Introducción
El sur de la actual provincia de Santiago del Estero se configura como una subregión específica y diversa de las llanuras irrigadas por los ríos Dulce y Salado. Su historia, por otra parte, es también menos conocida que la mesopotámica, y no solamente para el tramo colonial. A pesar de su relevancia en las comunicaciones con Charcas, Santiago del Estero y Córdoba, de la celebridad del santuario de Nuestra Señora de la Consolación y de la prolongada presencia de la reducción y fuerte de Abipones, a pesar de ser un epicentro de la explotación forestal en el siglo XX, la región ha despertado poca atención académica.[1] En parte, este silencio se explica por la escasez y dispersión de las fuentes documentales –resultado de la prolongada indefinición de los límites entre Santiago y Córdoba– así como por el carácter más tardío y accidentado del poblamiento subregional.
Este trabajo se propone analizar un padrón de población de 1794 y relacionar sus datos con un corpus discreto de registros parroquiales y documentación sobre tierras. Sin embargo, nuestras preguntas sobre el poblamiento, el acceso a tierras y las relaciones sociales –así como algunas de nuestras intuiciones– apuntan a duraciones más largas, que involucran la historia regional posterior y aún situaciones del presente. Se suman, por ejemplo, a las preocupaciones de los sociólogos rurales por el actual predominio de las “explotaciones sin límites definidos” y la vigencia de las prácticas agrarias comunitarias que se les asocian, como las impulsadas desde las reservas campesinas del departamento de Ojo de Agua.[2] Se suman también a la inquietud por ciertos rasgos pluricentenarios y estructurales, comunes a toda la provincia pero acentuados en el sur, como la coexistencia entre la gran propiedad y el predominio de la pequeña producción campesina. Otras configuraciones, en cambio, ya son parte del pasado, aunque se trate de un pasado que exceda el tramo colonial. Aludimos a la fronterización de Sumampa –conocida como “Frontera de Chupilta”– durante el siglo XVIII. Las incursiones guaycurúes –que tienen momentos críticos hacia 1750 y se continuaron durante el siglo XIX– modelaron, como se verá, el poblamiento y la fisonomía de la sociedad sumampeña.
Un curato de frontera
La zona de nuestro interés se encuentra atravesada por las sierras bajas de Sumampa y Ambargasta que, prolongándose hacia Córdoba, interrumpen la monotonía de la llanura santiagueña (ver Figura 1). Sin embargo, al descender hacia el sur en dirección a la laguna de los Porongos, el cordón de Sumampa delimita un terreno plano, bien provisto de agua y muy apto para la cría de ganado mayor. Entorno de la antigua reducción de Concepción de Abipones, esta zona le proporcionó a Santiago del Estero sus mejores campos de invernada por al menos un siglo (Palomeque, 1992). Oratorio –posta, nudo comercial y viceparroquia– y el fortín de Abipones al este de la sierra y en sus inicios parte de la reducción- serán otras referencias relevantes en este trabajo.
La parroquia de Sumampa, que daba el nombre al curato, se encontraba en las cercanías de la extensa aguada de La lagunilla. Allí puede visitarse hoy el templo de Nuestra Señora de la Consolación, antaño centro de peregrinación de importancia regional y sede de populosas fiestas patronales. La llegada del ferrocarril y la organización departamental en el siglo XIX marginaron al pueblo, que perdió su lugar de cabecera en beneficio de Villa Quebrachos en 1878.
Paralelas a las sierras de Sumampa corren las de Ambargasta, que se confunden con ellas en la antigua población de Ojo de Agua. El espacio entre los dos cordones es de hasta 40 km y la configuración del flanco oriental de las de Ambargasta, más húmedo, resulta similar al de Sumampa. Ambas se hallan favorecidas por numerosas vertientes y arroyos que crecen en época de lluvia y cuentan con agua subterránea, para uso animal y humano, aprovechada por los pobladores a través de pozos. Por el contrario, el flanco occidental de las sierras de Ambargasta confina con las salinas del mismo nombre y es seco y estéril.
De esta escueta descripción, se desprenden patrones de asentamiento y formas de manejo de los recursos alternativas a las características de la mesopotamia encerrada por los ríos Dulce y Salado.[3] Las superpobladas “colmenas ruidosas” observadas por Pierre Denis (1984, p.136) en los bañados de Atamisqui, Loreto o Salavina, brillaban aquí por su ausencia: mientras en las aguadas piedemontanas se distribuían pequeñas poblaciones, en las planicies florecían grandes estancias con sus puestos –y familias– dispersos. El ganado menor era característico (y lo sigue siendo) de las zonas serranas, el mayor, predominaba en las llanuras. También la agricultura del trigo era posible en las estancias de las planicies y, en menor escala, en zonas protegidas de la sierra.
Entendemos que la baja densidad demográfica, confirmada por padrones de encomienda tempranos y por los censos coloniales de los que se hablará, se remontaba a tiempos precolombinos y que, en comparación con las mesopotámicas, las aldeas indígenas del sur santiagueño parecían poco apetecibles para las ávidas huestes hispanas. De hecho, dejando de lado el topónimo Sumampa –que ya aparece mencionado en el itinerario del oidor Matienzo de 1566– y la existencia de una heredad y viña perteneciente a un soldado de la hueste de Gerónimo de Cabrera, las referencias históricas son relativamente tardías y dispersas. Apuntan a la erección de la iglesia parroquial (circa 1630), a las leyendas en torno a la imagen allí venerada, (Ledesma, 1957; Gramajo y Martínez Moreno, 2005; Bravo y Taboada, 1944) y a la entrega de unas pocas mercedes de tierra –Ambargasta, Cantamampa, Báez, entre otras– en el siglo XVII.[4]
Hay que esperar a 1692 para contar con una primera imagen panorámica de la región, ya constituida como un curato que incluía también a Río Seco, en Córdoba. La descripción, escueta pero muy significativa, pertenece al párroco Diego Corvalán y Trejo que evaluaba la extensión de su beneficio en “30 leguas de longitud y 5 o 6 de latitud” (Larrouy, 1923 I, p.392), con tres capillas y el aludido santuario de Nuestra Señora de la Consolación.[5] En 1773, el curato fue dividido, Río Seco pasó a Córdoba y se fijaron los nuevos límites en el río Saladillo por el norte y en el de Báez por el sur, delimitando una superficie de 12.000 km2 (Gramajo y Martínez Moreno, 2005).
Corvalán y Trejo dejó también otros indicios relevantes para pensar la región y su devenir –aunque todavía conservara la sección cordobesa–. Primero y principal, la sentencia categórica acerca de la inexistencia de pueblos de indios, información que autoriza a pensar en una colonización autónoma de los repartos de encomienda y, por tanto alternativa, a la de las llanuras. Segundo, la presencia de “cincuenta estancias de españoles”. Sin olvidar la posterior reducción territorial del curato, vale destacar desde ahora este contraste entre profusión de estancias y escasez de encomiendas y mercedes. No es abusivo, en suma, considerar la hipótesis de que muchos “estancieros” fueran simples pobladores instalados en tierras ajenas o realengas, como lo habilitaba este lejano confín.
