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Estudios de filosofía práctica e historia de las ideas

versión On-line ISSN 1851-9490

Estud. filos. práct. hist. ideas vol.22 no.2 Mendoza jul. 2020

 

ARTÍCULOS

“Las leyes divinas del tiempo y del espacio”. Historicismo, política y temporalidad en el discurso del joven Alberdi

"The divine laws of time and space." Historicism, politics and temporality in the speech of the young Alberdi

 

Fabio Wasserman

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)
Instituto Ravignani, Universidad de Buenos Aires

 

Recibido: 10/02/2020
Aceptado: 09/07/2020


Resumen

El trabajo reconstruye y examina la conceptualización de la temporalidad como tiempo histórico que forjaron los jóvenes románticos de la Generación del 37 y, a la vez, analiza cómo influyó en su interpretación del estado sociopolítico y en sus intervenciones en la vida pública rioplatense entre fines de la década de 1830 y comienzos de la de 1840. El foco está puesto en la obra y en la actuación de Juan Bautista Alberdi, dada la importancia y visibilidad que alcanzó en esos años y por haber sido dentro del grupo romántico quien mejor desarrolló esta novedosa concepción del tiempo de cuño historicista.

Palabras Clave: Juan B. Alberdi; Generación del 37; Historicismo; Temporalidad; Historia intelectual.

Abstract

The paper reconstructs and examines the conceptualization of temporality as historical time developed by the young romantics of the Generation of 37 and, at the same time, analyzes how it influenced their interpretation of the socio-political state and their interventions in Rioplatense public life between the late 1830s and early 1840s. The focus is on the work and performance of Juan Bautista Alberdi, given the importance and visibility he achieved in those years and for having been the one who best developed within the romantics this novel conception of historicist time.

Keywords: Juan B. Alberdi; Generation of 37; Historicism; Temporality; Intellectual History.


 

Introducción

En junio de 1837, cuando Juan Manuel de Rosas llevaba dos años de su segundo mandato como gobernador de Buenos Aires, se produjo un acontencimiento que tendría una gran importancia en la historia intelectual argentina: la inauguración del Salón Literario en la librería de Marcos Sastre (Weinberg, G. 1958). En ese marco, concebido como un espacio de sociabilidad para el debate de ideas, hicieron su presentación pública los jóvenes románticos que serían reconocidos como la Generación del 371. Tras la apertura, a cargo del anfitrión, tomaron la palabra el porteño Juan María Gutiérrez y el tucumano Juan Bautista Alberdi. Sus intervenciones, que tenían una fuerte impronta generacional, presentaban un panorama crítico del estado sociocultural rioplatense que atribuían a la herencia colonial pero también al rumbo tomado tras la revolución de independencia (Alberdi, J. 1958, 125-134; Gutiérrez, J. 1958, 135-149).

Estos discursos provocaron reacciones negativas tanto entre los políticos y letrados rosistas como entre los unitarios exiliados en Montevideo e, incluso, entre algunos compañeros de generación que no acordaban con la valoración que hacía Gutiérrez de la lengua española o desconfiaban de que la empresa de Sastre pudiera prosperar dada la heterogeneidad de sus miembros. El discurso de Alberdi también fue criticado por su carácter incomprensible, tal como se lo hizo notar el unitario Florencio Varela en una carta a Gutiérrez2. Alberdi no debió haberse sorprendido por estos comentarios. Al comenzar su exposición había advertido que en un discurso conciso no podía desarrollar los antecedentes históricos y filosóficos necesarios para que pudieran comprenderse cabalmente sus ideas, por lo que se ofrecía a dar mayores explicaciones en caso de ser requeridas. Sabía asimismo que en breve se publicaría el Fragmento preliminar al estudio del Derecho, un libro en el que desarrollaba algunos de sus argumentos con mayor amplitud, y a cuyo extenso Prefacio le añadiría algunas notas en las que se hacía cargo de las críticas recibidas (Alberdi, J. 1984). Sin embargo, el libro no sólo no contribuyó a que sus ideas pudieran ser comprendidas por sus lectores, sino que también daría lugar a muy diversas interpretaciones sobre su contenido y su sentido (Grinberg, R. 1984, 11-104; Palti, E., 2009, 29-53).

La incomprensión y el rechazo de sus contemporáneos pueden atribuirse a varias razones. En primer lugar, al uso de una jerga novedosa, tal como lo dio a entender un artículo publicado en la prensa rosista que satirizaba la retórica de los jóvenes por estar plagada de galicismos3. En segundo lugar, y tal como evidenciaba ese mismo artículo, a su desenfadada presentación como una generación dispuesta a relevar a sus mayores que hasta entonces habían ocupado el centro de la escena pública. En tercer lugar, y en esto los románticos coincidían con los federales que estaban en el poder, al hecho de plantear una crítica de las dirigencias revolucionaria y unitaria cuyo racionalismo abstracto y universalista los habría llevado a promover innovaciones que la sociedad no estaba en condiciones de asimilar. En cuarto lugar, al empleo de una argumentación intrincada basada en conceptos como razón y voluntad, y a partir de la cual Alberdi hacía una valoración del gobierno de Rosas como expresión legítima de la sociedad pero sin que terminara de quedar en claro si le daba su apoyo o no (Grinberg, R. 1984, 44; Palti, E. 2009, 37). Hay una quinta y última razón, que es la más significativa ya que le da un marco de inteligibilidad a todas las otras, y era el hecho de estar proponiendo una novedosa explicación del estado sociopolítico rioplatense en clave historicista. Esta interpretación estaba informada a su vez por una conceptualización no menos novedosa del tiempo como tiempo histórico.

