Son pocos los historiadores que han dialogado tanto con los sociólogos como Roger Chartier: desde Norbert Elias, a quien introdujo en Francia e instaló como referencia ineludible (recontextualizando su obra y alejándola de la historia de las mentalidades con la cual se la había asociado en un comienzo), hasta Pierre Bourdieu con quien mantuvo un diálogo permanente del que existen valiosos registros, como las entrevistas radiales de 1988 (en el marco del programa À voix nue en la emisora de radio France-Culture), publicadas en formato libro bajo el título El sociólogo y el historiador.1 También podría citarse al sociólogo estadounidense Lawrence Levine y su reflexión sobre las jerarquías culturales.2
En un contexto en que se alza continua y ritualmente el emblema de la perspectiva interdisciplinar, Roger Chartier la practicó al más profundo nivel -epistemológico, teórico, metodológico- y la sometió a la prueba de los datos empíricos tras un proceso reflexivo constante que consolidó el diálogo entre historiadores y sociólogos de las generaciones posteriores. La compilación Au bord de la falaise es un testimonio de este proceso reflexivo y plantea, a su vez, una base epistemológica no solo para la historia sino, de manera más general, para las ciencias sociales, en el caso de que las concibamos como históricas de acuerdo con una tradición europea, desafortunadamente cada vez más marginada por el presentismo de la Social Science de los Estados Unidos.3 Esta compilación contiene, fundamentalmente, su contribución al coloquio de Cornell de 1979 sobre “historia intelectual e historia de las mentalidades” en el que comparaba las clasificaciones eruditas nacionales al proponer un terreno común de discusión.4 Pero también incluía el artículo “El mundo como representación” que apareció en Annales en 1994 y en el cual, al tiempo que constataba la importancia de las representaciones como objeto de las ciencias sociales, se oponía a la tentación de reducir el mundo social solo a las representaciones.5 Asimismo, dejaba constancia del valor de las reflexiones sobre las fronteras disciplinares entre la historia y la geografía, la sociología, la filosofía y la historia literaria, fundadas siempre en la historización de las condiciones de formación de esas fronteras y vinculando, de este modo, la epistemología y la historia social de las ciencias sociales. Igualmente, es posible evocar su artículo de 1982 sobre “los intelectuales frustrados”, una referencia y, a la vez, un modelo para la sociología histórica: al retomar la tesis según la cual la sobreproducción universitaria produce frustraciones que son el germen de un enfrentamiento con el orden social, Roger Chartier demostró que se trataba de una creencia que, a través de siglos y países, fue conservada por aquellos que tenían como objetivo reservar el monopolio del saber para una pequeña élite.6 Esto nos recuerda que es necesario historizar nuestras categorías de análisis; de lo contrario, se corre el riesgo de reproducir el inconsciente colectivo.