Naturalmente, las definiciones de la descripción de Corvalán y Trejo sólo tienen el valor de un primer bosquejo: la impronta fronteriza de la región, su marca más profunda y duradera, recorre los siglos XVIII y XIX, aunque con intensidades diferentes.[6] Impronta fronteriza en sentido bélico y cultural, puesto que la población y las estancias de la zona recibían de manera intermitente ataques de grupos guaycurúes, tenidos por radicalmente diversos. De todas formas, como se verá, esta caracterización involucra momentos de interacción más y menos violenta.
En efecto, según se lee en los libros de defunciones del curato de Sumampa, los momentos más álgidos de los malones mocovíes en Río Seco y en la sede parroquial tuvieron lugar en 1737 y 1738, entre 1745 y 1748 y en 1751. Además de anotar a los feligreses “que mataron los indios”, no falta en los libros una épica descripción del robo de una imagen de la Virgen del Rosario y de su rescate a cargo de los pobladores de Río Seco.[7] Tampoco están ausentes otras acotaciones, que transmiten el clima tenso de la vida de frontera: “aquí falta unas partidas que tenía en un papel suelto y en un alboroto de indios lo perdí” –decía, por ejemplo, el párroco Ávila a fines de 1745– para asentar un año después el entierro de limosna de un feligrés en reciprocidad “por ser de los que bajaron a poblar la capilla en tiempo de las invasiones de los mocovís que la despoblaron”.[8] Ahora bien, lo cierto es que, aunque sabemos con certeza que en las costas del Salado los ataques indígenas continuaron en la segunda mitad del siglo XVIII (Farberman y Ratto, 2014), las notas dramáticas en los libros parroquiales de Sumampa cesan a partir de 1751. En contraste, los malones abipones volvieron a arreciar en el siglo XIX. No sólo ameritaron la construcción de nuevos fortines, también justificaron la concesión de extensas y tardías mercedes como la del Carmen.
Cabe preguntarse, entonces, en qué medida el medio siglo de relativa paz que postulamos para la frontera de Chupilta –visible también en la expansión de la estructura eclesiástica y en el crecimiento demográfico del curato– pudo deberse al traslado de la reducción de Concepción de Abipones a las cercanías de Oratorio en 1754.[9] En efecto, aunque la mudanza no impidiera –como ya lo señalara Carina Lucaioli (2011)– los contactos entre los reducidos y los grupos de tierra adentro y tampoco las escaramuzas entre los abipones y los mieleros criollos, es posible hipotetizar la mengua en la intensidad de los ataques indígenas, incluso después de la expulsión de los ignacianos.[10] Lo confirmarían, además de dispersas observaciones sobre la relativa prosperidad económica de Sumampa en la segunda mitad del Setecientos, la sumaria de un expediente criminal que remonta el regreso del tránsito del Camino de los Porongos –que pasaba por Santa Fe y permitía ahorrarse un buen trecho de camino para llegar a Córdoba– a 1750.[11]
Destaquemos desde ahora que Concepción de Abipones, además de un dispositivo de defensa y un establecimiento religioso, conformaba, por sus buenas pasturas y su posición estratégica, un insoslayable polo de atracción regional.[12] Mientras los abipones alternaban el abandono y el regreso, numerosos forasteros –algunos provenientes de los pueblos de indios del Dulce– se “agregaban” o se instalaban de manera autónoma o para ofrecer sus servicios a los estancieros y jefes milicianos fronterizos.[13] Por otra parte, las interacciones con los guaycurúes y sus huéspedes no se terminaban en las descriptas. Un hermoso ejemplo nos lo ofrece un párroco de Sumampa que, en 1771 y lamentándose del largo viaje emprendido para confesar a una feligresa enviada “a curar entre los Indios Abipones”, había cumplido sus tareas rodeado de “la algazara de las chinuelas qe allí estaban en aquel recinto”. “En este estado nos hallamos curas, se entiende de los fronterizos, de los qe el Rey no sabe”, anotaba el sacerdote en el libro de defunciones, advirtiéndonos una vez más sobre la complejidad de las relaciones entre “bárbaros” y “cristianos” y la articulación de un ámbito peculiar, capaz de generar comensalidades como las que tanto lo alarmaban.[14]
La reducción de Abipones comenzó a perder población (y hacienda) una década antes de la expulsión, que, a todas luces, empeoró su suerte (Farberman y Ratto, 2014). Sin embargo, a principios del siglo XIX todavía mantenía su “indio capitán”,[15] más allá de que la importancia del fuerte hubiera desplazado con mucho la de la reducción. Algunos de los comandantes de Abipones gozarían de gran protagonismo en los tiempos por venir: baste recordar a Juan de Iramain, fundador de Taco Punco, a Mateo Saravia, propietario de la gigantesca merced del Carmen y suegro de Juan Felipe Ibarra, y al coronel José Ramón Cáceres y Toledo, notable local. Jefes milicianos, grandes propietarios y eventualmente financistas de los dispositivos, la influencia política de estos personajes sería determinante. Nos reservamos para el final al más conocido de aquellos hombres: Juan Felipe Ibarra, designado en 1817 por Manuel Belgrano comandante general de la frontera sur y futuro gobernador de la provincia autónoma.[16]
Para concluir esta descripción preliminar, resta reseñar el papel de los caminos de Sumampa, territorio de alta circulación a pesar de la relativa pequeñez de su población permanente. Ya el citado párroco Corvalán y Trejo había escrito que la fiesta de la Virgen de la Consolación atraía peregrinos “en romería”: bien podemos imaginarlos sumándose viandantes, mercaderes, vagabundos y traficantes de ganado, huéspedes habituales de los expedientes judiciales. Algunos de ellos emprenderían el llamado Camino de los Correos, que ceñía las sierras de Ambargasta en la travesía de treinta leguas que unía la posta del mismo nombre con la población de Ayuncha, para proseguir por Loreto hasta Santiago del Estero.[17] Otros optarían por el Camino Real, que se internaba a través del Río Seco en territorio santiagueño, pasaba por Báez, Sumampa y Oratorio y bordeaba la costa del río Dulce o, en época de inundación, por el de los Porongos, que pasaba por Santa Fe y permitía ahorrar tiempo y dinero (Rosal, 1988).[18] Por último, también la ruta señalada por Martín De Moussy, que corría a través del dorso oriental de la sierra de Sumampa, existiera probablemente desde antiguo. Era más larga, pero abundante en pastos y por ello, a mediados del siglo XIX, resultaba la preferida de las diligencias.
