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Trabajo y sociedad

versión On-line ISSN 1514-6871

Trab. soc. vol.24 no.40 Santiago del Estero ene. 2023  Epub 01-Ene-2023

 

Dossier

Filosofía y ética del cuidado: ensayando algunos fundamentos posibles

Philosophy and ethics of care: rehearsing some possible foundations

Filosofia e ética do cuidado: ensaiando alguns fundamentos possíveis

Guillermo Matías RIVERA MATURANO*  ** 

* Profesor universitario en Filosofía, Especialista en Filosofía Política. Instituto de las Ciencias de la Rehabilitación y el Movimiento, Universidad Nacional de San Martín; Universidad Nacional de José C. Paz.

** Universidad Nacional de José C. Paz.

RESUMEN

En el presente ensayo nos proponemos reflexionar acerca de los fundamentos filosóficos del cuidado en tanto esta noción involucra más que las actividades relativas al sostenimiento y reproducción de la vida. El cuidado, entendido como un modo de ser en el mundo, implica comprender la responsabilidad entendida ésta como respuesta ante la presencia del otro que, experiencia sensible, manifiesta por una parte la vulnerabilidad y fragilidad constitutiva de todo ser humano, pero por otra parte expresa lo auténtico de la existencia: somos seres para el otro.

Palabras clave: cuidado; vulnerabilidad; responsabilidad; otro; género

ABSTRACT

In this essay we propose to reflect on the philosophical foundations of care, as this notion involves more than activities related to the maintenance and reproduction of life. Care, understood as a way of being in the world, implies understanding responsibility, understood as a response to the presence of the other who, a sensible experience, manifests on the one hand the vulnerability and fragility constitutive of every human being, but on the other hand expresses the authenticity of existence: we are beings-for-the- other.

Keywords: care; vulnerability; responsibility; other; gender

RESUMO

Neste ensaio pretendemos refletir sobre os fundamentos filosóficos do cuidado, pois essa noção envolve mais do que atividades relacionadas à manutenção e reprodução da vida. O cuidado, entendido como modo de estar no mundo, implica compreender a responsabilidade, entendida como resposta à presença do outro que, experiência sensível, manifesta por um lado a vulnerabilidade e fragilidade constitutiva de todo ser humano, mas por outro por outro lado expressa o que é autêntico na existência: somos seres para o outro.

Palavras chave: cuidado; vulnerabilidade; responsabilidade; outro; gênero

SUMARIO: Introducción 1. Los seres humanos somos animales dependientes.2. La vulnerabilidad constitutiva del ser humano 3. El rostro del otro y la responsabilidad 4. Responsabilidad y cuidado 5. La ética del cuidado 6. La crítica a las éticas liberales y el ideal de autonomía 7. Afectividad, responsabilidad, justicia y algo más 8. Género, economía y cuidado 9. Alguna reflexión final - Referencias bibliográficas

Introducción

La noción de cuidado ha tomado protagonismo en tanto expresa un conjunto de actividades y trabajos que se asignan al rol femenino en nuestras sociedades capitalistas regidas por la lógica del Mercado y la racionalidad instrumental que lo sostiene. Esta noción ha posibilitado una interesantísima construcción teórica acerca de los roles socialmente asignados a hombres y mujeres y ha sido también el sustento para repensar las normas e imposiciones sociales, particularmente a partir del desarrollo de la ética del cuidado. Entendemos, sin embargo, que esta noción es más rica y comprende más que las actividades o trabajos ya que también expresa una cualidad humana que se manifiesta ante la vulnerabilidad de nuestra vida y la mutua dependencia que tenemos los seres humanos unos de otros.

En este escrito nos proponemos ensayar una reflexión en torno al cuidado, su fundamento y por qué no debería pensarse como una actividad feminizada. La idea que orientará nuestra reflexión es que el cuidado es la expresión de nuestra subjetividad humana, una subjetividad que se constituye a partir de la fragilidad de la existencia y de una relacionalidad que se sostiene en nuestra responsabilidad para con el otro, entendida como el responder ante la presencia del otro ser humano que es, también y originariamente, una existencia frágil.

En nuestras sociedades liberales y en nuestras economías de mercado se enfatiza la autonomía y la racionalidad de los individuos, ocultando con esto que los seres humanos dependemos y requerimos de los demás para nuestro desarrollo. Esta autonomía y racionalidad se instituye como el principio que ha permitido al hombre constituir un mundo; pero precisamente la racionalidad y la autonomía se han pensado como propiedades del hombre y no de la mujer. Ahora, como el cuidado en tanto actividad no se sostiene en la racionalidad y la autonomía sino que, por el contrario, pone enevidencia que la afectividad y la vulnerabilidad son características intrínsecas de nuestra existencia, se ha configurado una representación social que adjudica esas características a lo femenino, posibilitando con esto que las prácticas del cuidado se adscriban a un rol socialmente determinado y reduciéndolas a las actividades necesarias para la reproducción de la vida. Sólo de esta manera es posible convertir el cuidado en una práctica generizada, feminizada.

Si el cuidado es, justamente, la expresión de nuestro ser en el mundo, difícilmente pueda pensarse como una actividad generizada que garantiza las condiciones de la reproducción de la vida. Por el contrario, pensar el cuidado desde la perspectiva propuesta, entendemos, podría permitirnos ir más allá y comprender lo auténtico de nuestra existencia que, más allá de las imposiciones que la actual configuración social dicta, se realiza en tanto somos seres abiertos a la trascendencia, es decir seres- para-el-otro.

1. Los seres humanos somos animales dependientes

Los seres humanos somos animales frágiles y vulnerables, desde nuestro nacimiento estamos expuestos y requerimos la atención y el cuidado de quienes nos rodean. A diferencia de muchos otros animales, nos encontramos en una indefensión total hasta pasadas varias semanas de nuestra vida. Si consideramos el complejo entramado social en que nos movemos durante nuestra existencia, la dependencia de otros seres humanos se vuelve más explícita: dependemos de una enorme cantidad de personas, la mayoría de las cuales jamás conoceremos. Para tener el alimento en nuestras mesas es necesario que se movilice una maquinaria extensa de relaciones de producción. Lo mismo sucede en relación a nuestro vestido, a nuestra vivienda, a nuestros medios de transporte, etc. Las distancias y el tiempo que nos demandan las actividades que realizamos vuelven imposible que tengamos los recursos para satisfacer por nosotros mismos nuestras propias necesidades. Por otra parte, también estamos expuestos a situaciones que manifiestan esa dependencia: el desarrollo desde nuestra niñez, la enfermedad, las lesiones, los trastornos derivados de acciones violentas o negligentes, la etapa de la vejez, etc., nos indican que, como nos dice MacIntyre, “todo individuo dependa de los demás para su supervivencia, no digamos ya para su florecimiento” (MacIntyre, 2013: 15). Esta dependencia nos ubica dentro de redes de relaciones en las que cada ser humano da y recibedependiendo de las condiciones en que se va desarrollando su existencia. Pero considero importante enfatizar lo que nos señala Virginia Held, esta dependencia pone de manifiesto “que el reclamo moral de aquellos que dependen de nosotros para el cuidado que necesitan es urgente” (Held, 2006: 10). La mutua dependencia que tenemos los seres humanos unos de otros, exige de nosotros actitudes y prácticas hacia los demás que no se inscriben simplemente en una lógica de la reciprocidad y, menos aún, en una lógica del intercambio. El hecho mismo de ser seres dependientes pone de manifiesto que hayotros seres humanos que dependen de nosotros, seres humanos cuya realización y plenificación depende de lo que hagamos para con ellos.

