Introducción
En el mundo rural-urbano de Córdoba, a lo largo del período colonial, fueron integrándose, y construyendo relaciones, personas y familias de distintos orígenes geográficos y culturales -población originaria de la zona y de otras áreas, esclavos africanos, inmigrantes españoles. Generaron, como en toda Hispanoamérica, una dinámica cuyos resultados la administración tendió a percibir y clasificar en términos de “pureza” y “mezcla”, sin que estas construcciones fueran necesariamente asumidas por esas personas para autodefinirse como individuos y como grupos. En los pueblos de indios, estas percepciones se entrecruzaron, además, con la identificación de los sujetos tributarios que se hizo más compleja a medida que avanzó el proceso de forasterización.
En este artículo partimos de la hipótesis de que, en el caso de Córdoba, esos procesos de movilidad de población y recreación de vínculos comunitarios en el siglo XVIII dieron lugar a posiciones diversas -y muchas veces antagónicas- acerca de la naturaleza y los derechos de los pueblos de indios. En otras palabras, contribuyeron a formar distintas percepciones acerca del estatus de estos pueblos o comunidades como entidades políticas, sociales y territoriales diferenciadas que entraron en contienda, y distintos conjuntos de criterios para definir quiénes eran los miembros legítimos de estos pueblos cuyos derechos debían ser reconocidos.
Para recorrer ese proceso partimos de una extensa síntesis de investigaciones dedicadas a las sociedades indígenas de Córdoba y a la Gobernación del Tucumán, que procura relacionar la reconfiguración del territorio indígena dentro de la estructura agraria colonial, la entrega de encomiendas, la formación de pueblos de indios, su tributación y registro y la movilidad de su población. En los dos últimos apartados presentamos el examen detallado de un conjunto discreto de documentos judiciales y de gobierno del siglo XVIII, integrando resultados de otras investigaciones -cuando es pertinente- para confrontar las percepciones hispanocriollas de la autoctonía y la “legítima” pertenencia a un pueblo de indios, con las prácticas de membresía de las propias comunidades indígenas. Esperamos con ello aportar una perspectiva que creemos no había sido integralmente desarrollada para esta jurisdicción, pero sobre todo una reflexión acerca de un problema vigente entre las comunidades comechingonas en la actualidad.
Invasión española, explotación del trabajo indígena y formación de una estructura agraria colonial
La experiencia colonial temprana de las sociedades nativas que quedarían sometidas al gobierno español en la Gobernación del Tucumán fue marcadamente afectada por la larga campaña militar española para “pacificar el territorio” en las tierras altas -Valles Calchaquíes y sector de la Puna que sería integrado a la jurisdicción de Jujuy- y la prolongada persistencia de la encomienda y la explotación de la mano de obra indígena mediante la exigencia de servicios personales (Lorandi, 1988). Los españoles que realizaron las primeras “entradas a la tierra” desde la década de 1530 encontraron una fuerte resistencia de las sociedades originarias de tierras altas, esto forzó a las huestes a retraerse y fundar las primeras ciudades en los piedemontes y tierras bajas -cuencas de los ríos Dulce y Salado. La invasión y el control español definitivo de las tierras altas tomaron 130 años, desde la primera entrada española a la Puna y Valles Calchaquíes alrededor de 1535 hasta la derrota militar de la resistencia en los Valles Calchaquíes en 1664, cuyos pueblos originarios fueron masivamente desterrados y entregados a vecinos feudatarios en pequeños grupos a lo largo y ancho de la Gobernación del Tucumán y también en la del Río de la Plata, al cabo de dos grandes campañas militares de “pacificación” (1630-1643 y 1659-1666). Este largo período de “actividad militar constante” protagonizado por distintas huestes españolas, que respondían asimismo a distintos proyectos de expansión desde Charcas y Chile, fue sostenido principalmente por los recursos humanos y materiales de las sociedades originarias de tierras bajas. Esto mismo colocó a los jefes de las huestes españolas en una sólida posición para negociar la implementación de las políticas de la corona (Palomeque, 2000: 103; 2005 y 2009).
La gran mayoría de los pueblos originarios sometidos durante este período fueron organizados bajo la institución de la encomienda privada de servicio personal, cuya renta era entregada en trabajo -servicios personales- a los encomenderos.1 Bajo este régimen, la explotación del trabajo indígena en obrajes textiles, arriería, labores agrícolas y ganaderas proveyó la base para las empresas mercantiles y la acumulación de riqueza de las primeras generaciones de vecinos feudatarios, que estuvieron en condiciones de negociar con gobernadores y oficiales de la corona altos niveles de explotación del trabajo de las unidades domésticas indígenas (Lorandi, 1988; Palomeque, 2000). Este tipo de encomienda perduró mucho más tiempo en la Gobernación del Tucumán que en las áreas centrales del Virreinato peruano, donde comenzó a ser desarticulada a partir de las Leyes Nuevas (1542-1544). En el Tucumán fue la institución dominante hasta principios del siglo XVIII, cuando el gobernador Urizar de Arespacochaga entregó las últimas encomiendas “cortas” y la institución entró en un período de declinación.2
Un siglo de campañas militares, la imposición del servicio personal, la comparativamente débil supervisión de los oficiales de la corona3 y los desplazamientos forzados de pueblos nativos -cuyo caso extremo fue el destierro masivo de población de los Valles Calchaquíes tras su derrota militar- tuvieron un impacto profundo en las sociedades nativas del territorio de esta gobernación. También alteraron el mapa étnico que había empezado a ser modificado por la intervención inka en la mayor parte de esta área, con excepción de Córdoba cuyas poblaciones indígenas no habían sido integradas por el Tawantinsuyu (Lorandi, 1988: 137).4 La tendencia general señalada varió en intensidad, velocidad y modalidades dependiendo de la organización sociopolítica de cada grupo, su relación previa con el Tawantinsuyu -que influenció las respuestas iniciales a las huestes españolas-, la integración o aislamiento de los circuitos mercantiles o la incorporación tardía en ellos (Palomeque, 2000; Farberman y Boixadós, 2006).
Dentro de ese proceso común, las sociedades originarias de las sierras centrales y sus llanuras circundantes,5 que quedaron en la jurisdicción de la ciudad de Córdoba, sufrieron uno de los más severos procesos de desarticulación, reagrupamientos territoriales y reconfiguraciones étnicas que es preciso rastrear desde el comienzo de la invasión y colonización puesto que ayudan a comprender cómo llegaron a construirse percepciones que deslegitimaron a los pueblos de indios en el siglo XVIII.