El curato de Sumampa a fines del siglo XVIII: subregiones, familias y categorías censales
El padrón que nos ocupará en adelante es un estado de ánimas levantado en 1794 por don Pablo Chávez, párroco de Sumampa entre 1793 y 1830.[19] Su calidad es regular –las anotaciones acusan cierta desprolijidad e incompletitud– y, por desgracia, sus datos sólo pueden cotejarse con los menos confiables de 1778 (Larrouy, 1927, II, s/p) y con un conjunto de discontinuos libros parroquiales.[20] Sin embargo, el esfuerzo de pensar la cartografía social del sur de Santiago a partir de este registro de 3014 habitantes –repartidos en 76 sitios y 489 unidades censales– sigue valiendo la pena. Se trata del único “mirador” disponible que permite contextualizar la dispersa documentación sobre tierras y -según esperamos en un futuro próximo- evaluar la información estadística del siglo XIX.[21]
Lo primero a tener en cuenta es que no todos los sitios apuntados por el censista aparecen en la cartografía histórica o actual. La inestabilidad de la toponimia es llamativa, aunque también previsible en una zona de frontera, con ciclos de abandono y repoblamiento. En segundo lugar, el párroco encontró a su paso simples caseríos, nada que se acercara a un pueblo. Maroma, el lugar con más habitantes empadronados, apenas si contaba con una cuarentena de ranchos habitados por unas pocas familias; Oratorio (San Antonio Biri), sede comercial, alojaba un centenar de almas y presumimos que eran similares las dimensiones de la sede parroquial de Sumampa, cuyo registro se ha extraviado. Para reconstruir de manera aproximativa la localización de los lugares visitados, apelamos a indicios ofrecidos por el censo –la contigüidad de los sitios– y otras fuentes –mensuras, cartografía, memoria oral–. En tercer lugar, los diferentes parajes pueden agruparse siguiendo una regionalización que, según entendemos, expresaba la división política (y, de hecho, la percepción de los lugareños) del curato a finales del siglo XVIII. Cuatro partidos existían hacia 1794, y sobre ellos se extendía la autoridad del alcalde pedáneo: Ambargasta, Sumampa, Oratorio y Reducción de indios Abipones. Esta organización nos resulta coherente más allá de los criterios geográficos y señala contrastes regionales de cierto alcance.[22]
Naturalmente, no conocemos los límites precisos de cada partido. Nuestra hipótesis es que el de Ambargasta reunía la totalidad de las aguadas de esa sierra (Oncán, Animán, Ambargasta, Savira, Calera, entre otras) y la mayor parte de las estancias situadas entre los dos cordones. De manera aproximativa, se trataría de localidades mayormente alojadas en el actual departamento santiagueño de Ojo de Agua.[23] Sumampa, en cambio, abarcaría la zona localizada a uno y otro flanco de la sierra de ese nombre. Los topónimos que pudimos hallar en la cartografía se encuentran casi todos en el departamento de Quebrachos, aunque hay excepciones como Pasaje de los Báez, el sitio (intermontano) más poblado de Sumampa. Por fin, la división entre Oratorio y Reducción es la más difusa e incierta, porque ambos partidos –situados en una llanura recorrida por el río Dulce– se encontraban igual y directamente expuestos a eventuales ataques indígenas. Quizás la diferencia más importante residía en que Oratorio alojaba dos centros comerciales y logísticos del curato –Oratorio y Saladillo–, mientras que Reducción de Abipones contenía los vestigios del antiguo establecimiento jesuítico con sus dispositivos de defensa. Entendemos que también allí se hallaban las grandes estancias que pasaron a manos privadas luego de la expulsión de los jesuitas (Maroma, Muellipunco, Rincón de Acuña y Los Cardosos, entre otras).
Cuadro 1. distribución de la población en el curato de Sumampa según el censo de 1794
Como puede apreciarse en el cuadro 1, dejando de lado el pequeño partido de Oratorio, el reparto demográfico luce bastante parejo. Sin embargo, es necesario desagregar estos datos un poco más –e integrar Oratorio y Reducción, a pesar de algunos de los contrastes citados– para comprender mejor la dinámica de cada zona.
Lo más notable es que nada menos que el 40% de la población se radicaba a fines del siglo XVIII en la zona más expuesta de la frontera. De hecho, solamente ocho de los sitios registrados contaban con más de un centenar de habitantes y cinco de ellos se localizaban en esa subregión llana y fértil, pero también inestable y que suponemos repoblada a partir de la calma de la segunda mitad del siglo. La distribución regional abonaría entonces nuestra hipótesis y confirmaría la persistencia de la atracción de la zona –intermediaria entre Santa Fe y Córdoba– a pesar de sus riesgos potenciales.[24] Tampoco es indiferente que 15 de los 38 esclavos del curato se encontraran en los partidos fronterizos, así como la mitad de la escasa docena de propietarios de esclavos.
Dicho esto, cabe preguntarse qué quedaba en 1794 de la antigua y declinante reducción jesuítica. Aunque sabemos que existió hasta el siglo XIX, lo cierto es que en el censo de Chávez resulta prácticamente invisible. Dos sitios contiguos remiten a ella: “Frontera de la reducción” y “Puestos de la reducción abajo”, con poblaciones que sumaban 123 habitantes (53 de los cuales clasificados como “indios”). Se trata de números muy pequeños, incluso en comparación con los guarismos de los padrones postjesuíticos, que darían a pensar en una inestabilidad creciente de los grupos asentados.[25] Por otra parte, entre los “indios” registrados allí, imaginamos más “cristianos viejos” –como designaba el jesuita Gandón en 1767 a los trabajadores permanentes de la reducción que venían de los pueblos del norte– que abipones, huéspedes siempre inestables.[26]
Los sitios serranos más poblados se encontraban en las zonas intermontanas, con sus potreros aptos para la cría de ganado mayor: era el caso de Potrero (Ambargasta) y de Pasaje de los Baez (Sumampa). Los asentamientos restantes –ya se tratara de las aguadas de Ambargasta como de las de la sierra de Sumampa– eran pequeños (de menos de 50 habitantes), acordes a las limitaciones ecológicas y fruto también, como en breve veremos, de la subdivisión –formal o de hecho– de las vastas mercedes de tierra iniciales.
Ahora bien, más allá de estas diferencias subregionales, fruto de circunstancias ambientales e históricas, puede decirse que, a pesar de la suerte de tregua ya descripta, la totalidad del curato acusaba los rasgos característicos de las zonas de frontera. En definitiva, ciertas operaciones militares de importancia –como la visita de Matorras o la expedición al Mesón de Fierro– de las que participaron jefes milicianos sumampeños que interactuaban estrechamente con mocovíes y abipones tuvieron lugar en la segunda mitad del siglo XVIII.[27] Como sostuviera Juan Carlos Garavaglia (1984, p.24) en un artículo señero, las zonas afectadas por las guerras de frontera erigían “una divisoria de aguas en lo social”; mientras “la sudaban los pobres”, los pudientes disfrutaban de los períodos de paz o la evadían a través de personeros; mientras “una pléyade de sargentos mayores o capitanes de vara y mostrador” exhibía sus grados y honores, una nutrida soldadesca mestiza acudía al servicio de las armas y dejaba en sus mujeres la gestión de la economía doméstica. En el Tucumán, la militarización fronteriza había propiciado también la emergencia de liderazgos locales, de un “sistema de caudillos”, anticipo de una postal mejor conocida para el siglo XIX.
