1. Cuestiones preliminares
Germán Marín, chileno nacido en Santiago en 1934 y muerto el 29 de diciembre de 2019, deja un acervo escritural cargado de reflexiones en torno al pasado individual y nacional. Dicha obra, narrativa en su completitud, se caracteriza por tomar un tono descarnado frente a una realidad contemporánea con la cual narradores y personajes parecen no converger, haciéndolos parecer extraviados dentro de un sistema neoliberal que los violenta a cada paso. Por añadidura, la obra de Marín no deja de configurar una literatura de resistencia, donde afloran las palabras viejas, los espacios demolidos y los nombres de difuntos, con ello, somos capaces de contemplar a sus obras como una ruina maciza que se niega caer, prueba de un espíritu que se mantiene pese a una naturaleza beligerante.
El palacio de la risa (1995) es nuestro objeto de estudio y constituye una de sus obras más notables junto con su premiada Trilogía de una absolución familiar, la cual incluye a Círculo vicioso (1994), Las cien águilas (1997) y La ola muerta (2005). Adicionalmente, la crítica lo ha resuelto merecedor de diversos galardones como el Premio Atenea 2008 por su Basuras de Shangai (2007) y el Premio Municipal de Literatura de Santiago del año 2019 por su “invaluable aporte a la literatura iberoamericana”. Respecto a la novela en cuestión, señalamos que se presenta como una narrativa de reconstrucción que propicia una lectura alegórico fractal de un pasado histórico difuso e inalcanzable, producto de los efectos de la violencia. Mencionamos esto considerando las ideas de Walter Benjamin (2006) en “El origen de Trauespiel alemán” incluido en sus Obras completas (Vol. 1), donde indica, citando a Goethe, que:
Hay una gran diferencia entre el hecho de que el poeta busque lo particular con vistas a lo general y el hecho de que vea lo general en lo particular. De aquel primer modo de proceder surge la alegoría, donde lo particular sólo cuenta como instancia, como ejemplo de lo general; pero la naturaleza de la poesía consiste propiamente en este otro último modo, que expresa algo particular sin pensar en lo general o sin referirse a ello. Pues quien capta vivo algo particular, obtiene con ello al mismo tiempo lo general, sin darse cuenta, o dándose cuenta sólo más tarde (Benjamin, 2006, p. 377)1.
De este modo, será necesario descifrar el significado de las alegorías presentes al interior de los residuos que se vislumbran dentro de la obra, comprendiendo, de este modo, a los fragmentos encontrados en los espacios como constelaciones insertas dentro del contexto de la obra, pero capaces de mostrarnos parte de los misterios e incógnitas que quedaron como muestra de un pasado no tan lejano, pero de igual modo inaccesible en esencia. Mencionamos esto considerando los términos de Gastón R.Gordillo, dentro de su Rubble. The Afterlife of Destruction (2014), una etnografía nacida de un viaje a Chaco, donde reconoció los terrenos arrasados por la tala de bosques para la plantación de soya y la devastación de la arquitectura y la geografía del lugar, principalmente de antiguas iglesias que se transformaron forzosamente en ruinas en nombre del poder y la colonización. Aquí el antropólogo explica cómo las “constelaciones” conciernen a procesos almacenados dentro y fuera de los objetos. De esta manera, entiende al exterior como un multicentro con forma plástica y esquiva, ya que las constelaciones no tienen límites despejados y se superponen unas a otras, formando palimpsestos. ( p.24). Esto se ampliará al considerar los espacios descritos en la novela y los objetos que descritos de manera vívida y desgarrada evocan esquirlas de la historia nacional a partir de su posvida.
Respecto a la noción de violencia, entendida como generadora de ruinas y escombros, tomaremos como base los fundamentos del sociólogo alemán Wolfgang Sofsky (2006) en su Tratado sobre la violencia, donde explica cómo el poder incrementa los alcances de la violencia en lugar de limitarlos. Además, se incluirán sus interpretaciones respecto al orden, puesto que lo concibe como la principal utopía de la política de la vigilancia y eliminación, un trabajo que resulta eterno, pues: “La tarea del orden nunca concluye. Personas, cosas y acontecimientos deben quedar todos registrados, seleccionados, clasificados y conectados de modo que puedan utilizarse como factores de una clasificación global” (Sofsky, 2006, pp. 17-18). Asimismo, con el fin de enriquecer nuestras interpretaciones desde la contemporaneidad, consideramos la teoría de Byung-Chul Han (2016) dentro de su Topología de la violencia, donde entiende a la sociedad contemporánea capitalista como un espacio construido para que los sujetos puedan rendir al máximo, sin tener espacio para sentir. Así, comprende a la violencia como un concepto generado desde el individuo para sí mismo, de esta forma se plantan los cimientos para construir una sociedad de muertos vivientes (Han, 2016). La inclusión de este último texto posibilitará la visualización de gérmenes de este sistema dentro de la novela, más teniendo en cuenta que Marín fue un asiduo crítico de la sociedad actual y del capitalismo exacerbado, un sistema en el que se sentía inútil e improductivo, pues cargaba con ideas incongruentes que lo hicieron fracasar como redactor en publicidad y que lo ocultaron para las masas por su narrativa copiosa, detallista, aletargada y trabajosa, una forma de escribir nada compatible con la lectura rápida y carente de rituales que exige la modernidad tardía.
