente, por lo que el educador es “el que no impone sino libera, que no arrastra sino levanta, que no oprime sino forma, que no dicta sino enseña, que no exige sino pregunta (Korczak, 2015: 114) y “cuanto más se acerque al niño, más notará sus características dignas de atención”. En la búsqueda encontrará tanto la recompensa como el estímulo para futuras búsquedas, para mayores esfuerzos” (Korczak, 2015: 238).
Existe una estrecha correlación en Korczak entre el respeto a la niñez, los derechos del niño y la educación. Proteger, respetar y dar voz al niño a través de los derechos “significaba para Korczak, en primer lugar, proteger las experiencias del niño y, por lo tanto, su ser diferente, su individualidad y su condición de niño” (Tschöpe-Scheffler, 2012: 93).
Y la Magna Charta Libertatis que Korczak (2015) anhelaba contribuye a nutrir la interpenetración que se establece en los siglos XX y XXI entre la pedagogía de la niñez y el children’s right. Korczak escribe:

“Solicito una Magna Charta Libertatis de los derechos del niño. Quizás hay otros, considero estos tres fundamentales:
1.         El derecho del niño a morir
2.         El derecho del niño a su vida presente
3.         El derecho del niño a ser él mismo” (Korczak, 2015: 56).

Cabe aclarar que el derecho a la muerte es entendido por el pedagogo polaco como el derecho del niño a enfrentar los riesgos relacionados con su crecimiento, sin ser privado de la posibilidad de realizarse a causa del adulto sobreprotector, que considera al niño como su propiedad: “Por temor a que la muerte pueda separarnos del niño, arrancamos al niño de la vida, para evitar que muera, no lo dejaremos vivir” (Korczak, 2015: 59).
La pedagogía contribuye así a la construcción del trasfondo teórico y humano de los derechos del niño, que a su vez deberían proteger y tutelar de manera legítima, pero también promover-hacer que los niños participen en el proyecto de realización humana.
El debate que se ha desarrollado a lo largo del tiempo en términos jurídicos en relación con los derechos del niño ha demostrado ser complejo y sigue siéndolo. Al pensar en los niños como titulares de derechos, se trata de definir el papel que los adultos juegan hacia ellos, es decir, las medidas de protección que deben acordarse con el ejercicio de autonomía y libertad de los mismos niños. Debería discutirse si y cómo se justifican las interferencias paternalistas de los adultos en la vida de los niños –que sin duda no deberían quedar abandonados a sí mismos– con la posibilidad de un ejercicio efectivo de los derechos, teniendo en cuenta también la capacidad real de los niños de hacer valer sus derechos, dado su estado de vulnerabilidad. El problema relacionado con la legitimidad de considerar y hacer valer los derechos de los niños en una posición únicamente liberacionista o de mantener una posición paternalista, o de optar por una posición de paternalismo que integre la perspectiva de los derechos, requeriría un ahondamiento que supera el enfoque de este texto.
Sin embargo, lo interesante aquí es que el debate, por complejo que sea, saca a la luz una visión de la infancia en la que los niños son reconocidos no sólo como menores, es decir, “faltos de”, sino también como aquellos con rasgos y necesidades peculiares, cuya protección y satisfacción son fundamentales para el crecimiento adulto. Por ende, no se trata sólo de proteger a los niños, con una “mirada adulta”, sino también de promover su autonomía y activación, incluso con la ambigüedad que presentan, para que crezcan como auténticos actores sociales o ciudadanos, capaces de proteger sus intereses.
Hoy se expresa “el intento de conciliar la concepción paternalista del niño ‘débil’ que debe ser protegido por sus características físicas y psicológicas de inmadurez y dependencia, con la del niño ‘fuerte’ al que se refiere, desde el punto de vista ideológico, la teoría del actor social en sus diferentes formulaciones. Una ilustración fiel de este intento ciertamente se puede ver en la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño de 1989” (Fanlo Cortés, 2008: 36).