El censo de 1794 permite reconocer algunas de estas improntas, mientras que otras permanecen más veladas. Ya se habló de los múltiples nombres recibidos por un mismo sitio (por ejemplo, San Antonio Biri, Muellipozo, San Martín y San Pablo resultaron ser Oratorio, El Jume, Cachi Manchín y Tanache en la cartografía y en otras fuentes) y de los que remiten a dispositivos de defensa –“El Fuerte”, en Ambargasta, “Frontera de la Reducción” y “Puestos de la Reducción Abajo” en las planicies orientales–. Por otra parte, aunque el censista omitió el grado militar de numerosos jefes de familia (sólo señaló a tres capitanes) sabemos por otros documentos que Garavaglia tendría razón también en este punto. Capitanes, tenientes, sargentos mayores pueblan las páginas de los expedientes sumampeños y, como veremos más adelante, la ubicuidad de estos jefes milicianos permite comprender tanto la historia social del curato como el acceso a tierras y la movilización de clientelas.
No obstante, la configuración fronteriza se hace visible ante todo en la misma estructura demográfica de Sumampa. Es cierto que algunos de sus rasgos también están presentes en otras regiones de Santiago. Sin embargo, destaca en el sur con mayor dramatismo la baja relación de masculinidad, (de 86,34 varones por cada 100 mujeres y de 68,9 varones por cada 100 mujeres en las cohortes de mayores de 20 años), pareja para todas las subregiones. Consistente con este panorama, el número de viudas cuadruplicaba al de viudos, la soltería femenina a la masculina y la tercera parte de las unidades censales se hallaba a cargo de mujeres, en su mayoría viudas.
La información censal restante está más abierta a la interpretación. En particular, nos interesa recuperar dos conjuntos de datos: los relativos a la estructura de hogares y las clasificaciones socioétnicas. El lector cuenta a continuación con un ejemplo del registro, necesario para que se comprenda nuestra lectura (Figura 2).
Fuente: Recuperado de: https://www.familysearch.org/records/images/image-details?creator=Iglesia%20Católica.%20Nuestra%20Señora%20de%20la%20Consolación%20(Sumampa,%20Santiago%20del%20Estero)&rmsId=TH-1-12852-12723-77&imageIndex=34&singleView=true
Siguiendo el ejemplo, Muellipunco designaría un lugar o paraje –eventualmente, una estancia con ese nombre– que alojaría las 9 unidades censales diferenciadas separadas por una raya y un encabezamiento que remite a la calidad socioétnica del jefe de familia. Entendemos que, como era habitual en estos conteos, las unidades censales se correspondían con agregados domésticos y las etiquetas socioétnicas (“español”, “natural”, “indio”, “mulato”, etc.), salvo explicitación de lo contrario, se extendían al resto del grupo de parentesco.[29] Así lo haremos, con dos excepciones: la de los criados y agregados y la de los huérfanos no clasificados.
De la imagen se desprende también que la mayoría de los agregados domésticos están conectados; basta una veloz mirada de los apellidos (de los jefes de familia o de sus cónyuges) para intuirlo. De esta suerte, puede presumirse que los diversos Ulloas del registro eran parientes, que vivían cerca y, como era común en vastas regiones de Santiago del Estero, que a menudo mantenían indivisas sus tierras, compartían aguadas y monte y colaboraban en el trabajo cotidiano. Notemos también desde ahora que buena parte de estas unidades domésticas no acusan el formato típico unidad conyugal mas hijos y que más difundidas se encontraban las estructuras extensas y múltiples, con incorporación de huérfanos y agregados.
Segundo anticipo: el contraste entre una mayoría de unidades de “españoles” –pueden verse ocho esta foja– y una minoría –representada por los miembros de una sola unidad doméstica– de condición socioétnica diversa (en este caso, la “india” Francisca Abrego y, según asumimos, sus hijos). En el ejemplo, el grupo “indio” aparece como autónomo en su registro, lo que abre interrogantes acerca de sus relaciones con los “españoles” que los rodeaban.[30]
Por último, un breve comentario sobre la condición de “agregado”, aquí observable en las unidades domésticas encabezadas por Josefa y Francisca Ulloa. Cabe señalar que solamente el 8% de los registrados por Chávez fueron incluidos en tal categoría –aunque el 20% de los agregados domésticos los recibieran–. ¿Cómo leer esta participación, en apariencia baja, toda vez que el acceso campesino a tierras en Santiago del Estero ha sido estrechamente asociado a la agregaduría?.[31] Más adelante, propondremos una hipótesis al respecto.
Ahora que el lector conoce cómo entrega Chávez sus datos, profundicemos en la estructura familiar para todo el curato.[32] De lo expuesto hasta ahora –parentesco entre jefes de familia, explotación conjunta de las tierras– y de otras cuestiones que no desarrollaremos –como la precariedad de la vivienda de la mayoría, que volvía ocioso el uso de un criterio estricto de corresidencia para delimitar las unidades censales– se entiende que el mismo concepto de agregado doméstico es problemático y, en cierta medida, artificial. Sin embargo, por algún motivo, los censistas coloniales organizaban sus datos a partir de estas unidades, además de que la “casa” (término que Chávez no utiliza, pero que la disposición del padrón evoca) revestía para los actores de la época resonancias señoriales muy concretas.[33] Ya sabemos que el párroco registró 489 agregados domésticos en su recorrido. ¿Qué formas adquirían estas unidades? Las hemos clasificado –utilizando de manera muy flexible los criterios de Peter Laslett– de la manera que sigue.
Quizás el dato más llamativo que revela la tabla (y anticipamos ya) es que solamente la mitad de las estructuras familiares que resultan del censo son nucleares.[35] Es que aquí, al igual que en otros curatos santiagueños, el envejecimiento de los jefes de familia solía acompañarse de una mayor complejidad de sus hogares. El relativo abigarramiento que resulta nos brinda algún indicio de las dificultades del acceso autónomo a tierras así como de la estrechez del mercado matrimonial. En este sentido, la alta participación de estructuras extensas se deriva fundamentalmente de la permanencia de las hijas (en su mayoría solteras y con hijos) junto a sus progenitores (más habitualmente, la madre soltera o viuda).[36]
Además de la extensión (por inclusión de hermanos, nietos u otros parientes) y de la recepción de huérfanos, además de la cercanía de otros parientes, la complejización de las estructuras familiares se debía al cobijo de dependientes. ¿Quiénes eran? En nuestro análisis, dejaremos de lado a los huérfanos –que podrían o no entrar en esa categoría–, y consideraremos a los menos ambiguos agregados, esclavos, criados y peones. Previsiblemente, los agregados componían el grupo más nutrido de esta población (244 individuos, las dos terceras partes de los dependientes) y, en su mayoría, formaban familias (con frecuencia incompletas). Al igual que en el limítrofe curato de Salavina, este grupo dependiente extremaba el perfil demográfico general: lo más llamativo, en efecto, es la bajísima relación de masculinidad, de 43 varones por cada 100 mujeres (Farberman 1997). La acusada mayoría femenina seguramente limitaba la criticada movilidad de los agregados, la posibilidad de elegir un dueño al cual arrimarse, a la vez que sugiere la fragilidad de la condición.
El segundo grupo jurídicamente libre era el de criados y peones, de 37 y 13 individuos respectivamente, concentrado en un pequeño número de unidades domésticas (16 recibían criados y apenas 8 estancias registran peones). Bien sabemos que los peones eran trabajadores asalariados; “criado”, en cambio, es un término polisémico. En algunos casos, el párroco lo utilizaba para denotar la libertad jurídica de un pardo o de un mulato; en otros no hay aclaración alguna, pero siempre se remite a una condición servil (ya que los “hijos adoptivos” son especificados como tales y los jefes de familia con criados suelen ser personajes connotados).