Tras haber estudiado filosofía y literatura comparada y, luego, sociología, descubrí muy pronto los trabajos de Roger Chartier, incluso antes de comenzar mi tesis bajo la dirección de Pierre Bourdieu en 1991. Fueron una referencia constante en los intercambios que mantenía con historiadores y politólogos de mi generación sobre las condiciones sociales de producción y circulación de bienes simbólicos y aún lo son para las jóvenes generaciones de sociólogos de los intelectuales y de la cultura. Así pues, los trabajos de Roger Chartier enriquecieron profundamente la sociología y la historia de la literatura, de los intelectuales y de la edición en Francia y en el extranjero.7 La historia de la edición se estructuró como campo de investigación gracias, en particular, a Roger Chartier y, principalmente, en torno de los cuatro volúmenes de la Histoire de l’édition française que codirigió con Henri-Jean Martin.8 Esto sucedió mucho antes de que la sociología de la edición comenzara realmente a desarrollarse, algo que ocurrió solo a fines de los años 1990 mediante dos números de Actes de la recherche en sciences sociales y del artículo de Pierre Bourdieu “Une révolution conservatrice dans l’édition” que apareció en el primero de esos números.9 Sin embargo, cabe citar también el artículo de Bourdieu de 1977 “La production de la croyance”, así como la contribución de Anna Boschetti en el volumen dedicado al siglo XX de la Histoire de l’édition française sobre las estrategias editoriales.10 En los años 2000, distintas tesis y trabajos de sociología se abocaron a la edición y adoptaron el marco analítico de Bourdieu. Por otro lado, los editores, ignorados durante mucho tiempo por las investigaciones sobre las transferencias culturales, se convirtieron, en cuanto agentes fundamentales en la circulación internacional de libros, en objetos de especial atención para la sociología de la traducción y los intercambios culturales internacionales, tal como se desarrolló especialmente en el Centre de Sociologie Européenne.11 En el presente artículo, abordaré específicamente la contribución de los trabajos de Roger Chartier a la sociología y a la historia de la literatura y las producciones intelectuales bajo un doble aspecto: por un lado, las condiciones de producción junto con una reflexión sobre la noción de autor y, por el otro, las condiciones de circulación y recepción de las obras. A continuación, señalaré cómo estas reflexiones confluyeron en su última obra, Éditer et traduire (2021), en la noción de “movilidad de textos”.
De la figura de autor a la circulación y apropiación de los textos
Siguiendo los pasos de Michel Foucault, Roger Chartier se interesó por la noción de autor en una época en la que esta problemática todavía tenía poca presencia en Francia, mientras que los trabajos sobre la autoría (authorship) se encontraban en pleno auge en un mundo anglófono con el cual Chartier, a menudo invitado como profesor en los Estados Unidos, mantenía un diálogo constante. La noción de autor es analizada en varios textos en los que Chartier esboza una verdadera historia social de esta noción, de sus desafíos y representaciones. En la conferencia que ofreció en Oxford, en el marco de las McKenzie Lectures en 1977, Roger Chartier retomó la genealogía foucaultiana de la función de autor.12 Mientras Foucault asociaba esta función autor con el control de las publicaciones y el edicto de Châteaubriant que, en 1551, impuso que figuraran los nombres del autor y del impresor en cada publicación, Chartier, en cambio, la inscribió en una perspectiva de más larga duración al anclarla en las prácticas editoriales que, desde el siglo XIV, comenzaron a poner de relieve los nombres propios de autor junto a las misceláneas. En esta conferencia, Roger Chartier también recordó que la propiedad literaria, que en Francia fue concedida a los autores como gracia por un decreto real de 1777, estaba muy vinculada con las reivindicaciones de los editores (en realidad, el decreto pretendía limitar el monopolio de los editores a lo largo del tiempo). Como escribió en Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII, este decreto, “al afirmar el derecho perpetuo y transmisible del autor sobre su obra (con la condición de no cederlo a un librero), abría camino al reconocimiento de la propiedad literaria, fruto de un ‘trabajo’ -la palabra figura en el decreto- y fuente de ingresos”.13
