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Estudios - Centro de Estudios Avanzados. Universidad Nacional de Córdoba

versión On-line ISSN 1852-1568

Estud. - Cent. Estud. Av., Univ. Nac. Córdoba  no.30 Córdoba dic. 2013

 

ARTICULOS ORIGINALES

Espacios geoeconómicos en la construcción de identidades colectivas. Territorialidades en tensión

 

Zenaida Garay Reyna*
Marcela Rosales **

 


Resumen
El espacio es un «a priori» sobre el cual las relaciones sociales producen el territorio que es, por ende, un «a posteriori». Confundirlos lleva a importantes equivocaciones. Por ejemplo, hablar de una «dimensión territorial del desarrollo» o de «proyectos de desarrollo territorial» supone comprender al territorio como un «espacio unidimensional». Lo que sí puede decirse es que los movimientos por los cuales las relaciones sociales se materializan y producen territorios son procesos geográficos a la vez que sociales y económicos. Durante el último siglo la concepción del espacio geoeconómico en el pensamiento social latinoamericano ha estado atravesada por la categoría «desarrollo», ya sea en las contribuciones de la CEPAL sobre el carácter estructural del subdesarrollo, ya sea en las miradas críticas de los teóricos de la dependencia y de la marginalidad sobre las propuestas reformistas de desarrollo «viable». Bajo esta concepción proliferan los organismos institucionales destinados a favorecer la participación de los actores sociales.

Palabras claves: espacio, territorio, desarrollo, identidades colectivas

Abstract
Space is an «a priori» on which social relations that produce the territory is, therefore, an «a posteriori». Confusing leads to significant errors. For example, speak of a «territorial dimension of development» or «land development projects» means understanding the territory as a «dimensional space». What can be said is that the movements by which social relationships occur materialize and territories are geographic processes while social and economic. During the last century the concept of geo-economic space in Latin American social thought has been crossed by the category «development», either on the contributions of ECLAC on the structural nature of underdevelopment, either in looks criticism from theorists dependency and marginality on the proposed development reformist «viable». Under this conception proliferate institutional bodies designed to promote the participation of stakeholders.

Keywords: space, land, development, collective identities


 

El Programa de Investigación dentro del Área Estudios de Latinoamérica, del Centro de Estudios Avanzados, surgido de la matriz teórica trabajada en el Seminario «Territorialidades, nacionalidades, ciudadanías», cátedra Florestan Fernandes (CLACSO) durante el año 2011, y consolidado en el 2014 en la conformación del Grupo de Trabajo (CLACSO) La Espacialidad Crítica en el Pesamiento Político Social Latinoamericano: Nuevas gramáticas de poder, territorialidades en tensión, se encuadra dentro de una perspectiva crítica interdisciplinaria con que el pensamiento social latinoamericano ejerce, desde sus orígenes mismos, el estudio de la sociedad, puesto que está abocado a la (re)construcción y desarrollo de un marco teórico-epistemológico que intersecta las miradas antropológica, geográfica, politológica, sociológica, económica, histórica y filosófica. Se plantean como objetivos generales la promoción de un ámbito de reflexión sobre la importancia de la recuperación de la categoría «espacio» dentro del pensamiento crítico latinoamericano para la comprensión de los fenómenos sociales contemporáneos vinculados a la crisis del Estado-nación y la redefinición de sus fronteras. Así mismo se orienta a la construcción de una red conceptual en el marco de una epistemología crítica con clivaje en la categoría «espacio» que dé cuenta del proceso de desplazamiento y resemantización que afecta a las categorías modernas de «espacio-tiempo»; «nación», «Estado»; «ciudadano», «territorio», etc; así como de la emergencia de nuevos conceptos alternativos. El enfoque a desarrollar se funda en la constatación de un cambio cognitivo paradigmático que no se limita a un desplazamiento epistémico categorial (cronocentrismo-espaciocentrismo) sino que sustenta la hipótesis de la emergencia de un enfoque fronterizo con eje en la categoría «espacio», donde confluirían el pensamiento social crítico latino y centroamericano, los Estudios Subalternos del Sur de Asia, y diversas voces críticas del sur de Europa y del sur de EE.UU. Paradigma éste cuya crítica de la modernidad - a diferencia de los cuestionamientos posmodernos - ya no es interna a ella misma sino que se plantea desde un lugar de enunciación «otro».

Recuperando la categoría espacio

Las transformaciones sociales, políticas, culturales y económicas emergentes de las tres últimas décadas del siglo XX e inicios del siglo XXI obligan a la revisión de las categorías con que las ciencias sociales explicaban las dimensiones espacio y tiempo para la interpretación de los procesos sociales.

Los anclajes territoriales, sentidos de lugar, referentes de la vida política, económica y social se transforman y pueden estar desdibujándose (Piazzini Suárez, 2008), a consecuencia del sistema económico capitalista, que ha tenido grandes avances en las comunicaciones, y al mismo tiempo, ha generado una aceleración de los procesos productivos, desvinculando al productor con el producto (carácter indirecto de la producción de acumulación flexible), intensificando los procesos laborales y la constante necesidad de adecuarse a las necesidades del trabajo. El dominio y control del espacio y su sumisión a la dimensión temporal eran elementos fundamentales en el modelo de producción fordista y en el contexto de la Modernidad occidental. Estas transformaciones no implican que la significación del espacio disminuya, ya que

«los capitalistas han debido prestar mucha atención en las ventajas relativas de la localización, lo que ha hecho que las diferencias en recursos, abastecimientos, infraestructuras y cuestiones semejantes hayan adquirido significación» (Harvey, 2008).

