A lo largo de la mayor parte del siglo XX, la novela peruana ha contribuido “a perfilar, definir y formular tanto la imagen de Lima como la experiencia urbana en tiempos de modernización y cambio” (Elmore, 2015, p. 34), señala Peter Elmore ([1993] 2015) en su ya clásico estudio Los muros invisibles. En las novelas que estudia1, Lima, más que un telón de fondo, un lugar que podría ser intercambiable como escenario para el desarrollo de la trama, es un escenario determinante para la existencia y desarrollo de los protagonistas (Elmore, 2015 ). Son novelas, efectivamente, atravesadas, de un modo u otro, por las migraciones, el desplazamiento de los pobladores, mayoritariamente andinos, de sus lugares de origen hacia una Lima “desbordada”. La problemática incorporación de los personajes a la gran urbe es un tema muy presente que se trata ya sea desde la separación radical e irreconciliable entre dos mundos, o desde el intento -casi siempre fallido- de integrarse.
En el prólogo a la edición del 2015, Elmore se preguntaba si la novela pearuana escrita posteriormente continuaba siendo una novela sobre Lima y la experiencia urbana, como lo fue en el siglo XX. Y responde que no, pues aun cuando no faltan novelas “cuya acción transcurre en la capital”, en la mayoría de los casos “la ciudad no aparece en ellas como un problema: está presente, pero no es una presencia” (Elmore, 2015, p. 33). En un trabajo sobre la representación de Lima en el cine peruano (Pollarolo, 2021), propuse que, a diferencia de las novelas recientes a las que Elmore (2015) se refería en su prólogo, un buen número de películas filmadas en las dos primeras décadas del siglo XXI dan cuenta de una Lima también protagónica, escindida y fragmentada marcada por la “explosión urbana” de los años 80 y 90, con características similares a las de las novelas estudiadas por Elmore (2015). Más de 50 años después, estas películas remiten, al igual que las novelas de entonces, a dos universos: por un lado, el del centro, la modernidad y el desarrollo occidental; y por el otro, el de la periferia, la marginalidad, la pobreza.
Entre este “buen número” de películas solo estudié Paraíso, de Héctor Gálvez (2009), filme que muestra la separación radical de dos mundos. Se trata de hijos de migrantes en la Lima de los años 2000 y que en cierto modo dialoga con Yahuar Fiesta, de José María Arguedas (1941) y algunos relatos de Enrique Congrains (1954) incluidos en Hora Cero, y quedaron pendientes las otras películas del corpus: Dioses de Josué Méndez (2009), que da cuenta del fracaso del tránsito tanto del centro a la periferia como el inverso, explicitando así el diálogo que entabla con novelas como Conversación en La Catedral de Mario Vargas Llosa (1969) y Un mundo para Julius de Alfredo Bryce Echenique (1970). Como exponente de otra mirada, pero en la que también Lima es más que un mero escenario, incluiré La teta asustada, de Claudia Llosa (2009), filme que elabora una vinculación, aunque conflictiva y difícil, entre ambos mundos (la representación de una Lima escindida continúa vigente), que culmina con el triunfo de la Lima periférica sobre la central, presentada como decadente y sin recursos para sobrevivir. Su propuesta, a mi juicio, no dialoga con las representaciones de la novela peruana canónica que constituye el corpus del estudio de Elmore (2015), sino que está más cerca de Lima Norte, de Giovanni Anticona (2009), novela más reciente, que se esmera en representar una “Lima emergente”, aunque aquí condenada al fracaso, que puebla los “asentamientos humanos” y que también dialoga con Días de Santiago (filme de Josué Méndez del 2004), cuyo protagonista es un joven hijo de migrantes que retorna de la guerra del Cenepa e intenta integrarse. Se trataría, en este caso, de una suerte de influencia inversa en la que las películas funcionan como hipotextos, a diferencia de lo que ocurría con las novelas estudiadas por Elmore (2015) 2.
