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Boletín de Estética

versión On-line ISSN 2408-4417

Bol. estét.  no.55 Buenos Aires jun. 2021

http://dx.doi.org/10.36446/be.2021.55.249 

Artículos

David Hume y la exclusión de lo sublime en susEnsayos morales, políticos y literarios

David Hume and the Exclusion of the Sublime in His Essays Moral, Political, and Literary

Valeria Schuster1 

1 Universidad Nacional de Córdoba

Resumen

El estudio de las valoraciones estéticas está presente en los primeros escritos de David Hume y llega a su formulación madura en los Ensayos morales políticos y literarios con la propuesta de una norma de gusto que permite guiarlas y modificarlas. En el presente trabajo nos proponemos mostrar qué características posee lo que hoy llamaríamos la “experiencia estética” en el pensamiento de Hume a fin de determinar por qué en los escritos posteriores al Tratado de la naturaleza humana no es incluido el placer de lo sublime. Nuestra hipótesis es que dicha exclusión responde a una contradicción o incompatibilidad entre este deleite y la moralidad, y no a un desinterés u omisión acrítica por parte del filósofo de un aspecto del gusto que tuvo marcada influencia en los escritores británicos de comienzos y mediados del siglo xviii.

Palabras clave: Estética británica; Empirismo; Experiencia estética;Gusto; Empatía moral

Abstract

David Hume´s first writings include the study of aesthetic evaluations, which achieves its mature statement in the Essays Moral, Political, and Literary under the proposal of a taste standard that allows tutoring and modifying them. This paper aims at showing what the features of what we would call “aesthetic experience” today in Hume´s thought is. The goal is to clarify why the pleasure of the sublime is not included in his writings after the Treatise of Human Nature.Our hypothesis is that such an exclusion accounts for a contradiction or incompatibility between this delight and morality, not for the philosopher´s lack of interest in or uncritical omission of an aspect of taste that had a strong influence on early and mid xviii century´s British writers.

Keywords: British Aesthetics; Empirism; Aesthetic Experience;Taste; Moral Empathy

La experiencia estética y la moralidad

En el Libro iidel Tratado de la naturaleza humana dedicado al estudio de los principios que regulan el vínculo entre la imaginación y las pasiones Hume se detiene en numerosos pasajes a analizar el sentimiento de gusto y sostiene que “todos los objetos útiles, bellos o sorprendentes, o que estén relacionados con estas cualidades, […] tienen en común que proporcionan placer” (thn: 311 SB). Un mobiliario que suponemos confortable nos agrada incluso sabiendo que no dispondremos de él porque aquello que consideramos útil nos complace. También una historia novedosa nos deleita debido a que agita y aviva la mente al tiempo que aleja el aburrimiento y el tedio y, por último, elogiamos una escultura por la armonía que observamos en la disposición de sus partes. Así, el ámbito del placer estético incluye la experiencia de aquello que es considerado útil,1 novedoso y armonioso.

Ahora bien, no solo en presencia de objetos inanimados somos capaces de sentir placer o displacer, también las acciones y los rasgos del carácter de los seres humanos pueden agradarnos o desagradarnos. No debería extrañarnos, dice Hume, “que un hombre cuyos hábitos y cuya conducta son nocivos para la sociedad y peligrosos o perniciosos para todo aquel que se relacione con él sea, por esa razón, objeto de desaprobación y comunique a todo espectador los sentimientos más fuertes de desagrado y de odio” (epm: 212 SB). Las acciones de este individuo generan, efectivamente, desagrado o disgusto, pero en el marco de la filosofía humeana son ante todo objeto de valoración moral y no estética. ¿Qué caracteriza o distingue, entonces, el sentimiento del gusto de la moralidad? Esta pregunta fácil de enunciar no posee una respuesta sencilla. No nos detendremos en este apartado, por lo tanto, a explorar todas las aristas de esta distinción (véase Taylor 2008). Antes bien, intentaremos señalar una diferencia entre ambas que consideramos fundamental a fin de comprender qué entiende Hume por “placer estético” y poder así determinar qué tipo de acciones y producciones tiene en mente el filósofo al referirse al ámbito de las cuestiones de gusto.

En la Sección x del Libroiidel Tratado de la naturaleza humana Hume hace referencia por primera vez a la “inclinación que tenemos a simpatizar con los demás, y a recibir al comunicarnos con ellos sus inclinaciones y sentimientos, por diferentes y aun contrarios que sean a los nuestros” (thn: 316). La simpatía es esta inclinación o principio según el cual podemos hacer propio lo que les ocurre a otros semejantes a nosotros y tal es la fuerza de este principio que bajo su influencia una idea pasa a ser una impresión, una conversión impensable en el ámbito de las cuestiones de hecho. Dicho en otras palabras, asociamos las pasiones y emociones de los demás con la idea o sentimiento que tenemos de nosotros mismos de manera tal que se tornan vivas e intensas. Así, a través de este proceso asociativo, una idea, como la del sufrimiento de un ser querido, se transforma en una impresión y su dolor es sentido con intensidad. Y la simpatía es, precisamente, la base de los valores morales: de los inmediatos, dado que tendemos casi instintivamente a evitar el daño de nuestros allegados al sentirlo como propio, y de los mediatos, porque podemos extender nuestra empatía -en principio limitada- al resto de los integrantes de la comunidad (véase empl: 480). De esta manera, si somos espectadores de las acciones de alguien que hace sufrir a quien tiene trato con él, su conducta, sin duda, nos provocará desagrado, pero al operar el principio de empatía recién descrito y llegar a sentir el sufrimiento ajeno como propio, el disgusto que sentiremos se manifestará como desaprobación moral.