En cualquier caso, se reconfirma la necesidad de respaldar la visión de la niñez como una fase de caracterización de la persona que debe ser apoyada con un proceso educativo, formativo y social que no sirva a los intereses específicos de los adultos (Macinai, 2013: 123). Surge así la atención en el ámbito de los derechos, pero también de la acción educativa, hacia el ‘interés superior del menor’, que es concluyente en cada decisión tomada por el adulto (Macinai, 2013: 123). “Sólo la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño otorga plena protección jurídica, no sólo a los derechos civiles y políticos, sino también a los derechos económicos, sociales y culturales de los niños, observando el problema, por primera vez, no desde un punto de vista puramente asistencial, sino también educativo y cultural” (Amnistía Internacional, 1998: 23).
También es interesante entonces la perspectiva que clasifica los derechos teniendo en cuenta los intereses del niño visto como persona, como un petit enfant, como un gran enfant y como un futuro adulto. En la primera categoría se incluyen, por ejemplo, el derecho a la vida, a no ser torturado, a la atención sanitaria (arts. 2, 7, 24, 26 de la Convención de 1989); la segunda categoría que se refiere, en particular, al petit enfant, incluye los derechos a la supervivencia y al desarrollo y el derecho a la recreación (arts. 7, 11, 19, 31 de la Convención de 1989); la tercera categoría considera el ejercicio de derechos para el sujeto que ha alcanzado una cierta madurez psicofísica (arts. 13, 14, 17 de la Convención de 1989); “Y finalmente en la cuarta categoría, aquellos intereses (protegidos por) derechos que generalmente se atribuyen a los niños en consideración de su devenir futuros adultos: estos son derechos conocidos bajo la etiqueta de development rights, pues son instrumentales para el desarrollo psicofísico del menor (este es el caso del derecho a la educación o el derecho a un nivel de vida adecuado en vista del desarrollo físico, moral y espiritual)” (Fanlo Cortés, 2008: 155-156). Reflexionar sobre esa categorización de los derechos de los niños puede así evitar una lectura adultocéntrica de los derechos para comprender los intereses, aspiraciones y necesidades actuales de los niños en cada etapa de sus vidas, como nos recuerda Korczak (2015).
Supuesto básico y que en todo caso las necesidades de los niños y las propuestas educativas deben ser interpretadas dentro del contexto histórico, cultural y social en el que viven (Iaria, Scalise, Tagliacozzi, 2000).

Holocausto (Shoá) y aniquilación de los derechos

La cultura de la infancia, o “sentimiento de la infancia”, según la tesis historiográfica de Ariès (1960), surge en Europa entre los siglos XVI y XVII como una forma o expresión del sentimiento más amplio de familia. Como se menciona en el apartado anterior, sólo en mediados del siglo XVIII se observa una posición pedagógica puerocéntrica, asimismo, en el seno de la emergente familia moderna, la necesidad de privacidad e identidad pone de manifiesto elementos de respeto y de cuidado de los niños que se desarrollarán, si bien de forma no lineal, en los siglos siguientes.
A principios del siglo XX, después de un largo y difícil proceso de reconocimiento, parecer haberse afianzado la idea de que la infancia es una época de la vida diferente de aquella adulta, dotada de sus propias características particulares, sujeto de derechos no subordinados a los de otras figuras –como padres– o grupos sociales. Dentro de las familias burguesas, los niños son el centro de la familia, e incluso en las clases populares, los niños son una riqueza, aunque no siempre son respetados en su crecimiento y sostenidos en su desarrollo.
Las políticas de los totalitarismos europeos del siglo XX, tanto el estalinismo ruso (Šepetys, 2011) como el nazismo alemán, y los años de la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, interrumpen el reconocimiento gradual de los derechos de los niños. En ese período, incluso se niegan muchos derechos a los niños, hasta llegar a quitarles hasta el derecho a la vida. Esta ruptura histórica interrumpe un camino que parecía lineal en su desarrollo y que se reanudará después de la guerra mediante la búsqueda, como se señaló anteriormente, de una importante confirmación en la Convención sobre los Derechos del Niño, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 20 noviembre de 1989.