En este contexto de producción narrativa y fílmica, Solos, dirigida por Joanna Lombardi (2016), aparece como una propuesta a contracorriente, tal vez insular: la película narra el viaje que emprenden al interior del país (la selva alta) cuatro jóvenes autores/actores de una película que ha sido un fracaso comercial en su exhibición en Lima, la capital, que representa al país occidentalizado y urbano3. Su proyecto es exhibir la película, cuyo nombre nunca se menciona como tampoco se muestran imágenes, en caseríos, y pequeños pueblos de la región. Tienen la firme certeza de que allí encontrarán un público “no contaminado” y por ello dispuesto a valorar propuestas ajenas al mainstream. Sin embargo, este público tampoco acude a las proyecciones, pese a que son gratuitas. Este segundo fracaso los instala en la incertidumbre y la necesidad de replantear sus proyectos tanto creativos como personales. La propuesta va a contracorriente del cine peruano no solo por cuanto no tematiza problemas relacionados con los procesos del fenómeno migratorio que han sido tratados por buena parte del cine y la novela peruana como lo he mostrado -aunque sucintamente líneas arriba-, sino también porque los jóvenes protagonistas emprenden una búsqueda fuera de Lima, pues desvalorizan la ciudad occidentalizada, moderna, contaminada, etcétera, frente a la ‘pureza’ del campo y de la vida rural. Se trata de una suerte de vuelta al beatus ille horaciano que contrapone la vida del campo a la del caos y desorden de la ciudad o, más precisamente, al “Menosprecio de corte y alabanza de aldea” que fray Antonio de Guevara elaboró en 1539: la corte, la ciudad, es un lugar de intrigas, vicio y maldad donde reinan las mentiras, los negocios, el artificio. Por ello, en las obras del Siglo de Oro que recogen este tópico:
[…] el verdadero protagonista es el espacio rural, la naturaleza y su identificación con el amor (de evidente influencia virgiliana y renacentista); se exaltará en estas piezas lo positivo del paisaje natural frente a lo artificial del mundo cortesano, centro de falsa ostentación y de mentira (Rivera Salmerón, 2019, p. 426).
Solos (Lombardi, 2016) narra, en resumidas cuentas, el proceso que viven los actores/autores del filme que implica el tránsito de esta idealización inicial del paisaje rural -que incluye a los pobladores, y se funda en estereotipos muy arraigados en el imaginario nacional- al “descubrimiento” de una “realidad” que los obliga a indagar en sus propias vidas, proyectos y creencias. Este proceso se expresa mediante una puesta en escena en la que el paisaje de la selva se construye desde una mirada que se distancia de las representaciones convencionales.
En lo que sigue, estudiaré el protagonismo del paisaje/espacio cuya función trasciende la del mero escenario, en tanto que se reconfigura a partir del desplazamiento constante por un espacio que entenderé con Massey (2005) como “dimensión que está siempre en construcción” (p.9)4. Apoyándome en esta idea, mostraré que el filme se aleja de las representaciones estereotipadas de la selva como un territorio “virgen”, “exótico”, “primitivo”, predominante en el imaginario nacional; y en tanto que construye un universo cambiante e inestable, que desmiente los ideales iniciales de los jóvenes, deviene en una película de aprendizaje.
Considerando la relevancia de la conocida propuesta de Martin Lefebvre: “al investigar el paisaje cinematográfico uno está considerando un objeto que equivale a mucho más que el mero fondo espacial que necesariamente acompaña la representación de acciones y eventos)” (Lefebvre, 2006, como se citó en González-Hurtado y Paz-Mackay, 2021, p. xii)5, la pregunta que se impone en esta primera parte del análisis es por qué los jóvenes autores/actores del filme eligen la selva alta, Tingo María y sus alrededores, como el espacio para significar el tópico de “la aldea”, el lugar donde esperan encontrar el público que exige su película, cuando pudieron haberlo ubicado en el paisaje andino o en los desiertos costeños, que se configuran tan “aldeas” en su connotación de lugares naturales, silenciosos, ajenos al artificio, vicios y negocios de la “corte”, como lo es la selva elegida.
