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Mora (Buenos Aires)

versión On-line ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) vol.27 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dic. 2021

 

Artículos

La infelicidad y sus metáforas. Depresión y agencia en tiempos de precariedad neoliberal

Renata Prati1 

1Conicet/UBA. renataprati@gmai.com

Resumen

El objetivo de este artículo es contribuir a los estudios críticos sobre la depresión desde una reflexión informada por una teoría feminista y queer de los afectos. La depresión, problema actual y urgente como pocos, pasa demasiadas veces como un desequilibrio neuroquímico o una disfunción individual. Aquí, a partir de las nociones de precariedad y autoprecarización, se busca contrarrestar esa comprensión reductiva y patologizante, para abordar en cambio la depresión desde una perspectiva crítica más amplia. Sin embargo, si la depresión es política, ¿la respuesta a ella también debe serlo? Para desplegar estas cuestiones, el presente trabajo se organiza en dos momentos: por un lado, explora la tensión entre los conceptos de patologización y victimización y la posibilidad de resistencia, buscando desarmar algunos binarismos poco útiles para pensar el problema de la agencia; por otro lado, se pregunta por el manifiesto como forma de intervención textual y acción política, y se analizan textos de Ann Cvetkovich y Sara Ahmed que podrían ser considerados, en cierto sentido, manifiestos feministas de o desde la depresión, por cuanto tematizan y problematizan, cada uno a su manera, las formas contemporáneas de la infelicidad, poniendo en primer plano su carácter político.

Palabras clave: depresión; precariedad; vulnerabilidad; agencia; manifiesto

Abstract

The aim of this paper is to contribute to critical discussions on depression from the perspective of feminist and queer affect theory. Depression is too often characterized as a neurochemical imbalance or a personal dysfunction, even though it is one of the most topical and pressing problems of today’s world. Drawing on the notions of precariousness and self-precariousness, I seek to counter the oppressive and pathologizing character of this common assumption, and to address the problem from a broader critical perspective. However, if depression is to be understood as a political problem, should it have a political response? In order to unfold these issues, the present work is structured in two stages. First, I explore the tension between the concepts of pathologization, victimization and the possibility of resistance, attempting to blur dichotomies that prove to be of little use to the issue of agency. Secondly, I delve into the manifesto as a means of textual intervention and political action. To that end, I analyze texts written by Ann Cvetkovich and Sara Ahmed, that could be regarded as feminist “depression manifestos”, for they both -each in their own way- tackle contemporary patterns of unhappiness and expose their political nature.

Key Words: depression; precariousness; vulnerability; agency; manifesto

Toda la tierra que tengo la llevo en los zapatos. Mi casa es este cuerpo que parece una mujer, no necesito más paredes y adentro tengo mucho espacio: ese desierto negro que tanto te asusta. Miriam Reyes (2004)

En un breve ensayo titulado “¿Qué es lo contemporáneo?”, Giorgio Agamben se pregunta cómo es posible abordar desde el pensamiento el tiempo presente, ese en el que se vive. Para él, incluso en nuestro siglo rebosante de luces, de pantallas y tecnologías de la imagen, cierta veta fundamental del abordaje de lo contemporáneo se juega en su oscuridad: “Todos los tiempos son, para quien experimenta su contemporaneidad, oscuros. Contemporáneo es, justamente, aquel que sabe ver esa oscuridad, aquel que está en condiciones de escribir humedeciendo la pluma en la tiniebla del presente” (Agamben, 2014: 21).

Esas tinieblas remiten, por cierto, al carácter siempre elusivo del tiempo presente, a la dificultad de ver las cosas en perspectiva cuando una se halla ya dentro de ellas. Pero aquí quisiera entenderlas como indicando algo más, o como apuntando en la dirección de una clave más concreta para pensar nuestra contemporaneidad: como si lo propio de este tiempo en que vivimos fuera precisamente su oscuridad, la forma específica de sus sombras. La tristeza y el dolor, los “humores negros” que asociamos a la depresión, suelen tomar prestado el ropaje de lo oscuro; lo mismo pasa con la enfermedad, con la locura, frente a la luz de la salud, de la razón. ¿Acaso tienen algo en común, todas estas oscuridades, íntimas y compartidas, afectivas y sociales? ¿Será posible escudriñarlas juntas, leerlas juntas, o, tal vez, una a la luz de la otra?

Precariedad personal y política

Aquí me interesa proponer, frente a esas preguntas, una vía posible de abordaje que parte de la noción de precariedad. Es preciso señalar, ante todo, que esta noción no remite a un concepto estable ni cerrado, sino que se deja comprender mejor como una constelación de ideas emparentadas, que no son exactamente las mismas en cada contexto. Se habla cada vez más de precariedad, precarización, vulnerabilidad, exposición, dañabilidad; aunque no haya un consenso total en torno a sus definiciones, sí puede decirse que, con estos conceptos, se busca hacer manifiesta una condición ontológica, común a todos los cuerpos, que en la realidad, sin embargo, se encuentra desigualmente distribuida. Como se hace evidente a partir de los trabajos de Judith Butler (2006, 2010, 2017, entre otrxs) e Isabell Lorey (2016, 2017, 2018), la precariedad es una categoría bifronte, a la vez ontológica y política. Sus dos caras no son tan fáciles de escindir.1 En ese sentido, la precariedad me servirá aquí ante todo por su capacidad de conjugar dimensiones heterogéneas sin neutralizar sus complejidades: desde esta noción se hace posible pensar tanto la condición más básica y universal de nuestra existencia en cuanto cuerpos, como los dispositivos más actuales de gobernamentalidad neoliberal; es decir, tanto lo íntimo como lo público, tanto lo afectivo como lo político, y ambos en su imbricación intrínseca, difícil y obligada.