En el sentimiento de agrado que experimentamos con una buena comida, con un paisaje que nos maravilla, con una pieza musical o una poesía que nos complace, no opera el principio asociativo de la simpatía. En casos como estos las ideas o imágenes que se suscitan en la imaginación van acompañadas de una emoción de deleite, pero en ninguna de estas situaciones una idea concebida en la mente pasa a ser una impresión vívida tal como ocurre frente al dolor y la alegría ajenos. El goce estético no supone, entonces, un vínculo reflejo con los otros y, más allá de la mediación de la cultura y la educación, no involucra directamente al resto de la comunidad. El gusto, ya sea frente a algo útil, sorprendente o armonioso, comienza y termina en la esfera del propio sujeto. Podemos compartir nuestras preferencias estéticas, podemos limitar nuestras opiniones en presencia del juicio de espectadores más idóneos, pero difícilmente seremos capaces de sentir como propias las apreciaciones que no nos pertenecen. Así, lo que permite distinguir la aprobación o censura morales de las valoraciones de gusto es la simpatía a la que estamos inclinados frente a las acciones humanas: la fealdad nos genera disgusto, el mal moral, desaprobación.2 Y es la empatía el terreno sobre el cual se erigen las virtudes sociales y las leyes de justicia al extender nuestra benevolencia a un círculo de allegados más amplio, y permite así la vida en común y las pasiones sociales. Y si bien el sentimiento de gusto surge siempre en compañía -tal como veremos con detenimiento más adelante- se extingue en la filosofía humeana cuando al estar con otros sus acciones son objeto de una valoración moral, esto es, cuando sentimos el dolor y la alegría de nuestros allegados como propios.

Una caracterización de lo sublime

En el número 412 de El espectador, publicado en junio de 1712, Joseph Addison afirma que todos los placeres de la imaginación que se originan en presencia de objetos externos “provienen de la vista de algo grande, sorprendente o bello”. Hume, que sin lugar a duda leyó su artículo ya que lo cita directamente en Una disertación sobre las pasiones, también admite que las novedades y las maravillas agradan y que la mente se complace con relatos fantásticos que incorporan seres y eventos extraordinarios. Asimismo, la belleza y la fealdad forman parte del placer estético, aunque, tal como se desprende de lo expuesto en el apartado anterior “La belleza no es una cualidad de las cosas en sí, y cada mente percibe una belleza diferente” (empl: 230). Pero la apreciación de Hume no es tan clara respecto de la grandeza y las emociones que suscita. Según Addison, ciertos espectáculos agradan por su magnificencia y “a esta clase pertenecen las vistas de un campo abierto, un gran desierto sin cultivar, las grandes masas de montañas, riscos y precipicios elevados, y una vasta extensión de agua” (ts: 138). Lo particular de estas visiones es que lo placentero incluye cierta incomodidad o perturbación frente a algo que nos excede y supera. Hume no desconoce que la grandeza agrade, de hecho, hace clara referencia al placer que produce en un pasaje del Libro ii del Tratado de la naturaleza humana:

Es evidente que cualquier objeto de gran tamaño, como el océano, una extensa llanura, una alta cadena de montañas, […] excitan en la mente una sensible emoción, y la admiración que la aparición de objetos de este tipo produce, constituye uno de los placeres más intensos de los que pueda gozar la naturaleza humana. (thn: 373)

Y es esta intensidad que bien describe Hume en estas líneas de su primera obra3 la que domina, según Addison, en el placer de lo sublime que se extiende, se configura y se descubre en su particularidad y complejidad, tal como veremos en lo que sigue, en la contemplación de aquello que nos aterroriza.4

En el número 418 de El espectador, el autor de Los placeres de la imaginación señala que existen ciertas descripciones vívidas del terror y del abatimiento que nos deleitan, en lugar de amargarnos. Y ofrece una explicación de este “extraño” fenómeno que luego persiste y se repite en varios escritores británicos del sigloxviii.5 Según Addison:

Si consideramos la naturaleza de este placer, hallaremos que no nace tanto de la descripción de lo terrible, como de la reflexión que hacemos sobre nosotros mismos al leerla. Al ver objetos horribles nos complace la consideración de que no estamos en peligro por ellos. Los vemos, al mismo tiempo, como temibles e inocentes y cuanto más terrible sea su apariencia, tanto mayor es el placer que recibimos del sentimiento de nuestra propia seguridad (ts: 189).

Así, frente a la narración de un evento horroroso el espectador se deleita al redescubrir su propia condición de tranquilidad y bienestar. Esta explicación que da cuenta de por qué agrada lo terrible, típica del planteamiento moderno sobre el tema, no la encontramos en los escritos de Hume. Ahora bien, si en el Tratado de la naturaleza humana aparece delineado el primer paso en vistas del reconocimiento de este singular placer al considerar la grandeza como una de las cualidades que generan deleite, este intento se desdibuja en los escritos posteriores. En lo que sigue, intentaremos explicar el origen de dicha desaparición u omisión, en vistas de poder explicitar frente a qué objetos o en qué situaciones tiene lugar el placer estético para Hume.

Una de las narraciones elegidas por quienes analizan la experiencia de lo sublime es la del naufragio con sobrevivientes.6 En ella, cuanto más fuertes y vívidos sean presentados el dolor y la desesperación de los marineros y la tripulación, más se deleitará el público. Y según Addison estas “descripciones de tormentos, heridas, muertes y otros infortunios” son agradables debido a que la imaginación realiza una reflexión imperceptible sobre la propia condición de espectador y se descubre felizmente libre de tales calamidades. De acuerdo con esta explicación el sentimiento de agrado no tendría por qué anularse en el caso de que tales catástrofes en lugar de ser leídas o representadas en una pintura u obra teatral fueran vivenciadas y el público se transformara en un espectador a salvo de la escena. Y es precisamente respecto de esta posibilidad que podemos observar una clara diferencia con la filosofía humeana. Para Hume la observación directa de las desgracias humanas genera un sentimiento muy diferente al del agrado dado que, de acuerdo con el principio de simpatía, estas no son asimiladas de igual manera que las catástrofes naturales. Estas últimas, pueden generar horror e incluso admiración, en tanto que la contemplación directa del sufrimiento humano da lugar a la tristeza y la compasión. Así leemos en el Tratado de la naturaleza humana: “La vista de una ciudad incendiada y reducida a cenizas produce en nosotros sentimientos de benevolencia, porque participamos tan intensamente en los intereses de sus desgraciados habitantes que deseamos su prosperidad a la vez que sentimos su adversidad” (thn: 388). No hay lugar en la descripción dada por Hume para sentimiento de agrado o placer alguno, y al ser el principio de empatía la base de la moralidad el filósofo no incluye -sin más- el deleite de lo sublime en sus reflexiones sobre el gusto. Ahora bien, si para Addison tanto la visión real de una ciudad en llamas o de un naufragio como su relato pueden ser placenteras, queda por analizar si para Hume la representación artística de tales desgracias ajenas puede agradar y por qué.