En otras palabras la noción de territorio como producto y productor de lo social, es un «elemento que transforma y es transformado por los procesos históricos, económicos, políticos y culturales» (Piazzini Suárez, 2008: 7). Espacio y territorio se presentan como categorías cuya comprensión diferenciada es punto de partida útil para comprender la producción del espacio a partir de la acción humana. Fernandes (2009), recuperando la propuesta de Lefevre, entiende que para aportar a una heurística del territorio hay que partir de una comprensión del espacio, como una totalidad más amplia que el territorio.

Así, el territorio multidimensional, se constituye en una totalidad compuesta por el espacio social y el geográfico que confluyen, producen y configuran al territorio. El espacio social está contenido en el espacio geográfico, creado originalmente por la naturaleza y transformado continuamente por las relaciones sociales, que son productoras de espacios fragmentados, divididos, únicos, singulares, dicotomizados, fraccionados, y por lo tanto, también conflictivos, porque es en el territorio donde se manifiesta el atributo de soberanía en el sentido de la autonomía relativa en la toma de decisiones al interior de los territorios (Fernandes, 2009).

El espacio geográfico, por ende, como un producto social ligado a la economía y a la política puede ser concebido como «territorio» entendiendo por éste,

«la porción de naturaleza, y por tanto del espacio, sobre el que una sociedad determinada reivindica y garantiza a todos o a parte de sus miembros derechos estables de acceso, control y uso que recaen sobre todos o parte de los recursos que allí se encuentran y que dicha sociedad desea y es capaz de explotar.» (Godelier, 1990: 107).

El territorio se vuelve el centro de todas las disputas, las diversas reacciones sociales gestan un nuevo escenario político-social donde los conceptos de territorio y emancipación reaparecen adquiriendo nuevas significaciones. De forma tal que el espacio está directamente vinculado con el reconocimiento de derechos1, pero que no se agotan en los «derechos de propiedad» sino que se extienden a demandas de reconocimiento político de identidades colectivas siempre diversas por estar fundadas en la historicidad de las formaciones socioeconómicas.

Estas demandas de reconocimiento político, y particularmente de los movimientos, producen y construyen espacios -por la acción política y la intencionalidad de los sujetos orientada a la transformación de su realidad social-, se espacializan y poseen espacialidades, y algunos de ellos transforman espacios en territorios por medio de la «conflictualidad», i.e. un estado permanente de conflicto entre fuerzas políticas que buscan crear, conquistar y controlar determinados espacios.

Es decir, parafraseando a Harvey (2008), el espacio adquiere significado anclado en procesos materiales, por ello detrás del sentido común del concepto existen «campo de contradicciones». En la relación dialéctica entre prácticas sociales-espaciales, el territorio se configura como una construcción social que subsume la noción de proceso de su producción en tanto espacio de poder y objeto de apropiación y dominio de todo aquello que lo constituye como tal. Al interior del territorio, la organización social implica la intervención espacial y diferente de los actores con la intención de crear, recrear, apropiar ese territorio como consecuencia de representar cada uno, diferentes territorialidades con intereses, valoraciones, ideologías, pertenencias y actitudes también distintas a partir de vínculos de carácter cooperativo, conflictivo, complementario. La propia dinámica social se refleja en el territorio, por lo tanto tiene el atributo de ser dinámico y mutable y requiere nuevas formas de organización y control territorial aludiendo de este modo al concepto de territorialidad variable y conflictiva como expresión de esa forma de controlar una porción del espacio.

Espacio y territorio

Las diversas reacciones sociales en torno al territorio, la emancipación y el reconocimiento de nuevas demandas a través de la gestación de nuevos imaginarios, generan una suerte de «reterritorialización» desde abajo, un proceso de creación y reflujo, paralelamente a la destrucción de una determinada territorialidad producida desde arriba. La espacialización, como movimiento concreto de las acciones y su reproducción en el espacio geográfico y en el territorio, no es expansión, son flujos y reflujos de la multidimensionalidad de los espacios. Los movimientos producen y construyen espacios sociales por la acción política y la intencionalidad de los sujetos orientada a la transformación de su realidad social-, se espacializan y poseen espacialidades2, y algunos de ellos transforman espacios en territorios por medio del conflicto. En la terminología de Mançano Fernández (2009) la «territorialización» es el resultado de la expansión del territorio, continuo o interrumpido y la «reterritorialización» es el retorno a la realización de la acción impedida. Pero ésta sin duda se transforma pues, parafraseando a Milton Santos, todo espacio social está formado por un conjunto indisociable y contradictorio de sistemas de objetos y sistemas de acciones que responden a un contexto histórico en movimiento.

