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Boletín de Estética

versión On-line ISSN 2408-4417

Bol. estét.  no.56 Buenos Aires set. 2021

http://dx.doi.org/10.36446/be.2021.56.280 

Artículos

LA REVALORIZACIÓN DE LA PINTURA HOLANDESA DEL SIGLO XVII EN FRANCIA: Thoré, Taine y Fromentin

The Revaluation of 17th Century Dutch Painting in France: Thoré, Taine and Fromentin

Jean-Paul Margot1 

1 Universidad del Valle (Cali, Colombia)

Resumen

En el horizonte abierto por las Lecciones sobre la estética de Hegel,Théophile Thoré-Bürger, Hippolyte Taine y Eugène Fromentin supieron revalorizar la pintura del siglo de oro holandés. La esencia misma de la herencia hegeliana radica en la convicción a priori de que la pintura holandesa del siglo XVII es la expresión del espíritu de una época. Con todo, si exceptuamos la exagerada orientación sociológica e ideológica de la “crítica sin arte” de Taine, nos encontramos en Thoré-Bürger y, sobre todo, en Fromentin, con unas interpretaciones que se acercan a la concepción de “la obra de arte como producto de la actividad humana”, y se alejan, al mismo tiempo, de un “realismo” condicionado por el determinismo histórico.

Palabras clave: Estética de la pintura; Siglo de Oro holandés; Hegel;crítica; realismo

Abstract

Théophile Thoré-Bürger, Hippolyte Taine and Eugène Fromentin re-valuated Dutch painting of the Golden Age in the horizon opened by Hegel’sLessons on Aesthetics. The very essence of the Hegelian legacy rests on the a priori conviction that 17th century Dutch painting is the expression of the spirit of the age. Even so, if we exclude Taine´s exag-gerated sociological and ideological orientation of “criticism without art”, we find in Thoré-Bürger, and especially in Fromentin, some inter-pretations that come close to the concept of “work of art as product of human activity” and simultaneously move away from a “realism” condi-tioned by historical determinism.

Keywords: Aesthetics of Painting: Dutch Golden Age; Hegel; Criticism; Realism

Los autores del siglo XIX, responsables de la revalorización de la pintura holandesa, no se contentan con considerarla el pro-ducto de un pueblo, de un lugar, de un tiempo; piensan, además, que esta pintura refleja fielmente el mundo circundante, que es, en otros términos, «realista» e incluso «naturalista».

Todorov 1997: 43

Movimiento artístico y literario cuyo propósito era la representa-ción objetiva de la realidad basada en la observación y en la des-cripción de los aspectos cotidianos que brindaba la agitada vida política francesa desde la proclamación de la República, en 1848, hasta la Comuna de París, en 1871, el realismo facilitó a los artistas un amplio campo de representación para una variedad de temas ligados a nuevas formas de sensibilidad sociales que acompañaban las nuevas ideas políticas. La filosofía nos enseña que no hay respuestadefinitiva a la pregunta ¿qué es la realidad? Pero podemos aceptar lo siguiente:

En su acepción moderna, la del sigloXIX, el Realismo es la concepción del arte y de la literatura que se da como obje-tivo la representación (no la reproducción como pudo de-cirse sin pensar bien en el sentido de la palabra) de la rea-lidad, es decir, del hombre y de la sociedad contemporá-neos. El novelista y el pintor realista rechazan la imagina-ción como agente activo de la construcción literaria o pictórica, pero pintan los ensueños y las fantasías de sus personajes, porque la imaginación y los sueños son una realidad. (Lissorgues 2008)

El naturalismo surge en la estela del Curso de filosofía positiva (1830-1842) de Auguste Comte y de las grandes teorías científi-cas, como el transformismo de Georges Cuvier y el evolucionismo de Charles Darwin, que suscitan “una verdadera fe en la razón y en el descubrimiento progresivo de las leyes que rigen los fenómenos naturales” (Lissorgues 2008). El naturalismo también expresa la mentalidad y la sensibilidad de una época a las que se suele llamar cientificismo -scientisme, en francés-, más filosofía que ciencia, que es capaz de generar sus propias hipótesis y teorías, como las leyes del determinismo biológico de la herencia, con Prosper Lucas en su Traité philosophique et physiologique de l'hérédité naturelle (1850) o el positivismo sociológico de Hippolyte Taine, de tanta resonancia en todos los países europeos, que pretende encontrar las leyes que dominan toda la producción de las obras de arte en un país. Como dice Yvan Lissorgues:

La cuestión del Realismo no radica solo en la presencia de algún reflejo de lo real en la obra de arte, sino que depende del grado de atención y del papel que se le otorga a la realidad. Surge pues la orientación realista, como fenómeno de época, con la conciencia colectiva de que la realidad por sí sola (es decir, no sometida a un proceso de idealización) merece ser objeto de arte. (Lissorgues 2008)

La decisión de retratar a trabajadores, obreros y campesinos en su contemporaneidad urbana y rural, conjugada con el compromiso social de los artistas y escritores, es el horizonte en el que se inscriben las investigaciones y los estudios de Taine, Théophile Thoré y Eugène Fromentin, quienes son los “responsables de la revalorización de la pintura holandesa” del siglo XVII, al emplear el término “realismo” para designar una pintura cuya “verdad humana” se opone al “idealismo poético de la pintura italiana”. Ellos son deudores de Hegel. La esencia misma de la herencia hegeliana radica en la convicción a priori de que la pintura holandesa del siglo XVIIes la expresión del espíritu de una época Zeitgeist. La palabra “expresión”, con su esquiva ambigüedad, permite que el crítico y el historiador revelen la Weltanschauung, la concepción del mundo detrás de la obra de arte que condiciona el carácter tanto colectivo como individual de la “representación” artística. La pintura holandesa es vista en términos de su estilo y puede interpretarse como un síntoma, una manifestación de la raza, de la geografía, de fenómenos sociales y políticos, de la cultura, es decir, del momento y del medio.

