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Estudios - Centro de Estudios Avanzados. Universidad Nacional de Córdoba

versión On-line ISSN 1852-1568

Estud. - Cent. Estud. Av., Univ. Nac. Córdoba  no.49 Córdoba ene. 2023

 

ARTICULOS ORIGINALES

Entre el neofascismo y el populismo. La derecha antisistema en España, 1976-20221
Between neo-fascism and populism. The anti-establishmen right in spain, 1976-2022

Julio Gil Pecharromán y Luiza Iordache Cârstea2

Resumen
El proceso de construcción de una democracia parlamentaria en España obligó a la derecha franquista a improvisar un sistema de partidos durante la fase de transición. Se situaron contra el sistema político establecido por la Constitución de 1978 y evolucionaron, con una permanente inestabilidad y muy escasos resultados electorales, hacia fórmulas neofascistas y populistas. Hasta que VOX, una formación de origen neoconservador y deriva radical populista, fue unificando sus facciones a partir de 2013.

Palabras clave: Extrema derecha neofascismo populismo España partidos políticos

Abstract
The process of building a parliamentary democracy in Spain forced the Francoist Right to improvise a party system during the transition phase. They stood against the political system established by the 1978 Constitution and evolved, with permanent instability and very few electoral results, towards neo-fascist and populist formulas. Until VOX, a formation of neoconservative origin and radical populist drift, was unifying its factions since 2013.

Keywords: Far-right neo-fascism populism Spain political parties

La práctica ausencia de la derecha radical, o ultraderecha, en el escenario político hasta hace apenas cuatro años constituye una de las más señaladas diferencias del modelo español de democracia parlamentaria con respecto a sus homónimos europeos. Una derecha radical que rechaza en su conjunto el orden constitucional vigente, o defiende una intensa modificación del mismo. Y que entre 1977, las primeras elecciones libres tras cuatro décadas de dictadura, y las dos generales de 2019, recibió en muy contadas ocasiones más allá del uno por ciento de los sufragios en los distintos comicios.

Esta derecha antisistema, dotada de una estructura de partidos sumamente inestable, tardó más que la de la mayor parte de los países de su entorno en abandonar el carácter hegemónico de la variante neofascista para traspasarlo a otra populista, de naturaleza originariamente neoconservadora. A partir de 2019, esa convergencia de carácter radical populista se convirtió en un elemento de peso en la vida política, empoderando a la extrema derecha por primera vez desde su desastrosa derrota electoral de 1977. Lo hizo en plena crisis de un liberal-conservadurismo que sostenía, a través del Partido Popular (PP), el modelo parlamentario bipartidista, y fio su futuro a una profundización de esa crisis y al incremento y radicalización de la polarización electoral.

Una vieja nueva ultraderecha.

El actual sistema de partidos nació legalmente el 9 de junio de 1976, como parte del proyecto de transición a la democracia elaborado por Manuel Fraga Iribarne, vicepresidente del primer Gobierno de la Monarquía y entonces principal figura del sector reformista de la derecha franquista. Ese día, 338 procuradores, parlamentarios de las Cortes Españolas, votaron a favor de la Ley sobre el Derecho de Asociación Política, que suponía la liquidación del Movimiento Nacional, la organización de masas que llevaba cuatro décadas actuando como virtual partido único y generador de ideología oficial de la dictadura. Pero el proyecto global de Fraga contemplaba una transición muy limitada, conforme al modelo de la «democracia guiada,» y excluía de la legalidad a los partidos marxistas e independentistas. Los grupos antifranquistas, hasta entonces todos ilegales, desde la democracia cristiana o el liberalismo al maoísmo y al trotskismo, se negaron a aceptar el plan de transición. De modo que, en el verano, los primeros partidos legalizados fueron las «asociaciones políticas», creadas en 1974 para encauzar el «contraste de pareceres» de los partidarios de Franco y cuya principal formación, la Unión del Pueblo Español, presidía el falangista responsable del Movimiento Nacional, su secretario general, Adolfo Suárez González (Gil Pecharromán, p,123).

