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Recial

versión On-line ISSN 2718-658X

Recial vol.13 no.21 Córdoba ene. 2022  Epub 20-Sep-2022

http://dx.doi.org/10.53971/2718.658x.v13.n21.37808 

Tema Libre

Donde se pierde pie: la inscripción del cuerpo como ausencia en algunos poemas de Mujica, Lojo y Solinas1

Where we lose our footing: the inscription of the body as absence in some of Mujica's, Lojo's and Solinas's poems

1 Universidad de Buenos Aires.

2 Universidad del Salvador, Argentina, enzo.carcano@usal.edu.ar

Resumen

En Corpus, Jean-Luc Nancy piensa el cuerpo como el más allá -excedente o límite- del sentido; la existencia de todas las existencias que tocan los bordes del sentido; el ser-con, plural en su singularidad o singular en su pluralidad, que se expone -se presenta ausente, se excribe- en lo incorpóreo del decir -del discurso, de la escritura, del lenguaje-. Escribir el cuerpo sería, entonces, subrayar su esquivez intrínseca, señalar que, allí donde él aparece inscrito, hay un resto que se excribe, que solo puede ser sugerido en tanto ausencia. Me interesa este gesto para pensar un conjunto de poemas de Hugo Mujica, María Rosa Lojo y Enrique Solinas, independientemente de que, en ellos, no haya elementos suficientes para sugerir, con Nancy, que el ser-excrito sea, efectivamente, cuerpo. En dichas composiciones, con todo, la corporalidad aparece implicada para señalar que el cuerpo escrito es el lugar de una ausencia -íntima, constitutiva- que no cabe más que abrazar como tal.

Palabras clave: cuerpo; poesía; Mujica; Lojo; Solinas

Abstract

In Corpus, Jean-Luc Nancy conceives the body as the beyond -surplus or limit- of meaning; the existence of all existences that touch the edges of meaning; being-with, plural in its singularity or singular in its plurality, which exposes itself in the incorporeal of saying -of discourse, of writing, of language. To write the body would be, then, to underline its intrinsic elusiveness; to point out that, where it appears inscribed, there is a remainder which can only be suggested as absent. I aim to think of this gesture in the set of poems by Hugo Mujica, María Rosa Lojo and Enrique Solinas, regardless of whether, in them, there are not enough elements to suggest, with Nancy, that the being-excribed is, indeed, the body. In these compositions, however, corporeality appears to be implied to indicate that the written body is the site of an absence - intimate, constitutive - that can only be embraced as such.

Keywords: body; poetry; Mujica; Lojo; Solinas

«El cuerpo» es donde se pierde pie. Jean-Luc Nancy, Corpus.

Introducción

El cuerpo es donde se pierde pie”, dice Jean-Luc Nancy (2003a, p. 14), y sus palabras podrían considerarse como una suerte de apretada síntesis de Corpus, el libro en el que la cita aparece. Contra lo que ha sostenido buena parte de la tradición filosófica occidental, el pensador francés argumenta que ya no cabe seguir concibiendo el cuerpo como substancia o como logos -como una presencia inteligible-, puesto que se resiste a la explicación, a la determinación, a la significación. Para Nancy, el cuerpo es el más allá -excedente o límite- del sentido; la existencia de todas las existencias que tocan los bordes del sentido; el ser-con, plural en su singularidad o singular en su pluralidad, que se expone -se presenta ausente, se excribe- en lo incorpóreo del decir -del discurso, de la escritura, del lenguaje-. Escribir el cuerpo sería, entonces, subrayar su esquivez intrínseca, señalar que, allí donde él aparece inscrito, hay un resto que se excribe, que solo puede ser sugerido en tanto ausencia. Me interesa este gesto para pensar un conjunto de poemas de Hugo Mujica, María Rosa Lojo y Enrique Solinas, independientemente de que, en ellos, no haya elementos suficientes para sugerir, con Nancy, que el ser-excrito sea, efectivamente, cuerpo. En dichas composiciones, con todo, la corporalidad aparece implicada para señalar “la fractura de sentido que la existencia constituye” (2003a, p. 22), es decir, para indicar que el cuerpo escrito es el lugar de una ausencia -íntima, constitutiva- que no cabe más que abrazar como tal. El referido corpus puede pensarse entonces como una modulación del cruce entre poesía y ontología que motiva la categoría que he propuesto en trabajos previos como marco de comparación de las obras líricas de Mujica, Lojo y Solinas.

Poesía de indagación ontológica: para una caracterización

La poesía nombra su propio afuera, o el afuera como lo propio: los sentidos del sentido. Jean-Luc Nancy, Las musas

La lectura inicial de las obras de dichas poéticas me llevó a pensar que las tres eran, en algún punto, solidarias, en tanto las recorría -de distintos modos aunque siempre esquivamente- una alteridad, si se quiere, íntima y constituyente, pero también oscura e inapresable. Me embarqué, entonces, en un itinerario que llamé “poesía de indagación ontológica”, nombre que encontré para trazar el recorrido, para estudiar la producción de Mujica, Lojo y Solinas en conjunto, y sin perder de vista su singularidad. Desde el inicio, me replanteo ese nombre y, de cierto modo, las distintas respuestas que fui dando al propio cuestionamiento cobraron forma en algunos de mis trabajos previos, así como en el monográfico de la revista Gramma de 2018. Lo que, independientemente del nombre, intenté subrayar antes y sostengo aún es el carácter no doctrinario, no ortodoxo, no devocional de los poemas del corpus.