Al momento de las primeras entradas españolas, las sierras centrales estaban habitadas por grupos organizados en entidades políticas autónomas o semiautónomas, formadas por unidades mayores o “aldeas” y unidades menores o “segmentos de linajes definidos por residencia”. Estas entidades no estaban integradas en estructuras políticas centralizadas y tenían una organización basada en dos rangos de liderazgo: un líder principal y uno o más líderes subordinados, con relaciones laxas entre ellos sustentadas en amistad o parentesco. La subsistencia de estas sociedades de agroalfareros combinaba agricultura, caza, pesca y recolección con aprovechamiento de distintas áreas ecológicas. Entre estos segmentos o aldeas se conformaban alianzas pacíficas que incluían juntas para fiestas, recolección o caza, “el reconocimiento mutuo de derechos de distintos pueblos sobre los mismos recursos o áreas de aprovisionamiento” y uniones temporarias para la guerra que se habría producido principalmente por el control territorial (Laguens y Bonnin, 2009: 259, 344-345, 356, 370).
La desestructuración de estos grupos nativos por impacto de la invasión española se atribuye, en los estudios etnohistóricos, a la convergencia de varios factores: su menor complejidad sociopolítica en comparación con los pueblos de las tierras altas y de la mesopotamia santiagueña, el patrón de asentamiento disperso, la movilidad y la organización política segmentaria que los caracterizaba, el pequeño tamaño de las encomiendas, sus frecuentes desmembramientos y transferencias de un encomendero al otro,6 la captura de indígenas en las “malocas”,7 las “sacas” de indígenas,8 el traslado separado de familias, incluso de hombres y mujeres, que desfavorecía la reproducción familiar y comunitaria, entre otros. Los indios de encomienda fueron, en una alta proporción, reasentados en las estancias o casas urbanas de sus encomenderos, lo que permitió un rápido proceso de apropiación de la tierra por los españoles quienes prontamente la pusieron en producción para entrar a los circuitos de la emergente economía mercantil (Piana, 1992).
El desarrollo de las empresas agrarias en Córdoba se vinculó con la posición ganada por esta jurisdicción en los circuitos del sur del Virreinato peruano, dentro de una gobernación que tomó un lugar estratégico como camino al comunicar la Audiencia de Charcas y su Cerro Rico de Potosí con España -a través de una cadena de ciudades en el Tucumán y el puerto de Buenos Aires con salida al Atlántico. Los primeros años de inestable asentamiento español en la ciudad-fuerte de Córdoba -fundada en 1573 y trasladada a una nueva planta en 1577- se caracterizaron por una economía sin producción de excedentes. Rápidamente, en los años 1585/1590 prosperó una economía regional productora de excedentes exportables -agrícolas, ganaderos y textiles-, inserta en circuitos mercantiles de larga distancia que la conectaban con Brasil vía puerto de Buenos Aires, con Chile por Cuyo, con Paraguay y Charcas, además de cumplir un importante papel de nudo de tránsito y redistribuidor de efectos importados en las provincias vecinas (Garzón Maceda, 1968). Hacia 1630, en respuesta a la alta mortalidad indígena, la competencia de otras regiones y la prohibición de la circulación mercantil hacia el Atlántico, la economía regional se reorientó hacia la monoproducción ganadera -mulas, vacas y otros ganados- destinada al mercado de Potosí primero y al resto de los centros mineros andinos posteriormente (Assadourian, 1982). Recién hacia mediados del siglo XVIII, las exportaciones de Córdoba volvieron a diversificarse para atender la demanda de ganado vacuno de Cuyo y Chile, la de tejidos de lana y cueros del litoral y Buenos Aires y la de tejidos de lana de Paraguay, manteniéndose el comercio mular con los centros mineros andinos como el principal rubro mercantil de la economía regional (Assadourian, 1978; Arcondo, 1992; Punta, 1997).
Impulsada por esta expansión de la producción agraria, la apropiación privada de tierras se realizó bajo las modalidades propias de la época: mercedes de tierras y posteriores compraventas. El sector beneficiario se fue ampliando, desde el grupo inicial de vecinos feudatarios, para incluir a otros vecinos y “moradores” -residentes en la ciudad, no avecindados. La ocupación efectiva de tierras por los colonos desde 1573 hasta principios del siglo XVIII se produjo desde las sierras cercanas a la ciudad -principalmente el valle de Punilla- hacia la ruta al norte y las riberas de los ríos Primero y Segundo; luego avanzó hacia el resto de las sierras, el piedemonte y las riberas de los ríos Tercero y Cuarto (Ferrero y Nicolini, 2001; Ferrero, 2008). La distribución de los pueblos indígenas reducidos9 y los grupos encomendados asentados en las propiedades de sus encomenderos siguió este patrón, concentrándose en las sierras donde quedaron también las reducciones más perdurables.
En el siglo XVIII el paisaje agrario siguió transformándose: junto a pueblos de indios que iban disminuyendo en número, estancias que se habían multiplicado en el siglo previo y cuya principal fuerza de trabajo permanente eran los africanos o afrodescendientes esclavizados, las unidades campesinas se convirtieron en una presencia destacada, incluso predominante en muchas áreas de las sierras. Quienes las integraban ejercían control directo sobre el proceso de producción, cualquiera fuera la situación de sus tierras -generalmente ocupaban tierras sin título y, a veces, se asentaban en tierras privadas con previo acuerdo de su propietario. Su reproducción se basaba en la labor de la familia nuclear o extendida, aplicada al trabajo agrícola, ganadero y artesanal, aunque en momentos críticos de demanda de energía -generalmente al principio y al final del ciclo vital de la familia- era frecuente que incorporaran “agregados”, formando unidades domésticas más numerosas (Tell, 2008). En este mundo campesino -internamente diferenciado y relacionado con pueblos de indios y población esclava- las personas eran caracterizadas en los censos como indios, mestizos, mulatos, negros o pardos, categorías que no necesariamente dan cuenta de sus auto-adscripciones y sentidos de membresía -si bien eran de uso habitual en el lenguaje de la época.
