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Cuadernos del CILHA

versión On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.22 no.1 Mendoza jun. 2021

http://dx.doi.org/10.48162/rev.34.016 

Dossier

Otros cuerpos, otras miradas: Formas de la violencia de género en Montacerdos de Cronwell Jara (1981) y “Sangre coagulada” de Mónica Ojeda (2020)

Other bodies, other gazes: Forms of Gender violence in Montacerdos de Cronwell Jara (1981) y “Sangre coagulada” de Mónica Ojeda (2020)

Claudia Salazar Jiménez1 
http://orcid.org/0000-0002-5798-0527

1California State Polytechnic University. Estados Unidos. claudiasalazarjimenez@gmail.com

Resumen:

La cultura necropolítica de las sociedades latinoamericanas continúa discriminando a las subjetividades que escapan de la matriz colonial y de dominación, de todos aquellos que no son hombre, blanco, de clase media/alta y heterosexual. La literatura, como un modo de resistencia frente a las distintas violencias que atacan a las mujeres, trabaja formas de representación que visibilizan las dinámicas de género y sus intersecciones con la clase social y la raza. Este artículo se enfoca en dos textos narrativos que representan subjetividades femeninas frente a la violencia de género: la novela Montacerdos del escritor peruano Cronwell Jara (1981) y el cuento “Sangre coagulada” de la ecuatoriana Mónica Ojeda (parte de la colección Las voladoras, de 2020). A pesar las cuatro décadas que separan la publicación de ambos textos, este análisis nos permitirá encontrar algunos puntos en común en sus estrategias narrativas y modos de representación de las subjetividades femeninas: la mirada de las niñas como narradoras, el uso de las repeticiones, comparaciones y metaforizaciones entre lo humano y lo animal, la representación de la violencia sexual y el aborto, la creación y sostenimiento de vínculos afectivos frente a una sociedad que los ataca, así como la presentación de otras formas de saber. Estas estrategias dan cuenta de otros cuerpos y otras miradas que revelan y visibilizan las formas en que la violencia de género destruye y precariza la vida de las mujeres en América Latina.

Palabras clave: Perú; Ecuador; Violencia de género; Narrativa

Abstract:

The necropolitical culture of Latin American societies continues to discriminate against the subjectivities that escape from the colonial matrix of power, against all those who are not male, white, middle/upper class and heterosexual. Literature, as a mode of resistance to the different types of violence against women, works with forms of representation that make visible the gender dynamics and their intersections with social class and race. This article focuses on two narrative texts that represent female subjectivities in the face of gender violence: The novel Montacerdos by the Peruvian writer Cronwell Jara (1981) and the short story "Coagulated Blood" by the Ecuadorian Mónica Ojeda (part of the collection Las voladoras, 2020). Despite the four decades that separate the publication of both texts, this analysis will allow us to find some common points in their narrative strategies and modes of representation of female subjectivities: the gaze of girls as storytellers, use of repetitions, comparisons and metaphorizations between the human and the animal, the representation of sexual violence and abortion, the creation and maintenance of affective bonds in the face of a society that attacks them, as well as the presentation of other ways of knowledge. These strategies account for other bodies and other gazes that reveal and make visible the ways in which gender violence destroys and makes life precarious for women in Latin America.

Keywords: Peru; Ecuador; Gender Violence; Narrative

Como lo han expresado diversas teóricas feministas, desde Gayle Rubin hasta Rita Segato, la violencia contra las mujeres, más que una cuestión doméstica y privada es, sobre todo, un asunto estructural y simbólico. El sistema heteropatriarcal está organizado de manera jerárquica, de modo que lo femenino es visto como subalterno y lo masculino toma el centro del poder. En Las estructuras elementales de la violencia, Rita Segato insiste en el carácter sistémico de la violencia de género y propone que su erradicación depende de una reforma de los vínculos afectivos y las relaciones de género tal como han sido entendidas hasta el momento. Aquello que es considerado “normal” debe ser revertido. Para llevar a cabo ese trabajo, continúa Segato, se hace necesario plantear cambios no solamente a nivel legal, sino principalmente en el ámbito de la cultura, en un trabajo que será lento pero necesario (Segato, 2003). Por su parte, Angélica Motta (2019), feminista peruana, señala: “Más que de violencia de género, como un conjunto de expresiones periféricas de las dinámicas del género, podríamos hablar del sistema de género en sí mismo como un productor de violencias” (Motta, 2019, p. 28).

