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Recial

versión On-line ISSN 2718-658X

Recial vol.13 no.21 Córdoba ene. 2022  Epub 22-Sep-2022

http://dx.doi.org/10.53971/2718.658x.v13.n21.37783 

Reseñas

Sembrar una huerta para que crezca la literatura

1 Universidad Nacional de Salta, Argentina, chersosa@hotmail.com

Falco, F.. 2020. Los llanos. 234p. Buenos Aires: Anagrama,

el poema

como una casa

donde se pueda sufrir

donde me duela

en lo que dura la memoria

tu rostro en este espejo

en lo que dura la memoria

donde me duela

donde se pueda sufrir

como una casa

el poema

(Nacho Jurao)

Siempre genera mucha intriga acercarse a la primera novela de un escritor que había transitado hasta ese momento solo la narrativa breve, como es el caso de Federico Falco, firmemente asentado como cuentista a través de 222 patitos (2004), 00 (2004), La hora de los monos (2010), y Un cementerio perfecto (2016). La imposición morosa del relato novelesco, exigiendo una pericia que el cuento rechaza, alcanza una modulación general más que gratificante en esta primera novela del autor -si consideramos su relato anterior más extenso Cielos de Córdoba (2011) como una nouvelle-. De hecho, el relato no hace más que tranquilizar los temores algo neuróticos del mismo protagonista de Los llanos, tan preocupado por acreditar su métier, pues estamos ante un texto que no defrauda ni en el encantamiento de serpiente que sostiene la intriga (con cálculo de oficio), ni en el minucioso hojaldre de significaciones que ese embrión temático -tan engañosamente decible, como es el tránsito del duelo amoroso del protagonista- va desplegando por el itinerario vegetal de la huerta que el personaje se propone cultivar. Los desplazamientos solapados entre sí que organizan la historia (de la ciudad al campo, del interior a la capital, del presente al pasado, de la intimidad a la memoria familiar, de la vida en pareja a la soledad, del trabajo intelectual de la escritura al ejercicio manual de la vida rural) conforman el escenario para estos remedia amoris donde el narrador cuenta -a lo largo del ciclo estacional de casi un año- su renacer personal (y el de todo el mundo circundante), en el refugio solitario de una casa que alquila en la llanura pampeana. Esta casa, un mundo entero en sí misma, es una metáfora infinita que en el libro parece decantarse como útero gestante. El nuevo alumbramiento al que asistimos a lo largo del relato, además, se interpreta con la gracia de la cinta de Möebius, porque va de la vida a la literatura casi de manera indiscernible, sin que nos demos cuenta del traspaso de fronteras, como en el poema palíndromo de Nacho Jurao que cito de epígrafe, un umbral tan ajustado en más de un sentido a la trama de la novela.

Es que justamente hay en esa elección central, la del narrador escritor protagonista, una apuesta fuerte del relato, porque se decide con sinceridad hacerse cargo de los enmarañados cruces entre experiencia y escritura, entre biografía y relato. Demasiadas coincidencias y guiños cómplices hacen que prácticamente no haya lugar a dudas sobre las proximidades de estas esferas, cercanías que, sin embargo, la obra va horadando, puliendo, ocultando. Si un sesgo catártico pudiera identificarse en Los llanos, sería esa huella, la del esfuerzo constante por empañar lo suficiente el espejo en el que nos miramos, para lograr que, con las palabras, la apelación a la vida misma se diluya en esa otredad autosuficiente que es la literatura.