¿Por qué motivos se acogían dependientes? Podían jugarse aquí desde estrategias de solidaridad campesina (visibles sobre todo en el caso de los agregados, huérfanos y, eventualmente, criados) hasta las necesidades de un gran estanciero de acumular trabajo en contextos de escasez. La significativa distribución a nivel subregional y entre agregados domésticos puede contribuir a develar la cuestión.
Como puede apreciarse, aunque más del 20% de los agregados domésticos recibía dependientes, el reparto no era equitativo. Casi la mitad recogía entre uno y dos individuos mientras que, a la inversa, idéntica proporción de dependientes se alojaba en solamente 21 agregados domésticos, o sea menos de la cuarta parte de los contenidos en la muestra de hogares receptores. Deberíamos también anotar un sesgo regional: la mitad de las unidades que recibían más de cinco dependientes (combinando, en general, agregados, criados y esclavos) se encontraba en la frontera de Oratorio y la Reducción. Por lo tanto, podemos adivinar aquí, especialmente en referencia a los agregados, los dos tipos de estrategias antes anunciadas: si las unidades campesinas acogían a unas pocas personas, mayormente mujeres y niños, las grandes estancias podían albergar varias familias. En contraste, criados, peones y esclavos seguían un patrón más concentrado, aunque su peso resulte menos relevante.
Resta avanzar sobre la cuestión de las etiquetas socioétnicas, siempre complejas de decodificar por encontrarse atravesadas por la subjetividad y el conocimiento local del censista. En este sentido, llama poderosamente la atención la extrema discordancia entre los datos de la síntesis de 1778 y la grilla de Chávez. Claro que no se trata de la misma población: en el ínterin, los 2.144 habitantes de 1778 eran más de 3.014 en 1794. Así y todo, asombra que para el ignoto censista de 1778 apenas el 3% de los habitantes de Sumampa fuera tenido por español, que el 5% calificara de “indio” y, sobre todo, que el 88% del padrón estuviera compuesto de afromestizos libres (los esclavos conformaban el restante 4%).[38]
Asombra puesto que la pintura de Chávez resulta casi opuesta. Si extendemos la clasificación del jefe a sus familiares, entendemos que el 83% del padrón le mereció una categoría socioétnica. Y he aquí que la etiqueta más difundida es la de “español”, asignada nada menos que al 61,7% de los habitantes.[39] Esta “prodigalidad” es compensada con una mezquina distribución del “don” (o de los equivalentes grados milicianos), tan mezquina que sólo podemos interpretar un descuido por parte del censista.
Estos datos nos interpelan sobre qué significaba ser español en 1794 y a quiénes se excluía de aquella categoría toda vez que el número de esclavos era insignificante y no existían pueblos de indios tributarios, ampliando los márgenes de ambigüedad. Dejando de lado a un buen 17% de sujetos no clasificados, los grupos “no españoles” se repartían entre “indios” (13,2%), “mestizos” (6,1%) y, en el último lugar, en franco contraste con la grilla de 1778, “pardos y mulatos” libres y esclavos (1,8%).[40] Especular sobre las clasificaciones de 1778 no tiene sentido –en rigor, ni siquiera contamos con el padrón– pero algo puede decirse sobre los criterios utilizados por Chávez –además del fenotipo, importante pero inaccesible para nosotros– en su taxonomía. Por desgracia, ni los apellidos, ni la subregión (dejando de lado a los comentados “indios” cercanos a la reducción), ni la condición de criado o agregado –que incluía también a españoles– nos sirven de indicio.[41] A falta de otras fuentes, optamos por confrontar los datos censales con los contenidos en los libros parroquiales, que separaban a los “españoles” de la “gente de servicio” (llamados en otros curatos “gente natural”). Aunque no están completos y solamente los de defunciones cubren un mismo período para los dos grupos, permiten comprobar que al menos otros tres párrocos miraron a sus feligreses con los mismos lentes de Chávez, inclinándose por un ligero predominio hispano (lo que daría a pensar que la condición de español ya no era relevante como criterio de distinción).[42]
Veamos algunos ejemplos. Entre 1716 y 1792, 363 personas fueron anotadas en el “libro de entierros de españoles” y 273 en el de la “gente de servicio”.[43] Al igual que Chávez, también los otros curas mezquinaron el “don” cuando anotaban a los “españoles” (aunque la partícula tendió a democratizarse con el correr del siglo) y algunas de sus acotaciones al margen confirmarían hispanidades que apenas arañaban la decencia (se aclara que el difunto “era pobre”, o “pobre de solemnidad” o que fue enterrado “de limosna”).[44] En cuanto a los libros destinados a la “gente de servicio”, el registro es desigual aunque, en términos generales, se detecte una mayor preocupación clasificatoria en los asientos más tempranos (en especial en los matrimonios, con la salvedad que se comentará). Los bautismos (para los que contamos con 317 registros correspondientes al período 1772-1784) nada aclaran sobre la condición socioétnica del 83% de los párvulos y las escasas clasificaciones propinadas a 29 “indios”, 13 “mulatos”, 7 “mestizos” y 5 “esclavos” y corresponden al período 1772-1775.[45] Entre las defunciones (conservadas con lagunas para el período 1716-1792) la clasificación alcanza al 42% de los registros, pero las omisiones aumentan desde 1780. Una vez más, entre la gente de servicio etiquetada, los “indios” ocupan el primer lugar (79 registros), seguidos de “mestizos” (15) y de “mulatos” y “pardos libres” (11, a los que podrían sumarse 12 esclavos). Por fin, y como anticipamos, disponemos de una serie más larga de matrimonios, que consideraremos hasta 1814, cuando Pablo Chávez dejó de llevar los libros.[46] Entre 1717 y 1814 (sin contar la extraviada década completa 1783-1793) fueron celebrados en el curato 190 matrimonios de “gente de servicio”. En pos de mantener la comparación con los libros de bautismos y defunciones, digamos que los antecesores de Chávez habían clasificado a más de la mitad de los novios y, de manera coherente con los registros de defunciones, abundaban en detalles en los registros anteriores a 1780 y con resultados similares a los que conocemos (“indios” e “indias” conformaban un buen tercio de los cónyuges, seguidos a distancia por mestizos, pardos y esclavos). Por supuesto que el matrimonio distaba de ser el sacramento más difundido en las campañas de Santiago: la serie de bautismos de gente servicio nos advierte que más del 60% de los niños fueron anotados como hijos naturales (situación que presumimos similar entre los “españoles”). De todos modos, nos interesa destacar que el censo de Chávez señalaba un cierto regreso a las clasificaciones pormenorizadas, que no se discontinuó en el siglo XIX: más de la mitad de los cónyuges de la “gente de servicio” fueron clasificados, con el previsible predominio de los “indios” (35 individuos sobre 88 registros).
