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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.26 no.2 Bernal nov. 2022  Epub 05-Nov-2022

http://dx.doi.org/10.48160/18520499prismas26.1302 

Argumentos

La vida intelectual de las clases trabajadoras británicas

Jonathan Rose1 

1 Drew University

I

Hace unos pocos años, los historiadores del trabajo de una universidad inglesa me confesaron que, cuando este libro se publicó por primera vez en 2001, expusieron las reseñas de los periódicos en la cartelera de anuncios de su departamento. Según me explicaron, el hecho de que un estudio académico de la historia del trabajo atrajera aún la atención de la prensa popular hizo maravillas en cuanto a levantarles la moral, lo cual estaban necesitando urgentemente. Es cierto que su campo había estado de moda durante unos veinte años, comenzando con La formación de la clase obrera en Inglaterra (1963) de Edward P. Thompson. Pero poco a poco fue eclipsado por la historiografía del género y la raza, y en 1983 Lenguajes de clase. Estudios sobre la historia de la clase obrera inglesa (1832-1982), de Gareth Stedman Jones, lanzó a los académicos más jóvenes en otra dirección: la exploración de lingüística y cultura.

Que me felicitaran por revalidar la historia de la clase obrera fue, para mí, tan irónico como halagador, pues difícilmente podría decir que soy un historiador del trabajo. Ciertamente, como estudiante estadounidense de grado y posgrado en la década de 1970, me asignaron la lectura de La formación de la clase obrera en Inglaterra: que lo haya leído hasta el final o no ya es otra cuestión. Pero la especialidad que yo elegí fue la historia intelectual: mientras otros de mi generación estudiaban el lugar del trabajo, los sindicatos, la estructura familiar, la dieta, la vivienda y los salarios, yo prefería mucho más el mundo de las ideas. Naturalmente, tuve que defender ese gusto peculiar en el aula. ¿No era elitista la historia intelectual? ¿Tenían alguna influencia real las conversaciones de los grandes intelectuales fuera de su propio círculo selecto? ¿La historia no debería acaso tratar sobre la vida cotidiana, la cultura material y las “masas inarticuladas”? Eran preguntas difíciles pero justas, y finalmente otros historiadores intelectuales y yo nos dimos cuenta de que solo se las podía responder inventando tres nuevos campos académicos.

El primero y el más fascinante (para mí) fue la historia de la lectura. Mi modelo no era E. P. Thompson, sino un ejemplar gastado de The English Common Reader, de Richard Altick, que encontré en una librería del campus a principios de mi primer año de estudios de posgrado. Los historiadores de la lectura no se han ocupado únicamente de las clases más bajas, pero han demostrado más allá de toda duda razonable que los grandes libros han tenido lectores plebeyos, que la lectura ha sido durante mucho tiempo una necesidad cotidiana para la gente común y que los libros han sido parte importante de la cultura material de la mayoría de los hogares obreros. Este fue el método utilizado no solo en este libro, sino también en varios otros trabajos, publicados con pocos años de diferencia: Reading on the Middle Border: The Culture of Print in Late Nineteenth-Century Osage, Iowa (2001), de Christine Pawley; Readers and Society in Nineteenth-Century France: Workers, Women, Peasants (2001), de Martyn Lyons; Forgotten Readers: Recovering the Lost History of African American Literary Societies (2002), de Elizabeth McHenry; Literary Culture in Colonial Ghana: “How to Play the Game of Life” (2002), de Stephanie Newell; y The Clerk’s Tale: Young Men and Moral Life in Nineteenth-Century America (2003), de Thomas Augst. Nos conocíamos entre nosotros, presentábamos ponencias en los mismos congresos, compartíamos la emoción de trabajar en una nueva frontera académica que avanzaba rápidamente. Utilizábamos fuentes similares (memorias, registros de bibliotecas, registros de sociedades mutuales de fomento) y todos descubrimos en distintas partes del mundo el mismo tipo de lectores comunes que buscan autoperfeccionarse. Más recientemente, nos asiste en nuestro trabajo el desarrollo de recursos electrónicos: la Base de Datos de Experiencias de Lectura (Reading Experience Database, <www.open.ac.uk/Arts/reading/>) para Gran Bretaña y el Proyecto “Qué se leía en Middletown” (What Middletown Read Project, <https://lib.bsu.edu/wmr/index.php>) para Estados Unidos, en los que se puede buscar por clase y ocupación.

Una segunda ruta para conectar la historia intelectual con la laboral es la historia de la autoría, tal como se la investiga en el Proyecto de Escritores de la Clase Trabajadora (Labouring-Class Writers Project) en la Nottingham Trent University. En este campo, me inspiré un poco en The Industrial Muse(1974), de Martha Vicinus, pero descubrí que no todos los escritores de clase obrera eran poetas oscuros y empobrecidos de las zonas industriales. Unos cuantos de ellos, especialmente en la primera mitad del siglo XX, fueron escritores de prosa conocidos y exitosos. Desde entonces han caído en un agujero negro historiográfico, en gran parte por trabajar en un género que la academia desprecia e ignora. No me refiero a la literatura de cultura baja: no faltan monografías sobre folletines, novelas baratas y pornografía. No, la que ha sido vergonzosamente descuidada es la literatura de cultura media, que no era exclusivamente de clase media en absoluto. Mientras que el gremio de Bloomsbury controlaba la alta cultura, la media quedó como mercado abierto a escritores de clase obrera como Howard Spring, Ethel Mannin y Alexander Baron. Yo presentía su importancia, pero no pude decir mucho sobre ellos en mi libro, simplemente porque aún no habían generado un corpus de biografías académicas y estudios críticos. Hoy, la lista de Bibliografía Internacional de la Modern Language Association (MLA) arroja solo dos resultados para Spring, seis para Mannin y ninguno para Baron, en comparación con 4547 para Virginia Woolf. La Sra. Woolf y Frank R. Leavis declararon que no valía la pena leer a los autores de cultura media, y generaciones de académicos los obedecieron. Esa barrera no se rompió sino hasta la década de 1990, con “Betwixt and Between”: Middlebrow Fiction and English Society in the Twenties and Thirties (1990), de Rosa Maria Bracco, y The Making of Middlebrow Culture, 1920-1950 (1992) de Joan Shelley Rubin. En lugar de más libros sobre Bloomsbury, necesitamos estudios sobre esos escritores, en oposición a quienes los de Bloomsbury se definían, como To Exercise Our Talents: The Democratization of Writing in Britain(2006), de Christopher Hilliard. Tenemos que descubrir cómo estos escritores plebeyos salieron de la pobreza y ascendieron por la escala del periodismo popular, cómo transformaron sus experiencias de vida en literatura, cómo atrajeron a públicos de clase obrera.

