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Revista del Museo de Antropología

versión impresa ISSN 1852-060Xversión On-line ISSN 1852-4826

Rev. Mus. Antropol. vol.16 no.3 Córdoba  2023  Epub 28-Dic-2023

http://dx.doi.org/10.31048/1852.4826.v16.n2.41373 

Arqueología

Entre ríos, esteros y pozos. Agua, instalación y movilidad indígena en el Chaco y la llanura santiagueña: perspectivas etnográficas, históricas y arqueológicas

Among rivers, marshes, and wells. Water, settlement, and indigenous mobility in the Chaco and the Santiago del Estero plains: ethnographic, historical, and archaeological perspectives

Judith Farberman1 

Constanza Taboada2 

1Centro de Estudios de Historia, Cultura y Memoria, CeHCMe, Universidad Nacional de Quilmes. Universidad de Buenos Aires. CONICET. E-mail: jfarberman@gmail.com

2Instituto Superior de Estudios Sociales, ISES, CONICET-UNT. Instituto de Arqueología y Museo, Facultad de Ciencias Naturales e IML, Universidad Nacional de Tucumán. E-mail: constanzataboada@gmail.com

Resumen

Este artículo analiza, desde la arqueología y la historia, las estrategias de asentamiento y movilidad de las sociedades indígenas de la llanura santiagueña y del Chaco en relación con la escasez o demasía de agua. Se enfoca en distintos sectores dentro de este gran espacio y discute el uso de ríos y bañados, así como la implementación de pozos y represas. Indaga asimismo en la relación entre paleomabiente, organización socio política, control de los recursos y envergadura de los trabajos necesarios para aprovecharlos. Las coordenadas cronológicas atienden a dos duraciones diferentes. El análisis arqueológico se extiende entre el 1000 de la era cristiana y la conquista española, período que conoció dos eventos paleoclimáticos de signo opuesto: el Cálido Medieval y la Pequeña Edad del Hielo. El relato histórico, en cambio, se ocupa de un período más breve y particularmente árido -la primera mitad del siglo XVIII-, de plena expansión de las misiones jesuíticas.

Palabras clave: Represa; Movilidad; Ambiente; Chaco; Santiago del Estero

Abstract

This article analyzes, from the perspectives of archaeology and history, the settlement and mobility strategies of indigenous societies in the plains of Santiago and Chaco in relation to the scarcity or abundance of water. It focuses on different sectors within this vast area and discusses the use of rivers and wetlands, as well as the implementation of wells and dams. It also explores the relationship between paleoenvironment, socio-political organization, resource control, and the scale of the efforts required to exploit them. The chronological coordinates cover two different durations. The archaeological analysis spans from the year 1000 of the Christian era to the Spanish conquest, a period that experienced two opposite paleoclimatic events: the Medieval Warm Period and the Little Ice Age. The historical account, on the other hand, deals with a shorter and particularly arid period - the first half of the 18th century - during the full expansion of the Jesuit missions.

Keywords: Represa; Mobility; Environment; Chaco; Santiago del Estero

Introducción

“Todos estamos a la expectativa, esperanzados en la creciente esa que debe venir por el río barrancoso; hueco, estéril río la mayor parte del año…Cuando llegamos a la punta del agua, ésta se derrama en una hoya profunda. Es una lengua que embebe la tierra al tiempo que se desliza como un reptil incontenible…” (Abalos, 1975: 42).

Este artículo trata del manejo regional del agua considerando estrategias de instalación, movilidad y relaciones socio-políticas entre fines del primer milenio de la era cristiana y el siglo XVIII. Se enfoca en la llanura que se extiende entre Santiago del Estero y Chaco (Argentina), un área históricamente signada por su dinámica hídrica (Figura 1). La intención es proveer y evaluar datos a fin de problematizar la cuestión y guiar análisis más específicos a futuro.

Si bien el agua ha sido siempre un factor vivificador, aprovechable de diferentes maneras, tanto su escasez como su demasía han sido causa de hambrunas, migraciones forzadas y conflictos en la historia de Santiago del Estero y del Chaco. Sequías extremas e inundaciones se han sucedido en ciclos estacionales y también de modo eventual, vinculando factor ambiental, prácticas tradicionales y dinámicas sociales.

Por cierto, no se trata de una cuestión privativa del área de estudio (que, sin embargo, exhibe ciertas particularidades). La problematización del manejo del agua en las tierras bajas sudamericanas ha visibilizado el desarrollo de prácticas históricas, así como de paisajes arqueológicos compuestos por montículos y depresiones asociados a áreas inundables. Se ha planteado para ellos la posibilidad de su modelación y gestión antrópica, pero también la dificultad para discernir en términos prácticos y conceptuales el grado de intervención humana y natural (Bonomo et al., 2019; Fresco, 2003; Giannotti y Suárez, 2011; Mazz et al., 2016; etc.). Asimismo, reviste gran actualidad la discusión sobre el desarrollo de tecnologías que no sólo se orientaran al encauzamiento y almacenaje, sino que incluyeran también una infiltración subterránea del agua para su posterior recuperación: la llamada “siembra y cosecha de agua” (Heider, 2023; Martos-Rosillo et al., 2020).

Nuestra hipótesis es que una dinámica ambiental como la operada en la región de estudio debió generar paisajes sumamente cambiantes en sus morfologías y en la distribución espacial y temporal del agua y de los recursos naturales, con consecuencias en el habitar. Estas circunstancias habrían sido afrontadas, a la vez que aprovechadas, a través de estrategias y adecuaciones -eventuales, períódicas o definitivas- vinculadas con la obtención de agua y otros recursos, la vivienda, la permanencia de instalación, la circulación y los modos de interacción, con variaciones según se tratara de épocas de escasez o de abundancia hídrica.

El artículo se organiza en cuatro partes. La primera consiste en una descripción ambiental; las siguientes, complementarias entre sí, articulan investigaciones etnográficas, arqueológicas e históricas. Por la diferente naturaleza y disponibilidad de los datos, no se pretende cubrir exactamente los mismos temas y espacios, aunque la región abarcada presenta semejanzas en términos ambientales, modos de instalación y tradiciones culturales, que permiten su integración en el análisis.

La sección etnográfica es sólo una plataforma de partida que, además de mostrar la relevancia que tiene el ambiente en la organización de la vida local, busca comprender las lógicas de gestión hídrica para mejor evaluar la información arqueológica y los escritos de época colonial. Los datos han sido obtenidos mediante observaciones en Santiago del Estero y son similares a los recogidos entre las comunidades Toba de Chaco (Martínez et al., 2014).

La segunda parte desglosa la cuestión arqueológica para algunos sectores de la llanura santiagueña (Figura 1). Para ello, se utilizan resultados de trabajos de campo del equipo y datos del siglo pasado, que muestran semejanzas con los modos de instalación prehispánica referidos para la provincia de Chaco (De Feo et al., 2003; Lamenza et al., 2019; Salceda et al., 2008). Se postulan, asimismo, con las situaciones paleoclimáticas, considerando lógicas de eficiencia y necesidades vitales en el marco de los desarrollos socio-políticos prehispánicos.

Figure 1 Map of the study area with the location of sites, rivers, and places mentioned in the text. Prepared by: Ernesto Rodríguez Lascano (ISES CONICET-UNT). 

La tercera parte es un relato histórico basado en fuentes textuales, que suma sectores del espacio chaqueño, una suerte de hinterland oriental del Tucumán colonial. A los efectos de este artículo, se piensa prioritariamente en la extensa región que se abría al oriente del río Salado y que llegaba hasta el Bermejo (Figura 1). Aunque sin conquistar, este commedio era transitado por “indios cristianos” y grupos hispanos criollos que buscaban desplegar estrategias ofensivas y defensivas como la erección de reducciones (Lucaioli y Sosnowski, 2018; Maeder et al., 2016; Salinas y Folkenand, 2018). La información -aportada principalmente por jesuitas- es útil para el análisis de la movilidad indígena en función de la consecución de agua y sirve como fuente de hipótesis para pensar datos arqueológicos, sin pretensiones de formular analogías directas, ni aplicar los datos de unos u otros momentos a diferentes épocas, espacios y poblaciones1.