Hecho este largo rodeo, volvamos al padrón de 1794 y a las jerarquías socioétnicas que denota. Una primera pregunta apunta a la relevancia de estas clasificaciones –de hecho más sociales que étnicas–. En efecto, los libros parroquiales de Sumampa eran de “gente de servicio” y no de “naturales”, como era habitual en otros curatos. ¿Podrían los párrocos estar remitiendo, desde principios del siglo XVIII, a asociaciones alternativas a las étnicas? Creemos que es lo más plausible: ser español (blanco) quizás ya supiera a poco, fuera insuficiente como criterio de distinción.
En todo caso, el denominador común más evidente de los “no españoles” parece haber sido la dependencia de muchos de ellos. Ello explica que solamente once individuos “de servicio” fueran enterrados como “pobres” (porque eran sus patrones los que pagaban por el “entierro menor”) y que se explicite en numerosos casos que tal o cual sujeto se hallaba “en poder de” o “al servicio” de un español.[47] Por último, aunque fueran numerosos los “españoles” pobres, la mayor fragilidad de la vida de la “gente de servicio” parece evidente en la mayor participación de los párvulos entre los difuntos anotados (casi el 40% entre la “gente de servicio” contra el 24% entre los “españoles”).
En conclusión: en 1794, la categoría de “español” tendería a democratizarse, quizás abarcando a buena parte de la población que, de momento, podemos considerar autónoma, en el sentido de no servil. De los atributos étnicos, en cambio, parecen ser depositarios los hombres y mujeres al servicio de otros (bien que esta dependencia podía ser reversible, como ocurría con los agregados). Suponemos que el acceso autónomo a tierras pudo ser una variable importante en la percepción lugareña de la hispanidad. Pero el censo arroja muy escasa información sobre este punto y se hace necesario acudir a otras fuentes.
Lo que el censo no dice: estructura agraria y poblamiento en Sumampa
Como se recordará, un siglo antes de que Chávez levantara su censo, el párroco Corvalán y Trejo destacaba la ausencia de pueblos de indios en el curato y su contrapartida: las “cincuenta estancias de españoles” repartidas entre Sumampa y Río Seco. Aludimos también al reparto de pocas y vastas mercedes de tierra, en diversos momentos, del siglo XVI al XIX y a la agregaduría como un mecanismo no tan extendido –al menos según los datos de 1794– de acceso a tierras. ¿Cómo hacer encajar estas contradictorias piezas en el rompecabezas?
Por ahora, sólo tenemos algunas hipótesis que, por otra parte, reconocen la diversidad subregional a la que nos referimos antes y esperan mayor investigación de archivo y sistematización. Una de ellas, ya anticipada, es que Chávez subregistrara a los agregados. Otra, que el censo sugiere y confirman fuentes más tardías, es la presencia de propiedades indivisas, pero internamente jerarquizadas: los más pobres entre los comuneros, sabemos bien, gozaban de un status similar al de los agregados.[48] En tercer lugar, se habló de un poblamiento más tardío que el de la región del Dulce, al menos considerado desde Santiago del Estero, y más discontinuo.
Algunos apellidos registrados en los libros de españoles de principios del siglo XVIII podrían remitir a un embrión de élite primitiva:[49] así, Villalba, Farías, Crespín, Baez, Acuña, Espíndola, Córdoba, Rojas o Lescano nos retrotraen al puñado de familias que legaron sus nombres a algunos sitios, dieron oficiales milicianos y alcaldes de hermandad, fundaron capillas y oratorios en sus estancias. Sin embargo, hacia 1794 estos apellidos se hallaban tan extendidos que, sumado a la omisión de distinciones como el “don” o el grado miliciano, su valor indicial se resiente: por mencionar un ejemplo, tenemos Espíndolas en el grupo de propietarios del paraje de los Guillermos, pero también entre algunos mulatos de su “gente de servicio”.
Es hora de volver al censo y, con el concurso de otras fuentes, asomarse al mundo de los propietarios, poseedores, compartes y desposeídos. Naturalmente, los primeros son los que podemos seguir con mayor facilidad e incluso resultan reconocibles algunos descendientes de quienes se afianzaron tempranamente en la región. Es el caso de los Rojas, emparentados por línea materna con los “fundadores” de Sumampa, y beneficiarios de la gran merced de Farías.[50] A fines del siglo XVIII, la realidad de esta familia rica en tierras parece más modesta que la de sus antepasados: de hecho, de los seis hogares (de “españoles”) pertenecientes a hombres y mujeres de apellido Rojas, apenas uno alojaba agregados (seis). Documentos posteriores –y el mismo censo– hablan también de la división de la antigua merced en varias estancias (Árbol Solo y Cachi Manchín, por ejemplo), más allá de que los diversos dueños compartieran aguadas y monte, como lo expresaron los descendientes de los Rojas en un acuerdo de 1839, momento en que se regularizaron los títulos del Puesto homónimo. Esta última impronta se explicita con todas las letras fines del siglo XIX, cuando algún condómino propició la mensura de la estancia: para entonces, se trataba de un “campo comunero”, destino que compartía con otras antiguas mercedes coloniales de la región.[51]
También Los Báez y los Crespín, titulares de Báez y de Tanache, hundían sus raíces en la Sumampa extensa del siglo XVII y, al igual que los Rojas, no parecen familias preeminentes en el posterior, aunque fueran poseedoras de tierras. De todos modos, como se dijo ya, la obtención de una merced sólo explica la instalación de unas pocas familias principales: la mayoría de los notables coloniales de Sumampa, entendemos, accedieron a sus estancias por vías alternativas.
Así lo había hecho el capitán Guillermo Espíndola, dueño de La Horqueta, El Agua Blanca y El Fuerte, todas ellas en la sierra de Ambargasta y, hasta donde sabemos, adquiridas por compra. En su conjunto, estas tres unidades eran reconocidas como el “paraje de los Guillermos” y, por lo menos hasta mediados del siglo XIX, los descendientes de Espíndola continuarían allí. Uno de los hijos del capitán, el sargento mayor Guillermo Gabriel, fue procesado criminalmente en 1784: sus declaraciones y las de sus vecinos y familiares iluminan –y en cierta medida matizan y contradicen– la pintura del cura Chávez. Guillermo Gabriel pertenecía sin dudas a la élite, pero su proyección local parece menor que la de su padre, artífice de un patrimonio territorial que, hasta donde sabemos, no habría de engrosarse. Los Espíndola de la segunda generación habían separado de hecho las tres estancias heredadas del capitán entre los hermanos varones. Sin embargo, la explotación era en común, participaban de la misma amplios conjuntos de parientes, agregados, indios y esclavos (que el censo sólo representa muy parcialmente) y el mismo sargento mayor vivía en La Horqueta, la estancia de su difunto hermano Josep[52] (Farberman, 2022). Cuando los bienes de Guillermo Gabriel fueron embargados en 1784, resultó que en La Horqueta se localizaban también cuatro sementeras de trigo, una pertenecía a su hijo y otra a su consuegra.[53] También el patronazgo de los dependientes era confuso: Pedro Martínez y su esposa, registrados por Chávez como peón y esclava de Guillermo Gabriel, se reconocían alternativamente como servidores del padre o del hijo (Gabriel), empadronado asimismo en La Horqueta.[54] ¿Se trataba de dependencias personales o familiares? En este caso, lo segundo parece dominar sobre lo primero.