En la primera parte de sus Lecciones sobre la estética (1820-1829), texto fundador del estudio moderno del arte (véase Gombrich 1984b, passim), titulada “La idea de lo bello artístico o el ideal”, Hegel escribe a propósito de “la relación de la representa-ción ideal del arte con la naturaleza”:

Todavía no se ha puesto término a la antigua disputa, siempre renovada, sobre si el arte debe representar naturalmente en el sentido de lo externo, o bien enaltecer y transfigurar los fenómenos naturales. … Tampoco los ob-jetos representados ni el hombre corriente son de riqueza inagotable, sino limitados: … Pero, en cuanto artística-mente creador, el hombre es todo un mundo de contenido que él ha hurtado a la naturaleza y acumulado en el com-prehensivo dominio de la representación y la intuición como un tesoro que ahora de modo simple restituye li-bremente por sí sin los prolijos condicionamientos y aprestos de la realidad. (Hegel 1842 1989: 120-122)

En otros términos, lo representado por el arte no agota la reali-dad, “el ser-ahí meramente objetivo”. El arte sobrepuja a la natu-raleza. Es común desde el siglo XIX relacionar las obras pictóricas con las circunstancias políticas y sociales y, porque no, geográficas: es en Hegel que debemos buscar la fuente de esta relación:

Los holandeses han extraído el contenido de sus representaciones de sí mismos, de la actualidad de su propia vida, y no puede reprochárseles que una vez más hayan realizado efectivamente este presente por medio del arte … Para saber en qué consistía el interés de los holandeses de entonces debemos interrogar a su historia. El holandés se ha dotado a sí mismo de la mayor parte del suelo en que habita y vive, y se ve precisado a defenderlo y mantenerlo continuamente contra el asalto del mar; los burgueses de las ciudades y los campesinos se sacudieron con coraje, tenacidad y valentía el dominio español de Felipe II, el hijo de Carlos V, aquel poderoso rey del mundo, y con la religión de la libertad obtuvieron, junto con la libertad política, la religiosa. Este civismo y este carácter emprendedor, tanto para lo pequeño como para lo grande, en la propia tierra como en el vasto mar, esta prosperidad solícita y al mismo tiempo pulcra, elegante, el alborozo y la petulancia en la autoestima de que todo esto se debía a su propia actividad, esto es lo que constituye el contenido general de sus cuadros. Pero no son éstos temática y contenido vulgares a los que quepa acercarse con la presunción del cortesano o de los refinamientos de la buena sociedad. En tal sentimiento de vigoroso nacionalismo pintaron Rembrandt su famosa “Ronda nocturna” de Amsterdam, Van Dyck tantos de sus retratos, Wouwermann sus escenas ecuestres, y aquí han de contarse in-cluso esos festines, diversiones y placenteras chanzas campestres. (Hegel 1842 1989: 126)

Étienne-Joseph-Théophile Thoré, llamado también Théophile Thoré-Bürger -el ciudadano Thoré- y después William Bürger, abogado de formación, fue un periodista y crítico de arte francés y un comprometido activista republicano cercano al socialismo revolucionario de Saint-Simon:

Como muchos hombres de su generación, estaba obsesio-nado por las promesas incumplidas de la Revolución de 1789. Pensaba que el destino histórico de los franceses los llevaba a aspirar a un nuevo orden. Desde su juventud saint-simonia-na, Thoré creía que la humanidad entera saldría de la fase de transición en la que se encontraba desde el Renacimiento, para entrar en un nuevo período feliz, porque orgánico, armonioso. (Suzman Jowell 1989: 29)

Thoré conoce dos revoluciones, las de 1830 y 1848. Su participa-ción en la Revolución de julio, llamada también las Tres Gloriosas, le significa un nombramiento como sustituto del fiscal del rey en el tribunal civil de La Flèche, un cargo que abandona rápidamente para dedicarse de lleno a la crítica de arte y al periodismo político. Su participación en la segunda -la auténtica heredera de la Revolución de 1789-, la denominada Revolución de Febrero, le significa el exilio. En 1839 intenta fundar el periódico La Democracia, cuya vocación debía ser la de “continuar el movimiento social y político de la Revolución francesa”. Al año siguiente, publica el folleto La verdad sobre el partido democrático y es condenado a una multa y a un año de prisión en Sainte-Pélagie. A partir de 1844 trabaja como crítico de arte en El Constitucional. En 1848 rechaza el cargo de director de Bellas-Artesy funda otro periódico, La verdadera república, rápidamente prohibido.

Candidato derrotado en varias elecciones regionales,en marzo de 1849 vuelve a editar La verdadera república -con el epígrafe “Sin la Revolución social, no hay verdadera república”- pero las oficinas de la redacción del periódico son saqueadas el 13 de junio. El 15 de noviembre de 1849 es condenado al exilio por el Alto Tri-bunal de Versalles por sus actividades insurgentes. Refugiado político en Bélgica, Suiza, Alemania e Inglaterra, Thoré desarrolla durante diez años una intensa actividad de crítico de arte y de escritor. Visita museos europeos y colecciones privadas, consulta archivos y bibliotecas y, bajo el seudónimo de Bürger -“un nom-bre cuidadosamente elegido por su sugerencia de ciudadanía supranacional” (Suzman Jowell 1974: 102, n. 15)-, se consolida su fama con la publicación de su larga reseña en Le Siècle sobre legendaria exposición “Los tesoros de arte de Gran Bretaña”, rea-lizada en Manchesteren 1857.

Amnistiado, Thoré vuelve a Paris en 1859. Hasta su muerte, en 1869, prosigue sus investigaciones en historia del arte, se implica en importantes ventas de arte, redacta novedosos catálogos de ventas, colecciona y aconseja a coleccionistas, a la vez que escri-be reseñas para los Salones anuales y las exposiciones interna-cionales. Su actividad en el campo de la historia y de la crítica del arte es indisociable de sus ideas radicales de izquierda y de sus escritos políticos. Thoré fracasó en política, pero trasladó su fer-vor revolucionario al campo del arte: trasladó sus anhelos de cambios sociales de la política a la estética. Si preconiza un papel social para el arte, es fundamentalmente por su dimensión moral. Escribe en el Salonde 1864:

El arte tiene por objeto la belleza y no la idea. Pero, me-diante la belleza, el arte debe hacernos amar lo que es verdadero, lo que es justo, lo que resulta ser fecundo para el desarrollo del hombre. Un retrato, un paisaje, una escena familiar, un tema sujet cualquiera, pueden tener este resultado tanto como una imagen heroica o alegórica. Todo lo que expresa, de una manera bien sentida, un carácter profundo del hombre o de la naturaleza encierra el ideal, puesto que provoca la reflexión sobre puntos esenciales de nuestra vida. En este sentido, se puede decir que el tema sujet no importa demasiado, siempre y cuando entrañe algún elemento significativo y simpático. (Bürger 1870: 14)

La causa de Thoré siempre ha sido la República y la Democracia. La crítica de arte es, al menos hasta la mitad de la década de 1850, un arma política al servicio de “un principio republicano, la utili-dad del arte o el arte para el progreso, un arte en oposición al arte por el arte, es decir, simplemente dedicado al placer estético” (Laugée 2015: 51); un arte al servicio del progreso de la humani-dad, es decir, del progreso de la situación política del pueblo. En este sentido, si desde sus inicios como crítico de arte, en 1830, Thoré defiende el realismo en la pintura, ilustrado por Jean-François Millet y Gustave Courbet, “el más pintor le plus peintre de la Escuela francesa” (citado en Suzman Jowell 1989: 35), por-que se ocupa de “pintar lo que se ve”, a saber, la miseria del pueblo y las iniquidades de los poderosos.