Ese tipo de producción académica implica inevitablemente un tercer campo nuevo: la historia del gusto. Yo crecí en unos Estados Unidos donde, al parecer, todo el mundo era de clase media, todos leían los mismos libros y revistas de cultura media, todos comían el mismo tipo de comida en los mismos restaurantes, usaban el mismo tipo de ropa y miraban los mismos programas indistintos en tres canales de televisión comunes y corrientes. Por supuesto, la sociedad estadounidense nunca fue en realidad tan homogénea, pero ciertamente lo fue menos aún con el paso de las décadas siguientes. La distribución del ingreso se volvió más desigual, los gustos culturales se estratificaron más. Era inevitable preguntarse si había alguna conexión entre las dos tendencias. ¿Estábamos asistiendo a la formación de una nueva clase, llamada yuppies, trendies o bobos según el caso, y era la vanguardia un negocio que proporcionaba a esta clase marcadores culturales distintivos (y caros)? En La clase creativa (2002), Richard Florida vio un vínculo claro entre la innovación artística y el dinámico capitalismo posindustrial. Lo mismo vieron gran cantidad de estudios académicos sobre el “marketing del modernismo”, en particular Elkin Mathews: Publisher to Yeats, Joyce, Pound (1989) de James Nelson, Who Paid for Modernism? Art, Money, and the Fiction of Conrad, Joyce and Lawrence (1997) de Joyce Piell Wexler, British Literary Culture and Publishing Practice 1880-1914 (1997) de Peter D. McDonald, Institutions of Modernism: Literary Elites and Public Culture (1998) de Lawrence Rainey, Oscar Wilde’s Profession: Writing and the Culture Industry in the Late Nineteenth Century (2000) de Josephine M. Guy e Ian Small, Literature, Money and the Market: From Trollope to Amis (2002) de Paul Delany, y Marketing Modernism between the Two World Wars (2003) de Catherine Turner. Estos temas dieron forma a mi propia discusión sobre el modernismo y la clase obrera, que resultó ser gratamente controvertida (para refutación, véase Virginia Woolf, the Intellectual, and the Public Sphere (2003), de Melba Cuddy-Keane). Debo enfatizar que nunca tuve la intención de devaluar los logros estéticos del modernismo. Mi punto era que, como en el caso del barroco, podemos admirar ese arte y a la vez reconocer que reforzó las jerarquías sociales.

A veces me preguntan si tengo raíces de clase obrera. No puedo atribuirme ese pedigrí. Un tío abuelo mío (a quien no conocí) era un obrero textil del Bronx que pasó gran parte de la Depresión leyendo una especie de colección de literatura universal en yiddish, clásicos traducidos, desde El mercader de Venecia hasta Veinte mil leguas de viaje submarino. Por lo demás, en mi familia todos fueron profesionales, gerentes y comerciantes. Ya que hablamos de marcadores culturales y de las vanguardias, yo asistí a una escuela privada muy progresista en Greenwich Village, muy parecida al Summerhill de Alexander S. Neill, en el polo opuesto de los internados victorianos. Mi escuela era tan desestructurada que cada alumno tenía que convertirse en autodidacta y, sí, en ese sentido bien puede haber sembrado el germen de este libro.1

II. Prefacio a una historia de los públicos

Este libro aborda una pregunta que, hasta hace poco tiempo, se consideraba imposible de responder. Propone adentrarse en la mente de los lectores comunes a lo largo de la historia, para descubrir qué leían y cómo lo leían. Es relativamente fácil recuperar las experiencias lectoras de los intelectuales de profesión: escritores, críticos literarios, profesores y clérigos documentaron ampliamente sus respuestas a libros. Pero ¿qué registro tenemos de “lectores comunes” tales como los libertos después de la Guerra Civil de los Estados Unidos, los inmigrantes en Australia o la clase obrera británica?

Hace no mucho tiempo, David Perkins concluyó que “En el caso de una mayoría de épocas y lugares, carecemos de fuentes tales como relatos de experiencias de lectura, a partir de las cuales escribir una historia de la recepción”.2 Según Jeffrey Richards, “Es inútil pedir relatos de primera mano de personas comunes sobre cómo las han afectado sus lecturas o el uso de su tiempo libre. Porque es imposible que exista esa evidencia. La naturaleza de la cultura popular y de sus consumidores no proporciona medio alguno para articular una respuesta verbal consciente de este tipo”.3 Los historiadores, como observó Robert Darnton en 1980, “quieren penetrar en el mundo mental de las personas comunes, además del de los filósofos, pero tropiezan una y otra vez con el vasto silencio que ha devorado la mayor parte del pensamiento de la humanidad”.4

Sin embargo, apenas seis años después, Darnton era más optimista. “Debería ser posible desarrollar una historia de la respuesta lectora, y no solo una teoría”, sugirió. “Posible, pero no fácil…”.5 De hecho, en las décadas de 1980 y 1990, los académicos de la disciplina emergente de la “historia del libro” crearon métodos de investigación y aprovecharon los recursos de archivo que les permitieron penetrar en este misterio.6 Los lectores comunes han revelado sus experiencias en memorias y diarios,7 registros escolares,8 encuestas,9 entrevistas orales,10 registros de bibliotecas,11 cartas a editores de periódicos (publicadas o, más revelador aún, inéditas),12 cartas de admiradores13 y hasta en las actas de la Inquisición.14

De estas fuentes, las más útiles son las autobiografías de gente común. Richard Altick supo apreciar su valor cuando escribió la obra pionera en este campo, The English Common Reader, en 1957. Lo perjudicaba el hecho de que en ese entonces los académicos tenían poca noticia de la existencia de esas memorias (“¡Si tan solo tuviéramos la autobiografía de [un] carnicero...!”).15 No obstante, para 1981 David Vincent había reunido ciento cuarenta y dos memorias de trabajadores británicos de principios del siglo XIX, y en Bread, Knowledge and Freedom mostró cómo podrían usarse para reconstruir una historia detallada de respuesta lectora.16 En 1989, Vincent, junto con John Burnett y David Mayall, completó The Autobiography of the Working Class, una bibliografía que enumera casi dos mil documentos, tanto publicados como inéditos, de Gran Bretaña en los siglos XIX y XX17 Mi propio libro, que se basa en la lectura de la mayoría de esas memorias, habría sido imposible sin los aportes de esos trabajos.