Desde esta perspectiva, este artículo presenta un análisis de dos textos literarios: la novela Montacerdos del peruano Cronwell Jara y el cuento “Sangre coagulada” de la ecuatoriana Mónica Ojeda, considerando principalmente las dinámicas que producen las violencias de género. Entre ambos trabajos literarios hay una distancia de cuarenta años, lo que nos permitirá una comparación de las estrategias simbólicas que cada uno pone en juego para representar las diversas violencias que transitan y atraviesan sus personajes. Se encuentran varios puntos de convergencia en ambos textos: el uso de la mirada infantil como centro de la narración, los vínculos metafóricos entre la naturaleza, lo humano y lo animal, la ausencia del padre/Estado, la violencia sexual y el aborto como manifestación de la violencia de género, entre otros. Las sociedades andinas presentan elevados números de casos de violencia de género. Tanto en Perú como en Ecuador la violencia sexual sufrida es parte de la cotidianidad de muchas mujeres, especialmente de las más pobres y de muchas menores de edad. Se ha hablado de una pandemia de violencia de género, pero esta violencia se ha configurado como estructural, como parte de las narrativas nacionales, como un dispositivo que permite el funcionamiento del orden social. Tal como ha señalado Betina Kaplan (2007):

En este mito [la fundación del estado nación] la violencia en contra de la mujer marca el momento originario del control y dominación masculina que hace posible la existencia de una civilización. La mujer simboliza un beneficio para esta civilización pero solo después de someterse a un hombre. Este mito propone la violencia en contra de las mujeres como un orden social, ya que encarna la fundación de la sociedad. (Kaplan, 2007, p. 23)

Desde el ámbito de lo simbólico, la literatura manifiesta las formas en que estas violencias se producen y reproducen, construyendo relatos que pueden permitir imaginar otros vínculos que se desliguen de las pautas pedagógicas de la crueldad patriarcal (Segato, 2021). Otras miradas que imaginen otros cuerpos y otros afectos.

Cronwell Jara y Montacerdos

La novela Montacerdos del escritor Cronwell Jara, fue publicada por primera vez en Lima en 1981 y cuenta con diversas reediciones, siendo la más reciente la de 2015 en Chile, por una editorial que ha tomado el nombre de la misma novela. Situada en la tradición de relatos sobre la migración del campo a la ciudad de Lima como Lima hora cero de Enrique Congrains o el cuento “Los gallinazos sin plumas” de Julio Ramón Ribeyro, Montacerdos es una narrativa sobre la llegada de una familia integrada por Yococo, su madre Griselda y su pequeña hermana Maruja a un pueblo joven/barriada de la periferia de Lima.

El pueblo joven ̶-nombre que se le da en Lima a los asentamientos humanos nacidos a partir de invasiones de terrenos ̶- se llama Montacerdos. Al mismo tiempo, el joven Yococo ̶-quien llega con una llaga en la cabeza que será metáfora de la putrefacción y la degradación a la que su familia es sometida ̶- literalmente monta al cerdo Celedunio. La novela se inicia con la llegada al pueblo de esta familia, desde donde se marca su otredad: “No sé de dónde habíamos venido ni adonde habíamos llegado. Mamá cargando su ruma de palos y cartones; Yococo jadeando apenas, debajo de su ruma de carrizos y costales. Esto era todo. Traíamos nuestra casa en hombros” (Jara, 2006, p. 6). Llevar la casa en hombros marca la pobreza de esta familia sin padre, que llega a habitar un espacio extraurbano. No tienen padre, tampoco origen. Una familia asentada en el puro presente, abierta y expuesta en su vulnerabilidad y su lucha por la sobrevivencia.

Cronwell Jara decide poner la narración desde el punto de vista de la niña Maruja. Este punto de vista, a diferencia de lo que podría suponerse, no hace gala de su inocencia durante el desarrollo de la trama, sino que se convierte en una mirada que describe lo que ve sin apasionamientos. A la vez, esta mirada aparentemente objetiva se desliza por varios momentos hacia la fantasía vinculada con la creación de imágenes relacionadas a la naturaleza y los animales. La mirada de esta niña abre el relato a la posibilidad de asumir diversos registros, mostrando las violencias que atraviesan a los cuerpos representados, los vínculos afectivos que crean entre ellos y una textura lírica que contrasta crudamente con esas violencias. Como lo ha señalado Luis Cárcamo-Huechante (2005):