La precariedad, con su mirada bifronte, habilita una suerte de amalgama de ambas perspectivas, la estructural y la personal. La precariedad, como instrumento de gobierno, implica a la vez una incidencia diferencial y una dimensión afectiva, personal. Que se trate de un problema político no quiere decir que afecte a todos por igual ni de la misma manera, o que quienes la sufren la perciban siempre en el mismo sentido; y esas diferencias no son mero ruido, sino que son parte integral del dispositivo. Por otro lado, como también puede verse en la distinción que tanto Butler como Lorey establecen entre la precariedad como condición ontológica y la precarización como instrumento de gobierno, pensar la precariedad como clave para la oscuridad contemporánea permite desandar presupuestos maniqueos y enfrentar de lleno eso que Jacques Derrida llamaba “economía de la violencia” (2012: 157).2 El hecho de que la vulnerabilidad, el peligro y el dolor sean componentes insuprimibles de nuestras vidas -en cuanto cuerpos sensibles entre otros cuerpos- no quita que exista también un uso interesado, injusto y desigual del dolor. Un pensamiento que se quiera contemporáneo, en el sentido de Agamben, no podrá desentenderse de la trabazón entre ambas dimensiones. La resistencia en el mundo de hoy no puede plantearse ya (si acaso alguna vez haya sido posible algo así) como una acción pura, una cuestión de blanco o negro, una lucha entre el bien y el mal: la precariedad es tanto ese medio en el que irremediablemente vivimos (condición existencial) como el medio por el que las vidas se vuelven prácticamente invivibles (dispositivo de gubernamentalidad).

Esta trabazón íntima de esferas que tradicionalmente se comprendían por separado hace también que la precariedad y la precarización resulten productivas para abordar emociones, sentimientos, afectos y, en particular, afectos negativos como la tristeza, el sufrimiento psíquico, los humores negros de la depresión. En los últimos tiempos se han redoblado los esfuerzos -que desde ya no son nuevos- por comprender las emociones o los afectos ya no como fenómenos privados o interiores, sino dentro de un complejo entramado social, cultural y político. Como sostiene Sara Ahmed en La política cultural de las emociones, los afectos no son entidades discretas que las personas lleven adentro, que puedan compartir o guardarse: no importa tanto “qué es” una emoción, un sentimiento o un afecto (ella los usa en gran medida como sinónimos, y aquí la sigo en eso), sino qué hacen: cómo circulan en las sociedades, “cómo se ‘pegan’ y cómo se mueven” (Ahmed, 2015: 24). Lo afectivo no es un plano que preexista a lo social; las emociones adquieren su forma a través del movimiento mismo, y en la circulación algunos objetos e ideas se saturan, se vuelven “pegajosos”. Una de las tesis que quisiera proponer aquí es que, en sociedades tan permeadas por los imperativos neoliberales y autoprecarizantes del entusiasmo emprendedor y el pensamiento positivo como las de hoy, lo que parece saturar los afectos negativos es una patologización desvalorizante y reductiva. A la tristeza, a la desazón, se les ha pegado con fuerza la metáfora de la enfermedad.

El neoliberalismo, por supuesto, es un concepto amplio y muy controvertido. Lo que importa aquí, de este paradigma de gubernamentalidad, de regulación económica, social y cultural y de producción de subjetividad, es ante todo su presencia en el plano afectivo, su efectividad allí “a través de lo precario como modo de subjetivación” (Penchansky, 2020: 179).3 Es precisamente a través de la expansión y la exacerbación desigual de la precariedad que el neoliberalismo despliega una versión atomizada de la subjetividad, en la que cada cual es responsable por la propia supervivencia. El “ego-liberalismo”, como lo renombra Virginia Cano para echar luz sobre sus efectos individualizantes, “es rico en la proliferación de ‘tecnologías de aislamiento’” (Cano, 2018: 31), que colaboran en la construcción de imágenes del dolor y de la depresión como fenómenos netamente individuales y privados. La apuesta de este ensayo, en cambio, es que el problema de la depresión puede ser leído como uno de los sitios en que se hace carne la precariedad que tanto tiñe las escenas de nuestra contemporaneidad neoliberal.

En el seno de lo que podríamos llamar, siguiendo a Cecilia Macón (2013), la vertiente crítica del giro afectivo, se han avanzado distintas maneras de rechazar la visión reductiva y patologizante de los afectos negativos, para llevar el foco, en cambio, a su politicidad, su carácter relacional, social, contingente, colectivo. Lauren Berlant, por ejemplo, aborda la “epidemia” de la depresión en los Estados Unidos como un fenómeno de “muerte lenta”, de respuesta afectiva a un estado de crisis permanente, a las crecientes presiones y las “nuevas precariedades” que implica la ardua tarea de (sobre)vivir en las sociedades neoliberales (Berlant, 2020: 51). En Depression. A Public Feeling, Ann Cvetkovich sostiene, por su parte, que la depresión es un nombre para la experiencia subjetiva contemporánea, una palabra clave para comprender “cómo se siente el capitalismo” (2012: 11); y aunque no retoma explícitamente la familia semántica de la precariedad, sí se sirve de varios de sus parientes conceptuales, como la vulnerabilidad y la exposición, para investigar no solo la dimensión afectiva de este fenómeno, sino también su distribución desigual y diferenciada, su carácter intrínsecamente político. Cvetkovich habla allí de “depresión política” -que, como ella señala, surge en el marco del debate sobre la melancolía de izquierda, pero es una noción más amplia que aquella- para referirse a la insistente sensación de que “las formas usuales de respuesta política (…) ya no están funcionando, ni para cambiar el mundo ni para hacernos sentir mejor” (2012: 1). La depresión remite así no solo a una crisis de la experiencia cotidiana en el neoliberalismo, sino también a una crisis del repertorio de la acción política del que disponemos para hacerle frente.

