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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.23 no.1 Bernal ene. 2019

 

Reseñas

Anne Boyd Rioux, El legado de Mujercitas: construcción de un clásico en disputa

Magdalena Cámpora* 

*Universidad Católica Argentina / CONICET

Boyd Rioux, Anne. El legado de Mujercitas: construcción de un clásico en disputa. Buenos Aires: Ampersand, 2018. 363p.

El legado de Mujercitas de Anne Boyd Rioux aparece en las librerías argentinas en 2018, en paralelo a su lanzamiento en los Estados Unidos; esa simultaneidad no deja de llamar la atención para un libro de crítica, aun teniendo en cuenta la celebración de los 150 años de la publicación de la novela de Louisa May Alcott, en 1868. La decisión editorial de Ampersand parece apostar, por un lado, al indudable capital emocional que la novela tiene para los lectores argentinos e hispanoamericanos -al pacto emocional de una lectura unida en la infancia a las tapas amarillas de la colección Robin Hood o a las tapas rojas de la Biblioteca Billiken-. Capital extraño, si se piensa a Little Women como una obra atravesada por el puritanismo y por cierto voluntarismo sajón que llevó a Pearl Buck a definirla, en 1942, como una novela que podía “decirles a los asiáticos cómo era el pueblo estadounidense” (p. 169). Sin embargo, el texto marcó a toda una franja de lectores argentinos que hoy, melancólicamente, sabrían reconocer ese legado en cierta tonalidad afectiva que incluye altillos, manzanas, libros, el fuego del hogar, frías navidades, el pan caliente, la nieve, las ventanas, los disfraces, muchachas “que parecen potrillos”, el deseo de hermandad. La exhibición del libro de Boyd Rioux en la mayoría de las vidrieras de las librerías porteñas confirmaría esa riqueza simbólica, tal vez generacional. Un segundo punto de interés es obviamente, a la luz de la agenda política actual, la problemática de género en una novela que busca narrar la formación de la identidad femenina, pero cuyas implicaciones ideológicas siguen aún presentando, al día de hoy, zonas de opacidad. En este sentido, el libro de Boyd Rioux tiene el mérito de reconstruir la historia de un éxito y de un enigma: ¿qué es exactamente lo que Mujercitas representa?

La pregunta no es ociosa a la luz del éxito sostenido por la saga a partir de la publicación de su primera parte, Little Women, seguida por Good Wives (1869, no era el título que Alcott quería), Little Men (1871) y Jo’s Boys (1886). La expansiva popularidad de las dos primeras partes se manifiesta, tal como lo describe detenidamente Boyd Rioux, en múltiples formatos, soportes, géneros: ilustraciones, teatro, cine, series televisivas, etc. Estas transposiciones muestran, aunque sin teorización por parte de la autora, el carácter fundador en términos narratológicos de un esquema ficcional que sigue la evolución y las interacciones de cuatro mujeres con personalidades cuasi tipológicas (la obediente, la rebelde, la madre, la coqueta), cuya productividad para la industria del espectáculo sigue verificándose en series como “Sex and the City” o “Girls”. El “legado” es sin embargo un legado norteamericano y sería interesante y sin duda enriquecedor para la hipótesis general alguna evaluación de la increíble fortuna del texto más allá de los Estados Unidos. Aun así, el estudio del caso dentro de las fronteras nacionales sirve para pensar temáticas transnacionales, en particular el problema del estatuto de un libro clásico de la literatura juvenil que se queda en el margen del canon porque esos jóvenes son mujeres. A diferencia de, por ejemplo, los clásicos de Mark Twain, contemporáneo de Alcott, Little Women quedó progresivamente fuera de los contenidos curriculares de la escuela primaria y secundaria, del mismo modo en que Alcott quedó reducida a mediados del siglo XX (burlas de Hemingway, críticas de Baldwin) a un sentimentalismo empalagoso que obturaba las múltiples tensiones económicas y sociales presentes en su figura autoral, en su biografía y en su escritura. A esto se añade la altísima carga simbólica -refrendada por los muchos testimonios de escritoras que Boyd Rioux recopila, desde Beauvoir hasta Le Guin- que suponía para Alcott ofrecer, con Jo March, “la primera imagen de una mujer que escribía” (p. 175) y de ser ella misma una mujer soltera que lograba vivir de su pluma (“Muy tierno y muy hermoso, escribió Alcott tras visitar a su hermana recién casada, pero yo prefiero ser una solterona libre y remar mi propia canoa” -p. 74-).