La inclinación de Thoré por “el carácter de la escuela holandesa en su conjunto: la vida, la vida viva la vie vivante, el hombre, sus costumbres, sus ocupaciones, sus alegrías, sus caprichos” (Bürger 1858: 322), le permite conjugar arte y política. “El arte holandés concuerda con la emancipación religiosa y política que suscitó en Holanda, a principios del siglo XVII, una sociedad nueva" (1858:IX). Es un “arte para el hombre” (Bürger 1858: 326). Las enseñanzas de la república holandesa son claras: “el retorno sincero a la naturaleza y el abandono de los antiguos simbolis-mos”. Mientras Rafael mira hacia atrás y ve a la humanidad abs-tracta, Rembrandt mira hacia adelante y ve a “una humanidad real y viva”: el primero encarna la apoteosis de un estilo artístico pasado, el segundo es el porvenir, es la fuente de un nuevo prin-cipio, el de “hacer lo que se ve y lo que se siente” (Bürger 1860, X-XIII).

En el primer volumen de Museos de Holanda, Thoré descubre en el Mauritshuis de La Haya “un gran pintor, cuya biografía no es más conocida que la de Hobbema, y cuyas obras son aún más escasas. Tan solo se sabe que nació en Delft hacia 1632 ... Se lo llama van der Meer de Delft (Delfsche van der Meer)” (Bürger 1858: 272). Dos años más tarde, en el segundo volumen, dedica 22 páginas a la “Esfinge” de Delft y levanta una corta lista de 12 cuadros auténticos, y de una o dos docenas de cuadros por “re-conocer” (1860: 88). En el primero de tres artículos publicados en la Gaceta de las Bellas Artes, correspondiente al primero de octubre de 1866, Thoré le dedica su “esfinge” al escritor, perio-dista y teórico del movimiento realista Champfleury:

Conviene también devolver restituer a van der Meer junto a Pieter de Hooch y Metsu, en la vecindad de Rembrandt. A mi vez, le dedico mi esfinge, que reconocerá como un ancestro de artistas enamorados de la Naturaleza, que la entienden y la expresan en su atractiva sinceridad. (Bürger 1866: 297-298)

Apenas diez años antes, Jan van der Meer -“el pintor realista” de la Lechera y de la Vista de Delft (1866: 330)- era prácticamente un desconocido. En algunos catálogos y publicaciones aparecen nombrados cuadros como La encajera Dentellière -hoy en el Louvre- y la Vista de Delft - hoy en el Mauritshuis- con unos datos biográficos muy inciertos donde se mezclan a menudo tres van der Meer en uno -un Jan van der Meer de Utrecht, y dos de Haarlem-. No es precisamente el menor de los méritos de Thoré el haber “separado” los van der Meer mediante una inves-tigación tan rigurosa como novedosa de las firmas autógrafas en esta entrega y en la siguiente. El segundo artículo, correspon-diente al primero de noviembre, empieza con una sentida peti-ción: “Debemos, por favor, aceptar a van der Meer de Delft en esta pléyade de «pequeños maestros» holandeses, y como su igual. Como ellos, es naturalmente original y lo que ha hecho es perfecto” (Bürger 1866: 459).

A diferencia de sus contemporáneos, Thoré no utiliza “pequeños” en un sentido peyorativo: si Gerrit Dou pasa por ser “el primero de los pequeños pintores holandeses”, es porque el pintor de género se diferencia de Rembrandt, de van der Helst y de algunos otros “maestros de la gran pintura” (Bürger 1858: 77-78), por el tamaño de sus pinturas. En esta “pléyade”, que incluye, entre otros, a Gabriël Metsu, a Gerard Ter Borch, a Jan Steen y a Pieter de Hooch, Van der Meer de Delft se destaca por un suplemento de acento, de fisionomía, de distinción y de extrañeza: la “correc-ción de pose y expresión” (Bürger 1866: 460); “La cualidad más prodigiosa de Vermeer, incluso antes de su instinto fisiognómico, es la calidad de la luz” (Bürger 1866: 461):

En Vermeer, la luz no es en absoluto artificial; es precisa y normal como en la naturaleza, y tal como un físico escrupuloso puede desearla. ... La luz parece provenir de la pintura misma, y los espectadores ingenuos se imaginarían fácilmente que el día se cuela entre el lienzo y el borde. ... Es a esta exactitud de la luz que Vermeer debe todavía la armonía de su colorido. (Bürger 1866: 462)

“Como pintor de escenas familiares, Vermeer tiene iguales. Como pintor de vistas de ciudades, es único. Uno no sabría con quién compararlo” (Bürger 1866: 462). En el tercer artículo, corres-pondiente al primero de diciembre de 1866, después de repro-ducir el Catálogo de pinturas vendidas el 16 de mayo de 1696, en Ámsterdam, con los veintiún “cuadros absolutamente auténticos del «Delftois»”, Thoré presenta “la clasificación de un catálogo general de la obra hoy en día conocida” de van der Meer de Delft. En ella “separa” los cuadros “auténticos”, los “dudosos”, los seña-lados por “aficionados experimentados” y aquellos cuya existen-cia fue “constatada”, pero cuyo rastro se perdió. Además, separa:

los tres géneros diferentes en los que sobresalió van der Meer: escenas familiares, pinturas de costumbres: -conversaciones, como dicen los holandeses-; vistas de ciudades, de casas, las Callejuelas Ruelles, según el término usado también en Holanda; finalmente, los paisajes; y aun algunos cuadros excepcionales, de naturaleza muerta, como no dicen los holandeses, so pretexto de que la naturaleza es por doquier viva, aun cuando parece inmóvil: stil leven, la vida tranquila; es la misma expresión que en alemán: still leben; la misma que en inglés: still life. (Bürger 1866: 543-544)

El resultado de esta “ingenua” separación es la autentificación de cincuenta cuadros -un número ciertamente muy superior a los treinta y cinco reconocidos en el presente- que hace de Thoréel gran descubridor de Vermeer.