En esta línea, entonces, abordar la depresión desde la perspectiva de la precariedad permitiría contrarrestar en cierta medida los esfuerzos neoliberales por reducir el problema a un desequilibrio neuroquímico, a un trauma o disfunción meramente individual o, parafraseando a Susan Sontag (2003), por recubrirlo con las metáforas de la enfermedad, con todo el bagaje distorsionante, moralista, alienante y punitivo que reviste dicha operación. Por el contrario, pensar el plano afectivo desde la clave de la precariedad permite dar cuenta de que, como afirma Sara Ahmed, “aunque la experiencia del dolor pueda ser solitaria, nunca es privada” (2015: 61). Demorarnos en la politicidad del dolor de la depresión y de las metáforas que lo pueblan puede tener, así, algo para enseñarnos acerca de cómo juegan los afectos en el terreno y el paisaje político de la actualidad.

Con todo, estas líneas plantean a su vez nuevos problemas: si la depresión es una cuestión política, ¿la respuesta a ella también debe serlo? ¿En qué sentido? ¿Necesitamos acaso un manifiesto de la depresión? De alguna manera, estas preguntas constituyen el motor y el corazón del presente trabajo: la depresión, lejos de ser un malestar privado o una cuestión meramente individual, plantea hoy problemas filosóficos y políticos de una relevancia incuestionable. El reconocimiento de la politicidad de los afectos negativos se trastoca rápidamente en la pregunta por la acción, en la cuestión de cómo responder al problema señalado. Pero, al tratarse de afectos por largo tiempo asociados con la pasividad y la inacción, este camino desemboca de lleno en la “crisis histórica y teórica de la agencia” de la que habla Diana Coole (2005: 127). Suele considerarse que es agente quien tiene el poder o la capacidad de introducir un cambio efectivo en el tejido de la historia y de la vida en común; la crisis de la agencia, y más en general las polémicas en torno a ella, tienen que ver con aquella “terca oposición” según la cual el agente es o bien libre, o bien está determinado constitutivamente por fuerzas externas a él (Coole, 2005: 125). Es el viejo debate del sujeto y la estructura, pero también remite a discusiones más recientes sobre constructivismo y biologicismo, o a la dicotomía entre empoderamiento y victimización (Macón, 2013: 23). La experiencia tan irreduciblemente corporal y afectiva de la depresión obliga, como veremos, a reelaborar estas tensiones desde una perspectiva diferente.

Y es que la depresión, como problema político, es uno bastante extraño. Sí, claro que la realidad política y económica actual nos deprime, pero justamente lo que se plantea en la depresión es una inadecuación de los canales usuales de protesta, una puesta en jaque de las categorías usuales de la política. ¿El problema es el mundo que nos deprime, o nuestras psiques que no lo aguantan, o nuestra química cerebral que falla, o nuestrxs seres queridxs que no saben o no quieren acompañarnos, o el sistema de salud que no está pensado para contenernos ni curarnos? ¿Qué exigir, a quién exigírselo? El activismo no cura la depresión (no el activismo tradicional, o al menos no de forma directa). Todo manifiesto que se precie debería ser capaz de ofrecer un enemigo claro, una demanda clara, o al menos eso parecería. Pero lo que pone sobre la mesa la depresión -y todavía más la depresión política- es precisamente la imposibilidad de dar con esas respuestas. El trabajo que nos exige nos lleva un paso más atrás: un manifiesto de la depresión, en cuanto llamado a la acción y en sí mismo una forma de acción afectiva y política, involucrará necesariamente géneros truncos y modos alternativos de la agencia.

Depresión, responsabilidad y agencia

En efecto, la relación entre la precariedad y la resistencia es una particularmente difícil y tensionada; como se pregunta Butler en su contribución al volumen titulado, justamente, Vulnerability and Resistance, ¿es preciso, para resistir, poder trascender o superar la propia precariedad, o acaso la precariedad (o la vulnerabilidad, que ella define como “el sentido de ‘exposición’ implicado por la precariedad”) es eso que movilizamos para resistir? (Butler, 2016: 13-14). Como quisiera mostrar, el problema de la depresión resulta, y quizás en más de un sentido, un terreno sumamente fértil para poner en juego estas preguntas.

La crítica de la patologización es uno de los puntos álgidos en los debates sobre la depresión, en particular en contextos como el estadounidense, donde la presencia de la industria farmacéutica es tan avasallante. El supuesto implícito allí parece ser que, en la medida en que la patologización victimiza, les resta agencia a las personas: si tenemos un trastorno depresivo o una tendencia a deprimirnos, está fuera de nuestro alcance, lo único que nos queda por hacer es someternos al tratamiento indicado. Así, al menos, es como se plantea la cuestión desde un paradigma neoliberal que ha calado hondo en el sentido común, e incluso en movimientos de resistencia como los feminismos: la noción de víctima y la de agencia aparecen como polos mutuamente excluyentes (Stringer, 2014).

El libro de Cvetkovich se abre de hecho con una suerte de diatriba contra el Prozac, y -como se verá más adelante- toda su escritura parece estar motivada por encontrar una narrativa que se separe de los “diarios del Prozac”, esa serie de autobiografías y memorias de relatos lineales y salvíficos que proliferaron en los Estados Unidos con el cambio de siglo. Sin embargo, la autora enseguida matiza esta posición anti-Prozac: señala que, al fin y al cabo, el modelo biomédico tiene la ventaja de aliviar los efectos dañinos de “formas debilitantes de responsabilidad y autoculpabilización” (: 16), de combatir esa culpa perniciosa que, en el modelo fuertemente egoliberal en el que vivimos, suele recaer de lleno sobre la persona deprimida. Este es, en definitiva y como señala Butler, uno de los mecanismos de autoprecarización de la moralidad neoliberal contemporánea, que nos exige “ser autosuficientes en términos económicos cuando las condiciones estructurales socavan toda posibilidad de autosuficiencia” (Butler, 2017: 21). ¿Qué psique puede salir airosa de semejante contradicción entre mandatos y realidad? ¿Cómo evitar, en estas condiciones insoportables, que los ideales de autonomía y responsabilidad se conviertan en sentimientos incapacitantes de culpa y fracaso? El modelo biomédico parece ofrecer, en ese sentido, lo que Ahmed llama una “nota de permiso” (2018: 330), un subterfugio para la exigencia egoneoliberal: está bien que no puedas, no es tu culpa, no sos vos, es tu química cerebral. Pero, en última instancia, este subterfugio es también un camino a la victimización, lo que conlleva sus propios costos y riesgos, al despolitizar la precariedad y así aislar y sobrecargar aún más a personas ya vulnerables. Se trata de una encrucijada difícil y peligrosa: de un lado, la Caribdis de la victimización patologizante, del otro, la Escila de la hiperresponsabilización neoliberal. ¿Es que acaso no es posible imaginar otras formas de combatir esa hiperresponsabilización, que no dependan de la victimización intrínseca a ese modelo patologizante?