El trabajo se propone reconstruir esa concepción del tiempo a partir del examen de algunos escritos juveniles de Alberdi y, a la vez, analizar cómo influyó en su interpretación del estado sociopolítico y en sus intervenciones en la vida pública rioplatense entre fines de la década de 1830 y comienzos de la de 18404. De ese modo, y además de permitir reexaminar dos cuestiones caras a la historia de las ideas y de la política argentina como sus diferencias con los ilustrados y los cambiantes posicionamientos de Alberdi que en pocos meses pasó de apoyar al régimen de Rosas a sumarse a las fuerzas que procuraban derrocarlo (Mayer, J. 1963, 127-176), el estudio procura contribuir al desarrollo de una problemática de gran interés e importancia pero que recién está comenzando a ser tratada por la historiografia argentina e iberoamericana: la relación entre los cambios políticos e intelectuales y las diversas formas de experimentar, representar y conceptualizar a la temporalidad (Wasserman, F. y Pimenta, J. 2015; Fernández Sebastián, J. y Wasserman, F. 2016; Wasserman, F. 2015; 2016 y 2020).

Revolución, temporalidad y cambio conceptual

Para comprender la especificidad de la interpretación que hacían los románticos rioplatenses del tiempo como tiempo histórico resulta necesario tener presente el estado de cosas previo y, en particular, el impacto provocado por la ilustración y por el proceso revolucionario en las formas de experimentar, representar y conceptualizar a la temporalidad. Dado que es una cuestión cuyo tratamiento excede las posibilidades de este artículo y que además ha sido motivo de estudios previos (Wasserman, F. 2015 y 2016), aquí sólo se recuperará una distinción analítica entre tres fenómenos que pueden llegar a confundirse cuando se examinan las relaciones entre revolución, temporalidad y cambio conceptual. El primero, cifrado en expresiones como Antiguo Régimen, tres siglos, trescientos años o nuevo orden, es la consideración de la revolución como una ruptura entre dos épocas diferenciadas por sus instituciones sociales y políticas y por los valores y principios que las informan: monarquía/república; colonia/nación; súbdito/ciudadano; despotismo/libertad; etc. El segundo es la distinción que se hacía entre esas dos épocas por tener una diversa dinámica de cambio y por plantear otra relación con el pasado y con el futuro. Mientras que la sociedad prerrevolucionaria habría tenido un carácter estático que sólo admitía cambios lentos y procuraba encontrar en el pasado la clave explicativa de los hechos del presente, la nueva era se caracterizaría por: a) la aceleración provocada por la sucesión vertiginosa de sucesos, muchos de ellos inesperados e, incluso, impensables; b) la politización del tiempo, ya que la posibilidad de intervenir en su marcha se convirtió en motivo de disputa; c) tender su mirada hacia el futuro, al producirse lo que siguiendo la propuesta del historiador alemán Reinhart Koselleck podría caracterizarse como un ensanchamiento del horizonte de expectativas y una contracción del campo de experiencia (Koselleck, R. 1993, 333-357). La distinción es clara: mientras que el primer fenómeno es la utilización de palabras, nociones o conceptos temporalizados para referirse a dos épocas que se distinguen por tener un distinto ordenamiento sociopolítico, el segundo expresa la configuración de nuevas formas de experimentar la temporalidad. Ahora bien, esto no implicó que se hubiera producido el tercero que es el que aquí nos interesa: una nueva conceptualización del tiempo.

En efecto, si bien para las sociedades iberoamericanas fue una coyuntura pródiga en innovaciones conceptuales y discursivas (Goldman, N. 2008; Fernández Sebastián, J. 2009 y 2014; Palti, E. 2007), en el marco del proceso revolucionario rioplatense no se produjo una nueva conceptualización del tiempo (Wasserman, F. 2015, 298-301). La revolución había producido una brecha entre pasado y presente que parecía irreparable, a la vez que se extendía la percepción de que los hechos se sucedían en forma cada vez más acelerada. Estos, sin embargo, siguieron procesándose en el marco de una concepción de la historia magistra vitae al igual que en otras experiencias revolucionarias contemporáneas como la francesa (Hartog, F. 2007, 112). Esa concepción se fue erosionando a medida que se extendía la certeza de que el presente no podía explicarse a partir del pasado, a la vez que se difundían interpretaciones enmarcadas en filosofías de la historia que, muchas veces solapadas con concepciones providenciales, explicaban a esos cambios como progresivos avances de la humanidad cuyo sentido estaba dado por el futuro hacia el que ésta se dirigía (Zermeño, G. 2008). Pero en lo inmediato no implicó un cambio sustancial en la forma de concebir el tiempo al que se le siguió atribuyendo un carácter universal, trascendente y externo a los procesos sociohistóricos, ya sea que se lo considerara como una categoría a priori, como un fenómeno natural o como un atributo divino.