Entre los franquistas hubo un sector dispuesto a resistir cualquier intento de apertura política (por lo que era conocido como inmovilista, o «el búnker»), que negó su apoyo al proceso democratizador. Mayoritariamente falangistas, los inmovilistas eran numerosos entre los procuradores de las Cortes, poderosos en el Consejo Nacional del Movimiento y contaban con el respaldo de gran parte de la cúpula de las Fuerzas Armadas, por lo que lograron hundir el primer proyecto de transición y en julio de 1976 hicieron caer al Gobierno que presidía Carlos Arias Navarro. Sin embargo, el rey promovió a la cabeza del Gabinete a un Adolfo Suárez súbitamente converso al reformismo más avanzado. Su equipo, tras asegurarse cierta neutralidad de la plataforma de organizaciones antifranquistas, sacó adelante, en las Cortes y en un referéndum popular, una Ley para la Reforma Política que no sólo abría paso a la liquidación institucional de la dictadura, sino que facilitaba la convocatoria de elecciones libres a unas Cortes Constituyentes que dieran forma a una democracia representativa. Para ello, el Gobierno tuvo que dar vida legal a todas las opciones políticas, incluidos los comunistas.

La convocatoria de elecciones a las Constituyentes obligó a la derecha franquista a improvisar un sistema de partidos. Los reformistas absorbieron a la mayoría de los pequeños grupos de la oposición liberal y democristiana en su Unión de Centro Democrático, que presidía Adolfo Suárez. Las antiguas asociaciones políticas del Movimiento integraron una Federación de Alianza Popular liderada por Fraga, de programa conservador y reticente ante el papel que la izquierda podía jugar en la elaboración del pacto constitucional. La extrema derecha, falangista o tradicionalista, quedó descolocada. Ya no sería inmovilista, puesto que el modelo de Estado que defendía iba a desaparecer. Pasaba, por lo tanto, a ser involucionista y asumía un papel antisistema por cuanto rechazaba a priori el que surgiría de las Constituyentes.

El búnker era un conjunto de muchas iniciativas políticas dispersas y de naturaleza diversa, unidas tan solo por su antiliberalismo y la defensa de la dictadura y que ahora se veían desplazadas de la privilegiada posición que habían ocupado en las instituciones públicas y en los medios de comunicación oficiales. Cuando se convocaron las elecciones de 1977, la Confederación Nacional de Excombatientes, un grupo de presión que ejercía de guardián de la memoria histórica del franquismo, quiso levantar una gran coalición que detuviera la apertura democrática. Sólo se incorporaron el Frente Nacional Español, un partido creado por los falangistas del Movimiento, los Círculos Doctrinales José Antonio y Fuerza Nueva, partido recién surgido de un colectivo de opinión que profesaba una mixtura de fascismo y tradicionalismo. Fuera de esta coalición, denominada ALIANZA Nacional del 18 de Julio, actuaban pequeños grupos falangistas de pasado antifranquista, defensores de la «revolución pendiente» del fascismo español, que consideraban escamoteada por el reaccionarismo de la dictadura.

Los tres procesos de elecciones generales que se dieron durante la Transición mostraron que la derecha antisistema, identificada con el antaño poderoso inmovilismo, suscitaba un rechazo casi unánime en la ciudadanía, que apostaba por la democracia. En 1977, el conjunto de sus listas electorales al Congreso de los Diputados recibió el 0,83 por ciento de los votos a candidaturas, de los que el 0,37 correspondía a la Alianza Nacional. Su sucesora, la Unión Nacional, a la que se incorporó activamente la Confederación de Excombatientes, cosechó un 2,11 por ciento en los comicios de 1979, aprovechando el rechazo que la nueva Constitución provocaba en parte del electorado de Alianza Popular. Con ello, el líder de Fuerza Nueva, Blas Piñar, se convirtió en el único diputado en Cortes de la ultraderecha hasta 2019. Finalmente, las elecciones de 1982, ganadas por el Partido Socialista (PSOE), mostraron la inanidad de la derecha antisistema que, dividida entre candidaturas de siete partidos, solo reunió un 0,73 por ciento de los sufragios.

Este reiterado fracaso de un sector que había sido puntal de la vida política durante casi medio siglo, y que tardaría otro tanto en remontar, obedeció a causas diversas. La prolongada existencia de una dictadura que se justificaba ideológicamente mediante su «Cruzada» anticomunista de 1936, le restó apoyos en las nuevas generaciones, masivamente contrarias a que la fidelidad a la memoria histórica del franquismo y a su modelo de Estado constituyeran una rémora para la creación de un futuro marco de convivencia nacional. Por otra parte, la dictadura de Franco nunca fue una opción política unitaria. Las familias fundacionales -falangistas, tradicionalistas, monárquicos y católicos sociales- tenían grandes diferencias doctrinales y rivalidades grupales. El auge de los tecnócratas, desde finales de los años cincuenta, introdujo pautas de desideologización en nombre de una modernización económica y social que alentó, por otra parte, creciente demanda de democracia en las clases medias y el proletariado. E iniciada la Transición, la nueva extrema derecha basó su discurso en la nostalgia del franquismo, los referentes doctrinales anclados en los años treinta y un único proyecto, consistente en cerrar cualquier vía al desarrollo de la democratización. Viejas propuestas, inútiles para retener un tiempo ya pasado.