El palacio de la risa (1995) es una novela de recuerdos, nostalgia y remordimientos. En ella, un Germán Marín autoficcionalizado regresa a un espacio conocido desde la infancia, previamente transitado por los intelectuales insignes del país y, posteriormente transformado, siendo una discoteca durante su juventud, un centro de torturas durante la dictadura y, finalmente, un terreno baldío al momento de su vejez. En este último, un viejo narrador protagonista visita, escarba y examina con la minuciosidad de un obseso. En este espacio, las vivencias pueriles del niño Germán se mezclan con las entretenciones de un hombre maduro, el amor efímero de Mónica y la búsqueda de esta, luego de saberla transmutada en victimaria durante la dictadura militar de 1973. En suma, somos testigos de una muestra ruinosa de los cuerpos, los espacios y la nación chilena.
Los despojos de la historia nacional se mezclan con la historia individual de un sujeto atosigado por las ironías que la vida enrostra a partir de residuos, a simple vista, intrascendentes, pero dignos de registro desde la experiencia corporal del narrador. De este modo, nos empeñaremos en construir las significaciones aisladas que cada dispositivo nos ofrece para así repasar otro posible imaginario de nación chilena, además de las consecuencias de los diversos operativos de violencia. En vista de lo expuesto, compartimos, como señalamos anteriormente, la noción interdisciplinaria de la alegoría, su relación con el mito y su visión ruinosa de la historia, siguiendo a Georg Simmel (1959) en su ensayo “Las ruinas”, a Andreas Huyssen (2006) en su artículo “La nostalgia de las ruinas” y a Marc Augé (2010) y su pensar expuesto dentro de El tiempo en ruinas. Adicionalmente, acogeremos los postulados de Svetlana Boym en El futuro de la nostalgia (2001), su concepto de nostalgia reflexiva y el potencial creativo que se asume de esta.
Las teorías anteriores ya fueron tocadas dentro de algunos artículos nacidos desde la novela en cuestión, entre ellos consideramos el trabajo “Lugares de maravilla y de horror. La imagen de la casa en El palacio de la risa de Germán Marín y Una casa vacía de Carlos Cerda” de Bieke Willem (2010), donde estudia los espacios desde las experiencias sensoriales vividas por los personajes y de cómo la violencia posee un papel relevante en la percepción de los lugares. Agregamos también su artículo “Lugares de memoria en El palacio de la risa de Germán Marín y Nocturno de Chile de Roberto Bolaño” (Willem, 2013), donde trabaja la relevancia de las casas privadas presentes en estas novelas desde la nostalgia y desde lo siniestro. En tercer lugar, consideramos el artículo de Andrea Kottow, “La figura de la pérdida como catástrofe del individuo contemporáneo en la trilogía Un animal mudo levanta la vista de Germán Marín: Una lectura desde Peter Sloterdijk” (2010), donde se genera una interpretación de la trilogía de la que forma parte nuestro objeto de estudio, junto con Ídola (2000) y Cartago (2009). En dicha publicación, Kottow (2010) se dedica a estudiar la figura de la catástrofe y la del “animal mudo” en términos de Rainer Maria Rilke, visualizando al humano como un ser incompleto en la búsqueda constante de un algo perdido. Finalmente, incluimos el artículo de Cristian Montes (2014), titulado “Violencia y crisis del tejido social en «El palacio de la risa» de Germán Marín”, en el cual menciona el concepto de “memoria banal” que, según el autor, posibilita que las personas normalicen las torturas hacia los connacionales como hechos irrelevantes en la conformación de su identidad individual y sus concepciones de norma social.
Tediendo en cuenta los planteamientos anteriores, postulamos que la narrativa de El palacio de la risa (1995) proyecta residuos alegóricos nacidos desde dispositivos de violencia que, a su vez, se relacionan con la historia individual y nacional, que envuelve al narrador a modo de constelaciones. Para explicar lo anterior será necesario, en primera instancia, interpretar los fragmentos residuales y su vinculación con la historia particular y nacional experimentada por el Marín narrador. En segundo lugar, analizar las operatorias de la violencia, entendiéndola como generadora de recuerdos residuales y traumáticos, dentro de El palacio de la risa (1995). El artículo se dividirá en dos partes: la primera, “Constelaciones en Villa Grimaldi”, estará destinada a describir la importancia de los “objetos brillantes” dentro de la narración, comprendiéndolos como fragmentos alegóricos, vale decir, constelaciones de una historia contada, capaces de activar la sensibilidad de los sujetos dentro del espacio escombroso y nudo central de una constelación. La segunda parte; “Operativos de violencia y destrucción material” , se dedicará a estudiar las formas de violencia descritas como tortura, pero también el resultado de estas como gestadoras de una normalización nociva.
