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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.17 no.2 Bernal dic. 2013

 

LECTURAS

La devaluación logicista de la historia
Última réplica a Elías Palti

 

Horacio Tarcus

CEDINCI / Universidad Nacional de San Martín

Cualquier lector que haya tenido la paciencia de seguir este debate nacido en las páginas de Políticas de la Memoria y prolongado en las de Prismas, que ya lleva ocho textos entre los de ida y los de vuelta, considerando las contribuciones de Laura Sotelo y de Ariel Petruccelli, advertirá que las correspondientes argumentaciones y contrargumentaciones ya se habían desplegado con claridad en los primeros intercambios. Lo sorprendente no es tanto el empecinamiento de Elías Palti en prolongarlo más allá de lo razonable, sino encontrarse en Prismas n° 16 (2012) con un texto del tenor de "La historiografía militante 'ponderada' y su método". No sólo porque la crítica ad hominem de esta pieza se encuadra incómodamente en una revista que aspira a un registro de mayor dignidad intelectual, sino porque el proyecto que reclama una y otra vez apunta a reconocer "la pluralidad de abordajes" dentro del campo de la historia intelectual antes que a erigir a uno de ellos -como veremos enseguida, el más formalista, reduccionista y despolitizado- en el único legítimo. Dado que sus mismos editores encarnan modos muy diversos de entender y practicar la historia intelectual, sería deseable que esa voluntad pluralista del proyecto inicial de Prismas no se viera clausurada por tolerar un Can Cerbero en la puerta de ingreso de este campo de estudios.
Hay que saber poner fin a un debate, sobre todo cuando ya se dijo lo principal y se comienza a advertir que los argumentos se reiteran. Entonces, a riesgo de que este intercambio aparezca como una versión historiográfica de la célebre novela de Joseph Conrad, me he propuesto en el presente texto salir en la medida de lo posible de las reglas de honor del duelo, evitando una fatigosa réplica puntual a cada acusación. En lugar de responder, pues, disparo por disparo, he decidido concluir esta discusión proponiendo (contraponiendo, si se quiere) unas breves reflexiones sobre la labor historiográfica, los posicionamientos intelectuales y el lugar que asigno en ellas a la política. Concluido esto, daré de ahora en más por inexistente, como supo hacerlo finalmente el General D'Hubert, a este obsesionado duelista.

  1. La historia y la política

Politización que significa [...] necesidad de comprender que detrás de toda interpretación histórica hay siempre "política", y que conviene que seamos conscientes de este contenido subyacente, en lugar de limitarnos a transmitirlo inadvertidamente, como solemos hacer. Recordaré aquí la lúcida visión de Walter Benjamin: "Los acontecimientos que rodean al historiador y en los que éste toma parte están en la base de su interpretación, como un texto escrito en tinta simpática. La historia que somete al lector constituye, por así decirlo, el conjunto de citas que se insertan en su texto y son únicamente éstas las que están escritas a mano, de una manera que todos pueden leer".

