INTRODUCCIÓN
Hace varias décadas comenzaron a utilizarse los conceptos de Seguridad Alimentaria y Soberanía Alimentaria, enmarcados en el análisis del acceso social a una alimentación suficiente, saludable y culturalmente aceptable (Carballo, 2011). La provisión de los alimentos puede darse por su adquisición vía mercado o bien a través de la autoproducción de estos (Warren et al., 2015). Un fenómeno particular descripto en varios países industrializados es el de los “desiertos alimentarios”, haciendo referencia a aquellas áreas urbanas donde el acceso a alimentos frescos y saludables (no industriales) se encuentra muy restringido, ya sea por su oferta o por imposibilidad para acceder a dichas áreas. Este rasgo se manifiesta de manera diferencial en los estratos de población de menores ingresos (Sadler et al., 2015).
Una de las alternativas que se suele proponer como forma de contrarrestar el desarrollo de este fenómeno es a través del desarrollo de la Agricultura Urbana (AU). Por una parte, la AU consiste en la realización de actividades agropecuarias al interior y en las periferias de las ciudades, que incluyen el cultivo de vegetales y cría de animales (Mougeot, 2000). A nivel global, la AU se presenta como una alternativa concreta para mejorar la seguridad alimentaria en las ciudades (Mougeot, 2006) y morigerar el fenómeno de los desiertos verdes (Lovell, 2010), aunque recibió una atención limitada por parte de planificadores y analistas de desarrollo (Viljoen y Howe, 2012; Tornaghi, 2014).
Por otra parte, la AU puede llevar adelante diferentes servicios ecosistémicos, que además de incluir la producción de alimentos frescos abarca la regulación térmica, mitigación de polución, entre otras (Lovell, Op.Cit.). De acuerdo a Prové et al. (2016), el atractivo de la AU yace en su capacidad de respuesta a un amplio espectro de problemas urbanos vinculados generalmente con el objetivo de lograr ciudades sustentables.
Una de las tipologías más difundidas de AU son las huertas familiares traspatio. Se denomina así a la producción de especies hortícolas, realizada en ámbitos de vinculación directa con el lugar de residencia y con fuerte impronta de trabajo familiar (Parés, 2009). Estas huertas tienen como objetivo principal el abastecimiento de hortalizas frescas de estación a las unidades domésticas que la llevan adelante, pudiendo ser una estrategia importante para la obtención de alimentos frescos a nivel familiar, dado que permiten acceder a hortalizas frescas y proteínas de origen animal (en el caso de combinarse con la cría de animales de granja).
Para el caso argentino, uno de los mayores problemas alimentarios es la excesiva ingesta de alimentos hipercalóricos, ricos en grasas, azúcares y sal (Aguirre, 2004), que se traduce en un incremento de la tasa de obesidad (Galante et al., 2016). En ese mismo sentido, Aguirre (2004; 2005) indica que esta situación es particularmente critica en la población de menores ingresos; la cual evolucionó en las últimas décadas hacia un perfil alimentario con muy bajo consumo de hortalizas frescas. Esto se tradujo en carencias crónicas de vitaminas y minerales (Barbero, 2012). Justamente es en ese punto, el aporte de vitaminas y minerales, donde la Agricultura Urbana puede representar un rol importante para avanzar en mejoras en la alimentación de la población argentina, especialmente en los sectores sociales de menores ingresos.
En Argentina, una de las referencias más importantes en el desarrollo de la AU ha sido el Programa ProHuerta. Este Programa, financiado por el Ministerio de Desarrollo Social y ejecutado por el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria, está dirigido a población en situación de riesgo social con problemas de acceso a alimentos saludables (INTA, 2009). El Programa, enmarcado en la Seguridad y Soberanía Alimentaria, promueve dicho acceso a través de la entrega de insumos estratégicos y la capacitación para la autoproducción de hortalizas, utilizando técnicas agroecológicas. Estas técnicas se orientan a generar productos agropecuarios sin el uso de fitosanitarios o fertilizantes de síntesis química (Diaz, 2008).