De modo que, frustrada desde el principio la actuación contra el orden constitucional mediante el recurso de ganar elecciones, la ultraderecha acudió a lo que se denominó «la estrategia de la tensión». Una vía asumida de modo tácito, que se veía favorecida por la actividad terrorista de un sector de extrema izquierda igualmente interesado en hacer fracasar la transición a la democracia. Grupos como los Guerrilleros de Cristo Rey, la Triple A (Alianza Apostólica Anticomunista), el Frente de la Juventud o el Batallón Vasco Español, inspirados en modelos italianos y argentinos y con connivencias en las fuerzas policiales y en los servicios secretos del Estado, ejercieron la violencia y el asesinato con propósitos desestabilizadores. La tensión se transmitió a un sector de las Fuerzas Armadas, el «búnker militar», que organizó algunas tramas golpistas, culminadas en el fracasado golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, una confluencia de esfuerzos desestabilizadores que encontraron su imagen pública en el asalto al Congreso de los Diputados por los guardias civiles del teniente coronel Antonio Tejero. El «tejerazo», que provocó un movimiento global de rechazo ciudadano, cerró definitivamente la posibilidad de una dictadura neofranquista y hundió el ya escaso crédito de la ultraderecha. Fue más que simbólico que, al producirse el fracaso electoral de 1982, Blas Piñar anunciara la disolución de Fuerza Nueva, el único de sus partidos con una base de militancia considerable.

La magra cosecha neofascista

La existencia de la derecha antisistema entre 1982 y 2018 se mantuvo en esta tónica de debilidad y fragmentación3. No contó con diputados en las Cortes Generales, ni en los parlamentos de las autonomías regionales, sólo con un puñado de concejales, la mayoría en medianas y pequeñas poblaciones, y en el Parlamento Europeo hubo un único y extraño caso de una agrupación de populismo neoliberal. Cada una de las frecuentes fracturas de sus partidos, fruto casi siempre de rivalidades personales, daba origen a grupos aún más pequeños, condenados a dividirse a su vez en fracciones. Los resultados electorales (tablas 1 y 2) no superaban casi siempre el uno por ciento de los sufragios y los partidos o coaliciones solían mantenerse solo una convocatoria como cabeza del sector. Ello marcaba una continuidad con su escaso relieve político durante la Transición, pero con algunas características diferenciadoras.

a) A partir de 1982 se produjo el relevo generacional en los cuadros directivos de los partidos, en parte consecuencia de los reiterados fracasos electorales. En la mayoría de los casos asumía el liderazgo una generación de dirigentes postfranquistas. Muchos de ellos, como José Luis Corral, Ramón Graells, Ernesto Milà o Ricardo Sáenz de Ynestrillas, se habían iniciado en la política a través de Fuerza Joven, la organización paramilitar de Fuerza Nueva, que había asumido un componente doctrinal marcadamente neofascista.

b) Aun sin renunciar a la defensa del pasado franquista, las nuevas formaciones de derecha radical admitían el pacto constitucional de 1978 como punto de partida de su acción política, aunque fuese para rechazarlo. Y poseían la capacidad de innovar doctrinalmente, pero sin posibilidad de influir políticamente, para dar respuestas a asuntos que afrontaban desde su perspectiva genérica antisistema. Como la adscripción de la derecha conservadora a las teorías neoliberales y su Estado mínimo, la legalización del aborto, la aplicación de la normativa de la Unión Europea en España, o el impacto social de la inmigración laboral extranjera.

c) El cambio afectó a las formas de difusión de sus planteamientos teóricos, programas y convocatorias a la acción. Durante la Transición, la ultraderecha había contado con un par de diarios afines de escasa entidad -El ALCÁZAR y El Imparcial- y otras publicaciones de kiosco. Perdidos diarios y revistas, y tras un periodo de extrema penuria, cubierto con fanzines y boletines de difusión interna, la extensión de las Nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación en las décadas del cambio de siglo permitió a cualquier partido o grupúsculo ultra, mediante la difusión en internet, disponer de su propio órgano de comunicación y propaganda. Webs «oficiales» a las que se sumaban una pléyade de blogs y foros destinados a militantes y simpatizantes. Pero todo ello con un desarrollo bastante pobre y escasa audiencia, ya que la ultraderecha «se muestra incapaz de explotar plenamente el potencial ofrecido por internet, fracasando en su uso como un nuevo foro de comunicación, como un medio para renovarse a sí misma, para adoptar nuevos temas y estrategias» (Caiani y Parenti, p.737).