Un placer inexplicable

Todo indica que, al escribir el ensayo Sobre la tragedia, publicado en 1757, Hume había identificado con claridad el tema que estamos analizando. En sus primeras líneas leemos: “Parece un placer inexplicable el que los espectadores de una tragedia bien escrita obtienen del pesar, el terror, la angustia y otras pasiones que, en sí, son desagradables e inquietantes” (empl: 216). Así, el goce que experimentamos con las tragedias, que tanto atrajeron la atención de los pensadores modernos, no es ajeno a Hume,7 que admite que este tipo de representaciones son placenteras pero que considera, a su vez, inexplicable -en principio- el deleite que suscita la puesta en escena del sufrimiento y de los tormentos de otros. Antes de brindar su propio parecer sobre el tema, el filósofo da a conocer y examina el punto de vista de dos de sus contemporáneos. El primero, que le atribuye al abad Dubos, indica que el deleite frente a la representación de acciones horrorosas tiene lugar debido a que la mente, al ser avivadas sus pasiones, se ve librada del tedio en el que se encontraba y pasa a sentir una sensación de agrado. La crítica que el mismo Hume realiza a esta posible solución es que no da cuenta del tipo de placer del que se trata: “Es seguro que el mismo objeto de angustia que complace en la tragedia, si lo tuviéramos delante de nosotros en realidad, nos provocaría la más genuina incomodidad, aunque resultara ser el medio más eficaz contra la languidez y la indolencia” (Hume, empl:218). Pero tampoco podemos explicar esta experiencia a la manera de Fontenelle, quien sostiene que la sensación de agrado sobreviene a la mente cuando advierte que está en presencia de una ficción, porque según Hume también el relato de calamidades verídicas puede ser placentero. Así, el autor de los Ensayos morales, políticos y literarios lleva al lector a una situación muy particular: se propone analizar por qué ciertos eventos terroríficos una vez incorporados en una narración o representados en una obra teatral son agradables. El ejemplo que ofrece es el del discurso de Cicerón en el juicio contra Verres, en el cual se exponen los horrores sufridos por el pueblo siciliano que estaba bajo su mando. Y la experiencia de los presentes al escuchar el relato es única y singular: “A la vez que provocaba las lágrimas en los jueces y en todo el auditorio, los deleitaba en sumo grado y expresaban la mayor satisfacción con el orador” (empl:219). Ahora bien, la explicación que brinda el filósofo de este extraordinario deleite no es novedosa y está ya anunciada en la primera frase de su ensayo cuando nos dice que “una tragedia bien escrita” es agradable. Así, luego de analizar con atención esta compleja emoción, Hume realiza una reflexión un tanto sintética: “Respondo: este extraordinario efecto procede de la elocuencia misma con la que se presenta la escena melancólica” (empl:219). De esta manera, son la belleza y la armonía de la composición las que, finalmente, explican el placer que se experimenta al sentir vivamente el dolor ajeno.

A nuestros ojos es al menos llamativo que Hume, luego de haber reconocido como fuentes del gusto la novedad, la utilidad, la armonía y la grandeza, y después de haber brindado una aguda caracterización del deleite que acompaña a ciertas pasiones tristes y melancólicas, dé una explicación del placer de lo sublime semejante a la de Pseudo-Longino, esto es, que opte por considerar que el goce que suscitan ciertas obras radica en la excelencia y la armonía de su composición. Consideramos, por lo tanto, que la clave para comprender la exclusión de lo sublime en su formulación moderna, tal como la hemos apreciado en los artículos de El espectador de Addison, por parte de Hume es debida a la imposibilidad de reconciliar este particular placer con aquello que constituye la base de la moral, esto es, el principio de simpatía. Si el daño y el sufrimiento ajenos pueden generar tanto el deleite como la censura, la moral misma se ve amenazada. Desde esta perspectiva, la explicación que propone el filósofo del placer de lo sublime deja de aparecer como una cómoda y deseada vuelta a los ideales estéticos de la antigüedad y se presenta, más bien, como un remiendo provisorio que pretende ocultar la rasgadura inevitable entre el goce estético y el deber moral. Dos ámbitos que, en el planteamiento de Hume, quedan escindidos.8

El mismo parecer del filósofo respecto de la preeminencia de los juicios morales por sobre los estéticos se evidencia en el ámbito del estudio de la historia. Es sabido, aunque no siempre reconocido y justamente valorado, el papel central que tiene el examen de los eventos del pasado para Hume, no solo por el hecho de dedicarse él mismo a la escritura de la Historia de Inglaterra y de ser reconocido en su época como historiador antes que como hombre de letras, sino también por la importancia que posee este tipo de indagación para una filosofía basada en la experiencia. En un ensayo muy corto publicado por primera vez en 1741 y por última en 1760, Hume realiza una defensa del estudio de la historia por sobre la lectura de obras ficcionales (véase Francesconi 2003: 45-72). El estudio de la historia ofrece una representación de la humanidad más acorde con las pasiones que movilizan, en efecto, el corazón humano y amplía, por esto mismo, el ámbito de la experiencia en materia de política, de comercio, de religión y de la producción de las artes y las ciencias. La historia pone ante nuestros ojos, según Hume, al conjunto de la humanidad. Y el punto de vista del historiador es considerado, gracias a la distancia que lo separa de lo narrado, como el que mejor representa el universo de las acciones humanas. Pero esta observación distante del objeto de estudio no excluye la influencia del sentimiento moral, es más, sería una falta reprochable a cualquier historiador que efectivamente lo hiciera.

Los relatos que describen los eventos pasados tienen para Hume como fin instruir y su formulación, por lo tanto, ha de estar exenta de pasiones violentas y de intereses particulares del narrador que no permiten una comprensión cabal de los móviles y de las consecuencias de los actos y de las convicciones de los grupos humanos de otros tiempos. Ahora bien, las enseñanzas de la historia no pueden separarse del sentimiento moral que acompaña la observación de cualquier acción humana. Así leemos al final del Libro iii del Tratado de la naturaleza humana: “Una mala acción nos parece igual de censurable si la hemos conocido por la historia [history] que si ha tenido lugar cerca de nosotros y hace unos días” (thn: 584). Al reflexionar sobre los actos de los que tenemos noticia a través de los escritos de los historiadores sentimos por empatía aversión o aprobación, pasiones apacibles que son la base de los juicios morales. El filósofo incluso agrega en el ya citado ensayo Sobre el estudio de la historia que si la poesía puede llegar a opacar con sus colores brillantes el vicio y la filosofía incluso olvidarse de las distinciones morales con sus sutilezas, esto es algo que no le ocurre a la historia, puesto que “los historiadores han sido los verdaderos amigos de la virtud”, esto es, han representado la naturaleza humana en su realidad concreta, y han valorado las acciones de los hombres de acuerdo con lo que dictaba su sentimiento.9