Si bien es cierto que el tópico de la aldea se puede representar en diversos paisajes, basta que sean rurales, podría tratarse de una elección determinada por factores en los que los imaginarios sobre la selva no son relevantes. Sin embargo, la selva como escenario donde transcurre la historia no solo permite representar el beatus ille horaciano que impulsa inicialmente a los jóvenes autores/actores del filme. La razón determinante de la elección, sostengo, es que se busca crear un espacio marcado, en el imaginario nacional, por representaciones que vienen de antiguo con los que el filme dialoga implícitamente en tanto que pone en escena un discurso que deviene inestable, que va cambiando a medida que los autores/actores se desplazan por los diferentes lugares donde exhiben su filme, sostienen breves y escasos encuentros con los pobladores, se confrontan a sí mismos y confrontan sus expectativas unos con otros en relación con sus vidas, afectos, profesiones y su trabajo creativo. El análisis del tratamiento visual y narrativo de Solos (Lombardi, 2016) da cuenta, como se verá en el desarrollo de mi argumentación, de la construcción de un espacio fílmico que intenta elaborar un discurso a contracorriente de los estereotipos más difundidos sobre la “realidad” de la selva.
Dos nociones son los ejes de mi argumentación en relación con la construcción del paisaje: “imaginario” y “espacio fílmico”. Empleo la noción de “imaginario” en el sentido de un “discurso externo” como señala Víctor Vich (2010), “que define estereotipadamente” lo que llamaremos “realidad”. Se trata de imágenes que la definen desde los discursos y con las palabras. La “[…] “realidad” nunca se nos presenta como algo independiente del lenguaje y, más bien, son las imágenes -configuradas como representaciones sociales-las que influyen notablemente en las maneras que tenemos de interactuar con la realidad” (Vich, 2010, p. 254). Para “espacio fílmico” sigo a Aumont et al. (1985), quienes luego de establecer la analogía con el espacio real que produce la imagen fílmica, determinan que se trata de una ilusión: lo que el encuadre y la composición del plano nos permiten ver (campo) y lo que está fuera “ese espacio invisible que prolonga lo visible “fuera de campo”, pertenecen ambos:
[…] a un mismo espacio imaginario que denominamos ‘espacio fílmico’ […] Así, a pesar de que hay entre ellos una diferencia importante (el campo es visible, el fuera-campo no), se puede considerar en cierto modo que campo y fuera-campo pertenecen ambos, con todo derecho, a un mismo espacio imaginario perfectamente homogéneo que denominamos espacio fílmico o escena fílmica (Aumont et al., 1985, pp. 24-25).
Pero si bien el espacio fílmico es una construcción:
[…] la impresión de analogía con el espacio real que produce la imagen fílmica es tan poderosa que llega normalmente a hacernos olvidar, no solo el carácter plano de la imagen, sino si se trata de una película en blanco y negro, la ausencia del color, o del sonido, si es una película muda, y también consigue que olvidemos, no el cuadro […] sino el que más allá del cuadro ya no hay imagen (Aumont et al., 1985, pp. 23-24).
En este sentido, como bien señalan Depetris y Urzúa (2019), “el cine no solo representa sino construye espacios móviles”; esa “intrínseca movilidad” del espacio audiovisual es la que permite “configurar relaciones con diversos espacios pertenecientes a territorios nacionales que al mismo tiempo que generan sentidos nuevos sobre esos espacios, conducen a desestabilizar y reformular las percepciones relativas a las propias identidades subjetivas” (Depetris y Urzúa, 2019, p. 17).