La narración nos expone a una violencia social y económica que acontece en conjunción simbólica y física con la degradación sexual de los feminizados cuerpos de los sujetos subalternos de la historia. En Yococo, Maruja y Griselda, se pone de manifiesto dicha condición: marginales en su propio espacio barrial, expresan una subalternidad de tipo económico, social y genérico-sexual. (Cárcamo-Huechante, p. 167)

Después de la presentación de familia llegando a Montacerdos, la narradora hace la primera referencia a las palomas, animales que serán un símbolo de la posibilidad de escapar a otra vida, a un futuro distinto: “Caía del cielo, como ahora, una agua finita, bonita como pluma de paloma. Era muy de noche Y hacía frío y yo tenía miedo de que nos piquen y nos coman los ojos las lechuzas, que nos salten los ojos de los muertos que yo veía, y nos arranquen el corazón” (Jara, 2006, p.8). En el terror de la noche y sus amenazas, la pluma de la paloma surge como algo bello. Al despertar, los recién llegados atraen la atención de los pobladores: “Yococo fue el centro del espectáculo en la mañana que nos aguaitó ahí mismo. Las calles despertaban bostezando debajo del fango. Y como desde abajo aparecieron un montón de hombrecitos. Con ojos sobresalidos le rodeaban, le tocaban despacito por ver si era de verdad, si era humano” (Jara, 2006, p. 9). La novela ofrece casi nulas descripciones de este personaje, apenas se habla de una gran llaga putrefacta en su cabeza y que será la marca que lo señala como marginal entre los marginales, subalterno entre los subalternos. Yococo casi no es él, sino esa llaga.

A lo largo de la novela, la violencia es ejercida desde las masculinidades. Esos hombrecitos observan a Yococo y su colección de insectos en frascos con una fascinación cercana al asco, a la repugnancia. Desde el inicio, la familia es vista como lo otro, lo raro, como aquello que Agamben llama homo sacer, los seres dispuestos para el sacrificio. Cuerpos excedentes de una nación que no los contempla como parte suya. En realidad, ya están muertos desde la primera vez que los ven: “Entonces estos hombres chiquitos supieron que éramos hermanos. Y que no tendría yo nada de raro. Sólo unos huecos sangrantes sobre el lodo de mi tobillo rodeado de moscas, y que cojeaba. […] que éramos una familia muy pobre. Rara familia de muertos. Muertos vivos. Pudriéndonos. También familia de magos, brujos, difuntos. Fetos, demonios” (Jara, 2006, p. 9). Este cruce entre lo podrido, la magia, y lo muerto, evidencia la situación subjetiva de esta familia, un lugar excéntrico y abyecto. Sujetos que son configurados como el resto excedente de una sociedad para la cual están muertos desde siempre.

Rocío Silva Santisteban en El factor asco hace la siguiente pregunta: “[…] desde la perspectiva de la abyección, ¿cuál es la relación que ofrece la cultura para atrapar al cadáver en un universo simbólico? El cadáver siempre es algo que debe estar afuera o, mejor aún, ajeno al yo en tanto “el yo es expulsado de él”. Por ello, debe simbolizarse como lo que no puede ser tocado sino solo contemplado en un espacio cargado de densidad” (Silva Santisteban, 2009, p. 46). Aquí reformulo entonces esa pregunta para pensar esa situación de muertos vivos en la que se encuentran la niña Maruja, Mamá Griselda y Yococo. Cadáveres vivientes en un lugar de abyección que los arroja fuera de cualquier posibilidad de lo sagrado, lanzándolos al abismo de la precariedad, la subalternización y, por ende, víctimas de violencias de género. Si bien el Estado se hace presente en el pueblo a través de una organización comunitaria que brinda algunos alimentos esporádicamente, esta familia tampoco es aceptada ahí, manteniéndolos en una precaria situación social. Ni la narrativa ni el Estado soporta estos cuerpos excedentes que, como seres sacrificiales, deben ser invisibilizados, borrados. Cuerpos que comen ratas, alimento que Mamá Griselda brinda a sus hijos diciéndoles que eran cuyes, por lo que serán objeto de burlas por parte de los hombrecitos.