Encomiendas, visitas y reducciones en pueblos de indios
En la última década, una nutrida producción de estudios de caso viene complejizando nuestra comprensión de la situación de las sociedades indígenas de Córdoba en el contexto previamente reseñado, indicando más casos de persistencias y reestructuraciones que los que se conocieran cuando se realizaron los primeros estudios etnohistóricos sobre la región, los cuales plantearon la virtual desaparición de los pueblos de indios ya para el siglo XVIII y la pérdida de identidades indígenas como resultado de la mestización.10
En virtud de estos avances conocemos que la composición de las encomiendas fue muy variada, y complejos sus procesos de conformación. Algunas de las encomiendas más tempranas fueron otorgadas sobre pueblos o grupos de pueblos -el principal y sus sujetos- que se redujeron en la misma área que habitaban y quedaron asentados en tierras propias,11 otras se conformaron a partir de la entrega de individuos y familias desterradas de los Valles Calchaquíes y/o de cautivos de guerra tomados en las “entradas a la tierra” y en las campañas militares a la “frontera” del Chaco,12 muchas se formaron o engrosaron mediante la agregación de familias e individuos de distintos orígenes territoriales y afiliaciones étnicas: grupos originarios del territorio de Córdoba y familias desplazadas desde áreas distantes y relocalizadas en las estancias y/o casas de los encomenderos.13 Entre las más tempranas, se contaron las que reunían bajo la tutela de un mismo feudatario grupos pequeños y geográficamente dispersos. Fue moneda corriente, además, que las encomiendas sufrieran desmembramientos, traspasos y reagrupamientos sucesivos (Piana, 1992; González Navarro, 2009a; Castro Olañeta, 2015 a y b; Zelada, 2015 y 2017)
La situación de los grupos encomendados con respecto a las tierras fue igualmente compleja y dispar. Algunos pueblos quedaron reducidos y asentados en tierras propias, dentro o fuera del área que habitaban o por la que se movían en el período prehispánico. Otros grupos encomendados -todo indica que la mayoría-14 quedaron dentro de las chacras y estancias de sus encomenderos (Castro Olañeta, 2006; 2015 a y b). En ocasiones se les señaló tierras de manera informal para sus sementeras pero no siempre pudieron hacer uso de ellas (Zelada, 2017). En las últimas décadas del siglo XVI, una práctica reiterada fue la de otorgar a los vecinos feudatarios tierras contiguas a las de los asientos de sus pueblos encomendados, para facilitar el acceso a la mano de obra indígena, la ocupación de hecho de esas tierras y su posterior legalización bajo pretexto de estar ya despobladas, o emprendimientos productivos del encomendero en las tierras del asiento indígena (Piana, 1992). Otra práctica corriente fue el traslado de los indios de encomienda de un asiento a otro, o su circulación entre las propiedades privadas de sus encomenderos (Schibli, 2015 y 2016).
Además de los señalamientos puntuales de tierras que hicieron distintos gobernadores, y que conocemos sólo muy parcialmente por estudios de caso, durante el siglo XVII dos momentos de inflexión fueron las visitas generales que se concretaron en la gobernación: las de los oidores Francisco de Alfaro (1611-1612) y Antonio Martínez Luján de Vargas (1692-1693). Ambas “crearon” o confirmaron derechos a tierras encuadrados en la normativa indiana para los indios encomendados (Castro Olañeta, 2015 a y b), aunque muy recortados y respondiendo a un patrón de ocupación territorial, acceso a los recursos y organización política diferente al prehispánico: el de las reducciones en “pueblos de indios” ya puestas en práctica en los virreinatos de Nueva España y Perú desde mediados del siglo XVI, que se replicaron en la Gobernación del Tucumán en sus rasgos fundamentales -si bien con adaptaciones particulares.
Como es bien conocido, Francisco de Alfaro fue enviado por la Audiencia de Charcas a visitar las provincias del Tucumán, Río de la Plata y Paraguay con la misión de suprimir el servicio personal, tasar los tributos y desagraviar a los indios tras numerosas denuncias de jesuitas y algunos gobernadores. Su visita concluyó con el dictado de un conjunto de Ordenanzas para la Gobernación del Tucumán en 1611-1612 -además de las dictadas simultáneamente para Paraguay y Río de la Plata-, que definieron la organización de las reducciones indígenas vigente hasta el final del período colonial en cuanto a tierras comunales y autoridades étnicas.15
Las ordenanzas de Alfaro establecieron los criterios para reducir a cada grupo o pueblo encomendado en un pueblo de indios, asignarle las tierras necesarias para su reproducción, construir una capilla en ellas y tasar el monto del tributo a pagar por cada varón adulto. Aunque esta visita fue un serio intento para desmantelar el servicio personal, Alfaro no lo eliminó por completo en sus ordenanzas sino que dio la posibilidad de conmutar la tasa -calculada en dinero, y a pagar en dinero o en productos de la tierra- por un número de días de trabajo, además de regular los conciertos voluntarios de indios por jornal fuera de los pueblos de indios.16 Tampoco suprimió la encomienda privada ni dispuso que retrovirtieran a la corona (Castro Olañeta, 2010), no explicitó criterios para calcular la cantidad de tierras que le correspondía a cada pueblo y familia -las que él mismo asignó al parecer fueron escasas y no hay referencias de que entregara títulos (Palomeque, 2000: 125).17 Las Ordenanzas, en suma:
regularon un sistema similar al del resto del virreinato [del Perú], donde la familia indígena sometida al sistema colonial español sólo podía reproducirse parcialmente dentro de las tierras que les reconocieron como de comunidad, mientras era coaccionada a insertarse en las relaciones mercantiles y a subsidiar a la economía española (Palomeque, 2000: 127).