Tingo María, y los alrededores donde se filma Solos (Lombardi, 2016), se ubica en el departamento de Huánuco, en la región conocida como Selva Alta, por la que discurre el río Huallaga, uno de los más grandes de la región, a excepción del Amazonas, y a una distancia de 10 horas de Lima, por una vía terrestre y accidentada que hace mayor aún el contraste entre la ciudad y el campo. Su geografía, su exuberante y verde vegetación, se identifica con los típicos paisajes de la selva y, por ello, con todos los estereotipos que se han construido sobre esta región a lo largo de la historia y que a continuación resumiré muy brevemente.
Remontándonos a los territorios que descubre Cristóbal Colón6, las islas del Caribe, las selvas tropicales y las que luego, hacia el sur, la amazonia, serán explorados por sucesivos conquistadores, estos son representados en los discursos de colonizadores y cronistas como indomables, salvajes, “vírgenes”; es decir, no tocados7. En novelas y cuentos escritos por europeos exploradores y viajeros del XVII y XIX, la selva es escenario de peligrosas e intensas aventuras. Cinco semanas en globo, de Verne (1863), por ejemplo, narra el viaje aéreo de tres hombres (un inglés, un norteamericano y un francés) por las selvas tropicales de África. Miles de peligros amenazan a los exploradores: el tórrido clima, las lluvias, las plantas venenosas, los animales salvajes, las enfermedades, los ataques de los caníbales. Así, la selva se construye como un espacio donde la muerte acecha. También lo es para el caso de las novelas escritas en Hispanoamérica en el periodo que va de fines del XIX a las tres primeras décadas del XX. María Helena Rueda (2003) señala que, en las llamadas “novelas de la selva” -y menciona, entre otras, La vorágine de José Eustaquio Rivera (1924) y Canaima, de Rómulo Gallegos (1935)-, la selva es un territorio hostil y violento. La representación obedece “a un destino prefijado de antemano por toda una tradición de lecturas y relecturas”; y se refiere
[…] al uso de metáforas como las de la cárcel, el infierno y el abismo verdes, a la forma como en estas y otras novelas, se reelabora el tópico del conflicto americano entre civilización y barbarie, al enfrentamiento que construyen entre el hombre y la naturaleza, al afán conquistador que allí se estrella contra la vegetación indomable y a la ensoñación que produce la selva como espacio impenetrado e impenetrable, resistente a la civilización y a la escritura (Rueda, 2003, p. 31).
Esa selva “devoradora, productora de degradación y enfermedad, mutilaciones y demencia” que aparece en la novela de la selva, desde nuestra perspectiva actual, afirma acertadamente Rueda (2003), “más que un lugar real parece un espacio fantástico, imaginado en una biblioteca, concebido literariamente para saciar el hambre de unos lectores ansiosos de personajes demenciales, de episodios macabros y escenas de degradación humana” (p. 31).
En el siglo XXI, los cuatro actores/autores de Solos (Lombardi, 2016) se desplazan desde Lima, la capital ubicada en la costa del Perú, hacia la selva; pero el territorio que muestran las imágenes está en las antípodas del que representaron las novelas escritas en las primeras décadas del XX, pese a que han elegido la región más alejada del centro; un espacio marcado histórica y literariamente, como hemos visto, por discursos estereotipados. Los actores/autores han construido, ya se dijo, una imagen diferente: la selva se representa como un territorio cuyos habitantes desconocen el cine americano, masivo, comercial. Por ello, sabrán apreciar su arte ya que están libres de su influjo. Los peligros que acechan apenas si son mencionados, son creados por antiguos y heredados temores. Y, efectivamente, la película empieza con un plano general, la cámara fija instalada en el caserío focaliza el paisaje pleno de árboles y vegetación desde donde emergen cuatro jóvenes, que megáfono en mano se van acercando al caserío, y a la cámara. Invitan a los pobladores: jóvenes, niños, hombres y mujeres de todas las edades, a ver, “completamente gratis”, la película que proyectarán esa noche en la plaza del pueblo a las 7 p. m. “Gratis, completamente gratis”; “Una película bien bonita. Para que se entretengan” (Lombardi, 2016, 01m-3m). Figura 1.