El ejemplo de los Espíndola, no obstante, nos mantiene en el círculo de los propietarios, más allá de que una población flotante de agregados –y también de unos pocos niños esclavos– trabajaran y vivieran entre El Fuerte, El Agua Blanca y La Horqueta. Y no obstante, los propietarios de linaje y sus herederos debían conformar una exigua minoría en Sumampa. ¿Cómo rastrear el acceso a tierras de personajes menos pudientes? La denuncia de don Luis de Pereda, bisnieto del primer beneficiario de Ambargasta, nos ofrece una pequeña muestra sobre la formación de derechos (y su cuestionamiento) en esa zona serrana del oeste. Esta merced había sido concedida desde Córdoba en algún momento del siglo XVII y albergaba en su interior varias aguadas aptas para la cría.[55] En 1739, don Luis de Pereda, para entonces deán de la catedral de Córdoba, reiteró las denuncias de desalojo efectuadas años atrás por uno de sus ascendientes y consiguió el auxilio de la justicia en la concreción de acuerdos y desalojos.
¿Quiénes –desde la perspectiva del deán– usurpaban las aguadas de su merced? Personajes de muy diferente jerarquía, en cuya cima se encontraba, sin duda alguna, don José López de Velasco, vecino santiagueño y varias veces alcalde ordinario. Pretextando una concesión más tardía, tenía ocupadas a través de sus sirvientes las aguadas de Ambargasta, Portezuelo, Remanso y Animán: los reclamos del deán Pereda consiguieron la compra de la última y la liberación de las demás en reconocimiento del mejor derecho del cordobés. En cuanto al resto de los “intrusos”, se daba el caso de que –a diferencia de López de Velasco, que no exhibió nada– contaban con instrumentos para probar que no lo eran. Se trataba de escrituras extrajudiciales extendidas por señores ilustres: el maestre de campo Francisco de Barreda –fundador de la reducción de Abipones–, don Juan Ángel Días Caballero –miembro de una familia principal de Santiago del Estero–, don Sebastián Cañete –antiguo vecino de Sumampa, ya difunto en 1739– y el sargento mayor Sebastián Navarro – ya denunciado como usurpador en 1715–. Los estafados compradores –el capitán José de Acuña, al sargento mayor Domingo de Castro, al alférez Juan León, al teniente Domingo Mansilla y José de Arce, dueño ya de la estancia de Cuchillaco– bien podían ser pares y subordinados de Barreda o de Navarro, portadores de dudosas oportunidades. Dudosas porque, como anticipamos, todos los instrumentos fueron considerados inválidos y el deán Pereda hizo valer la antigüedad de su merced (y su lugar social) para defender su patrimonio. Así fue que el deán revendió a Acuña y a Arce lo que ellos creían propio y obligó al alférez Juan León a abandonar la aguada de Tacoyaco. También el teniente Domingo Mansilla, único ocupante que no disponía de papeles (salvo por un certificado de Barreda que decía haberlo “visto poblado” con los suyos en El Jume) y que se autodeclaraba “pobre sin interés alguno”, se dispuso a dejar la estancia. Sin embargo, algún arreglo tuvo lugar en el ínterin porque sus dos hijos aparecen litigando por la herencia décadas después.[56]
El ejemplo de las aguadas de Ambargasta desnuda varias cuestiones: el solapamiento de mercedes concedidas desde Santiago y desde Córdoba, la entrega de superficies inmensas a propietarios ausentistas, las espurias operaciones de compra venta –o las ocupaciones de hecho– que la ausencia de poblamiento efectivo estimulaba. Muestra también la presencia dominante de las redes milicianas en las operaciones inmobiliarias y la fragilidad de aquéllas toda vez que los beneficiarios antiguos, en particular si eran poderosos, se dispusieran a reclamar.[57]
En 1822, la estancia de Ambargasta –quizás ya limitada a la aguada de ese nombre– sería mensurada por primera vez. Lo que nos interesa destacar es que la convocatoria de colindantes dejaba expuesta la continuidad en el siglo XIX de algunas de las prácticas señaladas, así como la figura a veces difusa del agregado.[58] De los nueve vecinos que se presentaron a la citación, solamente a cuatro se los reconoció como “dueños” (uno de ellos era Gabriel Espíndola, nieto del primer Gabriel Guillermo): los restantes figuraban como “herederos”, “dueños que dicen ser”, “partes herederas”, “poseedores” y “pobladores”, todas condiciones que expresan precariedad o dudas en torno a los derechos. En algunos casos, tales dudas remitían al extravío o a la inexistencia de instrumentos; en otros, a la presunta ocupación de tierras realengas o ajenas. Por ejemplo, don Esteban Herrera y María Gerónima Córdoba, “poseedores” de Mollepozo, recibieron de los dueños de Ambargasta una “donación graciosa” de las dos cuadras que contenían sus “trabajados”, mientras que los pobladores de Los Pocitos, Narciso Sayago y Juan Andrés Acosta, ignoraban “de cuyo era” el terreno bajo sus pies.[59] En cuanto a las “partes herederas” de los Sánchez, sabemos que compartían el campo común de Intihuasi y que seguirían haciéndolo. Es altamente probable que no tuvieran papeles –como la mayoría, antes de 1839– aunque llevaran mucho tiempo en la estancia: si Chávez los hubiera registrado en su padrón, seguramente no los habría catalogado como agregados.
El último ejemplo sobre el que nos extenderemos es el de Pampa Grande, al norte de la sierra de Sumampa. Estas tierras, que habían pertenecido a los jesuitas, fueron entregadas como merced al sargento mayor José Ignacio Lascano en 1775, quien de inmediato las vendió a un tal Simón Jaime Robledo. Ni Lascano, ni Robledo eran vecinos de Sumampa. Sin embargo, la merced y la compra les permitió engrosar sus patrimonios con tierras ya pobladas, quizás desde antiguo.[60] Fue Robledo quien se encargó –y lo fijó por escrito en el acto mismo de posesión– de que los pobladores se admitieran agregados suyos y asumieran las obligaciones que se derivaban de aquella condición
Decimos nosotros don Ramón Lascano, Santiago Almirón, Francisco Almirón, Andrés Chaparro que nos obligamos realmente y con efecto de cumplir y obedecer a don Simón Jaime de Robledo en todo lo que nos mandare en las obligaciones de estancia como dueño legítimo que lo es de esta de la Pampa Grande en virtud de concedernos la estada y vivir en sus tierras, sembrando y cultivando para la manutención de nuestras personas familias y animales y en correspondencia de su arriendo y consintiendo de estado hasta que dicho Señor tenga por conveniente.[61]
Rara vez se especificaba por escrito este tipo de contratos, aun cuando ninguno de los flamantes agregados supiera firmar. En todo caso, cuando en 1782 Pampa Grande fue vendida a Casimiro Olivera –otro propietario ausentista que residía en Córdoba– parte de los antiguos agregados se quedaron, otros nuevos vinieron a sumarse y todos reiteraron sus derechos y obligaciones para con el nuevo dueño de la Pampa Grande.