Así, respecto de la lectura y la escritura de textos de historia se confirma lo que observamos al analizar el goce estético en las obras trágicas, esto es, que frente a la descripción del sufrimiento humano no podemos más que entristecernos y mostrar desaprobación.El principio de empatía (basado en la ley asociativa de la semejanza que para Hume es la que mayor impronta deja en la mente) al ser constitutivo de nuestra naturaleza impone la aprobación o el repudio morales respecto de las acciones humanas. No es casual, por lo tanto, que al analizar el discurso de Cicerón sobre las calamidades sufridas por los sicilianos por mano de Verres, Hume sostenga que en el auditorio prima la desaprobación moral y que el goce estético es debido al modo en el cual el orador articula su relato. Efectivamente, es la manera en el cual se presentan y se enlazan los eventos aquello que agrada. Resta examinar si para el autor de Sobre la tragedia es posible identificar un modelo, un esquema o un arquetipo de belleza que encarnan los relatos que generan deleite.

Sobre la posibilidad de un modelo de belleza en la oratoria

En el escrito titulado Sobre la elocuencia, publicado en 1742, Hume analiza la declinación de la oratoria moderna en comparación con la antigua. La particularidad de la elocuencia, a diferencia del resto de las artes que guían la producción de sus obras y su correspondiente valoración por la opinión de personas idóneas,10 es que no puede pretender jueces especialistas, por el contrario, es el público no erudito el que da el veredicto acerca de la calidad y la valoración de los discursos. ¿Cómo puede, entonces, una audiencia lega identificar las verdaderas obras del genio orador, más aún en una época en la cual son escasas o inexistentes, y distinguirlas de las “adulteradas bellezas de una imaginación caprichosa” tal como las llama el filósofo? A esta pregunta Hume responde:

aunque un orador mediocre pueda triunfar durante largo tiempo y ser estimado perfecto por el vulgo, que se siente satisfecho con sus logros e ignora sus defectos, cuando surge el verdadero genio, atrae hacia sí la atención de todos e inmediatamente se comprueba su superioridad respecto a su rival (empl:107).

Así, tal como leemos en la cita el verdadero orador ostenta una superioridad que es inmediatamente advertida por la audiencia. Es más, en el ensayo que estamos analizando incluso se afirma que las obras del genio, como sin lugar a duda es el caso de los discursos de Cicerón, se destacan del resto por ser amadas y admiradas “naturalmente”. Ahora bien, si en la elocuencia las obras del genio son reconocidas porque promueven naturalmente la maravilla y la aprobación de los espectadores, entonces, el problema es cómo identificamos estas producciones, ya que parecería que existe algo en la composición misma (cierto arquetipo o criterio de belleza) que nos obliga, por decirlo así, a proferir un juicio estético afirmativo sin ser guiados únicamente por nuestro sentimiento de placer y disgusto. En lo que sigue intentaremos dirimir esta cuestión que nos remite al tema de si es posible identificar y señalar un conjunto de características que hacen que una creación se distinga del resto por su belleza. Propiedades que encarnarían, sin lugar a duda, las obras del genio orador, constituyéndose en modelo para las futuras producciones artísticas y en criterio para las valoraciones en materia de gusto.

En las ediciones de 1748, 1750 y 1768 de lo que hoy conocemos como la Investigación sobre el entendimiento humano, la Sección iii, que en su versión final llama la atención por su brevedad, continúa luego de la enumeración de los principios de asociación ya mencionados y desarrollados en el Tratado de la naturaleza humana con una extensa explicación de “los efectos de esta conexión sobre las pasiones y la imaginación”. En dicha explicación, Hume discurre sobre los aspectos más importantes que debe tener en cuenta todo escritor al dirigirse al público. Así, de igual manera que en todas las acciones humanas se puede entrever un propósito (explícito o implícito) orientado a procurarnos la felicidad, es evidente que todo artista tiene en mente un diseño o bosquejo de aquello que pretende sacar a la luz. Y Hume afirma además que dicho plan es una exigencia que deben cumplir todas las obras del genio:

En todas las composiciones del genio, por lo tanto, es necesario que el autor tenga algún plan u objetivo. Y aunque se vea apresurado en su ejecución por la vehemencia de su pensamiento, como en una oda; o lo abandone a la ligera, como en una epístola o un ensayo, debe aparecer alguna meta o intención en la primera disposición, si no en la composición de todo el trabajo. Una producción sin un diseño se parecería más a los desvaríos de un loco que a los sobrios esfuerzos del genio y la erudición. (ehu: 20)11

Tal como leemos en la cita, una creación sin un diseño se parecería más a los sinsentidos de un loco que a las producciones del genio. Y en estas últimas se evidencia siempre una planificación, tanto en el boceto inicial como en la obra acabada. Efectivamente, la intención y el propósito del autor son más que relevantes para Hume en el momento de apreciar y evaluar una obra de arte. La gran pregunta es si dicho plan debe seguir una regla determinada a fin de satisfacer un arquetipo de belleza.

Respecto de cualquier tipo de escritura Hume sostiene que, dado que es imposible que quien esboce algún relato carezca de planificación alguna, los eventos, los personajes y las acciones que se narran deben estar siempre entrelazados y conectados entre sí. En palabras del filósofo: “Deben estar relacionados entre sí en la imaginación y formar un tipo de unidad que los ponga bajo un plan o una perspectiva que responde al objetivo o fin del escritor en su primer proyecto” (ehu: 21; la cursiva es de Hume). Los acontecimientos que se presentan en cualquier crónica, historia, fábula, novela o cuento fantástico poseen (y deben poseer) unidad, esto es, se presentan al lector u oyente de manera tal que este pueda apreciar las conexiones que los vinculan entre sí. Y es a través de estos vínculos que se evidencia el diseño propuesto por el autor, diseño que varía de acuerdo con el género literario elegido. Es relevante detenernos en el análisis de este requerimiento que según Hume deben cumplir las producciones literarias a fin de determinar si la unidad en la trama de acontecimientos es propuesta por el filósofo como criterio de belleza y armonía en las obras de arte y, en especial, en los discursos del genio orador. Respecto de este tema la pronta filiación de las opiniones vertidas por Hume en la Investigación del entendimiento humano con las de su predecesor y maestro Hutcheson es más que tentadora y, a primera vista, casi evidente12. Hutcheson sostiene que percibir la unidad en la diversidad es, en efecto, lo que permite identificar aquello que es bello y armonioso. Los juicios estéticos no son, por ende, subjetivos, sino que poseen un respaldo en dicho arquetipo de belleza que no depende de los sentimientos o pareceres particulares en materia de gusto (véase Hutcheson [1725] 1992: 14-24). La cuestión, por lo tanto, es determinar si el requerimiento humeano de unidad en la diversidad es un criterio o norma en materia estética que guía y determina los juicios de gusto.