Joseph Fontana, La historia después del fin de la historia

No voy a responder aquí la acusación burda de que mi obra historiográfica está inscripta dentro de la "historiografía militante". El propio Palti ha reconocido en algún prólogo el estímulo intelectual de nuestros intercambios, ha colaborado reiteradamente en El Rodaballo y ha citado e incluso reseñado algunos de mis trabajos en libros y revistas académicas, sin plantear hasta ahora nada semejante. En el marco mismo de esta polémica me ha invitado a escribir conjuntamente una suerte de historia del "fin de la historia" de la izquierda, a lo que me he rehusado señalando desacuerdos político-historiográficos, decisión que mi crítico ha interpretado como un desprecio personal.
Lamento que Palti se sienta despechado, pero es a todas luces evidente que si yo fuera una suerte de versión izquierdista de Pacho O'Donnell, como se me presenta en el texto de Prismas, un académico de su reputación científica jamás me hubiera invitado a suscribir un proyecto conjunto. Ni siquiera hubiera puesto mi nombre en una cita al pie.
Sin embargo, este debate parece haber servido para que finalmente cayera una venda de los ojos de Palti, quien arribó ahora a la lógica conclusión, a través de una serie de razonamientos cuyo encadenamiento no ahorra al lector, de que no soy sino un "historiador militante". Aunque me honra que desde el "objetivismo" académico mis afanes intelectuales se lean como una militancia -y lo son, en cierto sentido que quiero especificar aquí-, no ignoro, ni reniego ni oculto que mi labor historiográfica se desarrolla dentro de la universidad, que está reconocida como investigación científica por el CONICET y que mis libros, producidos conforme de las reglas del oficio, están sujetos a la crítica y a la valoración de mi campo académico. Mi esfuerzo puesto en recuperar para la investigación histórica actual y para la enseñanza universitaria obras de "historia militante" como, por ejemplo, la de Milcíades Peña, no me convierte en un "historiador militante". Dado que soy parte de aquella franja que buscó aportar a la vida académica, desde 1984 en adelante, problemáticas y autores que se desarrollaron fuera de ella y que aprendió fuera de su entorno -desde Marx a Gramsci, de Trotsky a Deutscher, de Lukács a Sartre, pasando por Benjamin, por citar algunas estaciones cruciales-, vengo sosteniendo desde hace muchos años la enorme deuda que tiene contraído el actual "conocimiento científico" con esas tradiciones hoy fácilmente despachadas como sospechosas por su "parcialidad" política. No reniego de la profesionalización de la historia, de la que, para bien y para mal, soy también parte. Digo otra cosa: digo que sin El capital, Hilda Sabato no hubiera podido escribir Capitalismo y ganadería en Buenos Aires, ni Tándeter hubiera concebido siquiera Coacción y mercado; que sin Gramsci y sin Hoggart y sin Williams, la obra de Beatriz Sarlo y la de Carlos Altamirano serían inconcebibles, como hubiera sido imposible la obra de José Sazbón sin Marx, Lukács, Sartre y Benjamin; del mismo modo que Chiaramonte, que tanto nos advierte acerca de los riesgos de la intromisión de la política en la historia, jamás hubiera pensado la formación de la nación argentina sin la mediación de Gramsci. Entonces, en lugar de levantar una Muralla China entre saber político y saber científico, me empeñé estos años en mostrar el notable aporte al conocimiento de cierta "historia militante" como la de Peña, o de obras historiográficas nacidas por fuera de la academia y en deuda con la praxis política -de Deutscher a Claudín, de Rosenberg a Aricó- y, al mismo tiempo, la politicidad presente en los saberes académicos que más se empeñan en negarla.
No me interesa Palti en sí mismo, sino como síntoma de la mala conciencia que campea hoy en ciertas franjas del campo historiográfico, cuando el llamado neorrevisionismo recusa en nuestra vida académica la pérdida de cualquier preocupación por la vinculación entre pasado y presente, o entre historia y memoria. Los neorrevisionistas han identificado un déficit real de nuestra producción historiográfica, en la medida en que la profesionalización del oficio de historiador implicó no sólo su despolitización sino incluso un cierto grado de burocratización y pérdida de sentido de nuestra labor. Volveré al final sobre el punto.