2. Desarrollo
a) Constelaciones en Villa Grimaldi
Los objetos dentro de El palacio de la risa (1995), aunque residuales, suscitan el recuerdo y la reflexión. Es ahí donde el cuerpo cumple un papel fundamental, pues como portador de una experiencia, se inserta en los lugares y visualiza al objeto como parte de su historia individual, resignificándolo y mostrándolo mutable, conocido y chocante. Este último adjetivo, nos vuelca a una temática esencial para comprender el regreso del Germán autoficcionalizado: la nostalgia, este sentimiento lo embarga durante toda la obra al percatarse que el espacio memorado es solo ruinas y, dista de confluir con este fragmento de su historia. Dicha alusión, fue trabajada por Bieke Willem (2013), quien explica cómo, desde la teoría de la nostalgia de Svetlana Boym (2016), nos encontramos con una “nostalgia reflexiva”, una forma que se caracteriza por desarrollar la reflexión a partir de la ausencia del anhelado hogar memorado. Así, según el autor, estaríamos frente a un proceso positivo de construcción, a diferencia de lo que ocurre con la “nostalgia restauradora”, que se vincula con la destrucción y los movimientos extremistas y totalitarios2. Entonces, convergemos con Willem (2013) cuando arguye que:
La nostalgia del pasado glorioso oculto en la ruina le incita a recrear este espacio en palabras. […] Esto se acerca a la idea de la “melancolía creadora”, ya mencionada por Aristóteles cuando sitúa esta emoción entre el genio y la demencia, lo que es más tarde desarrollado por Benjamin y Agamben. De ahí viene también la idea de Avelar de que la literatura postdictatorial de alguna manera puede contener todavía la posibilidad de una redención (Willem, 2013, p. 121).
En este sentido, me parece que el viaje a Villa Grimaldi se transforma en la redención de un remordimiento, puesto que el personaje siente culpa de sobrevivir, mientras que una parte de las corporalidades nacionales permaneció relegada a la clandestinidad, la persecusión, el destierro y la tortura. De esta manera, Marín observa minuciosamente aquel sitio eriazo para redescubrir el lejano pretérito que ahí se efectuó, mas solo logra percibir la dispersión y el peso de la naturaleza sobre las ansias del espíritu humano por permanecer de pie, en este caso, nos guiamos por los argumentos de Georg Simmel (1934), cuando señala en su ensayo que: “[…] la destrucción de la obra arquitectónica aparece como la venganza que toma la naturaleza contra la violencia que le hizo el espíritu, cuando la moldeó y conformó a su imagen y semejanza” (Simmel, Las ruinas, 1934, p. 212). El paisaje se presenta como el triunfo de una fuerza por sobre otra, por ello se hace necesario escarbar entre la memoria para reconstruir las significaciones entorno a algunos objetos residuales: “Sólo quedaba de la Villa Grimaldi cuando la visité aquella mañana de diciembre, tras haber llegado hacía tres meses de Chile, las huellas de sus cimientos bajo la maleza que crecía salvaje y verde, alimentada por las lluvias del último invierno, en escombros menores que los dientes de la máquina excavadora no habían podido recoger” (Marín, 1995, p. 97).
Las construcciones realizadas por el narrador resultan inconclusas debido al deterioro de la materia, sin embargo, suscitan a la reflexión a partir del residuo. Hablamos, entonces de un punto de partida escombroso, capaz de hacer germinar una historia de reflexión, desde los caídos, vale decir, desde los torturados y sus sentires, pero también desde los victimarios olvidados y perjudicados como ejecutores de un oficio macabro que, por efecto de su clase, nunca los benefició, como ocurre en el caso de sus amantes circunstanciales, María del Carmen y Mónica. En este sentido, se establece un análisis desde los postulados de Walter Benjamin (1989) en su “Tesis de filosofía de la historia”, donde señala que: “La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el «estado de excepción» en el que vivimos” (Benjamin, 1989, p. 182).
Bajo esta perspectiva, la historia se transforma en un modo de aprendizaje basado en los objetos y experiencias residuales hallados de entre los escombros del otrora centro de tortura, antes club nocturno, primeramente casa de familia. En base a ello, observamos a los objetos que atrapan a Marín como entidades vivientes, puesto que poseen un historia particular que las hizo convivir entre diversos sujetos, dinámicas, sistemas de poder y dispositivos de violencia. Ello se comprende a partir de lo señalado por Gastón R. Gordillo (2014), quien explica que se puede considerar que la materia inanimada posee una vida después de la muerte, o "una historia propia". Y esta vida después de los escombros está, de hecho, determinada por la historia y las constelaciones (p. 24).
La deconstrucción de la materia es permanente y se resignifica a partir de la temporalidad. En este sentido, nos llama la atención particularmente lo que Gastón R. Gordillo (2014) denomina “objetos brillantes” tomándose de la filosofia de Bryant, vale decir, un objeto que, resultado de las redes de las que forma parte, es capaz de resplandecer. De esta manera, este tipo de artefactos, es capaz de resistir o ser fugaz, dependiendo de las circunstancias coyunturales (p.27). Por lo mismo, tomaremos este concepto para reconocer las constelaciones presentadas a lo largo de la novela, una operación que se realizará analizando este tipo de objetos que, creados por el hombre o la naturaleza, luchan por mantenerse en los escombros luego de una destrucción violenta y silenciadora3.