La territorialización, pero también la reterritorialización, se producen o tienen lugar en la relación entre «apropiación e identidad». Cada individuo procura apropiarse de los lugares de vida que moldean su identidad individual o colectiva, aunque no se trata meramente de un proceso intencional, voluntario, sino que interviene en él toda la complejidad del feedback entre la sociedad que administra y organiza el territorio y la retroacción de éste sobre aquélla. La apropiación, la pertenencia y el arraigo se manifiestan luego a través de elementos materiales e ideales que poseen un fuerte valor simbólico (lugares de la memoria, lugares de estereotipos, etc.) y proponen una forma de comprensión unidimensional del espacio social.

Este último es una dimensión del espacio geográfico producida por las relaciones entre las personas y entre éstas y la naturaleza. El espacio social es multidimensional, pluriescalar y en constante conflictualidad, pero la intencionalidad que interviene en las relaciones sociales lo fragmenta, lo divide, lo singulariza, lo «territorializa». Si entendemos por «intencionalidad» - siguiendo a Lefebvre - el modo de comprensión que un grupo, nación, clase, persona, etc., utiliza para materializarse en un espacio, se puede decir que el territorio es un espacio apropiado por la intencionalidad de una particular relación social que lo produce y mantiene. Se constituye entonces una «forma de poder» determinada por la intencionalidad y sustentada por la receptividad conseguida que siempre puede ser disputada. Todo territorio es pues una convención y también una confrontación, i.e. un espacio de conflictualidades, de libertad y de dominación, de resistencia y de expropiación.

Pero no todo espacio es un territorio, explica Mançano Fernandes. El espacio es un «a priori» sobre el cual las relaciones sociales producen el territorio que es, por ende, un «a posteriori». Confundirlos lleva a importantes equivocaciones. Por ejemplo, hablar de una «dimensión territorial del desarrollo » o de «proyectos de desarrollo territorial» supone comprender al territorio como un «espacio unidimensional». Lo que sí puede decirse es que los movimientos por los cuales las relaciones sociales se materializan y producen territorios son procesos geográficos a la vez que sociales.

Las relaciones sociales crean diferentes tipos de territorios, «continuos» en áreas extensas, y «discontinuos» en puntos y redes, compuestos por diferentes escalas y dimensiones. Hay territorios «materiales o concretos» (países, regiones, municipios, barrios, fábricas, propiedades, cuerpos) e inmateriales » (mente, pensamiento, paradigmas de conocimientos, etc.). En consonancia en este punto con el planteo crítico de Mignolo, la perspectiva geográfica de los movimientos sociales sostiene que la movilidad de los «territorios inmateriales» sobre el espacio geográfico, por medio de la intencionalidad, determina la construcción de territorios concretos de dominación.

En este esfuerzo por distinguir espacio y territorio/s también se señalan- además de la distinción «territorialidad/territorialización» - la diferencia entre: a) espacialización, i.e. movimiento concreto de las acciones y su reproducción en el espacio geográfico y en el territorio, constituido por flujos y reflujos de la multidimensionalidad de los espacios (por ej. Circulación de mercancías, marchas de movimientos de trabajadores, migraciones, etc.);
b) espacialidad: movimiento continuo de una acción en la realidad o el multidimensionamiento de una acción, que posee el significado de la acción y por esto mismo, es siempre subjetiva (por ej. las propagandas, los recuerdos de la memoria, etc.). A diferencia de la «desterritorialización», no existe la «desespacialización».

Espacio geoeconómico y desarrollo

Durante el último siglo la concepción del espacio geoeconómico en el pensamiento social latinoamericano ha estado atravesada por la categoría «desarrollo», ya sea en las contribuciones de la CEPAL sobre el carácter estructural del subdesarrollo, ya sea en las miradas críticas de los teóricos de la dependencia y de la marginalidad sobre las propuestas reformistas de desarrollo «viable». Pero como señala Svampa (2008: 93),

«la crisis y la crítica de la idea de modernización (y por ende, del desarrollo), en su versión hegemónica y monocultural, abrieron un nuevo espacio en el cual se fue cristalizando el rechazo y la revisión del paradigma del progreso».

La crítica provino en un inicio, fundamentalmente de los movimientos ecologistas surgidos en los 70' en Europa y EE.UU., que desafiaron al paradigma único de la modernización al cual adherían tanto los Estados desarrollistas como las diferentes experiencias nacional-populares. Luego sobrevino la década del 90' con el desmantelamiento final del Estado nacional-desarrollista y la dificultad de las diversas izquierdas - con el marxismo sumido en una profunda crisis política y conceptual - para articular una propuesta alternativa al neoliberalismo caracterizado por la desregulación económica, el ajuste fiscal, las privatizaciones y el arribo de los agronegocios vinculados al cultivo de transgénicos. El Estado mínimo se transforma en esa década en la «entidad responsable de crear el espacio para la legitimidad de los reguladores no estatales» (Sousa Santos, 2007 en Svampa, 2008: 95), favoreciendo la radicación de capitales extranjeros y la institucionalización de los derechos «transnacionales» de las grandes corporaciones. La etapa actual - afirma Svampa (2008: 96) - se caracteriza por:

«la generalización de un modelo extractivo-exportador que apunta a consolidar y ampliar aún más las brechas sociales entre los países del norte y del sur, en base a la extracción de recursos naturales no renovables, la extensión del monocultivo, la contaminación y la pérdida de biodiversidad. La minería a cielo abierto, la construcción de megarrepresas, los proyectos previstos por la IIRSA y muy pronto los agrocombustibles (etanol) ilustran acabadamente esta nueva división del trabajo en el contexto del capitalismo actual.»