Es entonces posible afirmar que, después de los acontecimientos de esos años, en la Convención se explican los principios rectores –como el expresado en el artículo 6, que se refiere al derecho inherente a la vida de cada niño– que salvaguardan y protegen el pleno y armonioso desarrollo de la personalidad.
En este apartado y en el siguiente, sin pretensión de exhaustividad, se quieren dar algunos ejemplos que hunden sus raíces en la historia europea del siglo XX, especialmente en el nazifascismo, y las ideas y los valores consagrados en la Convención.
El programa de ingeniería social que el nazismo estableció en la primera mitad del siglo XX, después de la subida de Hitler al poder, tenía como objetivo crear la raza aria perfecta.
De acuerdo con el proyecto ideológico nazi, todos aquellos que eran considerados imperfectos fueron excluidos de la sociedad civil a través de una serie de medidas políticas restrictivas de la libertad personal como las leyes raciales. Más tarde se les negó incluso el derecho a existir y fueron confinados en campos concentración y exterminio.
El comienzo de la catástrofe, lo que llevó a la muerte de muchos jóvenes y niños judíos, yace en los sistemas de exclusión y cancelación de su puesto en la sociedad civil, y está marcado por la entrada en vigor de las leyes antisemitas que limitaban su vida social normal, impusieron innumerables prohibiciones y les obligaron a usar la estrella de David como símbolo de discriminación.
Lo que más impresionó a los niños y adolescentes en ese momento fue el estupor ante algo irracional y profundamente injusto. El repentino aislamiento social, la constatación de su diversidad, afectaron en primer lugar la esfera privada y la sociabilidad: muchos experimentaron el cambio radical de quienes consideraban amigos o la indiferencia generalizada.
La solución final también incluía la supresión de niños (Dwork, 1991-1999: 298; Beccaria Rolfi, Maida, 1997; Maida, 2013, 2017), de hecho, la muerte de niños judíos fue para los nazis un principio político con el fin de protegerse de una posible venganza de los hijos de los judíos asesinados, fue una forma de aniquilación total del pueblo judío (Smith, Peterson (Ed.) 1974: 169).
El itinerario que condujo el nacionalsocialismo al genocidio de hombres, mujeres y niños también pasó por las medidas de esterilización eugenésicas que se proponían la “prevención de la vida sin valor”. Entonces el nazismo, al establecer una política contra la natalidad, impidió que nacieran muchos niños judíos y de otras razas consideradas inferiores (Bock, 1997: 178-187).
Además, durante la Shoá, los niños tuvieron que seguir el destino de los adultos en los guetos, en los campos de reclusión y en los campos de exterminio. Si bien en todas las guerras los niños mueren de privaciones o sucumben bajo los bombardeos, la del nazismo fue una auténtica guerra a la infancia, porque los niños eran percibidos como “cosas”, “piezas”, “stücke”, y por lo tanto no se les reconoció la especificidad de un destino futuro. Los nazis literalmente no vieron la niñez, y la “cosificación” (Mantegazza, 2001, 2012: 43-55) a la cual la sometieron tiene su propia especificidad ante cualquier otra violencia a la que, incluso en situaciones de guerra, los niños puedan haber sido sometidos.

La reacción judía, el arte pedagógico, la identidad

Sin embargo, el pueblo judío, la “gente del libro” (Colombo, 2000), no abandonó la educación de sus hijos, la transmisión de los principios religiosos y la instrucción, por lo que incluso en los guetos de Europa del Este y en los campamentos de tránsito se establecieron escuelas (Beccaria Rolfi, Maida, 1997: 47-68).
Según Mantegazza (1998: 203-204), las escuelas organizadas en los guetos y campos de concentración son uno de los ejemplos más conmovedores de resistencia espiritual y cultural de un pueblo y de todas las personas que participaron en su ejecución, por lo que el estudio de este tipo de educación y cómo se trató de organizar dentro de ella una manera de actuar y de ejercer el pensamiento libre puede ofrecer un programa utópico para la pedagogía del siglo veintiuno; además, es permisible suponer que estas experiencias pueden haber inspirado, al menos en su intención, la formulación de algunos artículos de la Convención de 1989. Por ejemplo, teniendo en cuenta estos hechos, podemos comprender mejor el artículo 29 de la Convención que, en el apartado C, pone el acento precisamente en la sociabilidad y el respeto por la identidad de los demás, dice: “Inculcar al niño el respeto de sus padres, de su propia identidad cultural, de su idioma y sus valores, de los valores nacionales del país en que vive, del país de que sea originario y de las civilizaciones distintas de la suya.”