Los días van pasando en la diaria búsqueda de la sobrevivencia, hasta dos hechos confluyen que perturbaran la vida de esta familia. El primero es el proceso de infección de la llaga en la cabeza de Yococo: “Por ese entonces empezó a vérsele a Yococo cada vez más tembloroso y huesudo, hecho como a pedradas, y pálido porque la herida le empezó a crecer y crecer” (Jara, 2006, p. 18). El segundo es la intervención de la policía en el pueblo, momento en que la familia es llamada “una manada de locos” y se les anuncia que deben irse por haber invadido una zona prohibida. A pesar de los ruegos de Mamá Griselda, el policía le da un plazo de apenas una semana para irse. A los pocos días, la choza donde viven es quemada, sin que nadie sea declarado culpable. Probablemente el fuego fue causado por el vecino en cuya pared se apoyaba la vivienda de esta familia. Algunos vecinos, frente a la posibilidad de que el fuego se extienda a otras casas, ayudaron a apagar el fuego. “Al retirarse los vecinos quedamos de repente solos, como en otro mundo pero más grande, embotellados. Tristes nos dejaron. Pensativos, dolidos. Pues ahora me sentía observada por miles de ojos como desde fuera de una enorme botella de arañas tamaño del mundo” (Jara, 2006, p. 22). La precariedad de sus vidas queda totalmente a la intemperie, como muertos en vida aún más desacralizados.

Los vecinos no se deciden a darle un trabajo a Mamá Griselda en el centro comunitario por lo que debe dedicarse a la prostitución, única salida laboral posible para una mujer en condiciones de pobreza. La narradora, su hija Maruja, lo ve así: “Resultó que desde entonces mamá retornaba a veces apestando a licor y vómito. Y una mañana le vi marcas de mordedura en la mejilla y el cuello. Y una noche un borracho tiró una piedra a la choza y se largó diciendo: ¡adiós, culito de ángel, culito de licuadora, culito de picaflor!” (Jara, 2006, p. 24). Aunada a esta condición por su género, no tiene dinero para curar la herida de Yococo. El saber de Mamá Griselda apenas le permite tratar a su hijo con su propia orina, algunas hierbas y la búsqueda de restos de medicinas en los basurales. El uso de su cuerpo como herramienta de trabajo se une a la incapacidad de curar a su hijo. La narradora atestigua la desesperación de su madre: “Mamá Griselda entonces volvía a llorar viendo a su hijo más chupado por las fiebres y más hinchado por las llagas, cabizbajo y muriéndose en pie: que no se muera mi niño. Dioooooos sálvaloooo. Y luego lloraba a gritos, aullando, y la gente que la oía, la creería también bruja.” (Jara, 2006, p. 26). Esta irrupción de la figura de la bruja queda vinculada en esta novela a la imagen de una mujer rara, pero sin mayor poder, en contraste con la imagen histórica de las brujas como lo ha desarrollado Silvia Federici (2010). Mamá Griselda tiene conocimientos elementales, posee un saber muy limitado, lo que la hace un blanco vulnerable frente a las violencias de género.

Una de las vecinas, Doña Juana, la presidenta del club de madres, se compadece de la familia y les ofrece alojamiento en una esquina de su propia casa de adobe. “Para mí como que llegaba a descubrir un palacio. Y llegamos al fondo ahí bajo el techo de tablas de aserrín. Al lado de las palomas que para mí eran mágicas. Flotaban. Las palomas empezaron a ser mis vecinas. No sé si me querían pero yo sí. Mamá dijo que las palomas un día me iban a llevar arriba a sus otras casas en donde hay otro barrio como éste sobre las nubes” (Jara, 2006, p. 29), dice la narradora. Las palomas aparecen nuevamente asociadas al futuro, a la posibilidad de una vida distinta, aunque no queda claro si ese “arriba” de la Mamá Griselda se refiere a una vida mejor o a la vida después de la muerte en un cielo cristiano. Pero anteriormente, cuando el cura del pueblo les niega la comunión, la visión de la novela y la narradora sobre lo religioso queda clara: la iglesia es tan discriminadora y para ella son tan invisibles como para el resto de los vecinos. Más adelante, cuando los hombrecitos acosan a su hermano Yococo, la narradora intentará recuperar la imagen de las palomas como un medio de fuga, pero sin éxito: “Quise ser una paloma y no pude. Quise flotar. Cerré los ojos para ser una paloma y no pude, lloré. […] Volví a cerrar los ojos y no pude ser paloma” (Jara, 2006, pp. 30-31).