Roger Chartier regresó a ese momento fundacional del derecho de autor en Francia en el epílogo de Inscribir y borrar. Allí, propuso una lectura de la famosa lettre de Diderot sobre la libertad de prensa (1769), y mostró cómo esa carta, redactada a pedido de los libreros parisinos, defendía el principio del privilegio real que se les había concedido, bajo condición de que fuese sometido a la contratación con el autor, la cual establecía en especie la reivindicación de propiedad de los autores sobre sus obras, así como su derecho a obtener ingresos.14 Trece años más tarde, en 1776, esta concepción sería nuevamente cuestionada por Condorcet quien, en el contexto de la Ley Turgot que abolía las corporaciones, condenó los privilegios de librería y la idea misma de propiedad personal en nombre del “interés público”. Se trata de dos concepciones opuestas de las relaciones entre autor, obra, editor y público que nacían en ese entonces y cuyo enfrentamiento aún continúa con renovada intensidad. La legislación revolucionaria fue un compromiso entre estas dos concepciones: el derecho de autor, reconocido como un derecho natural que solo protegía la forma y no las ideas. Roger Chartier percibió allí un fundamento de la concepción romántica de la literatura que, al hacer de la originalidad un valor primario, la localizó en el estilo en el cual se encuentra la marca de la personalidad del autor, como lo explicó en el capítulo II de El orden de los libros, titulado “Figuras del autor”.15 Asimismo, cabe señalar la obra que codirigió con Claude Calame sobre las identidades de autor desde la Antigüedad en la tradición europea.16
Si Roger Chartier reflexionó sobre las estrategias de los autores -por ejemplo, sobre Molière y su obra Georges Dandin-, también señaló que una obra adquiere pleno sentido en la red que contribuye a materializarla, desde el impresor hasta la producción teatral.17 En efecto, la noción de puesta en libro [mise en livre] propuesta por Roger Chartier permite pensar la articulación entre producción intelectual y recepción, noción que nos recuerda que la forma dada a los textos contribuye a determinar sus modos de apropiación: un mismo texto puede ser objeto de distintas apropiaciones de acuerdo con su puesta en forma; así, esta indica el público al que va dirigido, permitiendo establecer una diferenciación entre alta cultura y cultura popular mucho más clara que a partir de los contenidos. Ha sido esta noción de puesta en libro la que contribuyó a fundar aquella sociología de los textos tan anhelada por Donald McKenzie.18
Como historiador del libro, Roger Chartier cuestionó en gran medida la perspectiva tradicional de la historia de las ideas y propuso un programa de historia social de las ideas basada en la materialidad de las modalidades de circulación de textos y en las formas de apropiación y uso de las que son objeto. Esta perspectiva, que primero se desarrolló en torno de los “pequeños libros azules” durante el Antiguo Régimen francés, sostiene el argumento de aquel libro mayor que fue Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII, publicado originalmente en 1990 al calor de las virulentas controversias alrededor del bicentenario de la Revolución. En él, Roger Chartier discutía la tesis de Daniel Mornet sobre los orígenes intelectuales de la Revolución, quien ofrecía un fundamento erudito para la creencia -compartida por los revolucionarios y contrarrevolucionarios- según la cual fueron los libros de filosofía los que desencadenaron la Revolución. A pesar de que Robert Darnton desplazó la fuerza subversiva de las ideas filosóficas hacia la literatura clandestina, no cuestionó ese presupuesto. Fue Roger Chartier quien invirtió doblemente la problemática al considerar, por un lado, que el triunfo de esta literatura se explicaba por el creciente debilitamiento de los valores tradicionales y, por otro lado, que fueron los revolucionarios quienes convirtieron a los filósofos en referencia.19 Apropiaciones y usos que trazaron el programa de una sociología de la recepción de las obras literarias o intelectuales, la cual, asimismo, se ha convertido en una de las fuentes de la historia social de las ideas políticas que se desarrolla en Francia desde hace una década.20