Como sucede con cualquier otra fuente histórica, hay ciertas distorsiones y sesgos inherentes a la autobiografía. Los autores de memorias no son del todo representativos de su clase, sea esta la que fuere, aunque más no sea por ser inusualmente expresivos. Hay autobiografías de todos los estratos de la clase obrera británica, incluso de vagabundos y delincuentes menores, pero los trabajadores calificados han escrito una cantidad desproporcionada. Las mujeres representan solo alrededor del 5% de los autores de memorias nacidos antes de 1870, suben a alrededor del 15% para la cohorte de 1870-1889 y a alrededor del 30% para la cohorte de 1890-1929. Por supuesto, hubo manuscritos autobiográficos expurgados o rechazados por editores burgueses, pero ese no es un problema tan grande como podría suponerse. La mayoría de las memorias existentes son inéditas, o bien fueron publicadas por su mismo autor o por prensa local o radical. Los agitadores, en general, lograron registrar sus vidas de alguna manera y, como resultado, toda la muestra de la que disponemos tiende hacia la izquierda política: la bibliografía de Burnett, Vincent y Mayall enumera muchos más comunistas que conservadores.

Tal como nos advirtió el hijo de una lavandera, el autobiógrafo “sin poder evitarlo, tal vez incluso sin darse cuenta, pero más probablemente en forma deliberada, puede seleccionar, omitir, minimizar, exagerar, de hecho, mentir de todo corazón” tanto como el novelista.18 Nada de esto descalifica las memorias como documentos históricos: después de todo, hay incertidumbres similares inherentes a todo lo que encontramos en archivos y registros publicados. Podemos minimizar esas incertidumbres si usamos estas fuentes con conciencia de sus limitaciones y las contrastamos con documentos de otro tipo. Los historiadores han bajado al archivo para verificar dos memorias proletarias clásicas (Life and Struggles [1876] de William Lovett y Lark Rise [1939] de Flora Thompson) y ambas demostraron ser de una precisión razonable (si no perfecta).19 Este libro emplea historia oral, registros educativos, registros de bibliotecas, relevamientos sociológicos y encuestas de opinión, para confirmar lo que nos dicen los autores de memorias, y por lo general (aunque no siempre) unos y otros apuntan a conclusiones similares. También hacen posible el doble enfoque de este libro: mientras que las autobiografías nos dicen mucho sobre la minoría vital de obreros autodidactas, otras fuentes ofrecen un retrato más representativo de la clase obrera en su conjunto.

La gran fortaleza de estas memorias es que representan el esfuerzo del pueblo trabajador por escribir su propia historia. Todo historiador debe usar datos de manera selectiva, pero aquí, en primera instancia, dentro de ciertos límites, la clase obrera decidió qué incluir. Es revelador que hayan escrito extensamente sobre sus lecturas, como si estuvieran señalando el camino a futuros historiadores. No es inusual que haya un capítulo entero sobre el tema, y algunas autobiografías, como Memoirs of a Working Man (1845), de Thomas Carter, son predominantemente relatos de toda una vida de lecturas.20 Robert Collyer (nacido en 1823), quien llegó a ser un célebre ministro unitario, optó deliberadamente por explayarse sobre el momento en que, siendo un niño obrero en una fábrica textil de Fewston, compró su primer libro, La historia de Whittington y su gato:

¿Se pregunta algún lector por qué me detengo en este incidente? Yo respondo que ahora tengo una biblioteca de unos tres mil volúmenes […]; pero en esa primera compra yacía la chispa de un fuego que no se ha reducido aún a blancas cenizas, la pasión que creció conmigo en esos primeros años por leer todos los libros que pudiera conseguir, y así prepararme de algún modo para mi trabajo como ministro. […] Me veo en aquel tiempo y esa casa lejanos leyendo, bien puedo decirlo en mi caso, por mi vida.21

Significativamente, estos autores de memorias dedicaron mucho más espacio a la lectura que las generaciones posteriores de historiadores del trabajo. Si bien los “nuevos historiadores sociales” de las últimas décadas han producido obra importante e innovadora, albergan un prejuicio contra la historia literaria, quizá porque parece “elitista” y carente de rigor científico social. Se han concentrado, en cambio, en los aspectos más ásperos o materiales de la vida obrera: dieta, vivienda, cultura laboral, sindicalismo, radicalismo político, delincuencia y estructura familiar. Todo esto ha llenado grandes vacíos en nuestro conocimiento, pero faltó escribir un capítulo crítico en la historia de lo que alguna vez se llamó “las masas inarticuladas”, que resultaron tener mucho que decir.

Sus remembranzas posibilitan una historia de la lectura de tipo más amplio, que podría denominarse historia de los públicos. En pocas palabras, una historia de los públicos invierte la perspectiva tradicional de la historia intelectual, centrándose en los lectores y estudiantes en lugar de los autores y profesores. Primero se define un público masivo, luego se determina cuál era su dieta cultural y se describe la respuesta de ese público no solo a la literatura, sino también a la educación, la religión, el arte y cualquier otra actividad cultural. Porque la lectura no se limita a los libros. También “leemos” (es decir, absorbemos, interpretamos y respondemos a) clases escolares, conciertos, programas de radio, películas, en fin, toda la variedad de las experiencias humanas. A grandes rasgos, una historia de los públicos se pregunta cómo leyó la gente su cultura, cómo experimentó su educación en el más amplio sentido. Este libro rastrea las respuestas de la clase obrera a la literatura clásica (capítulo 1), la educación informal (capítulo 2), los textos de ficción y de no ficción (capítulo 3), los autores ya muertos (capítulo 4), la educación primaria (capítulo 5), la educación para adultos (capítulo 8), el marxismo y los marxistas (capítulo 9), los cuentos escolares (capítulo 10), la cultura popular (capítulo 11) y las vanguardias (capítulo 13). Utiliza relevamientos sociales para medir la alfabetización cultural, el acervo de conocimientos adquiridos a través de la lectura, que a su vez determina la comprensión lectora (capítulo 6); y utiliza registros de bibliotecas para cuantificar los hábitos de lectura (capítulo 7). Hace la crónica de la primera generación de lectores comunes en devenir escritores profesionales que ascendieron hasta desarrollar carreras en la administración y el periodismo popular, donde a menudo encontraron notable hostilidad y celos por parte de los intelectuales más acomodados, como se ilustra en el capítulo 12.