Luego los vemos en el aula de un colegio. Hablan con los niños: todos levantan la mano, quieren ir. Vengan con sus padres, abuelos, hermanas. Pero esa noche solo asistirán los niños y unos pocos adultos. Todos abandonarán discretamente el lugar. Los vemos desde la perspectiva de los jóvenes, quienes, -en todas las escenas, excepto la final, en las que proyectan su película- son filmados de espaldas a la cámara. Y el lugar que ocupa el público, así como la pantalla, aparecen significativamente, siempre, en tercer plano, tan lejos de los autores/actores como de nosotros, los espectadores (figura 2).
“Fracaso total”, dice Diego, uno de los actores/autores, cuando el último espectador abandona el lugar. Beto, quien no ha participado en la película y, lo sabremos después, -es un muchacho argentino encargado de manejar los equipos de proyección- intenta explicar el fracaso: 1) invitaron a niños; la película no es para niños. Los tres se defienden: invitamos a sus padres. 2) Es una película difícil; y una tercera observación radical que pone en cuestión la premisa: deben probar en ciudades más grandes. La respuesta de Wendy es contundente: “NO”. Su argumento da cuenta de la propuesta inicial ya referida: si hacemos eso, tendremos menos público aún. Hollywood ha contaminado a los habitantes de las ciudades, reforzando así el beatus ille ya referido. Rodrigo, más optimista, intenta animarlos: “Mañana nos irá mejor, habrá colas, ya verán” (Solos, Lombardi, 2016, 5m25s-7m12s).
Pero nunca ocurre. Y una noche, en una escena a la que volveré más adelante y que llamo la “escena de la epifanía”, en la oscuridad de la selva, empiezan a aceptar que su idea inicial, “existe un público ‘virgen’, no contaminado”, la que impulsó su proyecto, difiere de la “realidad” que empiezan a descubrir. Concluyen, y resulta significativo el lugar en el que ocurre, en medio de la selva, durante la noche y sin que aceche ningún peligro exterior que amenace sus vidas, que el cine que hacen no le interesa a la gente. Ni al público citadino ni al de la selva “virgen”. ¿Qué hacer? El desconcierto y la incertidumbre frente a sí mismos y a los otros, la “gente” cuyos gustos no entienden, ni la gente el de ellos, dan cuenta del desmoronamiento de un proyecto, el viaje, cuyo objetivo era dialogar, compartir, entretener a un público amplio. Tener éxito8.
Interesa destacar que la propuesta estética de Solos (Lombardi, 2016), pese a las expectativas de los protagonistas de encontrar un público “virgen”, en consonancia con el estereotipo de la “selva virgen”, se aleja de esta representación tanto visualmente como en el contenido de los diálogos. Excepto ciertas bromas sobre bichos y animales, ninguna escena sugiere ni muestra los típicos peligros que enfrentan quienes se internan en la selva. La que se muestra acá es una selva más accesible, con pistas y puentes que, a pesar de su precariedad, permiten el desplazamiento constante, determinante de la puesta en escena.
En efecto, desde el plano inicial, la propuesta del filme se estructura en función de dos movimientos: el exterior y el interior. El exterior es evidente: los jóvenes caminando por diferentes caseríos para publicitar la función de la noche; en la camioneta (figura 3), desplazándose por diversos caminos; en el lugar de la proyección trasladando los equipos, instalando la pantalla.