Marco geográfico ambiental

Nuestro estudio atiende a diversos sectores de la llanura que se extiende entre los ríos Dulce, Salado y Bermejo (Figura 1), dentro del Distrito del Chaco Semiárido (Giménez y Moglia, 2003) de la Provincia fitogeográfica Chaqueña (Oyarzabal et al., 2018). Esta región carece de cursos permanentes en la amplia superficie entre el Salado y el Bermejo y muestra una amplia variación hídrica estacional. Así, las precipitaciones mínimas se producen en invierno (15-150 mm) y las máximas en el verano (250-450 mm), con tendencias “doble pico” para fines de primavera y verano (Giménez y Moglia, 2003, siguiendo a Hirschhorn, 1986). Períodos de severas sequías contrastan con inundaciones que pueden durar varios meses (Morello y Adámoli, 1974).

Debido a la escasa pendiente, los ríos se han desplazado, unido y separado, derramándose en bajos naturales, formando o reactivando bañados y anegando grandes superficies (Morello y Adámoli, 1974). Los paleocauces, las referencias históricas y los mapas antiguos muestran que la deriva fluvial afectó a la región desde antiguo, cambiando la fisiografía, la distribución de recursos y las posibilidades de instalación y vida (Cioccale, 1999; Herrera et al., 2011; Iriondo, 2006).2

Si bien no existen análisis paleoclimáticos locales, estudios paleoambientales regionales (Cioccale, 1999; Iriondo, 2006; Tonni, 2006), datos arqueológicos y geomorfológicos de la zona (Cione et al., 1979; Del Papa, 2012; Frenguelli, 1940; Lorandi, 2015) e información de fuentes coloniales (Castro Olañeta, 2013; Herrera et al., 2011; Taboada y Farberman, 2014) permiten hipotetizar una concordancia general entre la situación local y las variaciones paleoclimáticas macrorregionales. Podemos pensar en un ambiente y una dinámica climática del pasado más o menos semejantes a los actuales, con intensificación de ciertos factores -esencialmente la diferente disponibilidad hídrica- durante los eventos climáticos conocidos como Cálido Medieval y Pequeña Edad de Hielo.

Hacia el 1500 A.C., se inició una época de gran aridez, que habría culminado entre mediados y fines del primer milenio de la era cristiana con el Cálido Medieval (Iriondo, 2006). Este evento propició un ambiente templado y húmedo, desarrollo de suelos y expansión de sistemas fluviales y lacustres, llegando hasta, aproximadamente, el 1300 o 1400 D.C. Por entonces, sobrevino la árida y fría Pequeña Edad de Hielo, que se prolongó hasta el siglo XIX (Cioccale, 1999).

La Pequeña Edad de Hielo, empero, no fue uniforme. Atravesó periodos con precipitaciones extraordinarias que provocaron inundaciones en torno a los ríos Dulce y Salado e impulsaron traslados poblacionales (Herrera et al., 2011). Dio lugar a dos principales pulso fríos y áridos, separados por una época más benigna. El primero se habría iniciado en momentos prehispánicos tardíos, cubriendo el siglo XV hasta finales del XVI, mientras que el segundo, más importante, se extendió a lo largo del siglo XVIII, caracterizándose por oscilaciones extremas e intensas sequias (Cioccale, 1999; Herrera et al., 2011; Iriondo, 2006). Nuestro estudio arqueológico abraza ambos eventos climáticos; el relato histórico, en cambio, transcurre durante el último pulso árido.

Manejo tradicional del agua en la llanura santiagueña

Actualmente, la dinámica ambiental y la marcada estacionalidad hídrica tienen importantes consecuencias en las actividades e instalación de la población (Giménez y Moglia, 2003). La seca incide sobre el consumo de personas, animales y plantas, convirtiendo áreas otrora habitables, productivas y con diversidad natural en desiertos y salitrales. También la demasía de agua puede acarrear cambios significativos: junto a su potencial para regar bosques y cultivos, reactivar cauces secos, formar bañados que atraen la fauna y colmar reservorios, suele generar grandes anegamientos que modifican el paisaje y sus posibilidades de uso (Figura 2).

Figure 2 a) Marshes of Añatuya. b) Desiccated area in the Santiago del Estero plain. Photos: Constanza Taboada. 

Las poblaciones rurales locales han ideado históricamente modos de instalación y tecnologías específicas para proveerse de agua en momentos de escasez y para aprovecharla mientras se hallaba disponible, evitando los efectos devastadores en situaciones de exceso. Dentro de la escasa variación altitudinal del paisaje, la instalación busca siempre los terrenos más elevados. Así, el agua escurre y se acumula en bajos aledaños o en receptáculos artificiales, sirviendo de reserva e irrigando sembradíos (procedimiento ya registrado en las fuentes coloniales (Lorandi, 2015)) (Figura 3). Estos dispositivos, no obstante, pueden no ser suficientes. Es usual que los pobladores opten por trasladarse a sus puestos cuando se inunda el lugar donde viven, para re-habitarlo cuando baja el agua. Los modos constructivos también son apropiados al ambiente: Los ranchos de palo a pique utilizan postes de quebracho colorado que soportan las inundaciones sin pudrirse. o bien pueden desarmarse y trasladarse (Taboada, 2023).

Figure 3 a) Natural lowland (Bajo del Coronel, Icaño). b) Old riverbed used for sowing (Mancapa). c) “Represa” El Tirano (Copo). c) Well for wáter inside a dry “represa” in marshes of Añatuya (in the foreground, a “batea”). Photos. Constanza Taboada. 

Lluvias, ríos y bañado son fuentes naturales de agua, que concentran, asimismo, fauna y flora usadas respectivamente para el consumo y las construcciones. También los bajos acumulan agua de lluvia, de escurrimiento y de desborde fluvial, que se aprovecha antrópicamente. En cuanto a las aguas subterráneas, se obtienen mediante pozos de diferentes características. A las aguas profundas, se accede con perforaciones complejas, calzadas con mampostería o quebracho colorado para que no colapsen. Otros pozos más simples se cavan en fondos de paleocauces y represas secas, buscando aguas retenidas a poca profundidad por capas arcillosas (Wagner y Wagner, 1934).

Las represas son los más característicos de los reservorios artificiales. Muy difundidas en Santiago del Estero, pero también usadas en Chaco y otras provincias linderas, son amplios receptáculos para reunir agua de lluvia (una represa doméstica puede tener unos 6 x 6 m promedio). Se suelen cavar estratégicamente en bajos naturales, de modo de captar también aguas de escorrentía mediante el acomodamiento de la tierra extraída a través de pendientes y/o canalizaciones. Se profundizan hasta alcanzar una capa arcillosa, que funciona como base bastante impermeable al ser compactada mediante el pisoteo del ganado. Pueden estar cercadas para regular su uso o el ingreso de animales (Figura 3). Es común la reutilización y re-excavación de represas antiguas.

Agua e instalación en tiempos prehispánicos y pericoloniales

La presunción de la importancia de la gestión del agua para las poblaciones indígenas de la llanura santiagueña atraviesa la bibliografía arqueológica pionera. Sitios conformados por montículos asociados a cauces secos y a hondonadas a las que, por su similitud con los dispositivos actuales, se denominó represas, dispararon discusiones sobre su génesis y función (Relaciones, 1940; Wagner y Wagner, 1934). En su mayoría, el agua jugaba un papel relevante, y la movilidad asomaba entre las opciones propuestas para afrontar los cambios hídricos críticos (Reichlen, 1940). PPosteriormente, el tema sólo fue retomado dentro de una investigación más amplia (Lorandi y Lovera, 1972; Cione et al., 1979).

Se propone aquí una relectura de los datos disponibles a partir de nuevas vías de entrada. Una de ellas sigue indicios identificados por Reichlen (1940), que evidencian la necesidad de desarmar las generalizaciones construidas por los Wagner. Otra, matiza caracterizaciones previas, considerando nuevos datos de campo y laboratorio, lapsos de ocupación de los sitios y asociaciones estratigráficas, contextuales y espaciales. Los avances han mostrado la pertinencia de correlacionar datos arqueológicos y variaciones paleoambientales, y de incluir factores relevantes sobre la base de observaciones etnográficas, referencias coloniales y lógicas de uso. Dichos aspectos fueron útiles para evaluar diferencias y co-ocurrencia en relación con distintas épocas, climas, espacios, fuentes de agua y presencia/ausencia de montículos y bajos/represas, afinando aproximaciones previas (Taboada, 2019). Sin embargo, la insuficiencia de estudios específicos sobre el tema y de datos modernos sobre gran parte de los sitios trabajados el siglo pasado confieren al estudio arqueológico el carácter de una problematización preliminar.