Musées de la Hollande (1858 y 1860) es una obra fundamental: supera no solamente en calidad todas las guías previamente pu-blicadas sobre las colecciones de pintura holandesa -generalmente muy deficientes-, sino que “inauguró una nueva era en la historiografía del arte holandés” (Suzman Jowell 2001: 47):

Es posible que sus Musées de la Hollande no hayan incitado a la revolución ni traído la nueva República Universal, pero establecieron un canon y una imagen duraderos del arte holandés del siglo XVII, e influyeron decisivamente en los términos en los que se veía, valoraba y emulaba el arte holandés; fue una imagen que tomó algún tiempo para cambiar. (Suzman Jowell 2001: 56)

A diferencia de muchos críticos de arte contemporáneos que, a menudo, no han visto las obras que comentan, Thoré afirma que “cuando se trata de pintura es absolutamente necesario ver con sus propios ojos, juzgar solo después de una autopsia, nach Au-topsie, come dicen los alemanes, empleando a la perfección la palabra según su etimología: autos opsis -ver por sí mismo-” (Bürger 1858: 240). Para cada pintura,Thoré busca delimitar el tema, la escuela -“El acercamiento de las obras en toda la línea de una escuela es el procedimiento más instructivo para los artistas y para los aficionados. Solo se conoce bien lo que hemos estudia-do desde el principio hasta el final” (Bürger 1860: 5)-, la técnica empleada, al igual que la verificación con la mayor certeza posi-ble de la firma, de las fechas -“¡Qué desgracia que Van Ruijsdael nunca haya fechado sus cuadros! Esto es un obstáculo para hacer la historia en serie de sus producciones, sin lo cual, en mi opinión, nunca se podría entender bien íntimamente a un maestro” (Bürger 1860: 133)-, el lugar que la pintura ocupa en la obra del artista, comparándola con otras pinturas visibles en otras colec-ciones, y las dimensiones. Con este método , que consiste en “proceder de lo conocido a lo desconocido” (Bürger 1866: 464), Thoré ha escrito unas páginas excelentes e inolvidables sobre varios maestros de la escuela pictórica holandesa del Siglo de Oro.

En cada uno de los cuatro museos que visita -el Rijskmuseum y la colección Van der Hoop en Ámsterdam, el Mauritshuis en La Haya, y el Boijmans en Rotterdam- empieza con Rembrandt “que amo por encima de todos los pintores” (Bürger 1866: 462), pre-sentado como un gran artista naturalista “cuyo genio está a una distancia infinita por encima de todos los artistas de su país” (Bürger 1858: 92). Dejando de lado los efectos retóricos del “por encima”, lo que se advierte a la lectura de Museos de Hollanda es que Rembrandt encarna para Thoré la escuela holandesa, y que se convierte -para bien y para mal- en la vara de medir a todos los demás artistas: por eso todos son estudiados después de él, clasificados según su especialidad. Así, “lo que se podía tomar del pintor, si no del poeta original y del pensador profundo, Adrian van Ostade se lo apropió” (Bürger 1858: 92) . Pieter de Hooch que “se aferra mucho al método rembranesco” (Bürger 1858: 98; 1860: 56):

Si este genio del Norte es siempre y en todas partes el primero ... La admiración, sin embargo, es compartida entre él y Paul Potter en el museo de La Haya, como entre él y van der Helst en el museo de Ámsterdam. Allí, el famoso Banquete de los arcabuceros les parece a los holandeses una obra maestra a la altura de La ronda de noche ; aquí, el famoso Toro, una obra maestra a la altura de La lección de anatomía. (Bürger 1858, 190-191).

A propósito del Paisaje en el que se encuentran los retratos d´Adriaen van de Velde y de su esposa de Adriaen van de Velde, que detalla en el museo van der Hoop, escribe: “Nos hemos deja-do llevar por la serie de artistas que se adhieren más o menos a Rembrandt, cuando hubiéramos debido hablar en primer lugar de una obra maestra incomparable, la más preciosa y cara del Museo van der Hoop” (1860: 88-89). Y, desde luego, Frans Hals, “este maestro valiente y original, que debe ser considerado como el verdadero precursor de Rembrandt, y que casi lo igualó, después de haber desarrollado (agrandi) su estilo al ver obras del joven pintor establecido en Ámsterdam” (1860: 121), y a quien Bürger devolvió su “legítimo” lugar en la pintura holandesa del siglo XVII en dos artículos que publicó en la Gazette des Beaux-Arts en 1868.

Con todo, es cuando Bürger se aparta -no suficientemente a me-nudo, en nuestra opinión- de su vara de medir que parece sentir-se más cómodo y que es más justo.

Holanda tiene este privilegio único de haber producido más de una docena de artistas perfectos en lo que son … cada uno tiene su carácter original y su manera personal. Gerard Dov (scil. Gerrit Dou) no obvia ne dispense point a van Ostade, ni Metsu a Jan Steen; Paul Potter no borra a Aalbert Cuijp; ni Ruijsdael a Hobbema. Todos tienen una individualidad muy distinta, y fácilmente reconocible. (Bürger 1858: 79-80).

Con la licencia que le concede este privilegio Bürger plasma unos retratos, ya no pictóricos, sino literarios, donde pierde la mode-ración y el comedimiento que exigen un Rembrandt ante el cual uno “se recoge se recueille” (1858: 22). Da rienda suelta a sus gustos más acordes con su propio temperamento, entusiasta, anticlerical y de libre pensador,y aparece “la obra del incompa-rable Jan Steen” (1858: 124), “el gran mimo de la risa” (1866: 316).

El franco bromista, ... el humorista espiritual y profundo que parece haber elegido la comedia humana como texto para sus pinturas. ... La epopeya de Jan Steen ... toca lo más profundo de la humanidad. ... No hay una obra de Jan Steen que no sea una burla de las costumbres o de las pasiones. ... Las invenciones burlescas de Jan Steen, lejos de ser la glorificación de los extravíos que le gusta describir, tienen siempre en el fondo un significado moral. La in-temperancia, el libertinaje, la pereza, el desorden, muestran siempre su castigo en algún resquicio del propio cuadro. Absolutamente como en el Marqués de Sade o en M. Bouilly. (Bürger 1858: 104 -110; véase 252-258)

Tal vez, Bürger estaba pensando en Hegel -y Hegel, a su vez, en Jan Steen, Brueghel el viejo, o Adriaen Brouwer- quien escribe a propósito de la pintura neerlandesa:

cuando de lo insignificante y contingente pasa a lo rústico, a la naturaleza tosca y vulgar, estas escenas aparecen tan por entero impregnadas de un júbilo y una alegría ingenuos, que lo que constituye el objeto y el contenido propiamente dichos no es lo vulgar, que solo es vulgar y canallesco, sino este júbilo y esta ingenuidad … En este despreocupado abandono de sí reside aquí el momento ideal: es el domingo de la vida que todo lo iguala y aleja toda maldad; hombres tan de todo corazón bienhumorados que no pueden ser del todo malos y despreciables … Una jovialidad y comicidad tales forman parte del inestimable valor de estos cuadros. (Hegel 1842 1989: 643)

Teerbug (scil. Ter Borch), por otro lado, más plácido que Jan Ste-en, no se parece a nadie y merece un lugar aparte. “Fue él quien inventó las escenas de interior elegante, las conversaciones, los juegos de cartas, las galanterías discretas, la recepción de esquelas amorosas, los conciertos íntimos, en un pequeño salón tapizado de seda, donde las jóvenes ladies coquetamente adornadas exhiben con despreocupación sus vestidos de satén” (Bürger 1858, 118), unas escenas a las que los pintores de género holan-deses son tan aficionados. También están distinguidos Gabriël Metsu, hermano menor de Ter Borch, y “su igual”, Jacob van Ruysdael, con sus pinturas de paisajes, Philips Wouwerman, con sus escenas de batallas, con sus escenas de interior, entre otros “artistas perfectos en lo que son”.