Para la socióloga Eva Illouz, las nociones de autorrealización y de víctima no solo forman parte de la misma cultura contemporánea, sino que son incluso dos caras de la misma moneda. Componen lo que ella llama “uno de los fenómenos más paradójicos” de las últimas décadas: el aumento del discurso del “individualismo seguro y triunfante” de manera simultánea a la proliferación de expresiones de sufrimiento y victimización (2006: 126). Lo que sucede, explica Illouz, es que toda narrativa terapéutica precisa de una narrativa de enfermedad, “es una narrativa de la enfermedad y del sufrimiento” (ibídem: 135). El yo heroico necesita haber estado enfermo para poder curarse y celebrar su autosuperación:

Así, la psique oscila constantemente entre la automejora y la autorrealización, por un lado, y el estatus de víctima, por otro, pues solo un daño infligido desde el exterior puede explicar el sufrimiento e impedir la autorrealización plena. Cabe preguntarse, entonces, si esa oscilación de la psique entre víctima y autorrealizador no ha empobrecido las nociones de responsabilidad y voluntad, haciendo del yo contemporáneo o psique un ente por un lado demasiado irresponsable (por las disfunciones sufridas en la infancia [o por su química cerebral, podríamos agregar]) y por otro en exceso responsable (pues todo fracaso acaba siendo un fracaso del yo). (Illouz, 2014: 30)

El modelo biomédico trae cierto alivio a los individuos, pero mantiene el problema en un plano individual y en gran medida impide, por lo tanto, explorar qué otros factores interpersonales o impersonales están en juego. Pero, además, mantiene vigente e intacto ese nudo fatal entre victimización y autosuperación. Sin embargo, a mi entender, la crítica de la patologización no debería traducirse en un antibiologismo sin más, en una suerte de voluntarismo constructivista que se quedaría dentro del mismo paradigma que devela Illouz, solo que del lado de la autorrealización. Para poder dar con nuevas vías de alivio, entonces, lo que urge es encontrar la manera de salir de esta encrucijada; y eso implica imaginar formas alternativas de la agencia, que no se retrotraigan al modelo -moderno y luego neoliberal- del individuo soberano y empresario de sí (Cano, 2018: 35).

Esa es precisamente la tarea que Lauren Berlant emprende en el tercer capítulo de El optimismo cruel; allí se esfuerza por reencuadrar lo que entendemos por soberanía y agencia, teniendo en cuenta las complejidades del capitalismo contemporáneo, y se enfoca para ello en dos fenómenos de “muerte lenta”, como dice, que suelen ser tachados de “enfermedad vergonzante de la soberanía” (Berlant, 2020: 184): la obesidad y la depresión. Para comprender estos problemas, sostiene Berlant, es preciso deshacer la íntima y antigua trabazón entre agencia y voluntad, entre la capacidad de actuar y la idea de conciencia, intención, yo: en estos contextos, se hace evidente que las categorías del yo soberano clásico no funcionan. El placer en la comida, o la automedicación que representa el alcohol, se explican para ella como formas de “agencia lateral”, agencia sin intención, en las que la experiencia corporal y vital funcionan como sitios de “interrupción episódica de la personalidad” que permiten “pequeños respiros de voluntad” (Berlant, 2020: 213). Este modelo se corre de la comprensión tradicional de la agencia estratégica, orientada, efectiva, medida en la ecuación entre intención y resultados: y es justamente en parte la creciente presión sobre el yo, sobre su voluntad e intenciones y sobre los resultados que es capaz de producir, lo que produce el impasse actual, en el que tanto la obesidad como la depresión son vistas como enfermedades de la soberanía sobre unx mismx, como crisis de la voluntad y del autocontrol que ponen en jaque la tan preciada productividad.

Pueden encontrarse esfuerzos similares por imaginar formas de la agencia que escapen de ese dilema y de ese paradigma en Butler y en Cvetkovich (y seguramente en muchxs más). Para Butler, como ya vimos, repensar la relación entre agencia y vulnerabilidad, entre resistencia y precariedad, resulta hoy una tarea urgente, que implica a todas luces dar cuenta de formas de la capacidad de acción que no descansen en el modelo clásico de subjetividad independiente y productiva. La noción de agencia debe poder incluir la vulnerabilidad y la precariedad (en su doble sentido, de condición ontológica y dispositivo gubernamental), y para ello debe poder incluir también el cuerpo: porque, como advierte Butler, “si el cuerpo continúa en el nivel de la necesidad, no habrá relato político de libertad que pueda incorporarlo” (2017: 53). Y es en ese sentido que apuntan también las reflexiones de Cvektovich, cuando elabora por ejemplo la noción de “políticas del cuerpo, en las que la agencia toma una forma distinta a la aplicación de la voluntad” (: 168). En un pasaje de las memorias incluidas en Depression. A Public Feeling -un pasaje que resuena bastante con las tesis de Berlant, aunque con un tono más luminoso-, Cvetkovich explica:

Nadar no es más que una continuación de respirar. Puedo seguir moviéndome sin realmente tener que pensar en ello o hacer un gran esfuerzo. Moverme me da un respiro por un instante. Puedo hacer una pausa y dejar que mi mente siga con sus obsesiones, porque es mi cuerpo el que sigue adelante, y sigue adelante sin mí. El ejercicio se convierte en una oportunidad para una disociación permitida (…). (Cvetkovich,: 51)

Las que recupera Cvetkovich son figuras en apariencia sencillas, casi banales, de prácticas de autocuidado y de creatividad cotidiana y corporal, como nadar, moverse, fantasear, hacer manualidades. En Butler, en cambio, las “políticas del cuerpo” son más bien las manifestaciones y las asambleas, la masa de cuerpos en el espacio público. Más allá de sus diferencias, estas tres reflexiones comparten una preocupación y un esfuerzo por pensar de otra manera la relación entre la agencia, el cuerpo y la precariedad.