Entrado ya el siglo XXI, este efecto se corregiría en parte con las redes sociales, al abrir nuevas oportunidades en la captación de sectores de la población. Especialmente jóvenes críticos con el sistema político y económico que representaba el conservador Partido Popular, pero que permanecían ajenos a la militancia o al apoyo electoral. Lo que, de algún modo, contribuiría al espectacular despegue de VOX a partir de 2018.

d) Se hizo imposible el mantenimiento de la «estrategia de la tensión» para debilitar el sistema constitucional. El activismo que en este sentido se había generado en sectores de las Fuerzas Armadas y de las de Orden Público, desapareció con el final de la Transición. Contribuyó luego a ello la Ley de Partidos de 2002, que les prohibía «fomentar, propiciar o legitimar la violencia como método para la consecución de objetivos políticos». Por lo tanto, las actividades violentas de la extrema derecha -unos ochenta asesinatos en las décadas del cambio de siglo4- quedaron paulatinamente limitadas a las acciones puntuales de grupos muy radicalizados, en su mayoría ajenos a la vida política legal. Se movían en un universo hermético, fluctuante e interrelacionado que iba desde los núcleos articulados de skinheads, los «cabezas rapadas», miembros de la violenta subcultura importada del Reino Unido, hasta los seguidores de las bandas de rock nacional-revolucionarias, de corte neonazi, o las peñas ultras de hooligans, fanáticos seguidores de equipos de fútbol.

e) Los nuevos partidos abandonaron en gran medida los planteamientos políticos estrictamente localistas que habían predominado en el sector en épocas anteriores, para asumir postulados comunes a la ultraderecha de la Unión Europea (UE). La constatación del creciente éxito de las opciones similares en países vecinos, la denominada derecha radical populista, con el Frente Nacional francés como principal referente, acercó a la española a los mensajes y métodos de acción de la nueva extrema derecha continental. Un europeísmo que, paradójicamente, se basaba en el euroescepticismo con respecto a la construcción de la UE. Y que, erradicado el marxismo de los sistemas políticos continentales, ponía el acento en nuevas bestias negras, como el modelo capitalista neoliberal y su pulsión socio-económica darwinista, el federalismo europeísta o el creciente flujo de inmigrantes económicos y refugiados políticos hacia los países de la Unión.

Ello se reflejó en el influjo de corrientes filosóficas exteriores, desde pensadores neofascistas como Julius Evola, o teóricos de la revolución conservadora, como Alain de Benoist y otros miembros de la Nueva Derecha francesa hasta, más recientemente, el euroasianismo que fomenta el régimen de Vladimir Putin, en Rusia, como alternativa europeísta a los sistemas liberales del Continente y a la influencia americana. Su principal teórico, Alexandr Dugin vio publicada en España su obra fundamental por una editorial vinculada al neonazi Movimiento Social Republicano, que salió con un prólogo del autor dirigido al público hispano5.

f) Aunque «no existe tradición de racismo en la extrema derecha española y ninguno de sus grupos es supremacista blanco» (Carter, 2005, p.40), muy tardíamente los partidos más radicalizados adoptaron de sus homólogos europeos la defensa prioritaria de la «identidad nacional». Con excepción del minúsculo sector neonazi, derivado de CEDADE6, estos pequeños partidos evitaron formalmente el racismo biológico característico de la derecha radical anterior a la Segunda Guerra Mundial y adoptaron el nativismo, o racismo cultural. En este, la discriminación entre colectivos étnicos se relaciona no con las características físicas, sino con las divergentes pautas sociales y de identidad cultural de las comunidades recién asentadas: nativos versus inmigrantes.

Inspirado especialmente en el modelo de la ultraderecha francesa, el nativismo tuvo su pulsión inicial en España en la primera década del siglo XXI, con el impacto causado en los barrios obreros de las ciudades, y en algunas zonas agrícolas, por la competencia entre lugareños e inmigrantes por los puestos de trabajo de baja cualificación. Y, sobre todo, por el choque de mentalidades y estilo de vida de la población local con las comunidades homogéneas establecidas por los recién llegados, especialmente la de origen norteafricano: «Hasta los años 2000, los problemas entre autóctonos y marroquíes no se interpretaban en referencia al Islam, sino más bien en términos de costumbres y hábitos culturales, en definitiva, de la incompatibilidad secular entre el «moro» y el español» (Desrues y Pérez-Yruela, p.13). Más tarde, y sobre todo durante la dura crisis económica iniciada en 2009, la ultraderecha extendería con escaso éxito su defensa del nativismo, vinculado ahora a la islamofobia en su conjunto y al rechazo de los colectivos de inmigrantes magrebíes y latinoamericanos, en un momento de altísimo paro laboral.