Sin embargo, entre las observaciones a la AU, es que no existen suficientes antecedentes que den cuenta de la capacidad efectiva de estos sistemas en satisfacer las necesidades nutricionales de las personas involucradas. Warren et al. (Op. Cit.) realizan una revisión indagando sobre asociaciones entre la AU y su contribución a la mejora en el acceso alimentario de los individuos y su aporte a la seguridad alimentaria. Los resultados a escala familiar mostraron resultados positivos en el acceso a alimentos frescos fueron positivos, mientras que, a niveles jerárquicos superiores, los resultados fueron erráticos. En ese sentido, Grewal y Grewal (2012) estimaron la productividad de diferentes sistemas agropecuarios para ciudades estadounidenses, con un promedio anual en huertas traspatio de 6,75 Kg/m2. Para Argentina, es posible mencionar trabajos como el de Vorraber et al. (2014) o el de Leveratto y Pescio (2010). El primero presenta una productividad de 5 a 8,6 kg/m2 en cultivo de envases; Mientras que el segundo describe una productividad de 5,41 kg/m2 en un caso de huerta traspatio familiar de la zona norte del Área Metropolitana de Buenos Aires. En todos los antecedentes, se trata de casos puntuales y para años específicos. No hay registros publicados en Argentina que den cuenta de estudios transversales sobre el rendimiento de este tipo de sistemas productivos o que den cuenta del aporte a la demanda alimentaria de sus usuarios.
El objetivo principal de este trabajo fue, a partir de los datos de un caso real, estimar el nivel de autoabastecimiento alimentario que podría lograr una familia tipo a partir de la producción de una huerta agroecológica traspatio, especialmente en vitaminas y minerales. Como objetivo secundario, estimar la superficie mínima necesaria para lograr cubrir los requerimientos nutricionales de una familia por tipo de nutriente.
Es importante marcar que si bien los resultados no serán extrapolables a toda una región (ya que no se trata de un estudio transversal), constituye el primer antecedente que estima el balance nutricional en el aporte de una huerta y la demanda de una familia.
MATERIALES Y MÉTODOS
Como fuente primaria de datos de producción se utilizaron los registros productivos de una huerta ubicada en la periferia del Gran Buenos Aires. Los registros productivos fueron tomados en el año 2012 para una huerta basada en trabajo familiar ubicada en San Justo (Buenos Aires). De acuerdo al Servicio Meteorológico Nacional (2018) la temperatura media anual histórica es de 17,9 °C y la precipitación anual media (1980-2010) fue de 1236,3 mm. La región presenta un clima templado. Los suelos de toda la región son muy heterogéneos, en tanto fueron profundamente modificados por el proceso de urbanización.
Esta huerta es una parcela que forma parte del Parque Huerta del Hospital Italiano, el cual está coordinado por el Programa ProHuerta de la Estación Experimental Área Metropolitana de Buenos Aires (EEA AMBA) del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA). Si bien el Parque Huerta está ubicado en un predio perteneciente a una institución, la superficie es cedida a vecinos de las cercanías quienes realizan huertas de autoconsumo con trabajo propio familiar.
La producción se realizó bajo manejo agroecológico, de acuerdo a las técnicas descriptas por Diaz (2008). En caso de haber déficits temporales, se utilizó riego complementario. La superficie total de la parcela –incluyendo área no cultivada– fue de 152 m2. No se contó con información de superficie asignada a cada especie. Se tomaron los datos de ese año en particular en tanto estos presentaban registros completos.
De acuerdo a la metodología descripta por Varano (2016), se registró la cosecha diaria de cada cultivo. El rendimiento se obtuvo por pesaje al momento de cosecha, en balanza electrónica comercial. Los productos, previo al pesaje, fueron acondicionados libres de tierra, agua y desperdicios. Los aportes nutricionales por especie fueron obtenidos a partir de multiplicar el rendimiento por su composición según tipo de nutriente. Para la composición nutricional de cada especie se utilizó la Base de Datos de Composición Alimentaria del Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA) (2018). Los minerales analizados fueron sodio, potasio, calcio, fósforo y hierro. En el caso de las vitaminas, se analizaron las vitaminas A, complejo B (B1, B2 y B3), B9 (folatos), C, E y K.
