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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.10 no.1 Bernal jun. 2006

 

RESEÑAS

Gabriela Siracusano
El poder de los colores. De lo material a lo simbólico en las prácticas culturales andinas. Siglos XVI-XVIII
Buenos Aires, FCE, 2005, 366 páginas

 

Si hubiera que definir el marco disciplinario y el tema del libro de Gabriela Siracusano -doctora en Filosofía con orientación en Historia del Arte, investigadora del CONICET y presidenta del Centro Argentino de Investigadores de Arte-, como primera aproximación podría decirse que se trata de una obra de historia cultural que enfoca sobre las prácticas y los saberes vinculados con el arte colonial de la región andina.
En cuanto a sus objetivos, El poder de los colores se propone dilucidar los sentidos y las funciones de las imágenes como recurso exitoso en la empresa catequizadora que se inicia con la dominación española en América. Ahora bien, a las pocas páginas de comenzada la lectura, se comprende que la empresa que supone este libro es mas bien compleja y que, en última instancia, se trata de indagar la colisión de dos cosmovisiones en las dos caras -la visible y la microscópica- de esa zona de contacto que es el sustrato material de los colores presentes en el arte colonial, y que esto involucra el análisis de prácticas de representación, modos de percepción, códigos de legibilidad, concepciones ontológicas, tradiciones de conocimiento y prácticas de poder.
Ya en las primeras páginas, en la sección "La materia como documento", la autora explica qué es un análisis estratigráfico de telas y capas pictóricas, en qué consisten las técnicas de cromatografía gaseosa y líquida y de espectroscopía de masa. Esta mirada del laboratorio, puesta en clave histórica para funcionar como radiografía del pasado, será una de las condiciones de posibilidad para la "excavación" y la "exhumación" de los sentidos implícitos en la materialidad de la imagen.
Y es justamente esta mirada histórico-arqueológico-química la que abre la cuestión del sustrato material del arte colonial hacia cuestiones vinculadas con rutas de abastecimiento de cada uno de los pigmentos, resinas y aceites empleados en los talleres de los artesanos y los pintores de la región andina, con la posibilidad de su manufactura local, con los grados de tecnología adquiridos en la región y con los numerosos términos para designarlos -incluyendo los vocablos europeos e indígenas y sus connotaciones mágicas o curativas- y, por lo tanto, con los laberintos terminológico-semánticos, que incluyen confusiones y deslizamientos de sentido. Esta compleja trama permite comprender por qué algunas sustancias cargan con las propiedades físicas y simbólicas de otras -como dice Siracusano, "desfasaje enunciativo, producto de contradicciones y discontinuidades que asaltan estos enunciados anclados en la materia"-.
De esta forma, el mapa de navegación que plantea la autora conduce naturalmente a cuestiones vinculadas con la "historia natural" de los siglos XVI al XVIII, empresa de conocimiento montada sobre una fuerte tradición de conservación de una memoria textual, práctica de la clasificación, de la descripción y del catálogo, intento de codificación de la diversidad infinita del mundo en la palabra, que en Europa se remonta a Aristóteles, Teofrasto, Vitruvio, Plinio o Dioscórides y que atraviesa siglos hasta Biringuccio, Agrícola o Della Porta. De esta forma, toman un lugar protagónico la farmacopea, la mineralogía, la alquimia, las prácticas de curar, la astrología, la magia y los intereses que estas tradiciones de conocimiento enfocaron sobre los mismos materiales que se emplean en el taller del artesano y del artista. Es decir, la historia de la ciencia (como historia cultural y como historia de las ideas científicas) también es una fracción relevante de la trama del libro. En este sentido, es posible afirmar algo que en muchas otras obras surge como una consecuencia codiciada aunque forzada, esto es, que las tradicionales oposiciones entre arte y ciencia "no han hecho más que confundir y ocultar los verdaderos lazos que las unen". Desde este punto de vista, el período que enfoca el libro -siglos XVI al XVIII- es crucial. En el siglo XVI están tomando forma en las primeras sociedades "científicas" nuevas prácticas de interrogación de la naturaleza que se desarrollan en escenarios que se parecen mucho a los talleres de los artesanos, donde hay hornos, calderos, instrumentos para el preparado de hierbas o para la destilación de productos químicos, lugares donde ya se habla de "experimento", aunque en realidad hay que pensar más bien en lo que hoy llamaríamos elaboración y puesta a prueba de "recetas", práctica que el historiador William Eamon llama el "eslabón perdido" entre los "secretos" medievales y los experimentos baconianos, porque si bien se trata en gran parte de la elaboración de recetas, se aplican sin embargo estrategias de manipulación y observación que retrospectivamente aparecen como estadio intermedio en el camino de construcción de una práctica posterior que se llamará "ciencia experimental". Es en este marco que el libro de Siracusano trata también la cuestión del estatus social de las artes mecánicas, el lugar servil de estos saberes y el proceso de desvinculación de esta condición de poco prestigio social por medio de una estrategia discursiva que enfatizó el componente especulativo y racional y que ocultó en un segundo plano los aspectos de manualidad y manipulación de la materia. Como dice la autora: "La victoria del disegno sobre la praxis".
Ahora bien, planteado el marco sociocultural amplio, es claro que el escenario no es Europa, sino la América andina, por eso esta compleja trama de arte y ciencia, una vez comprendida en el caso europeo, debe ser investigada en los manuales de arte que circularon por Hispanoamérica, como los Diálogos de la pintura (1633) de Vicente Carducho, el Arte de la pintura (1649) de Francisco Pacheco, o el Museo pictórico y escala óptica (1715-1724), de Antonio Palomino de Castro y Velasco, y en la tradición de historia natural producida por viajeros, cronistas, catequizadores o naturalistas que visitaron América. Al respecto, señala la autora que