En principio, cabe advertir que, para la época árida previa al Cálido Medieval, no se han detectado sitios arqueológicos en nuestra zona, a diferencia de lo que ocurre hacia el río Dulce y la zona serrana provincial (Gramajo, 1978; Togo, 2004, etc.). Si bien algunas pocas evidencias aisladas podrían remitir a dicho momento (Taboada y Angiorama, 2021), recién hacia fines del primer milenio de la era cristiana -en concordancia con cambios hacia una mayor humedad y temperatura- hay evidencia clara de instalación humana. Mientras no se registren datos arqueológicos previos significativos, es posible hipotetizar que recién al aumentar el régimen hídrico se dio un poblamiento más estable o denso de la zona (Taboada, 2019). Por estas razones, no habremos de ocuparnos de este momento.

Atenderemos, en cambio, al período que se abre hacia fines del primer milenio y que muestra una situación muy diferente, con la aparición de pequeños poblados constituidos arqueológicamente por montículos y posibles represas (u hondonadas). Para esta época, en la que es imaginable la disponibilidad hídrica en ríos, esteros y bajos, el desafío pudo ser el de sortear los efectos nocivos de la demasía y aprovechar sus ventajas. Podemos hipotetizar que la región resultó un espacio más habitable y apetecible que antes por sus recursos naturales, concitando la expansión poblacional y el desarrollo de estrategias para habitarla. Es significativo que el modo de instalación en montículos aparezca precisamente en este momento y sólo en los sectores de llanura (Lorandi y Lovera, 1972; Taboada, 2019). Aunque discutidas a lo largo de sus diversas variantes sudamericanas, las interpretaciones locales que proponen a los montículos y la habitación sobreelevada como un resguardo contra las inundaciones (Lorandi, 2015; Reichlen, 1940) cobrarían mayor peso situadas específicamente en el contexto local de esta época y condición geográfico-ambiental (ya vimos cómo hoy se privilegian las zonas altas para el emplazamiento habitacional). Respecto de las mentadas represas arqueológicas, las más antiguas referidas corresponden a El Veinte, un sitio ubicado en plena llanura santiagueña, cuya primera ocupación data de inicios del segundo milenio (Lorandi, 2015). Al igual que para los montículos, tampoco se han informado represas para momentos más tempranos que éstos, ni para otros sectores de Santiago del Estero3.

Revisemos ahora la información de los dos sitios mejor conocidos de nuestra área que presentan ocupación correlacionable con el Cálido Medieval: El Veinte y Quimili Paso (trabajados por Lorandi en los años 70). Sobre la base de diversos tipos de datos, se ha propuesto para El Veinte un modelo ecológico en el que el agua jugaba un papel fundamental (Cione et al., 1979; Lorandi y Lovera, 1972). La calibración de los tres fechados obtenidos por Lorandi (2015), junto al análisis integral de las evidencias arqueológicas, apuntan a que la instalación en El Veinte se habría iniciado durante el Cálido Medieval (Tabla 1). Ubicada a 25 km del Salado, la zona está surcada de paleocauces que, al momento de su ocupación, debieron estar activos o bien pudieron llenarse con agua pluvial. Los datos arqueofaunísticos remiten a un ambiente rico en recursos y más húmedo que el actual, que la población habría aprovechado consumiendo una amplia variedad de fauna (mamíferos típicos de humedales, aves de ambientes acuáticos y peces de bañados y de cauces de poca corriente) (Cione et al., 1979). Esto haría pensar en que el curso fluvial cercano al asentamiento no era demasiado correntoso (ofreciendo una habitación segura en torno), o que la pesca -y eventualmente también una instalación no permanente alrededor- se hacía en épocas de baja correntada.

Tabla 1 Tabla con fechados radiocarbónicos disponibles para los sitios y sectores de estudio. Las dataciones han sido calibradas con el programa CALIB 8.1.0 (Hogg et al., 2020). 

ZONA SITIO SIGLA FECHADO CAL. AD 1 SIGMA REFERENCIA
Mesopotamia Sant. Quimili Paso IVIC 863 1140 ± 60 AP 892-944 p. 0.48616 949-993 p. 0.423412 1006-1017 p. 0.090428 Lorandi 2015
Mesopotamia Sant. Quimili Paso IVIC 862 750 ± 70 AP 1230-1247 p. 0.130847 1267-1320 p. 0.545165 1353-1386 p. 0.323988 Lorandi 2015
Mesopotamia Sant. Quimili Paso GIF 2309 730 ± 60 AP 1276-1321 p. 0.562318 1351-1387 p. 0.437682 Lorandi 2015
Mesopotamia Sant. Quimili Paso GIF 2308 670 ± 60 AP 1299-1365 p. 0.812097 1378-1394 p. 0.187903 Lorandi 2015
Mesopotamia Sant. Quimili Paso GIF 2310 590 ± 60 AP 1323-1348 p. 0.305897 1389-1435 p. 0.694103 Lorandi 2015
Mesopotamia Sant. Quimili Paso IVIC 864 450 ± 70 AP 1429 -1509 p. 0.695644 1552-1557 p. 0.025568 1583-1622 p. 0.278788 Lorandi 2015
Este del río Salado El Veinte GIF 3367 950 ± 90 AP 1044-1189 p. 0.889854 1192-1211 p. 0.110146 Lorandi 2015
Este del río Salado El Veinte GIF 3366 720 ± 90 AP 1273-1330 p. 0.485261 1331-1394 p. 0.514739 Lorandi 2015
Este del río Salado El Veinte GIF 3365 690 ± 90 AP 1286-1395 p. 1 Lorandi 2015
Este del río Salado Oloma Bajada GIF 2621 530 ± 90 AP 1323-1348 p. 0.136167 1389-1497 p. 0.846306 1603-1608 p. 0.017526 Lorandi 2015
Este del río Salado Oloma Bajada GIF 2620 460 ± 90 AP 1416-1510 p. 0.659899 1549-1561 p. 0.061826 1576-1623 p. 0.278275 Lorandi 2015
Este del río Salado Oloma Bajada GIF 2619 340 ± 90 AP 1462-1471 p 0.033469 1480-1663 p. 0.966531 Lorandi 2015
Bañados de Añatuya Mancapa D-AMS 046519 1062 ± 23 AP 993-1007 p. 0.56801 1016-1027 p. 0.43199 Taboada y Rodríguez Curletto 2023
Bañados de Añatuya Mancapa LP 2759 790 ± 50 AP 1225-1291 p. 1. Taboada 2014
Bañados de Añatuya Mancapa LP 2776 550 ± 60 AP 1394-1453 p. 1. Taboada 2014
Bañados de Añatuya Mancapa LP 2766 310 ± 40 AP 1510-1550 p. 0.39044 1560-1578 p. 0.142303 1623-1663 p. 0.467257 Taboada 2014
Bañados de Añatuya Sequía Vieja AA105885 800 ± 120 AP 1159-1172 p. 0.053647 1177-1321 p. 0.781609 1352-1387 p. 0.164744 Taboada 2019
Bañados de Añatuya Sequía Vieja LP 2819 470 ± 50 AP 1429-1499 p. 0.924473 1601-1610 p. 0.075527 Taboada 2014
Bañados de Añatuya Sequía Vieja LP 2993 460 ± 50 AP 1436-1501 p. 0.852461 1598-1613 p. 0.147539 Taboada 2016

El Veinte se compone de unos 14 montículos, dispuestos en cuatro hileras que Lorandi consideró antiguos albardones usados para evitar anegamientos (Lorandi, 2015). Dichas hileras, con pendiente hacia una zona baja, terminan en dos represas (o, al menos, hondonadas)4. En la interpretación de la autora, estas últimas no sólo habrían servido para almacenar agua, sino también para drenar el sitio (como plantearan también los Wagner (1934) para otros sitios). La propuesta podría revertir la potencial incoherencia de necesitar represas para guardar agua en una época de supuestas altas precipitaciones y en un lugar con cursos de agua cercanos. Como sea, la decisión de instalarse en torno a los mencionados bajos se remonta indefectiblemente al momento del emplazamiento del asentamiento, durante el Cálido Medieval. Por algún motivo, la elección inicial de esta posición de la aldea fue juzgada beneficiosa, ya fuera por las posibilidades de desagüe y/o con el fin de aprovechar los bajos como oferta hídrica suplementaria, complementaria o preferible (por cercanía, agua dulce, recursos faunísticos, o incluso carencia estacional o eventual de agua a pesar del óptimo climático) a los cursos fluviales, (según veremos, las fuentes coloniales señalan jerarquías en las fuentes de agua preferidas por los indígenas, según tipo y época). Por su parte, las características poco definidas de los niveles de uso de los montículos permiten inferir que los lugares de vivienda quizás se ocupaban y reocupaban durante ciclos relativamente cortos (Taboada, 2016), tal vez en relación con la dinámica hídrica y de recursos faunísticos. Asimismo, la ausencia de huellas arquitectónicas podría indicar refugios livianos y transitorios, suficientes para un clima templado del que, sobre todo, cabía protegerse de la lluvia (Taboada, 2023). Sobre la base de diferentes tipos de evidencias y los fechados existentes5 (Lorandi, 2015; Taboada, 2019), podemos hipotetizar que el final de la ocupación de El Veinte pudo coincidir con los inicios de la Pequeña Edad de Hielo y un potencial desecamiento de las fuentes de agua cercanas, cuando la dinámica hidráulica planteada por Lorandi pudo dejar de funcionar forzando al traslado de la población.