Para estimar los requisitos nutricionales, se determinó la composición familiar más representativa para el Gran Buenos Aires, de acuerdo a la Encuesta Nacional de Hogares. Esta determina que la familia está compuesta por cuatro integrantes: dos adultos de género masculino (35 años) y femenino (31 años), con una hija de 8 años y un hijo de 5 años (INDEC, 2006). A partir de esta composición familiar tipo, se estimaron las demandas nutricionales utilizando como referencia las Ingestas Diarias de Referencia propuestas por Otten et al. (2006). Las demandas se estimaron para cada integrante y se ajustaron mensualmente.
Los aportes se contrastaron con las demandas alimentarias del grupo familiar y a partir del cociente entre Demanda y Oferta de nutrientes se estimó el grado de autosuficiencia logrado (Grewal y Grewal, Op.Cit.). Posteriormente se calculó la superficie de huerta requerida para satisfacer completamente la demanda para cada tipo de nutriente, tomando ceteris paribus la productividad media y el aporte porcentual de cada especie sobre el total cosechado.
RESULTADOS
El rendimiento total anual fue de 1129,3 kg, sobre una superficie total de 152 m2, lo que equivale a una productividad anual de 7,42 kg/m2. La figura 1 indica la evolución mensual de dicha producción. Se observa que la mayor proporción de cosecha se concentró en la temporada primavera-verano.
La tabla 1 muestra el aporte físico de las especies según tipo de aprovechamiento culinario (Diaz, 2008). Este es un criterio de agrupación que permite organizar las especies por similitudes de uso culinario. Se observa que los cultivos de fruto y los de hoja, representaron alrededor del 75% del total de producción. Sensiblemente inferior fue el rendimiento de los cultivos de raíz (donde se incluye a la zanahoria, papas y batatas) y legumbres. No se cultivaron cereales y oleaginosas.
En la tabla 2 se presenta el grado de autoabastecimiento logrado por tipo de mineral y la superficie mínima necesaria para satisfacer las necesidades familiares. Se observó gran variabilidad en el balance por tipo de nutriente, lo cual deriva en grandes diferencias de superficies necesarias. Con lo cual, la superficie mínima estaría determinada por el nutriente en cuestión y no por una superficie única que garantice dicho balance.
El nutriente con menor aporte fue el sodio, con un 18% de los requerimientos familiares. En el caso del potasio y del calcio, el abastecimiento cubriría el 56 y 27% de la demanda, respectivamente. En el caso del fósforo, la producción predial logró cubrir el 63% de las demandas familiares. El hierro fue proporcionalmente el mineral con mayor aporte, donde la producción de la huerta cubriría casi el total de los requerimientos (81,5%).
En el caso de las vitaminas, el comportamiento fue heterogéneo (tabla 3). Los aportes de vitaminas A, C, K y folatos fueron superiores a los requerimientos familiares. En el caso de la vitamina K, el aporte fue notoriamente superior a la demanda, donde una superficie cultivada de 16,9 m2 sería suficiente para garantizar el requisito del grupo familiar. Para las vitaminas A y C, la producción fue excedentaria, duplicando las necesidades nutricionales. La vitamina B9, o ácido fólico, cubrió con un ligero excedente los requisitos. Entre las vitaminas deficitarias, se podría cubrir alrededor de la mitad de la demanda de vitaminas del complejo B; mientras que la demanda de vitamina E solo se completaría en un 20% con aporte exclusivamente predial.
DISCUSIÓN Y CONCLUSIONES
La huerta en estudio generó una productividad anual superior a la descripta en antecedentes internacionales, que oscilaron entre los 1 a 6,34 kg/m2 (Rabin et al., 2012; CoDyre et al., 2015; Gittleman et al., 2012); aunque muy similares a los registros regionales (Vorraber et al., 2014; Leveratto y Pescio, 2010). La productividad media es una variable fuertemente contextual, en tanto va a depender de las condiciones climáticas (temperaturas medias, disponibilidad de agua, momentos anuales adversos), tipo de sustratos utilizados y manejo. De esta manera para realizar comparaciones.