La siguiente visita general a la gobernación fue hecha por el oidor Antonio Martínez Luján de Vargas en 1692-1693, con el objetivo de desagraviar a la población encomendada y “recordar” la vigencia de las ordenanzas de Alfaro, escasamente observadas.18 Castro Olañeta (2015b: 86) recalca que, a su paso, el visitador encontró una variedad de “situaciones o momentos de procesos diferenciados de las poblaciones encomendadas”, tanto hacia la desestructuración como hacia la consolidación de pueblos de indios. El abanico comprendía desde pueblos de indios con tierras, autoridades étnicas y tributarios asentados, hasta pueblos en proceso avanzado de abandono de su asiento o desarticulación; desde indios asentados en las tierras privadas de sus encomenderos -algunos de los cuales recordaban sus pueblos de origen y otros no-, hasta encomiendas que sólo conservaban el nombre, ya sin indios tributarios, entre otras situaciones intermedias. El amplio rango de situaciones relevado por la autora pone de relieve la complejidad y diversidad de los procesos atravesados por los pueblos sujetos a la encomienda privada en los siglos XVI y XVII en Córdoba, y las particularidades de una gobernación donde esa institución recién empezó a declinar iniciado el siglo XVIII.19
En este contexto, Manuel de Ceballos Neto y Estrada, comisionado por el oidor, hizo en 1694 el reconocimiento de las tierras de los pueblos de reducción preexistentes y sus capillas, y la asignación de tierras a grupos asentados dentro de las propiedades de sus encomenderos (Castro Olañeta, 2015b). A diferencia de Alfaro, Luján expidió instrucciones precisas para calcular la superficie a adjudicar según el número de indios de encomienda y especificó los requisitos a cumplir en cuanto a calidad de las tierras, acceso al agua y distancia que debían guardar con la casa del encomendero.20 Aunque el Oidor dispuso que los encomenderos extendieran escrituras ante el escribano del cabildo, en Córdoba la mayoría no lo verificó y posiblemente los pocos que lo hicieron se quedaron con las escrituras. Hasta ahora corroboramos para un solo pueblo -San Jacinto/ San Marcos-21 que la comunidad conservó el original o una copia del acta de demarcación y toma de posesión de las tierras (Tell, 2012). Por otra parte, no encontramos indicios de compras colectivas o individuales de tierras por parte de los indígenas durante el período colonial.
El marco legal establecido por Alfaro, su visita a los pueblos y la separación entre tierras de indígenas y de españoles, sumados a la asignación formal de tierras por Luján de Vargas fueron intervenciones importantes de la Audiencia de Charcas para la organización institucional y los derechos de tierras de los pueblos de indios. Ambas visitas y medidas implementadas por otros gobernadores en el siglo XVII22 lograron imponer algún grado de control sobre los encomenderos, pero entendemos que no cambiaron la tendencia general hacia una significativa reducción del número de pueblos y grupos encomendados. Una aproximación parcial al universo de encomiendas entregadas en la jurisdicción da una medida de este proceso: de los 36 pueblos y grupos encomendados visitados por Luján de Vargas en Córdoba en 1692-1693, pudimos rastrear 21 desde la fundación de la ciudad en 1573 hasta 1900. De ellos, a fines del siglo XVIII persistían unos 10 pueblos de indios,23 ya todos en cabeza del rey. En las décadas de 1880 y 1890, cuando el gobierno provincial emprendió la expropiación parcial y la subdivisión de las tierras comunales, sólo 6 de aquellos pueblos fueron reconocidos como “comunidades indígenas” (Tell y Castro Olañeta, 2011). Cabe atribuir esta tendencia, en parte, al colapso demográfico durante los siglos XVI y XVII y al traumático proceso descripto que condicionó las respuestas adaptativas de las sociedades originarias de la región. Debe considerarse también el drenaje de familias y personas que quedaron residiendo en las estancias y casas urbanas de sus encomenderos, o se desprendieron de sus encomiendas o pueblos de reducción para integrarse en una sociedad campesina en pausada formación, donde tejían relaciones personas de ascendencia indígena, africana y europea. Muchos de los integrantes de esa sociedad eran reconocidos como “indios”, y/o se auto-adscribían como tales sin formar parte de las reducciones formalmente reconocidas.24
Siglo XVIII: historias compartidas, derroteros divergentes
Durante el siglo XVIII, los pueblos de reducción persistentes experimentaron un crecimiento importante de la población y del número de indios de tasa,25 siguiendo una tendencia general de crecimiento de la población presente, por lo menos, desde mediados de siglo. Desde la demografía histórica se remarcó la disminución de la mortalidad epidémica como un factor gravitante en esa tendencia de la población en general -que reunía a los registrados como “españoles” y “naturales” en los libros parroquiales- (Arcondo, 1992). Desde la historia económica y social se sugirió que, durante la larga retracción del sector mercantil de la economía regional en la primera mitad del siglo, los grupos subalternos se habrían beneficiado del predominio de la economía de subsistencia y la liberación de tiempo de ocio, lo que pudo haber definido “un conjunto de condiciones favorables para la dinámica demográfica de la población indígena y de castas” (Assadourian, [1968]: 1982: 55). Desde los estudios sobre tributación indígena se llamó la atención sobre la progresiva mejora en el registro fiscal de los contribuyentes, propia de las administraciones borbónicas, que hizo más visible ese crecimiento (Ferrero, 2017).
Además de esos factores, creemos que para explicar las supervivencias de unos pocos, pero demográficamente consolidados, pueblos de indios en Córdoba es preciso rastrear en sus historias coloniales las complejas prácticas que les permitieron reproducirse o recrearse como comunidades, en contra de la tendencia dominante del sistema colonial que parecía, en la Gobernación del Tucumán, empujar hacia su desarticulación y dispersión. Cabe considerar también las características de esas sociedades al momento previo a la invasión, ya que pudieron haber influido en el desarrollo de esos patrones de adaptación en resistencia. Este rastreo es, al mismo tiempo, punto de partida para explorar la inserción en el mundo urbano y rural de aquellos pueblos que transitaron hacia otras formas de organización social.
Por estas trayectorias divergentes nos preguntamos en publicaciones previas, a partir de una aproximación casuística y comparativa (Tell y Castro Olañeta, 2011 y 2016). Más que un estricto patrón común que explique por qué algunos pueblos de indios permanecieron organizados y reconocidos bajo ese estatus y otros no, advertimos algunos conjuntos de variables que se combinaron para contribuir a ese resultado. Reconocimos dos grupos entre los pueblos que persistieron hasta fines del siglo XVIII o fines del XIX. Por una parte, cinco se contaron entre las primeras encomiendas otorgadas a las huestes españolas: Quilino, Soto, Nono, Salsacate y San Antonio de Nonsacate. Se trataba de grupos locales que fueron tempranamente reducidos en la misma área que ya habitaban y podemos hablar, al menos, de continuidad del sitio, si no de los propios grupos. Por otra parte, cuatro -San Jacinto/ San Marcos, La Toma, San Joseph/ Los Ranchos y Pichana- fueron creados mediante la agregación de un número pequeño de personas o familias desplazadas desde los Valles Calchaquíes u otras áreas, indígenas tomados como “piezas” en la guerra y personas o familias procedentes de grupos locales; todos ellos tuvieron que recrear lazos sociales en sus nuevas reducciones y crecer desde una base demográfica inicialmente muy pequeña.