En ese ambiente asfixiante, donde no solamente Yococo, sino también la propia Maruja es víctima de la violencia y el acoso de los hombrecitos, Mamá Griselda es violada por Eustaquio, esposo de doña Juana, su anfitriona. El acto es observado y narrado por su hija: “Llegó don Eustaquio. Ese día no trabajaba. Vi cómo mamá se defendía a puñetes. Don Eustaquio le forzaba la falda, la levantaba en vilo y la llevaba hacia la cama. Creí que iban a matarla y esta vez lloré fuerte. Pero mamá misma me dijo que me callara, que don Eustaquio era bueno y para prueba le besó la mejilla. Los dijeron que me fuera a ver las palomas, que les diera maicito” (Jara, 2006, p. 32). Además de la violencia del acto en sí mismo, impacta que es la mirada de la propia hija que da cuenta del suceso. Impacta también la aparente complicidad de Griselda y Eustaquio, acaso una señal del sometimiento de Griselda quien ofrece su cuerpo como una compensación por el alojamiento que estaba recibiendo. Esta escena exhibe en toda su crudeza el modo en que la violencia patriarcal funciona de manera sistémica, enraizada en las relaciones entre los géneros, donde las mujeres son tomadas a la fuerza por los hombres, consideradas subalternas a ellos (Segato, 2003). Por su parte, Angélica Motta (2019) se refiere a la cultura de la violación en la sociedad peruana, donde este tipo de violencia es endémica y se entrecruza con los factores de clase social y raza: “Mujeres de sectores económicamente desfavorecidos e indígenas se perciben como de más fácil acceso sexual no consentido” (Motta, 2019, p. 32).

La narración de esta escena de violación deja en claro los cruces entre género, clase y raza. Al mismo tiempo, al estar la narración elaborada desde el punto de vista de una niña, surge una confusión entre lo que se ve y lo que le provoca esta escena. Palabras como “defendía a puñetes”, “iba a matarla”, permiten asegurar que la escena es percibida por la niña como un ataque, pero luego, dentro del prolongado párrafo en que la niña se va yendo a instancia de Eustaquio y su madre para “darle maicito a las palomas”, la violencia cede lugar a un problemático exabrupto de deseo. “Vi antes cómo hecho un toro enfurecido don Eustaquio se hundía sobre ella, aplastándola, y cómo hacían esa cosita, temblando, como uno sobre lo otro lo hacen los cuyes. Parecía tan rico. Imaginé estar en el lugar de mamá” (Jara, 2006, p. 32). De una narración que parecía juzgar la violencia contra su madre, la mirada de Maruja pasa a hacer una analogía con los animales y desprender el placer. Más aún, la imaginación del placer y la ilusión de tomar el lugar materno en plena violación, construye una narrativa que perpetúa la violencia sistémica. Ahí donde el texto pudo plantear una contra-pedagogía de la crueldad, descarta esa posibilidad y refuerza la subalternidad y victimización de la mujer. Luego continuará con un discurso de castigo para Mamá Griselda, pues quedará embarazada de Eustaquio, lo que será motivo de sospecha de parte de su esposa doña Juana.

A partir de ahí, la novela acelera el final. Los policías vuelven a caballo y atropellan a Yococo causándole heridas de las que luego morirá. Maruja, la niña narradora, anuncia que está tosiendo sangre, señal inequívoca de sufrir tuberculosis avanzada, la enfermedad típica de los pobres en Lima. “Yococo murió esa misma noche del atropello. Mamá Griselda murió a los dos días, vomitando por arriba, abortando por abajo.” (Jara, 2006, p. 37) Nuevamente la narración denuncia otro de los estragos de la violencia de género en el cuerpo de las mujeres pobres: perder la vida por un aborto clandestino. En una línea apenas, queda sellada la muerte de Griselda. Muerte provocada como resultado de la violación a la que fue sometida por Eustaquio.