Por supuesto, una historia de los públicos puede encarar la cuestión del impacto de la literatura sobre la conciencia política. Preguntarse si Dickens, Conrad o los folletines reforzaron o subvirtieron el patriarcado, el imperialismo o las jerarquías de clase se ha vuelto una obsesión en los departamentos académicos de literatura y los programas de estudios culturales. Aunque esta fijación ha reducido y empobrecido la crítica literaria, la pregunta es legítima y se la aborda (junto con otras cuestiones) en este libro. El fracaso de la crítica política, tal como se la practica actualmente, es metodológico: salvo algunas excepciones, ignora a los lectores reales.22 En este terreno, los críticos cometen repetidamente lo que podría llamarse la falacia receptiva: tratan de discernir los mensajes que un texto transmite a un público examinando el texto en lugar del público. Este punto ciego no se excusa o explica siquiera fácilmente, considerando que en las últimas dos décadas nos hemos hecho a la idea de que los lectores crean significado: pueden disfrutar de una amplia libertad para interpretar lo que leen. Podemos descubrir cómo leyó una criada eduardiana la novela Tess de los d’Urberville, pero solo mediante un serio reequipamiento metodológico.

Una historia de este tipo podría arrojar una luz más clara sobre temas provocativos como la formación del canon. ¿Expresan los “grandes libros” valores morales, revelaciones psicológicas y estándares estéticos de carácter universal? O acaso, como diría Janice Radway (y un cuadro numeroso de críticos culturales contemporáneos), ¿es “la clase dominante la que define y mantiene el valor de la alta cultura”?23 Esta segunda teoría sugiere que si la labor crítica literaria quedara en manos de lectores en lugares más bajos de la escala social -por ejemplo, de mineros y trabajadoras de fábrica-, estos producirían un canon diferente. Pero sin una historia de los públicos, ¿cómo podemos saberlo? ¿Qué pasa si los mismos libros recomendados por las élites intelectuales aportan alegría estética, emancipación política y entusiasmo filosófico a estos lectores comunes? Si la clase dominante define la alta cultura, ¿cómo se explica la búsqueda apasionada de conocimiento por parte de autodidactas proletarios, por no mencionar el difundido filisteísmo de la aristocracia británica? Una expresidente de la MLA, Barbara Herrnstein Smith (por tomar a una representante de nuestra propia clase cultural dominante), afirma con autoridad, como algo demasiado obvio para requerir evidencia, que la literatura clásica siempre es irrelevante para quienes no han recibido una educación occidental ortodoxa. Es un hecho innegable que “Homero, Dante y Shakespeare no son significativos en la economía personal de esta gente, no tienen una función individual o social que gratifique sus intereses, no tienen valor para ellos”. Es igualmente evidente que “otros artefactos verbales (no necesariamente ‘obras literarias’ o siquiera ‘textos’) y otros objetos y acontecimientos (no necesariamente ‘obras de arte’ o siquiera ‘artefactos’) han cumplido y cumplen para ellos las diversas funciones que Homero, Dante y Shakespeare cumplen para nosotros”.24

Esta teoría no tiene sustento visible. Si los autores clásicos no tuvieran un “valor transcultural o universal”, como alega Smith, no se los traduciría nunca a otros idiomas. ¿Y cómo explica Smith a Will Crooks, diputado laborista? Crooks, que se crió en extrema pobreza en el este de Londres, gastó dos peniques en una Ilíada de segunda mano y quedó deslumbrado: “¡Qué revelación fue para mí! Imágenes de aventura y belleza jamás soñadas se revelaron de pronto ante mis ojos. Me vi transportado del este de Londres a una tierra encantada. Era un lujo inusual para un joven obrero como yo, recién llegado del trabajo, encontrarse de pronto entre los héroes y las ninfas de la antigua Grecia”.25

Smith afirma que respondemos ante un gran libro solo porque este tiende a “moldear y crear la cultura en la que se produce y transmite su valor y, por esa razón, perpetúa las condiciones en las que prospera”.26 Pero ¿cómo pudo la Ilíada haber creado la cultura del este de Londres? Una y otra vez nos encontramos con obreros que, careciendo por completo de educación literaria, adoptaron la literatura clásica. Aunque Smith descarta la noción de “privación cultural” como mera condescendencia, fue algo dolorosamente real para aquellos a quienes se les negaron los privilegios educativos que ella tuvo. Bryan Forbes (nacido en 1926) creció en un hogar casi sin libros: “Nunca vi a mi madre leer un libro hasta cumplidos los ochenta, cuando, como alguien que abandona una dieta que lo mata de hambre, empezó a consumir tres o cuatro novelas por semana”.27 Nancy Sharman (nacida en 1925) recordó que su madre, empleada de limpieza en Southampton, no tuvo tiempo para leer sino hasta su última enfermedad, a los cincuenta y cuatro años. Entonces devoró las obras completas de Shakespeare y “me dijo con énfasis que, si algo le sucediera, deseaba donar sus córneas para posibilitarle la lectura a algún otro desafortunado”.28 Margaret Perry (nacida en 1922) escribió lo siguiente sobre su madre, una modista de Nottingham: “La biblioteca pública fue su salvación. Leyó cuatro o cinco libros por semana durante toda su vida, pero no tenía con quién comentarlos. Había leído todos los clásicos varias veces en su juventud y los leyó de nuevo en años posteriores, y la biblioteca no daba abasto para proveerla de publicaciones actualizadas. Si se hubiera casado con otro tipo de hombre, podría haber sido una mujer inteligente e interesante”.29

Hay puntos ciegos similares en el manejo académico de la cultura popular. T. J. Jackson Lears adopta un enfoque bastante típico del tema al analizar un libreto radiofónico de 1930: un ama de casa fatigada le cuenta sus problemas a la figura paterna de su médico, y a continuación el programa da paso a un comercial que les asegura a las mujeres que una buena noche de sueño en un colchón Beautyrest preservará su buen aspecto y el afecto de sus maridos. Luego, Lears plantea una cuestión principal, “Considérense las construcciones de género y poder que operan en este pasaje”, y la responde él mismo. Sin embargo, una historia de los públicos consideraría primero las preguntas que Lears (y la mayoría de los demás practicantes de los estudios culturales) no plantea. Aun cuando este anuncio parece respaldar la “dependencia femenina” de figuras masculinas de autoridad, ¿cómo sabemos que alguna oyente absorbió ese mensaje de manera consciente o subliminal? Suponiendo que hubiera mujeres prestando atención cuando se transmitió (una suposición arriesgada), bien pueden haberlo tomado como un argumento de venta más. Es posible que algunas oyentes hicieran una interpretación feminista: un ama de casa sobrepasada de trabajo puede haber llegado a la conclusión de que, después de años de sacrificarse por su familia, ya era hora de comprar algo para su propia comodidad. O tal vez una inmigrante descubrió que en los Estados Unidos un médico no era un chamán inaccesible, sino alguien cercano que podía ayudarla a tratar con una cultura extraña. Mi punto es que hay evidencia tan sólida para cualquiera de estas lecturas como para la de Lears, es decir, no hay ninguna; y no estaremos más cerca de responder estas preguntas a menos que desplacemos nuestra atención del texto al público. Después de todo, ¿por qué enfocarse selectivamente en este anuncio en particular, cuando otros pueden haber proyectado una imagen muy diferente, como, por ejemplo, la de mujeres patriotas realizando trabajos de hombres durante la Segunda Guerra Mundial? De hecho, ¿por qué dedicar tanto análisis a algo que pasó como un relámpago ante el público en unos pocos minutos? De todos los programas de radio, libros, revistas, artículos periodísticos y lecciones escolares que un ama de casa de la época de la Gran Depresión absorbió a lo largo de su vida, ¿cómo sabemos cuáles influyeron significativamente en sus actitudes y opiniones?