La percepción del paisaje se basa en una exaltación de la naturaleza, donde abunda lo feo, pero también lo mortuorio, generando una máscara barroca desde la cual se mira el espacio. Por ello, el narrador explicita la prevalencia de lo salvaje, la vegetación mal cuidada y asimétrica, además de la acentuación del sentido del olfato para describir lo críptico del ambiente. En este caso, llama la atención la ambivalencia dentro de la descripción de la flora, puesto que señala cómo el desagradable olor de los palquis se entremezcla con la esperanzadora presencia de rosas silvestres que poseen la carga simbólica de la perfección, según lo apuntado en el Diccionario de símbolos (1992) de Juan Eduardo Cirlot4. Adicionalmente, alude al fúnebre vínculo que lo acosa a partir de la presencia del palqui, vegetación propia de espacios alejados y poco provechosos, una realidad que choca con la presencia de la flor, dicho cruce nos hace reflexionar hacia una concepción alegórica de la nación y su historia, en donde conviven hemisferios dispares; uno creador y resistente, en el que abunda la esperanza y; otro destructivo, en el que no se da lugar al concepto de comunidad y predomina lo fúnebre: “Lo que más abundaba en aquel tiempo eran los palquis, fáciles de identificar por el nauseabundo olor de sus hojas lanceoladas, en qué el tufo a muerte se mezclaba con la exudación mefítica de las cañerías de desagüe a ras de suelo. En contraste, era posible advertir, entre los penachos de los cardos, unos matorrales de rosas salvajes, que parecían lanzar un grito de ahogo postrero después de sufrir tantos años (Marín, 1995, p. 103).
Un objeto brillante corresponde a la alberca de mármol en que tantas veces un Germán adolescente se refrescó junto a su amigo Antonio, un elemento que claramente forma parte de una constelación mayor, puesto que su significación muta de la ternura al horror y del horror a la frivolidad. Recordemos que este artefacto poseía un bello fondo de color verde agua que, junto a su escalinata de mosaicos, yacía resquebrajado. Mas, la piscina seguía conservando su forma y función, como un recordatorio de la transmutación de los espacios a partir de la temporalidad. Señalamos lo anterior, teniendo como referencia el uso posterior que se le dio al espacio, ya que fue utilizado como elemento de suplicio cuando se manipuló para realizar la tortura llamada submarino, pero que, en vista de la dificultad que conllevaba la limpieza de vómitos y otros efluvios de las víctimas, acabó, en un acto de displicencia, siendo utilizada para la entretención de los victimarios. El mismo lugar donde se vio a Mónica, la amante extraviada que, utilizando lentes de sol, se relajaba irreflexivamente: “La tortura se aplicaba al inicio en el agua negra de la piscina, pero el primer verano en Peñalolén, el coronel a cargo del recinto, de nombre Pedro Espinoza, alias Don Rodrigo, se dio cuenta que era mejor emplear la alberca como lugar de recreación del personal Superior” (Marín, 1995, p. 157).
No obstante, los circuitos de violencia memorados al observar la piscina se bloquean con el brillo del recuerdo de infancia, ya que el narrador es capaz de apropiarse del espacio resignificándolo a partir de su memoria pueril. Para el lector, sin embargo, la ruptura de la familiaridad del artefacto y la mutación de funciones resulta especialmente chocante, aunque el narrador, como medida de protección, intente rellenar los vacíos mortuorios con ayuda de su experiencia sensorial. En suma, somos testigos de la importancia del detalle, aunque algunos de ellos, solo se pueden interpretar como las pistas de un macabro crimen, un ejemplo de ello son las manchas encontradas dentro del cobertizo:
El detalle me llevó por un instante a pensar, al detectar también en el suelo del lugar numerosas manchas de aceite secas, transformadas en unas costras pardas, donde de seguro yacía el estacionamiento de los vehículos que salían a buscar a los desdichados, en la distancia cada vez más lejana que separaba a aquellas víctimas traídas hasta allí de la vida de los demás que había seguido su curso (Marín, 1995, p. 102).
Otros objetos poseen una mayor capacidad de afectar, ello pues, su fulgor resulta doloroso al recordar la utilidad que se les dio gracias al actuar de los agentes de servicio. Esto ocurre con las anillas que Félix, el hermano de Antonio, utilizaba para realizar ejercicios dentro de su lavabo, estas acabaron inundadas por nauseabundos olores que proliferaban desde las imperfecciones de la vieja y descuidada fontanería. 5 Por otro lado, es destacable lo que ocurre con la barra de acero de la cocina que, de hecho, se acerca más a lo experimentado con la piscina, ya que la función del objeto vuelve a variar de acuerdo con la temporalidad, haciendo de un acto doméstico algo tan deleznable como los procedimientos inventados para reducir a las supuestas amenazas dentro de la comunidad nación:
[…] al mirar hacia la puerta del aposento creyendo encontrarla cerrada, divisé la barra de la que Doña Amanda colgaba las carnes saladas que preparaba cada mes. El cuarto se hallaba hoy ocupado por enseres de la limpieza. Este detalle en la despensa no es superfluo, pues como he podido inferir de testimonios acerca del centro clandestino, la barra fue utilizada como instrumento para practicar la tortura llamada Pau de Arara […] (Marín 1995, pp. 145-146).
Este Palacio de la Risa no está exento de ironías, pues la burla, como veremos más adelante, es una de las herramientas predilectas para aquejar conciencias entre las víctimas. Es así como, además de la deconstrucción de la funcionalidad doméstica de los objetos, podemos encontrarnos con la disolución de la función salvadora del arte, pero también de la pérdida de la religión como portadora de esperanzas. Ello se manifiesta en las palabras del narrador cuando describe la reliquia que representaba el viejo vitral con la interjección de saludo a la Virgen SALVE, ya que pasó de demostrar la devoción de unas respetables familias católicas anfitrionas (los Arrieta Cañas, la familia de su amigo Antonio y, posteriormente, los Altamirano Orrego) a convertirse, finalmente, en muestra de sadismo burlón a manos del régimen: “La palabra SALVE, opacada ahora por la falta de contraluz, era siempre motivo de chirigotas para los Agentes de Servicio. [...] Si los gallos tienen fortuna, a partir de ahora solo los salvará la muerte, se burlaba de ellos” (Marín 1995, p. 178).