El arte pictórico holandés del siglo XVII, “con su naturalismo” es, pues, original y único en la Europa moderna.

Hace tiempo que se escribió: una sociedad nueva requiere un arte nuevo A société nouvelle, art Nouveau. ... Ahora bien, el arte holandés es el primero que ha renunciado a toda imitación del pasado, y que se ha vuelto hacia lo nuevo. Este es su valor esencial, además de su habilidad técnica, su naturalidad y su claridad. (Bürger 1860:XV)

Hyppolite Taine, filósofo, autor de numerosos libros sobre muy variados temas, fue una de las figuras más influyentes de la vida intelectual francesa de su época. Expone su concepción de la estética -“una estética de tipo histórico-natural” (Fernández Uri-be 2003: 51)- en su Filosofía del arte. El libro, que consta de cuatro tomos y que fue publicado en 1882, resume las diez lec-ciones que impartió en la Escuela de Bellas Artes en Paris durante cinco años, de 1865 a 1869, en la cátedra de Arte y Estética. En el primer año, las clases versaron sobre el arte italiano desde el siglo XIII hasta el 1500; al año siguiente, las lecciones fueron retomadas desde el siglo XVI y llegaron hasta la “decadencia” en el siglo XVII. Las lecciones continuaron el tercer año con las escuelas de Venecia, Bolonia y Nápoles, el cuarto año fueron sobre pintura de los Países Bajos y el quinto sobre escultura griega. Integrados al desarrollo histórico, el autor introduce módulos metodológicos en los que deja explícitos los principios y el “espíritu” de su teoría: la naturaleza de la obra del arte, la producción de la obra de arte -tomo I-, y el ideal en el arte -tomo IV, el más filosófico-. Considera que toda producción artística es fruto de fuerzas histó-ricas y naturales (situación geográfica, condiciones político-económicas y sociales de una época determinada). Para Taine la “facultad dominante” del artista es una función de la raza, del ambiente físico y del momento en el que desarrolla su actividad. Es decir, defiende un cierto determinismo histórico que reduce lo artístico a funciones del ambiente físico y del momento histórico. A pesar de ello, el arte sigue unas pautas evolutivas que, un tanto a la manera hegeliana, se despliegan y se manifiestan con mayor o menor calidad, en función del desarrollo de la generalización de la idea expresada, la plenitud de su expresión y de su valor moral.

La École des Beaux-Arts en la que Taine se desempeñaba era una escuela de artistas estructurada en función del ideario clasicista. El respeto a los modelos artísticos del pasado y la concepción de la historia como magistra vitae (maestra de la vida) estaban en el centro de la cultura institucional. Tener en cuenta este dato per-mite apreciar el efecto de ruptura que el estilo de Taine podía producir. En París, la historia del arte taineana arremetía, a través de su ethos liberal, contra la estética moralizante de Victor Cousin, filósofo y funcionario del gobierno; mientras que su énfa-sis en las condiciones externas al artista (el medio o milieu) discutía con la teoría del art pour l’art defendida por el crítico romántico Théophile Gautier. “Taine era crítico e historiador (las dos palabras son intercambiables para él); … pero no era crítico e historiador del arte … En resumidas cuentas, la crítica sin arte, tal era la condición de Taine” (Lombardo 1985: 180). En sus cursos, Taine permanece fiel a su concepción de una estética “moderna”, o sea, “histórica, no dogmática; es decir, que no im-pone preceptos, sino que señala leyes” (Taine 1865: 20). Así las cosas, la crítica de arte debe ser como una ciencia que plantea leyes con el fin de explicar unos fenómenos.

El método moderno que trato de seguir, y que empieza a introducirse en todas las ciencias morales, consiste en considerar las obras humanas, particularmente las obras de arte, como hechos y productos cuyas causas hay que investigar y cuyos caracteres es preciso conocer; nada más que esto. Comprendida de esta manera, la Ciencia ni per-dona: consigna y explica. … Casi podríamos considerarla (scil. esta nueva ciencia) como una especia de botánica, aplicada, no a las plantas, sino a las obras humanas. (Taine 1865: 21-22)

Taine no está interesado en describir determinadas obras de arte , sino en definir el arte: ¿qué es el arte? ¿cuál es su natura-leza? Para explicar en qué consiste “un carácter de importancia”, tema central que estudia en el Tomo 1 -“Hacer que un carácter predomine sobre todos los demás: tal es el fin de la obra de arte” (1867: 19) - Taine hace “una escapada hacia la historia natural” (1867: 25): se vale del “principio de la subordinación de los ca-racteres” en las clasificaciones de la botánica y de la zoología, el de “la analogía de los caracteres, por la cual Geoffroy Saint-Hillaire explicó la naturaleza de los animales y Goethe la estruc-tura de las plantas” (1867: 30-31). Aplica este principio al hom-bre, “ante todo al hombre moral y a las artes que lo toman como objeto” (1867: 34), y se vuelve geólogo. Se convierte en “un ca-vador que remueve el terreno y así pone de manifiesto nuestra geología moral” (1867: 34-35), al descubrir las diversas capas de ideas y sentimientos que existen en el hombre.

En la superficie del hombre se hallan las costumbres, las ideas, una especial aptitud de espíritu que duran tres o cuatro años; éstos corresponden a la moda y al momento. … Más abajo se extiende una capa de caracteres algo más sólidos: dura veinte, treinta, cuarenta años; … Ya hemos llegado a las capas de tercer orden, de gran extensión y espesor. Los caracteres que la constituyen duran un período histórico completo, como la Edad Media, el Renacimiento o la época clásica” (Taine 1867: 35-38).

Las obras de arte son, así, la adecuada expresión del hombre mo-ral, es decir, de su carácter. ¿Cómo no pensar en Hegel cuando uno lee la Primera parte -“Las causas permanentes”- de La filosofía del arte en los Países Bajos?