El movimiento interior es también explícito, como se observa en las diferentes escenas que transcurren durante las noches en los campamentos, y en la habitación del hotel, en una de las últimas secuencias. En esas escenas, que también dan cuenta de un proceso de aprendizaje, lo que implica movimiento constante, intercambian opiniones, confrontan sus propias vidas, se critican, reflexionan. Se trata de mostrar el proceso de aprendizaje por el que transitan luego de las experiencias del día, del contacto con el “exterior” gracias a sus desplazamientos. Y, por último: las que llamaré ‘escenas a medio camino’ entre la quietud y el movimiento: las que muestran a los jóvenes como único público de su propio filme, pese a sus esfuerzos de convocar a nuevos espectadores. Y las entrevistas, a las que me referiré en seguida.
La primera es una conversación casual entre Diego y Rodrigo y el vendedor de un puesto de frutas instalado al borde la carretera donde se detienen (figura 4). ¿Le gustaría ver la película que vamos a proyectar? El vendedor cuenta que él participó, más de 40 años atrás, en la filmación de La muralla verde. La información es verídica pues en 1969, el cineasta Armando Robles Godoy filmó esa película en la región de Tingo María. Más allá de la real sorpresa de los jóvenes ante la coincidencia: encontrar a alguien que hubiera participado en el rodaje del filme, resulta significativa su inclusión en Solos (Lombardi, 2016): el vendedor actuó en La muralla verde (Robles Godoy, 1969), no es un espectador; su relación con el cine no se corresponde con las expectativas que tienen los jóvenes del público que buscan. Pero ese protagonista dice no haber visto la película porque nunca se exhibió en Tingo María. No sabe cómo se filmó su escena. La incomunicación entre filme y espectador, filme y actor aparece entonces como una primera “revelación” y las convicciones iniciales de los jóvenes que ya habían empezado a tambalearse, se vuelven más inciertas. De otro lado, la alusión a La muralla verde (Robles Godoy, 1969) conduce a la representación de un territorio que difiere diametralmente del representado en Solos (Lombardi, 2016), aun cuando geográficamente sea el mismo. Mientras que La muralla verde (Robles Godoy, 1969) da cuenta de una selva casi impenetrable, misteriosa, contra la que los colonizadores modernos deben luchar para instalarse y “civilizarla” mediante nuevas técnicas de cultivo y de ingeniería, y en la que la muerte acecha, Solos (Lombardi, 2016), casi 50 años después, difiere diametralmente. En tanto que el eje del conflicto de La muralla verde (Robles Godoy, 1969), como el de un gran número de novelas y películas sobre la selva, gira en torno a los peligros de una naturaleza indomable y cruel, los personajes de Solos (Lombardi, 2016) se enfrentan, ya se ha visto, a la constatación de sus falsas expectativas, a sus propios fracasos.
Las siguientes entrevistas, más formales, son las que realiza Beto de manera azarosa a personas que encuentra en el camino (figura 5), siempre en exteriores; es el caso, por ejemplo, de las vendedoras instaladas en pequeños puestos de comida. Les pide permiso para filmarlos y les preguntan si les gusta el cine, si ven cine. Las respuestas son desconcertantes por inesperadas: no va al cine; antes iba, cuando había un cine. Ahora no, ven televisión. Solo son identificadas las películas de artes marciales; alguien recuerda haber visto en el pasado películas hindúes. El hábito, o el gusto por ver películas parece remontarse a otros tiempos. Se trata de entrevistas que, aleatorias, impresionistas y casuales, confirman la enorme distancia entre las ideas que determinaron el viaje: encontrar un público “virgen” y la “realidad” inesperada de un público cuyos gustos cinematográficos nunca hubieran imaginado.