Nuestra condición de seres dependientes también pone en evidencia otra característicade nuestro ser en el mundo que es la relacionalidad. Es en las relaciones con los otros, sean éstos un tú o terceros, en que se construye nuestra personalidad y nuestra subjetividad. Martin Buber enfatizaba esta característica relacional como constitutiva d ser humano al hablar del entre, de aquello que sucede en el encuentro entre dos seres humanos, que manifiesta la auténtica humanidad del hombre y que no es su individualidad sino, precisamente, la relacionalidad (Buber, 2005). Esta relacionalidad característica del ser humano no se funda sólo en su condición de animal gregario, sino que es parte constitutiva de su modo de ser en el mundo. La subjetividad, lo propio del ser humano, está atravesada por la afectividad y, por eso mismo, por un ir hacia el otro, por una apertura a la trascendencia; somos seres en relación porque nuestra subjetividad está afectada y conminada por la presencia del otro, de los otros.

2. La vulnerabilidad constitutiva del ser humano

Afirmamos que somos seres vulnerables, y hemos citado algunos ejemplos de situaciones que revelan esa vulnerabilidad y que nos definen como dependientes de los otros, en una dependencia sin dudas mutua, en una inter-dependencia. Pero la vulnerabilidad en su sentido más profundo es una vulnerabilidad pre-originaria (en términos de Lévinas); analizaremos brevemente esto.

Nuestra conciencia1 es el origen de la realidad; el yo se instaura como sujeto de la realidad en tanto esta existe porque hay un sujeto, una racionalidad cognoscente que la constituye. Nuestro entendimiento, nuestra actividad cognoscente (que es expresión, precisamente, de la libertad de la conciencia) da forma al entorno volviéndolo un mundo de objetos, de útiles. Desde Descartes la conciencia, la racionalidad humana es elsustrato, el sostén y el origen del mundo externo; un mundo que se constituye a partir denuestra actividad cognoscente, y esa actividad domestica el entorno en que nos movemos para volverlo familiar, inmanente a la propia conciencia. El entorno, a partir de esta actividad originaria, deviene mundo, el campo de dominio de la conciencia. El mundo será, entonces, el horizonte de la manifestación de los objetos, que ya son inmanentes a la conciencia y por eso mismo sometidos al poder del yo.

Pero este mundo como mundo de sentido, mundo de objetos, surge a partir de una relación preoriginaria que es la relación entre los elementos y nuestra sensibilidad. El entorno, antes que podamos tomar conciencia de su existencia, nos afecta; el entorno es el pathos en que nuestra existencia (existencia material, existencia sensible) se nutre. Esta afectividad, este patetismo en que se nutre nuestra existencia es, antes de laconstitución del mundo, pasividad.

Si la conciencia origina el mundo y lo constituye, lo hace a partir de los datos aportados por la sensibilidad; una sensibilidad que se nutre de los elementos que, trascendentes a ella, la afectan. Esta relación con lo elemental es una relación que se funda en la necesidad (necesidad de alimentarse, de vivir). El yo en tanto sensibilidad descubre la alteridad de los elementos en este roce, en esta relación, y se alimenta de ellos. Este descubrir la alteridad se da en un yo que es, antes que conciencia, un cuerpo. El cuerpo es, así, la posición del yo en un mundo, la dependencia de lo exterior. “El cuerpo desnudo e indigente es el retorno mismo, irreductible a un pensamiento, de la representación como vida” (Lévinas, 2002: 146). La dependencia de los elementos, el hecho de que el yo está determinado por lo exterior a él (por lo otro), se lleva a cabo en el cuerpo. El cuerpo señala esta relación con lo exterior en un sentido de anterioridad ala conciencia. El alimentarme (nutrirme en tanto cuerpo) indica que el alimento que tomo excede la propia representación del alimento. En definitiva, es en el cuerpo que se produce la relación con lo elemental, con aquello de lo que nos nutrimos; pero esta relación no es una relación querida porque es una relación que se da en la afectividad, en la sensibilidad y no ha sido aún domesticada por la conciencia; es una relación de la que aún no tomamos conciencia.

La sensibilidad se muestra como pura pasividad, como una pasividad más pasiva que toda pasividad (Lévinas, 2002: 59) pues en la sensibilidad de nuestro cuerpo encarne viva estamos expuestos y vulnerables al entorno. Hablamos aquí de pasividad y vulnerabilidad en un sentido pre-originario porque el entorno nos afecta, como dijimos, antes que podamos tomar conciencia de esa afectación. El tomar conciencia se produce en una demora temporal entre la sensibilidad y el entendimiento y en esa demora se entrevé la posibilidad de que, más acá del mundo de la conciencia, se revele una presencia que sin ser presente (el presente de la representación) nos afecte y nos exponga ante su propia vulnerabilidad. Porque la pasividad y la afectividad de la sensibilidad expone la subjetividad a la vulnerabilidad y en esa exposición la subjetividad se descubre a sí misma en su apertura a la trascendencia; es decir que la subjetividad lleva implícita la “incapacidad de encerrarse en su interior” (Lévinas, 2005: 121).

Resumiendo, aunque el mundo se manifiesta como mundo de la conciencia, aunque la conciencia se presenta como origen, sujeto de ese mundo porque el sentido del mundoes donado por la conciencia; antes que la conciencia done el sentido, antes que tome conciencia de la exterioridad del mundo y lo constituya, la sensibilidad y la materialidad de nuestra existencia corporal ha sido afectada y descubierta en su pasividad y vulnerabilidad. La sensibilidad, existencia pasiva y vulnerable, que es afectividad, manifiesta un antes del origen que es el fundamento último de nuestra existencia en el mundo. Si lo que nos define en relación con el mundo es nuestra conciencia (ser origen, arché), lo que constituye nuestra subjetividad y nos revela la unicidad de nuestra propia existencia es esa vulnerabilidad pre-originaria.

3. El rostro del otro y la responsabilidad

Nuestro cuerpo, nuestra sensibilidad que es pura pasividad, se nutre de los elementos. En este sentido, el elemento es indeterminación, pero una indeterminación que se determina a partir del libre acto de nuestra conciencia, a partir de la actividad cognoscente. Este determinarse transforma el entorno en mundo, y el mundo se vuelve posesión de la conciencia. La trascendencia de los elementos se domestica (como señalamos arriba) y se vuelve inmanente. El mundo se vuelve así el horizonte de sentido en que se manifiestan los objetos, objetos que son en definitiva útiles, instrumentos. Sin embargo, “entre los entes o cosas que aparecen en el mundo, que se manifiestan en el sistema junto a los instrumentos, hay uno absolutamente sui generis, distinto a todos los demás. Junto a las montañas, los valles y los ríos; junto a las mesas, martillos y máquinas, irrumpe cotidianamente en nuestro entorno el rostro de otros hombres” (Dussel, 2011: 57).