Aunque seguir la cronología de los partidos de la derecha radical entre el final de la Transición y la aparición de VOX sería sumamente prolijo, parece posible agruparlos en tres pautas evolutivas, siguiendo la clasificación de «adopción de estrategias» para Europa occidental que establece M. H. Williams.

Primeramente, la del legado fascista vinculada a la herencia búnker tardofranquista: los grupos falangistas, Juntas Españolas o el Frente Nacional, sucesor de Fuerza Nueva, partidos que «parecían encontrarse cómodos en su asociación con el pasado y no buscaron activamente nuevas oportunidades para ganar influencia reposicionándose». Más tarde, la de los partidos emprendedores de finales del siglo XX y la de sus continuadores de la actual centuria, que renovaron el modelo de organización de partido, «introdujeron líderes carismáticos, buscaron publicidad en los medios de comunicación» y asumieron un nuevo lenguaje «para distanciarse de retórica fascista» o adaptarla a la sociedad postindustrial (Williams, pp.56-57). En España se puede identificar esta nueva línea, en un primer momento, como la radicalizada deriva nacional-revolucionaria (Movimiento Social Español, Alianza por la Unidad Nacional) y, en su segunda fase, como los partidos nacional-populistas (Democracia Nacional, España 2000 y, sobre todo, VOX).

Anarcoliberales: orto y ocaso del populismo empresarial

En este universo variopinto y dinámico, pero canijo en su dimensión exterior, la derecha antisistema española se desenvolvía en unos parámetros comunes en el rechazo pleno al sistema constitucional vigente. Sin embargo, sus grupos poseían visiones doctrinales y proyectos de Estado y de construcción nacional muy diferentes, desde el integrismo religioso del Partido Familia y Vida, o del Movimiento Católico Español, hasta las pulsiones neonazis del Movimiento Social Republicano. Se trataba, no obstante, de partidos organizados jerárquicamente, que contaban con programas más o menos vertebrados de construcción de un sistema político e institucional distinto al liberal parlamentario que sancionaba la Constitución de 1978.

A finales del pasado siglo, los analistas comenzaron a prestar atención en la Europa occidental y central a un nuevo estilo de plataformas y partidos que proponían un alejamiento de los procedimientos de la política parlamentaria y que se conocen como populistas: «El populismo considera que la sociedad está dividida en dos homogéneos sectores antagónicos: «el auténtico pueblo» y «la élite corrupta», y argumenta que la política debe ser una expresión de la volonté générale de la gente» (Mudde, 2004, p.543). Los populistas apelan a la «democracia directa», la movilización del pueblo contra «el Sistema», que es el Estado inmovilizado y todopoderoso que controlan sus enemigos, los políticos profesionales y los altos funcionarios públicos.

Existe una considerable dificultad al establecer la taxonomía del sector, ya que, «está determinado en gran medida por una subjetividad común y, por lo tanto, a qué personas queremos percibir como tales (...) Usar el término para los extremistas es menospreciarlos; usarlo para los políticos que podrían sugerir una política directa que apele a un gran segmento de la sociedad, puede ser distorsionador» (Oswald, p.5). Por lo que, ante «la connotación negativa asociada a casi todos sus componentes, en general ningún partido político se define explícitamente como populista» (Mudde, 2007, p.35). A pesar de ello, desde la teoría política se ha planteado la existencia de tres variantes en la tendencia. Dos de derecha: el populismo neoliberal, partidario del Estado mínimo y del gobierno de una élite de técnicos en frecuente consulta directa con los ciudadanos, y la derecha radical populista, o nacional-populismo, ultranacionalista y xenófoba, que hereda y moderniza el espacio neofascista. Y otra de izquierda, el social-populismo postcomunista, surgido de las movilizaciones populares anticapitalistas y de los movimientos asamblearios.

La apelación a la democracia directa, mediante las referendos y plebiscitos, es una de las vías privilegiadas del discurso protestatario en la derecha populista española, ya que «España no es país para consultas populares. Las condiciones para que se efectúen son difícilmente aceptables para el sistema parlamentario, que no se muestra fácilmente dispuesto a aceptar las demandas ciudadanas» (Lorente, p.402). Su denuncia de la colusión de intereses para impedirlas, entre los poderes económicos, la burocracia estatal y la clase política profesional –»la casta», para el populismo de izquierda- es uno de los escenarios favoritos para movilizar la protesta popular en demanda de una reforma radical del sistema representativo que, aseguran, en el vigente modelo parlamentario no estaría al servicio del pueblo.