La historiografía académica tiene, en este sentido, una deuda por saldar con la sociedad. Ahora bien, los modos en que resuelva volver a anudar pasado y presente, o historia y memoria, no pueden ser, desde ya, los que nos propone como alternativa el neorrevisionismo. Y he aquí mi crítica a esta corriente, y a la creación del Instituto Dorrego, que ha tomado por sorpresa a Elías Palti. Ahí vamos.
En primer lugar, he señalado que un Estado que se dice democrático no debería institucionalizar una vertiente historiográfica (o literaria, o filosófica, o artística), sino limitarse a garantizar el libre debate de las diversas escuelas en pugna. En su visión instrumentalista del Estado, el kirchnerismo no ha hecho gala de una visión de futuro más generosa que la de sus predecesores. Pero además de este cuestionamiento político-institucional, sostuve una crítica intrínseca al proyecto historiográfico de esta corriente. He señalado que cuando, por ejemplo, se sostiene que "Mariano Moreno fue el primer desaparecido de la Argentina", o que "la deuda externa de nuestro país comenzó con la Baring Brothers", lo que se produce es un ostensible aplanamiento de la historia. Procesos históricos específicos, tales como "la política de desaparición" ejecutada por las fuerzas armadas durante la última dictadura militar, o el endeudamiento masivo de la periferia mundial que estalla en la década de 1980, vistos por el neorrevisionismo, pierden cualquier espesor histórico, cualquier especificidad.
No es que en la historia argentina no se hayan cometido crímenes políticos seguidos de la desaparición de los cuerpos. Pero cuando un régimen dictatorial hace un uso sistemático de este método, convirtiéndolo durante siete años, como ha analizado Pilar Calveiro, en una estrategia de aterrorizamiento y displinamiento social y político, estamos ante un fenómeno de otra naturaleza. También podemos identificar momentos de grave endeudamiento en la historia del país, pero el proceso de endeudamiento masivo de la periferia capitalista que estalla en la década de 1980 -como es sabido, fenómeno derivado de la gran masa de capital circulante tras la suba del precio del petróleo y la crisis capitalista de 1973-1974- tiene una especificidad histórica que esa corriente termina por aplanar.
El problema no está en la explicitación de la visión política del historiador (sin ir más lejos, el decano de nuestros historiadores, Tulio Halperin, cada vez que arriba a nuestro país acepta entrevistas de cuanto medio lo solicita y no deja de pronunciarse sobre el presente político), sino en la articulación que el historiador es capaz de hacer entre visión política y práctica historiográfica, entre historia y memoria, o entre pasado y presente, para decirlo en términos que me son gratos. Todos conocemos, porque está en el abecé de la formación profesional, los riesgos de que nuestra "parcialidad" política presente nos induzca a "presentificar" el pasado, que es en definitiva la operación del revisionismo. El problema radica -la expresión es de Halperin- en entender el pasado como una alegoría del presente. Paradójicamente, esta hiperpolitización de la historia tiene un efecto deshistorizante, pues se basa en el supuesto de que la historia argentina fue siempre la misma, en la cual los "malos" de hoy son la continuación de los "malos" de ayer, y los "buenos" de ayer son los abuelos y los padres de los "buenos" de hoy.
Ahora bien, los riesgos de anacronismo historiográfico que tanto obsesionan a Palti no se resuelven proclamando lisa y llanamente cualquier "desconexión" entre pasado y presente, alimentando la ilusión de cierta vertiente de la historia intelectual de la posibilidad de abandonar todo presente para iniciar una suerte de viaje encapsulado al pasado, buscando circunscribir la intepretación del texto a estudiar dentro y sólo dentro del universo lingüístico de su época. Para evitar el anacronismo de los neorrevisionistas que leen un texto del siglo xix como si fuera del siglo xxi, Palti lee en el siglo xxi como si fuera un contemporáneo lingüístico del siglo xix. Mientras Palti se cree capaz de viajar asépticamente al tiempo de Sarmiento, o al menos a su universo lingüístico, Pacho cree posible traernos a Dorrego a nuestro presente. Este nos divierte por televisión, aquel nos aburre por escrito. Quiero decir, en suma, que la despolitización académica de la historia no es la solución frente a esta hiperpolitización militante de la historia, sino el reverso de la medalla. Palti es funcional a O'Donnell tanto como O'Donnell lo es a Palti.