El otro se revela en su rostro, revelación que nos indica su no pertenencia al mundo, su desfase respecto de las estructuras de la conciencia. Es cierto que el rostro del otro se manifiesta, irrumpe, se revela dentro del mundo; pero no viene del mundo. El rostro trasciende la inmanencia del otro como objeto de mi percepción; en este sentido Lévinas (2002) afirma que el rostro está presente en su negación a ser contenido, el rostro mienta la trascendencia del otro cuya alteridad no es relativa como la alteridad de los objetos del mundo; el otro es extranjero, viene de fuera del mundo. Está fuera de mi mundo en tanto que no se presenta como un objeto más del mundo, como un dato asequible a la conciencia; su manifestación apunta a una alteridad tal que es irreductible a las estructuras de la conciencia; la noción de rostro designa, precisamente, esta irreductibilidad. El rostro se expresa como una trascendencia que es “su ausencia de este mundo en el que entra, el destierro de un ser, su condición de extranjero, de despojado ode proletario” (Lévinas, 2002: 98). La trascendencia del rostro indica su extranjeridad respecto del mundo; esto es que la presencia del rostro, en tanto que existencia sensible, rompe con las estructuras formales bajo las que caen los objetos del mundo. El rostro, presencia del otro frente a mí, es lo in-adecuado a las estructuras de la conciencia; no se ofrece como un dato más, sino que, en su presentación, significa por sí mismo, vale decir, se expresa. La expresión del otro en su fragilidad y desnudez (esto es, en su rechazo a la forma) acusa mi poder, mi feliz posesión del mundo, pone de manifiesto la injusticia de mi libertad; su acusación pone en cuestión el mundo poseído.

La presencia del otro que se revela en su rostro se impone “más allá de la forma” (Lévinas, 2002: 213), su presencia es resistencia a la libertad de la conciencia, es negación a ser reducido a un objeto del mundo. Paradójicamente, el rostro manifiesta la total vulnerabilidad y fragilidad del otro que, existencia sensible, desnuda e indigente queda expuesta al poder de mi conciencia. Yo puedo tratar al otro como a un objeto, como a un útil; pero siempre hay algo que escapa a mi poder, y ese algo se revela en su rostro; porque el otro no es algo, es alguien (Dussel, 2011). Su presencia se revela en un ámbito que está más acá de la conciencia. Si puedo convertir al otro en un objeto, hay una excedencia en el rostro que no es otra cosa que su presencia sensible. La misma indigencia y fragilidad del rostro me interpela, también, antes de tomar conciencia de su presencia. Venir de fuera del mundo es el modo en que se presenta el rostro, interpelando mi propia subjetividad que es pasividad y vulnerabilidad; pero a la vez interpelando y cuestionando mi propia libertad.

La noción de rostro apunta a una exterioridad irreductible a la conciencia, una exterioridad que se manifiesta como trascendencia que pone al otro en una situación de asimetría. Esta asimetría indica que la exterioridad del rostro, su extranjeridad, es irreductible a una relación sincrónica, esto es, que el otro no me es contemporáneo. Lévinas (1999 ) introduce la noción de diacronía para describir esta situación de no contemporaneidad, de refracción del otro frente al tiempo de la representación, tiempo que retiene y anticipa, permitiendo así la constitución de los objetos. Pero el rostro escapa a esta temporalización; en tanto que existencia sensible se manifiesta en un tiempo anterior al de la conciencia. Esta anterioridad pone al descubierto una instancia que ya se nos insinuaba en la relación con lo elemental: la pasividad de la subjetividad respecto de aquello que lo afecta; pasividad que muestra que la subjetividad no tiene la iniciativa. Es aquí donde introducimos la idea de la responsabilidad, que describiremos ahora.

“El rostro del prójimo significa para mí una responsabilidad irrecusable que antecede a todo consentimiento libre, a todo pacto, a todo contrato” (Lévinas, 2003: 150). La responsabilidad indica que la relación con el otro se instaura por fuera de la libertad dela conciencia, libertad que tiene la iniciativa en la constitución del mundo; pero aquí, en tanto que el otro se manifiesta como una presencia que viene de fuera del mundo y, en tal sentido, como anterior a mi iniciativa, la responsabilidad significa responder por ante ese otro. Fuera de la libertad, o más acá de la misma, es decir, no-condicionada por esa libertad, en una relación en la que la expresión del otro tiene la primera palabra a partir de afectar mi subjetividad en su sensibilidad. La responsabilidad, entonces, es un modo de hacer presente un pasado que escapa al tiempo de la conciencia, pasado que se muestra en la huella dejada por el rostro. La anterioridad del rostro se muestra como pasado irrecuperable, que solamente puede volverse presente (mas no un presente para la razón representacionista) a través de mi responsabilidad, de mi respuesta ante el llamado del otro; respuesta que “no podría conceptuar ni comprender” (Lévinas, 2003: 55), en tanto que parte de una presencia invisible a la conciencia, una presencia irreductible a las estructuras de la razón.

Nos encontramos, así, con una noción de responsabilidad que remite no a la primacía del yo, de la conciencia, sino a un estatuto de pasividad que es respuesta a la afección padecida, sufrida en razón de la proximidad del otro; proximidad que señala la herida provocada en la piel por su existencia sensible, más próxima a mi carne que los objetos que se encuentran en la inmanencia de mi conciencia; proximidad que, para la razón, es infinita distancia, una proximidad inalcanzable. Pero, si la responsabilidad es el movimiento hacia el otro, y este movimiento es anterior a todo acto de la conciencia; y, si por otra parte sostenemos que la primera posición se da como cuerpo, corporeidad; afirmamos que el sujeto no es, primeramente, conciencia. La pasividad del existente respecto de la afectación por parte de la alteridad, por parte del prójimo (por la proximidad del prójimo), señala que la subjetividad “se presenta como una pasividad más pasiva que toda pasividad (…) La respuesta que es responsabilidad (responsabilidad apremiante para con el prójimo) resuena en esta pasividad” (Lévinas, 2002: 59). La subjetividad se juega, entonces, en la pasividad; ser sujeto es ser responsable ante una presencia que me demanda antes de cualquier racionalización y conceptualización. Porque la subjetividad indica esta responsabilidad en cuanto que sujeto se dice en acusativo; vale decir, ser yo es ser invocado por un rostro y responder ante esa invocación; la subjetividad no se agota en la conciencia, sino que designa el uno-para-el otro.

Señalar la responsabilidad no es otra cosa que afirmar un sujeto que es un yo con minúsculas que es invocado en su unicidad irreemplazable. La responsabilidad muestra, entonces, que el existente es un sujeto en tanto que es-para-el-otro. Pero esto no puede darse en el plano de la conciencia, plano en el que los objetos se constituyen en referencialidad a esa conciencia constituyente, y en el que la alteridad queda diluida; pero también plano en el que la sensibilidad queda reducida a un papel subsidiario. Si el rostro se me expresa desde más acá del mundo, y su expresión me conmina a la responsabilidad, la subjetividad se constituye en esta atadura: soy yo en tanto soy único e irreemplazable en mi respuesta, en mi responsabilidad para con el otro.

Esta noción de responsabilidad cobra consistencia cuando la presencia del otro irrumpe revelando la injusticia del sistema.

El otro se revela realmente como otro, en toda la acuidad de su exterioridad, cuando irrumpe como lo más extremadamente distinto, como lo no habitual o cotidiano, como lo extraordinario, lo enorme (fuera de la norma) (E. Levinas), como el pobre, el oprimido; el que a la vera del camino, fuera del sistema, muestra su rostro sufriente y sin embargo desafiante” (Dussel, 2011: 60).