En esta parte del análisis, conviene retomar la ‘escena epifánica’, que ocurre, significativamente, cuando los cuatro han consumido hongos y ‘descubren’, una luz en la oscuridad, literal y metafóricamente, pues la escena está filmada de noche, iluminada con la luz de una linterna que pasa de mano en mano. Quien tiene la linterna, tiene derecho a la palabra (figura 6). Y aunque la regla no se cumple estrictamente, Wendy sentencia: “El cine es sordo” (Solos, Lombardi, 2016). Tras las risas iniciales ante la frase que parece absurda, comienza una discusión que termina en un acuerdo: sí, es sordo; no le importa si gusta o no; hacemos las películas que nos gustan a nosotros sin pensar en el público. Y es lo que seguiremos haciendo. Tras otras proyecciones “sordas”, que los van acercando a la ciudad más grande, el último punto del itinerario se desarrolla, también significativamente, en el interior de la habitación de un hotel, la escena que de alguna manera resume el proceso vivido, el viaje que está a punto de culminar: en el inicio, priman los juegos, chistes y bromas; pasan del optimismo a partir de una cábala -beber de un solo trago un mal pisco asegurará el público a nuestra última función- a plantearse sus propios problemas, miedos, proyectos. Cuestionan su creación: para qué, por qué, a quién. Resolver estas preguntas implica revisar y poner en cuestión sus decisiones respecto a su propia vida en relación con sus elecciones profesionales y amorosas: seguir siendo abogado y actor a medio tiempo o comprometerse radical y honestamente con la actuación; continuar o no con una relación amorosa en la que el compromiso está ausente, entre otros dilemas que se habían empezado a develar en las primeras escenas.
Desde esta perspectiva, Solos (Lombardi, 2016) deviene en una película de formación en la línea estudiada por Lukács para quien el motivo del viaje, tanto físico como simbólico, motivado por el desajuste del yo con el mundo, es central. En su análisis, el protagonista (los, en el caso de Solos, Lombardi, 2016), aquejado por su desacuerdo con el mundo que lo rodea, su padre, la sociedad, (el público) abandona su entorno y emprende un viaje iniciático para mitigar el desajuste, el extrañamiento. El viaje da lugar a la transformación -el cambio espiritual: el protagonista, ese joven incierto, inseguro, pasivo y en conflicto con el mundo, “vive un determinado número de experiencias cruciales que trastornan por completo su percepción de la vida” (Oliver, 2011, p. 180).
Tras la intensa noche en el ‘adentro’, están listos para emprender el regreso a Lima. Cuando abandonan el paisaje verde y exuberante para ascender a las alturas serranas, por iniciativa de Diego que luego de una primera duda todos aceptan, instalan la pantalla en la desolada pampa de Junín. Ahora sí, los vemos: en un primer plano, los cuatro, contemplan complacidos su filme (figura 7). No es casual el lugar elegido para la contemplación de su propia obra: la cámara que recorre los rostros satisfechos de los autores registra el lugar más solitario de entre todos los paisajes recorridos (figura 8). En la pampa no hay público, la enorme pantalla está al servicio solo de los creadores de las imágenes que se proyectan. Son espectadores y autores, parece ser el aprendizaje. Son su propio público. Solos (Lombardi, 2016) trata, finalmente, de la metamorfosis propia de las narrativas de formación o aprendizaje: convertidos en su propio y único público, los jóvenes han reconvertido el fracaso de su búsqueda inicial, de la costa a la selva, en el descubrimiento de su identidad: son artistas y sus creaciones no tendrán más exigencia que la de satisfacer sus propias poéticas. Si estas gustan o no a “los otros” ha dejado de ser un problema: “El cine es sordo”; es decir, cada uno es su propio público. El diálogo, así, no parece posible.
Conclusión
El constante movimiento de los personajes, exterior e interior, se expresa en una propuesta marcada por una cámara que observa, se detiene en sus rostros pensativos y a la vez recoge las experiencias grupales que dan cuenta de las risas, bromas y discusiones. Desde este movimiento constante, Solos construir mediante una puesta en escena siempre en movimiento, un universo cambiante e inestable, uno que está siempre transformándose en tanto que se aleja de las representaciones estereotipadas de la selva como un territorio “virgen”, “exótico”, “primitivo”, que predomina en el imaginario nacional. Y en tanto desmiente, obligándolos a corregir y replantear, los ideales y expectativas iniciales de los protagonistas.