Desde otro punto de vista, podemos observar cómo objetos relacionados a la cristiandad se mueven pasivos dentro de los espacios de violencia sin emitir juicios, demostrando que la opresión del estado por sobre las almas chilenas siempre parece manifestarse dentro de las páginas de Marín6. Dicha reflexión facilita la concepción de la transmutación de este espacio arquitectónico como una alegoría de la nación chilena7.
En la novela no solo muta el espacio y la función que se le otorga, sino también el comportamiento de los cuerpos en torno a este, una situación que se ejemplifica claramente en las descripciones del quiosco que, algo abandonado, se transformaba en el espacio perfecto para que las corporalidades infantiles se congregaran al juego convulso en torno a una muda orquesta, donde Germán y Antonio participan junto al admirable director Félix y la pequeña y seria Daniela. Una muestra de inocencia que compartían al mando de instrumentos imaginarios, pero que con el tiempo se diluirían entre los gritos y azotes de la violencia dictatorial. Entonces, lo que en otrora fue arte, juego y liberación del espíritu, se transformó en un ambiente provocador de violencia y agonía: “El quiosco de techo de mayólica, en el que el hermano mayor de Antonio hiciera actuar la orquesta bufa, había servido al principio para aplicar cientos de correctivos tales como los plantones, cumpliéndose durante horas de inmovilidad, a veces a cuclillas, hasta llegar a un dolor insoportable” (Marín, 1995, p. 180).
En definitiva, el espacio y los objetos mutan desde su funcionalidad hasta su afectividad, esto producto de una temporalidad heterogénea, adjunta a una visión alegórica de la historia nacional. Es así como, analizando los antecedentes, compruebo la efectividad de la nostalgia reflexiva como un procedimiento creador, inclusivo y artístico dentro de la novela de Germán Marín. Adicionalmente, descubrimos cómo el cuerpo individual, a partir de su experiencia sensorial, es fundamental para apropiarse e interpretar las constelaciones surgidas de tantos objetos brillantes dispersados por los escombrosos suelos de Villa Grimaldi. Por último, entendemos el constructo narrativo presentado en la obra de Marín como un espacio ambivalente, donde, tristemente, la ironía se vuelve violencia, un efecto que trabajaré de forma más minuciosa durante el siguiente apartado.
b) Operativos de violencia y destrucción material
El Golpe de Estado y la posterior dictadura experimentada desde el 11 de septiembre de 1973 hasta el 11 de marzo de 1990, marca un antes y un después dentro de la historia chilena. Ello queda manifiesto en El palacio de la risa (Marín, 1995), donde la violencia se transforma en la herramienta fundamental para mantener el orden público y preservar la imagen de salud dentro del cuerpo nacional. Señalamos lo anterior, considerando los planteamientos de Susan Sontag (2003)en La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas, donde explica cómo los gobiernos intentan extirpar a los elementos insurrectos, entendiéndolos como la metáfora de un cáncer, acto seguido, la violencia y el poder adquieren una imagen clínico-sanadora que facilita la manipulación política de la población y la asimilación de los procedimientos de tortura como un medio a favor del bien común:
A menudo se vive el cáncer como una forma de posesión demoníaca -los tumores son «malignos» o «benignos», como las fuerzas ocultas-y más de un canceroso acude aterrorizado a los curanderos en busca de exorcismos. Son los grupos de extrema derecha los que apoyan con más entusiasmo a los curalotodos como el Laetrile, porque a estos grupos las curas milagrosas les vienen muy bien, como la creencia en los ovnis. [....]. Para mentes menos simplistas, el cáncer representa la rebelión de una ecósfera agredida: la Naturaleza que se venga del malvado mundo tecnocrático (Sontag, 2003, p. 33).
Sobre la base de la idea de orden común, germina el deseo de eliminar los organismos malignos de cualquier forma. Así, la ilusión de orden se transforma en una fiebre generalizada que acaba por manipular a la población, excluyendo la idea de empatía para con los enemigos públicos. Es así como la confesión se transforma en un procedimiento necesario y las estrategias de vigilancia comienzan a profesionalizarse, ampliando la sensación de transparencia. Dicha idea converge con los apuntes de Wolfgang Sofsky en su Tratado sobre la violencia (2006), donde refiere que: “El sueño del orden es el sueño de la eliminación sin resto de toda ambivalencia. El sueño de absoluta transparencia, de una sociedad cristalizada. Nada debe escapar del ojo vigilante, pues aún el más mínimo acaecimiento podría ser germen de subversión” (Sofsky, 2006, p.18).