David Harvey (2004) describe este proceso de expansión del capital como etapa de «acumulación por desposesión» que implica la depredación en aumento de los bienes ambientales. Si bien desde finales de los 80' a medida que se extiende la gubernamentalidad - en el sentido de Chatterjee (2008), i.e. la administración de las poblaciones para la contención de la pobreza - el territorio se vuelve, como afirma Svampa, el centro de todas las disputas, en los 2000 las diversas reacciones sociales gestan un nuevo escenario político-social donde los conceptos de territorio y emancipación reaparecen adquiriendo nuevas significaciones.

En Argentina, Svampa ha trazado una «cartografía de las resistencias» manifestadas en procesos de movilización, en muchos casos de «carácter multisectorial y policlasista» dirigidos tanto contra el Estado como contra empresas transnacionales. Resistencias en las que la acción directa, la utilización de vías legales (recursos de amparo, por ejemplo) e ilegales o no-legales, así como el desarrollo de nuevas formas de participación horizontales (asambleas) se combinan de múltiples maneras. La topología es compleja pues se agrega la «multiescalaridad de los conflictos» entre un determinado modelo de desarrollo con aspiraciones globales sustentado por empresas multinacionales y Estados, por un lado, y por otro, las diversas formas comunitarias de resignificación de lo local.

Ahora bien, la denominación general «formas o estructuras comunitarias» no permite percibir claramente -como la propia Svampa de alguna forma reconoce- las diferentes maneras de «imaginar la comunidad» de las movilizaciones y movimientos indígenas, campesinos y urbanos. Así por ejemplo las movilizaciones urbanas contra basureros a cielo abierto, al no contar con «elementos previos» o con un «imaginario de comunidad» (como sería el caso de las comunidades indígenas) desde el cual resignificar sus reclamos, suelen adoptar el lenguaje genérico de los derechos humanos. De cualquier modo, lo cierto es que la gestación de nuevos imaginarios comunitarios va ligada a resignificaciones del espacio que contienden contra ciertos «lenguajes valorativos» (Martínez Allier, cit. en Svampa, p.98) hegemónicos.

Mientras que en los 90' según Svampa se impuso el concepto de «territorio eficiente» mediante el cual el espacio geográfico nacional fue reconceptualizado en función de la tasa de rentabilidad, a través de la división entre «regiones económicamente viables» e «inviables», en los 2000 reaparece una categoría del discurso cronocéntrico del siglo XIX, el «desierto», bajo la forma de «territorios vacíos» o «socialmente vaciables». Lo que antes justificara la eliminación o marginalización de las poblaciones indígenas para promover la inmigración europea, ahora legitima la radicación «liberada» de empresas mineras por ejemplo, sin proteger los derechos ambientales y económicos de los pobladores locales - en muchos casos, nuevamente, comunidades indígenas.

En esta etapa el «proyecto neoliberal» se sobrevive a sí mismo asociándose al proyecto «democratizante-participativo», enlace que en el plano discursivo se constituye sobre una estructura argumental en la que intervienen conceptos como «desarrollo sustentable», «responsabilidad social empresaria» y «gobernanza» que convierten al territorio en «el locus de todas las disputas». El concepto de «desarrollo sustentable» es introducido en los 80' (documento «Nuestro futuro en común3» de 1987 y Cumbre de Río, 19924) y apunta a religar semánticamente «desarrollo» y «cuidado del medioambiente»: el desarrollo no sólo no comprometerá sino que deliberadamente se orientará al progreso y protección ecológica de las generaciones futuras.

El «desarrollo sustentable» irá unido a otros conceptos como la «responsabilidad compartida», el principio «el que contamina paga» y el «principio precautorio» (Cumbre de Johannesburgo, 20025). De esta estructura argumental emerge una concepción «ecocientificista» que parece sujetar la industrialización a la ecología pero que opera exactamente a la inversa definiendo a la ecología como una «ciencia que sirve para remediar la degradación causada por la industrialización» (Martínez Allier en Svampa, 105) mediante la incorporación de las nuevas tecnologías.

El concepto de «responsabilidad social empresaria» (RSE) se institucionaliza a partir del Pacto Global (2000), i.e. el «Programa interagencial» conducido por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), la CEPAL y la OIT con el objetivo de incrementar la responsabilidad social empresaria puntualmente en relación a los derechos humanos, los estándares laborales y el medio ambiente. Con el concepto de «gobernanza », que desplaza al de «gobernabilidad», como «una forma de gobierno que no pasa por la acción aislada de una elite político-administrativa (...) sino por la adopción de formas de coordinación a distintos niveles y multiactoral, en cuanto incluye el sector público y el sector privado» (Ruano de la Fuente, 2002, en Svampa, 107), se busca reasociar «participación e inclusión democráticas» con «autorregulación económica».