La escritura como lugar de resistencia

En este punto, cabe detenernos para advertir, no sin cierta perplejidad, lo extraño de un recorrido que, desde la pregunta por la politicidad de la depresión y la necesidad de un manifiesto, nos ha llevado a considerar el cuerpo y la politicidad de sus prácticas cotidianas. En verdad, esta vacilación entre el cuerpo y la escritura -o este doble reconocimiento- se encuentra presente en gran parte de los abordajes de la depresión: en diarios y ensayos, en memorias y manifiestos suele haber un reconocimiento claro de la dimensión corporal de esta experiencia, pero en algún momento suele aparecer también alguna declaración acerca del valor catártico, terapéutico o transformador de la práctica de escribir.4 Aquí, sin embargo, no me preguntaré tanto si la experiencia de la escritura comporta algún beneficio con respecto a la depresión, ni cuál podría ser su relación con la corporalidad de esta, sino más bien cómo aparece el cuerpo, y con él la precariedad, en ciertas experiencias concretas de escritura que se dirigen de una manera muy marcada a una otra, y que componen así un gesto político: los manifiestos.

Es un hecho, como veremos, que los manifiestos aparecen en las escrituras sobre la depresión: solo a posteriori podemos preguntarnos si esta forma resulta adecuada para el problema, o incluso en qué sentido y medida pertenecen al género tales autoproclamados manifiestos. Como siempre que se trata de género, no es sencillo dar con una definición; la academia suele reconocer el carácter inasible, versátil y multiforme de los manifiestos como género discursivo (Abastado, 1980: 5). Aquí, el archivo de manifiestos se restringirá por eso a aquellos producidos en contextos feministas y queer, entendidos como una forma históricamente reconocible de textos críticos, polémicos, marcados por la urgencia política y una vocación performativa y, a la vez, no exentos de una honda preocupación por el lenguaje, los afectos, los modos de aparición, expresión y comunicación. Este recorte se funda, ante todo, en un reconocimiento de la amplitud y la profundidad con que los feminismos y la teoría queer han abordado, de manera bastante temprana, problemáticas del orden del afecto y las tensiones que rodean a la cuestión de la agencia.

En líneas generales, es posible señalar, a modo de definición heurística y no exhaustiva de estos manifiestos, ciertas de sus notas fundamentales: la construcción de un nosotrxs, de un sujeto colectivo de enunciación, incluso en aquellos casos en que la autoría del texto es individual; la presencia marcada de dos sujetos, un emisor y un destinatario a quien se le habla, y ambos en general de dimensión colectiva; la manifestación de un dolor, una injusticia, una indignación; el carácter público (se trata, al fin y al cabo, de hacer manifiesto ese dolor); el trabajo con el lenguaje, que se mueve entre un registro literario y uno ensayístico y político; y la estructura agonal de la narrativa, que opone un pasado (o un presente) a un porvenir que se quiere mejor, que distingue entre algo contra lo que se combate y algo por lo que se combate (sigo aquí, en parte, el artículo de Kanev, 1998).5 Con estas notas en mente, lo primero que salta a la vista es que un manifiesto sobre o desde la depresión ha de ser uno bastante peculiar.6 ¿A qué acción podría llamarnos un manifiesto así? ¿Cuáles serían sus reivindicaciones? Si pensáramos en un manifiesto de la depresión en un sentido clásico, tal vez nos recordaría a Un mundo feliz, de Aldous Huxley, en tanto podríamos aventurar, reclamaría de manera más o menos directa un “derecho a la infelicidad”. Pero no es ese, o no solo, o no simplemente, el gesto que vemos en textos como el “Manifiesto aguafiestas”, de Sara Ahmed, o en el pasaje de Depression. A Public Feeling que Ann Cvetkovich titula “Depression Manifesto”.7 En cuanto manifiestos, no se enfrentan a la depresión o la infelicidad como tales; su gesto tal vez sea más parecido al de Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas: una exhortación a revisar las figuras y metáforas de la enfermedad que pesan y se sobreimprimen sobre el malestar, una “lucha por la apropiación retórica” (Sontag, 2003: 172), un esfuerzo por cambiar la narrativa. Pero por más que ambos sean, aunque por distintos motivos, manifiestos más bien atípicos, son textos que tematizan y problematizan la infelicidad, su carácter político, así como la pregunta acerca de cómo hacerle frente.

Cvetkovich: entre el diario íntimo y el manifiesto

Algo que de manera casi inmediata llama la atención del libro de Cvetkovich, y sobre lo que la autora se explaya en más de un lugar, es su estrategia discursiva y metodológica doble. Para abordar la cuestión de la depresión, Cvetkovich considera necesario “combinar” dos estilos de escritura, puesto que, explica, un problema como este exige una reflexión capaz de aunar lo individual y lo colectivo. Así, la primera mitad del libro pertenece al género de memorias, mientras que la segunda recibe la etiqueta de “ensayo especulativo”. Esta combinación de primera y tercera persona podría leerse como alusiva a la doble dimensión, personal y estructural, de la cuestión de la precariedad trabajada más arriba; pero aquí quisiera explorar sobre todo ese movimiento que, como Cvetkovich cuenta en la introducción, la lleva desde un proyecto inicial de escribir un manifiesto acerca de la depresión (que aparece materializado en tres breves párrafos colocados como cita destacada, esto es, como un injerto relativamente independiente del texto principal) hacia lo que finalmente publica como la primera parte del libro, con el título “The Depression Journals” (si bien, como lo explicita el subtítulo de la sección, más que diarios son memorias). La autora sugiere que tanto el manifiesto como las memorias son formas de mediar entre lo personal y lo social, pero es preciso señalar que son, sin embargo, formas bastante distintas; y, a partir de este desplazamiento de una a otra, quizás sea posible aventurar algunas observaciones ulteriores.