Además de la experiencia antes mencionada de Korczak (2004, 2015) en el hogar de huérfanos del gueto de Varsovia, un testimonio significativo y profundo de esta resistencia cultural queda en los poemas y dibujos –actualmente conservados en el Museo Judío de Praga – dejados por los niños que fueron internados en el campo de Terezin (De Lazzari, sd; De Micheli, 1979), en territorio checoslovaco, establecido como un campo de tránsito antes de que los judíos fueran deportados a los campos de exterminio de los territorios orientales. Entre los prisioneros del gueto de Terezin también había alrededor de 15 000 niños, incluidos recién nacidos. La mayoría de ellos murieron en Auschwitz: después de la guerra regresaron menos de cien y casi ninguno tenía menos de catorce años.
Durante un tiempo, los adultos en el campamento lograron que fueran reunidos en casas reservadas para mejorar sus condiciones de vida. La estancia en los “hogares de infancia” de los niños menores de catorce años aliviaba un poco su sufrimiento físico, pese a la angustia que padecían por la separación de sus familias. En esas casas trabajaban maestros prisioneros que, no obstante, las infinitas dificultades y las posibilidades muy limitadas, lograron organizar una enseñanza clandestina. Bajo su guía, los niños asistían a clases y participaban en algunas iniciativas culturales, como actuaciones, canto e incluso teatro, donde predominaban la belleza, la capacidad de soñar y el deseo de libertad.
El estudio de esa forma de expresión por parte de niños y jóvenes encerrados en campos de concentración es significativo, porque da voz a una pedagogía que encuentra un mecanismo de supervivencia en el arte. A partir del análisis de esos productos infantiles, también pueden surgir reflexiones pedagógicas útiles para nuestro tiempo: la recuperación de la dignidad humana a través de la belleza y la cultura puede proteger incluso hoy de los intentos de expropiar el pensamiento, especialmente el crítico (Morin, 2015).
La Convención sobre los derechos del niño (1989) ha recogido esta sugerencia, tanto que en el Artículo 13 establece que “El niño tendrá derecho a la libertad de expresión; ese derecho incluirá la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de todo tipo, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o impresas, en forma artística o por cualquier otro medio elegido por el niño”; además, en el artículo 31 los Estados Partes respetarán el derecho del niño a “participar plenamente en la vida cultural y artística y propiciarán oportunidades apropiadas, en condiciones de igualdad, de participar en la vida cultural, artística, recreativa y de esparcimiento”.
Los niños judíos que estaban ocultos con los “gentiles” tuvieron que negar su nombre y negar que eran judíos ante los extraños: esto fue experimentado por muchos de ellos de forma problemática y conflictual, ya que les ponía frente a una realidad que no siempre fueron capaces de entender y en la que se hizo difícil discriminar entre lo que era riesgoso y lo que era seguro (Levi, 1999). Algunos de ellos han contado su experiencia después de la guerra y el hilo conductor que une las memorias es la incomodidad de tener que cambiar su nombre y, como consecuencia, perder su identidad, o tenerla que modificar y luego reconstruirla de una manera diferente a través de una transformación profunda y dolorosa (Friedlander, 1980; Levi, 1994; Treves Alcalay, 1994; Velmans, 1999).
El artículo 7 de la Convención asume una connotación particularmente importante a la luz de estos testimonios. De hecho, este garantiza que el niño “será inscrito inmediatamente después de su nacimiento y tendrá derecho desde que nace a un nombre, a adquirir una nacionalidad y, en la medida de lo posible, a conocer a sus padres y a ser cuidado por ellos. Los Estados Partes velarán por la aplicación de estos derechos de conformidad con su legislación nacional y las obligaciones que hayan contraído en virtud de los instrumentos internacionales pertinentes en esta esfera, sobre todo cuando el niño resultara de otro modo apátrida”. Y “apátrida” es lo que estaba escrito en los documentos de los judíos después de la promulgación de las leyes raciales.