La mutación de Mónica de víctima a victimaria es un ejemplo claro de lo señalado, puesto que, una muchacha común, venida de provincia, estudiante de pedagogía termina siendo interrogada y torturada para acabar delatando y, finalmente, mortificando a algunos connacionales con la intención de suprimir su germen marxista. De este modo, los métodos de espionaje y el aprendizaje de los procedimientos de tortura se transforman en un saber válido y necesario dentro de esta nación supuestamente insana. En conclusión, la novela es la prueba fehaciente de una eterna y cruel historia, que en palabras de Marín (1995) se resume en la siguiente afirmación: “La historia es la historia de la sempiterna biografía de Saturno que devora a sus hijos” (Marín, 1995, p. 102).
Chile era un país devorándose a sí mismo y el secretismo comenzó a volverse una norma, así la paranoia termina por consumir a víctimas y victimarios. Por añadidura, la huida del enemigo también se transforma en una temática fundamental. Esto puede plasmarse en el periodo en que el Germán Marín autoficcionalizado experimenta la condición de exiliado que, aunque lo mantuvo a salvo, lo devolvió extraviado y convertido en un personaje anacrónico, dicho de otro modo, el narrador se devuelve transformado en un difunto social, un marginal ilustrado, desadaptado y marcado por el estigma de la cobardía y la culpa. Estamos frente a un ostracismo que puede prescindir del espacio, pues, aunque regresa al territorio nacional, ya no forma parte del, un evento que Sofsky (2006) describe en los siguientes términos: “El superviviente nunca está retraído, simplemente no forma parte de su comunidad” (Sofsky, 2006, p. 80).
El narrador de El palacio de la risa (1995) se siente muerto dentro del que fue su país, sin embargo, el sentimiento de nostalgia y soledad se mezcla con la culpa de permanecer con vida. Esto último se evidencia en las descripciones de los recintos de tortura de Villa Grimaldi, una realidad que se multiplicaba considerando otros sitios destinados para los cruentos fines donde el encierro y la exclusión eran prácticas fundamentales8. Respecto a ello, nos interesan los lineamientos de Byung-Chul Han (2016) en su Topología de la violencia, puesto que se basa en la percepción del centro de tortura o campo de concentración bajo la noción de no-lugar, en su condición de espacio secreto alejado de la legislación tradicional9.
La introducción de un ciudadano tradicional dentro de este no lugar se transforma en una línea diferenciadora, el punto de partida a una mutación corporal y psicológica capaz de denigrar al ser humano, manipulándolo a partir de sus instintos más básicos. De este modo, la deshumanización posibilita la pérdida de la ideología, de la moral e incluso de la dignidad, esto se conseguía impidiendo al prisionero la posibilidad de ejecutar las básicas rutinas de higiene. En efecto, las consecuencias eran devastadoras, los olores propios y ajenos perturbaban la paz y delataban los estados deleznables de las enfermedades que se incubaban. La experiencia sensorial es la prueba fehaciente de la debacle de una ideología o, si no por lo menos de la pronta eliminación: “Mediante la acidez trasnochada de los sobacos, cuyo hedor se mezclaba de la maceración de las entrepiernas, se tomaba conciencia de la degradación en que se estaba inmerso, fuera ya de la dignidad humana” (Marín, 1995, p. 184).
El torturador ve a la víctima como un sujeto merecedor de ser sacrificado en pro del bien común, por lo tanto, podemos entenderlo como un individuo que pierde su humanidad transformándose en algo nuevo10. María del Carmen, en su patetismo, es capaz de caracterizar esta nueva aparición, pues en su rol de torturadora los vio propagarse y luego diluirse en la vergonzosa muerte del sacrificio para ello recurre a la figura mitológica del imbunche, el custodio de la cueva de los brujos: “Los imbunches, por suerte, acotaba María del Carmen, solo existían en los libros de mitología acerca de Chiloé, pero después de permanecer una semana en Peñalolén, muchos de los detenidos sufrían un proceso de animalización” (Marín 1995, p. 184)11.
Hablamos de una pérdida que va mucho más allá de la dignidad, pues arruina la capacidad de pensamiento y rebelión. Estas se diluyen e intercambian por la necesidad de construir sujetos dóciles que, según los planteamientos de Sofsky, evocan a la herramienta predilecta del poder, puesto que: “La tortura está inscrita desde el principio de la lógica del poder. Pues el poder descansa sobre la obediencia y la docilidad, sobre las actitudes que nunca están garantizadas a perpetuidad” (Sofsky, 2006, p. 85). Así estamos frente al surgimiento de una nueva clase de imbunchismo, en el sentido de José Donoso, una noción que es trabajada por Gloria Durán en su artículo “El Obsceno Pájaro de la Noche: La Dialéctica del Chacal y el 'Imbunche'” donde arguye que:
El "imbunche", como lo pinta Donoso, es la víctima "biodegradable" capturada por las brujas y ofrecida a las fuerzas creadoras de la vida, los comedores de carroña, que garantizan que nada se echará a perder, que la vida va a seguir su lucha eterna con la entropía. Si hay protagonista-en el sentido de vencedor-en esta novela, es la naturaleza misma que crea y destruye con una falta absoluta de sentimentalidad (Durán, 1976, p. 251).