Esta hipótesis de movilidad asociada a una variación hídrica se ve apuntalada con un análisis geomorfológico, distribucional y cronológico de sitios contemporáneos a El Veinte y/o al Cálido Medieval, como Quimili Paso y otros de la zona de Sunchituyoj (en la mesopotamia santiagueña) y de Sayanita (al sur de los bañados de Añatuya)6. Se trata, en todos los casos, de sitios asociados a cauces hoy secos y sin ocupación prehispánica tardía (ni colonial), vinculable a la Pequeña Edad de Hielo7. De hecho, Quimili Paso se encuentra en las márgenes hoy secas del Maillin, un antiguo brazo del río Dulce (Lorandi, 2015) que cruza una zona históricamente regada y abandonada en varias ocasiones por el Dulce y el Salado (Palomeque, 1992). Ante la falta de represas8, Lorandi estimó que el cauce asociado al sitio debió estar activo durante su ocupación (también pudo rellenarse con lluvias). Al igual que El Veinte, Quimili Paso es un sitio de pocos montículos, pero distribuidos irregularmente y sin indicios de uso de albardones como base de la instalación (Lorandi, 2015). Su primera ocupación se remontaría a fines del primer milenio; diversos fechados (Lorandi, 2015), características similares a las de El Veinte en los pisos domésticos y ausencia de restos arquitectónicos podrían indicar también aquí instalaciones poco estables y reocupaciones en distintos momentos (Taboada, 2019; Taboada y Rodríguez Curletto, 2023). Además de los fechados, los restos de fauna, en gran parte asociables a un ambiente más húmedo que el actual (Lorandi, 2015), apuntan a su ocupación durante el Cálido Medieval. Los materiales arqueológicos y fechados calibrados permiten estimar que fue abandonado antes del despliegue de la cerámica tardía Averías, coincidiendo quizás con los inicios de la Pequeña Edad de Hielo y de acuerdo a la apreciación de Reichlen (1940) que consideraba la desecación de la zona por cambio de cauce del río. Como desarrollaremos, las características y lugares de concentración de los grandes sitios con componentes prehispánicos tardíos e hispano-indígenas apuntalan la idea de la elección de otras áreas de instalación a partir de entonces.

Hacia 1300-1400 D.C., se producen cambios significativos en la instalación de las poblaciones de la región, con grandes asentamientos en determinadas áreas y abandono de otros sectores (como la zona de Sunchituyoj y Quimili Paso) o de sitios como El Veinte (Figura 4). Al menos en dos regiones podemos constatar la concentración poblacional: al este del Salado (en el “commedio entre el Salado y el Bermejo” referido por Camaño, sobre el que se volverá) y en los bañados de Añatuya (las “ciénegas” de las crónicas coloniales; Castro Olañeta, 2013; Taboada y Farberman, 2014). En ambas zonas hubo ocupación previa, contemporánea al Cálido Medieval, constatada por fechados y evidencias consistentes con ellos (Lorandi, 2015; Taboada, 2019, Taboada y Angiorama, 2021). Mientras para la primera, donde se sitúa el Veinte (sin ocupación tardía), se apreciaron sitios enormes asociables a momentos prehispánicos tardíos y finales (Lorandi, 2015; Recihlen, 1940; Taboada, 2019; Wagner y Wagner, 1934), en la segunda se conocen sitios de larga duración, con fechados y evidencias que cubren desde inicios del primer milenio hasta la colonia (Taboada, 2014, 2016, 2019; Taboada y Farberman, 2018; Taboada y Rodríguez Curletto, 2023).

Figure 4 Plans of the archaeological sites Llajta Mauca(a) and Represa de los Indios (b), with representations of mounds and lowlands/”represas” and their original legends. Taken fromWagner and Wagner, 1934. 

Empecemos por desmenuzar la situación de la zona al este del Salado, una planicie surcada de paleocauces y actualmente sin cursos activos. A juzgar por los planos de los Wagner (1934), datos aportados por Reichlen (1940) y Lorandi (2015) y un primer recorrido nuestro, es posible aseverar la presencia de enormes sitios (como Represas de los Indios y Llajta Mauca) compuestos de centenas de montículos (los más altos registrados en la llanura santiagueña) asociados a gran cantidad de bajos o represas dispuestos entre ellos. Debido a que, en su mayoría, no han vuelto a ser trabajados desde los pioneros9, ignoramos cuántos de estos montículos son contemporáneos entre sí. Sin embargo, la presencia de cerámica Sunchituyoj y Averías en montículos diferenciados y también asociada estratigráficamente (Lorandi, 2015; Reichlen, 1940; Wagner y Wagner, 1934), sumada a tres fechados y a cronologías cruzadas en base a estilos cerámicos, habilitan estimar ocupaciones desde ca. 1300 D.C. hasta momentos prehispánicos finales o coloniales tempranos -aunque, en principio, sin evidencias de intervención hispana en la zona- (Lorandi, 2015; Taboada y Farberman, 2014). Durante este período, la instalación se mantuvo en el asentamiento, ampliándose y moviéndose dentro de él (Taboada, 2019, 2023).

Podemos hipotetizar que, al este del Salado y durante el Cálido Medieval, los paleocauces tenían agua, lo que explicaría la primera ocupación de los asentamientos, la formación de sus altos montículos y el gran crecimiento poblacional hacia fines del período, todavía con un clima benigno. Por su parte, la continuidad de la ocupación en tiempos de la Pequeña Edad de Hielo apunta a que la vida en la zona no sólo era posible, sino que permitió el sostenimiento de estos poblados, allí donde la supuesta aridez no fuera determinante de la habitación en dicha zona. De algún modo, el agua vital mínima necesaria se conseguía, ya fuera porque la situación hídrica no era tan crítica, o bien porque los poblados se reabastecían y almacenaban durante periodos de mayores precipitaciones (como aquellos que refiere la bibliografía paleoclimática). Aun cuando habrá que analizar específicamente las supuestas represas y la mecánica de captación que los Wagner (1934) y Reichlen (1940) plantearon para esos sitios, el sistema tiene lógica en la etnografía actual y sugiere una adecuada economía del agua. No cabe duda de que se trata de poblados organizados en torno a bajos. Con una población relevante y una organización sociopolítica acorde (Taboada y Farberman, 2014), los bajos naturales bien pudieron ser acomodados o ahondados para aprovechar las pocas (o no tanto) aguas pluviales. Según se observa en los planos de sitios como Llajta Mauca y Represas de los Indios (Wagner y Wagner, 1934), la distribución equilibrada de estos bajos/represas al interior de los poblados podría indicar no solo una estructuración en torno de ellos, sino también la posibilidad de una intervención antrópica en su configuración. Si bien las poblaciones debieron concentrarse en los lugares naturalmente más aptos, el tamaño y organización de los asentamientos muestra que contaban también con una integración socio-política relevante (Taboada, 2019). No sería inverosímil que tuvieran la capacidad de movilizar fuerza de trabajo para gestionar comunitariamente el encauzamiento y almacenamiento de agua e incluso compartirla, protegerla o negociarla. De hecho, estos lugares pudieron ser espacios convocantes de integración, pero también codiciados y disputados (las fuentes coloniales proveen pistas ulteriores que recuperaremos luego).