De cara al libro de Cvetkovich, mi primera hipótesis de lectura surge de un paralelismo entre dos movimientos en cierto sentido previos a su publicación, pero cuyas huellas son claramente perceptibles en su textura: el que va desde la discusión con el Prozac hasta la descripción de una experiencia, y el que va desde la intención de un manifiesto hacia la composición final del libro, mezcla de diarios, memorias y ensayo literario-académico. Ambos movimientos pueden verse en el principio y el final de ese breve pasaje que Cvetkovich titula “Depression Manifesto”, del que -por su inserción como cita- parece lógico suponer que data una instancia previa o preliminar a la escritura del libro:

Esta es mi versión de unas memorias del Prozac, con sus connotaciones negativas incluidas. Pero si quiero escribir esto es precisamente porque no creo en el Prozac. (…) Las teorías acerca de las causas bioquímicas de la depresión bien puedan ser plausibles, pero las encuentro triviales. Lo que me interesa saber es qué factores ambientales, sociales y familiares disparan esas respuestas biológicas; ahí está el punto. Una droga que disimula los síntomas de la respuesta a un mundo de mierda o a una vida de mierda no me dice nada. (…)

Creo que solo puedo saber por qué quiero hablar sobre la depresión si la describo. Qué antes de por qué. Mi propia experiencia es el antídoto para todas esas otras descripciones que leí, ya sean teóricas, de psicología popular, o memorias. ¿Acaso leí algo que me gustara, que me moviera, que me pareciera lo suficientemente verdadero como para asediarme? No. Entonces tendré que inventarlo yo misma. (Cvetkovich, 2011: 15-16)

La tensión y la vacilación son evidentes ya en estas pocas líneas: Cvetkovich parte del deseo de escribir un manifiesto, pero enseguida usa la palabra “memorias”, y habla de su necesidad de producir descripciones, textos personales. Su motivación es primero la indignación que le produce que la complejidad de la experiencia de la depresión quede reducida a la bioquímica y a una droga que la enmascara, pero eso la lleva muy pronto a cambiar el foco y reconocer que ese no es el problema central ni más urgente. Creo que este desplazamiento habla de una puesta en cuestión, o en tensión, de aquello que más arriba nombré como la “narrativa agonal” tan propia del manifiesto como género. De manera más o menos pareja, todos los otros puntos que aquí recuperé como característicos de este género parecen cumplirse en el libro de Cvetkovich: parte claramente de un dolor; construye un cierto “nosotrxs”, aun si no es un bloque homogéneo, ya dado ni sin fisuras (“Quisiera poder escuchar a más gente como yo”, confiesa); si bien el manifiesto no se publica como tal, es ciertamente viable reconocer entre líneas un deseo de intervenir en la arena pública; y hay una exploración en el nivel del lenguaje, que no siempre se atiene a las reglas del ambiente académico en el que ella suele moverse. Pero la claridad que suele conllevar la dimensión agonal está ausente: no resulta inmediatamente evidente quién es el enemigo, ni qué debemos hacer para combatirlo, de manera que su manifiesto no logra constituirse como llamamiento político en un sentido más clásico. La estrategia -si la hay- es más oblicua, insegura, y podríamos incluso pensar que se ha puesto en suspenso o entre paréntesis, por un momento, al menos, la idea de una finalidad, una intención, un telos, de la que la noción de estrategia depende por entero.

Cvetkovich no aborda de forma explícita estas problemáticas. Quien sí se pronuncia al respecto, y nuevamente en un sentido bastante cercano, es Berlant, en una nota al pie en la que se hace cargo de una objeción recurrente a sus reflexiones sobre la obesidad y la depresión, y que por su precisión y agudeza vale la pena citar casi entera:

Cada vez que presento estas ideas en el marco de una charla, algunas personas sensibles plantean que la obesidad y el sobrepeso constituyen formas de resistencia a la hegemonía del cuerpo productivo burgués, como así también a la cultura de la belleza blanca y sus aspiraciones de clase. Mi respuesta es que, si bien muchas formas de comportamiento corriente pueden entenderse en términos de bloqueo, defensa o agresión, las personas suelen ser más vagas e incoherentes de lo que esa caracterización da a entender. (…) Analizar las actividades de un sujeto cambiante exige un imaginario respecto de qué significa hacer algo distinto de lo que propone la fantasía de transformación que satura las nociones de resistencia y protesta. (…) Es decir que mi respuesta es “tal vez”, en algunas oportunidades, pero en la mayoría de los casos, “no”. (Berlant, 2020: 224; trad. ligeramente modificada)

Cvetkovich y Berlant comparten una cierta desconfianza por las transposiciones demasiado directas a la política, por la idea de que sea posible o deseable hoy escribir un manifiesto de la depresión, si entendemos el manifiesto en el sentido más usual y señalado del término. Los conceptos de resistencia, protesta, liberación, tal como aparecen en el imaginario político disponible, dependen de una noción de agencia efectiva, dirigida y voluntaria que no parece funcionar en contextos marcados por la precariedad corporal y afectiva. Dependen, en cierto sentido, de una noción de sujeto fuerte, ya sea individual o colectivo, pero en cualquier caso coherente consigo mismo, unitario, que reconoce claramente sus confines y que goza por lo tanto de cierto grado de autoinmunidad. Que esta idea de subjetividad pueda seguir sosteniéndose, o que haya siquiera existido alguna vez, es lo que la precariedad y la depresión vienen a poner en duda.