En este punto los románticos rioplatenses plantearon una innovación conceptual decisiva al sostener que el cambio obedece a leyes que producen un movimiento histórico progresivo pero regido por una racionalidad y una temporalidad inmanentes a los sujetos sociales y, por lo tanto, diferente para cada uno de ellos. En palabras de Alberdi:

El desarrollo, señores, es el fin, la ley de toda la humanidad; pero esta ley tiene también sus leyes. Todos los pueblos se desarrollan necesariamente, pero cada uno se desarrolla a su modo (…) cada pueblo, pues, tiene y debe tener su civilización propia, que ha de tomarla en la combinación de la ley universal del desenvolvimiento humano, con sus condiciones individuales de tiempo y espacio. (Alberdi, J. 1958, 129)

De ese modo, el tiempo dejaba de ser considerado como una categoría trascendente o un fenómeno externo a los procesos sociohistóricos que permite medir y valorar el movimiento de la humanidad, tal como lo habían hecho los ilustrados, para pasar a ser concebido como una fuerza que informa a cada uno de los sujetos sociales –pueblos o naciones– y motoriza su evolución siguiendo un ritmo y un rumbo que les son propios. Desde ese punto de vista no habría por lo tanto tiempo sin sujeto, el tiempo sólo podría ser tiempo histórico, tal como lo precisó Alberdi en el Fragmento preliminar: “(…) pretender el retroceso del espíritu humano, es pretender arrollar el tiempo desenvuelto. Pero el tiempo ¿qué es, sino los acontecimientos, las instituciones, los hechos, las cosas?” (Alberdi, J. 1984, 142).

De la ilustración al romanticismo. El concepto de Progreso.

Alberdi sostenía que cada sujeto social es portador de una temporalidad inmanente que rige su curso y su ritmo y, por lo tanto, lo singulariza. Pero también entendía que cada experiencia histórica tiene una dimensión universal por lo que su desarrollo debe formar parte del movimiento general de la humanidad que tiene su propia temporalidad: “Nosotros vivimos en medio de dos revoluciones inacabadas: una nacional y política que cuenta veintisiete años, otra humana y social que principia donde muere la edad media, y cuenta trescientos años” (Alberdi, J. 1958, 137). La necesidad de tener en cuenta este doble movimiento se puede apreciar en varios pasajes del Fragmento preliminar, como el apartado que expone sus ideas sobre el Derecho. En principio sostiene que hay una movilidad indefinida de la legislación en lo que tiene de derecho positivo, que es relativo y no absoluto, y que por eso puede considerarse como “el termómetro del progreso legal de un pueblo” (Alberdi, J. 1984, 250). Pocos párrafos después critica a la Escuela Histórica de Savigny por no considerar el carácter racional, universal y filosófico que también tiene el Derecho y que es el que orienta el movimiento de la humanidad. De ese modo concluye que “El mejor partido será siempre un temperamento medio entre los extremos de la escuela histórica que ve la razón en todas partes, y la escuela filosófica que no la ve en ninguna” (Alberdi, J. 1984, 252).

Esta tensión entre lo universal y lo particular que informó el discurso de los románticos rioplatenses permite entender, al menos en parte, por qué resulta difícil precisar sus diferencias con los ilustrados expresadas, por ejemplo, en su diversa concepción de la razón, la historia, la temporalidad y el cambio (Palti, E. 2009, 34-35). En general se sostiene que los ilustrados habrían concebido una racionalidad universal que regiría el desarrollo de la humanidad desconociendo las particularidades de cada sociedad, mientras que los románticos habrían concebido leyes particulares que regirían el desarrollo de cada pueblo o nación. Con lo cual, para explicar las diversas posiciones de Alberdi en uno u otro sentido, se recurre a dos tipos de explicaciones. La primera, de carácter ético político, le atribuye una suerte de oportunismo que lo habría llevado a invocar una concepción historicista nacionalista al apoyar a Rosas en 1837 y una iluminista internacionalista al impulsar el bloqueo francés en 1838 (Irazusta, J. 1968, 114-174). La segunda, de carácter intelectual, sostiene que su pensamiento era ecléctico al subsistir en su historicismo un trasfondo ilustrado, tal como lo hizo Coriolano Alberini al acuñar una fórmula que sería citada en numerosas ocasiones para definir al proyecto de la Generación del 37: fines iluministas y medios historicistas5. Ahora bien, la diferencia entre los ilustrados y los románticos no radicaba en que los primeros sólo pudieran concebir una racionalidad universal y los segundos sólo una particular para cada pueblo. La diferencia se debe, por un lado, a la forma de plantear su articulación, que para los románticos implicaba tener en cuenta las diversas temporalidades de cada sujeto y, por el otro, a su consideración del proceso de cambio no tanto como una ruptura radical con el pasado, sino más bien como una transformación o un cambio constante que enlaza los distintos momentos de la historia a partir del desarrollo o la evolución de fenómenos preexistentes.