Casimiro Olivera traspasó Pampa Grande a su hijo Isidro quien, en 1816, se la vendió a nuestro familiar Pablo Chávez. Y fue entonces que la situación con agregados y vecinos se volvió más tirante: el cura no era un dueño ausentista y no disimuló sus ambiciones por extender sus dominios sobre tierras y aguas ajenas. Pampa Grande, en efecto, lindaba con las tierras de El Balde, de las que los hermanos Romano figuraban como “poseedores” ya en 1782. En ocasión de la mensura, ordenada por Chávez ni bien concretó la compra, Pedro y Clemente Romano salieron a cuestionar los nuevos linderos que, clamaban, avanzaban sobre los de El Balde. Mientras esto ocurría, el párroco “limpiaba” de intrusos la Pampa Grande, otorgándoles a los pobladores tres días de plazo para marcharse (se exceptuaba a doña María del Rosario de la Zerda, comprometida “a pagar el arrendamiento que le tengo asignado”).
Sin embargo, lejos de amedrentarse, los hermanos Romano continuaron desafiando a Chávez. A través de una solicitud, se presentaron como “hermanos nativos y residentes en este curato de Sumampa”, dijeron no poder trasladarse a la capital “por su notoria pobreza” y protestaron por la ocupación –activada por Chávez a través de un pariente suyo– de “un punto de los de mi pertenencia”. El mencionado “punto” coincidía con tierras que, en el pasado, los Romano le habían prestado a un tal Miguel Quirós “concediéndole la licencia por el solo tiempo que necesitare para hibernar unas mulas”.[62] Muerto Quirós, los hermanos habían tolerado la permanencia de su viuda, en un lugar que resultó ser estratégico por existir allí un pozo (cavado por Quirós) del que, también, se servían los Romano. La mensura de Pampa Grande y la presencia del pariente del párroco, por tanto, además de implicar el despojo de tierras que ya tenían dueño, trastocaban los usos consuetudinarios del agua. En palabras de los Romano, Chávez y su clan buscaban “ponernos de arrenderos” y sólo interrogando a los testigos presentes en la posesión de Casimiro Olivera podría evitarse semejante injusticia. Ya que la consulta de los instrumentos de Balde era imposible porque “como tan antiguos no existen, a los que se agrega las continuas pretensiones del bárbaro enemigo”.
Los hermanos Romano fueron intimados a desalojar el “punto” en 1820. Sin embargo, en 1831, cuando comenzó la sucesión del párroco, Clemente seguía allí. Una comisión pasó al reconocimiento de “los intrusos en dichos terrenos” y registró como tales al sargento mayor Herrera, a Agustín Márquez, doña María del Rosario Serda, a Clemente Romano y al licenciado don Pedro Machado (otro cura). Sólo habilitó a los tres primeros (además de a Pedro Lescano, “por su buena comportación”) a quedarse “en calidad de agregados en sus poblados”.
En fin, como puede apreciarse, el caso de Pampa Grande ofrece mucha tela para cortar. Se trataba de un espacio ya poblado en 1775, cuando la estancia fue concedida, y cada cambio de dueño implicó acuerdos (unidireccionales, en verdad) con sujetos a los que se quería como agregados. ¿Eran agregados también los huéspedes de los Romano (los Quirós) en El Balde? Los hermanos no lo plantearon en esos términos, aunque el “préstamo” hecho al difunto no implicara solamente la tolerancia de un vecino. El conflicto por el pozo –que los Romano terminaron perdiendo– remite a prácticas comunales y a una lógica alternativa en el uso de los recursos que en estos papeles apenas emerge.
Cerremos este apartado con la “foto” de Pampa Grande en 1794, es decir, cuando todavía pertenecía a Casimiro Olivera. Chávez empadronó allí siete familias, pero solamente unos pocos apellidos –no así los nombres– nos remiten a los agregados que se habían avenido a las condiciones del propietario cordobés. No figura Miguel Carrizo –que sabemos por otras fuentes que era el capataz– y el personaje más notable es Miguel Soberón, uno de los vecinos que reedificó el templo de la Consolación y que es registrado como dueño de dos esclavos. Desconocemos la relación entre Soberón y los Olivera; también la existente con las restantes familias de apellido Farías, de las que sólo una cobijaba tres agregados. En suma, el ejemplo de Pampa Grande refuerza nuestra hipótesis de subestimación de los dependientes en el censo, en este caso, invisibilizados por la ausencia del propietario.
Breve epílogo comparativo
En este trabajo, hemos intentado “leer” la poco conocida historia del sur de Santiago a partir de una aproximación que conjugó la “foto” de 1794 con procesos del pasado y otros por venir (de hecho, buena parte de la documentación de tierras proviene de extractos de títulos incluidos en expedientes de mensura varias décadas más tardías). La comparación, no siempre explicitada, con otra región y con otra historia –la de Los Llanos de La Rioja, que investigamos junto a Roxana Boixadós– (Boixadós y Farberman 2021), guio algunas de las preguntas y de las hipótesis aquí planteadas. Poblaciones equivalentes, similares en sus entornos serranos (aunque las “costas” llanistas sean más secas que las de Sumampa y Ambargasta) y “pintadas” por sus párrocos (aunque don Cándido Sotomayor, el riojano, resultara más obsesivo y exigente que Chávez) en el mismo momento convocaban a una perspectiva comparatista. Al igual que Chávez, también Sotomayor detectó a una primera minoría de españoles, demasiado amplia para ser una élite. Pero sobre todo, un denominador común abrazaba Los Llanos y Sumampa: la configuración de campos comuneros, aunque sólo tengamos la certeza de su preeminencia (incluso actual) para la primera región.
Desentrañar la “foto” y los procesos de Sumampa exigió también preguntarse por las diferencias entre el curato santiagueño y el riojano. En el segundo, soldados humildes recibieron mercedes de tierra (que algunos perdieron después, cuando las aguadas se valorizaron y en tres décadas la población su duplicó), estuvo ausente la situación de frontera con las sociedades indígenas y el “abigarramiento” de los grupos familiares resultó mucho mayor que en Sumampa: no conocemos otro espacio del actual interior argentino donde los agregados alcanzaran el 25% de un padrón, expresión de un “techo” ambiental que la técnica de época colonial no podía perforar.
De momento, podemos sugerir para el sur de Santiago del Estero un poblamiento tardío, debido sobre todo a sujetos pioneros –quizás de la más poblada zona del norte del río Dulce– que se instalaron en tierras que nunca les fueron concedidas. Por el contrario, estas tierras integraban amplias mercedes o seguían siendo realengas y, de acuerdo al devenir de las relaciones fronterizas, disponibles para la denuncia de hombres poderosos. Entendemos que la hispanidad que Chávez adjudicó a muchos de sus feligreses revelaba que la condición socioétnica había perdido su importancia y que los lazos de dependencia estaban probablemente más difundidos de lo que el censo revela. Por último, la distribución y las características demográficas de las subregiones, así como el reparto de los dependientes registrados, serían el fruto del medio siglo de relativa paz con los grupos guaycurúes, situación que no tardaría en cambiar.