Para este último, el desideratum de la historiografía científica es la evacuación absoluta de cualquier marca subjetiva derivada del posicionamiento del autor. Su crítica historiográfica favorita es mostrar hasta el cansancio cómo los deseos subjetivos de un autor estarían contradiciendo sus mismos supuestos científicos. Consciente de que no ha logrado semejante ejercicio de desubjetivación en Verdades y saberes del marxismo, pide desde el prólogo la indulgencia del lector por si hubiera subsistido, a pesar de sus esfuerzos de asepsia historiográfica, alguna mancha de autor que hubiera escapado a su celo. Si se ha ofuscado con mi crítica, es porque puse de manifiesto cómo en esta obra el historiador no habría logrado asfixiar completamente al político.
No sólo "hacen política" los historiadores que así lo declaran, ni aquellos con cuyas posturas no coincidimos. Tampoco la perspectiva más objetivista o cientificista escapa al posicionamiento político. ¿Alguien podría afirmar que incluso el proyecto rankeano de conocer el pasado "tal y como verdaderamente ha sido" está más allá de la ideología? Los historiadores, desde el momento mismo en que identificamos/construimos una problemática del pasado, estamos tomando una decisión político-historiográfica desde el presente. No casualmente escogí como insignia en la primera página de mi primer libro colocar como epígrafe un tramo de las "Tesis sobre el concepto de historia" de Benjamin, porque creía y sigo creyendo en la voluntad crítica del historiador de
contribuir a romper con el conformismo historicista, dilucidando -a través de las reglas de su oficio- aquellos momentos perdidos, olvidados o reprimidos del pasado en virtud del continuum de la historia. Esta voluntad está inextricablemente asociada a la conciencia del historiador acerca de un presente cargado de riesgos y de una tradición de los vencidos que vuelve a ser avasallada. Por supuesto que desde la perspectiva de la Poshistoria estos temores son vanos. No deja de ser altamente significativo que Benjamin sostuviera este tenor de reflexión frente a Horkheimer, para quien "la injusticia pasada ha transcurrido y concluido. Los muertos están realmente muertos". Ciertamente, no podemos hacer de las "Tesis" una preceptiva historiográfica para nuestro tiempo, pero creo que es estimulante buscar en ellas inspiración cuando no queremos resignarnos a disociar el presente del pasado. No niego en absoluto el cambio epocal iniciado en torno a 1989, sé que la adopción de las tesis benjaminianas acerca de escribir la historia desde el punto de vista de los vencidos no admite, después del estalinismo, ilusión o ingenuidad respecto de las interrupciones mesiánicas del tiempo histórico. Como ha señalado recientemente Enzo Traverso en La historia como campo de batalla: "Para quienes no han elegido el desencantamiento resignado o la reconciliación con el orden dominante, el malestar es inevitable. Probablemente la historiografía crítica se encuentre hoy bajo el signo de tal malestar. Hay que tratar de volverlo fructífero".
Pero más allá de la elección/construcción de su objeto, todo historiador, incluso en el caso extremo de que se limitara a copiar documentos, inevitablemene elige (sopesa entre diversas opciones y finalmente elige) aquellos documentos o tramos que considera significativos, y esa elección está inevitablemente fundada en un juicio. Enjuicia no porque juzgue a las figuras de la historia pasada en términos de justos o réprobos, no porque lea de modo esencialista los documentos del pasado como intemporales, como si pertenecieran a su misma época, sino desde el momento mismo en que interpreta fuentes, en que pondera -sí, pondera- interpretaciones divergentes de una situación histórica, en que evalúa la plausibilidad de un proyecto, en que sopesa relaciones de fuerza...
El juicio del historiador, que finalmente se elabora a partir de la interpretación de fuentes conforme las reglas del oficio, y aunque se refiera a épocas pretéritas, es también un juicio inscripto en la historia. Salvo, claro, para quien tiene el salvoconducto para considerar estos míseros procesos desde el privilegiado observatorio de la Poshistoria. Porque si hay un lugar desde el cual el juicio histórico se torna absoluto, es precisamente el de la perspectiva del Fin de la Historia.