La propuesta de una categoría nueva estuvo motivada por la necesidad de desmarcarme, desde el comienzo, de otras nociones, como “poesía mística”, “poesía religiosa”, “poesía metafísica”, entre las varias posibles. Una de las razones que me movieron a ello fue el haber hecho mi tesis doctoral sobre la lírica de Jacobo Fijman, artista cuya producción es continuamente (y, a veces, linealmente) reducida (en textos académicos y de divulgación) a su circunstancia biográfica. Percibí que era importante dejar en claro desde dónde decía yo que la poesía de Fijman podía pensarse como “mística”, entre comillas. Porque usé las comillas para destacar que el uso del término que hago es figurativo, traslaticio, puesto que, siguiendo a Michel de Certeau (2006 y 2015), la mística, propiamente, fue un lenguaje (o, más bien, un modo de practicar el lenguaje heredado) propio de los espirituales de una época y un lugar: la Europa de los siglos XIII a XVII, si bien la formalización de este modus loquendi tiene lugar en el siglo XVI, momento a partir del cual se configura un corpus que se conocerá (con la sustantivación de la mística, a fines de esa centuria) como “ciencia mística”. Aquellos espirituales fueron quienes enfrentaron, precisamente, el problema de lo espiritual, el de la relación del ser humano con Dios, en una época de creciente inestabilidad (social, económica, eclesiástica): frente al descrédito de las instituciones y a un Dios percibido cada vez más como ausencia, los y las místicos renuevan el desafío de la palabra y hacen de su literatura la cifra de una pérdida. Y no es casual que esa “ciencia adquiera su formalidad poco antes de perder su “posibilidad” con el Iluminismo: estalló en esquirlas que todavía hoy llevan el sello de una extrañeza, dice De Certeau (2006). Desde un enfoque como el suyo, por tanto, los usos de “mística” que hacemos actualmente son figurativos2. Y creo que resaltar este hecho pone también de relieve el gesto de lenguaje de lo que se suele llamar “poesía mística argentina”3, doblemente impropia, pero quizá por eso más intrigante: lo hayan buscado o no, los y las autores incluidos allí, en ese sintagma, practican múltiples y diversas torsiones sobre un lenguaje que ya era un “modo de hablar” particular, uno que decía el deseo de un Otro que ya no hablaba y que se buscaba en los bordes.

Así, con la apelación a De Certeau busqué, en mis trabajos sobre la obra fijmaniana, problematizar la conexión inmediata del sintagma “poesía mística” con un enfoque fedeísta, muy cercano a la idea de que dicha especie lírica sería “prueba” de la experiencia sobrenatural (purgatio, iluminatio, unio) del o de la poeta. Al interior del poema, dicha “prueba” suele buscarse en el símbolo. Descreo de ese tipo de interpretación que prácticamente se sostiene en la biografía sobrenatural del o de la autora o en consideraciones de orden teológico que resultan difíciles de sostener como criterio de consenso. Si conservé, al momento de estudiar la poesía de Fijman, la noción de mística y no propuse otra completamente distinta, fue por una razón especial. La categoría le aporta algo a la lectura, aunque sea al pensarla problemáticamente, en tensión. Con todo, al alejarme de dicho corpus y abocarme a otro distinto, no creí necesario volver a ir tan lejos para justificar el uso (aunque figurativo) de una herramienta, menos aún con un conjunto más diverso, más amplio, más variado, pero en la que hay una reverberación similar a la que hay en la lírica fijmaniana: la relación con una alteridad, íntima y ajena a la vez, ese Otro que escribí con mayúscula entonces, y que en la primera Lojo es Dios, también con mayúscula; en Mujica es dios, con minúscula; y en Solinas es el dios de la tradición torsionado (la Escritura y la literatura, Dios y dios a la vez).

Luego de “mística”, la categoría más transitada en la crítica argentina parece haber sido la de “poesía religiosa”, que también descarté. En La poesía religiosa en la Argentina, Roque Raúl Aragón sostiene que esta especie lírica es, a diferencia de la mística (que “proviene de una inspiración sobrehumana”), “mera poesía, solo poesía, con la nota diferencial de referirse a una realidad religiosa en sentido estricto” (1967, p. 10), siendo esa “realidad” la “vida religiosa” (1967, p. 73), y siendo esta, a su vez, según se puede inferir, estricta obediencia católica. Las salvedades que se han ensayado con posterioridad para aclarar esa “realidad religiosa”, en general, o bien resultan insuficientes como para desmarcarse de ciertas doctrinas o confesiones, o bien acaban por minar la especificidad de aquello que quieren delinear4. Pienso entonces que “poesía religiosa” es una noción poco operativa y demasiado ligada a una tradición crítica, pero también de lectura, que asocia la religión con un sentido de tradición o de expresión de un supuesto ser nacional. Ese tipo de lecturas, si bien no tan presentes en el panorama crítico de hoy, tienen aún cierta pregnancia.