El párrafo final recurre a la imagen de las palomas, nuevamente: “Y estoy pensando que si duermo ahora, tal vez sueñe. Y me reúna con mamá y Yococo. Volando él sobre Celedunio; despertando yo en un nido de palomas” (Jara, 2006, p. 37). A lo largo de Montacerdos, proliferan las imágenes de animales: arañas, cerdos, ratas y palomas, entre otros. Como lo señala Gabriel Giorgi en Formas comunes: “el animal empieza a funcionar de modos cada vez más explícitos como signo político. Cambia de lugar en las gramáticas de la cultura y al hacerlo ilumina políticas que inscriben y clasifican cuerpos sobre ordenamientos jerárquicos y economías de la vida y de la muerte” (Giorgi, 2014, p. 13). De toda la fauna que se presenta en la novela, es marcado el contraste entre las ratas, que son probablemente la única proteína animal que puede consumir la familia al poder cazarlas en las calles, y las palomas, de las que solo se ven plumas pero que para la narradora simbolizan la posibilidad de una vida diferente, un escape de las violencias que la sacuden. Es precisamente en esos momentos de mayor agresión: el acoso por parte de los hombrecitos, la violación que sufre su madre, su orfandad final, en que la narradora recurre a soñar con las palomas que en este relato adquieren la carga simbólica del futuro, concediéndole a la niña una vía de escape en la imaginación fuera de las jerarquías de género y clase que han devastado su incipiente vida. El signo del animal en Montacerdos configura el espacio de lo excluido, de lo subalterno.

No queda muy claro con respecto al final de Maruja, la niña narradora, quien quedará sola después de la muerte de su madre y su hermano. Ella recuerda que su madre, antes de morir, le dijo: “linda, bonita eres, cholita. Mi corazón de quindi. Inteligente eres. Piquito de tamarindo. ¿Tú sabías como éramos, verdad? Cuerda eres” (Jara, 2006, p. 37, cursivas del original). Frente a toda la comunidad que persistentemente los ha excluido y los ha llamado locos, por su manera de vestir y por alimentarse de ratas y hurgar entre la basura, Griselda rechaza ese nombre y reivindica la inteligencia de su hija. Una inteligencia que, lamentablemente, no recibió una educación escolarizada que pueda ofrecerle la posibilidad de cambiar un destino que parece impuesto desde antes de nacer. La inteligencia de la narradora, que quedaría demostrada en su modo de contar la precaria vida de la familia en este pueblo, se contrapone a la problemática mirada de la violación que hemos visto anteriormente y constituye, quizás, una manera de resistir a esas violencias que han marcado su vida y la de su familia.

“Sangre coagulada”, de Mónica Ojeda

El relato “Sangre coagulada” forma parte de la colección de cuentos Las voladoras, de la escritora ecuatoriana, afincada en Madrid, Mónica Ojeda (2020). Publicado recientemente, Las voladoras configura lo que ha sido llamado el gótico andino: una suerte de remezcla de los elementos del gótico clásico con mitos de la cosmovisión andina, enfocado en el desarrollo de historias con personajes femeninos. Desde una perspectiva feminista, el libro de Ojeda presenta también una denuncia de la situación de las mujeres en Latinoamérica y de la violencia de género. De esta serie de cuentos, he seleccionado “Sangre coagulada” con el que encuentro ciertas consonancias con la novela de Cronwell Jara.

Ojeda escoge como narradora del cuento a una niña-joven que se nombra a sí misma como Ranita. No queda muy clara la edad que tiene la narradora en el presente de su relato, pero el cuento se articula a partir de algunos recuerdos de su infancia, centrándose en la vida que comparte con su abuela entre los diez y los trece años. En el presente del relato, la narradora es un poco mayor pero no se declara exactamente su edad. El punto de vista se aproxima mucho al de una niña y la historia es narrada desde esta mirada casi inocente. Viven casi aisladas, en una vida que es precaria pero aparentemente autosuficiente. Al centro del relato esta niña narradora sufre una violación y se hablará de las consecuencias; pero, aunque aparentemente esa es la trama, “Sangre coagulada” configura una mirada particular sobre la violencia de género y el relato mismo se presenta como un modo de resistencia frente a los procesos de subjetivación patriarcales que sitúan a la mujer en la lado inferior de la jerarquía de género. El relato se enfoca en el vínculo de la niña con su abuela y en el saber de bruja que contrasta con los clásicos saberes de la modernidad.