En lo que respecta a los aportes alimentarios, el aporte general de las vitaminas fue mayor al de los minerales. El sodio fue el mineral con menor aporte. Sin embargo, de acuerdo con Tolonen (1996a), solo el 12% del sodio consumido proviene de fuentes naturales, donde el 88% restante es provisto artificialmente. Dado que el sobreconsumo de sodio es uno de los mayores problemas alimentarios, el acceso a alimentos bajos en sodio es un rasgo positivo.
En el caso del hierro y del calcio, ambos nutrientes son esenciales para el equilibrio homeostático corporal. El calcio es crítico para el desarrollo y mantenimiento óseo, mientras que el hierro es esencial para la formación de este mineral suele ser de difícil absorción. Su biodisponibilidad aumenta cuando se consume en medios ácidos, como es el caso del ácido ascórbico (vitamina C) (Tolonen, 1996b). Por una parte, para el hierro, la producción de la huerta casi cubrió el total de los requerimientos (81,5%) Sin embargo, el hierro de origen vegetal (presente habitualmente bajo la forma no hemo) suele mostrar una biodisponibilidad menor al de origen animal (forma hemo) (Caballero et al., 2005). Por otra parte, la absorción aumenta cuando se ingiere junto con las vitaminas C, B6, B12 y ácido fólico (presentes en las hortalizas). Si bien ambos minerales mejoran su absorción en medios ácidos, el calcio se comporta como un antagonista del hierro, ya que su absorción es inversamente proporcional al de este último mineral (Caballero et al., 2005). Es decir, el consumo variado de alimentos ricos en vitaminas facilita la biodisponibilidad del hierro, pero si cuentan con altos niveles de calcio, ambos compiten.
En el caso del fósforo, la producción predial logró cubrir el 63% de las demandas familia. El aporte relativo del fósforo a través de verduras frescas es bajo, ya que los productos con mayor aporte son de origen animal (leche, huevo y carnes) y frutos secos, en menor proporción.
Para las vitaminas, el comportamiento fue heterogéneo (tabla 3). En el caso de las vitaminas A, C, K y folatos, los aportes de la parcela fueron superiores a los requerimientos familiares. En el caso de la vitamina K, el aporte fue notoriamente superior a las demandas, donde una superficie cultivada de 16,9 m2 cubriría las demandas de la familia. Esta vitamina interviene en el proceso de coagulación de la sangre. Está presente en numerosos tipos de alimentos, pero la fuente más rica son las verduras de hoja, bajo la forma de filoquinonas (Zempleni et al., 2013).
La vitamina A, cuya principal fuente son los carotenoides, es esencial en los procesos de visión, en desarrollo embrional, diferenciación celular y tisular, y en el sistema inmune. Es además un potente antioxidante. Estos pigmentos están presentes en hortalizas, especialmente aquellos con colores amarillos, rojos y naranjas, como zanahorias, zapallos, col rizado y tomates (Zempleni et al., Ibid.).
La vitamina C, o ácido ascórbico, también fue excedentaria. Una superficie de 45 m2 llegaría a cubrir dicha demanda. La vitamina C interviene en numerosos procesos bioquímicos y fisiológicos, siendo un importante antioxidante. Además, el consumo de vitamina C estimula la bioabsorción del hierro. Para el caso en estudio, el aporte producido en la huerta es más de tres veces superior a los requerimientos de la familia.
La vitamina B9, o ácido fólico, tuvo un aporte ligeramente excedente. La principal fuente alimentaria son verduras de hojas y legumbres.