Me aparté, entonces, de “mística”, de “religiosa”, y aún de “metafísica”5 (una expresión demasiado devaluada, creo, después de Heidegger). Adopté, entonces, “de indagación ontológica”. Una conversación pública con Hugo Mujica y Enrique Solinas6 me sirvió para repensar la idea de indagación, que por algún tiempo concebí como una búsqueda, un ir-hacia, lo que luego maticé agregando la dimensión del abrirse-para. El diccionario académico sostiene que “indagar” es “intentar averiguar algo discurriendo o con preguntas”. Aquí no se trata sin más de “averiguar algo” en el sentido de “descubrir una verdad”, aunque sí que la poesía que llamo “de indagación ontológica” discurre y se pregunta (no descubre lo que no puede descubrirse, lo que no puede iluminarse más que como cubierto y oscuro) por la verdad como apertura (una en la que se advierte la historicidad del relato de la verdad como correspondencia o como presencia pura). Así, esta poesía no “descubre” un lugar, por cierto, pero sí es el lugar de un discurrir (imaginar, inventar, pensar algo o sobre algo, reflexionar, moverse por un lugar, fluir un líquido, avanzar el tiempo) y unas preguntas por ese acontecer que (para Heidegger, buena parte de sus lectores y buena parte de la literatura con la que dialoga) es propio de la poesía (de eso que concebimos/leemos como poesía, eminentemente, pero no solo de ello), y que acontece como una relación de “transpropiación” (Er-eignis, Er-eignen, 1990), de mutua pertenencia. Eso que Heidegger llama el ser (y luego tacha en cuatro direcciones). Por lo tanto, no indagación en el sentido de una “empresa en pos del” ser, o de esa alteridad íntima, irreductible y constitutiva emprendida por el o la poeta. Pero sí indagación porque el poema es el lugar de la pregunta y del discurrir, a veces trazado con versos que habilitan lecturas en clave autobiográfica (sin que eso, claro, implicara una prueba del orden de las que critiqué antes). Del autor de las Aclaraciones a la poesía de Hölderlin procede, entonces, “ontológica”, aunque no debe entenderse esto como una reducción de la categoría a su pensar, sino más bien como la captación del gesto que, desde él, en el discurso general y crítico, asocia la poesía con la pregunta o el discurrir ontológicos; que los piensa íntimos. Me interesaba rescatar, además, la noción de a-létheia (2005), revelación y ocultamiento a la vez, ya que reaparece en la obra de poetas y de pensadores que escriben (o pueden ser puestos) críticamente en un diálogo con Heidegger. Jean-Luc Nancy es uno de los que habita esa tensión, y cuyo pensar el cuerpo y la poesía puede ayudar a comprender mejor el gesto de mostración y encubrimiento de los textos líricos que considero en este trabajo.

Cuerpo y poesía: Jean-Luc Nancy

… el cuerpo escapa, nunca está asegurado, se deja presumir pero no identificar. Jean-Luc Nancy, 58 indicios sobre el cuerpo, § 43

Según señalé antes, la corporalidad es central en la concepción ontológica de Nancy: el ser, para él, no está dado como unidad primigenia, sino que tiene lugar en la materialidad de cada cuerpo, en el ser-cuerpo de cada uno, en la existencia local. Al no haber entonces una esencia o fundamento primero, “la ontología del cuerpo es la ontología misma: ahí el ser no es nada previo o subyacente al fenómeno. El cuerpo es el ser de la existencia” (2003a, p. 15). Y este ser-cuerpo es también, necesaria y concomitantemente, ser-extenso y ser-expuesto (2003a, p. 95): abierto, relacional. De ahí la propuesta nancyana del singular plural del ser (2006): siendo cuerpo, el ser es siempre “con” (2003a, p. 46), plural en su singularidad o singular en su pluralidad, la existencia de todas las existencias en tanto cuerpos que tocan -que se estiran hasta- los bordes del sentido7. Porque el cuerpo es el límite del sentido, no simplemente como una exterioridad o materia desconocida, sino como el allí donde el sentido -como apertura en la que es posible el mundo en tanto significación8- se interrumpe, donde se extiende la fractura que es la existencia (2003a, p. 22). Escribir, por tanto, nunca es poseer, traducir o ilustrar un cuerpo, sino tocarlo, dirigir a él el pensamiento (2003a, p. 18):

un discurso del cuerpo o sobre el cuerpo debe a la vez ser tocado por y tocar lo que no es en absoluto discurso. Lo que quiere decir, así simplemente, que el discurso del cuerpo no puede producir un sentido del cuerpo, no puede dar sentido al cuerpo. Debe más bien tocar lo que, del cuerpo, interrumpe el sentido del discurso (2003a, p. 97).

Contra la idea de logos, que comporta la posibilidad de totalizar, Nancy, en línea con una ontología que califica de modal o fractal, entiende la escritura como corpus: no una reflexión sistemática y totalizadora, sino un asedio fragmentario y diverso; ni discurso ni relato, sino catálogo, enumeración aleatoria, yuxtaposición de partes (2003a, pp. 42-43). La escritura muestra que aquello de lo que trata está fuera de ella misma, siendo ese afuera no un referente -aun uno inefable- determinable: “El cuerpo, sin duda, [es] eso que se escribe, aunque no es en absoluto donde se escribe, ni tampoco el cuerpo es lo que se escribe -sino siempre lo que la escritura excribe” (2003a, p. 67)9. De lo dicho hasta aquí se deduce entonces que el cuerpo no debe entenderse ni como substancia, ni como fenómeno, ni como carne, ni aun como significación, sino como ser-excrito (2003a, p. 19), como interrupción de la escritura: “Lo que, de una escritura y propiamente de ella, no es para leer, ahí está lo que es un cuerpo” (2003a, p. 68). Escribir y leer se relacionan, por tanto, con el cuerpo, pero no como su efectiva posesión o su aprehensión intelectual, sino como un tocar y ser-tocado, es decir, como un allegarse hasta el límite de lo que está siempre afuera.