La asignación de tierras comunales, su ampliación o su reconocimiento y confirmación por el visitador Luján de Vargas tampoco aparece como un factor que por sí solo garantizara la persistencia de los pueblos en todos los casos. De veintitrés donde se produjo esa intervención, sólo seis se mantuvieron hasta fines del siglo XVIII o XIX: San Joseph, San Jacinto/ San Marcos, Cosquín y Pichana cuyas tierras fueron adjudicadas por el oidor; Salsacate y San Antonio de Nonsacate cuyos derechos de tierras fueron confirmados, además de ordenarse la construcción de la capilla (Castro Olañeta, 2015b). En Quilino, Soto y Pichana se combinaron el control continuo de una extensión amplia de tierras con una mayor entidad demográfica. La ausencia de pleitos por tierras en estos tres pueblos, en contraste con otros que litigaron durante décadas para defender las suyas,26 podría estar dando cuenta de particularidades de la estructura agraria de cada zona y de respuestas alternativas de cada grupo para mantener el control de sus tierras y recursos -hipótesis a contrastar.
Entre los pueblos que se mantuvieron a lo largo de su historia colonial cabe considerar también características de su organización prehispánica, de su temprana reducción y su trayectoria como encomiendas. Núcleos de alta densidad demográfica prehispánica reducidos muy tempranamente en parte de su territorio prehispánico, que permanecieron encomendados a feudatarios de una misma familia en sucesivas vidas, como es el caso de Soto y Quilino, se destacaron por su larga persistencia (Tell y Castro Olañeta, 2016). Según la hipótesis de Ochoa (2015) Soto, además, pudo haber sido favorecido por la reunión de este pueblo con los de Salsacate y Nono bajo tutela de un único encomendero -posibilidad habilitada por la ordenanza 113 del oidor Alfaro-, si bien no llegaron a reducirse los tres pueblos en un solo asiento. Es el único pueblo que no surgió de una encomienda privada sino de la asignación de familias quilme al cabildo de Córdoba (La Toma), a las que seguramente se sumó población indígena ya asentada en la ciudad; quizá el hecho de mantenerse al margen de la encomienda y con tutela del cabildo contribuyera en su persistencia. Además, La Toma recibió a los trasladados desde Ministalalo en 1788 por disposición del gobernador intendente.27
Hasta aquí, la síntesis de investigaciones previas nos ha permitido delinear el campo de fuerzas en tensión donde algunas prácticas llevaban a la liberación y dispersión de la población de las reducciones indígenas, mientras otras reforzaban la reproducción grupal y la integración de “foráneos”. La hipótesis que exploramos a continuación sostiene que el crecimiento demográfico y la movilidad de población, en una jurisdicción con desestructuraciones y recomposiciones étnicas y sociales como las descriptas, incidieron en la construcción de antagónicas representaciones sobre los “indios” y “pueblos de indios” en el siglo XVIII, en el contexto del renovado esfuerzo de los Borbones por contar, clasificar y tasar a la población y de los cambios institucionales que promovieron en el ramo del tributo y en el registro de los contribuyentes, haciendo más visible los procesos de forasterización en el territorio del antiguo Virreinato del Perú. Procuraremos aproximarnos a estas perspectivas en contienda mediante un análisis propio de documentación del siglo XVIII, e integraremos con idéntico propósito los resultados de las investigaciones sobre prácticas de tributación y registro de tributarios.
Una república de indios “puros”: políticas de la genealogía
En 1785 el gobernador intendente de Córdoba, Rafael de Sobremonte, resumía con estas palabras la percepción de los vecinos y las justicias de Córdoba sobre los pueblos de indios:
[…] estos que se denominan pueblos no lo son realmente sino en el nombre por su constitución y forma de gobierno que hasta aqui han tenido de muchos años a esta parte: que cada uno de los individuos que lo componen abitan esparcidos en sus ranchos en considerable distancia los unos de los otros y algunos en los montes en varios de ellos sin que se les reconozca tener forma de Republica28
Varias capas de significado se apilan en el uso de la palabra república por el gobernador intendente, que remiten al vínculo entre territorio, jurisdicción, población y autoridades a cargo del gobierno político y económico, contenido en esta voz. Sabemos que la república era la expresión de un modelo de colonización consistente en la reunión de la población en un asentamiento compacto al estilo hispánico, con casas organizadas en un patrón cuadricular, una plaza, la casa de cabildo y una capilla en el centro; en este sentido, era similar o cercana al pueblo como una entidad jurisdiccional discreta. En la concepción ibérica, la congregación de personas en este tipo de asentamientos era la base para -y la expresión de- la existencia de una comunidad social y política, como así también un espacio ritual que descansaba sobre un “modelo de territorio sagrado” condensado en la iglesia y la identificación del pueblo de indios con un santo patrón local que, a menudo, se hacía presente en los patrones de nominación cuando se combinaba el nombre del santo con un topónimo local para llamar al pueblo. La relocalización de grupos nativos en los pueblos de reducción contenía, además, un proyecto civilizatorio ajustado a una particular concepción ibérica del orden, las buenas costumbres y la observancia de la ley -la vida en policía o la vida cristiana y política- (Platt et al., 2006: 520). El gobernador intendente también mencionó otro componente clave aunque desdeñando su importancia entre los pueblos de indios de Córdoba: “su constitucion y forma de gobierno”, refiriéndose con ello a la idea de república como gobierno de lo público y a la necesidad de un cuerpo de representantes e intermediarios que tutelaran ese cuerpo social e hicieran viable su gobierno por parte de la corona.