El rostro del otro es provocación y juicio. La Filosofía de la Liberación ha interpretado la noción levinasiana como una noción encarnada en el pueblo y en la historia. El rostro del otro se vuelve rostro concreto. La radical exterioridad, extranjeridad y diferencia del otro respecto del yo es, fundamentalmente no-indiferencia.

Definimos la responsabilidad precisamente como la salida del sistema, como la refracción al concepto liberal del sujeto autónomo que se apega a una norma universal; porque la norma, en su universalidad, es la expresión de la totalidad, una totalidad que subsume todo bajo el poder representacionista de la conciencia. La responsabilidad es todo lo contrario: es estremecerse ante la presencia del rostro del otro, es des-centrarse, salir del sistema. “La responsabilidad es obsesión por el otro; es religación con su exterioridad” (Dussel, 2011: 76). No somos responsables ante el sistema, sino que lo somos por y ante el otro, el prójimo, próximo en una proximidad inalcanzable y asimétrica que lo eleva a una altura eminente a la vez que lo revela en su desnudez, fragilidad y vulnerabilidad.

4. Responsabilidad y cuidado

Decimos que la responsabilidad es la estructura fundamental de la subjetividad. Antes de tomar conciencia de la presencia del otro ya somos responsables por ante esa presencia. Esta presencia se revela en su radical fragilidad y vulnerabilidad de padeciente, esto es en todo su patetismo. El rostro del otro, rostro del hambriento, del enfermo, del desnudo, quiebra la paz del sistema y nos conmina a responder; la presencia del otro como excedencia, como desborde del mundo acusa la injusticia del sistema. Ante la presencia del otro yo soy responsable, conminado y demandado en mi propia mismidad de único e irreemplazable.

En nuestras sociedades configuradas por el fetiche de la mercancía, en las que prima el consumo y cuyo fundamento es el contrato establecido entre individuos atomizados y autointeresados, el rostro del otro se desvanece bajo el maquillaje del sistema. Laalteridad se encuentra despojada de su contenido más propio y la lógica del Mercado ha convertido a los otros en competidores o, en el peor de los casos, en superfluos (Arendt, 1998; 2003). El otro se vuelve objeto dentro de un mundo que está domesticado por unaracionalidad instrumental que disuelve la humanidad del hombre convirtiéndolo en un objeto intercambiable y prescindible. El rostro del otro, contenido que desborda su forma, se convierte en epifanía, en manifestación de una alteridad eminente que, más acá de la cosificación operada por la racionalidad del Mercado, pone al descubierto la injusticia y revela lo más despojado de la condición humana. El rostro del otro se vuelve concreto en quienes están fuera del sistema, en todas y todos aquellos cuyos derechos les son negados, en quienes tienen una existencia signada por la carencia.

La responsabilidad para con el otro, la obsesión que, antes de tomar conciencia de esa obsesión, sacude mi subjetividad, puede tomar diversos matices. Nuestra pretendida indiferencia de individuos autónomos es ya un movimiento de respuesta ante la presencia del rostro del otro. Pero, y aunque intentemos disimularlo y maquillarlo, el otro ya nos afectó. Hemos afirmado (y lo enfatizamos) que la responsabilidad es la estructura fundamental de la subjetividad, una subjetividad que se constituye a partir de su apertura hacia la trascendencia; una subjetividad que, constituida a partir de la presencia del otro, desborda la totalidad del sistema. El yo, la propia identidad de sujeto único es auténticamente tal cuando salimos del sistema.

Este salir del sistema, este ir al encuentro de la exterioridad, de la alteridad que nos sorprende, nos afecta y nos acusa, se realiza (se vuelve real) cuando significa la salida del sí mismo. Significar que es, antes que nada, cargar de significado la existencia del yo como para algo más que sí mismo. Nos acercamos aquí a una de las características esenciales2 de la subjetividad, de los elementos constitutivos y constituyentes de esa estructura fundamental que es la responsabilidad. Porque la responsabilidad, la respuesta ante el otro que, en su rostro me demanda, es un movimiento de excedencia; esta excedencia se da cuando el yo asume que, a diferencia de la posición heideggeriana que fija el sentido de la existencia del Dasein como ser-para-la-muerte, es un ser-para- más-allá-de-la-muerte, esto es como un ser para el otro.

Ser para el otro se comprende como el modo esencial en que se expresa la subjetividad del yo en tanto que demandado; ser para el otro que es salida de sí para ir al encuentrode la fragilidad y la vulnerabilidad del otro, extranjero para el sistema. Esta salida, esta responsabilidad pre originaria despierta un movimiento que apunta a vendar la herida, a abrigar la fragilidad y desnudez del rostro. Afirmamos aquí que ese movimiento, esa salida que es responsabilidad, adquiere la forma del cuidado. Nos dice el teólogo Leonardo Boff que “el cuidado es algo más que un acto y una actitud entre otras […] se encuentra en la raíz primera del ser humano, antes que haga nada” (Boff, 2002: 30). El cuidado se presenta como un modo de ser, es decir como parte de la estructura ontológica del ser humano.

El cuidado no es sólo un gesto, se inscribe en la obra, en la donación del mundo al otro. La obra, nos dice Lévinas, “pensada radicalmente es un movimiento del Mismo hacia elOtro que no retorna jamás al Mismo. La Obra pensada a fondo exige una generosidad radical del movimiento que va en el Mismo hacia el Otro” (Lévinas, 2005: 50, cursiva en el original). El cuidado se inscribe en el movimiento mismo de la trascendencia, del más allá de sí mismo que estructura la subjetividad.

El concepto de cuidado se ha vuelto relevante, sobre todo a partir del trabajo de Carol Gilligan, como un concepto que marca la oposición a las teorías morales que se sostienen en la autonomía y la racionalidad. Desde aquí, este concepto no ha tenido una definición unívoca. Se ha definido al cuidado como una actitud y un ideal (Noddings, 2002), la satisfacción de las necesidades de otro (Bubbeck, 1995), un trabajo (Tronto, 1993) o una actividad feminizada o con un fuerte sesgo de género (Comas-D’Argemir, 2017), una relación (Ruddick, 1998; Watson, 2008), un valor (Held, 2006), una actividad relacionada al sostenimiento de la vida y su reproducción (Aguilar, 2019), entre otras. El cuidado en tanto práctica, actividad o trabajo, tiene un fuerte sesgo de género. Sin embargo, entendemos que abordar el cuidado sólo desde esta perspectiva, es decir como actividad o práctica, descuida un elemento estructural y fundamental que también nos permite afirmar que el cuidado, más que una característica de género construida social e históricamente (que no negamos), es un modo de ser en el mundo.

Habíamos dicho que la presencia del otro nos cuestiona y nos conmina más acá del mundo de la conciencia; esta presencia del otro que se expone en su radical fragilidad y vulnerabilidad pone en cuestión la injusticia del sistema provocando un quiebre, una ruptura en el orden del sistema pero también en el orden de la conciencia despertando, con ello, una in-quietud (Mèlich, 2013). Esa presencia que inquieta, nos afecta antes de tomar conciencia de su presencia; esa presencia, esa demanda convoca a una respuesta que el yo en tanto único y singular debe dar. La responsabilidad, que es salida del sí mismo, toma la forma del cuidado en tanto pre-ocupación, ocupación pre originaria por el otro. El cuidado es, antes que nada, un modo de ser, esto es el modo en que somos en el mundo. El cuidado como práctica, como actividad, como trabajo, etc., es ya la manifestación en un segundo plano de la estructura constituyente de nuestra subjetividad, de nuestro ser en el mundo. No podemos hablar de cuidado como de una propiedad que se adhiere a nuestra subjetividad, como un atributo accidental. Tampoco podemos asociarlo a un mero instinto de supervivencia porque el cuidado, en tanto parte estructural de la responsabilidad, no implica un movimiento de retorno al yo, sino una donación al otro.