Ahora bien, si releemos la primera cita de la Investigación sobre el entendimiento humano que hemos incluido más arriba podemos advertir que la exigencia de unidad en la diversidad de eventos y acontecimientos que se incluyen en un relato no es, propiamente, un criterio que permita distinguir las composiciones bellas y armoniosas de aquellas que no lo son. Por el contrario, las narraciones que carecen de unidad son, tal como las llama Hume, sinsentidos, “the ravings of a madman”. El filósofo sostiene, efectivamente, que las obras geniales evidencian un diseño que articula los personajes y las acciones que se presentan en una producción literaria. La pregunta, entonces, es si dicho requerimiento no es común a cualquier discurso con sentido. Si esto es así, la exigencia de unidad en la diversidad no funciona como un criterio estético y, por lo tanto, no permite la identificación de obras bellas, armoniosas o geniales. Si analizamos a la luz de esta pregunta la Sección iii de la Investigación sobre el entendimientohumano en su versión completa, podemos advertir que para Hume “cierta unidad es necesaria en todas las producciones, no puede faltar en la historia más que en cualquier otra” (ehu:25). En la composición de novelas, de poesías, de biografías, de estudios de historia, de crónicas, de ensayos, en fin, de cualquier relato con sentido, la unidad es un criterio que el autor tiene en mente y plasma en su creación. Y de acuerdo con el objetivo que persiga la narración (entretenimiento, instrucción, etc.), variará el modo en el cual se vinculen los distintos elementos del relato. Así, cierta unión y coherencia son requisitos que debe cumplir ya no solo quien se propone componer una obra acabada, sino todo aquel que quiera expresarse evitando disparates y desvaríos. Si esta lectura no es errada (y creemos que no lo es porque en ninguno de sus escritos Hume señala que la unidad en la diversidad sea un arquetipo de belleza), en todas las composiciones del genio es un requisito que exista cierto diseño e intención manifiestos, al igual que estos son imprescindibles en cualquier discurso articulado. De esta manera, no es la unidad misma la que nos permite identificar las obras geniales, sino, en todo caso, algún tipo particular de unión. Pero Hume no menciona en ninguna de sus reflexiones sobre los principios de asociación (ni en aquellas sobre cuestiones estéticas en general) este tipo especial de unión.

Volviendo al tema con el que iniciamos este apartado, esto es, si existe o no un arquetipo de belleza que encarnan las obras del orador reconocido podemos encontrar, a la luz de lo antes expuesto, una nueva respuesta que concilia, en parte, las distintas afirmaciones realizadas por Hume. En Sobre la elocuencia leíamos que el verdadero orador es reconocido por todos e “inmediatamente se comprueba su superioridad respecto a su rival”. Ahora bien, si no existe un modelo de belleza y armonía que encarnen las obras del genio orador, ¿cómo es advertida e identificada su superioridad? La respuesta a este interrogante puede encontrarse en el mismo ensayo que acabamos de citar, puesto que, si es posible llegar a reconocer la supremacía de ciertas creaciones, es debido a “la comparación y reflexión” que realiza la mente entre las distintas producciones artísticas que se presentan (véaseempl: 107). De hecho, es al ser comparado con un rival mediocre que brillan las bondades del verdadero orador y pueden apreciarse en toda su magnitud. Así, cuando Hume afirma que las obras geniales “atraen naturalmente” lo que está indicando es que lo hacen a través del proceso más corriente del que disponemos los seres humanos, esto es, a través de la experiencia compartida.13 Y decimos que es la experiencia compartida dado que, aunque el sentimiento de agrado y desagrado sea algo personal y privado, es siempre con otros que se cultiva el buen gusto y es en sociedad que se disfruta de los placeres estéticos. Las obras del genio orador, entonces, son recibidas por el público al igual que cualquier producción artística. Y es a través de la reflexión y la puesta en común de los distintos puntos de vista que se va forjando un juicio estético determinado, juicio que expresa la superioridad de algunas composiciones por sobre otras. Al igual que cualquier valoración estética es debida al sentir individual, en el reconocimiento de una obra como obra del genio orador no hay nada objetivo que permita atribuirle superioridad por sobre otras producciones. El sentimiento subjetivo es la única base a partir de la cual se determina nuestro parecer en materia de gusto. Y este sentimiento de gusto varía y puede modificarse tanto a través de la experiencia y la práctica de un arte como al escuchar y reflexionar sobre las opiniones de jueces idóneos y de los mismos creadores cuando dan a conocer el propósito y la finalidad de sus obras.

Esta idea según la cual las creaciones del genio solo son reconocidas a través de la comparación y la experiencia compartida obtiene ulterior justificación en los párrafos finales del ensayo titulado Sobre la sencillez y el refinamiento en la escritura. En ellos Hume advierte que las obras que tal vez nos atraigan en un primer contacto, luego no lo hacen al volver sobre ellas, porque “la mente anticipa la idea, y esta ya no le afecta”. Por el contrario, las obras que muestran su superioridad son aquellas en las que “cada verso, cada palabra, tiene su mérito, y nunca me canso de su lectura” (emp: 195). La supremacía de ciertos escritos, por lo tanto, no puede constatarse en su primera aparición, no hay nada en las composiciones que en sí mismas nos permitan advertir su superioridad de manera inmediata. Es solo después de volver sobre ellas reiteradas veces que nos es dado afirmar que son dignas de admiración por sobre otras producciones literarias. Parafraseando al filósofo, podemos decir que las obras destacadas son aquellas que “siguen estando frescas luego de leerlas cincuenta veces”.Y es, precisamente, esta experiencia repetida a través de la relectura la que, juntamente con la comparación y la reflexión, nos permiten advertir la supremacía de ciertas realizaciones artísticas.