Tal vez deberíamos preguntarle a ella. Quizá no pueda contarnos toda la historia, pero debemos comenzar por ella. Puede que haya dejado un documento que nos diga qué libros y programas de radio eran importantes para ella y por qué. Lears afirma que ni él ni otros practicantes de los estudios culturales “niegan que los consumidores ocupan un lugar junto a los productores en el proceso de construcción de significados culturales”, pero la mayoría de ellos no ha redireccionado su investigación hacia esos consumidores.30 Incluso los estudios históricos que prometen contarnos algo sobre el “impacto” y la “influencia” de la prensa por lo general no se enfocan directamente en la respuesta del público.31 Cuando abordemos esas cuestiones, descubriremos lo que Roger Chartier llama “apropiación”: el poder de un público para transformar el mensaje recibido y volverlo “menos totalmente eficaz y radicalmente aculturante”.32

Este libro describe cómo personas en la base de la pirámide económica se apropiaron de la Biblia, la novela Jude el oscuro, la publicación Girl’s Own Paper, Beethoven, la BBC, los Marines de Guadalcanal, los cursos de educación para adultos, las lecciones de escuela primaria, hasta las palizas disciplinarias que les dieron los maestros de escuela. Todas esas experiencias requirieron interpretación. En todos los casos, el “lector” tuvo que preguntarse lo que el sociólogo Erving Goffman consideró la pregunta más básica de la existencia humana, la pregunta que nos hacemos cuando tomamos conciencia por primera vez de un universo externo, y continuamos haciéndonos hasta el momento de la muerte: “¿Qué es lo que está pasando aquí?”. ¿Cómo interpretamos no solo los libros, sino toda la información sensorial en bruto que nos llueve constantemente? Goffman desarrolló el útil concepto de “marco”, que significa “la organización de la experiencia”, nuestras reglas básicas para procesar información, “los marcos de comprensión básicos disponibles en nuestra sociedad para dar sentido a los acontecimientos”.33 El marco es a la mente humana lo que un programa a una computadora. Determina cómo leemos un texto o una situación dados: si tomamos Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas como un cuento infantil o como una fábula freudiana, Finnegans Wake como un texto denso en significados o como pura jerigonza, el periódico matutino como tendencioso de izquierda o de derecha, las historias bíblicas como verdades, mentiras o parábolas. Cada ideología política, teoría psicológica, doctrina religiosa, método científico, género literario y escuela de crítica literaria es un marco distinto. Por lo tanto, el marco es una herramienta esencial para los historiadores de la lectura: explica por qué Robert Darnton tenía razón al tomar la letra impresa, en lugar de la economía, como la causa principal de la Revolución francesa.34 Decir que las revoluciones se dan por crisis económicas conlleva la siguiente pregunta: en la mente del público activo políticamente, ¿quién o qué causa tales crisis? ¿El rey? ¿Los aristócratas? ¿La excesiva regulación económica? ¿Los banqueros? ¿El capitalismo? ¿Las inevitables vicisitudes del libre mercado? ¿Un acto de Dios? ¿Los inversores extranjeros? ¿La codicia de los trabajadores? ¿Los judíos? Los diferentes marcos llevarán a los individuos a diferentes “lecturas” de la situación, con resultados políticos radicalmente diferentes.

El enfoque de Goffman puede ayudar a resolver ese largo y cada vez más estéril debate literario sobre si el significado es inherente al texto o creado por el lector. Es como preguntarse si lo que imprime una computadora lo produce el programa o los datos: obviamente, se trata de que uno opera sobre el otro. Los lectores desempeñan un papel activo en la creación de significado, pero no pueden asignar significados a los textos de manera caprichosa o aleatoria sin destruir la utilidad del lenguaje como herramienta de comunicación. Generalmente siguen ciertas reglas de interpretación (marcos), aunque estas reglas varían de un lector a otro y de una situación a otra. Los lectores pueden adoptar cualquier marco que elijan, siempre que produzca algún tipo de lectura significativa y siempre que hayan aprendido las reglas establecidas por el marco. No se puede leer El progreso del peregrino de John Bunyan como una alegoría a menos que se sepa qué es una alegoría.

Por supuesto, una excelente manera de aprender sobre la alegoría es leer a Bunyan. Como cada obra literaria enmarca la realidad de una manera particular, podemos construir un repertorio de estrategias interpretativas simplemente leyendo mucho. El auténtico valor de una educación liberal radica no tanto en incorporar datos o absorber “verdades eternas” como en descubrir nuevas formas de interpretar el mundo. Leemos a Homero, Shakespeare y Milton principalmente para aprender cómo veían ellos las cosas y, de ese modo, mejorar nuestra propia visión. Esa es, fundamentalmente, la razón por la cual los autodidactas como Will Crooks lucharon por obtener conocimiento pese a las dificultades. El sistema de clases británico siempre había establecido una clara distinción entre trabajadores y pensadores: era prerrogativa de los últimos interpretar la religión, la economía, la sociedad y la literatura para los primeros. Los fundadores del Partido Laborista y otros radicales autodidactas se dieron cuenta de que un pueblo privado de sus derechos no podía emanciparse a menos que se creara una vida intelectual autónoma. Los trabajadores tendrían que desarrollar sus propias formas de enmarcar el mundo, sus propios objetivos políticos, sus propias estrategias para lograr esos objetivos. Jude Fawley, excluido de Christminster, escribe con tiza en las paredes de la universidad ese programa político: “También tengo yo entendimiento como vosotros; no soy yo menos que vosotros…” (Job 12:3).35

Todo el canon de la literatura mundial podía ayudarlos a desarrollar esos poderes de comprensión, no solo la literatura con un mensaje político explícito. De hecho, cuando se les preguntó a los autodidactas qué libros marcaron la diferencia para ellos, generalmente señalaron el mismo canon de “grandes libros” del que se mofan críticos contemporáneos como Barbara Herrnstein Smith. Ellos sabían que Homero liberaría a los trabajadores. Si los clásicos ofrecían excelencia artística, profundidad psicológica y agudeza filosófica a las clases gobernantes -si, de hecho, este tipo de educación las equipaba para gobernar-, entonces una política igualitaria debía comenzar por redistribuir este conocimiento a las clases gobernadas. Cualquiera que se criara en un barrio bajo industrial o rural estaría predispuesto a dar por sentado el orden social existente: la visión de un autor muerto hace mucho tiempo podría ser un shock saludable, crear nuevos descontentos y sugerir posibilidades radicales. La epifanía que tuvo Will Crooks es uno de los temas más persistentes de la autobiografía de la clase obrera.