Cuidar no es más que responder al requerimiento del otro vulnerable. Es, por tanto, un movimiento en una única dirección, sin retorno ni reciprocidad. Mi responsabilidad es hacia el otro y no puedo exigir al otro que sea responsable por mí, eso no me concierne (Lévinas, 1991: 71); y no me concierne porque mi identidad de único, de sujeto (sujetado y ob-ligado por la presencia del otro) se constituye a partir de la responsabilidad. El cuidado es la relación ontológica fundamental y auténtica porque expresa lo más propio y profundo del ser humano, su apertura, su ser-para-el-otro. Y porque lo más propio del ser humano es la apertura a la trascendencia (que Lévinas describe a partir de la tercera meditación de Descartes en su obra Totalidad e Infinito) que se concreta en el rostro del otro, el cuidado actualiza esa potencialidad que expresa la apertura.

5. La ética del cuidado

Lévinas define la ética como el movimiento de respuesta al requerimiento del otro. En este sentido, la ética es anterior a la ontología dado que la ontología es ya el resultado de la acción de nuestra conciencia. La ética, por el contrario, parte de una relación an-árquica, preoriginaria, establecida por el rostro del otro. Desde una perspectiva algo diferente, pero en un sentido análogo, Ricoeur define la ética a partir de la intencionalidad; para este autor, la ética tiene supremacía sobre la norma porque la ética es “la intencionalidad de la «vida buena» con y para otro en instituciones justas” (Ricoeur, 2006: 176, cursiva en el original). La posición que adopta Ricoeur es cercana a la de MacIntyre, ya que ambos recuperan el ideal aristotélico de vida buena para pensar en prácticas virtuosas que posibliten el desarrollo integral de los seres humanos en el seno de una comunidad al partir, precisamente, de la relacionalidad como condición fundamental de la subjetividad. Por otra parte, Enrique Dussel plantea una oposición entre ética y moral desde la primacía del otro como oprimido y sufriente. Esta oposición es descrita como una oposición entre la conciencia moral y la conciencia ética, siendo la primera la aceptación y aplicación de las normas morales vigentes del sistema; la conciencia moral es la que nos puede provocar culpabilidad, alegría, tranquilidad o remordimiento. Es la conciencia del hombre totalizado que reproduce las normas y valores del sistema. Pero la conciencia ética es la capacidad que se tiene de escuchar la voz del otro, palabra transontológica que irrumpe desde más allá del sistema vigente. Puede que la protesta justa del otro ponga en cuestión los principios morales del sistema. Sólo quien tiene conciencia ética puede aceptar la puesta en cuestión a partir del criterio absoluto: el otro como otro en la justicia (Dussel, 2011).

A partir de estas propuestas, podemos definir la ética del cuidado no como un conjunto normativo sino como la condición en la que los seres humanos nos hacemos cargo de la presencia del otro, respondemos ante su requerimiento y, consecuentemente, expresamos nuestra propia subjetividad.

La ética es el movimiento fundamental del yo hacia el otro (cuya dinámica ya hemos descrito anteriormente). Fundamental porque fundamenta nuestra relacionalidad. Podemos negar nuestra conciencia ética pero no podemos evadirla. Nuestra participación en el sistema, la totalización de nuestra propia subjetividad operada por la lógica del sistema no puede acallar la voz de nuestra conciencia; pero, insistimos, no de la conciencia moral que se ajusta a las normas del sistema, sino de la conciencia ética que nos interpela cada vez que nos sorprende la fragilidad, la vulnerabilidad del otro.

La ética del cuidado será entonces el modo en que estructuramos nuestra respuesta ante la exigencia, la demanda, el requerimiento del otro. Por eso afirmamos que el cuidado no puede reducirse a una práctica o una actividad; justamente porque esa práctica y esa actividad, como ya dijimos, están guiadas y ordenadas por la conciencia ética. Hay cuidado auténtico cuando la práctica del cuidado se ordena por el cuidado como valor, como principio que mueve nuestro ser respondiente. Precisamente, hablar de una ética del cuidado es reconocer la dimensión ética (insistimos, no moral) del cuidado.

Se ha asimilado la ética del cuidado con la ética feminista. La propia Carol Gilligan sostiene que es una ética feminista, aunque no femenina. La ética del cuidado, para esta autora, es la expresión de una voz diferente que revela la crítica hacia una idea de la moralidad que se funda en la pura racionalidad, característica de la lógica patriarcal. Esa voz diferente emerge como una voz libre “al liberar a las mujeres de las garras de una moralidad femenina que hacía de trampa” (Gilligan, 2013: 31) y revela la percepción del mundo en el cual las personas actúan (Gilligan, 2002). El aporte de las teorías feministas nos ha permitido comprender la asimilación del cuidado a un rol social determinado culturalmente; el rol de la mujer, replegada al ámbito doméstico y, consecuentemente, a la realización de las tareas que garantizan la reproducción. Es por eso que se ha naturalizado que determinadas prácticas y determinadas profesiones se feminicen (como sucede, por ejemplo, con algunas profesiones y trabajos vinculadas a la salud, la educación o el ámbito doméstico). La ética del cuidado, por el contrario, pone sobre la mesa la importancia de comprender que el cuidado, más que una tarea impuesta a las mujeres, es una característica fundamental de nuestra condición de seres relacionales. Es justamente lo que expresa esa voz diferente que enfatiza Gilligan, una voz que, aunque expresada en las voces de las mujeres, no se identifica con un género sino que manifiesta “una distinción entre dos modos de pensamiento para enfocar un problema de interpretación” (Gilligan, 2003: 2), la distinción entre el patriarcado y su expresión en las morales racionales y liberales, y la voz feminista que “valora la narrativa y la sensibilidad al contexto para llegar a juicios morales” (Held, 2006: 28), ya que el cuidado y la justicia deben integrarse para que las personas tengan un desarrollo adecuado.

6. La crítica a las éticas liberales y el ideal de autonomía

La oposición entre conciencia moral y conciencia ética que describe Dussel es la oposición entre el ser humano totalizado, asimilado al sistema y el ser humano cuya actitud es la escucha a la presencia del otro. El respeto hacia el otro, nos dice este autor, “no es respeto por la ley (que es universal y abstracta), ni por el sistema o su proyecto” (Dussel, 2011: 75). Partiendo de esta premisa podemos hacernos eco de las críticas que Virginia Held eleva contra las éticas liberales. Estas críticas derivan del trabajo de Gilligan que opone a las teorías del desarrollo moral de Lawrence Kohlberg un desarrollo ético que toma en consideración la afectividad y la sensibilidad.

Precisamente, una de las principales críticas a Kohlberg ha sido que su teoría se fundaen la capacidad que tienen los sujetos de emitir juicios racionales asumiendo e internalizando los principios y las normas universales. Los dilemas morales, como el dilema de Heinz que utiliza Kohlberg, enfrentan el interés particular del individuo con un valor universal (la ley, la norma), pero no toman en consideración las particularidades de la situación en que se desarrollan esos dilemas haciendo abstracción de tales particularidades. Sobre todo, lo que se diluye en estos dilemas es la presencia concreta del otro y las circunstancias que envuelven dicha presencia. La dicotomía entre ley universal e interés particular es falaz; es, en definitiva, la expresión del sistema y su lógica.