Los razonamientos precedentes de Nancy sobre cuerpo, sentido y escritura pueden complementarse con la lectura de un par de ensayos del mismo autor anteriores a Corpus. En un breve texto titulado “Hacer, la poesía”, incluido originalmente en Résistance de la poésie10, el francés sostiene que la poesía es “acceso a un sentido cada vez ausente, y llevado más lejos” (2012a, p. 120). Se la niega -o se niega a sí misma- si con ella busca darse nombre a un tipo expresivo o figurativo particular, porque el acceso al sentido que la poesía es no debe concebirse como un pasaje o una determinación, como la posesión o comunicación del sentido puesto en palabras, esto es, como significación. Por el contrario, en tanto poíesis -desmesurada metonimia-, la poesía es el hacer por antonomasia y, en cada momento, “exacción de sentido”, demanda exagerada y exceso: el poema -o el verso o el canto: la poesía no se reduce a un tipo composicional determinado- articula el sentido exacta y absolutamente. Podríamos decir que es la hechura finita en la que el acceso al sentido infinito es presentado, y que este acceso es perfecto porque hace aquello que lo hace ser (2012a, pp. 126-127). De aquí que la idea de lengua apócrifa que Nancy piensa a partir de la poesía, que es la lengua, como ella misma -canónica, autentificada en gramáticas, diccionarios, tratados y lógicas (2013, p. 7)- y como otra a la vez, “deslizándose sobre sí” (2013, p. 7). La poesía revela, entonces, que toda lengua es apócrifa, inauténtica, desautorizada, y que, en definitiva, sobre su propio límite está la interrupción del sentido que es el cuerpo (2013, p. 8). A propósito, en el doble juego de encriptación y cripta, Nancy sostiene: “Lengua encriptada para revelar la cripta, la crifa, el escondite mismo: mostrar que no hay nada ahí, nada más que abertura de la boca donde la lengua se mueve. Hablando a veces, comiendo a veces y a veces comiendo la lengua, mordiéndose y masticándose ella misma” (2013, p. 8). Como se advierte, para el pensador francés la poesía es una lengua que reenvía cifradamente a un hueco donde se exhibe, en última instancia, la lengua misma en su materialidad: una lengua en la lengua que dice “que la cosa está fuera-de-sentido y que es a eso a lo que nos conduce el sentido, todo el sentido y en todos los sentidos” (2003a, p. 13).

Por todo referido hasta aquí, cabe pensar que, para Nancy, lo mejor que puede hacer la poesía -siendo ella resistencia al sentido como determinación- en relación con el ser-cuerpo es exhibir su ausencia. Si bien no podría decirse que los poemas de Mujica, Lojo y Solinas que considero para el presente trabajo identifiquen, como Nancy, ser-excrito y cuerpo, sí inscriben el cuerpo para subrayar lo que se excribe, una alteridad íntima que no puede más que ausentarse y que no puede ser asumida más que así, como pura ausencia.

Lo que escapa al decir

Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo Héctor Viel Temperley, Hospital Británico

Dos de las corrientes estéticas que marcaron los últimos veinte años del siglo pasado en la poesía argentina, el neobarroco -o neobarroso rioplatense, al decir de Perlongher- y el objetivismo que tomó la posta de Giannuzzi, amén de las obvias diferencias de un autor a otro, le concedieron al cuerpo un rol destacado: mientras que en el primero, por un lado, fue la plataforma desde la cual erotizar el lenguaje, esto es, cargarlo de sensualismo y abrirlo a la representación fragmentada en sus manifestaciones -por lo general- más tensas, con cierto gusto por lo sexual y aun lo mórbido; el segundo, por su parte, reivindicó la percepción y la posibilidad de crear, a partir de ella, objetos de lenguaje, entre cuyos versos se hallaban no solo objetos, sino también cuerpos humanos. Menos central parece haber sido la corporalidad para el neorromanticismo, aunque una de las referencias indiscutidas de dicho movimiento, la poesía de Olga Orozco, ronda en libros como Museo salvaje la conexión del cuerpo con un afuera -un más allá del tiempo: el antes de la caída en la contingencia, del inicio de la limitación-. Pese a que ni Mujica, ni Lojo, ni Solinas pueden incluirse sin más en dichas estéticas, que les son -al menos, en parte- contemporáneas, podría pensarse que un aire orozquiano -entre otros elementos, por esa conexión- les es cercano.

La lírica mujicana es la más “desrealizada” de las tres, si por esto se entiende aquella en la cual la dimensión referencial de la palabra es más difusa. Con todo, la corporalidad aparece implicada, en algunas composiciones, para hacer lugar a lo que no puede decirse más que en su ausencia. Consideraré, en primer lugar, un poema de Paraíso vacío (1992) titulado “Ausencia”:

Fue cuando no pude más y grité “¡yo!”, cuando escuché mi eco diciéndome “¡yo!”.

Y supe que las cosas nunca habían tenido bordes, que el hueco de todas las bahías se recortaba en mí, que el borde de todos los otros comenzaba donde faltaba yo.

Fue cuando supe que no había nadie.

Pero no corrí de un lado a otro para encontrarme con nadie, me quedé solo, y aún así, alguien estaba de más. Quizá no era yo, era el eco de mí.

Fue entonces cuando me asaltó una duda: si no había nadie ¿sobre quién rebotaba mi grito para volverse eco de mí?

(Es sobre esta duda que ahora escribo, o tal vez, sea sobre la misma esperanza que siempre escribí). (2017, p. 153)