Si volvemos al análisis del placer experimentado por la audiencia de los discursos de Cicerón, no resta más que repetir que la alusión de Hume al modo en el cual está compuesto el relato como el motivador del deleite no encuentra respaldo en otras obras del filósofo. Efectivamente, en ninguno de sus escritos sobre cuestiones de gusto encontramos al menos indicios que deliñen las reglas a seguir a fin de lograr (y de identificar) una composición bella. El agrado y desagrado se originan y se manifiestan, según Hume, en el ámbito de la propia sensibilidad. Ahora bien, los sentimientos fluyen, en el marco del pensamiento humeano, a partir de un presupuesto no siempre identificado y analizado por los estudiosos de este tema que examinaremos a continuación a la luz de la ya mencionada escisión entre el ámbito de la moralidad y de los juicios de gusto.

El presupuesto antropológico de la sensibilidad

Hume, a diferencia de algunos de sus contemporáneos, no considera que el sentimiento de gusto y el sentimiento moral se correspondan con dos facultades distintas de la naturaleza humana. Ambos surgen de la misma sensación original e inmediata de agrado y desagrado que sentimos frente a determinados objetos que valoramos, a su vez, de acuerdo con el sentimiento que experimentamos en su presencia. Tal como lo indica en Una disertación sobre las pasiones, un calor moderado nos agrada en tanto que si es excesivo nos molesta y, sin que nada cambie más que la intensidad en nuestra percepción, las sensaciones que experimentamos son completamente disímiles. Al mismo tiempo, todo aquello que consideramos agradable o desagradable genera pasiones (o impresiones de reflexión), como la alegría, la tristeza, la pena, etc. Y al ser los sentimientos morales y de gusto, precisamente, pasiones, se originan (como todas ellas) a partir del gusto o disgusto que nos invaden en presencia de determinados objetos y acciones. Así, en las primeras páginas del libro II del Tratado de la naturaleza humana, leemos:

Las impresiones de reflexión pueden dividirse en dos clases: serenas y violentas. El sentimiento de la belleza o fealdad de una acción, de una composición artística y de los objetos externos pertenece a la primera clase. Las pasiones de amor, odio, tristeza y alegría, orgullo y humildad, son de la segunda (thn: 276).

El sentimiento de gusto es, entonces, una impresión vívida de agrado o desagrado que al hacer su entrada en la mente no la perturba o violenta, como sí ocurre con otras pasiones (aunque el mismo Hume admite que esto es relativo, sobre todo en el caso del gusto en el cual la mente se agita y moviliza). El sentimiento moral también es una pasión serena que se presenta frente al agrado y el desagrado que generan en nosotros las acciones de otros hombres, pero supone que, gracias a la empatía, el sufrimiento ajeno sea sentido como propio. El ámbito de las cuestiones de gusto, por su parte, implica el fluir libre de las pasiones, sin que estas sean copias o reflejos del sentir de otros, tal como hemos indicado más arriba.

El placer estético es, por lo tanto, el espacio en el cual se desarrolla y afirma nuestra singularidad y el modo particular de percibir el mundo que nos rodea. Si la imaginación establece las regularidades que rigen los objetos físicos (según las leyes de asociación) y la justicia determina lo permitido y lo prohibido (en base a nuestra empatía o sentimiento humanitario), la esfera del goce estético se presenta libre de restricciones. En cuestiones de gusto la mente puede seguir sus inclinaciones e impresiones de agrado y desagrado sin más limitaciones que la propia sensibilidad. Pero los seres humanos también buscamos, según la filosofía humeana, compartir nuestras apreciaciones de gusto y esto responde a una concepción antropológica más general a la que suscribe el filósofo.

Al pensar algo semejante a un estado de naturaleza, esto es, al sugerir cuáles son las regularidades e instintos elementales presentes en los seres vivos, Hume lejos está de suponer una guerra de todos contra todos. Tampoco conjetura paraísos privados de sufrimiento y violencia. Las tendencias que se dan en el mundo animal y, por ende, en el de los hombres, no se extinguen en la vida en sociedad, por el contrario, la posibilitan. Así leemos en el Tratado de la naturaleza humana:

En todas las criaturas que no se devoran a otras ni se hallan agitadas por violentas pasiones aparece un notable deseo de compañía, que las lleva a agruparse, a pesar de que con ello no se propongan alcanzar ventaja alguna. Esto se ve de forma aún más notable en el hombre, que es la criatura que más ardiente deseo de sociabilidad tiene en el universo, y que está dotada para ello con las mayores ventajas. No podemos concebir deseo alguno que no tenga referencia a la sociedad. La soledad completa es posiblemente el mayor castigo que podamos sufrir. Todo placer languidece cuando no se disfruta en compañía, y todo dolor se hace más cruel e insoportable (thn: 363).

El instinto primario al que responden todos los seres del universo es la búsqueda de compañía, incluso sin que ello reporte beneficio ulterior alguno. El estar con otros ‒siempre que no medien pasiones violentas‒ es de por sí agradable y es la base que permite la aparición de otros placeres. Dado que tanto la imaginación como las pasiones se mantienen activas al estar con otros, en soledad todo deleite desaparece y la mente languidece abandonada a sí misma. Así, en el aislamiento difícilmente se encuentre disfrute alguno, dado que este mismo estado implica de suyo una existencia penosa y abocada a la mera sobrevivencia. La vida en conjunto entre seres “que no se devoran” posibilita la aparición de placeres (y también de sufrimientos y de penas) que mantienen la mente activa y garantizan que la vida se prolongue y que no consista en la pura subsistencia.

Luego de comparar la condición de los seres humanos con el resto del mundo animal, Hume da un paso más y sugiere que si dispusiéramos incluso de las capacidades de una divinidad creadora y rectora del universo, seríamos desdichados en soledad. La alegría misma es impensable en un ser solitario, por más que pudiera gobernar las fuerzas naturales a su antojo y beneficio. La humanidad es la mejor preparada del mundo animal para la vida en común y tiende a ella a pesar de los inconvenientes que esta misma convivencia le procura, pues sin ella perecería o tendría una existencia miserable. Porque la mente, a fin de no caer en un estado de melancolía y tedio que supone su inacción y su fin, “está animada por la simpatía y no tendría fuerza alguna si hiciéramos entera abstracción de los pensamientos y sentimientos de otras personas” (thn: 363). Y esta simpatía, entendida como una tendencia general de los seres humanos y de otras especies, es la base antropológica a partir de la cual emergen las sensaciones de agrado y desagrado y, por ende, los sentimientos morales y de gusto. Decimos que la simpatía opera aquí como una tendencia general que reaviva la imaginación y las pasiones, y no estrictamente como un principio que hace que una idea pase a ser una impresión, tal como vimos que ocurre en el ámbito moral. La simpatía, como propensión a llevar una vida en común, es la que posibilita el abanico de pasiones que mantienen activa la mente, porque la mirada y el sentir de los otros avivan nuestras propias emociones. Así, los placeres estéticos son posibles en la vida en común debido a que, aunque no siempre lleguemos a un acuerdo respecto de qué es agradable y desagradable, es en compañía que la mente puede desplegar sus pasiones y poner en marcha el uso libre de la imaginación.