Dos grupos de pueblos han sido, y son todavía, los princi-pales factores de la civilización moderna. De una parte, los pueblos latinos o latinizados: italianos, franceses, españoles y portugueses; de otra, los pueblos germánicos: belgas, holandeses, alemanes, daneses, suecos, noruegos, ingleses, escoceses y americanos. En el grupo de los pueblos latinos, los italianos son, incontestablemente, los más artistas; en el grupo de los pueblos germánicos lo son, sin disputa, flamencos y holandeses. De suerte que estudiando la his-toria del arte en ambos países estudiaremos la historia del arte moderno en sus dos representaciones más elevadas y opuestas. (Taine 1869: 1-2)

La oposición entre las razas germánicas y las razas latinas, la influencia del clima y del suelo, la formación del carácter, las cos-tumbres y los gustos, la excelencia y la superioridad de la pintura en los Países Bajos, y por qué este arte es “nacional” -“la razón de este hermoso privilegio estriba en el carácter nacional” (Taine 1869: 49)- se inspiran claramente de lo que Hegel escribe a propósito de la pintura en la tercera sección de la Tercera parte de su Estética, “Las artes románticas”:

Aquí se hace valer primordialmente el espíritu particular de los pueblos, de las provincias, de las épocas y de los in-dividuos, y afecta no solo a la elección de los temas y al espíritu de la concepción, sino también a la índole del di-bujo, del agrupamiento, del manejo de los pinceles, del tra-tamiento de determinados colores, etc., hasta las manías subjetivas. (Hegel 1842 1989: 594)

A lo largo del segundo Tomo de su Filosofía del arte, dedicado a Gustave Flaubert, Taine aplica la regla que había establecido al principio de sus lecciones:

Para comprender una obra de arte, un artista, un grupo de artistas, es preciso representarse, con la mayor exactitud posible, el estado de las costumbres y el estado de espíritu del país y del momento, en que el artista produce su obra. Esta es la última explicación; en ella radica la causa inicial que determina todas las demás condiciones. (Taine 1865: 13).

“Para estas imaginaciones realistas y en este medio republicano” (Taine 1869: 157), la “pintura pública” representa a un ciudadano de carne y hueso, a tal magistrado que gobierna bien, al valiente oficial, pero también a grupos de hombres reunidos en torno a su oficio, síndicos, arcabuceros y profesores, “verdadero cuadro de historia, lo más instructivo y expresivo de cuantos existen” (Taine 1869: 158), que adornan los espacios institucionales . La “pintura privada”, la que adorna las casas particulares, es “la representación del hombre real y de la vida real, tales como los ojos los ven: burgueses, campesinos, ganado, pequeñas tiendas, posadas, habitaciones, calles y paisajes. No es necesario transformarlos a fin de darles más nobleza; les basta existir para ser dignos de interés” (Taine 1869: 159). En cuanto a la fidelidad de los cuadros, para Taine solo se justifica por “la pesadez sin idea de un realismo laborioso” (Christin 1985: 198). En Holanda, afirma, “el ideal es estrecho”. El artista holandés “no se parece a nuestros pintores. … es más ingenuo; … comparado con noso-tros es un artesano”; “Estaríamos bien y a gusto en su cuadro. Vemos que no imagina más allá” (Taine 1869: 160-162).

Eugène Fromentin estudió leyes en París, pero se dedicó a la pin-tura y a la literatura. Como artista -ni Thoré ni Taine lo eran-, atraído por el mundo oriental, entonces de moda en los medios culturales, hizo viajes a Argelia y a los confines saharianos. De los textos de Fromentin solamente Dominique (1863) pertenece al ámbito estrictamente literario. En el resto de su producción se aprecia cómo su actividad de escritor es influida por su faceta de pintor; así, ilustró él mismo dos libros en los que relató sus im-presiones de viaje: Un verano en el Sahara (1857) y Un año en el Sahel (1859).

Fromentin es el autor de un único libro sobre crítica de arte, Les Maîtres d'autrefois Los maestros de antaño, redactado después de un viaje de unos días en Bélgica y Holanda, del 5 al 30 de julio de 1875. Publicado poco antes de su muerte, este libro tuvo un éxito considerable y numerosas reediciones. Varias razones lo llevan a emprender este viaje de estudio hacia el norte, lejos de Argelia, que le había traído gloria y fortuna. Los dos volúmenes dedicados a la pintura de los Países Bajos -Historia de pintores de todas las escuelas (1861) de Charles Blanc, así como Los Museos de Holanda (1858 y 1860) que Thoré firma como Willian Bürger -lo animan a querer descubrir in situ las pinturas que solo conoce a través de los grabados y las composiciones de los pequeños maestros con quienes los críticos a veces comparan sus obras. Como prólogo a su estudio, escribió:

Vengo a ver a Rubens y Rembrandt en casa, y también la escuela holandesa en su ambiente, siempre el mismo, de vida agrícola, marítima, de dunas, pastos, grandes nubes, horizontes delgados. … Solo traduciré con sinceridad las sensaciones sin consecuencia de un diletante puro. (Fromentin 1876: 1-2)

“El «efecto», tal es la clave del gusto pictórico de Fromentin. Su estética no es la de lo bello, sino la del abandono de uno mismo a un poder que lo supera y lo arrastra” (Christin 1985: 200).

El viaje de Fromentin empieza con una visita del museo de Bellas Artes de Bruselas y prosigue en Malinas, Amberes y La Haya, don-de admira a Rubens, Ruysdael y Van Dyck. El 16 de julio, está en Amsterdam y mira los cuadros de Rembrandt. De paso por Haar-lem, el 20, se detiene frente a los de Frans Hals. Se dirige después a Gante y a Brujas para ver los de Van Eyck y Memling antes de terminar su gira en Bruselas a la búsqueda de los primitivos flamencos. Fromentin consigna sus observaciones frente a los cuadros o consultando catálogos. Sus abundantes apuntes -a menudo escritos con el idioma y la gramática de los pintores, y que “no tienen ni plan ni método” (Fromentin 1876: 417)- y su memoria son la materia que usa para el libro escrito a su regreso en su propiedad de Saint-Maurice cerca de La Rochelle durante el verano y el otoño de 1875.

Los maestros de antaño no intenta ofrecer un tratado sistemático ni ordenado de las escuelas pictóricas locales; es una colección de impresiones y juicios sugeridos por algunas obras y por algunos maestros antiguos a un artista moderno, educado en la escuela de Eugène Delacroix y de Alexandre Decamps. El libro está dividido en dos partes principales: la primera tiene como tema la pintura flamenca y domina en ella la figura de Rubens; la segunda trata de la escuela holandesa y termina con el examen de las obras maestras de Rembrandt.