En su trabajo, Gilligan interroga a un grupo de niñas y niños acerca de cómo dirimir el dilema de Heinz. A partir de la respuesta de Amy (quien expresa esa voz diferente), la autora reflexiona:

Al ver en el dilema no un problema matemático entre seres humanos, sino una narrativa de las relaciones que se extiende en el tiempo, Amy visualiza la continua necesidad de la esposa por su esposo y la continua preocupación del esposo por su esposa y busca responder a la necesidad del farmacéutico de modo tal que sostenga, en lugar de cortar, la conexión. Así como vincula la supervivencia de la esposa a la preservación de las relaciones, también considera el valor de la vida de la esposa en un contexto de relaciones, diciendo que estaría mal dejarla morir porque “si muere le duele a mucha gente y le duele a ella”. Dado que el juicio moral de Amy se basa en la creencia de que, “si alguien tiene algo que mantendría a alguien con vida, entonces no es correcto no dárselo”, ella considera que el problema del dilema no surge de la afirmación de los derechos del farmacéutico, sino de su falta de respuesta (Gilligan, 2003: 28)

En la perspectiva de la niña se destacan valores y principios que no son considerados en las morales de corte universalista o de tipo liberal. Las morales liberales enfatizan el respeto por las normas universales a la vez que se sostienen en las teorías del contrato social que suponen una sociedad compuesta por individuos atomizados, independientesy racionalmente autónomos, sujetos libres e iguales que deciden asociarse. Estas características se fundan en una abstracción que tiene como fundamento una naturaleza humana puramente racional pero que no conlleva como condición la socialidad.3

Ya varios autores han realizado críticas a las éticas liberales partiendo de estas condiciones que mencionamos. MacIntyre, Ricoeur, Cortina y la misma Gilligan, por citar sólo algunos que, desde diferentes perspectivas encuentran deficiencias en un modelo que se sustenta en el ideal de la autonomía individual. Considerar a los seres humanos como sujetos autónomos, separados, racionales e independientes es, cuando menos, una abstracción que no tiene correlato con las situaciones que cotidianamente vivimos, tanto en las relaciones interpersonales y sociales como en el ámbito de la política interior y exterior. Un modelo normativo que se apoya en la racionalidad y en laautonomía no tiene en cuenta que los seres humanos somos (como venimos enfatizando a lo largo de este escrito) vulnerables, frágiles y dependientes; pero fundamentalmente somos seres abiertos a la trascendencia, una trascendencia que nos liga con el otro (y losotros) que también es vulnerable y frágil, esa ligazón que es ob-ligación es la que constituye nuestra relacionalidad: somos seres humanos porque somos para el otro.

Precisamente, haciéndose eco de estas críticas, Virginia Held afirma que la “ética del cuidado se centra en la atención, la confianza, la capacidad de respuesta a las necesidades, los matices narrativos y el cultivo de relaciones afectivas” (Held, 2006: 15). La ética del cuidado enfatiza algunas características que las morales liberales no consideran por no identificarse con ese ideal de racionalidad y autonomía. Tales características son la empatía, la atención y la escucha hacia el otro, la situacionalidad, la relacionalidad, la afectividad, el reconocimiento de la vulnerabilidad y la dependencia, la pre-ocupación por el otro. Intentaremos un brevísimo análisis de algunas de estas características, ya que pueden pensarse como los elementos constitutivos de una ética que promueve el cuidado como condición y modo de ser de los seres humanos.

7. Afectividad, responsabilidad, justicia y algo más

Ya hemos hablado suficiente acerca de la afectividad preoriginaria y de la responsabilidad como respuesta ante la revelación del rostro del otro. Pero la afectividad también se manifiesta en nuestras relaciones una vez que hemos sido ya afectados por la presencia del otro. Podemos hablar, entonces, de dos planos que se complementan. El primer plano es el de nuestra sensibilidad que, pura pasividad (como hemos descrito) se encuentra afectada por la presencia del otro y descubre la identidad del yo como único e irrepetible, que debe responder desde su unicidad ante esa presencia. Podemos pensar un segundo plano cuando esa relación entre el otro y yo ya está instaurada en la conciencia; una conciencia que, a partir de esa revelación preoriginaria, se manifiesta como conciencia ética. Afirmar la afectividad como constitutiva de la ética del cuidado es reconocer ambos planos; porque el requerimiento del otro como vulnerable, como frágil, como pobre y extranjero, esto es como quien me demanda desde fuera del sistema, implica que mi atención ya está permeada por mi afectividad a la vez que esa atención que despierta su presencia involucra un movimiento de com-pasión (Mèlich, 2013)4 que no es meramente un sentir lástima del otro, como si el otro estuviera por debajo de mi persona, sino en reconocer que he sido afectado (por lo tanto, des-centrado) y que su dolor es vivenciado como si fuera mi propia herida. La empatía no es otra cosa que la manifestación de esa afectividad.5 De ahí que la relación con el otro involucre sentimientos y afectos que me vinculan desde la emocionalidad (ex-motio: ser movidos en nuestra interioridad desde fuera). Esta relación afectiva describe el modo en que la presencia del otro me afecta e involucra la totalidad de mi subjetividad, de mi persona. Esta relacionalidad que se construye desde la afectividad (y, por tanto, desde la fragilidad, la vulnerabilidad y la dependencia) ubica a la subjetividad en una posición de obediencia (ob-audire: escucha atenta) ante el requerimiento del otro. Escucha obediente que se expresa en la preocupación ante la presencia del otro, y que toma en consideración las condiciones y el contexto situacional en que la relación se realiza. Esta preocupación no es la preocupación ante eventos o situaciones que nos son lejanas,sino que se vuelve real en la situación concreta del otro que, en su extranjeridad, me demanda provocando una relación cara a cara. Susan Sontag relata una experiencia que bien puede ilustrar esto que queremos expresar:

Una ciudadana de Sarajevo, de impecable adhesión al ideal yugoslavo y a la cual conocí poco después de llegar a la ciudad por vez primera en abril de 1993, me dijo: “En octubre de 1991 yo estaba aquí en mi bonito apartamento de la apacible Sarajevo, cuando los serbios invadieron Croacia; recuerdo que el noticiario nocturno transmitió unas escenas de la destrucción de Vukovar a unos trescientos kilómetros de aquí y me dije: ‘¡Qué terrible!’, y cambié de canal. Así que cómo puedo indignarme si alguien en Francia, Italia o Alemania ve las matanzas que suceden aquí día tras día en sus noticiarios nocturnos y dice: ‘¡Qué terrible!’, y busca otro programa. Es normal” (Sontag, 2004: 115-116).

La protagonista del relato se sensibiliza ante la imagen televisada de la destrucción de una ciudad a trescientos kilómetros. Hay un sentimentalismo que se despierta y que se expresa en su ¡qué terrible!, pero que no la involucra en su identidad de respondiente ante el sufrimiento de los otros; por el contrario, pone de manifiesto la conciencia moral de quien, aún con ideales y principios, se mantiene dentro del sistema. No se trata, entonces, como muestra el relato de Sontag, de un mero sentimentalismo que no involucra nuestra subjetividad; sino más bien de un movimiento que, partiendo del otro, se vuelve respuesta.