Finalmente, al seguir en gran parte el ejemplo de los historiadores de la lectura y, en particular, de los trabajos de Roger Chartier, la sociología de la lectura ha pasado de una perspectiva únicamente cuantitativa a una perspectiva cualitativa, basada en entrevistas con lectores y en la reconstitución de sus bibliotecas y de sus trayectorias.21 Al no poder interrogar a los individuos, los historiadores elaboraron, en efecto, métodos sofisticados que los sociólogos retomaron para delimitar los públicos y los usos de los libros, a partir de diversas fuentes: tiradas, distribución, encargos, inventarios post mortem, archivos notariales, registros de los cabinets de lecture y bibliotecas, correspondencia de escritores. Estas fuentes permitieron a los historiadores superar las perspectivas literarias de la recepción basadas solo en la interpretación de los textos (a la manera de la estética de la recepción de Hans-Robert Jauss y la noción de “lectura implícita” de Wolfgang Iser, las dos figuras faro de la Escuela de Constanza) y restituir las condiciones y restricciones sociales que influyeron en las prácticas de la lectura. Estos trabajos, llamados a profundizar y revisar las primeras perspectivas de larga duración, fueron objeto de numerosos balances críticos, entre ellos, aquel que Roger Chartier dirigió en 1995 y que, sin dudas, es el más importante.22
La movilidad de los textos
Este programa de investigación conoció nuevos desarrollos en su última obra, Éditer et traduire, en la que entrelaza todas las dimensiones anteriores y añade la mediación de la traducción. Esta obra, proveniente de algunas clases dictadas en el marco de la cátedra “Écrit et cultures dans l’Europe moderne” en el Collège de France, de un seminario sobre la materialidad de los textos dictado en la Universidad de Pensilvania y de una comunicación presentada en las universidades de Brasilia y San Pablo en 2019, nos invita a descentrar nuestra mirada y desplazarnos hacia una época en la cual España ocupaba una posición dominante y en la que apenas estaba emergiendo la figura moderna de autor. Allí, Chartier interroga con renovado vigor la relación entre autor y obra, los regímenes de atribución de textos, así como las modalidades de su circulación entre lenguas y culturas y entre formas de expresión (texto escrito y puesta en escena teatral), en relación con su puesta en libro. Sin duda, la figura del autor, tal como la elaboró el romanticismo, borraba las intervenciones de una cadena de actores, copistas, censores, editores, impresores, correctores, tipógrafos, traductores y adaptadores que la perspectiva materialista abierta por Chartier sacó a la luz.
Lejos de limitarse a rastrear versiones o formatos, esta perspectiva colocó en el centro de la historia cultural la problemática de la “movilidad de las obras”, lo que provocó la desestabilización de numerosas certezas de la historia literaria al romper con el enfoque retroactivo que imponía. Las cinco modalidades que confieren a las obras su movilidad, a saber, “la inestabilidad de su atribución, las variantes entre los textos y sus versiones impresas, la pluralidad de sus formas de publicación, sus migraciones entre géneros y sus traducciones de una lengua a la otra”, están admirablemente ilustradas en el capítulo consagrado a la circulación de Festin de Pierre, obra atribuida a Molière y, en nuestras días, conocida bajo el título de Don Juan, a través de los cambios, reescrituras y censuras que conoció la réplica final de Sganarelle quien presencia el castigo de su maestro y deplora la pérdida de su “remuneración”, réplica cuya impía ironía no dejó de percibirse. Por lo tanto, semejante perspectiva desestabilizó también el sentido de estas obras libradas a las apropiaciones de los editores, de las compañías de actores y de los traductores quienes, todos ellos, “traducen” e interpretan el texto dejando en él sus propias marcas como, por ejemplo, las elecciones que realizan y que son reveladas más por la comparación de las distintas versiones que por una declaración de intenciones. El capítulo dedicado a las traducciones de la palabra sprezzatura que Castiglione emplea en su best-seller Il libro del cortegiano (El Cortesano), entre gracia, desenvoltura, despreocupación y desprecio, ofrece una ilustración espléndida, del mismo modo que el capítulo que aborda la traducción del famoso verso de Hamlet, “To be, or not to be”. Otros ejemplos de decisiones similares se encuentran esparcidos por el libro, en especial los de aquellas palabras reputadas intraducibles como despejo en Gracián, que Amelot de La Houssaye (1684) tradujo como “El NO-SÉ-QUÉ”, o, más cercano a nosotros, saudade, que el traductor inglés de José Eduardo Agualusa prefirió no traducir.