Estas diferencias se pueden aclarar examinando los usos que hacían los románticos de algunos conceptos que también habían sido distintivos del discurso ilustrado como historia, razón o civilización (sobre los usos de este último en el período se puede consultar Verdo, G. 2014, 107-121). En las siguientes líneas nos detendremos en el de Progreso tomando para ello un texto cuya autoría no es de Alberdi sino de otros miembros de su generación.

El 10 de noviembre de 1842, mientras permanecían exiliados por su oposición al régimen rosista, el sanjuanino Domingo F. Sarmiento y el porteño Vicente F. López comenzaron a publicar en Santiago de Chile el diario El Progreso. Según argüían, la elección de ese título no obedecía tan sólo al hecho de ser una palabra que estaba de moda, sino a su capacidad de iluminar a todas las expresiones de la sociedad:

El progreso es una idea colosal que se ve desde todos los extremos del campo de la vida social (…) Ya sea que uno se detenga a examinar la prosperidad que empieza a germinar en nuestro afortunado país; ya sea que se fije la mente en las costumbres, las instituciones, la marcha de la civilización; ya sea en fin que la vista quiera desentrañar la escenas que nos oculta el velo del porvenir, la palabra progreso, se insinúa en el ánimo como la única que puede aplicarse a todas las faces de este prisma. (El Progreso n° 1, 1842 El destacado en el original).

El progreso era asimismo presentado como la clave explicativa del movimiento histórico orientado hacia un futuro que debía ser mejor que el presente, así como éste lo era en relación al pasado:

¿Quién es aquel que no siente que el momento en que vive hoy es preferible en bienes y goces a aquel en que sus padres vivieron? ¿Quién el que no se consuela de los males actuales con la perspectiva de un tiempo mejor todavía? (El Progreso n° 1, 1842).

Estas observaciones también podrían haber sido hechas por escritores ilustrados. Sin embargo su sentido no era el mismo, ya que los románticos habían introducido modificaciones significativas en el concepto de progreso que expresaban otra forma de comprender el cambio histórico y, por lo tanto, la temporalidad. Esta diferencia se puede apreciar en otro pasaje del artículo en el que planteaban su crítica al racionalismo materialista del siglo XVIII que

(…) en sus rencores y en su ansia de cosas nuevas, atacó con furor todo lo que existía, cebándose en delitos, injusticias, extravíos, y desaciertos a la par que despejaba el camino por donde generaciones más afortunadas marcharían a la perfección, objeto y fin del viaje de la humanidad en este mundo como lo es una mejor vida en el otro el objeto y fin del individuo (El Progreso n° 1, 1842. El destacado en el original).

Según advertían, el reformismo ilustrado había contribuido a la demolición del Antiguo Régimen favoreciendo así el progreso de la humanidad. Pero en el siglo XIX ese mismo espíritu crítico lo habría convertido en un obstáculo que impedía la consolidación de un nuevo orden social y político. Por eso, según argüían, la tarea actual debía orientarse en otra dirección, y eso implicaba una reformulación del concepto de progreso:

La doctrina del progreso se ha formulado, reconociendo como parte integrante de la vida de la humanidad, las creencias de los tiempos pasados, como que de ellas nacen las nuestras, y que de las nuestras y de aquellas se alimentarán las de las épocas venideras. Porque el progreso, como que es una progresión ascendiente, no desecha los antecedentes que la constituye (El Progreso n° 1, 1842).

Para los románticos el progreso no debía implicar la destrucción u olvido de lo antiguo para ser reemplazado por lo novedoso, moderno o civilizado, sino que expresaba y motorizaba la evolución orgánica de las sociedades a partir de la articulación de sus distintos estadios. De ahí la importancia que le atribuían al conocimiento del pasado sin el cual no se podrían entender esos procesos6.

López y Sarmiento señalaban finalmente en relación al progreso que sólo a los filósofos contemporáneos les habría estado “reservado poner este instinto al parecer vago, como la gran ley que rige los destinos de la humanidad a la par de la atracción que encadena los cuerpos celestes” (El Progreso n° 1, 1842). Este tardío descubrimiento es lo que a sus ojos justificaba –y disculpaba– los errores cometidos por la generación anterior y, a la vez, legitimaba las aspiraciones de los jóvenes para dirigir los destinos de la sociedad al ser los portadores de esa nueva clave interpretativa que también implicaba otra sensibilidad hacia el pasado.

En suma, y además de considerarlo como un valor, un emblema –y por momentos como un sujeto–, para los románticos el progreso era por sobre todas las cosas el principio, la fuerza o la ley basada en una temporalidad inmanente que motoriza el desarrollo y el movimiento continuo de la humanidad orientado hacia el futuro. Pero precisamente por su carácter inmanente, también entendían que cada sujeto –e incluso cada ente natural– posee una temporalidad intrínseca por lo que su progreso debe darse según leyes que les son propias: “Como todo en la creación, los pueblos tienen su ley de progreso y desarrollo y este desarrollo se opera por una serie indestructible de transiciones y transformaciones sucesivas” (Alberdi, J. 1984, 147). Como veremos a continuación, esto último resulta decisivo para entender la intervención de Alberdi y sus compañeros de generación en las disputas políticas e intelectuales rioplatenses.