Como suele ocurrir en estos casos, fue la intervención del campo académico lo que problematizó y reorientó una memoria parcial y automatizada que usufructuaba a Mujercitas desde la industria cultural sin desplegar los puntos ciegos de la trama, ni intentar algún tipo de lectura política sobre la condición de la mujer a partir de la historia de las hermanas March o de la propia Alcott. Una anécdota que recoge Boyd Rioux condensa perfectamente la falsedad de la situación: en la filmación de la película de 1933, George Cukor habría cacheteado a Katherine Hepburn, que tenía el rol de la indómita Jo, porque la actriz había manchado un vestido para el cual no había recambio (p. 127). A partir de los años sesenta en particular, los estudios de género y la crítica feminista buscaron discernir las implicaciones ideológicas del libro; en ese examen no hay consenso y tal como lo analiza el capítulo llamado “Un libro que divide aguas: leer Mujercitas”, las lecturas oscilan entre quienes postulan un Bildungsroman que aspira a una autonomía parcial de la mujer y quienes consideran que el texto termina favoreciendo procesos de sumisión a los mandatos genéricos tradicionales: Jo pospone su vocación de escritora, se casa, tiene hijos. De ahí que “a Mujercitas se la lee como una obra conservadora y progresista al mismo tiempo” (p. 194). La posición de Boyd Rioux al respecto intenta ser superadora y entre las aguas escépticas del feminismo y las aguas entusiastas de un supuesto espíritu de madurez idealmente norteamericano, la autora tiende puentes: “el gran tema en Mujercitas es aprender a vivir con y para otros” (p. 221), “Mujercitas no es un texto ni realista ni sentimental sino que logra ubicarse en el medio, donde la mayoría de nosotros vive, y es precisamente por eso que ha perdurado en el tiempo” (p. 203).

Buscar un punto de equilibrio entre lecturas contradictorias es la opción que elige Boyd Rioux, entre otros motivos porque intenta dotar al libro de Alcott con una utilidad directa, formativa, para el presente. Otra opción podría ser aceptar el carácter irremediablemente ambiguo del contenido ideológico del texto. Esa ambigüedad, pensamos por nuestra parte, puede ser leída como el efecto de una “narración discordante”, en el sentido que Dorrit Cohn da al término: cuando aquello que el narrador sostiene desde lo axiológico y lo normativo choca con lo que la diégesis propone, y ese desacuerdo induce al lector a buscar un sentido distinto del que marca el narrador.(1) Pues ¿cómo no leer una narración discordante en una novela donde Beth, el personaje que ama ciegamente la casa paterna, que anhela permanecer en ella sin crecer ni experimentar nada fuera de esa felicidad doméstica, es quien muere víctima de una enfermedad innombrada que la desvitaliza y la consume? ¿Cómo no ver en la muerte de Beth ese “largo suicidio” que estudiaron Susan Gilbert y Sandra Gubar, según el clásico esquema decimonónico de la “consunción”?(2) Del mismo modo podrían considerarse la capitulación de Laurie, que quería ser músico pero, en pos del deber, se hace cargo de los negocios de su abuelo el Sr. Laurence; o el consejo de Marmee, la madre, que confiesa sentir enojo todos los días de su vida, pero haber aprendido a reprimirlo con “la esperanza de aprender a no sentirlo”; o la desaparición de la figura del padre cuando cumple con el mandato de masculinidad; o aquellas escenas donde el deseo es silenciado, como cuando Laurie le propone a Jo irse a Washington. (3) La desvitalización sucede en una superestructura causal fuerte de discursos sobre la abnegación doméstica, asimilada con la maduración o -por decirlo como el doctor March a su regreso, cuando habla de Jo- con el paso de la “muchacha salvaje” a la “mujer fuerte, servicial y de buen corazón”. Ahora bien, si la novela narra el conflicto y su acallamiento, también muestra las formas desviadas de su reaparición: en la muerte de Beth, en el rechazo de Jo de casarse con Laurie, en la desdicha inicial de Meg como madre. Nada queda del todo claro; en ese sentido el subtítulo elegido para la versión en castellano del libro de Boyd Rioux -Construcción de un clásico en disputa- refleja mejor, creemos, la problemática en el corazón de Mujercitas que el título de origen del estudio: Meg, Jo, Beth, Amy: The Story of Little Women and Why it Still Matters.