Todos estos conceptos, no sólo el de «gobernanza», conforman un entramado discursivo que legitima la expansión de un modelo extractivo-exportador impulsada por ejemplo a través de megaproyectos de infraestructura (IIRSA6) y favorecida por los altos precios de las comodities, contribuyendo a la difusión de una nueva «ilusión desarrollista». Ahora bien, los estudios realizados por Svampa nos interesan porque indagan sobre los nexos entre las disputas territoriales, el reconocimiento de derechos y la constitución de relatos identitarios. En la línea iniciada por Bernardo Mançano Fernández recupera la dimensión espacial de los movimientos sociales, particularmente en la Argentina de las décadas previa y posterior a la crisis del 2001, a la vez que, en la línea de Melucci, procura reconstruir los relatos identitarios que emergen de las luchas territoriales de los diferentes actores sociales a partir de los elementos de carácter valorativo e ideológicos que intervienen en su constitución.

Enfoque territorial del desarrollo: lo rural

Ahora bien, retomando la afirmación acerca de que la concepción del espacio geoeconómico en el pensamiento social latinoamericano ha estado atravesada por la categoría «desarrollo», puede ser importante detenernos a observar cómo la espacialización y, eventual territorialidad de fuerzas políticas antagónicas va ligada a las disputas por la resignificación de esta categoría.

Una de esas resignificaciones es la propuesta del «desarrollo territorial rural» para Latinoamérica, una especie de tercera vía que busca combinar dos modelos que hasta el momento parecen incompatibles: uno basado en el agronegocio y otro en las reinvidicaciones de los movimientos sociales campesinos. El modelo del desarrollo territorial rural reconoce otras instancias categoriales como el «desarrollo rural integrado» (1970-1980) y el «desarrollo rural con base local» (1990) que dieron nombre a una concepción moderna del progreso sustentada desde organismos locales e internacionales, pero que ahora en las primeras décadas del nuevo siglo sitúa al «territorio» como su condición misma de posibilidad. Este giro tendría su inspiración «en los estudios realizados sobre el fenómeno de la Tercera Italia (1980), en los trabajos de la división territorial de la OCDE (1994 y 1996), en los programas de 1990, «Leader» instaurado por la Unión Europea y «EZ/EC» (Empowerment Zones and Enterprise Communities) impulsado por EE.UU (Montenegro Gómez: 2008, 251).

En Latinoamérica el desarrollo territorial rural, a diferencia de las experiencias citadas, tendría un objetivo específico: reducir la pobreza. En este sentido, es definido como «un proceso de transformación productiva e institucional de un espacio rural determinado, cuyo fin es reducir la pobreza rural». De este modo la transformación productiva busca:

«articular competitiva y sustentablemente a la economía del territorio con mercados dinámicos, lo que supone cambios en los patrones de empleo y producción de un espacio rural determinado».

Complementariamente

«el desarrollo institucional tiene como objetivo estimular la concertación de los actores locales entre sí y entre ellos y los agentes externos relevantes, así como modificar las reglas formales e informales que reproducen la exclusión de los pobres en los procesos y los beneficios de la transformación productiva.» (Schejtman y Berdegué, 2004:30)

Otra definición, con el mismo encuadre territorial refiere la búsqueda de

«la integración de los territorios rurales a su interior y con el resto de la economía nacional, su revitalización y reestructuración progresiva, y la adopción de nuevas funciones y demandas, a partir de la integración de espacios, agentes, mercados y políticas públicas de intervención.» (Sepúlveda, Rodríguez y Echeverri, 2003: 14 en M. Gómez, 2008: 252).

Pero otro estudio realizado para otra de las instituciones impulsoras del desarrollo territorial rural, el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA)7 el énfasis en el «territorio» es aún más marcado: a) se habla del paso de una economía agrícola a una economía territorial; b) de un «rescate» de la economía territorial y local rural para su desarrollo; c) del paso de la competitividad sectorial privada a la «competitividad territorial»; d) de la gestión ambiental y el desarrollo de mercados de servicios ambientales; e) del ordenamiento territorial como complemento de la descentralización; pero también de «cooperación y responsabilidad compartida como complementos de la participación» y de «gestión del conocimiento e innovación».

El territorio aparece pues no sólo como dato previo sino como una especie de entidad mítica o paraíso recuperable - atemporal y paradójicamente, «a-espacial» - donde todos los conflictos pueden resolverse «simplemente» pronunciando las palabras clave: cooperación, solidaridad y articulación de intereses.

Lo más cercano a una definición de territorio que encontramos en estos estudios es «espacio con identidad y con un proyecto de desarrollo concertado socialmente»; i.e. un conjunto de relaciones sociales que dan origen y a la vez expresan una identidad y un sentido de propósito compartidos por múltiples agentes públicos y privados (Schejtman y Berdegué, 2004 en M. Gómez, 2008: 253 y 266). Aquí, como bien afirma Montenegro Gómez,

«la naturaleza de espacio en continua disputa que el territorio representa, es substituida por una idea domesticada de territorio, que, por otra parte, está muy lejos de reflejar los que acontece por ejemplo en el medio rural latinoamericano, donde los conflictos son continuos y esenciales para entender su dinámica.» (M. Gómez, 2008: 266).

Ahora bien, bajo esta categoría funcional a la reproducción capitalista que reduce los antagonismos sociales a «conflictos negociables y superables de intereses», se esconde un concepto económico de los espacios sociales como recurso valorizable y vendible que compite en un mercado de «territorios » donde lo que supuestamente los diferencia, su «identidad», también es un bien de cambio. Esto puede apreciarse claramente en el tratamiento que el espacio del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Secure (TIPNIS), donde habitan por lo menos 69 comunidades indígenas, ha merecido en las negociaciones del gobierno de Bolivia y las empresas brasileñas.