Política, cambio social y temporalidad

Los jóvenes románticos estaban convencidos de que las reformas promovidas por el racionalismo ilustrado era una de las causas por las cuales la revolución de independencia no había logrado institucionalizar la libertad lograda por las armas. Si bien hacían una valoración positiva del proceso revolucionario por haber puesto a la América española en la senda del progreso, advertían que el costo había sido demasiado alto ya que la introducción intempestiva de cambios y reformas que la sociedad no estaba en condiciones de metabolizar había dado lugar a una dinámica que terminaría provocando la guerra civil, la anarquía y el despotismo.

Al prologar en 1842 la obra poética de Adolfo Berro que había fallecido el año anterior, el montevideano Andrés Lamas advertía, por ejemplo, que los revolucionarios no habían podido

(…) señalar el linde en que debiera contenerse el espíritu ansioso de novedades y mejoras; y dado el caso que se acertara en ello, difícil hacerlo respetar. La revolución nos había colocado sobre un plano inclinado, y el impulso fue tan vigoroso, que pasamos de un salto en política, de Saavedra a Rousseau; en filosofía del enmarañado laberinto de la teología escolástica, al materialismo de Destut de Tracy; de las religiosas meditaciones de fray Luis de Granada, a los arranques ateos y al análisis enciclopédico de Voltaire y de Holbach. Ya no fue entonces, cuestión política solamente: entraron en choque violentísimo todos los elementos sociales, y como la fuerza material es impotente para suprimir hábitos y creencias tradicionales, cumplió la revolución política en Ayacucho, dejando la social en su aurora. Los sangrientos crepúsculos de la guerra civil son una consecuencia lógica de estos antecedentes (Lamas, A. 1922, 28).

En un sentido similar se había pronunciado Alberdi cinco años antes en su discurso inaugural del Salón Literario:

Un día, señores, cuando nuestra patria inocente y pura sonreía en el seno de sus candorosas ilusiones de virilidad, de repente siente sobre su hombro una mano pesada que le obliga a dar vuelta, y se encuentra con la cara austera del Tiempo que le dice: está cerrado el día de las ilusiones; hora es de volver bajo mi cetro. Y entonces conocemos que mientras los libres del Norte y de la Francia no habían hecho más que romper las leyes frágiles de la tiranía, nosotros nos empeñábamos en violar también las leyes divinas del tiempo y del espacio. (…), el movimiento general del mundo, comprometiéndonos en su curso, nos ha obligado a empezar nuestra revolución por donde debimos terminarla: por la acción (...) De modo que nos vemos con resultados y sin principios. De aquí las numerosas anomalías de nuestra sociedad: la amalgama bizarra de elementos primitivos con formas perfectísimas; de la ignorancia de las masas con la república representativa (Alberdi, J. 1958, 130).

Si bien las apreciaciones de Lamas y Alberdi son similares, el énfasis está puesto en dos dimensiones distintas: para el tucumano el problema de fondo no era tanto la disposición subjetiva de los revolucionarios –el “espíritu ansioso de novedades y mejoras”–, como la ausencia de condiciones objetivas. Y esto se debía a que la revolución se había iniciado en la América española sin que existiera un estado social, moral e intelectual que la hubiera justificado y legitimado. A diferencia de lo sucedido en Francia y en las colonias inglesas de América del Norte, en Hispanoamérica la acción y la espada habían precedido a las ideas; la revolución material se había producido antes que la intelectual y moral. Con lo cual se habían transgredido las leyes de la historia y, por lo tanto, la temporalidad que las regía, “las leyes divinas del tiempo y del espacio”. Esa era a su juicio la razón por la cual la revolución había puesto a la sociedad “en un plano inclinado”.

Ahora bien, aunque el diagnóstico era lapidario, Alberdi confiaba en poder revertir ese estado de cosas:

(…) los resultados están dados, son indestructibles, aunque ilegítimos: existen mal, pero en fin existen. ¿Qué hay que hacer, pues, en este caso? Legitimarlos por el desarrollo del fundamento que les falta; por el desarrollo del pensamiento. Tal, señores, es la misión de las generaciones venideras; dar a la obra material de nuestros padres una base inteligente, para completar de este modo nuestro desarrollo irregular (…) (Alberdi, J. 1958, 131-132).

Era su generación la destinada a resolver ese “desarrollo irregular” en el que la espada había antecedido al pensamiento. Es por eso que cuando sostenía que “Ya es tiempo, pues, de interrogar a la filosofía la senda que la nación argentina tiene designada para caminar al fin común de la humanidad” (Alberdi, J. 1958, 132), lo que quería decir con “filosofía” era ante todo “nosotros, la generación romántica” (Dotti, J. 1990, 20).