Vayamos ahora a los bañados de Añatuya, la otra área que concentra sitios tardíos (además de pueblos de indios coloniales sobre asientos prehispánicos), cuya dinámica hídrica debió ser diferente. Dentro de la natural uniformidad topográfica de la llanura, esta zona presenta amplias áreas bajas que configuran lagunas y bañados, así como lomas o altos donde se encuentran los sitios arqueológicos. Aquí varios de los lugares de instalación se remontan a la época del Cálido Medieval y continúan durante momentos prehispánicos tardíos y coloniales (Lorandi, 2015; Taboada y Farberman, 2018; Taboada y Rodríguez Curletto, 2023). Es decir, durante la Pequeña Edad de Hielo la ocupación se mantuvo, creció, se estabilizó, e incluso desplegó una agricultura de maíz (Lorandi, 2015; Taboada y Rodríguez Curletto, 2023; Verneri et al., 2023). Pisos bien definidos y otros rasgos arquitectónicos parecen indicar viviendas permanentes y sólidas, que pudieron ofrecer mayor protección contra el frío en comparación con las estimadas para momentos previos (Taboada, 2023). La disponibilidad y aprovechamiento de fuentes de agua puede comprobarse en la cantidad de restos de peces recuperados en contextos de dicha época en los sitios Sequía Vieja y Mancapa (Barazzutti et al., 2019). Pudo aplicarse aquí la técnica referida en las crónicas tempranas de la región, que señala la alternancia de pesca y siembra de maíz en grandes hoyas (posibles paleocauces dadas sus dimensiones) de activación temporal, mostrando una intervención del paisaje directamente vinculado a los ciclos, beneficios y amenazas hídricos10 (Lorandi, 2015). Es que, a pesar de la aridez planteada macrorregionalmente, los bañados en torno a estos sitios contenían agua. Son las ciénagas descriptas en las fuentes coloniales, que configuraban también una barrera defensiva en una época de avance de grupos diversos desde distintos frentes (Taboada y Farberman, 2014). Más aún, la zona fue uno de los centros de instalación de pueblos de indios coloniales tempranos, caracterizados por su gran cantidad de población (Castro Olañeta, 2013).

Es claro que la zona de los Bañados de Añatuya ofrecía una invalorable posición, ya señalada por Palomeque (1992). Quizás cooperaran sus excepcionales diferencias de relieve: aunque mínimas, la alternancia de altos y bajos definidos erige lugares ventajosos para la vida, en uno y otro extremo hídrico. En este marco, tendría sentido la afirmación de Reichlen (1940) sobre la ausencia de represas arqueológicas en esta área. Aunque Lorandi y Lovera (1972) señalaron que había alguna en Icaño, y nosotros hemos detectado unas pocas en otros sitios, no tenemos certezas de que tales represas no fueran subactuales. En cualquier caso, no presentan la densidad y patrón de los grandes sitios del este del Salado, donde varias represas (o bajos) se intercalan entre los montículos. Tal vez aquí, los bañados y las lagunas que rodeaban los altos donde se concentran los sitios fueran suficientes, junto al río Salado y sus paleocauces, para posibilitar la vida durante la Pequeña Edad de Hielo. No sólo eso: esta posición parece haber sido aprovechada políticamente. Objetos metálicos andinos, superabundancia de torteros, referencias a juntas y rebeliones indígena, e instalación de pueblos de indios coloniales sirvieron para analizar en otras ocasiones cómo esta región pudo constituir un territorio estratégico y nodo de interacción que actuara en negociaciones con incas, chaqueños y españoles (Angiorama y Taboada, 2008; Taboada y Farberman, 2014; Taboada, 2014). En tiempos de crisis políticas e hídricas, tal crecimiento poblacional y protagonismo político solo pudo ser sostenido mediante un sistema socio-económico adecuado y suficiente acceso al agua y recursos.

Conseguir agua en las inmediaciones del Salado (y más allá). La interpretación de un corpus documental colonial

También las fuentes escritas de distintas épocas al problema de la escasez y al exceso de agua, así como a la movilidad generada por ambos fenómenos11. Dicha relación, se volvería sin dudas más compleja cuando, desde fines del siglo XVII, el río Salado deviniera en una candente frontera con los guaycurúes (Farberman y Ratto, 2014).

He aquí un ejemplo de 1703, coyuntura en la que el Salado desvió su curso dejando estériles amplios territorios interiores. Para entonces, los grupos lule, empujados por los guaycurúes hacia la periferia del Chaco, perdieron su sustento y solicitaron ayuda a las autoridades coloniales. Un plan reduccional, minuciosamente detallado en las Actas capitulares y en un informe del gobernador del Tucumán Gaspar de Barahona, preveía fijar a estos grupos pedestres en el borde del Salado, de modo de amortiguar los letales ataques de mocovíes y abipones. Barahona planteó la situación en términos dramáticos: las tierras abandonadas por el río estaban expuestas a la despoblación, estancieros y campesinos, imposibilitados de mantener su ganado cavando pozos, se retiraban hacia el Dulce dejando desguarnecida la frontera (Barahona, 1925). En consecuencia, el gobernador aconsejó reducir a los indígenas y emprender obras de canalización, pero el primer proyecto quedó en la nada (Barahona, 1925).

Interesa recuperar una vez más la vasta movilización generada por los ciclos climáticos. Desde los estancieros hasta los “indios cristianos” -que tuvieron que retirarse, desamparando una de las zonas más ricas y pobladas de la jurisdicción-, desde los lule sin convertir -que esperaron en vano los auxilios al oriente del río- hasta los peones destinados a la cava del cauce, todos tuvieron que desplazarse en busca de agua.

Así pues, los desafíos climáticos unificaban las vicisitudes de los pobladores a ambas orillas del río y más allá. Porque, en efecto, al oriente del Salado se abría el vasto territorio chaqueño, donde las políticas reduccionales se desplegaron efectivamente a partir de 1730 -y con mayor énfasis a mediados del siglo- para sumarse a las tradicionales entradas ofensivas (Lucaioli, 2011; Farberman y Ratto, 2014; Vitar, 1997). Una rápida ojeada a la cartografía jesuítica (por ejemplo, figura 5) muestra que, al igual que la mayoría de los sitios arqueológicos, las reducciones chaqueñas se hallaban a orillas de los ríos, o en sus cercanías, en sitios consensuados entre indígenas y misioneros12. Un ejemplo lo proporciona la reducción vilela de Petacas (hoy San José de Boquerón, Santiago del Estero) que, según relata Bernardo de Castro, había sido erigida sobre

“(…) una loma alta de tierra, sobre el mismo río (Salado), en un campo grande coronado de una cinta de arboleda alta, que encontrándose una y otra extremidad por el río, forma una virtuosa media luna. Corre el río por una caja profunda y por ambas riberas tiene grandes lagunas que, encadenadas unas con otras por casi cien leguas, le sirven de muro. Así las lagunas como el río en tiempo de aguas, que son por espacio de casi cinco meses, es tanta el agua que traen, que derramándose por una y otra banda fertilizan los campos y bosques por muchas leguas, de suerte que en el rigor del invierno, se muestran sus campos risueños prados y así sirven de pingües dehesas para los ganados. Abunda el río y sus lagunas de variedad de peces y muchas especies de pájaros”. (Castro en Maeder et al., 2016: 209-210, itálicas nuestras).

Figure 5 Map of the Gran Chaco (Furlong, 1936). Highlighted with circles in Petacas, Matará and “Umoampas ridotti”. The Socoli well could be located where it says ‘Umoampas ridotti’”. 

Nótese, en primer lugar, la semejanza con el patrón arqueológico ya reseñado para la llanura santiagueña: zonas altas cercanas al río, aventajadas por la presencia de lagunas que se reactivaban estacionalmente, ofreciendo una amplia oferta faunística. Bañados y monte espeso, obstáculos a menudo insalvables para los españoles, protegían eficazmente a los indígenas de cualquier incursión enemiga, mientras que la amplitud de los territorios de caza y recolección eran para los jesuitas la apoyatura inicial desde la cual transitar hacia la agricultura. Por otra parte, las buenas pasturas habilitaban la cría de ganado, condición necesaria, aunque no suficiente, para la continuidad de la misión.

Muy distinta, en cambio, era la situación en el corazón del Chaco, alejado de los grandes cauces fluviales. Allí se extendían “grandes espacios de algunas jornadas de camino, donde no se halla una gota de agua perene, sino solo la que de las lluvias se recoge en pozos hechos a mano y aun esta suele secarse en el hinbierno” (Camaño [sf], 1931: 312). Sin embargo, esta geografía de los pozos pudo alojar, como se verá, a una población significativa y relativamente estable13.