2. La muerte del marxismo y el fin de la historia

Hay quienes quisieran negar el valor y el vigor de la historiografía a que han dado lugar los historiadores británicos, y que hoy es proseguida por generaciones de jóvenes a ambos lados del Atlántico. Escuchamos sus proclamas no solo de boca de quienes desde la derecha insisten en su retórica macartista, sino también de aquellos que -hablando supuestamente desde la izquierda- afirman que vivimos en una era postmoderna en la que ya no existe continuidad entre pasado y presente, ni razón alguna que permita esperar que el futuro pueda ser diferente; de este modo es como sirven a los poderes establecidos ofreciéndoles una imagen refleja de la tesis del fin de la historia.

Harvey J. Kaye, "¿Tiempos difíciles?"

"La muerte del marxismo", al igual que "el fin de las ideologías" y "el fin de la historia" se desprende del wishful thinking de ciertos académicos convencidos de que su propia sociedad debe ser eterna porque les resulta confortable.

Christopher Hill, "¿Unas exequias prematuras?"

En 1992, apenas tres años después de la caída del muro de Berlín y a un año del derrumbe de la urss, la revista británica History today dirigió a una veintena de historiadores una serie de preguntas sobre las implicaciones que estos acontecimientos tendrían sobre la teoría marxista en particular y la labor historiográfica en general. ¿Representaba este derrumbe ignominioso del comunismo la muerte del marxismo, teoría que se habría mostrado incapaz de predecir o de explicar semejante acontecimiento? ¿Estábamos ante el fin del ciclo del comunismo iniciado en 1917, o incluso ante el fin del ciclo mismo de las revoluciones modernas? ¿Derrotada cualquier alternativa al capitalismo, habíamos finalmente arribado al tantas veces anunciado "fin de la historia" e ingresado en la Poshistoria? A este volumen (de donde extraigo mis epígrafes) siguieron el citado pamphlet de Joseph Fontana, la obra colectiva Después de la caída, editada por Robin Blackburn, el libro de Perry Anderson sobre Los fines de la historia y una vasta bibliografía que sería vano citar en detalle aquí.
La respuesta de los historiadores a estos problemas fue, pues, inmediata, pero sus consideraciones, complejas y elaboradas, contrastaron con las fórmulas impactantes del periodismo y el ensayismo fin-de-siècle. Por ejemplo, casi todos los historiadores que respondieron a la consulta de History today se instalaron en la mediana y larga duración, y trataron de evaluar la suerte del marxismo comparándola con el ciclo de otros sistemas de pensamiento y de creencias del pasado, revelando una precaución, propia de la profesión, que estuvo mayormente ausente entre los periodistas adoradores del acontecimiento. Así, Christopher Hill venía a recordarnos que "la Cristiandad sobrevivió a los horrores de la Inquisición y a la quema de herejes y las guerras de religión". Y David Marquand observaba que "los perdedores no siempre caen y mueren. En ocasiones, contraatacan. Algunas veces se las ingenian para transformar la derrota en victoria, o cuanto menos, para dejar el asunto en tablas. Incluso cuando se convierten en cadáveres políticos, no necesariamente lo son desde el punto de vista intelectual". Y añadía a continuación:

A decir verdad, algunos perdedores han muerto... Lo que cuenta es si la tradición perdedora tiene recursos para interpretar, asimilar y adaptarse a su propia derrota: si es o no capaz de encontrar el modo de explicar lo ocurrido en sus propios términos y, en caso de serlo, rearmar a sus adeptos para ulteriores ataques. Una adaptación afortunada implica revisión desde adentro, no la rendición ante los que acechan afuera. La Iglesia Católica subrevivió a la Reforma porque la tradición católica disponía de recursos morales e intelectuales suficientes para que los católicos hicieran frente al reto que se les presentaba, sin dejar de ser católicos. La antigua religión romana desapareció porque sus categorías resultaban demasiado estrechas y frágiles para que sus fieles pudieran reinterpretarlas y dotar con ellas de sentido a un mundo nuevo.

Es en esta línea de reflexión y no en una defensa atrincherada y dogmática que vengo sosteniendo que una indagación seria (y no sumaria como la realizada por Palti) sobre la "crisis" o la "muerte del marxismo" debería explorar los desarrollos del marxismo contemporáneo, sobre todo los acontecidos en los últimos veinticinco años, para evaluar si esta teoría o alguna de sus vertientes ha sido capaz de renovar sus "recursos para interpretar, asimilar y adaptarse a su propia derrota", si ha sido o no "capaz de encontrar el modo de explicar lo ocurrido en sus propios términos y, en caso de serlo, rearmar a sus adeptos para ulteriores ataques".
Aunque vivimos en tiempos en que el marxismo aparece automáticamente como sinónimo de dogmatismo, mientras que posmarxismo o ex marxismo se lucen como equivalentes de apertura inteletual y renovación teórica, vale la pena enfatizar cuánto de dogmatismo y de "filosofía de la historia" ha estado en juego entre quienes proclamaron su crisis o su muerte. ¿En nombre de qué, sino de una nueva filosofía de la historia, se puede proclamar "el fin de las revoluciones"? Como señala Traverso, las revoluciones no se decretan sino que "se inventan", "surgen de las crisis sociales y políticas sin derivarse de ninguna 'ley' de la historia".
En lo que hace a la labor historiográfica, no veo sino desventajas en cerrar el ciclo de Historia, con sus utopías y sus revoluciones, en pos de una nueva filosofía histórica que no hace sino aplanar los procesos sociales en otro Gran Relato, el relato del fin de los relatos, en definitiva el relato del posmodernismo. Ahora bien, de aquí no se desprende que para mí el posmodernismo sea, como en la burda caricatura que de mí traza Elías Palti, una moda ideológica derechista y pasajera que no deba tomarse en consideración. Toda mi actividad historiográfica e intelectual tiene como punto de partida el hecho de que nos ha tocado vivir en una época histórica en la cual comunismo ya no significa futuro, utopía o revolución, sino un régimen totalitario propio del pasado; y donde nociones como mercado, libre empresa, competencia, individualismo, no remiten ya a los estrechos límites del egoísmo burgués sino que aparecen como valores legitimados y naturalizados. Hacer historia contemporánea no significa aceptar pasivamente este estado de cosas, sino comprender cómo llegamos a él. Este programa implica, al menos, una primera forma de resistirla.
Es manifiesto que mi empeño en editar autores como Gorz, Jameson y Anderson (por no hablar del conjunto del debate modernidad/ posmodernidad que compiló Casullo), en el marco de una editorial de izquierdas como El Cielo por Asalto, respondía a una necesidad de tomar en serio el desafío del posmodernismo. Desde revistas como El Cielo por Asalto o ElRodaballo, quisimos contribuir a la comprensión no sólo del derrumbe del comunismo y de la crisis de las izquierdas, sino simultáneamente de las metamorfosis del capitalismo tardío, de la llamada sociedad postindustrial, del fin del viejo mundo del trabajo y del ocaso de la política fundada en el Proletariado, así como atisbar la emergencia de nuevas formas políticas y culturales. Mientras otros desdeñaban por considerarla de antemano obsoleta cualquier reflexión o preocupación por las viejas y las nuevas formas de la emancipación, quienes integramos esos colectivos buscamos afirmarnos en lo mejor de nuestras tradiciones del pensamiento de izquierdas, sin dejar de dialogar críticamente con autores como Foucault, Derrida o Deleuze, y sin ignorar o despreciar a los adversarios como Fukuyama.
Ahora bien, reconocer un adversario ideológico no significa sucumbir ante él. Aceptar una derrota y por lo tanto tomar en serio una ideología hegemónica no implica necesariamente asumirla ni mucho menos prosternarse ante ella. Como ha señalado Anderson, una cosa es haber sido derrotados, otra es estar vencidos. Autores como Gorz, Thompson, Williams, Hobsbawm, Anderson, Jameson, Eagleton, E. M. Wood, Löwy, Traverso, Gilly, Joseph Fontana o José Sazbón entre nosotros, por citar sólo a algunos que han coincidido en el campo historiográfico, llevaron adelante una labor crítica, de revisión, de resistencia lúcida y de rearme de la cultura de izquierdas en tiempos difíciles, a distancia tanto del triunfalismo vacuo de los que dijeron "aquí no ha pasado nada, hay que esperar al próximo ciclo de la lucha de clases", como de quienes dieron vuelta la hoja de la Historia y con un gesto de desdén dijeron "adiós a todo eso".
Es posible, deseable incluso, que esta franja de pensamiento crítico adolezca de tensiones irresueltas, acaso de contradicciones, pues su proyecto político-intelectual busca afirmarse en un espacio muy frágil entre, digamos, para usar la jerga paltiana, una Verdad sin Saberes y un Saber sin Verdades. Desde luego, para cada una de estas opciones extremas no hay tensiones: ni para la Historia en pleno torbellino de lucha clasista, propia de los viejos izquierdistas al estilo de un James Petras, ni para la paz de los cementerios de la Poshistoria de Palti, hay riesgos de que "las conclusiones de sus posturas minen sus propios presupuestos". La productividad del pensamiento del espacio crítico tiene que ver, precisamente, con esa difícil colocación que ha escogido.