En el discurso de vecinos y autoridades hispanocriollas la ausencia de forma de república, entendida como sinónimo de pueblo, estaba relacionada estrechamente con otra: no había “indios puros” entre aquellos “que se denominan pueblos”, según señalaba Sobremonte, debido a la mixtura biológica entre los indios originarios -los naturales del pueblo y descendientes de las antiguas encomiendas- con gente de origen europeo y, sobre todo, africano.29 Para ellos, los de Córdoba eran más pueblos de castas que pueblos de indios. De este modo, las nociones de república, comunidad, hibridación o miscigenación e impureza formaban un campo semántico que estaba relacionado con la inexistencia de vínculos comunales. Cabe la mejor síntesis de esto a un administrador de estancia que describió al vecino pueblo de San Jacinto como la adición de
[…] algunas parcialidades o familias de indios, mulatos y negros libres que con titulo de pueblo de San Jazinto hazen un conjunto de gentes varias que no pueden componer comunidad mayormente en tierras de que no tienen titulo ni propriedad y solo con el nombre de pueblo30
¿Cómo formaban los vecinos y autoridades locales su percepción del grado de pureza de los pueblos de indios? El proceso se hace explícito en los escritos del capitán recaudador de tributos y juez cuadrillero Ramón Cáceres, en ocasión de expulsar a varias familias del pueblo de San Antonio de Nonsacate en 1779.31 Llamado a declarar ante el gobernador, justificó esta acción aseverando que los desalojados eran agregados que habían sido llevados al pueblo de indios por el cacique, con el propósito de mantener suficientes tributarios para retener las tierras -con esto advirtió, de paso, la importancia del pacto tributario con la corona. En su deposición distinguió entre indios foráneos -forasteros-, indios legítimos -originarios- y agregados. En su esfuerzo por demostrar que los desalojados eran agregados y no naturales del pueblo proveyó un reporte biográfico excepcionalmente detallado de cada uno de ellos, que nos permite capturar el flujo de personas y categorías entre pueblos de indios, estancias y migrantes en un área que cubría las sierras y el noroeste de Córdoba, el valle de Catamarca, Santiago del Estero y La Rioja. Retrató de este modo a los desalojados:
Sebastián Santuchos, mestizo “nacido y criado en la estancia de San Pedro” propiedad de Manuel Noble Canelo; su madre era india de Santiago del Estero “y el se ha publicado por hijo del referido Canelo”; “casado con una india o meztiza de la sierra del valle de Catamarca y solo intruso en el referido pueblo”.
Su hijo Julián, casado con una “mulata foranea criolla” de Ischilín.
Francisco Garay, “mestizo cuarteron”, hijo de “un caballero apellidado Garay” y de una india mocoví “que bibió y murio en poder de don Joseph Clemente Olmos” -vecino feudatario y abuelo del informante; la india pudo ser encomendada o de servicio-; nacido y criado en la estancia del mencionado Olmos. Casado con una “criolla de esta ciudad”, además vivió en San Juan -presuntamente prófugo por delitos- y a su regreso se instaló en el pueblo de San Jacinto.
Luis Ferreyra, “mulato publico” criado en la casa del mismo Joseph Clemente de Olmos, casado con una “mulata foranea del pueblo de San Jacinto”. El padre de Luis -y quizá también él- era oriundo del pueblo de Quilino y había sido criado por Olmos.
Juan Romero, “mestizo vallista” de la sierra de Catamarca, casado con una mestiza al parecer residente en San Jacinto pero no oriunda del pueblo; habían estado en la “casa de Saguión” de la familia Olmos antes de trasladarse a San Jacinto, presumiblemente por un conflicto entre su mujer y los propietarios. En este, como en otros casos, Cáceres omitió precisar los tiempos de residencia en cada uno de esos lugares.
Nicolás, mulato, “nacido y criado” en la estancia de Caminiaga, propiedad de la familia, casado con una mulata del mismo lugar.
Joseph Domingo, mulato del pueblo de Soto, casado con la hija de Felipe y de “una india del pueblo de San Jacinto, que corre por mulata, segun notoria voz”. Felipe era hijo de una india llamada Yunucha, quien “no fue del pueblo de San Antonio, y por sus malocas se vino alli, trahendo ya al dicho Phelipe, muchacho de a caballo”.
Leandro, mulato nacido y criado en el paraje de Chinsacate, casado con hermana legítima de la mujer de Joseph Domingo.
Ignacio Guzmán, indio natural del Perú, casado con la hija de Yanucha -¿la misma Yunucha antes referida?- y un “mestizo perulero”. El cuadrillero alegó no haber quemado el rancho de esta pareja, por estar asentada en tierras pertenecientes a los herederos de Joseph de Olmos, fuera del pueblo.
Francisco Estrada, mestizo cuarterón hijo de don Gregorio Estrada y una india de San Jacinto, a quien sacó del pueblo para llevarla a vivir en tierras de los Olmos, donde permanecieron con sus hijos hasta que murieron. Francisco se casó con una “mestiza cuarterona” de la jurisdicción de La Rioja. Según Cáceres, vivió la mayor parte del tiempo agregado en tierras de Joseph de Olmos y “jamas ha querido confesarse por del pueblo, ni darse a el aunque los indios lo han solicitado y procurado que se declarase por del pueblo”.32
La narración que hizo Cáceres de la genealogía y las historias de vida de los “ilegítimos” recrea vívidamente el tejido de experiencias, los estrechos vínculos de parentesco y domésticos y el filtro ideológico que nutría la construcción y el uso de las palabras indio, mestizo y criollo por parte de los vecinos que estaban en contacto cotidiano con los pueblos de indios. Las biografías trazadas por él reunían varios marcadores: fenotipo, genealogía, relaciones sociales, trayectoria social y espacial previa, origen y crianza.33 Cáceres sostenía que los únicos indios que podían reclamar derechos a las tierras eran aquellos que habían nacido de -y sido criados por- una madre india y un padre indio, también nacidos en el mismo pueblo y que siguieron residiendo en su lugar de nacimiento. Sólo aquellos que cumplían estos requisitos merecían el adjetivo de legítimos del pueblo, mientras que el resto -no sólo los de “sangre mezclada” sino incluso aquellos que eran categorizados como indios o nativos de otros pueblos de indios o “reinos”- eran agregados que merecían ser desalojados. Los vecinos y autoridades supieron hacer uso político de esta forma de concebir la genealogía, cada vez que solicitaron la expropiación y fusión de pueblos.