De esta manera, el sentimiento de gusto tiene lugar cuando la imaginación en su uso libre está unida a las pasiones de agrado o desagrado que experimentamos serenamente y en compañía de otros. Pero, si bien tanto la moralidad como el placer estético son pasiones serenas, para Hume la aprobación y el repudio morales se imponen sobre el sentimiento de gusto porque la simpatía (en tanto que principio que transforma una idea en impresión) tiene una influencia predominante en la mente humana y su intensidad es superior a la suave tendencia a buscar compañía.

Consideraciones finales

El placer de lo sublime que Hume parecía admitir en el Tratado de la naturaleza humana al incluir la grandeza como una de las cualidades que agradan no encuentra en esta primera obra una explicación que permita comprenderlo en toda su complejidad. El punto de vista de Addison, común a muchos pensadores del siglo xviii, según el cual el deleite frente a algo grande, horroroso o sorprendente proviene de la reflexión que hacemos sobre nuestra propia condición a salvo de la escena, no es compartida por Hume porque es incompatible con la simpatía moral que es el fundamento de todas las obligaciones para con los otros. Así, si la ley de semejanza está a la base de toda asociación de ideas, la simpatía moral, cuya intensidad es superior ya que es el único principio según el cual una idea pasa a ser una impresión, irradia toda su influencia en el ámbito de las pasiones. Teniendo en cuenta esta incompatibilidad, que excluye la posibilidad misma del goce estético frente a la observación directa del sufrimiento humano, no es llamativo que Hume no se explaye en su primera obra sobre el placer de lo sublime tal como es presentada por varios de sus contemporáneos.

Así y todo, es sabido que muchos temas postergados en el Tratado de la naturaleza humana por decisión de su autor son retomados en escritos posteriores, algunas cuestiones de estética son un claro ejemplo de esta elección y aparecen desarrolladas con más detalle en Sobre la norma del gusto. En este sentido, en Sobre la tragedia se plantea ‒tal como hemos visto‒ el análisis del singular placer que sentimos frente a la representación de las angustias y las calamidades ajenas, y la conclusión sintética a la que arriba Hume es que dicho goce es debido a la manera en la cual está compuesta la obra en cuestión. Ahora bien, si la unidad en la conexión de eventos debe ser entendida como un criterio de sentido más que como un estándar estético, podemos afirmar que ni en este ensayo ni en ningún otro Hume indica cuál es el modelo o arquetipo que debe seguir una obra (sobre todo en la oratoria) para ser consideraba agradable. Así, el extraño placer que bien se describe en Sobre la tragedia al no ser retomado en otros escritos y no explicitarse qué hace que la composición de una obra sea bella, permanece inexplicable en el marco de la filosofía humeana.

Asimismo, cabe destacar que la dificultad y la imposibilidad de dar cuenta del placer de lo sublime se profundizan debido a ciertos rasgos que caracterizan el ámbito de la sensibilidad en el pensamiento de Hume; esto es, que el sentimiento moral y el de gusto no son independientes ni responden a principios diferenciados. De esta manera, y dado que las valoraciones de gusto y las morales no pueden distinguirse más que por la intensidad de las emociones, la aprobación y el reproche moral (pero sobre todo este último) se imponen frente a las valoraciones estéticas excluyendo cualquier tipo de goce frente al sufrimiento humano. Si a esto sumamos la tendencia a buscar compañía y evitar la soledad como el trasfondo a partir del cual emergen y se vivifican todas las pasiones, es aún más clara la prevalencia de la simpatía moral por sobre cualquier otro principio (ya sea egoísta, altruista o comparativo) frente a la pena y el dolor humanos.

La aceptación de estos presupuestos de la sensibilidad, comunes a muchos pensadores ilustrados, configura en la filosofía de Hume una noción de la naturaleza humana capaz de ser, no sin esfuerzo, modificada y mejorada. No es este el momento de evaluar la fe de nuestro pensador respecto de los móviles de las acciones humanas en comunidad, confianza esperanzadora que raramente pueda confirmarse a través de alguna investigación empírica. Baste, para concluir, con decir que estas preconcepciones son las que posibilitan y direccionan la lucha de la filosofía ‒siempre en desventaja‒ contra la superstición y las pasiones violentas y permiten erigir el artificio de las leyes de justicia, pero, asimismo, son las que dejan inconclusa la tarea de dar cuenta del placer de lo sublime. Así, la incipiente inclusión de este deleite en el Tratado de la naturaleza humana se desdibuja y se diluye en escritos posteriores no porque Hume no haya identificado este goce tan particular ni porque le haya restado importancia, sino porque es incompatible con los principios básicos de una antropología que encuentra en la simpatía moral la base de la convivencia y de la superación humanas. Simpatía moral que es, a su vez, la piedra de toque de todo el proyecto filosófico humeano puesto en marcha en los Ensayos morales, políticos y literarios tendiente a devolverle a los hombres cierta libertad original que les es arrebatada por los artificios de una educación y de un sistema de leyes que desconocen la naturaleza humana.

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1 Algunos estudiosos de estética, como es el caso de Raymond Bayer, han propuesto que la utilidad es central en la concepción humeana del placer estético (véase Bayer 2014: 191-193). George Dickie, por el contrario, considera que la identificación -aunque sea parcial- del goce estético con lo útil fue un error por parte de Hume, equívoco que salvó en obras posteriores al Tratado de la naturaleza humana en las cuales no aparece más dicha equiparación. Estamos de acuerdo con Dickie en que el ámbito del placer estético no se reduce al de lo útil en la filosofía de Hume, en que no juega un papel central en las cuestiones de gusto y en que, efectivamente, el filósofo no vuelve a mencionar la utilidad como rasgo agradable de un objeto luego del Tratado de la naturaleza humana. Sea como sea, si aquí la tenemos en cuenta es únicamente para mostrar la variedad de características que son incluidas por Hume en su primera obra como pertenecientes a la experiencia estética (véase Dickie 2003: 229-232).