Hablamos de escucha porque el otro se revela más acá de las estructuras de mi conciencia, afectando mi sensibilidad. La escucha (a diferencia de la vista, metáfora adecuada para expresar la subsunción del mundo a la propia conciencia, en tanto que la vista ilumina ese mundo) no parte de la intencionalidad de la conciencia, sino que manifiesta esa pasividad constitutiva de la subjetividad. Pero esta escucha no puede darse dentro del sistema; la escucha del otro nos pone ya fuera del sistema porque nos des-centra. La escucha es la puerta a través de la que se abre nuestra subjetividad hacia el otro, es la condición de la trascendencia. Es así que escuchamos, no lo que nos puede decir el otro en su situación, sino que lo que escuchamos es la propia revelación del otro en tanto otro, como nos decía Dussel, en la justicia.

Consideramos que la justicia es transversal al cuidado en tanto expresa la relacionalidad constitutiva de la subjetividad humana. No nos referimos a la justicia que comprende un orden normativo “que enfatiza los principios morales universales y cómo pueden aplicarse a casos particulares y valorar argumentos racionales sobre éstos” (Held, 2006: 28). La justicia parte de la provocación del otro, es la ruptura con el sistema, es el reconocimiento de lo injusto del sistema que objetiva al otro despojándolo de su alteridad. La justicia es devolverle al otro la alteridad negada por el sistema. En este sentido, el cuidado se manifiesta como un acto de justicia en tanto se dirige hacia ese otro que, descubierto en su alteridad constitutiva y fundamental, me demanda como único respondiente. El cuidado como acto de justicia se dirige hacia ese otro reconociendo la dignidad de su extranjeridad en la escucha y la preocupación por su propia persona.

Pero estas condiciones se realizan en la situación concreta del cara a cara con el otro. Es por eso que la situacionalidad en que se efectúan las relaciones es también fundamental en la ética del cuidado. El otro es alguien que se revela en una situación concreta, y esa situación es la que sirve de contexto a la revelación. De la misma manera que Buber nos invita a pensar en ese otro que se vuelve tú en un refugio durante un bombardeo (Buber, 2005); o, por el contrario, cuando Lévinas nos recuerda cómo un campo de prisioneros puede convertir la existencia de los próximos en una bandada de monos bajo la mirada del opresor (Lévinas, 2008); de ese modo, el otro se expresa en medio de una situación. Esta situación es la que vuelve posible la expresión del rostro, su revelación. Porque es en la situación concreta en la que se produce la ruptura del sistema; cuando emerge la alteridad del otro en toda su fragilidad y vulnerabilidad. Es la situación concreta la que manifiesta la existencia sensible, material del otro en su refracción a ser contenido como objeto. Porque es en la situación concreta en la que la voz del otro se hace escuchar, como cuando nos interpela en su demanda “¡Una ayuda por favor!”, o: “¡Tengo hambre; déme de comer!” (Dussel, 2011: 57).

Es por eso mismo que el cuidado (y la ética del cuidado) considera la situacionalidad concreta. Las prácticas, los actos de cuidado son la expresión concreta de mi responsabilidad, de mi identidad de único respondiente. Ahora, esta consideración implica que en la realización del cuidado se tome en cuenta la situación concreta en que se revela la presencia del otro; de ahí que el cuidado adquiera diversos matices, pero estos matices son el resultado de comprender la situación en la que se realiza la relación entre el otro y yo, comprensión que, más que una actividad cognoscitiva o intelectual, esprofundamente afectiva y empática; una comprensión que es, en términos de Noddings, atención receptiva (Noddings, 2002).

8. Género, economía y cuidado

El cuidado, como señalamos más arriba, tiene en nuestras sociedades un profundo rasgo de género. En nuestras economías de Mercado está concebido como las actividades que tienden a la reproducción de la vida humana; una reproducción que se garantiza a partir de la división sexual del trabajo que determina los roles sociales que hombres y mujeres deben perpetuar. La asignación de roles definidos para cada género tiene como objeto la supervivencia misma del Mercado. No vamos a profundizar en esto, pero podemos señalar, brevemente, que la fetichización de la mercancía, como sugiere lúcidamente Giorgi Lukács, condiciona a los seres humanos tanto objetiva como subjetivamente internalizando en la propia conciencia el carácter de mercancía que tiene el trabajo. Pero esta internalización deviene en una cosificación de la totalidad de las relaciones sociales (Lukács, 1970). Es así que las relaciones se fundan en una lógica de intercambio mercantil en que los productos de ese intercambio se miden por su valor de cambio. El Mercado se convierte, así, en la referencia de todas las relaciones sociales. Entonces, la internalización de una conducta cosificada es funcional a la supervivencia del Mercado. En esta esfera mercantil se incluyen las tareas de cuidado que, en la división sexual del trabajo, son impuestas a las mujeres. El cuidado se vuelve, así, una actividad feminizada. Pero esto es posible porque se determina una representación de la mujer que esta misma debe internalizar para que pueda naturalizarse el cuidado como actividad femenina.

La lógica del Mercado requiere, por una parte, la constitución de una subjetividad masculina que se identifica con la autonomía de la razón y la comprensión de su propia individualidad como medio para la internalización de la racionalidad instrumental del sistema, esto es, la constitución de una conciencia moral; pero, por otra parte, requiere la internalización en la mujer de un rol que se identifica con el cuidado entendido en términos estrechos como trabajo de reproducción de la vida. Insistimos en que esta comprensión es estrecha porque el cuidado es más que garantizar la reproducción de la existencia. Sin embargo, la economía de Mercado requiere de la constitución de una mano de obra que se asuma a tiempo completo, sin remuneración, y que se oriente precisamente a la reproducción de la vida que no es otra cosa que reproducción de la fuerza de trabajo que genera la riqueza y sostiene al Mercado.

Betty Friedan, en su obra La mística de la feminidad, reflexiona sobre otro aspecto de la constitución del rol de la mujer como esposa-madre en tanto la internalización de este rol es funcional al negocio:

el crecimiento de la mística de la feminidad, tiene sentido (e interés) si pensamos que las mujeres son las principales clientas de los negocios en Estados Unidos. De alguna manera, en algún lugar, a alguien se le tiene que haber ocurrido que las mujeres comprarán más cosas si se las mantiene en ese estado de infrautilización, de anhelo inexpresable, de una energía de la que no pueden deshacerse, si son amas de casa (Friedan, 2009: 261-262).

La construcción de un rol femenino que se identifica con el cuidado implica, entonces, la construcción de un nuevo consumidor, a la vez que naturaliza la división sexual del trabajo, posibilita la reproducción de mano de obra y garantiza un ejército de trabajadoras que, internalizando esta condición como propia de la mujer, producen riqueza recluidas en el ámbito doméstico.