En suma, en ese pasaje desde el manifiesto hacia las memorias -que funcionan en el texto de Cvetkovich como una poderosa herramienta de reflexión e investigación-, lo que puede verse es, a mi entender, un movimiento desde una retórica de la confrontación, de lucha y resistencia, de estafas y engaños, de víctimas y enemigos, hacia una búsqueda de nuevas figuras, nuevas historias, nuevas maneras de pensar sobre los afectos, el malestar y la infelicidad en el mundo de hoy. La narrativa de la lucha y enemigo (tan masculina, por lo demás) no es la única disponible, no agota el repertorio del que podemos servirnos para abordar nuestros malestares e imaginar mundos mejores. Como sostuvo una y otra vez Ursula K. Le Guin, de lo que se trata es de ampliar ese repertorio: por supuesto que “el conflicto forma parte de la vida” y no hay que eliminarlo de plano de las historias, pero “no es lo único que las alimenta” (Le Guin y Naimon, 2020: 36).

Ahmed: el manifiesto como herramienta de supervivencia

En un sentido lato, tal vez todos los textos de Sara Ahmed podrían leerse como formas del manifiesto: todos involucran una dimensión personal y un trabajo sobre el lenguaje, y todos se quieren intervenciones públicas y políticas. Pero el texto con el que cierra Vivir una vida feminista (Ahmed, 2018) porta explícitamente en el título su intención de inscribirse en ese género, por lo que parece un buen lugar donde detenernos.

Antes de emprender su lectura, sin embargo, es importante recuperar algo de este esquema conceptual más amplio: el “Manifiesto aguafiestas” (publicado originalmente en 2017) se lee mejor en compañía de La promesa de la felicidad, de 2010 (Ahmed, 2019), con sus reflexiones acerca del carácter frágil y azaroso de la felicidad y sobre la necesidad de mantener siempre abierto un espacio para la infelicidad y el malestar… donde resuenan, a su vez, sus tesis previas sobre la contingencia del dolor, en el libro de 2004 ya citado (Ahmed, 2015). Mi apuesta, en este apartado, es que es posible y productivo trazar una relación entre el trabajo que Ahmed lleva adelante acerca de la contingencia de los afectos, y en particular de la (in)felicidad, y la cuestión de la precariedad en su vínculo con el problema de la depresión. Es la contingencia de los afectos la que permite pensar la infelicidad, la tristeza o la depresión tanto como afectos que forman parte de la vida misma, y que pueden ir y venir por azar, como su distribución desigual y su instrumentalización como punto de presión. Y es también en virtud de esa contingencia, de lo que Mariela Solana llama el “carácter transideológico de los afectos” (Solana, 2017: 120), que es muy difícil hablar de una romantización de la infelicidad, o de una idealización de la depresión como revolucionaria, en autoras como Ahmed, Berlant o Cvetkovich. Pero eso no la hace menos política, ni le resta el potencial subversivo que eventualmente sí pueda tener. La infelicidad y el malestar para Ahmed pueden funcionar como índices de injusticias, como llamados de atención que nos obligan a reparar en historias de daño y opresión que aún perduran. Los sentimientos pueden llegar a ser también escuelas y laboratorios para la imaginación política e, incluso, quizás, refugios y espacios de cuidado.

Hay otros motivos transversales al pensamiento de Ahmed que reaparecen de distintas maneras en el manifiesto, y que son importantes para los problemas abordados aquí. Pienso en nociones como la de personas extrañas o extranjeras al afecto o la de conceptos sudorosos,8 que remiten ambas al potencial -siempre contingente, como todo potencial- que tienen las experiencias de incomodidad y no pertenencia para ejercitar la imaginación política más allá de las formas dadas. Son también elocuentes dos de las imágenes que, aunque aparecen en varios lugares de su obra, cobran un interés especial cuando son puestas en relación con la crítica de la felicidad: por un lado, la metáfora de la casa, las paredes, y su demolición o derrumbe, junto con la imagen de las ruinas y el refugio frágil que hemos de edificar allí; por el otro, el trabajo con la idea de presión (etimología que se deja oír en “opresión” y “depresión”) o direccionamiento, y la metáfora de las líneas, los caminos, los desvíos y la desorientación. Es decir, mientras que la promesa de la felicidad funciona como punto de presión para mantener a las personas en el camino correcto, siguiendo las líneas rectas que se han establecido como correctas, la infelicidad sería aquello que desorienta, que desvía, y la revolución aparece como lo que hace estallar las paredes que contienen y disimulan la infelicidad, el derrumbe del mundo tal como lo conocemos. Y, por cierto, no es tarea fácil encontrar estabilidad en las ruinas: “Tenemos que sacudir los cimientos. Pero cuando sacudimos los cimientos es más difícil mantenerse en pie” (Ahmed, 2018: 160). Por último, importa también nombrar la figura de la feminista aguafiestas (killjoy) que Ahmed encarna en su manifiesto, y que en cierto sentido también sirve de hilación para todas estas notas: la aguafiestas da cuenta, en suma, de la politicidad de afectos negativos como la incomodidad, la alienación, el desvío, al ser quien alza la voz para denunciar una injusticia, una infelicidad.