Esta pretensión que animó las intervenciones políticas e intelectuales de la generación romántica se fundaba en dos atributos que, según creían sus miembros, la distinguía de la de sus padres que había liderado la revolución y fundado la república. El primero, de carácter etario, era consecuencia de haber nacido junto con la revolución de la que solían considerarse como una suerte de hermanos o hijos. Esto les había permitido crecer en una sociedad imbuida de valores republicanos y además los había eximido de participar en las guerras civiles por lo que podían tomar distancia de las disputas entre unitarios y federales recuperando lo mejor de cada tradición7. Pero esto era posible por el segundo de los atributos que es de orden intelectual: su convicción de contar con un sistema de creencias, una sensibilidad y un bagaje intelectual superador del racionalismo materialista y universalista que había orientado a sus mayores. Era la “filosofía de la historia”, esa “ciencia nueva”, la que les permitiría desarrollar “la teoría de la vida de un pueblo”, permitiendo por ejemplo determinar “si el estado jurídico de una sociedad, en un momento dado, es fenomenal, efímero, o está en la naturaleza necesaria de las cosas, y es el resultado normal de las condiciones de existencia de ese momento dado” (Alberdi, J. 1984, 110/1).

El desconocimiento de las leyes del progreso y de la historia tal como las concebían los románticos era lo que a su juicio habría llevado a los ilustrados a implementar cambios políticos cuyos fines podían ser loables pero que al forzar la marcha del tiempo sin considerar sus condiciones de posibilidad sólo podían provocar resultados adversos. En ese sentido Alberdi precisaba que

La democracia es, pues, como lo ha dicho Chateaubriand, la condición futura de la humanidad, y del pueblo. Pero adviértase que es la futura, y que el modo de que no sea futura, ni presente, es empeñarse en que sea presente, porque el medio más cabal de alejar un resultado, es acelerar su arribo con imprudente instancia. Difundir la civilización, es acelerar la democracia: aprender a pensar, a adquirir, a producir, es reclutarse para la democracia (Alberdi, J. B. 1984, 130).

Es por eso que sus primeras reflexiones e intervenciones públicas estuvieron orientadas a la promoción de ideas, costumbres e instituciones civilizadas o modernas que, al transformar paulatinamente a la sociedad, debían ir creando condiciones favorables para que en el futuro se pudiera establecer un orden político democrático sobre bases más sólidas y legítimas.

Ahora bien, a pesar de la dureza con la que criticaban a los ilustrados por haber introducido instituciones y costumbres para las cuales la sociedad no estaba preparada, lo cierto es que los románticos valoraban en forma positiva a las novedades, incluso las que podrían considerarse frívolas como la moda (Goldgel, V. 2013, 134-138). De hecho convirtieron a lo nuevo en una marca de identidad expresada en nociones como Joven, Juventud o Nueva Generación a las que también politizaron al crear la Asociación de la Joven Generación Argentina que, bajo la dirección del poeta Esteban Echeverría, se organizó en 1838 para agrupar a los jóvenes y, a la vez, proveer de un programa capaz de unificar a todos los actores que se oponían a Rosas.

De ese modo, a la vez que criticaban a los revolucionarios por haber querido acelerar la marcha del proceso histórico, también hacían una valoración favorable de lo nuevo, del cambio y de lo joven por considerarlos emblemas o expresiones del progreso y del futuro. Esta tensión o contradicción no la vivían como un problema, pues su convicción de ser portadores del conocimiento que permitía dilucidar las leyes que explican el estado social y político a partir de las cuales podían guiar su transformación en un sentido progresivo, era lo que a su juicio les permitía establecer qué novedades eran legítimas y, por lo tanto, cuándo y cómo debían ser alentadas o desalentadas.

Esta pretensión se fundaba a su vez en la forma en la que concebían al papel de la voluntad en el desarrollo de la historia. Si bien consideraban que tanto la humanidad como los pueblos están regidos por leyes, vale decir, por la razón, esto no implicaba un determinismo absoluto y un sometimiento ciego a las mismas. En efecto, los románticos rioplatenses concebían al hombre como un ser libre, dotado de voluntad, y, por lo tanto, con capacidad para intervenir en el mundo y transformarlo. Pero esa voluntad tampoco la creían incondicionada. Esto permite terminar de precisar cuál era su crítica y su diferencia con los ilustrados: el problema no radicaba en que éstos hubieran querido introducir novedades sino en su carácter artificial que no respetaba las “condiciones individuales de tiempo y espacio”. Para los románticos, por el contrario, sólo serían legítimas las intervenciones que expresaran y permitieran el desarrollo de fenómenos que ya existieran potencialmente o en germen en la sociedad.