El relato se abre con la voz de la joven/niña que declara su pasión por la sangre, por la de su propio cuerpo: “Recuerdo que de niña me caía a propósito” (Ojeda, 2020, p. 18) La narradora confiesa hacerse heridas, golpearse o caerse para ver fluir esa sangre. Esa pasión por la sangre adquiere un matiz tan obsesivo que revierte en el lenguaje en otros modos de decir: “rojo caracha rojo terreno rojo aguja rojo raspón” (Ojeda, 2020, p. 19). Cuando la narradora tiene su primera menstruación, se subvierte la mirada tradicional: “Me puso contenta que mi vientre me diera ese regalo, que ya no tuviera que caerme, cortarme o golpearme todos los días para disfrutar de mi propia sangre” (Ojeda, 2020, p. 23). La mirada de la menstruación en este relato se vincula al placer no erótico, se le quita la negatividad de significar dolor y muerte. Un cuerpo femenino que es autosuficiente desde su menstruación. La pubertad como signo de liberación en lugar del sometimiento. Desde este inicio la sangre queda desvinculada de su aspecto usualmente tétrico, asociado a la muerte, para ser objeto de veneración por parte de la narradora, una niña que escarba en su propio lenguaje para plasmar esa veneración y obsesión. Como lo ha señalado Judith Butler (2004): “El lenguaje preserva el cuerpo pero no de una manera literal trayéndolo a la vida o alimentándolo, más bien una cierta existencia social del cuerpo se hace posible gracias a su interpelación en términos de lenguaje” (p. 21). Esta interpelación al lenguaje que hace la narradora describiendo los innumerables matices del rojo, aleja la simbología de la sangre de su aspecto más socializado ̶-que la vincula con el dolor y la muerte ̶- para acercarla a su propia experiencia ̶-más enlazada con la naturaleza, los animales, y los ciclos de la naturaleza ̶-. Por el contrario, su madre “no soporta que hable de la forma de la sangre. Le da miedo el páramo y le da miedo la abuela” (Ojeda, 2020, p. 21). Este proceso descriptivo le permite alejarse del conocimiento normativo, acechando al lenguaje y llevándolo hacia otro lugar, un lugar excéntrico que abre las puertas para otras formas de conocimiento.

A lo largo de la historia, y especialmente en Latinoamérica, el proceso de educación ha sido visto como una herramienta para mejorar la vida de las mujeres, como un arma para asegurarle un mejor futuro, en la medida de lo posible lejos de la violencia (Mannarelli, 2018). La narradora nos cuenta que fue expulsada muy joven de la escuela: “Dejé de ir al colegio porque la maestra gritó que ella solo educaba a niñas normales.” (Ojeda, 2020, p. 24). En varias ocasiones durante el relato, se da a entender que la narradora probablemente tiene problemas cognitivos: “Según mami yo ya soy tarada, pero no estúpida. Según mami todavía puedo salvarme de la estupidez” (Ojeda 2020, p. 19), y también “La abuela dice que tengo voz de cencerro, voz de lechón triste. Dice que mi mami me abandonó y que no va a volver. ‘Se fue porque tienes el cerebro redondo’, me explicó. ‘Y tus ideas se caminan por encima’” (Ojeda, 2020, p. 19). Esto la excluye de una educación formal y la madre decide enviarla a vivir con su abuela, de quien se decía: “al otro lado del río contaban que la abuela era una bruja” (Ojeda 2020, p. 23). Este relato, “Sangre coagulada”, reniega de la educación formal y recupera ese saber ancestral de las mujeres, en lo que se ha llamado la figura de la bruja.

En Calibán y la bruja, Silvia Federici (2004) analiza históricamente esta figura de la bruja y destaca su subjetividad subversiva frente al sistema capitalista. La bruja es una figura que resiste a la expectativa social de las mujeres como esposas y madres, pues es aquella mujer que usualmente vive sola y es rebelde, aquella que “envenena la comida del amo y que inspira a los esclavos a rebelarse” (p. 22). La narradora y su abuela viven juntas en lo que parece ser una pequeña granja autosostenida, pues tienen sus propios animales y algunos cultivos. En esta vida autosuficiente, los conocimientos escolares clásicos parecen inútiles, innecesario para sobrevivir. Federici señala el vínculo existente entre el surgimiento del capitalismo y la “caza de brujas”, dispositivo que sirvió para quitar a las mujeres el control de su función reproductiva. Además del cuidado de la granja y sus animales, la abuela dispone del conocimiento que permite a las mujeres vecinas recuperar su poder: “La abuela siempre las trataba bien. Les acariciaba la cabeza y les preparaba un remedio para que vomitaran antes de meterles la mano en el vientre” (Ojeda, 2020, p.22) El saber de la abuela, el saber de hacer abortar a las jóvenes mujeres del pueblo, permite que éstas recuperen el control de la capacidad reproductiva de sus cuerpos.