En la introducción, se describieron las represas actuales (y los pozos que, a su vez, se hacen dentro de ellas cuando se secan), que bien podrían ser análogas a estos “pozos hechos a mano” o depósitos de agua pluvial, cavados para mejorar su eficacia. Cabe agregar que, mientras algunos de ellos son identificados como una suerte de postas a cielo abierto, otros eran lugar de residencia permanente o semipermanente. Como fuera, el agua de estos depósitos es descripta como menos apetecible que la de los ríos y, a menudo, como recurso de emergencia14. Un ejemplo elocuente nos llega a través de la pluma de Martín Dobrizhoffer. Situado en el límite entre las jurisdicciones de Santa Fe, el Pozo Redondo era un oasis para el viajero de las travesías:

“Durante las prolongadas sequías, no encontrarás en el dilatadísimo campo ni una gotita de agua, ni una partícula de leña (...) El Pozo Redondo y su selva adyacente te proveerán de ambas cosas; por eso, los que pasan por allí lo eligen para merendar o pernoctar. Para quienes recorren aquella // inmensa planicie, nada más deseado que el agua salvadora que aplaque su sed; pero nada tampoco más temible, porque no pueden acercarse allí sin peligro de muerte, ya que en ese sitio los mocovíes y los abipones suelen acecharlos, porque lo saben frecuentado por los transeúntes españoles” (Dobrizhoffer, 1969: 87-88).

De la cita interesa el sentido de lugar de reunión, aunque no sólo los españoles fueran víctimas de las redadas indígenas. En un contexto de penuria hídrica, los pozos debieron estar sometidos a disputa interétnica aunque, como se verá más adelante, también pudieran funcionar como recurso compartido entre diferentes naciones. En todo caso, ni Dobrizhoffer ni Paucke -otro cronista que describió el mismo sitio- le asignaron un dueño al Pozo Redondo. Por el contrario, otros reservorios de agua sí los tenían y su control bien pudo configurar la relación de fuerzas entre los grupos de la región.

El relato etnográfico de Joaquín Camaño, el célebre cartógrafo jesuita, arroja algunas pistas en este sentido (Furlong, 1931; Maeder et al., 2016: 379-388 y 391-404). Camaño asoció los diversos grupos y parcialidades con espacios geográficos cambiantes según los avatares de las guerras interétnicas y los avances del proceso reduccional15. De manera esquemática, y recuperando sus estimaciones demográficas, los grupos más numerosos del Chaco austral eran los mataguayos (12 a 14.000 almas) y los tobas (20 a 30.000 almas), “ruines y traicioneros” los primeros; “guerreros y crueles” los segundos. Ambos habitaban a la vera de los ríos Bermejo y del Pilcomayo, aunque algunas parcialidades de mataguayos se hubieran refugiado de sus enemigos tobas y mocovíes en “pozos de agua llovediza”. Las restantes naciones -que, por su localización, son las que más interesan a este artículo- eran mucho más pequeñas. Para Camaño, abipones y mocovíes -a los que localiza prioritariamente en las riberas del Bermejo- reunían entre 2.000 y 3.000 almas cada una, mientras que lules y vilelas -destacados habitantes de los pozos- sumaban entre 1.600 y 1.300 efectivos16. No se trataba de una distinción menor: al igual que los tobas, mocovíes y abipones eran “inclinados a la guerra”, mientras que los vilela, “gente humilde, sencilla más pacífica que lo común de las otras naciones”, compartían con los lules su cualidad “dócil y pacífica” (Camaño en Maeder et al., 2016: 399). Así pues, desplazados por los indios “de a caballo” y huyendo de los españoles y de sus opresivas encomiendas, estos grupos pedestres habían quedado confinados a la inseguridad de los pozos de tierra adentro.

Es posible, a partir del examen de otras fuentes, imprimirle movimiento a esta nebulosa imagen. En adelante, se utilizará un corpus jesuítico menos conocido, atribuido a Pedro Juan de Andreu, quien protagonizara dos expediciones reduccionales al territorio de los omoampas (parcialidad vilela)17. En la primera, de 1739, Andreu se acompañó de Joaquín de Yegros “antiguo misionero de los lules”; en la segunda, hacia 1744, lo hizo junto al padre Juan de Arizaga. Quizás existieran otras entradas en el ínterin, pero hasta ahora desconocemos sus fechas y si dejaron alguna crónica.

Se disponen dos versiones muy similares del primer viaje (Maeder et al., 2016; Salinas y Folkenand, 2018), cuyos datos se irán complementando. Según parece, los contactos con los omoampas habían sido promovidos por meleros que trataban con ellos y que, a fines de 1738, los convencieron de solicitar reducción. Fue así que Yegros y Andreu partieron de Matará, pueblo de indios del Salado, el 31 de enero, junto a un grupo de peones y munidos de cincuenta caballos. Llegados al pozo de Guayacán, a seis días de camino, los misioneros hallaron una ranchería ocupada por diez familias de yoconoampas (otra parcialidad vilela), junto a su cacique (“comerciante de cera” según Andreu). Allí se detuvieron sólo dos días, pues “no había más agua que una lagunita en la que se lavaban muchachos y muchachas y se descargaban las bestias que entraban a beber” (Maeder et al., 2016: 135) y siguieron hasta el pozo de Socoli (también llamado Macoli), a 17 leguas. Según se les había informado, en sus cercanías encontrarían a varias familias omoampas “desparramadas alrededor de distintos pozos”, probablemente más pequeños que Socoli, referencia fundamental en estos relatos y en la etnografía de Camaño que, como mencionamos, identifica allí el “lugar” de los omoampas (Figura 5)18. Además de la reiterada negativa a abandonar ese sitio para reducirse, Socoli es sindicado como un paraje al que solían “concurrir parcialidades de infieles, cuando en sus pozos no se encuentra agua” (Salinas y Folkenand, 2018: 661).

En efecto, los misioneros hallaron en Socoli “un ramplón de buena agua”, pero ningún omoampa los esperaba ya (Maeder et al. 2016: 135)19. La “fuente del manantial” se hallaba “completamente cercada” (Salinas y Folkenand 2018: 661) y fue necesario relevar otros pozos que, por fortuna, los relatos registran, aunque las versiones difieran un tanto20. Mientras una de ellas redirige a los sacerdotes hacia Yacupo - donde casi no quedaba agua- y Chachaclae (Salinas y Folkenand, 2018: 661-662), la otra nos conduce sin escalas al pozo de Inisac (Maeder et al., 2016: 136-137). Los dos relatos, no obstante, convergen en identificar al informante en un indio matará -expulsado por los omoampas de uno de los pozos por entrar a caballo cuando faltaba el agua- y en mostrar a la comitiva desprendiéndose de cargas y cabalgaduras en Socoli. A este punto, la expedición ya se había alejado 70 leguas de Matará, el pueblo más cercano.

El esperado encuentro con los omoampas se produjo en el pozo de Inisac. Allí, el cacique Yanasacpa depuso inmediatamente sus armas, se entrevistó con Andreu y participó con su gente de la misa dominical. También confirmó su voluntad de reducirse, siempre y cuando fuera en sus propias tierras21. Por otra parte, Yanasacpa accedió a acompañar a Andreu a buscar a un grupo de lules apóstatas fugados de la reducción de Miraflores y refugiados en un pozo cercano. Esta vez no hubo suerte: los lules estaban borrachos y ahora el tiempo apremiaba. Aunque fuera verano, incluso la reducida comitiva se hallaba “en peligro de perecer, si entretanto no lloviera” (Salinas y Folkenand, 2018: 663). Y no llovió…Según relata el misionero, el 8 de febrero hasta el agua para los caballos se había terminado y agradeció beber un líquido barroso “mezclado con la orina de los animales”. El último punto del itinerario fue el estratégico pozo de Socoli, donde los sacerdotes encontraron sus cargas intactas, renovando su confianza en los omoampas. A pesar de sus padecimientos, Andreu juzgaba positivo el balance de esta expedición estival que, aunque no había “dado almas”, sí les había brindado “experiencia y conocimiento de los lugares” y “grandes deseos de repetir las entradas” (Maeder et al., 2016: 137).