rasgos como la curiositas, las prácticas de observación y descripción de fenómenos nuevos, y la apertura a la experimentación preparan el camino hacia una praxis científica y mecanicista moderna, impregnada -en todo el reino español- de una fuerte impronta religiosa e inquisitorial.

Por ejemplo, en las obras de González Fernández de Oviedo, Bernabé Cobo, Bernardino de Sahagún o José de Acosta dan testimonio de un modus operandi renacentista, donde es evidente una mirada ampliada de la naturaleza, a la vez que cierto desajuste con la tradición clásica europea, ambos desplazamientos como consecuencia del impacto del paisaje americano sobre la tradición de historia natural europea.
¿Cómo se fue entrelazando esta historia del conocimiento con el uso de los colores en tierras andinas? A modo de ejemplo, digamos que la fuerte vinculación entre el arte de hacer colores y la experimentación petroquímica y metalúrgica de raíz hermética es analizada con detalle en El arte de los metales (1640), de Álvaro Alfonso Barba, que realizó su magisterio sacerdotal en Potosí. Barba advierte a los que trabajan en las minas sobre los metales que se pueden extraer en la zona y los colores que los identifican -el albayalde, el lapizlázuli, la caparrosa, el oropimente, etc.- y advierte también sus virtudes vinculadas con "la medicina del cuerpo humano". Así, los colores aparecen conectados a los cuatro elementos, los humores, el zodíaco, la tríada alquímica o la influencia de los astros en la producción de los metales y los colores.
Toda la gama de poderes ocultos de los objetos físicos -piedras, metales, plantas, animales y astros-, comprendida como un juego de compatibilidades y rechazos, o de simpatías y antipatías, es llevada a la paleta del pintor. A esta tradición de historia natural se superpone la circulación de libros de secretos por España y América. En este punto, uno descubre que la manera de ir tejiendo la trama argumental del libro tiene algo de novela policial, de actividad detectivesca, donde los cruces "casuales" -casuales pero inexorables- con algunos ejemplares claves permitieron establecer cronologías y genealogías textuales, como es el caso del libro de Bernardo Montón, Secretos de artes liberales y mecánicas (1734) y la dilucidación de su "parentesco" con Giambatista Della Porta.
Luego de rastrear los lazos entre pigmentos, metalurgia y alquimia en las prácticas europeas y americanas del período colonial, el libro se dedica a las cualidades que conectaban muchas sustancias con el dolor físico, con el vínculo entre los colores y las artes de la curación (algo que podríamos llamar "historia de la medicina en Hispanoamérica"). Primero en la tradición europea, luego en la actividad de boticarios, cirujanos y barberos en Sudamérica. Menciono un solo ejemplo, por razones de brevedad: cuando Siracusano primero descubre y luego describe la manera en que el padre Bernabé Cobo, como ejemplo de este cruce entre colores y farmacopea en el Virreinato del Perú, combina sus conocimientos de Dioscórides con prácticas curativas registradas en tierras andinas. Para Cobo, entre los pigmentos minerales, los de color verde eran particularmente aptos para la curación. Siracusano ya nos explicó al comienzo del libro todo lo necesario sobre el cardenillo. Dice Cobo ahora sobre el cardenillo que:

[.] echados sus polvos en cualquiera llaga cancerosa o pestilencial, aunque sean landres, consumen la malicia, corrigen los humores, desecan y mundifican la llaga de tal manera [.].