El problema se suscitaba cuando debían pasar del enunciado teórico a su aplicación práctica que implicaba hacerse cargo de nuevos dilemas e interrogantes. El primero de todos, decidir quiénes debían ser los intérpretes de ese estado de cosas, era el único que tenían resuelto ya que si de algo no tenían duda era de que ese era su rol como generación. Es por eso que podían cambiar sus alianzas y posicionamientos sin afectar necesariamente sus convicciones pero tampoco el marco conceptual en el que cobraban sentido. Si las primeras intervenciones de Alberdi estuvieron animadas por su aspiración de convertirse en un guía intelectual del rosismo al que consideraba una expresión genuina del estado social rioplatense que debía ir transformándose mediante cambios socioculturales progresivos, tanto el desdén mostrado por Rosas a ese ofrecimiento como la crisis política desatada en 1838 por el bloqueo francés, la guerra civil uruguaya y la sucesión de levantamientos contra el régimen rosista, lo convencieron de la necesidad de lanzarse a la lucha política para derrocarlo. Como recordaría a fines de 1840 al hacer un balance crítico de esa experiencia en un descarnado texto que se publicaría décadas más tarde en sus Escritos Póstumos, “La juventud dejó inmediatamente la revolución inteligente, y se entregó a la revolución armada” (Alberdi, J. 1900, 435). No se habría tratado de una decisión caprichosa sino que era consecuencia de haber evaluado que estaban ante “una coyuntura feliz para hacer desaparecer un poder y un orden de cosas indestructibles para mucho tiempo en Buenos Aires por los solos elementos del país” (Alberdi, J. 1900, 449). Ese cambio abrupto no implicaba abjurar de su historicismo sino haber advertido que estaba ante un nuevo estado de cosas en el que era factible establecer una alianza entre actores locales y Francia para derrocar a Rosas al que ahora consideraba como un mero obstáculo. De ese modo, y tal como explicitó en ese escrito, la minoría culta y civilizada podría asumir su rol directriz de la sociedad poniéndole un freno a las masas ignorantes dispuestas a secundar a un tirano demagogo (Alberdi, J. 1900, 464).

Lo que no parecía tener en claro era cómo sería ese nuevo orden y, menos aún, cómo contribuiría Francia a su creación más allá del derrocamiento de Rosas, salvo en la certeza de que de ningún modo aceptarían poner en cuestión la independencia y el régimen republicano:

Cuál era la forma en que debía asistir la civilización extranjera a la organización política de la nuestra, era lo que no habíamos determinado aún con precisión: solo teníamos una concepción vaga de este designio, pero nunca habíamos pensado en los medios de hacerle efectivo. (Alberdi, J. 1900, 465).

Esto nos conduce al segundo de los interrogantes que ya había sido planteado por Alberdi en el discurso pronunciado en el Salón Literario: cuál era el destino hacia el cuál se dirigía la sociedad. Dos años más tarde, cuando ya se había marchado a Montevideo y procuraba liderar el frente antirrosista, publicó una obrita de teatro sobre la Revolución de Mayo antecedida por una dedicatoria a los revolucionarios republicanos de Río Grande del Sur que luchaban contra la monarquía brasilera, en la que se evidenciaba que seguía sin encontrar una respuesta:

Hallar la fórmula constitucional de las nuevas Repúblicas de América: –he aquí el problema político del nuevo mundo. (…) una fórmula existe necesariamente escondida en la naturaleza de las cosas, para los gobiernos Americanos que la inteligencia y la observación de nuestros legisladores deben explotar sin cesar (Alberdi, J. 1960, 13).

Y todavía seguía sin encontrarla en 1841 cuando intervino en el debate suscitado en Montevideo con motivo de un concurso literario. En esa ocasión señaló la dificultad para poder establecer qué dirección debía tomar la literatura local ya que ésta, al igual que la sociedad de la cual debía ser su expresión, aún estaba en la infancia:

Abstengámonos, pues, de sujetarle a una forma especial, porque no sabemos aún cuál será la de nuestra sociedad: la fórmula de nuestra organización social es un misterio que se oculta en los arcanos del porvenir: dejemos que la de nuestra literatura repose a su lado. Estamos en los albores de una era nueva y desconocida en los anales humanos. Todo lo que va a salir de este continente, es distinto de lo conocido hasta ahora; guardémonos de rodear la cuna de un mundo que nace, de las leyes de un mundo que se va (Alberdi, J. 1953, 85).

La postulación de la existencia de leyes que guían a los pueblos y a la humanidad hacia un destino promisorio no lo libraba por lo tanto de la incertidumbre sobre el rumbo que debía adoptarse. Lo cual implicaba una tercera cuestión que debían resolver: establecer a partir de qué condiciones presentes podía organizarse ese futuro. ¿Cómo determinar qué era legítimo y racional o ilegítimo e irracional? ¿Cómo desentrañar esa “fórmula [que] existe necesariamente escondida en la naturaleza de las cosas”?

Estos interrogantes acompañaron a Alberdi y a sus compañeros de generación durante su duro y prolongado exilio. Con el correr de los años fueron asumiendo que dar respuestas a los mismos implicaba diseñar un norte y un rumbo más precisos, tal como lo haría el propio Alberdi en Las Bases al promover una transformación radical de la sociedad a partir de la inmigración. Pero también, que para poder plasmar esos proyectos debían realizar un ejercicio permanente de interpretación atento a los actores sociopolíticos, a las relaciones de fuerza y a los intereses en juego (Halperin Donghi, T. 1982). Vale decir, y más allá de la postulación de leyes que rigen la marcha de las sociedades y al reconocimiendo de condiciones objetivas, a la política y a lo que esta tiene de indeterminación y de contingencia.