Ya no las harían, sin embargo, desde Matará, sino “en derechera por el Tucumán” siguiendo un modus operandi y un itinerario ya definido hacia 1740 (por difícil que nos resulte, de momento, trasladarlo a un mapa). Según Andreu

“iba el misionero con las cargas y cabalgaduras que podía, a la Puerta, que es el paso del río Salado al oriente de la ciudad de Tucumán. De allí, se había de entrar a los omoampas pasando a la otra banda, se caminaba río abajo hacia el sur, 12 leguas que hay hasta la Petaca, y desde allí se dejaba el río y se apuntaba al oriente, por haberse sin agua cosa de 20 leguas hasta Macoli o Socoli, donde solía haberla y era el país propio de los omoampas, pero lo más del tiempo vivían en otros pozos, que así llaman a las lagunitas de agua llovediza que tenía en diez o 12 leguas de distancia alrededor de Socoli. En despachando a los omoampas, o se volvía a la Puerta y desde allí se entraba a las tierras de los lules o isistines, (o) en derechura desde Macoli, se enderezaba al norte y se buscaban las mismas rancherías, según sabían los lules prácticos de aquel terreno. En topando algún indio, este daba razón a donde estaba el gentío. Se hacía el real en algún pozo cercano, se esparcía la voz que había llegado el padre y luego llovía gente de todas partes y hacía su asiento junto al real (Maeder et al., 2016: 141-42; itálica nuestra).

La cita advierte, una vez más, sobre el valor estratégico de los pozos -también para los misioneros-, que venían a agregarse a otras locaciones fundamentales como La Puerta y las reducciones ya existentes (como Petacas). También interesa el señalamiento del territorio omoampa con un pozo central -Socoli- rodeado de otros más pequeños, salpicados en un radio amplio (10 a 12 leguas, más de 50 km), donde las familias de aquella parcialidad “vivían lo más del tiempo”, una organización que intuíamos ya en los relatos anteriores. ¿Era Socoli un recurso compartido -por encontrarse allí agua permanente- mientras los restantes resultaban de disfrute exclusivo de un número restringido de familias? Bien podría ser: de hecho, es un patrón de uso del agua todavía vigente en zonas áridas. En todo caso, se sabe que los prácticos conocían bien estos sitios.

No hay -de momento- rastros documentales de otras entradas entre 1739 y 1744, aunque Andreu, en una digresión del texto que se comentará en breve, menciona una serie de penurias y dilaciones que afectaron el proyecto reduccional. En adelante, se seguirá a los misioneros en una nueva expedición a los omoampas que, por iniciarse demasiado tarde -en el mes de mayo- casi les costó la vida. Andreu y Arizaga partieron de La Puerta con una comitiva de 40 personas -30 de los cuales indios flecheros-, munidos de cargas y reses. Enviaron a unos exploradores a contactar con los omoampas, que se comprometieron a avisar a través de señales de humo si había agua en Socoli para convenir allí una reunión. Aunque no existió tal aviso, los sacerdotes se internaron igualmente hasta el pozo: el primero se quedó con los omoampas -con los que no logró acordar nada-, mientras que el segundo partió hacia los isistinés. Previsiblemente, su viaje invernal fue un calvario: “los campos sin pastos, los pozos sin agua, la nación muy dividida, por lo que solo pudo ver este misionero dos parcialidades de ella y de ahí entresacó veinte almas” (Lucaioli y Sosnowski, 2018: 18). De vuelta al Tucumán, el misionero había perdido “casi toda la cavallada, y lo más de la gente llegó a pie”.

Esta información sugiere algunas hipótesis. En principio, como postulara Beatriz Vitar (1997), puede observarse cómo vilelas, lules y otros grupos pedestres habían sido desplazados por guaycurúes y españoles de los territorios que ocupaban. Es posible agregar que la zona donde los jesuitas -y los cabildos- iban a buscar a estos grupos amortiguadores pertenecía la geografía de los pozos, apuntada por Camaño en su etnografía y descripta en sus misivas por Andreu22. En segundo lugar, aún en Socoli el agua distaba de ser un recurso permanente durante este pulso extremadamente árido. Seguramente, la permanencia del agua señalaba jerarquías entre pozos que, a su vez, habilitaban concentraciones demográficas de diversa envergadura (de hecho, Andreu encuentra muy divididos a los isistines en su entrada invernal, quizás por la escasa disponibilidad del recurso). En tercer lugar, aunque había pozos con dueño (asociados a determinados colectivos étnicos, como Socoli a los omoampas), los más permanentes podían compartirse en tiempos de stress hídrico. En cuarto lugar, el corpus analizado permite entrever un circuito de movilidad entre pozos: los inasibles omoampas circulaban en un mapa que unía puntos estratégicos que no eran sino fuentes de agua. A partir de su experiencia, de la información sobre el caudal de cada pozo, de las mejoras introducidas a partir del cavado, los habitantes del Chaco dominaban su geografía.

Por supuesto que los pozos no sólo eran frecuentados por indígenas soberanos. Una variopinta humanidad confluía en ellos: mieleros, comerciantes, “indios cristianos”, peones conchabados que se internaban para recolectar miel y cera. Pero no era lo mismo transitar que establecerse (mientras hubiera agua), tal como lo hacían los lules, vilelas o chunupíes.

Conclusiones

El foco puesto en el agua como recurso crítico y de diferente disponibilidad en la región de estudio permitió visibilizar la relevancia en la configuración de los modos de vida locales en distintas épocas y situaciones. Entendemos que la lectura de evidencias arqueológicas y de documentación colonial ha servido, en presencia de concordancias relevantes, para potenciar las preguntas e hipótesis surgidas de una y otra. Estas incluyen la vinculación estrecha con las situaciones ambientales y socioculturales, la posibilidad de la gestión antrópica del agua (incluidos reservorios como pozos y represas), la eficiencia de circuitos de movilidad, la conformación de espacios de concentración demográfica, y de asociaciones, negociaciones y disputas inter e intraétnicas. Además de las hipótesis, interpretaciones y conclusiones específicas que desarrollamos en los acápites dedicados a arqueología e historia, la exploración interdisciplinaria ha permitido comprender mejor la cuestión crucial del manejo del agua, en especial hacia el período prehispánico final y la colonia.

Las investigaciones arqueológicas en los bañados de Añatuya mostraron sólidos poblados prehispánicos tardíos asociados a esteros y lagunas, que pudieron consolidarse y organizarse gracias quizás a sus capacidades políticas para gestionar y defender colectivamente sus recursos en un área propicia geoambientalmente. No es casual que el pueblo de indios de Lasco, allí situado, fuera uno de los más importantes en la colonia temprana (Taboada y Farberman, 2018). Viceversa, la arqueología al este del Salado (una zona que fue quedando vacía de ríos por deriva hacia el SO), con sus sitios asociados a bajos o represas, útiles para captar agua en tiempos de mayor aridez, se articula notoriamente con la información jesuítica sobre la “geografía de los pozos”, esos reservorios disputados y compartidos por las móviles sociedades indígenas que recorrían aquel territorio en el siglo XVIII en simultaneidad con la emergencia del máximo pulso árido. Según lo que expusimos, no resultaría inverosímil que las discutidas represas arqueológicas del este del Salado pudieran corresponderse con los “pozos” cavados en bajos para juntar agua de lluvia, descriptos por las fuentes coloniales en esa misma región. Y al decir correspondencia, pensamos no solo en una sinonimia conceptual, sino también en la posibilidad de que algunos de estos pozos fueran específicamente los bajos o represas gestados en tiempos prehispánicos que, como valiosos oasis, se conocían, aprovechaban, mantenían y negociaban entre quienes habitaban y circulaban por esta geografía, ya en tiempos coloniales. De hecho, las investigaciones arqueológicas en la provincia de Chaco, por donde continua nuestro recorrido durante el siglo XVIII, dan cuenta de sitios que se conforman en torno a hondonadas que pudieron servir como represas semejantes a las de la llanura santiagueña (Salceda et al., 2008). También para el norte de Santa Fe se han planteado similares estrategias de movilidad y aprovechamiento del agua asociadas a los cambios ambientales para momentos prehispánicos y coloniales (Ceruti, 2006). Los relatos tobas actuales del Chaco (Martínez et al., 2014) identifican en dicho territorio los mismos modos de usar e intervenir el ambiente a los analizados para la llanura santiagueña.

Quedan pendientes numerosas preguntas y análisis específicos que continúen algunas de las hipótesis aquí planteadas, para comprobar o afinar las propuestas sobre el manejo del agua. Entre estas cuestiones pendientes asoma la de evaluar la posibilidad de intervenciones antrópicas en términos de “siembra y cosecha de agua”, el sinnúmero de topónimos actuales y coloniales que hacen referencias a los pozos distribuidos en el territorio de estudio y la asociación de los pozos a las sendas indígenas, como la macomita. También nos preguntamos por las especificidades locales que pudieron darse en relación al paleomabiente en el área de estudio. Esperamos que este trabajo dispare los abordajes más específicos para estas y otras varias cuestiones que pretendimos visibilizar y problematizar.