Entre las vitaminas deficitarias, los aportes de vitaminas del complejo B (exceptuando B9) fueron cercanos a la mitad de las necesidades familiares. Este grupo de vitaminas se asocian al normal funcionamiento de una gran variedad de procesos fisiológicos. Las fuentes de provisión de este complejo vitamínico son diversas (carnes, cereales, lácteos y verduras) y su carencia suele estar acompañada con deficiencia severa de otros nutrientes. Los síntomas de carencia se han se ha descripto para zonas con fuerte deprivación alimentaria o bien ante ciertos antagonistas particulares que restrinjan su bioabsorción (WHO y FAO, 2004). Por lo tanto, el aporte del Complejo B desde la huerta familiar puede ser considerable, pero no determinante para garantizar las necesidades del grupo familiar, en tanto hay una multiplicidad de alimentos que lo aportan.
En el otro extremo, la vitamina E fue la que menor aporte predial generó cubriendo 20% de la demanda total. Esto puede ser explicado porque esta vitamina presenta alta concentración en frutos secos y aceites de origen vegetal (WHO y FAO, Ibid.).
De acuerdo al diagnóstico del estado alimentario de los sectores populares argentinos realizado por Aguirre (2004), el mayor problema alimentario no está dado por el acceso a alimentos energéticos, sino por el subconsumo de vitaminas y minerales. Dan cuenta de esto los elevados y crecientes niveles de obesidad, originada por dietas ricas en carbohidratos, grasas y azúcares (Galante et al., Op.Cit.). Vinculado a esto también se encuentra un progresivo aumento del consumo de sodio, relacionado con alimentos de origen industrial. Las carencias en vitaminas y mineral se asocian a consumos insuficientes de frutas y hortalizas. En tanto estas pueden ser provistas mediante el mercado o la autoproducción, la AU es claramente un instrumento que puede mejorar esta situación.
Este trabajo se centró en el estudio de un caso particular, para una campaña productiva especifica. En tanto el aporte y la productividad de la huerta será el resultado de la interacción de factores ambientales (tipo de suelo, restricciones climáticas) genéticos (especies cultivadas y tipo de semilla) y de manejo, los resultados son valiosos, pero abren la necesidad de contar con estudios transversales que sean estadísticamente representativos de las huertas traspatio a nivel regional y su aporte a la situación alimentaria de las personas involucradas.
En el caso en estudio se observó que la producción de una huerta familiar no alcanzó a satisfacer las demandas nutricionales completas en vitaminas y minerales para una familia tipo del Gran Buenos Aires. Tampoco sería correcto hablar de una única superficie mínima que garantice dicho acceso. Para algunos nutrientes, como la vitamina C, el aporte podría ser cubierto con superficies similar al esperable en predios urbanos. Por el contrario, nutrientes como el potasio requerirían una notable expansión de la superficie cultivada.
Si se considera que de acuerdo con Clichevsky (2007) la superficie promedio de los lotes urbanos en el AMBA no supera los 500 m2 (sin incluir edificaciones), la estrategia de lograr el autoabastecimiento alimentario a partir de huertas traspatio, como única fuente de provisión alimentaria, estaría acotada, especialmente en las zonas con alto nivel de urbanización. Sin embargo, por un lado, en zonas con mayor superficie disponible la oferta seria mayor; y por el otro, la provisión de alimentos no puede centrarse exclusivamente en la autoproducción, sino que esta generalmente se incluye en una estrategia más amplia de obtención de alimentos por parte de la unidad doméstica.
La promoción de la horticultura traspatio por parte de las políticas públicas alimentarias no puede resolver por sí sola la problemática del acceso popular a alimentos saludables o revertir la existencia de “desiertos verdes”, en tanto estos son problemas multidimensionales. A pesar de eso, el desarrollo de las huertas traspatio puede ser un mecanismo de consideración para construir la seguridad alimentaria y acceder a nutrientes que son deficitarios para gran parte de la población urbana argentina, aún en superficies acotadas. Será necesario en estudios posteriores incluir los aportes de otros componentes de los sistemas traspatio, como son los frutales y la cría de animales de granja (como provisión de carnes, lácteos y huevos); y cuantificar el aporte regional de la Agricultura Urbana, ya sea como acciones particulares o bien a través de políticas públicas específicas (como el programa ProHuerta), en la provisión de alimentos saludables y la generación de otros servicios ecosistémicos y sociales.