En el caso descrito por Marín, ya no estamos frente al actuar herético de las brujas, sino a una conspiración que libera al hechizo y la leyenda de la capacidad creadora y la transfiere a los Agentes del Estado. Ellos, en esta instancia, son los capacitados para planificar, vigilar, capturar, convertir, maltratar y dominar, al punto de bautizarlos como delatores o futuros torturadores, como ocurrió en el caso de la añorada Mónica que, en una escena marcada por un debilitamiento de la moral y la conciencia de grupo, descolocaba a un Germán Marín más joven y potencial exiliado: “De mi lado tenía muy poco que responder, casi nada, vacío de explicaciones bajo el peso de una derrota que también era mía, excepto destacarle los muertos que estaban cayendo en reemplazo de aquellos que, sin esperar demasiado, habían buscado asilo en las embajadas. Nada bueno viene con los militares arriba y, a partir de ahora, cada uno deberá rascarse con sus propias uñas, me argumentó” (Marín, 1995, p. 136).
Las fuerzas armadas, los torturadores inconscientes y los torturadores conversos, demuestran la fuerza de la naturaleza humana y su sed de destrucción. Ellos representan una domesticación de la maldad, utilizada a favor del orden y la idea de sanitización social de la que hablamos en párrafos anteriores. De esta manera, el narrador alude al modo en que la violencia se dosifica con la finalidad de mantener el orden, una visión que converge con los planteamientos de Wolfgang Sofsky (2006) en Tratado sobre la violencia: “Los criminales y homicidas son formados en el oficio de las artes militares, son convertidos en trabajadores de la violencia, dotados de los aparejos necesarios y encuadrados en una jerarquía de mandos. El soldado reemplaza al guerrero, el general al caudillo. La estatalización de la violencia significa la racionalización y el desarrollo incesante de las fuerzas destructivas” (Sofsky 2006, p. 20).
La naturaleza violenta de los eventuales Agentes del Estado nos hace pensar en la imposibilidad de una reconciliación, ya que la máquina constructora de imbunches es capaz de dejar secuelas visibles en la época contemporánea, donde el neoliberalismo promueve la autoexplotación dentro de la sociedad de rendimiento descrita por Byung-Chul Han (2016) en su Topología de la violencia12. Dicha naturaleza, acaba mostrándose en una animalización alegórica que acompaña y refleja al Marín personaje mientras transita por las ruinas y se utiliza para describir a uno de los más grandes torturadores dentro del ejército chileno y finalmente, termina por traspasar a la nación completa. Ello se manifiesta, en primera instancia, cuando se describe el análisis constante de las ruinas del que es partícipe: “Estaba en ese examen cuando advertí, cercano al espejo de agua, la mirada de un gato de pelaje oscuro, dueño de unos ojos amarillos casi iridiscentes, que me observaba temeroso a punto de huir. No dejaba de ser una compañía el animal” (Marín 1995, p. 103). En definitiva, esta imagen felina se transforma en compañía violenta y sigilosa que acompaña a la persona y que lo refleja en el agua como si se tratara de un devenir o un alterego.
El segundo momento se visualiza en la descripción del histórico Manuel Contreras, este queda descrito como el más cruel de los agentes, pero también el más perspicaz, pues luchó por apropiarse de la hacienda para hacer de las suyas. Así, la asociación del felino con la muerte y lo oscuro acuñada dentro del Diccionario de símbolos (Cirlot, 1992) queda manifiesto al generar esta caracterización: “No debe extrañar, en consecuencia, que el coronel Manuel Contreras, más felino que cualquiera de los Vassallo, le saliera al paso a fin de quedarse con la propiedad, bonita y romántica como poetizaban los anuncios de publicidad, en las páginas de espectáculo de El mercurio, con motivo del estreno de la discoteca” (Marín, 1995, p. 167).
Finalmente, la alegoría, en su propiedad movible y plurisignificante, se termina extendiendo para describir a toda la nación. Ello, no obstante, se visualiza como un punto en contra, pues el narrador le quita mérito al símil que consagra a Chile como el jaguar de Latinoamérica, una frase acuñada por el diario El Mercurio, al establecer una relación con los llamados “tigres asiáticos”, pero que para el Germán Marín protagonista, dejaba de tener sentido completo, considerando los altos índices de desigualdad y los rostros amenazantes de la pobreza que, cual engendro, se arrebataban contra él producto de una rabia reprimida por tanta tortura dictatorial y postdictatorial. Muestra de ello es la descripción de las viviendas dentro de las “poblaciones callampas” de los alrededores: “Era un lunar más dentro de los existentes en Santiago que echaban a perder el discurso triunfalista tan en boga, en que Chile era comparado a un tigre y a un Jaguar en un símil zoológico, por quienes postulaban la reconciliación de intereses” (Marín 1995, p. 196).
En este sentido, la visión del anciano protagonista ante la juventud de la barriada va más allá del miedo y la conmiseración, el viejo Marín ve en ellos el fruto de una nación descuidada, maltratada que, como una aberración, nace de las violaciones continuas a la dignidad y los derechos humanos. En síntesis, examina a la nueva sociedad como una muestra devastadora de los errores pasados, del descuido y la falta de bases sociales dentro del modelo económico que colapsa a los ciudadanos. Por lo tanto, ante ellos, la figura del narrador resulta ridícula: un excedente de una época perdida, un sobreviviente, pero también un cuerpo doliente en constante nostalgia:
Sentí en aquel momento, mientras ridículo sostenía la rosa por el tallo, que algo espeso y caliente salía de ellos, semejante al aliento del hocico de un animal. La muchachada venía de los ranchos que se observaban al otro lado de la avenida, era el resultado social, entre otros motivos, de la trayectoria sufrida por el país durante años, si bien, como además pensaba, el malestar dentro de una sociedad, si es que no era el mal puro, siempre se expresaba de modo más evidente a través de esos sectores (Marín, 1995, p. 197).