¿Cómo contar el dolor de una pérdida, el proceso de duelo de una relación amorosa que fracasó? Este es uno de los asuntos más espinosos -a un paso del cliché- que Falco resuelve con una elegancia narrativa y una ternura compensatoria notables, amparándose en el tono menudo y cómplice del relato íntimo, donde resuena la notación de un diario personal, el registro verbal y gráfico de la poesía, el emotivo anecdotario familiar, el relato de los orígenes en que uno se hizo lector y escritor, la narración sedimentada para contar(se) la propia homosexualidad. Más allá de cualquier inquietud identificatoria con estas facetas, lo que conmueve del protagonista es la tenacidad por la vida, enormemente cifrada en la construcción de una huerta, empeñosa y obstinada hasta lo inverosímil. Si algo impulsa sin dobleces esta narración es su afán vitalista, porque el enmudecimiento de la no escritura, donde el personaje en un principio se estanca mientras sufre por su separación de Ciro, se irá superando con la fascinación por el instante. Ser un espectador atento a la naturaleza cura, porque allí -más allá del egoísmo de nuestro dolor- sigue pulsando, viviente, todo aquello que conmueve: los brotes promisorios de las plantas, la paleta de colores de los amaneceres pampeanos, la inminencia de los cambios estacionales soportados en el cuerpo, las ritualidades ancestrales de los animales. El relato logra escapar a la trampa obvia de dejarse ganar como lectores por las penas del abandonado porque “la víctima” aquí muestra con suficiente franqueza sus costuras afectivas, sus torpezas recurrentes: la incomprensión ante el abrupto “dejar de ser dos”, la lucha vana por el regreso, la miopía de la ruptura preanunciada. Esa candidez casi adolescente del narrador es eficaz para el proceso de aprendizaje que persigue la historia y, sin dudas, se recuesta en la vindicación de la naturaleza como fuerza pulsional y su exploración más idónea a través de la escritura para poder superar los duelos (el amoroso y el del enmudecimiento del escritor).

Otro de los aspectos seductores que acerca esta novela es su propuesta de un mapa actualizado de los imaginarios sobre la pampa que, como dijo Esteban Echeverría con gesto fundacional a mediados del siglo xix fue “nuestro más pingüe patrimonio nacional”, y sigue siendo, actualmente, un lugar de revisión crítica en algunas líneas de las narrativas argentinas recientes. Lo interesante de Falco es cómo sutilmente retoma y descentra la mirada metropolitana -porteñocéntrica- sobre el paisaje de la Argentina, retaceado metonímicamente en la representación de la inmensidad de la pampa. La estrategia de relectura no podría ser más idónea, reitera el gesto del mirar estrábico que también ya ha sido señalado para Echeverría; en este caso, con un ojo clavado en el tiempo de la enunciación del relato (el páramo voluntario en la llanura bonaerense) y otro en el recuerdo de la historia familiar y la infancia en otros llanos (los de la pampa gringa en el sur de Córdoba). Por eso también las resonancias de las tradiciones literarias argentinas se reduplican y, a veces, empalman en esta novela con sus vetas más canónicas. Es imposible no identificar -en su vena existencialista- el instante condenatorio sobre la pampa que preanunciaba el Facundo como el mal de la nación -con su imagen complementaria de la barbarie en los llanos riojanos-, en la desazón individual del duelo amoroso que atraviesa el narrador. La planicie perdura como un ámbito contradictorio y, por lo mismo, siempre inquieta en algún punto por ser inaprehensible; es expulsiva, como en el caso del ámbito cordobés, del orden patriarcal familiar y pueblerino que obliga al personaje a buscar otros rumbos y, a la vez, es la destinataria de una entrega volitiva en la reclusión rural bonaerense donde se persigue un bálsamo reparador para el duelo. Aquí también la demanda de un locus amoenus no logra disimular los relieves gravosos de una experiencia que, de a ratos, se percibe tan ingrata, tan irreconciliable con la sencillez del gesto contenedor que la pesadumbre parece reclamar.