Consideraciones finales

El trabajo se propuso reconstruir y analizar la concepción del tiempo en clave historicista que a fines de la década de 1830 y comienzos de la de 1840 promovieron los jóvenes románticos rioplatenses, y en particular Juan B. Alberdi. Esta elección se debió a dos razones. En primer lugar, a que este abordaje aporta elementos que permiten reexaminar dos problemas que la historia de las ideas y de la política suelen plantear en relación al movimiento romántico rioplatense: sus diferencias con los ilustrados y sus posicionamientos políticos. En segundo lugar, a que el carácter novedoso que tuvo esta concepción inmanentista del tiempo como tiempo histórico contribuye al desarrollo de una problemática que ocupa un lugar cada vez más importante en la agenda de las ciencias humanas y sociales pero que aún tiene un escaso desarrollo en la historiografía argentina y latinoamericana: las cambiantes formas de experimentar, representar y conceptualizar a la temporalidad. En ese sentido aspiramos a que este trabajo, elaborado en diálogo y continuidad con otros anteriores (Wasserman, F., 2015 y 2016), sea seguido por otros que avancen hacia fines del siglo XIX considerando las innovaciones producidas por el positivismo, las transformaciones socioeconómias y la consolidación del Estado nacional.

Notas

1. Esta generación estuvo integrada por figuras centrales en la vida política y cultural argentina y sudamericana del siglo XIX como Juan B. Alberdi, Esteban Echeverría, Juan M. Gutiérrez, Vicente F. López, José Mármol, Domingo F. Sarmiento, Bartolomé Mitre, Félix Frías y Andrés Lamas. Dentro de la vasta bibliografía sobre la trayectoria individual y colectiva de sus miembros se destacan algunos estudios publicados en las últimas décadas que examinan su constitución como generación, sus lecturas e influencias, su actuación política y su producción intelectual (Botana, N. 1984; Halperin Donghi, T. 1982, 7-55; Myers, J. 1998 381-445; Palti, E. 2009; Terán, O. 2008, 61-108; Wasserman, F. 1997). Para una narración y un análisis de la historia política del periodo puede consultarse alguna de las obras que recogen las interpretaciones historiográficas más recientes (Goldman, N. 1998; Halperin Donghi, T 1993; Ternavasio, M. 2009).

2. “El discurso del señor Alberdi será muy bueno, o muy malo, pero yo no puedo decidirlo, porque a excepción de la idea dominante (que también es falsa) digo a usted, con la más sincera verdad, que no comprendo una sola de sus frases; no sé lo que quieren expresar, ni adonde se dirige su autor”, Florencio Varela a Juan María Gutiérrez, Montevideo, 1/8/1837 (Weinberg, G. 1958, 184-5). Alberdi recordaría en 1840 que Varela le había preguntado “sardónicamente a varias personas venidas de Buenos Aires, si era cierto que yo estaba loco” (Alberdi, J. 1900, 442).

3. El Diario de la Tarde del 2 de agosto de 1837 publicó un remitido firmado por “Un Lechuguino” que parodiaba su lenguaje utilizando expresiones como indefectibilidad, susceptibilidad, perfeccionabilidad, electricismo [sic], fastidiosibilidad, además de fustigarlos por su impertinencia al ponerse a dar lecciones siendo unos jóvenes que deberían estar en posición de alumnos y no de maestros (Weinberg, G. 1958, 55-57). Un año más tarde, el político y letrado oriental Bernardo Berro le escribía a su hermano menor Adolfo preocupado por el influjo que podían tener sobre él los románticos que dirigían la prensa de Montevideo y apoyaban al líder colorado Fructuoso Rivera. En ese sentido sentido le advertía que sus escritos se caracterizaban por “El lenguaje místico, el ruido y bambolla de las palabras, lo solemne de la proposiciones, el estilo figurado, pomposo, oscuro y misterioso; éstos son los atavíos con que disfrazan las contradicciones más repugnantes y las máximas y principios más escandalosos que hasta ahora hemos visto por acá”. Bernardo Berro a Adolfo Berro, Minas, 22/11/1838 (Berro, B. 1966, 68).

4. Por razones de espacio no se examinarán las fuentes europeas a partir de las cuales dio forma a esta concepción y que eran mayormente francesas o mediadas por autores franceses como Victor Cousin, Pierre Leroux, Eugene Lerminier y Francois Guizot (Botana, N. 1984; Herrero, A. 2004; Myers, J. 1998, 381-445).

5. “El historicismo de Alberdi toma parcialmente coloración iluminista, pero ello significa: iluminismo en los fines (ideales de Mayo), historicismo en los medios (federalismo relativo)” (Alberini. C. 1981, 103).

6. Es por eso, por ejemplo, que en respuesta al dictamen de un certamen poético celebrado en Montevideo en el que se daba a entender que no habría existido una literatura local antes de la revolución, Alberdi sostuvo la necesidad de “(…) abandonar preocupaciones pasadas de moda, y emprender seriamente el examen de los antecedentes literarios, legislativos y administrativos de nuestros tres siglos coloniales, que han dado a luz a la sociedad presente: sólo en el profundo estudio de nuestro pasado, aprenderemos a apreciar el presente y descubrir la llave del porvenir.” (Alberdi, J. 1953, 69).

7. Esta posición fue desarrollada en el apartado redactado por Alberdi que cierra el Dogma Socialista y que se titula “Abnegación de las simpatías que puedan ligarnos a las dos grandes facciones que se han disputado el poderío durante la revolución” (Echeverría, E. 1940, 219-225).

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