Finalmente, aclarando que la mirada del nativo llega a nosotros tamizada por la mirada de los autores españoles, salvo casos complejos como el de Felipe Guamán Poma de Ayala, el libro se dedica a la relación entre colores, cuerpo y alma en las sacralidades andinas, donde se analizan los colores en relación con los quipus -instrumentos mnemotécnicos empleados para el cálculo, el registro de acontecimientos y el establecimiento de jerarquías-, el arco del cielo (el arco iris) y la curación por colores.
Otras formas de curación donde entran en juego los colores estuvieron vinculadas con objetos rituales, como las plumas de los guacamayos, papagayos y loros, aves parlantes que el advenimiento del cristianismo a suelo sudamericano asoció con el Paraíso y con los ángeles. Aún bajo la marca de la fuerza inquisitorial, en España convivían el culto oficial con supersticiones, hermetismo y cultos populares o heréticos. América recibió este legado y le aportó un nuevo componente: la presencia de prácticas religiosas que tampoco podían resumirse en el culto oficial de los Incas. El libro muestra que las estrategias religiosas y políticas para neutralizar esta realidad fueron variadas y no del todo controladas.
La presencia del indígena en los talleres de Cuzco, Lima y Potosí le dio matices propios a la dinámica de los gremios de artesanos y artistas, donde jugó un papel activo el sentido del oficio del pintor en la región andina antes de la llegada de los españoles, también regido por pautas político-religiosas. Siracusano analiza de qué manera esta herencia interactúa con la demanda de producción de imágenes de la empresa catequizadora de los conquistadores, portadora de su propia retórica de la visualidad que busca despertar devoción y empatía emocional a partir de códigos europeos.
Volviendo al taller del artesano-artista, dice el libro de Siracusano: "¿Podían el uso y la mezcla de los pigmentos, provenientes de minas o zonas volcánicas, limitarse a una práctica simple y mecánica?" Y responde que el uso del oropimento (sulfuros de arsénico), sin contacto con aquellas sustancias que hubieran resultado antipáticas como el bermellón (mercurio), o el verdigris o cardenillo (acetato de cobre), o, por el contrario, la presencia amigable de minio y hematite (plomos y hierros), demuestran que

quienes tomaron estas decisiones conjugaron praxis y conocimiento -el hacer y el saber- mediante apropiaciones que deben haber combinado la lectura silenciosa o en voz alta de manuales y libros de secretos, con el intercambio oral y experiencial de aquellos oficios que también requerían, en las "cocinas" de sus talleres, de estas recetas para realizarlos -los que trabajaban con metales, los alquimistas, los boticarios, los especieros, los médicos, los barberos.

Finalmente, sobre el final se termina de establecer el vínculo entre las bases materiales de los pigmentos y su significación simbólica en el proceso de evangelización, demostrando que

más allá del pretendido carácter representativo de las imágenes devocionales, sus bases materiales -los pigmentos y sus mezclas- fueron entendidos como portadores de poder divino no solo por las culturas a las cuales iban dirigidas sino por aquellos que las construyeron con fines catequizadores.

Si luego de este panorama volvemos a la introducción, pueden comprenderse en su dimensión expresiones como: "Los colores son ‘aventuras ideológicas de la historia material y cultural de occidente'", expresión que la autora toma de Louis Marin. O algunas de las búsquedas que se propone el libro, cuando leemos:

[.] en la Sudamérica colonial el uso de los materiales pictóricos tuvo una significación que excedió la simple aplicación automática de técnicas artísticas europeas adquiridas

y la

idea de una comunión no sólo entre prácticas científicas y artísticas, sino también [.] entre dos campos tradicionalmente disociados: el de la praxis y el disegno, en el sentido "vasariano" del término.

O cuando, tomando el concepto de idolatría de Serge Gruzinski, Siracusano sostiene que se propone desmontar las prácticas vinculadas a la idolatría a partir de su materialidad, y agrega que:

Entender a la idolatría como un elemento que organizó la relación con lo real, como saber y como práctica ligados a los objetos materiales, nos permite afirmar que el color, ya sea como presencia cromática o -lo que es más singular- como pura materia en forma de polvos, ocupó un espacio en el sistema de sacralidades andinas.

Así, Siracusano sostendrá que en estos polvos de colores provenientes de minas y montañas, ellas mismas también entendidas como espacio de lo sagrado, fueron protagonistas de numerosos rituales que sólo algunos pocos pudieron advertir. Es decir, que todo lo que se promete en la introducción, que no es poco, es efectivamente indagado a lo largo del libro.
Finalmente, hay un rasgo no menor que resulta evidente en El poder de los colores: una preocupación por el lector, una dimensión didáctica muy cuidada y trabajada que transmite una sensación de transparencia a lo largo de todo el libro. Tal vez esta cualidad esté vinculada con una epistemología implícita, tanto en la escritura como en la estructura del libro, algo como una confianza en que con suficiente pulido, selección de fuentes y un orden adecuado es posible ser tan claro como el tema abordado lo permita. Es decir, un cuidado por no sumar opacidades y pliegues a los que ya son propios del pasado. El resultado no es sólo un riguroso estudio de notable consistencia, sino un aporte denso a la comprensión de las prácticas culturales andinas.

Diego H. de Mendoza
UNSAM

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