Incluso la separación forzosa de sus padres, que los niños judíos han experimentado o para salvarse a sí mismos o en los campos de exterminio, es recordado por los sobrevivientes como una violencia que puso en peligro una construcción saludable y segura de su identidad, privada del vínculo afectivo y educativo con las figuras fundamentales de referencia.
En la Convención de 1989, el artículo 8 protege la identidad de los niños: “Los Estados Partes se comprometen a respetar el derecho del niño a preservar su identidad, incluidos la nacionalidad, el nombre y las relaciones familiares de conformidad con la ley sin injerencias ilícitas “, y el artículo 9 asegura que los Estados Partes velarán por que el niño no sea separado de sus padres contra la voluntad de estos.

Ideología e infancia negada

Para llevar a cabo el proyecto científico de construcción de la raza aria y la edificación de la sociedad perfecta, los nazis no dudaron en involucrar a los niños y jóvenes alemanes en el plan de exterminio: al principio los educaron a la intolerancia y a la exclusión de los “diferentes” para obtener un “nazi en ciernes” (Mann, 1938-1997: 23), luego para el sacrificio de su propia vida, es decir a la muerte en nombre de una ideología de estado.
El nazismo puso en práctica la desintegración familiar apropiándose de sus miembros – en 1938 Mann escribía: “si los alemanes pertenecen a los nazis, entonces no deben pertenecer a nadie más, ni al buen Dios ni a sus familias y mucho menos a sí mismos” (Mann, 1938-1997: 34) – y usó la fantasía y la imaginación infantiles con el propósito de hegemonizar el mundo.
Las escuelas nazis evaluaban poco el saber situándolo después de los factores heredados, el carácter y la educación del cuerpo: la ideología era absorbida por los estudiantes por medio de la propaganda, que utilizaba incluso los libros de texto, para transmitir el valor de la vida militar y de la guerra, de la eugenesia y de la arianización, inculcando sistemáticamente el odio, no sólo hacia los judíos, sino hacia todos los que fueron considerados “inferiores”.
Incluso la Jungvolk y la Hitlerjugend colaboraron para preparar a los niños y jóvenes a la guerra de agresión a través de fórmulas que se repetían como estribillos – por ejemplo, “Tú también perteneces al Führer”– y con una meticulosa y metódica incitación al desprecio y a la denigración de “el Otro”. Es así que todo el entorno social, la educación formal y no formal, obligaron a los niños a adoptar sus propias formas de comportamiento de acuerdo con la ideología del régimen. Georg Hensel recuerda esta peligrosa inversión de los valores de una educación acrítica y concluye: “Quién ha sido educado para creer en su pueblo, en la comunidad, en la sociedad, en el Estado como valores supremos y fuerzas reguladoras, puede asesinar en nombre de ellos sin remordimientos de conciencia, es más, después de haber cumplido con su deber se siente en paz” (Reich-Ranicki, 1982-2008: 127).
Es obvio que esta afirmación no justifica la falta de resistencia y oposición por parte de los adultos a la masificación, pero impulsa a reflexionar sobre los recursos educativos a emplear incluso hoy para cumplir con lo que dispone el artículo 29, apartado b, de la Convención que establece que los Estados Partes deben “preparar al niño para asumir una vida responsable en una sociedad libre, con espíritu de comprensión, paz, tolerancia, igualdad de los sexos y amistad entre todos los pueblos, grupos étnicos, nacionales y religiosos y personas de origen indígena”.
Los testimonios de los niños alemanes de esa época todavía pueden orientar la investigación pedagógica actual. Dieter Wellwrshoff, por ejemplo, escribe: “mi existencia comenzó a desmoronarse. Y luego fue la evasión en el universo de la literatura y de la música lo que se volvió cada vez más importante” (Reich-Ranicki, 1982-2008: 170). El arte y la belleza parecen ser instrumentos posibles de resistencia educativa, así como de formación humana.
