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Delito y sociedad

versión impresa ISSN 0328-0101versión On-line ISSN 2468-9963

Delito soc. vol.30 no.51 Santa Fé jun. 2021

http://dx.doi.org/https://doi.org/10.14409/dys.2021.51.e0036 

Comentario de libro

Comentario a José Daniel Cesano: Consecuencias jurídico-penales y enfermedad mental. Cultura jurídica y codificación argentina (1877-1921). Córdoba: Editorial Brujas, 2021

1CONICET-UBA

Cesano, José Daniel. Editorial Brujas. 2021. Editorial Brujas, Córdoba:

En septiembre del año 2020, un hecho policial ocupó las tapas de los principales matutinos y los canales de noticias de la Argentina: en el elegante barrio de Palermo Chico, en la ciudad de Buenos Aires, Rodrigo Facundo Roza, de 51 años, asesinó de cuatro puñaladas al Inspector de la Policía Federal Juan Pablo Roldán. Pocos días después, Roza también murió, producto de los dos balazos que le había dado Roldán intentando repeler la agresión. En declaraciones a la prensa, la madre de Roza afirmó que su hijo era un «buen chico», que sufría esquizofrenia, que había dejado de tomar la medicación prescripta por lo que sufrió un brote psicótico. El gobierno nacional decretó un día de duelo: el presidente Alberto Fernández envió sus condolencias a la familia del policía asesinado y afirmó su «compromiso con todos aquellos que desde las fuerzas de seguridad arriesgan su vida para cuidar a todos y a todas».

El lamentable hecho policial cayó en la grieta política, generando un debate —efímero, hasta la llegada de otra noticia— en torno a que si la Policía hubiese usado las pistolas Taser (promovidas por la anterior administración de Mauricio Macri y prohibidas por el gobierno actual), hoy en día, Roldán estaría vivo. Pocas voces se preguntaron por qué Roza, que sufría una seria afección psiquiátrica, no estaba institucionalizado, ni controlado, pudo hacerse con un enorme cuchillo y apuñalar a Roldán. Por último, sobre Roza, desde el Ministerio de Seguridad de la Nación, afirmaron que «el atacante era un enfermo mental y un enfermo mental no es un delincuente».

Utilizo esta referencia a un impactante hecho de la actualidad para dar cuenta de la reciente publicación del libro Consecuencias jurídico-penales y enfermedad mental. Cultura jurídica y codificación argentina (1877-1921), de José Daniel Cesano, en que se abordan las respuestas jurídicas que se elaboraron en nuestro pasado frente a actos típicos y antijuridicos perpetrados por enfermos mentales.

Sobre el autor de la obra, es preciso aclarar que me comprenden las generales de la ley y que me une una estrecha relación intelectual y de amistad; con él codirigimos hace más de un quinquenio la Revista de Historia de las Prisiones y escribimos juntos numerosos artículos y libros. Cesano es juez penal e historiador, dueño de una gran erudición, un trabajador incansable y con una generosidad intelectual y disposición —para comentar trabajos, aclarar las vagas ideas de este neófito del Derecho Penal, proporcionar bibliografía, sostener proyectos editoriales y un largo etcétera— que no abunda en los claustros académicos.

Consecuencias jurídico-penales y enfermedad mental, consta de una introducción, tres capítulos y un cierre conclusivo. Como indica el autor, el objetivo de la obra es reconstruir historiográficamente el modo en que en la codificación penal argentina se elaboraron respuestas jurídicas en los casos de delitos cometidos por enfermos mentales. Si bien la periodización escogida está vinculada a formulaciones normativas —en 1877 la provincia de Buenos Aires adoptó el proyecto de código de Carlos Tejedor y en 1921 entró en vigencia el actual código penal— el análisis no se reduce a los textos legales, sino que pretende conocer la cultura jurídica de aquella sociedad. Para ello, utiliza un amplio abanico de fuentes: normas; obras doctrinarias; tesis doctorales; proyectos de reforma del código penal; lecturas de autores extranjeros por los actores de aquella época, etc.

En el capítulo 1 intitulado «Desde las adopciones provinciales de los proyectos nacionales al código penal de 1886», Cesano se pregunta acerca del modo en que el proyecto de código de Tejedor abordó la cuestión de la enfermedad mental y el delito. Afirma que se eximía de pena a la persona que «hubiese cometido el hecho en estado de locura, sonambulismo, imbecilidad absoluta o beodez completa e involuntaria» y que no tuvo conciencia del acto o de su criminalidad. Asimismo, señala la diferencia existente entre el proyecto tejedoriano y el código penal efectivamente sancionado veinte años después: mientras que aquél planteaba que los que cometieran delito en ese estado serian encerrados en establecimientos destinados a tales clase de personas o entregados a sus familias, el código de 1886 no preveía ninguna consecuencia jurídica en relación a los hechos ilícitos cometidos por los enfermos mentales.