Paradójicamente, «el populismo se manifiesta contra las elites en la medida en que se trate de las dirigencias en el poder, a las que pretende reemplazar (...) Cuanto menos, llama la atención que rara vez haya coincidencias sociales entre los políticos populistas y los sectores a los que se dirigen» (Grabow, p.126). En España, este «servir al pueblo» fue protagonizado, en la primera ola de populismo derechista, por un gran empresario, José María Ruiz-Mateos, un rico promotor inmobiliario, Jesús Gil y Gil, y un exitoso banquero, Mario Conde, enfrentados a serios problemas en su trayectoria profesional por lo que consideraban una conspiración en su contra de los poderes económicos y de los dos grandes partidos sistémicos, PP y PSOE. Con distintos niveles de intensidad y de capacidad teorética, entre 1986 y 2003 los tres siguieron la senda marcada por Silvio Berlusconi y su FORZA Italia. Con la diferencia de que el empresario italiano fue tres veces primer ministro de su país y los españoles no pasaron de ser síntoma precursor.

Ruiz-Mateos, miembro de una familia de bodegueros jerezanos, había levantado Rumasa, el mayor emporio empresarial de la España de la época. En 1983, el Gobierno de Felipe González expropió sus empresas alegando riesgo de quiebra y luego las reprivatizó. Ello le lanzó a una espiral de denuncias de corrupción contra la Administración socialista y algunos miembros del empresariado y la banca, que le costaron varios procesos judiciales. El éxito de su buscada sobreexposición mediática (llegó a presentarse a juicio vestido de Supermán y su colleja en público al ministro de Economía al grito de «¡Que te pego, leche!» quedó en la memoria popular como un exabrupto justiciero por excelencia) le animó a lanzarse al ruedo político.

En el verano de 1989 fundó el Partido del Trabajo y el Empleo, que preconizaba la desregulación económica casi total, el pleno empleo y la reducción al mínimo de la Administración pública. Con la personalista denominación de Agrupación de Electores Ruiz-Mateos, el partido se presentó a los comicios europeos en un momento en que la derecha parlamentaria se encontraba en su nivel más bajo. Con un discurso básicamente «anti», obtuvo casi el cuatro por ciento de los votos y dos escaños en Estrasburgo, para el líder y su yerno. Pero enseguida se consolidó la opción de gran derecha del recién fundado Partido Popular y la Agrupación, que con el eslogan «España para los españoles» se aproximó a los postulados nativistas de la derecha radical populista conforme a la tipología del denominado «partido xenófobo neoliberal» (Carter, 2017, p.57), no superó en adelante el uno por ciento de los votos y dejó de funcionar en 1994.

Jesús Gil y Gil, el más «berlusconiano» de los tres, el único que afirmaba pertenecer al pueblo llano, era promotor inmobiliario y propietario de un gran club de fútbol, el Atlético de Madrid. Enfrentado a los problemas que planteaban los ayuntamientos a sus ambiciosos planes de construcción en la turística Costa del Sol, en 1992 obtuvo un rotundo triunfo sobre el anterior equipo socialista al hacerse sus colaboradores con 19 de las 25 concejalías de Marbella (Málaga) y convertirse él en alcalde, prometiendo librar a la ciudad de «prostitutas, lesbianas y drogadictos». Luego creó una plataforma de apoyo a su carrera política, el Grupo Independiente Liberal, cuyas siglas, GIL, reproducían su apellido. Con la promesa de acabar con el bipartidismo municipal, el GIL inició una expansión que le permitió hacerse con muchos ayuntamientos de la costa andaluza y gobernar, en 1999, la ciudad autónoma de Ceuta. Pero socialistas y populares cerraron un pacto para combatirlo, al tiempo que el empresario comenzaba a enfrentarse a procesos judiciales por corrupción y malversación de caudales públicos. Inhabilitado como alcalde por el Tribunal Supremo, Gil disolvió su agrupación política en 2003.

Comprometido a «gestionar los recursos nacionales como una empresa» y autor de la frase «¿pero qué diferencia hay entre arreglar un club (de fútbol) y arreglar un país?»7, Jesús Gil ha permanecido como la figura más reconocible y mediática del populismo de derechas en España: «él mismo templó por momentos el diapasón del populismo en este país a finales de los ochenta, durante toda la década de los noventa y parte del nuevo siglo» (Castelló, p.11).