Con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, los niños y jóvenes ilamados para ser activos, disciplinados y obedientes a las órdenes de la dictadura y consagrados al culto de la muerte, sufrieron una violenta campaña de reclutamiento: la mentalidad militar y el espíritu acrítico de servicio favorecieron su alistamiento; además, el penetrante sistema de educación se aseguró de que los niños nunca dudaran de sus superiores, tampoco en situaciones extremas (Knopp, 2000-2001). En 1945, el ejército de Estados Unidos se enfrentó a los muchachos de quince años que defendían Berlín, como lo demuestra el informe de la 100a División de infantería de EE.UU. del 5 de abril de 1945: “treinta y siete alemanes fueron capturados por el segundo pelotón: lloraban, sangraban y gritaban. Eran sólo niños, dijo el teniente Slade después del enfrentamiento. Antes de que llovieran sobre ellos las granadas, habían luchado como demonios, pero ahora no eran más que un confuso montón de chicos entre los catorce y los diecisiete años” (Knopp, 2000-2001: 316).
La experiencia de estos chicos permite comprender lo importante que es actualmente, desde un punto de vista educativo, implementar lo que se dispone el artículo 14 de la Convención que establece “Los Estados Partes respetarán el derecho del niño a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión”. Sin embargo, la libertad enunciada no surge espontáneamente, sino que debe ser protegida y ejercida a través de las formas de educación que deben tener su lugar dentro de la familia, así como en la escuela, y también en entornos informales, tales como clubes juveniles, grupos deportivos, artísticos y entornos virtuales de aprendizaje. Educar en libertad y para la libertad de pensamiento se convierte así en la piedra angular indispensable de la educación contemporánea que hunde sus raíces en nuestra historia reciente.

Hacia una nueva pedagogía de los derechos del niño

Si, desde el punto de vista pedagógico y jurídico, los niños y niñas han “obtenido el derecho a tener visibilidad en el presente y de que les sea reconocido el derecho de existir como tales” (Macinai, 2006: 13), lo que se observa en el siglo XXI es la labilidad con la que estos objetivos se presentan, el descuido en responder a las necesidades de los niños en la subyugación a pseudo modelos educativos consumistas y de micro y macro explotación infantil (Trisciuzzi y Cambi, 1989: 127-148). Los preceptos de la economía global y la búsqueda de la lógica exclusiva del lucro conducen, a nivel planetario, a las plagas del trabajo infantil y del niño en la guerra, de la privación infantil de alimentos, de la educación a la igualdad de género, para llegar al adultismo temprano.
Por ende, parecería extraño que después del desarrollo de la teoría del evolucionismo –”que crea una primera perspectiva temporal del desarrollo psíquico del niño” (Trisciuzzi, 1990: 18) – después de pasar por el Siglo del niño y el Holocausto, después de la ratificación de importantes documentos internacionales con su formalización jurídica de los derechos de los niños para permitirles un crecimiento sano y equilibrado, haya numerosas alarmas sobre el desconocimiento de la infancia y su renovada desaparición. Parece que el optimismo de Ellen Key está desapareciendo; el mismo respeto y la igualdad hacia los niños están perdiéndose. Todavía vemos una niñez huidiza en su connotación y sujeta a otros intereses. Las razones que nos llevan a hacer estas consideraciones son ciertamente diferentes de las que en el proceso histórico condujeron a pasar desde el niño-infante, que no tiene voz, al niño-persona, hasta el niño-ciudadano (Moro, 1991).
Actualmente, desde la perspectiva de la especulación pedagógico-científica, la niñez como una etapa de la vida, en su especificidad y en su plenitud, es ampliamente reconocida (Corsaro, 2003), si bien no es igualmente reconocida en las políticas educativas y sociales por los diferentes actores educadores. La niñez parece atraer solo cuando puede ser asociada a los intereses y a la visión de los adultos; en otras palabras, se la expropia de su ser. De este modo, los niños/as quedan expuestos, de manera repentina y apresurada, a las experiencias del mundo de los adultos, al que se desea que participen y se homologuen lo antes posible.