En cuanto a la literatura no canónica, en general no cumplió la misma función para los lectores proletarios. Joseph McAleer ha dejado registro de trabajadores que confesaron libremente recurrir a la ficción popular como un narcótico escapista. “Así como el cockney dice que ‘emborracharse es la forma más rápida de salir de Londres’, leer es la forma más rápida de salir de Glasgow”, bromeó un cartero escocés en 1944.36 Esto no quiere decir que todas las novelas románticas, las historias escolares y las novelas del policial negro fueran perniciosas: algunas, como veremos, tenían cierto valor educativo para los lectores comunes. Pero por lo general no operaban como la Ilíada. Para entender esto, habría que explicar por qué algunos libros ingresan al canon y otros no, una pregunta intimidatoria por complicada. Ciertamente, la tendencia de los géneros de ficción popular a seguir fórmulas estereotipadas limita su valor: después de haber leído algunos volúmenes, ya no ofrecen mucho más. Es mucho más probable que un autor inspire a generaciones de lectores, discípulos, críticos y comentaristas si produce formas novedosas, distintivas, provocativas e incluso subversivas de interpretar la realidad. Eso es exactamente lo que los autodidactas, en su lucha por entender las cosas, encontraron en Shakespeare, Bunyan, Defoe, Carlyle, Dickens y Ruskin. Adoptaron la lista de los “Cien mejores libros” de Sir John Lubbock, esa guía rápida de los clásicos tan ridiculizada, porque ofrecía cien formas de entender el mundo y cien planes para cambiarlo. Probablemente más de cien: los clásicos atraen a una población diversa de lectores porque suelen ser capaces de diversas lecturas. El progreso del peregrino, como veremos, no siempre se leyó mediante el marco de la alegoría religiosa.

Una alternativa a esta versatilidad es ver el mundo a través de un único túnel: lo que en el uso común se llama “ideología”. Para ponerla en los términos de Goffman, que están en consonancia con la definición de esta palabra que da Edward Shils, una ideología es un marco particularmente rígido.37 Por supuesto, no podemos pensar sin usar algún tipo de marco, así como una computadora no puede funcionar sin un programa. Pero sí podemos ser más o menos flexibles en nuestra elección de estrategias para determinar la verdad, estar más o menos dispuestos a revisar el marco a la luz de nuevos conocimientos. Podemos (y la mayoría de nosotros lo hace) usar una variedad de marcos en diferentes situaciones: uno en la iglesia, otro en el laboratorio, un tercero en una galería de arte, un cuarto en el cuarto oscuro, un quinto en los tribunales de justicia, un sexto cuando nos sentamos a leer una novela. Pero también podemos quedar atrapados en un marco y juzgar todo a través de él, como en el viejo chiste sobre el psicoanalista que se pregunta qué quiso decir realmente el portero de su edificio cuando dijo “Buenos días”. Si adherimos al marxismo, el feminismo, el cristianismo, el islamismo, el liberalismo, la estructura de clases tradicional británica o cualquier otro sistema intelectual al punto de no poder salirnos de él y asumir otro marco, nos encontramos en la jaula de la ideología.

Generaciones de críticos liberales, desde Matthew Arnold hasta Lionel Trilling, han reconocido que la literatura, al sugerir una gran cantidad de perspectivas alternativas sobre el mundo, subvertiría inevitablemente la ideología. Según lo expresó Arnold, la cultura puede liberarnos de “los sistemas y los creadores de sistemas” al “verter una corriente de pensamiento fresco y libre sobre nuestras nociones y hábitos de base”.38 Hoy en día, la visión de Arnold es poco popular entre los críticos literarios de la academia, quienes (como se percibe simplemente echando una mirada a la Bibliografía Internacional de la MLA) tienden a ver en la literatura una carga de bagaje ideológico que puede adoctrinar insidiosamente al lector desprevenido. Esta tendencia crítica nos dice más sobre las preocupaciones de los críticos que sobre las experiencias de los lectores comunes a lo largo de la historia, a quienes, francamente, Arnold comprendió mucho mejor. Lejos de retransmitir ideologías tradicionales, la literatura canónica tendió a encender insurrecciones en la mente de los trabajadores, exactamente como lo predijo el ensayo Cultura y anarquía.

Este libro es una historia de esa revolución del pensamiento, tal como la representa la vida intelectual de Elizabeth Ashby y sus descendientes. Ella era hija de un campesino de Warwickshire, y vivió toda su vida dentro de un radio de dieciséis millas en torno al pueblo de Tysoe. En 1859 tuvo un hijo sin estar casada. Mientras se recuperaba del parto, leyó el libro por el que comenzaba la mayoría de las personas en su situación: una enorme Biblia familiar. Pero las Escrituras no comunicaban una ideología consistente: se podían hacer múltiples lecturas de ellas, incluso por parte de un mismo lector. Para Elizabeth Ashby, podían ser tanto un poderoso tratado a favor de la igualdad como una fuente de verdades espirituales. Una vez, cuando el párroco la hizo comulgar después de la esposa de un granjero próspero, ella le citó, desafiante: “Ni en secreto siquiera favorecerás a una persona” y “No hay consideración especial alguna de Dios para con las personas, no hay distinción alguna entre judíos y griegos; el mismo Señor es Señor de todos los que lo invocan”. “Era la primera vez en todos los siglos de existencia de la iglesia de Tysoe que se alzaba claramente la voz de una mujer para pronunciar palabras por propia elección, audibles para muchos”, escribió su nieta, una historiadora profesional. En otras ocasiones, Elizabeth tomaba la Biblia como una simple colección de cuentos maravillosos, leyéndoles a sus hijos el Libro de las Crónicas a la hora de dormir.