El tercer movimiento liberal-populista lo encabezó Mario Conde, un exitoso empresario con amplia proyección social, miembro de la glamurosa beautiful people de la etapa de gobierno socialista y presidente del Banco Español de Crédito (Banesto). Sus problemas de gestión, denunciados como una quiebra patrimonial, llevaron al Gobierno a intervenir el banco y él fue condenado a prisión. Al salir, en 1999, decidió actuar en política y virtualmente adquirió un pequeño partido liberal, el Centro Democrático y Social, que atravesaba una angustiosa situación económica. Con otros grupos aún más pequeños levantó una coalición, la Unión Centrista, que destinaba a acabar con la hegemonía del PP en la derecha y que presentó candidaturas en 49 de las 52 circunscripciones en las elecciones generales de 2000. La Unión consiguió el 0,10 por ciento de los votos y, en la misma noche electoral, Conde abandonó la presidencia del partido. Repitió en 2012 con otro, Sociedad Cívica y Democracia, que obtuvo el 1,11 por ciento de los sufragios en las elecciones regionales gallegas de ese año, tras lo que el exbanquero abandonó la actividad política.

Pese a tan mínimos resultados, Mario Conde, con una sólida formación jurídica, es una figura clave en la teorización del populismo español de derechas. En su libro El Sistema. Mi experiencia del Poder (1994) elaboró un alegato contra un Estado fuerte en manos de políticos profesionales y funcionarios, herederos de «una agobiante carga de tradición autoritaria». Proponía «un resurgimiento de la sociedad civil» mediante la construcción de un Movimiento Cívico antisistema, que concitara un masivo apoyo ciudadano para acometer «una reducción del Estado tanto cuantitativa como cualitativamente». Pero ello no lo debía realizar el pueblo por sí mismo, ya que entonces «la reforma se puede producir por la vía de los hechos y de forma incontrolada». Debían dirigirla los más capaces, los empresarios: «¿Por qué los empresarios no pueden asumir en un momento determinado un papel político? ¿Qué se quiere decir con esa pretendida «profesionalización» de los políticos? ¿No se está tratando de construir un modelo cerrado que provoca esa superestructura desligada de la sociedad?»

El tiempo del liberal-populismo pasó rápido. Entre 1996 y 2004, y luego entre 2011 y 2018, el PP gobernó con un programa económico paladinamente neoliberal, básicamente encomendado a equipos de tecnócratas en coyunturas económicas muy favorables, lo que restó argumentos, y votantes, a la deslavazada acción protestataria de los populistas liberales.

Fusión de neos: el ascenso de VOX.

En 2011, el Partido Popular retornó al poder con mayoría absoluta en el Parlamento y su presidente, Mariano Rajoy, asumió la jefatura de un Gobierno monocolor. En el seno del partido se había desarrollado una corriente crítica que, entre otras cosas, consideraba que el sistema constitucional ponía en serio peligro la unidad nacional al fomentar el auge de los nacionalismos separatistas, y que su modelo de Estado era excesivamente caro e intervencionista. Neoconservador y nacionalista en política y neoliberal en economía, este sector del PP estaba encabezado por el eurodiputado Alejo Vidal-Quadras, y el presidente de la Fundación para la Defensa de la Nación Española, Santiago Abascal. Su rechazo a la política liberal-conservadora de Rajoy los llevó a escindirse del PP y fundar su partido propio, VOX, en diciembre de 2013: «El PP de Mariano Rajoy encabezó manifestaciones y firmó recursos contra la memoria histórica, el aborto o el matrimonio homosexual, y cuando llegó al poder - ¡con mayoría absoluta! - no solo no derogó ninguna esas políticas, sino que casi las asume como propias»8.

Los inicios fueron modestos, como correspondía a un partido antisistema que buscaba acomodo en la casi inexistente extrema derecha: el 0,23 de los votos en las generales de 2015 y el 0,20 en las del año siguiente. Pero, a continuación, el Partido Popular se vio envuelto en una asombrosa sucesión de escándalos de corrupción en todos los niveles institucionales, que perjudicaron gravemente su crédito político. Bajo la presidencia de Abascal, VOX estuvo entonces en condiciones de sumar buena parte del voto conservador, especialmente cuando Rajoy cayó víctima de una moción de censura parlamentaria, estalló la lucha por su sucesión en el PP y el Partido Socialista llegó al Gobierno sin mayoría absoluta y en una situación general de intensa inestabilidad política. Las dos elecciones generales de 2019 señalaron el despegue espectacular de VOX: el 7,29 por ciento de los votos al Congreso en junio y el 15,08 en noviembre, lo que le convirtió en el tercer partido del país en representación parlamentaria.