El funcionamiento de la economía de Mercado requiere la configuración, como venimos afirmando, de roles socialmente establecidos que implican relaciones de subordinación que, naturalizadas, permiten la supervivencia del sistema: los trabajos subordinados a las reglas del mercado, el trabajador subordinado a las condiciones de trabajo que lo conciben como mera mercancía e instrumento, la mujer subordinada al hombre y replegada al ámbito doméstico. El Capitalismo, nos recuerda Angela Davis, produce una fractura entre el hogar y el mercado instaurando la inferioridad de las mujeres convirtiéndolas en madre y ama de casa (Davis, 2005). Precisamente, de esto se trata la mística de la feminidad, que convierte a las madres-amas de casa en referente para todas las mujeres (Friedan, 2009). El repliegue de la representación de la mujer a un rol estrecho (la reproducción y el cuidado de la vida) coloca a la mujer en una condición de inferioridad. La exaltación de la pasividad y la receptividad sexual, del cuidado de los niños y el hogar, de la sumisión al varón a través de los dispositivos ideológicos refuerzan este rol asignado que convierte al cuidado en un mero trabajo reproductor y convierte a la mujer en cuidadora, esto es en una trabajadora a tiempo completo cuya realización está en la afirmación de una función biológica y la negación de cualquier cualidad que pudiera expulsarla del hogar.

El cuidado se comprende, en esta perspectiva, como un elemento central del sistema en tanto el cuidado garantiza la reproducción misma del Mercado. Por otra parte, al generizarse las tareas de cuidado asimilándose al rol aparentemente determinado por la biología, pero indefectiblemente impuesto socialmente, estas tareas no se asumen como un trabajo, es decir como un contrato en el que el trabajador (en este caso la mujer-cuidadora) intercambia tiempo por una remuneración; o, en el mejor de los casos, la remuneración es ostensiblemente menor que la de cualquier otro trabajo en el contexto capitalista (Rodríguez y Cooper, 2005; Federici, 2010; 2013; 2018)

Esta cadena de subordinaciones garantiza la explotación de los seres humanos, en un contexto que distrae (exitosamente) a la subjetividad de su auténtica existencia. Al instituir roles definidos y al recluir el cuidado a la esfera reproductiva se reproducen las condiciones de supervivencia del capitalismo a la vez que se oculta y disimula lo más genuinamente humano. Precisamente, este ocultamiento permite redirigir las energías hacia el consumo como sucedáneo del sentido de trascendencia y la búsqueda de un propósito que haga la vida humana merecedora de ser vivida (como nos insinuara Hannah Arendt en el capítulo sexto de La condición humana).

Considerar, entonces, que el cuidado es un trabajo que apunta a la reproducción de la vida y a la satisfacción de las necesidades (biológicas y materiales) de los seres humanos, limita la comprensión del cuidado como manifestación de la estructura fundamental de la subjetividad. Es urgente y necesario, sin dudas, poner en cuestión la condición de trabajo no remunerado que tiene el cuidado; pero esta crítica, este poner encuestión no será radical si no se pone bajo la crítica la lógica misma del sistema y su racionalidad instrumental; y si no se pone en cuestión también la concepción misma del trabajo y la lógica del intercambio y la reciprocidad que subyace a las tareas de cuidado.

9. Alguna reflexión final

Si bien el cuidado se ha relegado a una actividad propia de la esfera privada, del ámbito doméstico, esto ha sido con la intención de asegurar y naturalizar los roles derivados de la división sexual del trabajo garantizando que los trabajos reproductivos sirvan de sostén de los trabajos productivos. Ahora, entender el cuidado como una actividad reproductiva plantea serios problemas: por una parte, la asignación de un rol específico para el género femenino construyendo una representación de la mujer bajo la idea de una existencia determinada por la biología, es decir una idea de realización de la mujer en su rol de esposa y madre, en su rol de dispensadora de cuidados que propenden a la reproducción de la vida. Este rol de cuidadora-reproductora se encuentra matizado en otras tareas que socialmente se han feminizado como la docencia (particularmente enlos niveles inicial y primario), los cuidados de la salud, el trabajo doméstico, por citarlos más elocuentes; trabajos que se piensan, justamente, desde la perspectiva de la reproducción de la vida. Por otra parte (y no menos grave), la reducción de la noción de cuidado a una práctica, a una actividad que sostiene y garantiza la reproducción de la vida (y, por consiguiente, la reproducción de la fuerza de trabajo). Estos dos problemas se encuentran profundamente imbricados.

En estas páginas hemos intentado proponer algunos elementos que nos permitan ir un poco más allá de estos problemas, tal vez con la esperanza de que (más tarde o más temprano) puedan resolverse. Si consideramos que el cuidado es la expresión de nuestra responsabilidad en tanto seres respondientes a la presencia del otro, una presencia que, frágil, despojada y extranjera del sistema, afecta nuestra sensibilidad antes de tomar conciencia de esa presencia; podemos sostener que, lejos de ser una tarea privativa de un género, es el movimiento fundamental que manifiesta lo auténtico de nuestra existencia humana. Esto implica pensar que el cuidado no se reduce a una práctica, sino que es un principio que orienta nuestra vida como seres relacionales. Pero, además, el cuidado se plantea desde esta perspectiva como un acto de justicia ante la fragilidad, la vulnerabilidad del otro; una justicia que nos des-centra y nos propone una salida auténtica del sistema; que nos propone, en definitiva, la posibilidad de una existencia auténtica. Esto es, una justicia que reconoce la alteridad del otro como extranjero al sistema; como quien, desprotegido y vulnerable, exige “aproximarnos en la fraternidad” (Dussel, 2011: 35), y en este reconocimiento y en este aproximarse denuncia lo injusto del sistema. Precisamente, el cuidado es la posibilidad más cierta de la comprensión de nuestra existencia: somos seres-para-el-otro.

El cuidado, insistimos en esto, parte de asumir nuestra existencia en tanto apertura hacia la trascendencia, en tanto seres-para-el-otro. De esta manera, el cuidado es constitutivo de nuestra subjetividad. Por supuesto, nuestra responsabilidad hacia el otro no puede expresarse como un movimiento hacia todo otro, ya que también somos seres frágiles y necesitados de cuidado y, además, nos es imposible responder ante los requerimientos de todos los otros. Esto nos abre a comprender la dimensión práctica del cuidado y la necesidad de pensar en el modo en que construimos instituciones que garanticen la justicia, esto es, el modo en que pensamos la dimensión política que nos atraviesa en tanto seres relacionales y respondientes. Pero eso es otra discusión.

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1Aquí utilizamos el término “conciencia” para señalar la razón que se instaura como Sujeto de la realidad, pero también nos referimos a “tomar conciencia de” ese mundo, esa realidad constituida a partir de la libre actividad racional del conocimiento.

2Con este término queremos significar una característica que está a la base de la configuración de nuestracondición humana.

3Claramente, el punto de partida de este modelo es la obra de John Locke, que particularmente en su Segundo tratado sobre el gobierno civil describe al hombre como un ser racional, propietario, que decide establecer un pacto social con otros hombres iguales en derechos a él y de forma libre. Paradójicamente, este autor no incluye a las mujeres en el contrato social. Otra fuente importante, aunque ameritaría una discusión aparte por las lecturas sesgadas que ha tenido, es la obra de Kant, fundamentalmente la Crítica de la Razón práctica y su antropología.

4Este autor afirma que “No hay ética porque seamos «dignos», porque tengamos dignidad, porque seamos personas, sino porque somos sensibles a lo indigno, a la indignidad, a los excluidos de la condición humana, a los infrahumanos, a los que no son personas.” (Mèlich, 2013: 139).

5María Rosa Boixareu realiza un interesante análisis de la empatía a partir del trabajo de Edith Stein en las páginas 197-201 de su libro De la antropología filosófica a la antropología de la salud publicado en 2016 por la editorial Herder.

Received: August 07, 2022; Accepted: October 03, 2022

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