Más tarde se casó y tuvo otros dos hijos. Cuando su esposo murió al cabo de cinco años, vivió de la caridad de la parroquia, que le daba entre seis y siete chelines por semana. Incluso a ese nivel de pobreza, la familia comenzó a ampliar su rango de lecturas. Su hijo Joseph aprendió algo de Shakespeare en una Escuela Nacional. Aunque dejó la escuela antes de cumplir los once años para convertirse en trabajador agrícola, su madre seguía dándole algún chelín para comprar libros. En cualquier pueblo era posible encontrar un puesto de libros en la plaza del mercado, donde se podían adquirir volúmenes antiguos por unos centavos. En Banbury, Joseph compró algo de John Wesley para su madre, un texto de geometría y una edición de 1759 de Rasselas, de Samuel Johnson. Si uno solo había leído la Biblia era difícil no tomarla como una verdad absoluta, pero estar expuesto a otros libros podía desencadenar un debate mental en el que cada volumen ofrecía otra perspectiva, abriendo así un ciclo ilimitado de lecturas y cuestionamientos. Tal vez Joseph y su madre aludían a esa apertura con un pasaje de Rasselas que les gustaba citar: “Hay muchas conclusiones en las que no se concluye nada”.

Para sus diecinueve años, Joseph se había hecho predicador de los metodistas wesleyanos: ansiaba una gama de conocimientos seculares demasiado amplia como para unirse a los metodistas primitivos, más antiintelectuales. Los dogmas rígidos eran más atractivos para aquellos con cicatrices más profundas. Uno de los compañeros intelectuales de Joseph, un huérfano criado en la pobreza extrema, fue concentrando su lectura en proyectos cada vez más radicales para la salvación política. Comenzó con Sobre la libertad de Mill, pasó al impuesto progresivo a las ganancias propuesto por Tom Paine en Los derechos del hombre y luego adoptó el impuesto único de Progreso y miseria de Henry George. Para fines de la década de 1940, había cerrado filas con el estalinismo, era el único marxista del pueblo. Joseph siempre fue el tipo de liberal cuya ideología consiste en rechazar la ideología. Con Sobre la libertad “estaba de acuerdo de punta a punta”, recordó su hija, “pero no había nada de doctrinario o monopólico en eso”. Los demás en el pueblo hallaban su visión política no en Marx, sino en el radicalismo humano de Charles Dickens, probablemente el autor más popular en la comunidad.

Los niños del pueblo tenían que luchar con pesados ​​libros de texto victorianos, y las tareas del hogar interrumpían constantemente su lectura. Sin embargo, lograban extraer de esos volúmenes algo relevante para sus vidas individuales. La hija de Joseph lo describió como un proceso de apropiación: “Lo que oían y leían lo ponían en contacto tan inmediato con lo que sucedía y con el trabajo” que desarrollaron una notable habilidad “para discernir aspectos insospechados de un tema y exponerlos en sus propios términos”.

En 1872, los obreros agrícolas del pueblo cercano de Wellesbourne se declararon en huelga, respaldados por el sindicato de Joseph Arch. Los trabajadores de Banbury simpatizaban con la protesta, pero no esperaban que fuera a tener éxito: el periódico Banbury Guardian contenía principalmente cartas hostiles de granjeros y clérigos. Pero cuando el Daily News abordó el tema, los obreros de Tysoe aunaron recursos para comprarlo; por primera vez se vieron expuestos a un periódico de Londres. Los lectores de clase obrera de todo el país estaban pasando gradualmente de la prensa local a la nacional, que podía ofrecer una perspectiva dramáticamente distinta de los acontecimientos. La cobertura de la huelga en el Daily News no solo era mucho más equilibrada, sino que la ubicaba en el contexto de los problemas nacionales. Los hombres de Tysoe empezaron a autopercibirse como parte de una lucha mayor por ganar el derecho al voto y organizar sindicatos. La discusión en las tiendas del pueblo se amplió hasta abarcar toda la gama de la política, incluso la de Progreso y miseria.

Para los trabajadores, la creciente cultura de la letra impresa abrió oportunidades para escribir y actuar en la esfera pública. Joseph Ashby contribuyó en los periódicos de Leamington, y Warwick con notas sobre los asuntos y la política de su pueblo. Se convirtió en agente del Partido Liberal y agitador itinerante de la Liga para la Restitución de Tierras. La búsqueda de educación llevó a su hijo Arthur al Ruskin College, un centro educativo para obreros, y finalmente a la dirección del Instituto de Investigación en Economía Agrícola de la Universidad de Oxford. Las mujeres de la generación de Joseph no pudieron aprovechar en la misma medida esta nueva ebullición. La hija de Joseph recordó que su madre:

[…] nunca llegó a desarrollar mucho su gusto literario ni ninguna otra cualidad intelectual, porque su deber parecía ser el de estar siempre lista para servir rápidamente: al esposo, al hijo, al animal, al vecino y a la capilla. Sus delicados sentidos y vívidas emociones estaban bajo el más estricto control: ningún trabajo era demasiado duro o sucio, si era necesario; no había permiso para los gustos más inocentes; no había sentimiento potente que pudiera atravesar su sometimiento al cielo, al esposo y al destino. Y así, naturalmente, pasa a un segundo plano en la vida de su marido y sus hijos, y no suele emerger de allí.

Aun así, Joseph le enseñó a su esposa a disfrutar de Walter Scott y George Eliot, y no la dejaba perder el tiempo con la revista Girl’s Own Paper. Él creía sinceramente en la importancia de la educación para la siguiente generación de niñas, según su hija, que luego fue directora del Colegio Universitario Residencial Hillcroft para Mujeres Trabajadoras.39

Las raíces de esa cultura autodidacta se remontan a finales de la Edad Media. Surgió en el siglo XIX, particularmente en la generación victoriana tardía de Joseph Ashby, y llegó a su pico con el triunfo aplastante del Partido Laborista en 1945, punto culminante de esta historia. A partir de entonces, el movimiento autodidacta de la clase obrera declinó rápidamente, por varios motivos convergentes. Esta es, pues, la historia de un éxito con final sombrío.

1 En esta segunda edición del libro he corregido algunos errores fácticos y ortográficos, y agradezco a los lectores que los señalaron. Una versión de este ensayo apareció previamente en la revista Key Words, y algo de él se publica aquí, con el amable permiso de los editores.

2David Perkins, Is Literary History Possible?, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1992, pp. 25-27.

3Jeffrey Richards, Happiest Days: The Public Schools in English Fiction, Mánchester, Manchester University Press, 1988, p. 2.

4Robert Darnton, The Kiss of Lamourette, Nueva York, Norton, 1990, p. 212.

5Ibid., p. 157.

6Para una antología y bibliografía de trabajos recientes en el campo, véase Guglielmo Cavallo y Roger Chartier (eds.), Historia de la lectura en el mundo occidental, Madrid, Taurus, 2001. La bibliografía complementaria en Richard D. Altick, The English Common Reader 1800-1900, 2.ª ed., Columbus, Ohio State University Press, 1998, se centra específicamente en Gran Bretaña.

7Véase, por ejemplo, Louise L. Stevenson, “Prescription and Reality: Reading Advisors and Reading Practice, 1860-1880”, Book Research Quarterly, n° 6, 1990-1991.