2Claramente, las dificultades surgen (a los fines de nuestro análisis) frente a las acciones humanas que pueden ser objeto tanto de un juicio moral como de un juicio estético. Siguiendo ejemplos del propio Hume podemos decir que si una persona que estimamos está por momentos desanimada y taciturna quizás no nos agrade su compañía (e incluso podemos considerar que tales disposiciones no son gratas para ella misma), pero no elevamos un reproche moral porque nuestro sentimiento, si bien tiene en cuenta a otro, no es un reflejo o copia de lo que le ocurre (véase EPM: 250). Pero si alguien le infligiera gratuitamente un daño a esta misma persona, sentiríamos su sufrimiento como propio y condenaríamos moralmente dicha acción.

3Varios estudiosos del tema de lo sublime en el Tratado señalan que esta temática está presente en el tratamiento que realiza Hume del placer que genera la grandeza (véase Jacquette 1995, Noel 1994 y Monk 1935: 64 y 65). En su estudio ya clásico, Jacquette analiza el deleite que generan la grandeza y la infinitud (y las complicaciones que generan en las concepciones humeanas de espacio y tiempo) como las claves para comprender lo sublime en el pensamiento del filósofo; así y todo, no analiza las consecuencias morales que supone el goce frente a aquello que nos aterroriza, característica que consideramos central para comprender la exclusión de lo sublime en escritos posteriores al Tratado. Por su parte, Noel distingue entre lo sublime natural y aquel que es debido a la retórica, y se dedica solo al primero sosteniendo que el segundo tuvo poca influencia en los pensadores británicos de mediados del siglo xviii, premisa que no creemos que se aplique a Hume, tal como mostraremos más adelante.

4Para una exposición del tema de lo sublime desde sus orígenes antiguos hasta su recepción y problematización modernas y contemporáneas, véase Acosta López 2012.

5Para profundizar sobre el tema de lo sublime y su génesis en la época moderna, véase Scheck 2009. En este artículo, Scheck subraya la importancia de autores como Addison y Burke en la formulación de la idea filosófica de lo sublime que luego se hará presente en pensadores como Kant y Schiller. Véase también Scheck 2013, escrito en el cual se analiza cómo las nociones de lo bello y de lo bueno, que, si bien se presentaron durante el siglo xviiicomo contradictorias y, por momentos, excluyentes (como creemos que ocurre en el caso de Hume) luego tendieron a armonizarse al presentarse el sentimiento de lo sublime como posibilitador de inspiración y entereza morales (tal como ocurre en el pensamiento de Kant).

6El tema del naufragio fue uno de los preferidos de artistas y filósofos románticos. Así y todo, esta temática también aparece en los poetas antiguos. Pseudo- Longino, por ejemplo, analiza la descripción de un naufragio con sobrevivientes en De lo sublime, capítulo x, escrito que fue ampliamente difundido durante el siglo xviii.

7En el momento en el que Hume escribe sus ensayos la noción de “lo trágico” no había alcanzado el desarrollo filosófico que tendrá luego, en Alemania, de la mano de pensadores como Kant y Schiller. Es muy probable, entonces, que, al hablar de la tragedia, Hume se refiera a una forma literaria antes que a lo trágico como una idea filosófica acabada. Sobre esta distinción véase Garelli y Gentili 2015.

8Véase Fiel 2014. Según Fiel el placer de lo sublime tiene lugar cuando lo horroroso, lo espantoso, aparece regido por la memoria (esto es, en un discurso o relato con sentido) y es la identidad la que se impone, no las pasiones. En caso de prevalecer las pasiones lo que el sujeto experimenta es, efectivamente, terror, congoja y miedo, sin rastro de deleite. Si bien esta lectura es consistente (aunque no problematiza las nociones de memoria presentes en el Tratado: como reproducción de un orden o como copia) creemos que pasa por alto uno de los problemas que consideramos centrales en el análisis humeano de lo trágico, esto es, la valoración moral que suscita en el sujeto el sufrimiento ajeno. En el caso de la lectura de un relato histórico, por ejemplo, en el cual se narran las calamidades infligidas por unos seres humanos a otros, la emoción que se suscita (o que debería suscitarse) según Hume en el lector es un sentimiento de condena moral, ya sea que medie o no la memoria, tal como desarrollamos a continuación.

9Véase empl: 567. En este pasaje del ensayo Hume reivindica a Maquiavelo como historiador y lo distingue de su papel como político. En sus apreciaciones políticas “considera el envenenamiento, el asesinato y el perjuicio artes legítimas del poder”. Pero al narrar la historia de un reinado o una república “muestra tan viva indignación con el vicio, y tan cálida aprobación de la virtud” que encarna sin doblez la figura del historiador que tiene en mente el filósofo.

10Hume propone el criterio del parecer de los jueces idóneos en su ensayo Sobre la norma del gusto,del cual no nos ocupamos en este estudio. Consideramos, así y todo, que la norma propuesta por el filósofo tiene como fin guiar los juicios estéticos en el espacio común del ámbito de la conversación, no modificar el sentir subjetivo de manera inmediata. Véase Gurstein 2000.

11La traducción es nuestra. La numeración de páginas corresponde a la edición de Stephen Buckle, ya que en la de Selby-Bigge no se encuentra el resto de la Sección iii.

12De hecho, en una nota al pie del texto que estamos comentando, Buckle indica que la unidad en la diversidad es un criterio estético mucho más claro en la filosofía de Hutcheson.

13Sin lugar a duda, el adjetivo “natural” no es unívoco en la obra de Hume. En el caso que estamos analizando consideramos que el significado del vocablo en cuestión no se contrapone a la experiencia de un hábito repetido, por el contrario, natural es todo lo que se sigue de una práctica afianzada e interiorizada, es aquello que se siente como propio. Lo opuesto a algo natural, en el sentido que le estamos atribuyendo al término, sería aquello que es impuesto (como cuando debemos obedecer una ley de justicia para evitar el castigo que sufriríamos de no hacerlo). Tal como indica Kenneth R. Merrill, el mismo Hume sostiene en el Tratado de la naturaleza humana que el adjetivo natural es “ambiguo y equívoco” (véasethn: 474), y analiza tres sentidos que atribuye el filósofo a este término. El que hemos adoptado corresponde al tercer sentido expuesto por Merril, es decir, lo natural como opuesto a lo artificial. Véase Merril 2008: 197-199.

Recibido: 08 de Marzo de 2021; Aprobado: 24 de Mayo de 2021

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