Espacios indígenas: movilidad y tributación
Las prácticas que sostenían la reproducción social de la población indígena nos dirigen hacia formas alternativas de interpretar su persistente auto-identificación como “indios” pertenecientes a, o “naturales de” un pueblo de indios en los registros documentales del siglo XVIII. Para explicar estas construcciones de la membresía creemos preciso atender a los patrones de movilidad de la población y recepción de foráneos -no cuando esta fue producto de los traslados hechos por los encomenderos y gobernadores sino cuando fue deliberada, resultado de una estrategia colectiva de reproducción o de la trama de vínculos dentro del mundo rural- y a otras prácticas comunales que integraban los pueblos en esas trayectorias de movilidad.
Recordemos que durante el siglo XVIII los pueblos de indios experimentaron un crecimiento demográfico importante. Gracias al estudio de Ferrero (2017) sabemos que ese crecimiento estuvo alimentado tanto por la descendencia de uniones que podríamos calificar de endogámicas, desde un estricto criterio de parentesco y residencia, como por el aporte de foráneos establecidos por distintas vías: alianzas matrimoniales con oriundos del pueblo y establecimiento de familias foráneas con anuencia de la comunidad. La autora detectó nodos de movilidad entre pueblos de indios o dentro de áreas territoriales discretas -hacia o desde parajes rurales y estancias- a fines del siglo XVIII y destacó la naturalidad con que eran percibidos estos movimientos al interior de ese espacio indígena. Uno de esos nodos precisamente conectaba al pueblo de San Antonio de Nonsacate con Soto, Pichana y San Jacinto; al parecer las relaciones de este conjunto con Nono, Quilino, Salsacate y Cosquín eran más marginales, aunque los dos primeros tenían intensas relaciones con parajes circundantes y jurisdicciones cercanas (Ferrero, 2017: 90). Este espacio se ampliaría si siguiéramos los trajines de los indios por las rutas de Córdoba, Catamarca, La Rioja, Santiago del Estero, San Juan y otros territorios que integraban las áreas de tráfico e intercambio de productos por parte de indios y campesinos (Tell, 2017a).
Las genealogías, alianzas y trayectorias de los desalojados de San Antonio de Nonsacate dan cuenta de esa habitualidad de movimientos entre pueblos de reducción, estancias privadas, parajes rurales y territorios pertenecientes a distintas jurisdicciones, conectados por relaciones de larga data entre sus poblaciones. Las parejas formadas por naturales de distintos pueblos de indios (Quilino, Soto, San Jacinto) trasladados a un tercero (San Antonio) así como los hombres, sus madres y esposas procedentes de Catamarca, La Rioja o Santiago del Estero, también dan cuenta de ese amplio espacio indígena que excedía y conectaba los pueblos de reducción. Las mujeres tomadas cautivas y trasladadas a propiedades privadas, cuyos hijos terminaron naciendo y/o residiendo en pueblos de indios, ponen de manifiesto asimismo las reconfiguraciones étnicas operadas al interior del mundo indígena.
El sostenimiento de cierta base demográfica, importante por sí misma, también se relacionaba con la necesidad de cumplir con el pago del tributo y ocupar las tierras comunales. Al pago de la tasa -que debía garantizar el reconocimiento del pueblo con sus tierras y autoridades- contribuían aquellos no nacidos en el pueblo ni descendientes de sus naturales pero que se adscribían a la comunidad. Referencias diversas permiten apreciar que era una práctica de larga data: en 1749 se hablaba de los “agregados que bienen de barias partes a yntroducirse y hacerse de encomienda”.34 Hacia fines de siglo un cura doctrinero los denominaba “taseros voluntarios”, pues hacían acuerdos reversibles que duraban el tiempo que residieran en el pueblo.35 Su reverso eran los desacuerdos entre los curacas y aquellos habitantes de sus pueblos que se negaban a ser “havidos y tenidos por indios” y a pagar la tasa (Ferrero, 2017: 124). Desde la puesta en vigencia de la Real Ordenanza de Intendentes para el Río de la Plata (en adelante ROI) de 1782 y de la Instrucción Metódica de 1784,36 en Córdoba estos taseros fueron incluidos también -negociación mediante con los capitanes recaudadores de tributo- en el padrón de tributarios y en las listas llevadas semestralmente por los capitanes recaudadores, algunos “con la venia del gobernador” (Ferrero, 2017).
La organización colectiva para el empadronamiento de indios de tasa y para el pago del tributo comenzó a delinearse en la transición de encomiendas privadas a pueblos en cabeza de la corona. Los nueve pueblos que fueron incluidos en la revisita de 1785 se habían organizado para seguir pagando el tributo, una vez que vacaron como encomiendas privadas -Cosquín, Nono, Soto, Pichana, Salsacate, San Antonio de Nonsacate, San Jacinto/ San Marcos y Quilino- a través de sus administradores o capitanes recaudadores37 (Schibli, 2016), o bien habían negociado comenzar a pagar la tasa en lugar de prestar otros servicios (La Toma).38 Con excepción de Salsacate, este conjunto persistió con sus tierras en común y sus autoridades hasta el siglo XIX. En cambio otras comunidades aún existentes en 1785, como Ministalalo, San Joseph y Santa Rosa, de las cuales no tenemos constancia documental que pagaran tributo en esa transición, no fueron visitados ese año y retuvieron sus tierras en común por pocos años más (Tell y Castro Olañeta, 2016).
Las revisitas de 1785-1786 y 1791-1792, que aplicaron por primera vez de manera sistemática en la Gobernación del Tucumán la distinción entre originarios y forasteros, habilitaron a los pueblos de indios de Córdoba a aceitar las prácticas de tributación y empadronamiento desarrolladas en esa transición. Ferrero sistematizó los pasajes de individuos entre las categorías utilizadas en dichas revisitas -“originarios y forasteros con tierras”, “forasteros sin tierras”, “mulatos”, “mestizos” y “negros”. Observó que en casi todos los pueblos de Córdoba empadronados en la primera fecha, entre 50% y 78% de su población se incluyó en la categoría de originarios y forasteros con tierras. Entre los forasteros sin tierra, negros, mulatos y mestizos,39 se incluyó un alto número de personas de origen externo. Los criterios de re-clasificación aplicados en 1792 engrosaron el grupo de los originarios, puesto que los hijos nacidos de uniones entre originarios/as y externos -revistieran como forasteros sin tierras, negros, mulatos o mestizos en la revisita de 1785- tendieron a ser re-categorizados como originarios y forasteros con tierras (Ferrero, 2017: 79-80, 95-96).