3. La carta robada

[...] para ocultar aquella carta el ministro había recurrido al más amplio y sagaz expediente de no tratar de ocultarla absolutamente.

Edgar Allan Poe, La carta robada

¿Qué atractivo conserva el archivo [...] cuando, en el momento actual, esas formas de aprehender el pasado provocan la sonrisa, o, en el mejor de los casos, parecen vestigios de una historiografía sobre la que reflexionan sabiamente ciertos intelectuales?

Arlette Farge, La atracción del archivo

Palti concluye su última réplica recordando que "una vez [...] un allegado suyo me contaba, no sin cierta maledicencia de su parte, que la gran ambición de Tarcus sería llegar a encontrar en un archivo de Hungría una carta que probase que Lukács nunca fue estalinista". En lugar de replicar esta chicana con otra semejante, me parece más productivo sugerir una breve reflexión sobre la sensibilidad del historiador ante las fuentes escritas, su búsqueda y su interpretación. La chicana alude a una búsqueda imposible (esa carta no existe) o bien a una búsqueda inútil (una pieza suelta jamás podría torcer un juicio histórico sobre el estalinismo de Lukács, fundado en la abundante evidencia de todo un corpus documental que lo incrimina). Sin embargo, ¿no matizaría el juicio histórico sobre el estalinismo de Lukács el hallazgo de una o más cartas donde el filósofo húngaro le confesara a sus amigos el íntimo rechazo que le producía un régimen al que se veía obligado a adscribir por una penosa combinación de presiones y conveniencias? ¿No arrojaría nueva luz a nuestra comprensión acerca de la situación de la vida intelectual bajo el estalinismo una reflexión o una confesión de uno de los marxistas más significstivos del siglo xx sobre los tortuosos mecanismos no sólo de la censura sino de la autocensura, los autos de fe, las autocríticas, las autoincriminaciones y las palinodias? Lukács no es Zdanov, me parece más productivo pensarlo como figura trágica que como un mero verdugo.
No hizo falta llegar a Elías Palti para saber que una carta suelta, en sí misma, no prueba demasiado. En todo caso, es necesario previamente hallarla dentro de un conjunto, un fondo de archivo, saber si la institución que la resguarda da fe de su autenticidad, o nos pone en la pista de su historia archivística; es preciso ponerla en relación con otras piezas de ese conjunto, considerar que vamos a hacer un uso público de un texto en principio "privado" y, en suma, poner en juego en su lectura todos los recursos de la interpretación textual y contextual. El historiador formalista carece de esa sensibilidad que Arlette Farge analizó como legoût de l'archive. Como ya sabe de antemano lo que quiere decir (lo ha deducido), le resulta incomprensible esa desmesura de entregarse meses, años enteros, a improbables hallazgos en esos universos inconmensurables de papel. ¿Entonces, buscar una carta o buscar cartas? ¿Pruebas o azares, silogismos o conocimientos? La diferencia nos remite al "Yo no busco, encuentro" de Picasso. Frase de artista, pero también actitud de pensador y disposición del historiador. Quien busca una carta y desecha todas las otras hasta encontrar aquella que le sirve para lo que quería demostrar no hace arte ni historia, a lo sumo propedéutica. Un lógico. Quien mientras busca una carta encuentra otras, abre las puertas a que lo que busca se encuentre con lo desconocido, abre los sobres que pueden demoler las fórmulas de una historia ya conocida que sólo espera localizar las pruebas que la legitimen.
Hay una "carta robada" en la historia de las vicisitudes del marxismo que viene a cuento, una carta que está a la vista pero que nadie ve durante medio siglo, hasta que alguien es capaz de encontrarla. Y quien la encuentra no es quien la tiene, ni quien la ve sin verla, sino aquel historiador benjaminiano imbuido de la noción de peligro. Me refiero a la célebre carta de Marx a Vera Sazúlich del 8 de marzo de 1881 sobre los posibles caminos que podía tomar el curso histórico en la Rusia zarista. Significativamente, la carta no fue publicada por los marxistas rusos que desde entonces la tuvieron en su poder. Descubierta por Riazanov en 1918 entre los papeles de Plejanov, el marxólogo ruso la publicó sin mayores consideraciones, como una suerte de curiosidad histórica. Recién medio siglo después, cuando el debate sobre las vías alternativas al desarrollo capitalista cobró escala internacional, investigadores como el historiador japonés Haruki Wada, el inglés Theodor Shanin o el argentino José Aricó le dieron especial relieve, integrando esta pieza finalmente enviada con los sucesivos borradores descartados por Marx, una muestra del esforzado trabajo de Marx por responder una pregunta en apariencia muy simple pero que apuntaba al corazón de su propio sistema. Esta simple carta, de apenas algunas líneas, reinterpretada en el contexto de los años '70, nos revelaba un Marx descentrado del modelo evolutivo de la historia, un Marx que no era "marxista". Aricó halló, pues, luego de una prolongada labor de estudio y reflexión, la carta en que Marx no era marxista. "Hallazgos" como el de Aricó, una cartita, una pieza de un género menor como la correspondencia, sólo pueden despertar el desinterés o la mofa de quien practica una versión formalizada y logicista de la historia intelectual.
Bien pensado, es notable este desdén por la carta cuando todo este prolongado debate nació... !de una carta de Oscar del Barco! Y dentro de un debate muy tedioso, hay que reconocer que hay en el fondo algo gracioso. Comencé señalando, en el primer ensayo de esta polémica aparecido en Políticas de la Memoria, que Palti hacía en el capítulo sobre Nahuel Moreno de Verdades y saberes del marxismo una operación inconcebible para un historiador intelectual tan consustanciado con la preceptiva de la Escuela de Cambridge, cuando le atribuye al líder del trotskismo argentino una visión trágica de la política. Decía allí que Palti, sin intentar trazar una historia de la corriente morenista, ni llevar a cabo un trabajo de historia oral con los militantes de esa vertiente política, o sin relevar el conjunto de los escritos de Moreno, apelaba al hallazgo de un párrafo específico, tomado de una entrevista que el propio Moreno había encargado al aparato editorial de su partido, un párrafo donde Palti cree encontrar las trazas de una definición de la visión trágica tal como la definía Lucien Goldmann. No sin esfuerzo, podría llegar a reconocerse en ese párrafo, simplemente, que Moreno leyó al autor de Le Dieu Caché. Y en todo caso que en una entrevista el líder del mas era capaz de hacer gala de una amplitud intelectual que no necesariamente se trasuntaba en la vida intelectual, ni mucho menos en la orientación política y en la actividad militante de la organización. Palti me acusa de buscar la carta en que Lukács no era estalinista, y él se ufana por haber hallado el párrafo en que Nahuel Moreno no era morenista. ¿Tanto Skinner para esto?

4. Pasiones intelectuales

[...] una obra que revoluciona las ideas y las jerarquías establecidas no puede suscitar sino reacciones heteróclitas. Su éxito se mide en función del vigor de la polémica, que sólo puede existir si la adhesión comparte ese vigor con la oposición, y el amor, con el odio.