Sin embargo, si prestamos atención a las definiciones anteriores la «participación social» de los distintos agentes del territorio es central para: a) limitar la intervención del Estado; b) lograr los consensos que sustentan el proyecto de desarrollo territorial y lo legitiman; c) el control social sobre el proyecto «compartido». Bajo esta concepción proliferan los organismos institucionales destinados a favorecer la participación de los actores sociales: Comisiones de Implantación de las Acciones Territoriales (Ciats) y Consejos Municipales de desarrollo rural en Brasil, Distritos de Desarrollo Rural en México, Consejos Municipales de Desarrollo Rural en Colombia, Comités de Desarrollo Rural Local en Ecuador (M. Gómez, 2008: 263).

Desde el Estado, por ende se crean y fomentan, «formas diferenciadas de incorporación de los ciudadanos y asociaciones de la sociedad civil en las deliberaciones públicas» (Avritzer, 2008:3). Estas estrategias , encuadradas como democráticas, intentan «garantizar» la participación de los diferentes grupos organizados en función de demandas generales y específicas, en agendas, decisiones y políticas, pudiéndose denominar a este conjunto participación ciudadana institucionalizada.

Pero la institucionalidad lograda, al tiempo que incluye las voces de distintos sectores, movimientos, etc., estandariza las «formas» aceptables de participación, sirviendo en muchos casos sólo para ratificar los intereses de determinadas minorías. Frecuentemente faltan recursos para garantizar la participación continuada y cualificada de los involucrados, falta de vinculatoriedad de las decisiones alcanzadas en algunos de esos ámbitos, pautas de discusión restringidas al debate de proyectos con financiación pública ya existentes, etc. pero sobre todo, como señala M. Gómez (2008: 265) «somete a los movimientos sociales a los tiempos y reglas de la burocracia, a la precariedad perpetua de los recursos, a la discontinuidad en las directrices de las políticas públicas y sus responsables, al desgaste de disputar entre los propios movimientos la implementación de proyectos ya definidos 'desde arriba', por tanto, esterilizados de cualquier posibilidad de cambio estructural...», al punto que la mentada «participación» se torna otra estrategia efectiva de «control social» por parte del Estado.

Tensiones y agronegocios

Ahora bien, si el territorio emerge como el nuevo locus de todos los conflictos vale preguntarse hasta qué punto estamos también en presencia de «nuevos modos de conflictividad». La socióloga Regina Bruno (2008) afirma que el arribo del agronegocio en Brasil por ejemplo, gesta un nuevo momento de tensión que a la vez que actualiza antiguos elementos de disputa trae además otros novedosos como la confrontación entre las reivindicaciones (luchas por la tierra, reforma agraria) de los movimientos sociales (el MST, Via Campesina, una de cuyas banderas es «Por um Brasil sem transgénicos ») y el empresariado vinculado al agronegocio.

Dos concepciones diferentes del progreso vuelven a entrar en colisión, esta vez de la mano de nuevos actores y elementos: para los empresarios, la modernización está en los transgénicos que representan el desarrollo científico de punta; para el MST, lo moderno está asociado con las tecnologías ligadas a la producción orgánica. Pero las disputas en torno a los transgénicos «se transforman en espacio (y oportunidad) para otras reivindicaciones, otras denuncias y otros proyectos, desde la reinvindicación por mejores salarios y la exigencia de normativas laborales más adecuadas, por parte de los representantes de los movimientos sociales, hasta la presión de los portavoces del agronegocio por un mayor espacio y reconocimiento en las negociaciones de la OMC» (Bruno, 85).

Señala Bruno -como Svampa- la emergencia de una discursividad que se articula sobre conceptos como «responsabilidad social» o «principio de solidaridad entre trabajadores y empresarios», y declara como objetivo fundamental la reducción de la pobreza, pero concibiendo desde el vamos al «pobre» como «potencial consumidor». Sin embargo, lo cierto es que el avance del Agribusiness trae aparejado la intensificación del trabajo (regiones canavieiras) y el aumento del trabajo esclavo. Estos nuevos focos de conflicto son atribuidos por el sector empresarial brasileño (y también por el empresariado argentino, en el segundo caso) a un Estado frágil y a una legislación laboral de «carácter urbano».

Puntualmente Bruno cartografía tres espacios de conflictividad abiertos por los agronegocios: 1. con el trabajo esclavo, por lo general atribuido a un mal desempeño jurídico-político del Estado o al «mau fazendeiro»; 2. con la agricultura familiar «marginal o de subsistencia» y la agricultura familiar «de transición» con dificultades para integrarse plenamente en el mercado, ambas achacables a políticas públicas que habrían favorecido una estructura social selectiva y excluyente, así como a la falta de una política de extensión rural para los pequeños productores; 3. con el MST de cuya gran capacidad de movilización y presión sería también responsable el Estado que no habría contado en su debido momento con adecuadas políticas preventivas y vendría manteniendo un accionar débil ante sus presiones.