En virtud de estos y otros datos, la autora plantea la hipótesis de que los forasteros sin tierra conformaban un grupo, continuamente alimentado, de migrantes recientes cuyo origen aún se recordaba, mientras los migrantes cuyo origen no fue señalado en los padrones, o aquellos de segunda generación, fueron integrados en el núcleo de los originarios. Remarca además que esos pasajes de una categoría a otra no fueron sólo resultado de los criterios clasificatorios aplicados por los oficiales borbónicos, dentro de las posibilidades ofrecidas por la grilla de la Instrucción Metódica, sino que se relacionaron con procesos internos de las propias comunidades y sus criterios de membresía y auto-clasificación. En ese sentido, sugiere que una “lógica de la incorporación” precedía a una “lógica del origen”, e incluso era más relevante (Ferrero, 2017: 47-48, 99).
Consideramos que la adaptación a esta transición, que va de las décadas de 1740 a 1780, fue una de las claves para que muchos de los pueblos que habían persistido hasta entonces enfrentaran exitosamente las presiones de vecinos y autoridades por erradicarlos -a veces apoyados desde la gobernación intendencia, otras no tan claramente-,40 lo cual plantea, por otra parte, el interés de revisar las articulaciones políticas que dieron forma local a las políticas borbónicas.41
Las formas de registro y tributación en esa transición posibilitan leer en otra clave las biografías de los desalojados de San Antonio de Nonsacate; esto es, desde los cambios de categorías que, en la práctica y/o en los registros, sus movimientos conllevaban: de originario o natural de un pueblo de indios a forastero en otro; de criado en una estancia a forastero en un pueblo de indios; de natural de un pueblo a agregado en una estancia; de natural de un pueblo a dependiente en una estancia y a forastero en otro pueblo.
Si observamos el registro de algunos de esos individuos en censos de población, revisitas y listas de tributarios, advertiremos hasta qué punto la omisión de los tiempos de permanencia en el pueblo, en el relato del cuadrillero, y su insistencia en presentar los desplazamientos como resultado de conflictos o huidas por delitos opaca los vínculos entre poblaciones de origen y destino de los migrantes y la integración de muchos de ellos, o de sus familias, en el pueblo. Todos aquellos que aparecen en San Antonio en el censo de 1778 y las revisitas de 1785 y 1792 siguen una secuencia común. En 1778, en el padrón general de población elaborado por vecinos de cada partido Sebastián Santuchos, su hijo Julián, Francisco Estrada, Ignacio Guzmán, Juan Romero y Joseph Domingo, fueron censados como agregados a San Antonio y Luis Ferreyra como agregado a Saguión. Se les aplicó la categoría de agregado, que en ese censo distinguía a la familia que encabezaba cada unidad doméstica o estancia, sin especificar su situación tributaria. Romero, Joseph Domingo, Ferreyra y Julián Santuchos no aparecen en las revisitas. En la de 1785, Sebastián Santuchos -oriundo de San Pedro- e Ignacio Guzmán -oriundo del pueblo de Calcha, jurisdicción de Potosí- fueron inscriptos entre los forasteros sin tierras, con sus mujeres naturales del pueblo; Francisco Estrada fue inscripto entre los originarios y forasteros con tierras del común, con su mujer oriunda del pueblo de Bichigasta (La Rioja), ambos ausentes en esa jurisdicción. Estrada y Santuchos revestían como regidores del cabildo de indios. En 1792 Estrada había muerto, su viuda e hijo fueron reinscriptos como originarios. Santuchos y Guzmán continuaban como forasteros, el primero reelegido como regidor pero sus hijos casados con mujeres del pueblo -Juan de la Cruz Santuchos y Lázaro Guzmán- habían sido reubicados entre los originarios. En las listas de tributarios confeccionadas por los capitanes recaudadores que se conservan -1804 a 1809- seguían registrados Juan de la Cruz como exento y Lázaro como indio de tasa, excepto el año que ejerció como alcalde.42
Conclusión: membresía y relacionalidad
El conjunto de prácticas de integración al que nos hemos referido nos devuelven una perspectiva mucho menos estática para entender la identidad y la membresía en estas comunidades, no ligadas a una esencia o a una sustancia ni a una única forma de afiliación a la comunidad -la ascendencia biológica-, aunque los habitantes de los pueblos también estuvieran permeados por estas nociones o hicieran un uso político circunstancial de ellas. La documentación revisada y los aportes de estudios recientes no sugieren que en el interior de las reducciones la distinción entre naturales y foráneos fuera operativa en todos los órdenes de la vida comunitaria, ni que necesariamente permaneciera con el paso de las generaciones. Era posible la reversibilidad del vínculo de los foráneos con la comunidad receptora, como también el desprendimiento definitivo o transitorio de los oriundos del pueblo.
Estas prácticas -parte de la “actividad común” que constituía cotidianamente a las comunidades-43 remite más que a formas sustanciales, a construcciones relacionales de la pertenencia al pueblo de indios, a maneras de integración y ejercicio de derechos que excedían las contempladas por las leyes vigentes y las nociones hispánicas de la autoctonía. Sugieren considerar las reducciones no sólo como entidades discretas sino como puntos dentro de espacios más amplios de movilidad, donde se conectaban con estancias, parajes rurales, ciudades… en el curso de crianzas, matrimonios, trajines y conflictos. Esos movimientos, inscriptos en procesos más largos de desagregaciones y reconstituciones, desbordan los criterios de legitimidad hispanos basados en la pureza de sangre y acercan a los pueblos de Córdoba a experiencias similares en otros espacios del Virreinato, de integración de las reducciones en patrones de organización, migración, asentamiento y acceso a los recursos distintos de los planificados para la “república de indios”.44
En ese sentido, la observación de las contiendas sobre la naturaleza y legitimidad de los pueblos de indios en el siglo XVIII aporta elementos para comprender, dentro de una temporalidad más profunda, las construcciones políticas e intersubjetivas de la raza y la aboriginalidad en el presente, tan permeadas por representaciones conflictivas acerca de la autenticidad y legitimidad de quienes en Córdoba se adscriben como aborígenes comechingones (Palladino, 2012 y 2013; Stagnaro, 2013; Bompadre, 2016) y reconocen parte de su historia no sólo en los pueblos originarios de tiempos prehispánicos sino en la experiencia colonial de los pueblos de indios.