Sin embargo, más allá de las elecciones, estas marcas revelan también la violencia de algunas apropiaciones, la censura, los desvíos de sentido, la desposesión y las reinterpretaciones ideológicas cuando se las sitúa bajo la expresión de relaciones de fuerza interculturales desiguales -colonialismo, evangelización forzada, imposición de categorías jurídicas-, como tan bien lo ha demostrado Tiphaine Samoyault.23 El análisis de Historia de un viaje hecho a la tierra del Brasil, también llamada América de Jean de Léry, publicado en 1578, ilustra la intensa actividad de traducción a la que dieron lugar las empresas de colonización para comprender las lenguas indígenas. Ya sea un instrumento de dominación o una marca de reconocimiento de la superioridad cultural del otro, la traducción no tiene buena reputación si uno cree en el desprecio que albergaba Don Quijote hacia ella y cuyo creador pertenece, es verdad, a una cultura por entonces dominante. Sin embargo, como demostraron las perspectivas sociológicas de la traducción, las lenguas dominantes tienden a exportar más que a importar.24 El verbo trasladar* que suele emplear, significaba, en aquella época, tanto interpretar una escritura en otra lengua como copiar, acción puramente mecánica que, no obstante, devino lucrativa, como dan fe los contratos establecidos a mediados del siglo XVI entre los libreros parisinos y los traductores de novelas españolas de caballería, género, por entonces, muy apreciado. Ciertamente, los traductores fueron los primeros en obtener un ingreso por la publicación de las obras en una época en la que los autores debían contentarse solo con las retribuciones indirectas que les procuraba el patronazgo gracias al sistema de las dedicatorias.
Rastrear la circulación de las obras en traducción también perfila una geografía literaria, como lo sugería Franco Moretti en su Atlas de la novela europea.25 De esta forma, tres oleadas de traducción convirtieron a Don Quijote en un clásico del canon mundial de la literatura moderna: primero, de 1612 a 1657, en inglés, francés, italiano, alemán y neerlandés; a continuación, entre 1768 y 1802, en ruso, danés, polaco, portugués y sueco; y, finalmente, en el siglo XIX, en los Imperios austríaco, ruso y otomano, y en Asia (chino, persa, hindi y japonés). Sin embargo, antes que atenerse a esta cartografía, Roger Chartier analizó las modalidades de estas circulaciones, traducciones directas o indirectas (como del francés al ruso), retraducciones, adaptaciones teatrales, que produjeron textos nuevos y dieron lugar a una historia conectada que se centra en el rol de los intérpretes -y que también está en el núcleo del libro de Zrinka Stahuljak Les Fixeurs au Moyen-Âge.26
Seguir el camino de los textos y sus metamorfosis nos conduce al momento en que apenas comienza a tomar forma la figura de autor, con el sello del apellido Shakespeare en algunas ediciones a partir de 1598 y, más tarde, en los volúmenes que reunían sus obras bajo su nombre de autor: en el caso de Shakespeare, Thomas Pavier ya lo había intentado en 1615, pero abortó su proyecto y fue necesario esperar la edición folio de 1623 que consagró y “monumentalizó” la obra del poeta y dramaturgo. Esta nueva práctica coexistió un tiempo con las misceláneas, pero también con las antologías de citas célebres de autores diversos que se erigieron en lugares comunes de una cultura. Shakespeare, a quien se lo comparaba cada vez más con los autores clásicos, accedió a ese repertorio a partir de 1600. Ciento cincuenta años más tarde, la antología de citas de Shakespeare publicada por William Dodd en 1752 bajo el título The Beauties of Shakespeare tendrá un sentido completamente diferente: la ilustración del genio singular de un autor consagrado como héroe cultural que marcó el advenimiento del nuevo régimen de atribución de textos que la propiedad literaria codificó encarnada por la consagración del “escritor nacional”, una figura cuya construcción destacó Anne-Marie Thiesse.27 La búsqueda del texto original y de su autenticidad, que tan poco preocupaba a los editores e impresores hasta ese momento de inflexión, está íntimamente unida a este nuevo régimen. Las empresas de canonización de estos clásicos de la literatura moderna dieron lugar a un intenso trabajo de compilación de obras completas, de comparación entre versiones manuscritas e impresas, de traducciones, retraducciones e, incluso, de “traducciones” en la propia lengua modernizada del autor, a semejanza de la “traslación” de las Obras de Rabelais en la colección Intégrale de la editorial Seuil en 1973 y, más tarde, con la publicación de una “edición integral bilingüe” en la colección Quarto de Gallimard en 2017. Cervantes, Shakespeare y Montaigne también se beneficiaron con este trato preferencial.