Quisiera poner este poema en diálogo con la noción de voz de Nancy, que introduciré brevemente. Para el pensador francés, el sentido se presenta como resonancia o reverberación11, como un sonido en remisión constante. Estar a la escucha es, por tanto, abrirse al eco del sentido en un cuerpo que, cual caja, caverna o tubo, lo hace resonar como un “sí mismo” y lo relanza: vibración y apertura, piel de un vientre tensado y boca abierta al mismo tiempo (2007a, pp. 87-88). Pero entre el desierto del sonido -el sentido infinito- y la palabra como determinación, Nancy introduce la idea de voz: ni mera fonación ni propiedad material de un sujeto previo, sino “la precesión del lenguaje” (2007b, p. 42); “aquello que suena en una garganta humana sin ser lenguaje” (2007a, p. 47), pero que es un llamado a hablar, la misma posibilidad de hacerlo. Se trata, entonces, de un corte, una separación, “una existencia eyectada al mundo” (2007b, p. 36), un clamor en el desierto que abre el camino de la singularidad: “ella es en cierto sentido la partición misma. Una voz comienza ahí donde comienza a cercenarse en ser singular” (2007b, p. 34). Quizá el poema de Mujica podría pensarse como el clamor de una voz en el desierto, uno que, aunque titulado ausencia, es una respuesta a un llamado, el eco del canto del sentido que se recorta en una voz singular, esa que precede a la lengua y a aquel que dice “yo” queriendo marcar los límites de su propia e inabarcable extensión. Pero la composición pone de relieve, al mismo tiempo, la futilidad del yo: el eco rebota en otro y solo así llega al yo; y, precisamente por esa intimidad con el otro para ser, es que las cosas no tienen bordes. No hay nadie, porque tampoco hay yo. Y cuando el yo está solo, está de más, precisamente porque está en estado de yo. ¿O es el rebote del yo en los otros lo que está de más? Y, ¿si no hay nadie porque no hay yo, cómo es posible el eco? ¿Sobre quién rebota (en última instancia)? Se trata de una pregunta por el límite del sentido, y no es casual, porque la poesía es el sitio del preguntarse por el ser. Aquí, las referencias corporales (el yo en tanto individuación material que hace de receptor del eco) subrayan nuevamente lo que escapa a la aprehensión.

Después de Paraíso vacío, las referencias al yo como entidad cerrada, como cuerpo unificado, decrecen, y lo mismo ocurre con la primera persona singular. Con todo, en “Un pedazo de hambre, un vaso de agua”, de Noche abierta (1999), todavía aparece la primera persona, aunque esta vez en plural:

fiel a lo humano,

al tamaño de lo que los brazos

mecen,

a la fiesta

de lo que en las manos cabe,

a la callada esperanza

que es no apretar los labios.

fiel a un vaso de agua

y al pedazo de hambre

que otro cuerpo nos atrae,

fiel a un sorbo, hambre a hambre.

fiel al pudor de apenas una seña,

apenas el abismo

del otro

cuando el silencio

calla la piel que nos separa.

fiel al límite de morir hombre,

de haber abrazado el vacío

que ese mismo abrazo llenaba. (2017, p. 189).

“El silencio calla la piel que nos separa”: el silencio como encuentro, como sobresentido que borra el límite corporal, como posibilidad de apertura, para caerse en el abismo de otro. Asumir el vacío luego de haber creído que el vacío podría ser algo efectivamente apresable es algo propio de la mortalidad, límite que nos hace humanos, y más humanos en tanto asumimos ese límite. Porque somos cuerpo, somos finitos. Las implicancias corporales (hambre, sorbo, abrazar, brazos, manos, piel, mecer) son la patencia de lo humano en tanto testimonio de su finitud y, a la vez, de ese vacío que nos constituye como lo necesariamente otro. En otras palabras, lo humano se asocia con el cuerpo en tanto su medida, pero no como un todo, sino en sus partes: es movimiento y tamaño en los brazos que mecen, es regocijo que las manos abrigan e incluso esperanza en la apertura de la boca. Pero como un otro, ese cuerpo es sosiego para la sed y, a la vez, hambre, puesto que el encuentro con la alteridad comporta un resto que no puede saciarse y que se subraya en esa piel que es, como dice Nancy, distancia y contacto12. De esto se trata, en definitiva, ser humano: tocar el límite corporal que nos acerca y nos separa al mismo tiempo, habitar un cuerpo como abrazar un vacío.

Aunque ya presentes antes, desde Sed adentro (2001) ganan centralidad las referencias corporales de lo abierto: el tajo, la herida, homólogas de otras, como el rayo o la grieta, que también señalan un espacio (un kairós quizá, espacio como tiempo, en el caso del rayo). El ser humano, su cuerpo, es una grieta, un continuo volcarse hacia un afuera, según puede leerse en el siguiente poema de Cuando todo calla (2013):

XLIV

Hay tajos

que son de amor

que nos abren un adentro,

hay tajos,

esos mismos tajos,

que nos salvan de nosotros:

que nos regalan su afuera. (2017, p. 256).

La referencia al tajo como corte que se hace sobre un cuerpo, pero en tanto amorosa y salvífica apertura de un adentro que posibilita un afuera del sí-mismo. En otras palabras, el tajo (el cuerpo implicado en él) es la plataforma entre un adentro y un afuera que son amor y salvación; es una rotura -un traspaso necesario- de lo cerrado, de lo definitivo. Si, como afirma Nancy, el cuerpo es extensión y exposición, el ego cartesiano, “identidad atrincherada” (2003a, p. 26), constituye un obstáculo para la relacionalidad, para el amor en tanto “tacto de lo abierto” (2003a, p. 25). Es así como se comprende la figura de la herida en el siguiente poema de Barro desnudo (2016):

XVII

Animal herido

nace el hombre

cojeando entre lo que es

y el no serlo nunca

del todo;

bastaría no quererlo todo,

bastaría hacer casa

en la herida

que somos. (2017, p. 270).

El cuerpo es el soporte de la herida, de la apertura. No puede haber herida si no es en un cuerpo. Más bien, somos herida porque somos cuerpo. Para dejar de cojear, dice el poema, habría que no quererlo todo”. Y la poesía, en tanto exceso, es ese modo de “hacer casa en la herida”, un modo de asumir la no definitividad.