Pero en esta topología del conflicto trazada por Bruno falta otro espacio de conflictividad que Joao Pacheco de Oliveira (1998) demarca entre economía de mercado, desenvolvimiento rural y tierras indígenas. Estas últimas son definidas jurídicamente por la Constitución Federal de Brasil (art. 4º.par.4º y art.198) como el «habitat de grupos que se reconocen o son reconocidos como manteniendo un vínculo de continuidad con los primitivos habitantes del país.» La noción de «habitat» -explica Pacheco de Oliveira- apunta precisamente a la necesidad de mantener un territorio dentro del cual el grupo como sujeto colectivo y uno puede encontrar medios para su supervivencia físico-cultural. El suyo es un «derecho originario» que no procede del reconocimiento del Estado sino de la conexión de los descendientes con los pueblos precolombinos, pero el Estado debe sí garantizar los derechos de las colectividades indígenas sobre las tierras que son objeto de «uso u ocupación tradicional» según sus costumbres.

Pero los organismos oficiales (FUNAI, SPI) encargados del registro y regularización jurídica de la posesión de tierras indígenas - según los relevamientos realizados por Pacheco de Oliveira y su equipo - suelen sobredimensionar los datos de ese proceso y subestimar los datos sobre el poder efectivo de las colectividades. En este último sentido parece haber una marcada tendencia a ignorar el avance de los garimpos no indígenas, las centrales hidroeléctricas, las mineras, los tendidos de carretas y líneas ferroviarias, etc., sobre todo en la zona de la llamada «Amazônia Legal» donde sobrevive la mayoría de los pueblos indígenas, área que constituye el principal frente de expansión agrícola y minera.

Retomando la naturaleza y el conocimiento

El antropólogo brasilero Porto Gonçalves, quien también ha estudiado esta temática desde una perspectiva afín a la impulsamos, afirma que la crisis del paradigma moderno de conocimiento y la emergencia de un nuevo paradigma cognitivo está directamente vinculada con una categoría que fue históricamente dejada fuera de la constitución de las ciencias sociales: la «naturaleza », la cual estaría siendo hoy recuperada. Excluirla significó «dejar fuera todo un conjunto de lugares, regiones, pueblos y culturas que se forjaron a partir de múltiples matrices de racionalidad contribuyendo así a la idea de que había una única matriz de racionalidad - la europea...» (Porto Gonçalves, 2005: 221).

La universalidad del conocimiento se logró abdicando del espacio geográfico concreto de cada día, del lugar de cohabitación de animales, plantas, tierra, agua, hombres y mujeres de carne y hueso con todas sus diferencias culturales e individuales de humor y pasiones (Porto Gonçalves, 2005: 219). Pero, como afirma, «os paradigmas nao caem do céu «(no caen del cielo), de modo que no deberíamos asombrarnos cuando con nuevos sujetos, y no tan nuevos, emergen nuevos paradigmas forjados en el interior mismo de las situaciones asimétricas en las que muchos no sólo aprendieron a resistir sino sobre todo a «re-existir», reinventándose.

Notas

* Centro de Estudios Avanzados- SECyT -Universidad Nacional de Córdoba- CLACSO.

** Centro de Estudios Avanzados-Universidad Nacional de Córdoba - CLACSO- UNdeC. Programa la espacialidad crítica en el pensamiento político-social latinoamericano, CEA-UNC 1 A ello se suman los debates contemporáneos latinoamericanos sobre la noción de ciudadanía que contribuyen a ampliar su capacidad explicativa y utilidad práctica. En América Latina el debate sobre esta cuestión emerge con las transiciones democráticas que se expandieron en la región desde mediados de los años 80, lo que conduce a pensar que este tema puede ser abordado por su vinculación con la forma democrática de gobierno, como precondición para abordar luego las características particulares de esa relación entre los sujetos y el poder, los intereses particulares y las necesidades colectivas, los «nosotros» y los «otros». En la dimensión juridicial el asunto de la ciudadanía se resuelve por la definición y debate de un marco normativo de derechos y obligaciones para el conjunto de sujetos contenidos en una comunidad histórico-territorial, entendida como nación. Estos derechos y obligaciones enmarcados en constituciones, definen y delimitan qué sujetos son ciudadanos, y por tanto quiénes son portadores y beneficiarios de tal condición. Esta perspectiva es discutible desde las heterogeneidades que pueden estar presentes al momento de constituirse la nación, y que han quedado invisibilizadas. Enlazado a esta crítica, se presenta que en la comprensión y los debates sobre la temática de la ciudadanía, ella puede ser «una afirmación de la comunidad» y que «se constituye en especial a partir de la noción del «otro». Se es ciudadano ante quienes no lo son». Esta noción queda encerrada formalmente en la idea de nacionalidad «porque es el denominador común que identifica a la comunidad ciudadana definida así como «nación» (Sojo, 2002:26)».