Élisabeth Badinter, Las pasiones intelectuales

Debo decir que si a Palti le disgusta el perfil de flemático posmoderno que de él habría yo trazado, a mí en cambio me complace el perfil de polemista apasionado y colérico que me atribuye. Para el homo academicus, las pasiones deben estar debidamente sublimadas: sólo cabe el incremento continuo, regular, de la producción curricular y el frío cálculo racional para avanzar estratégicamente posiciones dentro del campo profesional. Para cualquier sujeto debidamente disciplinado en este juego de poder, mis esfuerzos en crear y sostener formaciones intelectuales, revistas independientes y pequeños proyectos editoriales, o mi empeño en producir intervenciones político-intelectuales más allá de la academia, le resultan completamente ajenos e incomprensibles. Nadie ignora, salvo Elías Palti, que las formaciones grupusculares, con su bajo nivel de institucionalización, están habitualmente atravesadas por pequeñas disputas de poder, pasiones encontradas y conflictos libidinales. Desde luego, el mundo académico está también tensionado por pequeñas mezquindades y juegos de poder, incluso en un grado superlativo. Pero cualquiera que haya leído el abecé de la sociología de las instituciones, o sea capaz de salir un poco de su solipsismo y sostener un cierto grado de reflexión crítica, sabe que este tipo de conflictos, que a menudo comprometen gravemente y a veces hacen estallar las formaciones grupusculares, suelen ser mediatizados (y por lo tanto amortiguados) en instituciones de mayor complejidad, formalización, jerarquización y reconocimiento.
Como señalé al comienzo, muchos colegas de mi generación y sobre todo los de la generación anterior nos formamos en esos espacios político-intelectuales y somos sujetos de esos habitus. A partir del año 1984, con la normalización de la vida universitaria posdictadura, fuimos incorporándonos a la vida académica. Dado que no fue una agregación de casos individuales, sino un proceso colectivo que afectó a cientos o a miles de docentes e investigadores, los que entonces nos incorporábamos a la vida académica buscamos enriquecerla llevando no sólo temas, autores y programas enteros de investigación que traíamos de dichos espacios político-intelectuales, sino que reprodujimos en su seno muchos de esos habitus adquiridos, como editar revistas y convocar seminarios de debate intelectual. Son espacios que si bien la academia ha acogido en buena medida desde 1984 a esta parte, se mantienen como focos de resistencia intelectual dentro un campo académico que, a medida que crece y se profesionaliza, también sufre un efecto de burocratización del conocimiento, de producción de investigadores preformateados y en serie. No reniego de la academia, en la cual estoy indudablemente inscripto y dentro de la cual no ejerzo estrategia "entrista" alguna. Simplemente, trato de mantener encendida la llama de la producción intelectual dentro de ella e incluso más allá de ella, tratando de no escribir exclusivamente para la tribu y en la jerga de la tribu.
¿Por qué intelectual? Me explico. Así como ayer, en el campo de la acción políticointelectual, me empeñé en cuestionar las prácticas burocráticas, manipulatorias y dogmáticas de las izquierdas, en el campo donde juego hoy elijo manifestar "el malestar en la academia", señalar los que a mi criterio son los riesgos de burocratización y de pérdida del sentido en la producción del conocimiento. Me anticipo a decir que para Palti esto es inconcebible, una suerte de contradicción en los términos, una fuente de futuros paralogismos y otras perversiones lógicas. Palti fue ayer el militante disciplinado, hoy es el perfecto homoacademicus. Así como nunca hizo interferir sus saberes en las verdades del Partido (no conozco, al menos, ninguna crítica de esas inconmovibles "verdades" o de las prácticas del morenismo firmada por Andrés Chester), hoy se ha empeñado en mostrar que lo mejor que puede hacer la Academia es producir un saber purgado de verdades. Ayer, cuando todavía corrían los agitados tiempos de la Historia, era el Político Revolucionario, abnegado y disciplinado; hoy, bajo la monotonía de la Poshistoria, es el Académico virtuoso, con la suficiente autodisciplina como para vigilar y evacuar cualquier resto de política de su registro científico. Ni antes ni después fue capaz siquiera de intuir la figura del intelectual como el crítico, el "aguafiestas" que cuestiona la unilateralidad de esos roles en el interior de cada uno de esos momentos. Es en ese sentido que vengo sosteniendo en este debate que tanto antes como ahora Palti y yo nos posicionamos de modo exactamente opuesto.
Si mi crítica a su estudio sobre el marxismo de Moreno lo irritó tanto fue precisamente porque le señalaba aquello que, por otra parte, era obvio para todo el campo historiográfico pero nadie le decía francamente: que ese capítulo ponía en evidencia que a través del aséptico académico, el militante morenista reprimido seguía hablando. La política, expulsada por la puerta de la Modernidad, había vuelto a entrar por la ventana de la Poshistoria. Mi crítica era, pues, una verdadera afrenta para quien ha hecho de la evacuación de la política y de cualquier subjetividad el desideratum de la historiografía científica.
Para concluir. Según su propia confesión, en su reiterado afán crítico Palti no se ha privado siquiera de apelar al más ruin de los recursos, llegando a recabar chismes entre antiguos "allegados" despechados. En plan de confesiones, me veo en la obligación de decir lo mío: también yo busqué información en su entorno, pero he de confesar mi completo fracaso: no encontré a nadie, absolutamente nadie, en quien Elías Palti hubiera despertado una pasión.

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