En lo que se refiere a la trayectoria lojiana, según he argumentado en otros trabajos (Cárcano, 2019b y 2021), los dos primeros poemarios de la autora (Visiones, de 1984, y Forma oculta del mundo, de 1991) están vertebrados por la actividad visionaria de una voz que adopta la forma de poeta-médium a medio camino entre dos planos, el terrestre y uno que la trasciende y al que infructuosamente intenta llegar. En estos libros, y aun en alguna composición del tercero, Esperan la mañana verde (1998), el cuerpo aparece, por lo general, fragmentado, desmembrado. De este modo, la mano, como órgano que debe asirlo y aun transcribirlo, se presenta, al contrario, como aquello que separa, según el comienzo de “Con tus manos hirientes”, de Forma oculta del mundo:

Con tus manos hirientes, con tus manos que dañan, has querido enlazar el nudo de la delicia. Con tus manos que solo cortan y balbucean, tus manos a las que todo se les escapa, has querido enhebrar los días sin sueño y las noches más lúcidas y las lunas que doblegan la oscuridad. (2011, p. 175).

El cuerpo -ya no, como en los poemas de Mujica que transcribí antes, implicado en la herida o el corte- no es el lugar para “apresar” el sentido, no es el instrumento con el que enhebrar los días y las noches, sino todo lo contrario; es el testigo de la imposibilidad de la tarea. En lugar de unir, las manos hieren, dañan, cortan, como si el cuerpo aquí fuera el lugar por donde día, noche y luz lunar se escapan. “La mano”, que pertenece al mismo libro, subraya también la inercia de esta extremidad:

La mano crece como un naipe sobre la mesa del salón. Está signada, pero la inscripción no es visible, ni aún si horadases con un bisturí bajo la piel. Alguien te dice que la juegues porque si no te será cortada y nunca más trazarás dibujos en el aire. Pero tienes miedo y la mano se obstina en su apego a la mesa. Se vuelve torpe, lenta, rugosa como el caparazón de un animal milenario. Un llanto inútil cae sobre los dibujos enterrados. La mano ha cesado de crecer; se aquieta y perfecciona, invulnerable como la tristeza. La dejas sobre el mármol y te vas, noche afuera, escuchando los grillos que seguirán después y para siempre. (2011, p. 146).

Al capitalizar la polisemia de “mano” -‘extremidad’, ‘lance’-, aquí aparecen el deber de “jugar” la mano so pena de que sea cortada y, al mismo tiempo, la asunción del carácter estéril del miembro: la mano es lenta, se hace invulnerable, se perfecciona, y su perfección no está en el juego al que obligan a jugar al tú, sino en la quietud, la cerrazón. Apegada a la mesa, la mano se ha hecho pesada, ha dejado de crecer y de dibujar, y eso es motivo de una tristeza inútil. Está signada: ese era el destino de la mano, ser impotente. El tú deja la mano en tanto posibilidad de ganar el juego, la apuesta, y se va. Quizá estos insectos que, sobre el final, cantan y cantarán en la abertura nocturna, puedan pensarse como una metáfora del canto del sentido, resonancia que no cesa y que circula por fuera -o antes- de la propia intelección a la que se busca someter a la mano en ese miedo, en ese apego a la mesa. Encontramos un motivo similar en “Abrazo”, poema tempranamente compuesto e incluido en el inédito Los brotes de esta tierra:

Quisieras que la tela del sueño

fuese tan fuerte como una casa de piedra.

Quisieras que tu miedo se hiciese fuego

para calentar a la que tiembla.

Pero estás sometida a la ley de los despertares

que todas las mañanas dejan la tierra blanca:

una hoja de signos siempre borrados

que ya no aprenderás a leer.

Un pie tras el otro pondrás luego en las calles

donde la vida se gasta y se diluye

como un canto lavado por el viento.

Volverás con el tacto de las palabras perdidas

rozando la noche,

tenues fragmentos de un abrazo mayor

que no llegó a tomar la forma de tu cuerpo.

Sombras de manos que abren, desamparan,

manos desvaliendo.

Sombra madre negada

del abrazo de Dios. (Inédito).

Nuevamente, la voz le habla a un tú: quisieras estar siempre en el sueño para no ceder al miedo, pero estás obligada al despertar, que borra los signos del sueño para siempre; entrarás en el tiempo, erosión vital, en el recorrido -“un pie tras otro” parece indicar un movimiento que se responde con “volverás”-; usarás palabras que solo rozan la noche, lo oscuro, lo secreto, y que solo representan mínimamente el abrazo mayor que no se puede hacer cuerpo, que al intentar hacerse cuerpo, se vuelven mano hostil, que separa. El abrazo de Dios, la intimidad con él, es un sombra de la que venimos (“madre”), pero que nos rehúye necesariamente.

En la trayectoria lírica solinasiana, el cuerpo, más presente que en la obra de Mujica o Lojo, aparece de múltiples y variadas formas. Pero quisiera ahora detenerme en dos piezas en las que funciona como catalizador de un ejercicio introspectivo del yo, que, mediante él, asume lo incomprensible de su propia existencia. El primer poema se titula “Retrato de Enrique 6:00 AM” y está incluido en Jardín en movimiento (2003):

Estoy aquí

esta mañana

mientras afuera los autos

atraviesan el mundo.

Como si no tuviera importancia

yo quiero decir

la noche,

pero en esta mañana es imposible.

Afuera los autos vienen para irse

al mismo tiempo que el sol

pesado se levanta

para mostrar que yo no voy

en ninguno de ellos.

“La realidad, la sombra de la realidad,

el gesto de la fuga es la realidad”,

digo,

sentado en mi cuerpo de escritor,

mientras me miro en el espejo

y me pregunto “¿quién soy?,

¿quién me creo que soy”

Entonces,

igual digo la noche esta mañana,

me paso la crema de afeitar

y no termino

hasta ver en mi cara

la voluptuosidad del color rojo. (2003, pp. 27-28).