Los minúsculos partidos neofascistas y tradicionalistas que debían rivalizar con la nueva formación en la disputa por el voto ultraderechista, desaparecieron prácticamente. La histórica Falange Española de las JONS, que en junio de 2016 recibió 9.909 votos en las elecciones generales, frente a los 47.182 del partido de Abascal, bajó a 616 en noviembre de 2019, mientras VOX se hacía con más de tres millones y medio de sufragios y los restantes grupos de derecha radical habían desaparecido de panorama electoral. Así que la pequeña escisión neoconservadora del PP no se convirtió ahora en la fuerza hegemónica de la extrema derecha. Se convirtió en toda la extrema derecha. Y no tuvo que llamar, se le sumaron.

Definido abiertamente como partido «fascista» por la izquierda, los estrategas de VOX han buscado limitar ante la opinión pública el impacto en su imagen de la militancia y electorado incorporados desde ese sector. Especialmente cuando, a partir de 2019, se abrió la posibilidad de una futura participación en el Gobierno de la nación y de las comunidades autónomas en coalición con el PP. Resulta evidente que el partido ocupa la posición de extrema derecha en el arco político y que se sitúa en el espectro de la derecha radical populista europea, con tendencia al arbitrismo y componentes de nacionalismo nativista, euroescepticismo, confesionalidad católica o darwinismo social. Aunque sus portavoces no manifiestan, como lo hacían sus antecesores, un rechazo expreso y total de la democracia parlamentaria, defienden sustituir la «constitución jurídica», vigente para ajustarla a la «constitución política», la naturaleza histórica de la comunidad nacional española (Abascal y Bueno, p.122).

En este sentido, tras los comicios de mayo de 2019 al Parlamento Europeo, los diputados electos de VOX evitaron integrarse en el grupo parlamentario Identidad y Democracia, donde figuran los partidos propiamente radical populistas -Alternativa por Alemania, La Liga italiana, el Frente Nacional francés, etc.- y se adhirieron a la minoría europarlamentaria del Partido de los Conservadores y Reformistas Europeos, integrado por grupos euroescépticos de 29 países.

A partir de 2019, VOX pasó, de presentarse como un movimiento antisistema, a situarse en la expectativa de asumir responsabilidades de gobierno, en coalición con el PP. Ello responde a un contexto europeo en el que «los partidos y los políticos de la derecha radical populista comienzan a ser considerados koalitionsfähig (aceptables para una coalición) por la mayoría de los partidos tradicionales de derecha y, a veces, también de la izquierda» (Mudde, 2019, pp.28-29). Las elecciones regionales en Madrid, de mayo de 2021 (9,15 por ciento de los votos) y en Andalucía, de junio de 2022 (13,47) convirtieron al partido en un posible apoyo parlamentario para los gobiernos del Partido Popular, mientras que las de Castilla y León, de febrero de 2022 (17,64), permitieron a VOX entrar, por primera vez, en un Ejecutivo autonómico con el PP.

Habrá que esperar a los procesos electorales de 2023 (municipales, regionales y generales) para comprobar si la espectacular progresión del novel partido que ha unificado a la extrema derecha le lleva a integrarse plenamente en el sistema de gobernanza del Estado. Y si, con ello, desaparecerá la derecha antisistema en España luego de medio siglo, o se abrirá un proceso de reasentamiento con nuevas opciones radicales.

Notas

1 Trabajo recibido: 13-9-2022. Aceptado: 4-11-2022.
2 Julio Gil es Dr. en Historia por la Universidad Complutense de Madrid y Profesor titular de la UNED; Luiza Lordache es Dra. en ciencia política por la Universidad Autónoma de Barcelona y Dra. en Historia por la UNED, Madrid. Contactos: jgil@geo.uned.es ; luizaiordache@geo.uned.es
3 En este sentido, una de las primeras sistematizaciones sobre la nueva derecha radical, señalaba la «ausencia de partidos significativos en España» (Kitschelt y McGann, p.56).
4 Informe Raxen nº 45. Ofensiva xenófoba durante la crisis económica, Madrid, Movimiento contra la Intolerancia, 2010, p. 52.
5 Alexandr Dugin, La cuarta teoría política (2012), Barcelona, Ediciones Nueva República. En 1992 había aparecido, en una editorial comercial madrileña, su Rusia. El misterio de Eurasia.
6 El Círculo Español de Amigos de Europa (CEDADE) fue la primera organización nacionalsocialista posterior a la Guerra Mundial. Fundado en 1966 bajo la pantalla de una entidad dedicada a la música de Wagner, a su desaparición, en 1993, fue continuado por algunas agrupaciones políticas, en especial Estado Nacional Europeo y el Movimiento Social Republicano.
7 Declaraciones a El País Semanal, 27-X-1989.
8 Declaración de Víctor Gómez Coello de Portugal, en Altozano y Llorente. (2018 p.128).

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