En suma, observamos a la novela El palacio de la risa (1995) como el precedente o el cruel entrenamiento de lo que es hoy la sociedad de rendimiento, develada en la Topología de la violencia (Han, 2016). Adicionalmente, somos testigos de cómo la ruina es producto de un ejercicio de violencia normalizado y justificado que, de uno u otro modo, plasma las condiciones necesarias para reflexionar en torno al ethos nacional, un ejercicio ineludible que se explica concisamente en las palabras de Willem (2013): “Sus ruinas no solo revelan la dificultad de agarrar un pasado oscuro, sino que implican también una crítica del presente” (Willem, 2013, p. 123).
3. Conclusiones
En síntesis, visualizamos la narrativa de Germán Marín como una muestra de que la historia, construida desde los vencidos, puede entenderse como un aporte para la comprensión de ciertos roles. Señalamos esto sin encerrarnos en el concepto de víctima, sino también considerando el rol de los victimarios menores y el vuelco que vivieron en el proceso de transición a la democracia. Un testimonio patético y perturbador que nos ayuda a comprender que, en una situación de Estado de sitio permanente, es muy difícil mantener los preceptos morales, un evento donde las chaquetas y las almas se dan vuelta en post de la supervivencia.
El residuo cumple un rol fundamental a la hora de escarbar en la historia, estos forman parte de constelaciones superiores que vibran y muchas veces se vuelven complejas de leer. Ello nos recuerda a la imagen del ángel de la historia del que nos habla Walter Benjamin en su “Tesis de filosofía de la historia” (1989), donde explica como una tempestad ruinosa impide observar el pasado en su totalidad. Esto último, nos ayuda a dejar de buscar la verdad o el único significado de las cosas, puesto que una piscina puede ser un lugar de disfrute, pero también el sitio donde ocurren los más grandes horrores. Chile es un país de ambigüedades, una aseveración que nos transporta a una visión más amplia, sin verdades absolutas, pero sí más inclusivo, pues como decía Benjamin:
El pasado lleva consigo un índice temporal mediante el cual queda remitido a la redención. Existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra. Y como a cada generación que vivió antes que nosotros, nos ha sido dada una flaca fuerza mesiánica sobre la que el pasado exige derechos. (Benjamin, “Tesis de filosofía de la historia” en Conversaciones interrumpidas, 1989, p. 178).
La noción de constelación, por su parte, pone en juego la vida permanente de los objetos y la carga que los ayuda a perdurar. Así, somos testigos de cómo el pasado constituye un cimiento del presente y, de cómo las secuelas de nuestra dictadura se nos recuerdan a partir de los residuos materiales, pero también de los despojos memoriales presentes en la literatura. De esta manera, se subsume la importancia de las historias menores y su rol como precedentes de nuestra situación actual.
Respecto a la teoría de la sociedad de rendimiento (Han, 2016), podemos observar cómo El palacio de la risa (1995) se asume como un oscuro precedente que nos ayuda a comprender cómo la tortura, suscita el nacimiento del imbunche que, posteriormente, se extiende a otros aspectos de la sociedad desde donde se distinguen seres contraídos, asustados, utilizados y subyugados a una fuerza mayor, capaces de controlarlos y hacerlos pensar que son dueños de su propia vida.
Concluimos que la visión particular de Marín, respecto de la literatura, se plasma dentro de la novela, puesto que no la visualiza como un sistema de salud, sino como un espacio para sus obsesiones de escritor, como él lo ha señalado en algunas entrevistas (Marín, Conversación con Germán Marín "Soy un resentido de todo", 2003). Es ahí donde da lugar a su propio sentimiento, un resentimiento que es su historia y que necesitó aceptar y plasmar. Hoy, a más de dos años de su muerte, su narrativa nos parece más necesaria que nunca, ya que nos ayuda a ver los gestos y cimientos que marcaron el “18 O”, nos asiste para comprender las conductas agresivas y precipitadas, pues, todos somos imbunches hijos de la tortura y el secretismo. En resumidas cuentas, nos hemos transformado en un país de indolentes, secuestrados, subyugados y, sobretodo, espeluznantes sujetos de rendimiento, un país que se contradice con cuerpos torturados y cuerpos torturadores, un país que enferma, pero que también cura, un país que sangra, pero también un oscuro país felino que apesta y a la vez florece. La nueva sociedad chilena es el imbunche de Marín, el Asmodeo que acarrea al final de su Idola (2000), una masa monstruosa fruto del dolor, a la que tuvo de ver explotándose a sí misma mieetras él no encajaba con los preceptos del capitalismo actual.
Finalmente, estamos de acuerdo con las reflexiones de Gastón R.Gordillo (2014), cuando señala que no hay que temer a las ruinas, ya que ellas son una muestra de nuestros orígenes y nuestra identidad, una identidad que nos permite concebirnos como una multiplicidad latente. La literatura de Germán Marín es una prueba de valentía, se constituye como una resistencia descarnada, pero también como la rotura de una infancia, de una inocencia y de una época onírica que sobrevive en la nostalgia y la colonización.