Frente al confuso panorama que le ofrece el exterior de automóviles matutinos, el yo piensa, mientras contempla su cuerpo espejado, que la realidad no es más que un “gesto de fuga” y que no hay respuesta definitiva que encierre la identidad propia. La presencia del cuerpo, la percepción del yo en tanto cuerpo reflejado en el espejo, no cierra la pregunta por la identidad, sino que la subraya, puesto que el cuerpo también es fuga que solo aparece insinuada en la sensualidad de la sangre. Un gesto autorreflexivo similar aparece en Noche de San Juan (2008), en un poema que se titula, precisamente, “Ejercicio frente al espejo”:

En suave inclinación,

despliega su brazo y toma

la crema de afeitar

para iniciar el rito.

Los años han pasado de repente,

lo delatan las canas de su voz;

ciertas arrugas

que antes no era posible imaginar;

el cansancio del cuerpo

es una noche intensa.

Cubre su rostro con la crema

y mientras piensa

en todo lo que no sucedió.

atrapa la hoja de afeitar, arranca

-para siempre y de raíz-

los recuerdos más duros.

Es entonces

cuando se ve a sí mismo

frente al espejo.

Siempre duele el instante

de la revelación.

La lucidez extrema genera miedo.

Allí,

la vida es una canción constante

que celebra la vida.

Allí,

mientras la sangre brota de su cara

y le demuestra que aún sigue vivo,

la realidad arde y se presenta cada vez,

como si fuera tiempo todavía,

como si pudiera atrapar

el color de la infancia

y ser libre

(2008, pp. 34-35)

Al afeitarse, la visión del propio cuerpo reflejado en un espejo interrumpe los pensamientos del personaje atribulado y se le aparece como lucidez pavorosa al sangrar: la realidad que arde y “se presenta” como si fuera tiempo presente (“todavía”), pero, a la vez, como una continuidad con el pasado (“todavía”, “infancia”) y una posibilidad hipotética (“pudiera”). Y la libertad como algo más verdadero, algo que no es ese cuerpo -desplegado en las arrugas, las canas de la voz, en el cansancio-, pero que se intuye a través de él, en su límite.

A modo de cierre: pensar la dimensión política

«Cuerpo político» es una tautología» Jean-Luc Nancy, Corpus

A principios de los 80, en la Argentina, todavía bajo el yugo de una violenta dictadura militar, se encendió una polémica que ponía una vez más de relieve la dimensión política de la literatura y que habría de dominar buena parte de la década. Tres revistas poéticas habían surgido por aquellos años, con estéticas bien diferenciadas; simplificando un poco: Último Reino, de corte neorromántico; Xul, más abierta a la experimentación formal; y La danza del Ratón, con una impronta coloquial y atenta a lo cotidiano. Si bien el debate quedaría zanjado tiempo después, resulta interesante destacar que los ataques más recios tuvieron por objeto a los poetas incardinados en la primera línea mencionada, la neorromántica, cuya lírica “místico-metafísica” fue considerada por algunos como desligada y desentendida -“de espaldas”, dice Jonio González en el primer número de La danza del Ratón (cit. en Fondebrider, 2006, p. 23)- de la circunstancia política y social de aquellos años. Lo que parecía no advertirse entonces es que la “poesía de indagación ontológica” -en la que, a pesar de las diferencias, pueden alinearse tanto la poesía neorromántica (por señalar una referencia difusa) cuanto la obra de los autores que considero en el presente trabajo- supone también, aunque no lo declare con alusiones directas a su contexto inmediato de producción, un posicionamiento político: frente a la noche de la violencia y la desaparición de vidas, dice Mujica, “La poesía, su lenguaje, buscó la otra noche, otro Reino, no como evasión sino como salvación lírica, como habitar poético, diría Hölderlin, aunque el habitar haya sido un destierro abrazado. Eran años tan negros que buscar la belleza era una rebelión, era encender la noche” (2008, p. 10). Se trató de un “rechazo poético no político”, completa; es decir, en tanto poíesis, creación, alternativa. Quizá convendría pensar que ambas posibilidades (poética y política) conviven -de algún modo- en los textos que he considerado en el presente trabajo: frente a una modernidad que rechaza y obtura con violencia la búsqueda de todo lo que escapa a su dominio, esta poesía se erige como una vía alternativa, encaminada no a decir, sino a dar fe del misterio, a asumirlo como parte integral del estar en el mundo del ser humano y no como un resto marginal que queda por fuera de lo empíricamente constatable. Las composiciones de Mujica, Lojo y Solinas dan forma a una modalidad de indagación ontológica casi inexplorada todavía, una que las reflexiones de Nancy sobre el cuerpo y la poesía pueden ayudar a iluminar. En dichas composiciones, el cuerpo inscrito no aparece ni como ascesis ni como exaltación, sino como sostén de esa falta constitutiva que el pensamiento racional intenta cubrir. Estos poemas asumen la necesidad de la indeterminación, la aceptan y la subrayan, precisamente por medio de la inscripción de aquello que nunca está ahí: el cuerpo. Tal correrse tanto de la pretensión moderna de totalidad cuanto de la idea tradicional de poesía como captura de lo indecible, es quizá, en la actualidad, un gesto que podría llamarse político. Por eso y para eso contamos, como dice Nancy, con la poesía: para saber que no sabemos. Esa es hoy, al menos, la resistencia de la poesía, que se inscribe en el lenguaje como su reverso y que lo previene de la propia “desmesura” (2012b, p. 146) a la que es empujado por la manía clasificatoria del mundo moderno.