Por otra parte, si bien el tratamiento del espacio puede tener sus correlatos y discontinuidades con otras versiones bonaerenses más ominosas o enrarecidas, por ejemplo, con la trilogía pampeana de Hernán Ronsino que arranca con La descomposición (2007), pienso que es con las vertientes de la literatura cordobesa contemporánea con las que es posible pensar intersecciones con paisajes donde se apuesta por otros modos de contar la llanura, de decir las vidas en esos lugares y bajo las circunstancias con que allí aparecen perfiladas. En este sentido, resuenan numerosas figuras con las cuales ir tramando redes, por ejemplo, con María Teresa Andruetto, con su propuesta en Tama (1993) y en otras novelas -de Stefano (1997) a Lengua madre (2010) y Los manchados (2015)- que problematizan la inserción de los inmigrantes en estos lares; hay allí un detritus común que también produce relato en Los llanos, con la historia del bisabuelo piamontés del protagonista. Por supuesto, la veta indisimuladamente poética que atraviesa la novela, una circunstancia casi inevitable por cierto en cualquier texto que intente adentrarse con hondura en la ontología de un paisaje, se infiltra con algunos tratamientos del pasado familiar inmigrante italiano y la infancia en un pueblo cordobés de llanura que recuerdan tonalidades de La casa de la niebla (2015) y Curva de remanso (2017), de Elena Anníbali. La poeta incluso aparece recuperada en la parva de citas autorreferenciales que van zurciendo el relato en Falco, al igual que Osvaldo Aguirre, otra voz donde se desafía la fascinación invariable de la llanura santafecina. Un último punto de contacto productivo que me gustaría señalar es el modo en que en este texto se inscribe la voz de una sexualidad disidente, focalizada desde la brutalidad casera de los pequeños pueblos del interior; un aspecto que despunta en el derrotero de menosprecio y sufrimiento de algunas secciones del libro donde hacen eco otros discursos que también ensayaron el planteo de las identidades disidentes en espacios periferizados y bajo el mismo amparo tutelar, eminentemente salvador, que ofrece la lectura y la escritura literarias, como ocurre en El viaje inútil (2018), de Camila Sosa Villada. En esta mínima urdimbre de posibles intertextualidades contemporáneas con Los llanos, que aquí rápidamente bosquejo, es posible reconocer cómo el mismo ámbito de la llanura deviene generador de imaginarios diferentes, propiciatorios o asfixiantes, cargados de matices particulares más o menos solidarios entre sí, que confrontan con la naturalizada lectura que sobre la pampa ha esclerosado nuestra tradición literaria nacional portuaria.

Por otra parte, toda la novela de Falco viene atravesada por la falta de ingenuidad ante el celoso proceso de su propia estrategia compositiva. La visible profesionalidad en el empleo de los procedimientos (el uso atemperado de la voz narradora, el manejo verosímil de la oralidad, la apelación precisa a registros y géneros discursivos puntuales, el manejo especular del tiempo, entre otros muchos) viene acompañada de la exhibición de torciones metadiscursivas propias de la escritura novelesca. Abundan entonces las referencias sobre cómo narrar algún aspecto o las dificultades al momento de cerrar una historia (tomadas de una biblioteca abarrotada y variopinta, modélicamente citada), se incorporan listas de palabras (como aquella que de “oídas” se recuerda del piamontés) o de frases usadas en Córdoba para señalar el paso del tiempo, que funcionan como lúdicos ensayos palpables con el léxico, gestos autorreflexivos que develan un surtidor de recursos disponibles según la urgencia del decir. El texto nos muestra así, a manos llenas, los ingredientes con los que va preparando su amalgama y, frente a ello, contra todo pronóstico efectista o emotivo confesional, en el relato gana la contienda la eficacia artificial de lo literario.

En esa estricta ecuación de pérdida y germinación compensatoria que todo duelo presupone, porque de los restos siempre algo renace, lo que termina despuntando en este libro es, sin dudas, la confianza plena en la literatura como garante para comprender mejor el mundo. Sembrar, regar, tutorar, desmalezar, cuidar de las plagas, son alegorías bastante claras -así nos alecciona sin moralejas esta novela- sobre cómo la literatura y sus sedimentos discursivos ancestrales permiten redimir cualquier flaqueza para aliviarnos de ese otro orden más falible y prescindente que es la vida.

Referencias bibliográficas

Falco, F. (2020). Los llanos . Buenos Aires: Anagrama [ Links ]

Recibido: 23 de Enero de 2022; Aprobado: 10 de Febrero de 2022

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