8Véase, por ejemplo, David Vincent, Literacy and Popular Culture: England 1750-1914, Cambridge, Cambridge University Press, 1989, cap. 3.

9Véase Joseph McAleer, Popular Reading and Publishing in Britain 1914-1950, Oxford, Clarendon Press, 1992, cap. 3.

10Janice Radway es una de los pocos críticos dedicados a la respuesta lectora que han entrevistado a lectores reales, en Reading the Romance: Women, Patriarchy, and Popular Literature, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1984. Mientras que los lectores de Radway son contemporáneos, Martyn Lyons y Lucy Taska demostraron que el mismo método podría usarse para explorar la historia reciente, en Australian Readers Remember: An Oral History of Reading 1890-1930, Oxford, Oxford University Press, 1992.

11Ronald J. Zboray, A Fictive People: Antebellum Economic Development and the American Reading Public, Nueva York, Oxford University Press, 1993.

12David Paul Nord, “Reading the Newspaper: Strategies and Politics of Reader Response, Chicago, 1912-1917”, Journal of Communication, n° 45, verano de 1995.

13Clarence Carr, Authors and Audiences: Popular Canadian Fiction in the Early Twentieth Century, Montreal, McGill-Queens University Press, 2000.

14Además de El queso y los gusanos: el cosmos de un molinero del siglo XVI, de Carlo Ginzburg (Barcelona, Muchnick, 1991), véase Sara T. Nalle, “Literacy and Culture in Early Modern Castile”, Past & Present, n° 125, noviembre de 1989.

15Altick, Common Reader, p. 244.

16David Vincent, Bread, Knowledge and Freedom: A Study of Nineteenth-Century Working Class Autobiography, Londres, Methuen, 1982, pp. 109-195.

17John Burnett, David Vincent y David Mayall (eds.), The Autobiography of the Working Class: An Annotated, Critical Bibliography, 3 vols., Nueva York, New York University Press, 1984-1989. Para quienes estudian a los lectores de clase media y alta, la muestra potencial es aún mayor: más de 6000 entradas en William Matthews (comp.), British Autobiographies, Hamden, CT, Archon, 1968.

18Alfred E. Coppard, It’s Me, O Lord!, Londres, Methuen, 1957, p. 9.

19Joel Wiener, William Lovett, Mánchester, Manchester University Press, 1989, p. 2. Barbara English, “Lark Rise and Juniper Hill: A Victorian Community in Literature and History”, Victorian Studies, n° 29, 1985.

20Véase también Chester Armstrong, Pilgrimage from Nenthead, Londres, Methuen, 1938.

21Robert Collyer, Some Memories, Boston, American Unitarian Association, s/f, pp. 14-15, 23-24.

22Los teóricos de la literatura han especulado sobre lectores hipotéticos -el “lector implícito” de Wolfgang Iser, el “lector informado” de Stanley Fish, el “lector calificado” de Jonathan Culler, el “superlector” de Michael Riffaterre-, pero aquí no son relevantes.

23Janice Radway, “The Book-of-the-Month Club and the General Reader: On the Uses of ‘Serious’ Fiction”, Critical Inquiry, n° 14, primavera de 1988, pp. 518, 53.

24Barbara Herrnstein Smith, Contingencies of Value: Alternative Perspectives for Critical Theory, Cambridge, Harvard University Press, 1988, pp. 52-53.

25George Haw, The Life Story of Will Crooks, MP, Londres, Cassell, 1917, p. 22.

26Smith, Contingencies of Value, pp. 50-53.

27Bryan Forbes, A Divided Life, Londres, Heinemann, 1992, p. 8.

28Nancy Sharman, Nothing to Steal: The Story of a Southampton Childhood, Londres, Kaye & Ward, 1977, p. 137.

29Margaret Perry, texto mecanografiado sin título (1975), BUL, p. 9.

30T. J. Jackson Lears, “Making Fun of Popular Culture”, American Historical Review, n° 97, diciembre de 1992, pp. 1417-1426. Mis críticas a Lears y mi enfoque de la historia de los públicos fueron anticipados por Lawrence W. Levine en “The Folklore of Industrial Society: Popular Culture and Its Audiences” y “Levine Responds”, American Historical Review, n° 97, diciembre de 1992.

31Por ejemplo, en James Curran, Anthony Smith y Pauline Wingate (eds.), Impacts and Influences: Essays on Media Power in the Twentieth Century, Londres, Methuen, 1987; solo el ensayo de Curran, “The Boomerang Effect. The Press and the Battle for London 1981-6”, nos da una percepción real de la respuesta del público.

32Roger Chartier, The Cultural Uses of Print in Early Modern France, Princeton, Princeton University Press, 1987, pp. 3-8.

33Erving Goffman, Frame Analysis: An Essay on the Organization of Experience, Cambridge, Harvard University Press, 1974, “Introducción” [trad. esp.: Frame Analysis. Los marcos de la experiencia, Madrid, Siglo XXI, 2006].

34Robert Darnton, The Forbidden Best-Sellers of Pre-Revolutionary France, Nueva York, Norton, 1995, pp. 186-187 [trad. esp.: Los best sellers prohibidos en Francia antes de la Revolución, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2008].

35Thomas Hardy, Jude the Obscure, Nueva York, New American Library, 1961, p. 121 [trad. esp.: Jude el oscuro, Barcelona, Alba, 2002].

36McAleer, Popular Reading, cap. 3.

37Shils definió “ideología” como un sistema intelectual marcado por un alto grado de “(a) claridad y autoridad en la formulación, (b) integración sistémica interna, (c) afinidad reconocida con otros patrones contemporáneos, (d) clausura, (e) imperativo de manifestación en la conducta, (f) afecto acompañante, (g) consenso exigido a los exponentes, y (h) asociación con una forma colectiva corporativa deliberadamente destinada a realizar el patrón de creencias”. Edward Shils, “Ideology”, en E. Shils, The Intellectuals and the Powers and Other Essays, Chicago, University of Chicago Press, 1972, p. 23.

38Matthew Arnold, Culture and Anarchy, en The Complete Prose Works of Matthew Arnold, Ann Arbor, University of Michigan Press, 1965, vol. 5, pp. 95-100, 109-112, 233-234 [trad. esp.: Cultura y anarquía, Madrid, Cátedra, 2010].

39Mabel K. Ashby, Joseph Ashby of Tysoe: A Study of English Village Life, Cambridge, Cambridge University Press, 1961, pp. 5-7, 12-14, 21, 26-28, 30, 34, 57-58, 82, 93-95, 108-109, 115, 122, 243-244, 258.

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