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1Una versión parcial y preliminar de este trabajo fue leída, como ponencia, en el marco del XII Congreso de la Asociación Argentina de Hispanistas (agosto de 2021), con el título “El cuerpo como apertura en algunos poemas de Hugo Mujica”.

2Para un abordaje extenso y exhaustivo de la cuestión, remito al apartado “Michel de Certeau: la mística como lenguaje” (Cárcano, 2019a).

3Para un repaso de la cuestión, remito al capítulo “La mística como problema literario” (Cárcano, 2019).

4Destaco el gesto de torsión que, aun dentro de la categoría de “poesía religiosa”, ensaya Laura Cabezas en un artículo sobre María Raquel Adler: “lo teológico se combina con la opción por una sensibilidad femenina que va tejiendo imágenes religiosas por fuera del catolicismo agresivo, revanchista y bélico que se vive en esos años en Argentina […]. [P]odría pensarse que Raquel Adler configura una teología poética ecofemenina en la que se propicia una estética y una ética creyente que, aunque sostenga el rasgo patriarcal del ‘Señor’ como nombre divino, se permite moldear un imaginario religioso que excede la idolatría a un Dios exclusivamente masculino” (2018, pp. 108-109).

5Me interesa resaltar la propuesta de María Gabriela Milone, quien, si bien no propone una categoría puntual, estudia (a la luz de aportes de Bataille, Heidegger, Blanchot, Levinas, Marion y Colli) un corpus integrado por poemas de Hugo Mujica, Héctor Viel Temperley, Hugo Padeletti y Oscar del Barco como experiencias de lo sagrado, entendido esto en tanto “vaciamiento, ausencia, afuera, desnudez, imposibilidad, inmediatez, hay; […] ya no como heterogeneidad sino como inmediatez con respecto a lo Otro; ya no como cosmogonización de lo desconocido en un orden sagrado opuesto a lo profano, sino como apertura a un afuera de todo lo conocido y lo cognoscible; ya no como sobreabundancia de una gracia donada por un Ser supremo a una criatura, sino como la experiencia del hay que excede el pensamiento y el lenguaje, volviéndolos hacia su propia imposibilidad” (2014, p. 60). En relación con la propuesta del presente trabajo, y dejando por un momento de lado la poética mujicana, cabe señalar que, en parte de la obra lírica de Lojo y de Solinas, aparecen elementos ligados (si bien no de modo lineal u ortodoxo) a ciertas tradiciones (principalmente la cristiana, pero no solo) que “reducen” la distancia con lo Otro; ausente, sí, pero sin que su falta represente necesariamente una intemperie para la voz o el sujeto líricos. De hecho, en libros como Historias del Cielo, de Lojo, o Barcas sobre la zarza ardiente, de Solinas, dichas tradiciones parecen subrayar una suerte de intimidad o familiaridad con esa alteridad irreductible pero constitutiva del ser humano. Por eso es por lo que el concepto de “experiencia”, al menos en ciertas zonas de la obra de los poetas referidos, no puede pensarse, siguiendo a Milone, como una “nada”, una “interrupción” o “cesura” del lenguaje (2014, p. 38): esos imaginarios, a la vez que abren un vacío, señalan una historia de asedio, de cierta vecindad con el Otro, y sirven, por tanto, de “arraigo”.

6Panel “Hugo Mujica y Enrique Solinas: La palabra y el misterio” (16 de octubre de 2019), en el marco del Encuentro Académico Argentina Transatlántica, organizado por la Brown University y la Universidad del Salvador.

7“La escritura toca los cuerpos según el límite absoluto que separa el sentido de la una, de la piel y los nervios del otro. Nada transita, y es eso lo que toca” (2003a, p. 13).

8“Se debe tratar del sentido en cuanto que no significa, y ello no porque consistiría en una significación tan elevada, tan sublime, última o rarificada que ningún significante alcanzaría a presentada, sino, por el contrario, en tanto el sentido es anterior a toda significación, en cuanto pre-viene y sor-prende todas las significaciones, a tal punto que las vuelve posibles, formando la abertura de la significancia general (o del mundo) en la cual y según la cual en primer lugar resulta posible que vengan a producirse significaciones” (2003b, p. 13).

9“Escribir, y leer, es estar expuesto, exponerse a ese no-haber (a ese no-saber), y de ese modo a la «excripción». Lo excrito está excrito desde la primera palabra, no como un «indecible», o como un «ininscriptible», sino al contrario como esta apertura en sí de la escritura a ella misma, a su propia inscripción en tanto que la infinita descarga del sentido —en todos los sentidos que se le pueden dar a la expresión—. Escribiendo, leyendo, escribo la cosa misma —la «existencia», lo «real»—, que no está sino excrita, y de la que este estar solo constituye el objetivo [enjeu] de la inscripción. Inscribiendo significaciones, se excribe la presencia de eso que se retira de toda significación, el ser mismo (vida, pasión, materia…). El ser de la existencia no es impresentable: se presenta excrito” (2002, p. 45).

10Originalmente publicado en 1997, este libro, que no se ha traducido como tal al castellano, contiene dos textos: “Hacer, la poesía” y “Contar con la poesía” (entrevista realizada por Pierre Alféri).

11Gabriela Milone ha estudiado detenidamente la cuestión de la voz y el habla poética desde la perspectiva nancyana en relación con otras aproximaciones teóricas. Remito a su libro Luz de labio (2015), entre los muchos trabajos donde aborda el tema.

12Sobre nuestra condición de seres corporales y, por tanto, abiertos y sintientes, puede verse el ensayo Señas hacia lo abierto. Los estados de ánimo en la obra de Heidegger, de Mujica; especialmente, el tercer apartado del capítulo segundo.

Recibido: 27 de Septiembre de 2021; Aprobado: 12 de Mayo de 2022

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