La nacionalización de los escritores se vio atrapada por las rivalidades entre las culturas nacionales -y que, a su vez, se crean a través de esas confrontaciones- que revelan otros usos de la traducción más allá de la apropiación o la consagración. Primer traductor del monólogo de Hamlet al francés, Voltaire pronto recurrió a la traducción literal como arma, con el fin de revelar las vulgaridades e indecencias con las que Shakespeare habría seducido al público popular de Londres y que, por el contrario, la traducción de 1746 eufemizada por La Place ocultaba. Esto le valió al autor de Zaïre la descalificación de Elizabeth Montagu quien incluso puso en duda su competencia lingüística. Por su parte, Voltaire no logró eclipsar la creciente gloria del célebre dramaturgo inglés en el reino de Francia.
La movilidad de los textos y la inestabilidad de su sentido no implica, sin embargo, caer en el relativismo epistemológico. Basándose en Foucault y Georges Canguilhem, Roger Chartier lo declaró sin preámbulos en el primer capítulo “Dire vrai. Rhétorique, fable, histoire”, de Éditer et traduire: “En la tradición de la epistemología histórica, identificar la historicidad de los conceptos y de los instrumentos producidos por los saberes sobre el mundo natural o la criatura humana no impide conocer su capacidad para producir un conocimiento racional de sus objetos”. En esta época de fake news sería imposible no reafirmarlo. Esta posición, sin embargo, no exime a Chartier de una necesaria y útil revisión de las relaciones entre retórica y verdad, que abordó a través de las traducciones de la Retórica de Aristóteles y, en especial, de la palabra pisteis, “preuves” en francés, “pruebas, creencias” en castellano. El término griego es ambiguo ya que oscila entre proof y evidence. Según Carlo Ginzburg, estos dos sentidos se encuentran detallados en Aristóteles cuando distingue las “pruebas técnicas”, producidas por las figuras del discurso que tienen como objetivo conseguir la convicción -ejemplos, entimemas-, de las “pruebas extratécnicas” que serían, por lo tanto, esas “pruebas” exteriores al discurso que requiere la ciencia empírica. Chartier también distinguió claramente los regímenes epistemológicos de la ciencia y de la ficción, lo que no significa que no haya verdad en la ficción… La obra concluye con John Donne y su Dios como “trasladador” de la vida después de la muerte que resuena en la antigua metáfora del mundo como un libro escrito por Dios, quien también se desempeñó como corrector y encuadernador en la Inglaterra del siglo XVII después de la Reforma.
De este modo, desde las estrategias de autor a la movilidad de los textos -pasando por su puesta en libro en diferentes épocas, sus traducciones y sus diferentes representaciones teatrales (podríamos también considerar el cine y las series en el siglo XX)- el aporte de los trabajos de Roger Chartier y de sus reflexiones teóricas sobre la historia y la sociología de la literatura, de los intelectuales y del libro, es fundamental, contribución que persiste como un modelo de apertura interdisciplinar y de colaboración epistemológica y metodológica mayor de cara a la elaboración de aquella ciencia social unificada que Pierre Bourdieu anhelaba.28 Esperemos que no sirva solo como referencia sino también como modelo para las futuras generaciones de investigadores e investigadoras.