Si bien este conocimiento de brujas encarna un saber alternativo, la narradora en cuanto cuerpo femenino, no está libre de la violencia de género. Por un lado, los vecinos las fastidian y las insultan. Por otro, ella sufrirá una violación por parte del Reptil, un hombre que las ayudaba con algunos quehaceres de la granja y que tenía la confianza de la abuela. Usualmente la narradora y él pasaban juntos buena parte del día, cuidando los animales, pero otras veces, “me daba de beber algo amargo que me hacía dormir en los matorrales. Cuando despertaba volvía a casa con cansancio y dolor entre las piernas, pero fingía estar bien para que la abuela no se enojara” (Ojeda, 2020, p. 24). El relato, que poco antes había significado la menstruación con un carácter celebratorio, nos recuerda luego el sometimiento de los cuerpos femeninos al control patriarcal, que los hace objeto de la violencia de género. La narradora es apenas una niña de trece años cuando las sucesivas violaciones suceden sin que ella se dé cuenta, hasta que queda embarazada. La abuela bruja se da cuenta de esto y decide, como lo hacían las brujas de la tradición, cobrar venganza: “Dos días después comimos con el Reptil. Recuerdo su lengua engordando como un gorrión, la sangre púrpura sobre la mesa, las venas de su cuello del tamaño de gusanos fríos, el machete limpio y brillante cortando el viento. Recuerdo que canté duro mientras la abuela lo veía retorcerse” (Ojeda 2020, p. 27). El violador va muriendo mientras la narradora canta y repite una serie de versos sobre los animales, la naturaleza y: “Que los hombres jadean: aj, aj, aj. Que las niñas lloran: ai, ai, ai” (Ojeda, 2020, p. 25). De esta manera, el conocimiento de la abuela bruja permite vengar la jerarquía del sistema sexo-género que permite la violación. La bruja, como lo decía Silvia Federici, envenena la comida del amo.

Este saber de los márgenes, el saber de esta bruja, invierte así las jerarquías. Del mismo modo, la práctica abortiva de la abuela, desde la mirada de la narradora, profundiza esta inversión: “Era como un parto pero al revés, porque en lugar de salir algo vivo salía algo muerto. ‘La muerte también nace’, decía la abuela, y yo recogía los coágulos como niños pequeños”. (Ojeda, 2020, p. 25). Incluso deja ver un cierto sentido de superioridad del saber tradicional, al articularlo con el conocimiento y su obsesión por la sangre: “Sé que las criaturas nacen y mueren y que algunas ni siquiera nacen, por eso no pueden morirse. Esto lo entienden las chicas, lo entendemos nosotras: sabemos distinguir entre el golpe y la biología. De nuestros vientres sale la muerte porque lo que heredamos es la sangre.” (Ojeda, 2020, p. 25) Esta inversión de la función de los vientres desliga los cuerpos femeninos de la función reproductora asignada por el sistema patriarcal. La mirada de la narradora ofrece un conocimiento distinto, el saber de la bruja donde la biología no es solo vida y reproducción sino también muerte y liberación del mandato reproductivo.

Este conocimiento, que permite a las mujeres enfrentarse a la violencia de género, es temido por otras: “‘Cuidado con lo que aprendes’, me advirtió la mami de la niña del escupitajo” (Ojeda, 2020, p. 26), le dice una de las vecinas luego de usar los servicios aborteros de su abuela. Se trata de un conocimiento que se transmite por el linaje materno, y que se transmite en su totalidad: “Esto es lo único que yo puedo enseñarte” […] Sólo puedo enseñarte lo que sé.” (Ojeda, 2020, p. 26), le dice la abuela bruja a la narradora. A su vez, ésta incluye una especie de catálogo de sus saberes: “Aquí he aprendido que si te echas dos gotas de leche de cabra en el ojo se te cura la infección. Que el agua de culebra envenena y el agua de caballo sana. Que un lechón puede nacer sin romper la placenta, protegido en el ámbar tibio de su madre, y que si lo sostienes en tus manos es igual que aguantar un globo lleno de pis” (Ojeda, 2020, p. 24). La lista continúa, dejando en evidencia el traspaso intergeneracional de conocimientos, a la usanza ancestral frente a la educación oficial que domestica a las mujeres. La narradora seguirá el trabajo de la abuela y continuará con el uso de este conocimiento.

Referencias

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Recibido: 30 de Junio de 2021; Aprobado: 07 de Junio de 2021

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