Pero se debe tener en cuenta que, como señala Quijano (2000:226), El Estado-nación es una especie de sociedad individualizada entre las demás, por lo que entre sus miembros puede ser sentida como identidad. No obstante, como toda sociedad, «es una estructura de poder que articula formas de existencia social dispersas y diversas en una totalidad única». Esta estructura de poder es siempre, parcial o totalmente, la hegemonía y dominio que se impone desde algunos sobre los demás. Por tanto, se impone una estructura de poder, del mismo modo en que es producto del poder; en otros términos, del modo en que han quedado configuradas las disputas por el control del trabajo, sus recursos y productos; del sexo, sus recursos y productos; de la autoridad y de su específica violencia; de la intersubjetividad y del conocimiento. Este mismo planteo es profundizado por Butler (2009:43) al identificar a los Estados-nación como lugares de poder, pero reconociendo que el Estado no es la única forma de poder, porque como estructura de poder el Estado no siempre ha tenido la forma de Estado-nación. «Existen Estados no-nacionales, y existen estados de seguridad que impugnan activamente las bases nacionales del estado». Así, según Butler (2009:44-45), por medio del Estado-nación se define la estructura legal e institucional que delimita cierto territorio, aunque no todas esas estructuras institucionales pertenezcan al aparato del Estado. El Estado-nación sirve de matriz para los derechos y obligaciones del ciudadano, lo cual define las condiciones por las cuales estamos vinculados jurídicamente. Es esperable que el Estado presuponga, al menos mínimamente, modos de pertenencia jurídica, pero el Estado puede ser propiamente aquello que expulsa y suspende modos de protección legal y deberes.

2 Como «formas de producción social del espacio» (Piazzini Suárez, 2006:68-69).

3 En Octubre de 1984 se reunió por primera vez la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo (World Commission on Environment and Development) a pedido de la Asamblea General de las Naciones Unidas, a los fines de establecer una agenda global para el cambio (A global agenda for change). Publicó en abril de 1987 su informe denominado «Nuestro Futuro Común» (Our Common Future). El informe plantea la posibilidad de obtener un crecimiento económico basado en políticas de sostenibilidad y expansión de la base de recursos ambientales, que dependen de acciones políticas decididas que permitan desde el adecuado manejo de los recursos ambientales garantizar el progreso humano sostenible y la supervivencia humana. Cuando se conformó la Comisión en 1983 como un cuerpo independiente de los Gobiernos y del sistema mismo de las Naciones Unidas, era unánime la convicción de que resultaba imposible separar los temas del desarrollo y el medio ambiente. Tres fueron los mandatos u objetivos impuestos a la Comisión: 1. Examinar los temas críticos de desarrollo y medio ambiente y formular propuestas realistas al respecto. 2. Proponer nuevas formas de cooperación internacional capaces de influir en la formulación de las políticas sobre temas de desarrollo y medio ambiente con el fin de obtener los cambios requeridos. 3. Promover los niveles de comprensión y compromiso de individuos, organizaciones, empresas, institutos y gobiernos. Observó la Comisión que muchos ejemplos de «desarrollo» conducían a aumentos en términos de pobreza, vulnerabilidad e incluso degradación del ambiente. Por eso surgió como necesidad apremiante un nuevo concepto de desarrollo, un desarrollo protector del progreso humano hacia el futuro, el «desarrollo sostenible».

4 La Conferencia de las Naciones Unidas para el Ambiente y el Desarrollo, conocida como «Cumbre para la Tierra», fue llevada a cabo entre el 3 y el 14 de junio de 1992. En ésta los países participantes acordaron adoptar un enfoque de desarrollo que protegiera el medio ambiente, mientras se aseguraba el desarrollo económico y social. En la Cumbre de Río fueron aprobados por 178 gobiernos diversos documentos, los cuales son: Programa 21 (plan de acción que tiene como finalidad metas ambientales y de desarrollo en el siglo XXI), la Declaración de Río sobre medio ambiente y desarrollo (se definen los derechos y deberes de los Estados), Declaración de principios sobre los bosques y Convenciones sobre el cambio climático, la diversidad biológica y la Desertificación.

5 Conocida también como Cumbre Mundial sobre el Desarrollo Sostenible.

6 La Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana (IIRSA) es un Foro Técnico para temas relacionados con la planificación de la integración física regional suramericana del Consejo Suramericano de Infraestructura y Planeamiento (COSIPLAN) de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR). La Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) fue creada por los presidentes suramericanos en 2008 como un espacio de articulación y diálogo político de alto nivel que involucra a los gobiernos de los doce países de América del Sur. Una de sus prioridades es el desarrollo de infraestructura para la interconexión de la región. El Consejo Suramericano de Infraestructura y Planeamiento (COSIPLAN) es la instancia dentro de UNASUR que tiene la responsabilidad de implementar la integración de la infraestructura regional.

7 Es un organismo especializado en agricultura y el bienestar rural del Sistema Interamericano, que se enfoca en el logro de una agricultura competitiva y sustentable. Proponen un nuevo paradigma para la agricultura, que ayude a mejorar los ingresos de los países y las personas, que garantice el logro de la seguridad alimentaria y considerando las formas para mitigar el cambio climático. Desde su fundación, en 1942, acumulan una experiencia de cooperación técnica en tecnología e innovación para la agricultura, sanidad agropecuaria e inocuidad de los alimentos, agronegocios, comercio agropecuario, desarrollo rural y capacitación. Posee 34 Estados Miembros y su máxima autoridad es la Junta Interamericana de Agricultura (JIA), un foro de los ministros del sector. Ejercen la Secretaría de la Reunión de Ministros de Agricultura en el marco del Proceso de las Cumbres de las Américas.

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