Esta discordancia entre sumisión y resistencia al mandato adquiere todo su espesor cuando es leída a la luz de la fascinante primera parte del libro de Boyd Rioux, que narra la propia vida de Louisa May Alcott, y muestra cómo esa vida es el negativo de la novela. Lo que Alcott más deseaba era “un pedazo de pan en un pequeño altillo, la libertad y una pluma” (p. 26); lo que le tocó fue una juventud marcada por la pobreza, el rigorismo religioso, el desentendimiento entre sus padres, la probable anorexia que se llevó a la hermana -modelo para Beth-, las expectativas frustradas de las otras dos hermanas. Boyd Rioux narra vívidamente esa educación a los golpes, y ese relato resignifica nuestra percepción (adulta) de Mujercitas, reforzada por la precisa reproducción de fotos de los miembros de la familia Alcott. La ausencia del doctor March, enviado a la guerra, construido como héroe, se carga de vertiginoso sentido cuando se la lee desde la vida del lunar Bronson Alcott, el padre inestable, amigo de Emerson y de Thoreau, fundador de una fracasada comunidad utópica, Fruitlands, donde obligaba a las hijas a alimentarse solo con verdura y fruta, y a usar vestidos de lino en el polar invierno de Massachussets por la veneración a los animales y la aberración al algodón de la esclavitud. La descalificación del padre por sus métodos de enseñanza novedosos y por haber incorporado al colegio a un niño negro, las treinta mudanzas de la familia antes de los veinticinco años de Louisa, la dependencia de la ayuda ajena que las humillaba, el sufrimiento de la madre: esas son algunas de las escenas que aparecen transfiguradas en la serie novelesca de Little Women y -antes- en las historias gore, sensacionalistas y sangrientas, que la joven Alcott publicaba con seudónimo en revistas populares, en las que retrataba al matrimonio como una prisión para la mujer.(4) Desde Plumfield, la idílica y exitosa escuela que fundan Jo y su marido el profesor Bhaer, contracara de Fruitlands, hasta la generosa filantropía del señor Lawrence, pasando por la omisión de la figura paterna, idealizada a ultranza pero borrada del mundo tangible de las hermanas March: las referencias biográficas sublimadas también parecen estar en el origen de la disonancia ideológica, al tiempo que funcionan como fábula sobre la capacidad sanadora, o compensatoria, de la escritura.

Los puntos de resistencia de la trama no pasaron desapercibidos para sus primeros lectores, quienes buscaron corregir o reorientar aquellas escenas que les resultaban insatisfactorias. Alcott no quería que Jo se casara, quería que fuera, como ella, una escritora célibe, en un gesto -cabe señalarlo- no distinto del que observa Said en escritores varones que estaban produciendo para la misma época, como Balzac o Flaubert.(5) Sin embargo, la presión del sistema, las infinitas cartas de lectores entre la primera y la segunda parte, los pedidos de su editor y el propio carácter conservador que pueden llegar a tener ciertos aparatos editoriales, impusieron una dinámica comercial que Alcott aceptó a regañadientes, y que impuso títulos como Good Wives, or Little Women Wedded, con el que se conoce la segunda parte. Notemos por nuestro lado que la recepción editorial argentina siguió la misma tendencia con títulos como Señoritas y Las Mujercitas se casan, con las inolvidables ilustraciones de Pablo Pereyra y de Ely Cuschie para la colección Robin Hood de editorial Acme, más afines a un fabuloso fotograma de “Lo que el viento se llevó” que a la ambigua prédica de austeridad trascendentalista de Alcott. (6) La recepción francesa fue aun más normativa y tradujo el primer libro como Les quatre filles du Docteur March (Hetzel, 1880) y el segundo como Le Docteur March marie ses filles (Hachette, 1951), reponiendo en el título la presencia del patriarca que Alcott quitaba de la novela. Del estimulante trabajo de Anne Boyd Rioux se deduce que el legado de Mujercitas, en todos sus niveles (ideológico, autoral, editorial), es en realidad un conjunto de tensiones y de problemas perfectamente reactivo para el actual laboratorio de ideas.

1 Dorrit Cohn, “Discordant Narration”, Style, vol. 34, nº 2, 2000, pp. 307-316.

2Susan Gilbert y Sandra Gubar, The Madwoman in the Attic. The Woman Writer and the Nineteenth-Century Literary Imagination, New Haven (CO),Yale University Press, p. 483.

3“Por un momento pareció que Jo iba a consentir […] Estaba cansada de ansiedades y encierro […] Sus ojos brillaron al dirigirse hacia la ventana, pero se clavaron en la vieja casa opuesta y movió la cabeza con triste decisión. “Si fuera un chico nos escaparíamos juntos y correríamos una aventura deliciosa; pero siendo una infeliz chica, debo ser prudente, portarme bien y permanecer en casa.”

4Para un preciso análisis de este aspecto de la obra de Alcott, véase Pascale Voilley, Louisa May Alcott, París, Belin, 2001, “L’œuvre au noir”, pp. 47-74.

5Edward W. Said, The World, the Text and the Critic, Cambridge [MA], Harvard University Press, 1983, pp. 16-20.

6Sobre Pablo Alejandro Pereyra y la colección Robin Hood, véase el estudio de Carlos Abraham, La editorial Acme. El sabor de la aventura, Buenos Aires, Tren en movimiento, pp. 90-93 y 95-137.

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