Rubens es el pintor favorito de Fromentin: representa la figura ideal del artista digno y equilibrado. Fromentin lo entiende y compone un retrato casi perfecto, intelectual con una curiosidad sensible, pintor consumado, homme de lettres, culto, erudito y avezado en todas las formas de arte. En lo que respecta a Rem-brandt, Fromentin está mucho menos seguro de haber entendido al hombre y su arte. Fromentin elogia algunas de sus cualidades, sus juegos de color y su extraordinaria aprehensión y uso de la luminosidad. En general, a Fromentin le cuesta bastante trabajo escribir sobre Rembrandt:

No sorprenderé a nadie si digo que Ronda nocturna no tiene ningún encanto, y el hecho no tiene paralelo entre las mejores obras de arte pintoresca. Sorprende, desconcierta, se impone, pero carece absolutamente de esta primera atracción insinuante que nos persuade, y casi siempre comenzó por desagradar. (Fromentin 1876: 326)

Los incondicionales de Rembrandt nunca le perdonarán su análi-sis negativo de la Ronda nocturna y de La lección de anatom-ía(Fromentin 1876: 291-297), ni sus reservas sobre el artista.

Admirador de Taine, Fromentin aplica sus teorías sobre la raza, el medio ambiente y el tiempo, cuidándose de establecer el entorno físico e intelectual que vio nacer las obras de los pintores flamencos y holandeses. Fromentin identifica crítica e historia del arte, entendiendo cómo la valoración de una obra implica el conocimiento de sus premisas y conexiones históricas, y se inter-esa por la biografía de los pintores -por la vida fácil y feliz de Rubens, por la solitaria y atormentada de Rembrandt- solo para buscar la coincidencia entre el artista y el hombre. Un punto esencial de su “método” es la importancia dada al análisis estilís-tico. Pintor, Fromentin se destaca en este ejercicio y sus conside-raciones sobre el oficio ocupan más espacio que sus comentarios históricos o anecdóticos sobre las obras, como en el caso de Rembrandt: “Así que, les advierto, no escaparé a las controversias técnicas que la discusión requerirá” (Fromentin 1876: 330).

Según Fromentin, la “escuela holandesa” nace a principio del siglo XVII, después de la Tregua de los Doce Años, también llamada Tregua de Amberes, firmada en 1609 entre España y las Provincia Unidas de los Países Bajos. Las mañanas no solo cantan el reconocimiento de facto de la independencia de las siete provin-cias del norte de los Países Bajos, sino, también, el nacimiento de “una escuela de pintura nacional y libre” (Fromentin 1876: 170): “un estado nuevo, un arte nuevo” (Fromentin 1876: 163). Libre de modelos ajenos, la escuela holandesa deja de tomar prestados de Italia su estilo y su poesía, su gusto por la historia, por la mitología y por las leyendas cristianas: “La escuela en su conjunto se dice de género” (Fromentin 1876: 177) .

Brueghel el viejo es, según Fromentin, “el inventor del género, un genio de su terruño, maestro original, si alguna vez hubo uno, padre de una escuela por nacer” (Fromentin 1876: 22). Fromen-tin tiene razón, porque si El Bosco (ca. 1450-1516) es el último pintor flamenco, el último “primitivo”, Pieter Brueghel de Oude, el viejo (ca. 1528-1569), abre una nueva etapa en la pintura de Flandes, esa en la que se descubre al hombre y su mundo, y se abre la era moderna. Los dos pintan grupos de gente, colectivos en dinamismo, y los dos quieren mostrar el paisaje como un pro-tagonista más. Pero, mientras que El Bosco ve al colectivo su-friendo en un mundo sobrenatural y caótico, en una naturaleza engañosa y dañina que le inspira -y que le debe inspirar- terror al devoto, Brueghel hace una representación terrenal de la vida campesina, gente con sus alegrías y tristezas, sus vicios y virtudes, en la que la naturaleza es casi siempre una aliada, como en Cazadores en la nieve (1565), pintura que pertenece a la serie titulada Los meses -enero- en la que introduce un relieve alpino en una escena que supuestamente transcurre en los Países Bajos.

Brueghel -“el campesino”- es afeccionado a los temas populares, si bien pintó algún que otro cuadro religioso, como su Cristo en el camino del Calvario (1564). Toma sus personajes de lo natural mientras celebran un acontecimiento: las tareas de la agricultura -Los cosechadores (1565), La siega del heno (1568)-, la caza -Los cazadores en la nieve (1565)-, los juegos, las danzas -Danza de campesinos (1568), Baile de boda (1597)-, o las fiestas -Boda campesina (1568)-. Nos recuerda la obra del pintor flamenco Adriaen Brouwer (1605-1638), quien creó un importante puente entre el arte flamenco y el holandés al popularizar una nueva forma de pintura de género de los bajos fondos, humorística y rufianesca, en la que campesinos caracterizados de forma grotes-ca alborotan en tabernas de mala muerte: Fumadores y bebedo-res de taberna (1636), La bebida amarga (1636).

La capacidad de expresar múltiples fisionomías con expresiones bizarras y sarcásticas es el aspecto más novedoso e ingenioso del arte de Brueghel el viejo. Vivió unos años en Holanda donde, po-siblemente, se formó con Frans Hals, e influyó en pintores como Adriaen van Ostade, Rubens y Rembrandt. Brueghel el viejo busca el realismo, no la idealización típica del Renacimiento, y muchas de sus pinturas ponen de manifiesto lo absurdo y lo vulgar, hasta el humor negro para ilustrar las palabras de Cristo: “si un ciego guía a otro ciego, caerán ambos en el hoyo” (Mateo, 15) con La parábola de los ciegos (1568), reflejando las debilidades y necedades humanas. A veces roza la subversión, cargando más la protesta social. Felipe II de España (y Flandes) quería prohibir muchas de las celebraciones colectivas representadas por Brueg-hel como, por ejemplo, La lucha entre el Carnaval y la Cuaresma (1559), óleo sobre tabla de 119,4 x 171,2 cm, en el que los per-sonajes que celebran el carnaval se enfrentan con representantes devotos de la Iglesia -taberna a la izquierda e iglesia a la derecha-, mientras a su alrededor la gente común, vendedoras de pescado, mendigos, bufones, niña jugando con una peonza, malabaristas, tullidos, músicos, etc., sigue haciendo su trabajo.

En la parte inferior y central del cuadro, Don Carnaval, un hom-bre gordo y festivo sentado encima de un enorme barril de vino, y Doña Cuaresma, una mujer de cierta edad y escuálida, sentada en una aparatosa silla colocada en una especie de carro con ruedas que jalan una monja y un fraile, blanden unos largos palos, cuales caballeros enfrentados en una justa. Parodia de un torneo medieval, El combate entre don Carnaval y doña Cuaresma tam-bién puede interpretarse como una crítica social satírica de los conflictos de la Reforma.