Las violaciones de la infancia ciertamente se expresan en formas más sutiles y sofisticadas que en el pasado. Por ejemplo, en los países occidentales, la infancia consiste principalmente y aparentemente de los “hijos del bienestar”, que en realidad están saturados de “tener”, constituyen un objeto entre los objetos, son hijos del consumismo y la imagen. Falta su derecho a una existencia plena, también porque los adultos no tienen tiempo para hablarles o escucharlos. (Contini, 2016, p. 33). Como Korczak ya había señalado, la separación entre la infancia y la edad adulta se vuelve a proponer sin la posibilidad de una relación intergeneracional de atención.
Por tanto, en los contextos socioculturales de bienestar, medios de comunicación e hiper-tecnológico, los niños nativos-digitales corren el riesgo de no tener la oportunidad de enfrentarse a la realidad, formada por cosas y personas, sin saber relacionarse con los demás, sin ejercitarse. En la adquisición de la competencia emocional-afectiva y del sentido de responsabilidad útil para realizar paulatinamente el camino de maduración que conduce al ingreso a la edad adulta. De hecho, se solicita a los niños que vivan en una especie de moratoria social extendida (Erikson, 1999), de ambivalencia social (Pati, 2016: 109) que hace que los rasgos preadolescentes y adolescentes típicos de la edad sean inauténticos. Los espacios de redes digitales y las redes sociales parecen desarrollar nuevas mentalidades, pero también inhiben a otras. Identifican nuevos perfiles humanos (Nosari, 2013: 144) que no siempre son expresión de la voluntad de reconocer y respetar la infancia y la adolescencia.
Transitamos un contexto histórico, político y social en el que adulto también parece haber perdido su cualidad generativa y educativa en favor de una retirada narcisista e individualista, yendo tan lejos como para poner en peligro el futuro de la tierra y de la humanidad. Pero “alejarnos del ideal narcisista de perfección educativa y ética ilusoria frente a la infancia y prepararnos para reconocer carencias y fallas ante nuestros hijos y la infancia, entendida como subjetividad social, significa estar dispuestos a continuar el debate que permitirá una mejora efectiva y progresiva de nuestras respuestas a las necesidades de los más pequeños” (Foti, 2005: 31).
La educación puede cumplir un papel importante en el cambio de este equilibrio y en permitir que los niños disfruten de esta etapa de su vida sólo si toma conciencia de sus responsabilidades y se compromete, en un cambio de rumbo, a poner en práctica una auténtica “promoción del desarrollo humano”, permitiendo que los niños se realicen en el presente, promoviendo sus capacidades actuales sin imponer su conformación a otros modelos, sin medir ni evaluar sus capacidades-potencialidades sobre la base de un modelo adulto de homo economicus y de beneficio.
Del niño-persona, al niño-ciudadano, a la intervención educativo-social ad hoc: la pedagogía infantil necesita superar ciertas lecturas simplificadas y superficiales de la niñez en boga actualmente, que proporcionan soluciones fáciles para hacer frente al remordimiento ante la explotación y el abuso de menores.
En última instancia, la infancia está presente en la realidad actual: en los medios de comunicación, en la política, en las administraciones locales, aparece el niño. Pero es el niño real, con sus complejos problemas de crecimiento derivados de una sociedad “no sostenible” que no está en el centro de la atención colectiva. Hay retórica, declamación y explotación de la infancia en lugar de un análisis completo y real de sus necesidades (Moro, 2005: 18).
Por eso es necesario que las diferentes agencias de educación rompan este círculo de silenciosa complicidad que, a menudo, no va más allá de la difusión de la expresión “emergencia educativa”, para desarrollar una cultura común de empowerment, acercándose a los niños y jóvenes con sus derechos, descubriendo el sentido del bienestar infantil a partir de la experiencia y no a través de índices estériles que utilizan criterios apartados de la realidad que les concierne (King, 2004).

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