Como nos explica Cesano, para Carlos Tejedor —influenciado por los códigos españoles de 1848/1850— debía dispensarse de castigo al loco, puesto que sería bárbaro aplicárselo ya que no comprendía la razón ni sus efectos, pero también era preciso defender a la sociedad de sus ataques, recluyéndolos en hospitales destinados a los enfermos mentales, donde solo egresarían previa autorización del tribunal (en los casos de delitos menos graves, quedarían bajo custodia de sus familias). Estas prevenciones, afirma Cesano, tenían como objetivo que el demente no incurriese en nuevos excesos; al tiempo que se defendería a la sociedad y se evitaba la alarma social.

En 1886, con la entrada en vigor del código penal de raíz tejedoriana, Cesano advierte un alejamiento en la regulación de esta materia, en lo que concierne a las consecuencias derivadas de la comisión de un ilícito por un enfermo mental, puesto que el corpus legal nada decía al respecto (tampoco el proyecto de reforma de Villegas, Ugarriza y García del año 1881). No obstante este silencio legal, Cesano encontró casos en que los tribunales, por ejemplo, la Cámara en lo Criminal de la Capital Federal, decidió internaciones para acusados con alguna patología mental.

En el capítulo 2, «Críticas al código penal de 1886», el autor da cuenta de los cuestionamientos provenientes del ámbito jurídico y médico, a los silencios del corpus jurídico entonces vigente sobre qué hacer cuando un enfermo mental cometía un delito. Plantea, asimismo, que aparece el concepto de «medidas de seguridad» que recorren un amplio abanico que va desde los manicomios para locos criminales y departamentos especiales en los manicomios comunes hasta la esterilización o la represión a fin de evitar la simulación de la locura (que era eximente de la pena).

Estas medidas de seguridad —señala Cesano— fueron esgrimidas por la criminología positivista italiana. Así, rebatieron a los clásicos que afirmaban que si había enajenación mental, la ciencia penal no tenía que mezclarse en el asunto y la ley declarar que no existía delito; dicho de otro modo: la cárcel era una injusticia para el loco y debía ser liberado. Por el contrario, para la «Scuola Positiva», el delito existía, era de una naturaleza especial -no se produjo por un estado patológico pasajero, susceptible de mejora, sino por algo permanente- por lo que la represión debía revestir una forma especial, no la de eliminación absoluta, sino la de una reclusión indefinida en un asilo para alineados criminales.

Para Cesano, la presencia de estas ideas positivistas se observa en destacadas figuras del ámbito académico porteño y cordobés como José Ingenieros y Cornelio Moyano Gacitúa; en el congreso penitenciario nacional celebrado en 1914 y en los sucesivos proyectos de reforma del código penal (1891 y 1906). Sin embargo, cabe aclarar, afirma, que esto no implicaba una adhesión total al ideario del positivismo criminológico.

En el capítulo 3, intitulado «El código penal de 1921», Cesano analiza el rol central de Rodolfo Moreno (h) que logró el consenso entre las distintas fuerzas políticas (radicales, conservadores, socialistas), permitiendo la aprobación del nuevo corpus jurídico. Moreno se inspiró en el proyecto de 1906 —abrevando en el ideario de la «Scuola Positiva» y también en la codificación penal suiza— combinando penas y medidas de seguridad y otorgándole a los jueces del crimen amplias facultades para encerrar a los locos delincuentes. Así, como afirma Cesano, a diferencia de la pena, pensada como mal que retribuye el hecho y orientada a la medida de la culpabilidad «en las medidas de seguridad lo que está en el centro no es el hecho, sino el estado del autor, su peligrosidad o necesidad de tratamiento».

Finalmente, en el capítulo 4, «Reflexiones conclusivas», el autor repasa las propuestas del proyecto Tejedor sobre delito y enfermedad mental y el silencio legal del código de 1886 respecto a esta cuestión. Por otro lado, afirma que los médicos y juristas, a partir del dialogo con la «Scuola Positiva», propusieron la creación de manicomios criminales donde internar a aquellos individuos. Asimismo, que se abrevó en algunos de los representantes de la Unión Internacional de Derecho Penal (como Adolphe Prins) y en aspectos de la codificación penal suiza, perfilándose «la noción de las medidas de seguridad como una segunda vía del Derecho Penal, junto a la pena», que encontró su primera concreción legislativa en el código de 1921.

En suma, Consecuencias jurídico-penales y enfermedad mental, es una notable contribución historiográfica sobre una problemática que, como vimos al inicio de esta reseña, lamentablemente no pierde vigencia.

Recibido: 16 de Febrero de 2021; Aprobado: 18 de Marzo de 2021