Buenos Aires-San Miguel de Tucumán, 8 de junio de 2023

Agradecimientos

Agradecemos a Beatriz Vitar, Carina Lucaioli y Carlos Ceruti por los textos e información brindados. A Ernesto Rodríguez Lascano por sus invalorables conversaciones sobre hidrogeología. A Alfredo Bustamante y las familias Silva y Villalba por su disposición para atender nuestras consultas sobre el manejo actual del agua en Santiago del Estero. A lxs evaluadores anónimos por las sugerencias que ayudaron a mejorar el texto. A CONICET y ANPCyT por el financiamiento de la investigación.

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1 Somos conscientes de ciertos desplazamientos de las coordenadas temporales y espaciales, y de que abipones y mocovíes -a diferencia de las parcialidades vilela de las que habla Andreu- habían adoptado el caballo hacía tiempo, transformando su movilidad y capacidad guerrera (Lucaioli, 2011; Nesis, 2005).

2Hay que tener en cuenta que la concentración de salinidad del agua del Salado (hoy considerada intomable) pudo estar más diluida en épocas de mayor caudal y humedad (Rodríguez Lascano, Com. Personal, 2023), además de no poder estimarse los parámetros culturales de aceptabilidad.

3Resultará necesario evaluar si los bajos asociados a sitios tardíos de la cuenca media del rio Dulce trabajados por Togo (2004) pudieran ser análogos a las consideradas represas por Wagner y Lorandi.

4En ocasiones resulta complejo diferenciar si hay acción antrópica sobre un bajo natural.

5Aunque dos fechados podrían llegar al prehispánico tardío con dos sigmas, esta cronología no resulta consistente con el resto de las evidencias.

6Como veremos, también las fuentes coloniales muestran cómo la deriva de los ríos conllevaba el despoblamiento.

7Los poquísimos fragmentos de cerámica tardía Averías recuperados por Lorandi (2015) en Quimili Paso y su ausencia general en toda esa región de Sunchituyoj (Reichlen, 1940; Taboada y Angiorama, 2021) no parecen apoyar una instalación relevante para el siglo XV como podría pensarse a partir de uno de los fechados obtenidos. Consideramos una posible perduración tardía muy reducida de la instalación en Quimili Paso, incursiones tardías temporales o eventual error en la datación.

8Reichlen (1940) no puede definir si las represas que registra en la zona son prehispánicas o subactuales.

9Sólo el sitio Oloma Bajada fue fechado y excavado más modernamente, en los años 70 (Lorandi, 2015).

10“La tierra es muy llana y porque en tiempo de aguas crece el río, porque no se aneguen, tienen hecho los pueblos una hoya muy honda y grande de anchor de un gran tiro de piedra y el largo mas de treinta leguas, de manera que cuando crece el río, vacía en esta hoya y al verano sécase y entonces toman los indios de todos los pueblos mucho pescado, y en secándose siembran maíz y se hace muy alto y de mucha cosecha; de suerte que todo el largo de esta hoya es chacarra de todos los pueblos ribera del rio” (Diego Fernández Pacheco [1560] 1885, RGI, T. 11 citado por Lorandi, 2015).

11Las mismas ordenanzas de Francisco de Alfaro (1611-12) preveían eventuales traslados de las reducciones indígenas toda vez que “el rrio no pudiere bañar las dhas tierras” (Archivo General de la Nación, Sala IX, 23-9-6.

12Por cierto, estos pueblos no alcanzaron una gran estabilidad: como ha sostenido Carina Lucaioli (2011), los indígenas los incorporaron a su logística, alternando su poblamiento y abandono.

13Se trata de un interesante paralelismo con las travesías del centro oeste argentino, también caracterizadas por su extrema aridez. En esta región -que incluía a Los Llanos riojanos, uno de los centros ganaderos más importantes del siglo XIX- los pobladores desafiaron desde muy temprano las limitaciones hídricas. Investigaciones recientes (Heider et al., 2019) muestran a estos sistemas de dunas como ecorefugios. Las aguas pluviales eran allí preservadas a escasa profundidad gracias a eficientes estrategias de siembra y cosecha de agua.

14Según Paucke, “El indio no repara en el agua turbia y barrosa con tal de que no sea demasiado salada (…). Siempre tratan de estar cerca de un río para que no les falte el agua para preparar sus bebidas” (Paucke, 2015: 307).

15Seguimos dos textos publicados de Camaño similares pero no idénticos. “Naciones del Gran Chaco” (en Maeder et al., 2016: 379-388) y “Noticia del Gran Chaco”, incluida como anexo en el texto citado (391-404). No es claro el año de producción de este trabajo.

16Dice también Camaño que una parcialidad mocoví habitaba en el pozo Apequet y que parte de los abipones circulaba por los “bosques de Santiago”. Por otra parte, aunque no figuren en su mapa, el jesuita menciona por su nombre a los pozos que habitaban las diferentes parcialidades antes de ser reducidas. Socoli (o Macoli) era el lugar de los omoampas, Amovat el de los isistines y lules, Ayelem, Aquelet y Enalque cobijaban a los vilelas y en los pozos de Vicsococto, Toleche, Amovat, Toumul y Ayemel coexistían lules, isistineses y toquistineses (Camaño en Maeder et al., 2016: 380-382). Lamentablemente, estos topónimos son imposibles de localizar en la cartografía histórica y menos en la actual.

17Se trata de dos cartas anuas (Lucaioli y Sosnowski, 2018; Salinas y Folkenand, 2017) y de un conjunto de apuntes para una historia del Chaco (Maeder et al., 2016). Aunque el último documento es anónimo, la parte que nos interesa recupera textualmente a Andreu. Los tres documentos se acompañan de estudios críticos y aportan datos biográficos del autor. Un interesante análisis de las cartas anuas de Andreu en Huespe, 2021.

18Todavía nos encontramos muy lejos de poder mapear el recorrido de Andreu. Calculando una marcha de 5 leguas diarias (con una legua equivalente a 5 km y un recorrido diario de 30), estimamos que Guayacán se encontraba a unos 180 km al este de Matará y que Socoli distaba unos 85 km de aquel pozo. Aunque Camaño no localiza estos pozos en su mapa, anota, no muy lejos del río Bermejo, a los “omoampa ridotti”. Como sabemos que la reducción de los omoampas -Nuestra Señora del Buen Consejo, de 1763- se hallaba muy distante, sobre el río Salado y no lejos de Miraflores, es posible especular con que la anotación de Camaño remitiera efectivamente al pozo de Socoli, hábitat de la parcialidad vilela en cuestión.

19En el centro oeste argentino, el término “ramblón” designa un espacio sin vegetación, de suelo arcilloso o limoso capaz de contener agua durante algunos días para consumo del ganado. Es un sentido similar al que aquí se expresa. Agradecemos al evaluador anónimo por esta referencia.

20Hoy en día, represas y pozos son cercados como parte del manejo del ganado, para atraerlo o impedir que beban el agua (Alfredo Bustamante, comunicación personal).

21Ya se dijo que recién en 1763 se erigió Nuestra Señora del Buen Consejo, reducción omoampa. Sin embargo, quizás Andreu pudo participar de un intento frustrado por fundar en Socoli, el sitio elegido por los indígenas. En efecto, en 1740, se les ordenaba a Andreu y Yegros cavar el “pozo manantial de Socoli” y sembrar allí. Los sacerdotes llegaron al pozo a mediados de marzo, demasiado tarde y, aunque los omoampas aceptaron ser reducidos en otra parte, la decisión no duraría: ataques tobas contra los omoampas y la obstinación de las “mujeres viejas” para “quedarse en su país nativo” aplazaron el proyecto (Lucaioli y Sosnowski, 2018: 11). Una interpretación reciente sobre las “viejas” y sus resistencias a la misión en Vitar, 2022.

22Un punto que no llegamos a tratar en este artículo (y debemos investigar en adelante) es el de la relación entre los pozos y las sendas indígenas, como la senda macomita, que atravesaba el “commedio” árido entre el Salado y el Bermejo, al norte del territorio objeto de este artículo. Agradecemos a Carina Lucaioli, quien se encuentra estudiando la entrada de Arias Rengel de 1759, por sugerirnos estas preguntas y, generosamente, compartir sus fuentes con nosotras.

Recibido: 12 de Junio de 2023; Revisado: 24 de Septiembre de 2023; Aprobado: 06 de Noviembre de 2023

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