Pero, para que pudiera nacer el arte nuevo se necesitaba un acontecimiento que Pieter Brueghel de Oude no vivió: “Para que el pueblo holandés viniera al mundo, para que el arte holandés naciera con él, ... era necesario que se hiciera una revolución, que fuera profunda, que fuera feliz” (Fromentin 1876: 169). La revolución planteaba el siguiente problema:

... dado un pueblo de burgueses, práctico, tan poco soña-dor, muy atareado, para nada místico, de espíritu antilatino, con tradiciones rotas, un culto sin imágenes, hábitos parsi-

Pieter Brueghel el Viejo, El combate entre don Carnaval y doña Cuaresma, Museo de Historia del Arte de Viena.

moniosos, encontrar un arte que lo complaciera, cuya con-veniencia captara y que lo representara. Un escritor de nuestro tiempo, muy ilustrado en estos asuntos, respondió con mucho ingenio que un pueblo así solo tenía que pro-ponerse una cosa muy simple y atrevida, la única por lo demás que durante cincuenta años había tenido éxito constantemente: exigir que se hiciera su retrato.

La palabra lo dice todo. Se advirtió rápidamente que la pintura holandesa era y solo podía ser el retrato de Holanda, su imagen externa, fiel, exacta, completa, parecida, sin ningún adorno. El retrato de hombres y lugares, costumbres burguesas, plazas, calles, campo, mar y cielo. Tal debía ser, reducido a sus elementos primitivos, el programa seguido por la escuela holandesa, y así fue desde el primer día hasta su declive. (Fromentin 1876: 172-173)

Si la palabra “retrato” lo dice todo, es porque este “escritor de nuestro tiempo, muy ilustrado en estos asuntos”, considera, como muchos de los críticos de arte del siglo XIX, que el único objetivo del cuadro es representar lo que es: en ello consiste el realismo de los pintores holandeses del siglo XVII que “tienen la reputación de ser, la mayoría de ellos, unos copistas con vistas cortas des peintres réputés pour la plupart des copistes à vues courtes” (Fromentin 1876: 179). ¿Será que Fromentin comparte esta apreciación? No lo creemos, al menos no del todo, porque si bien escribe: “Era el destino de Holanda amar lo que parece ce qui ressemble, volver a él algún día, sobrevivirse y salvarse a través del retrato” (Fromentin 1876: 165), o, exceptuando a Rembrandt: “Solo se percibe un estilo y un método en los talleres de Holanda. El objetivo es imitar lo que es, hacer amar lo que se imita, expresar con claridad sensaciones simples, vivas y correctas” (Fromentin 1876: 178), a diferencia de Taine, quien no era ni pintor, ni artista, y que pensaba, erróneamente, que la producción artística era el mero reflejo de las realidades materiales, el pintor Fromentin distingue semejanza ressemblancee imitación. Lo que Fromentin alaba en el flamenco Rubens, es lo que también alaba en los maestros holandeses del siglo XVII, “esta facultad especial de representar la persona humana en su íntima semejanza son intime ressemblance” (Fromentin 1876: 105).

Es bastante notable que la imitación y la semejanza no solo sean distinguidas por el crítico, sino que se opongan entre sí categóricamente a lo largo de Los maestros de antaño. ... La imitación era obra del humanismo latino, la semejanza pertenece a quien inventó -o reencontró- Holanda. La una buscaba apropiarse de lo real creando una máscara idéntica, por una decisión voluntaria, y porque evolucionaba continuamente en un “universo humanizado”; la otra doblega el orgullo humano para buscar, por un trabajo de aproximaciones y diferenciaciones, lo que hace que este real está presente fuera de cualquier modelo antropomórfico. (Christin 1985: 207-208)

El arte holandés es “realista” porque es “nuevo”, y es “nuevo” porque todo cambia en la manera de concebir, de ver y de hacer. La pintura italiana y la pintura flamenca vivían en el absoluto dans l´absolu donde todo se relacionaba más o menos con “la persona humana”, en un “universo humanizado, del que el cuerpo humano, en sus proporciones ideales, era el prototipo” (Fro-mentin 1876: 174). La pintura holandesa, en cambio, se instala en lo relativo, pone al hombre en su sitio y, si es necesario, prescinde de él.

Ha llegado el momento de pensar menos, de apuntar menos alto, de mirar más de cerca, de observar mejor y de pintar tan bien, pero de otra manera. Es la pintura de la multitud, del ciudadano, del trabajador, del advenedizo y del primero que llega, enteramente hecha para él, hecha de él. (Fromentin 1876: 175)

Imitar sí, pero, con el buen ojo del pintor, con su sensibilidad y con su imaginación ; copiar, no.

V

En el horizonte abierto por las Lecciones sobre la estética, Thoré, Taine y Fromentin supieron revalorizar la pintura del siglo de oro holandés. Cualesquiera sean los límites del intento hegeliano de “reconstruir” el sentido de una obra de arte en virtud del espíritu de una época a la que pertenece (Gombrich 1984b), ellos son inherentes a esta revalorización. Con todo, si exceptuamos la exagerada orientación sociológica e ideológica de la “crítica sin arte” de Taine, nos encontramos en Thoré y, sobre todo, en Fro-mentin, con unas interpretaciones que se acercan a la concepción de “la obra de arte como producto de la actividad humana” (Hegel 1842 1989: 23-28), y se alejan, al mismo tiempo, de un “realismo” condicionado por el determinismo histórico.

Hegel mismo muestra un sorprendente entusiasmo por la pintura de la edad de oro holandesa que contempla, durante sus viajes por Alemania y Holanda. Sus observaciones acerca de estaescuela pictórica están basadas en una “autopsia”, en un “ver por sí mismo”, lo cual lo lleva a afirmar:

Si el arte clásico configura en su ideal solo lo substancial, aquí se nos aherroja y lleva a la intuición la naturaleza cambiante en sus huidizas exteriorizaciones, una corriente de agua, una cascada, espumeantes olas marinas, una na-turaleza muerta con el contingente fulgor de los vasos, de los platos, etc., la figura externa de la realidad efectiva es-piritual en las más particulares situaciones, una mujer que enhebra una aguja ante la luz, una emboscada de ladrones en un movimiento casual, lo más instantáneo de un ademán que rápidamente vuelve a encogerse, la risa y el sarcasmo de un campesino, en lo que son maestros Ostade, Teniers y Steen. Es un triunfo del arte sobre la caducidad en el que lo substancial se ve por así decir engañado respecto a su poder sobre lo contingente y fugaz … pero si tampoco ánimo y pensamiento son satisfechos, la intuición más de cerca reconcilia no obstante con ellos. Pues el arte de pintar y del pintor es lo que debe deleitarnos y arrebatarnos. Y de hecho, cuando uno quiera saber qué es pintar, debe contemplar estos cuadritos para decir de este o de aquel pintor: éste sabe pintar. (Hegel 18421989: 439 y 438)

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Recibido: 03 de Agosto de 2021; Aprobado: 10 de Septiembre de 2021

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