Con esta nota se abre de hecho el “Manifiesto aguafiestas”: señalando que lo que define a un manifiesto es que hace perceptible -manifiesta- la violencia de un orden de cosas y que, al hacerlo, provoca una perturbación de ese orden de cosas y de ideas. En este sentido, comparado con el manifiesto de Cvetkovich, el de Ahmed lo es de una manera más patente y clara: la dimensión agonal, casi ausente en aquel, aparece aquí enseguida y de forma explícita. En cambio, comparte con el texto de Cvetkovich el llamado a “reconocer el peso del mundo” (Ahmed, 2018: 358), la necesidad de poner sobre la mesa la precariedad, la fragilidad, la corporalidad, en lugar de disimularlas o buscar superarlas. La aguafiestas, cuando denuncia la infelicidad, no lo hace sin más en nombre de la felicidad. De hecho, es este punto lo que justifica a mi entender la lectura conjunta de los manifiestos de Cvetkovich y de Ahmed como manifiestos de la infelicidad: ambos se enuncian desde una puesta en suspensión de la noción de sentido común de que la felicidad es algo bueno. Como explica Ahmed en La promesa de la felicidad, esta suspensión es lo que permite avanzar en la muy necesaria tarea de

(…) explorar de qué manera los malos sentimientos no son meramente reactivos, sino que constituyen respuestas creativas a historias que aún no han terminado. Con ello no quiero decir que tengamos la obligación de ser infelices (me parece importante evitar la creación de cualquier tipo de romance o deber con sentimientos que pueden resultar insoportables). Sencillamente, planteo que necesitamos pensar la infelicidad como algo más que un sentimiento que debe ser superado. (Ahmed, 2019: 436)

Este reconocimiento puede dar lugar también a un homenaje al valor y el potencial político de las experiencias difíciles, afectivas y corporales, como aparece -cargado de fervor poético- en el manifiesto:

Obtenemos la energía para rebelarnos de experiencias difíciles, de ser magulladas por estructuras que otras personas no ven. Obtenemos nuevos ángulos acerca de lo que combatimos a partir de eso contra lo que chocamos. Nuestros cuerpos se vuelven nuestras herramientas; nuestra rabia se vuelve náusea. Vomitamos; vomitamos lo que nos han pedido digerir. (Ahmed, 2018: 344-345)

Si bien la dimensión afectiva o emocional ha sido de costumbre un componente indiscutible de los manifiestos feministas, aquí quisiera aventurar la hipótesis de que, en los casos de Ahmed y de Cvetkovich, es precisamente lo afectivo lo que en cierta medida perturba la pertenencia al género en un sentido clásico; en concreto, mi idea es que, aunque la dimensión agonal está presente, se vuelve frágil e inestable, de una manera singular y bastante atípica para un manifiesto. Esto se relaciona, a mi entender, con la comprensión de los afectos como irremediablemente contingentes: no hay estabilización posible de su signo, de su potencial o instrumentalización. Lo afectivo desestabiliza las coordenadas del género del manifiesto porque, en la teoría crítica de los afectos que trabajan tanto Ahmed como Cvetkovich o Berlant, lo afectivo es contingente, es decir, no esencial, inestable, y no se deja estabilizar más que de forma temporal. Lo contingente es aquí aquello cuyo signo no podemos conocer de antemano, que puede traernos tanto el acontecimiento como la catástrofe. Esta contingencia implica también que, aunque el manifiesto se quiera un “llamamiento”, no puede llamarnos a nada demasiado concreto. No puede formular recetas ni imperativos universales, sino a lo sumo “principios”, pero incluso estos solo en un sentido muy especial y específico, como aclara Ahmed: entendidos únicamente “como un primer paso, como un comienzo” (2018: 346).

En última instancia, quizás la extrañeza del “Manifiesto aguafiestas” tenga que ver con su lugar dentro de Vivir una vida feminista. De alguna manera, Ahmed establece una conexión fuerte entre el manifiesto y la idea de supervivencia al ubicarlo como conformando una suerte de díptico junto con el “Kit de supervivencia de la aguafiestas”. El manifiesto y el kit componen las dos conclusiones del libro, y funcionan en pie de igualdad, no son independientes uno del otro. Los manifiestos, dice Ahmed recuperando una expresión de Donna Haraway, son una “especie de compañía”, son herramientas para la supervivencia, para el autocuidado. Esta atención sensible a la dimensión afectiva y reparadora de la política también podría desentonar con la idea más clásica de lo que debería ser un manifiesto; pero es que el autocuidado, para Ahmed, no es una noción que podamos permitirnos regalarle al egoliberalismo.9

Conclusiones

Antes de terminar, es justo reconocer una influencia que se dejaba presentir ya desde el título de este trabajo, pero en la que no me detuve mucho: me refiero a la presencia, algo fantasmática quizás, de las reflexiones de Susan Sontag sobre la enfermedad. Aunque una discusión directa y exhaustiva con sus tesis hubiera excedido las fronteras materiales de este ensayo, sí fue crucial aquí su idea de que las metáforas como imágenes, sentidos y hasta interferencias que se pegan a un fenómeno -como diría Ahmed-,pueden recubrirlo, saturarlo, distorsionarlo y hacerlo más opaco, pero que también pueden llegar a funcionar como sitios de intervención. Al fin y al cabo, como la propia Sontag reconoce, “no es posible pensar sin metáforas” (2003: 92). Las metáforas y las historias importan; a veces se vuelven formas de opresión, pero también son el medio en el que vivimos. Y es justamente ese tipo de trabajo y de intervención sobre las metáforas el que se deja ver en los manifiestos abordados.

La depresión podría ser pensada entonces como una metáfora de enfermedad, que recubre y ontologiza la infelicidad y el dolor. Al patologizarlos, los simplifica, los achata, corta sus vínculos con el mundo. Y puede que hoy sea necesario que desconfiemos de esa metáfora, sobre todo por lo que puede estar ocultándonos: un saber acerca del carácter indeclinable del dolor en la vida corporal, afectiva y sensible que somos, así como también la posibilidad de revelar y criticar la distribución diferencial del dolor en las sociedades contemporáneas. En ese sentido, pensar la depresión desde la clave de la precariedad permite abordarla desde esa -al menos- doble dimensión; permite afirmar que los afectos negativos son una parte insuprimible de la existencia, sin dejar de resistir la instrumentalización injusta e interesada de esa negatividad, sin bloquear la crítica de las dinámicas de precarización -y autoprecarización- que están en juego en el problema contemporáneo de la depresión. Para imaginar las formas de esa resistencia, será preciso no obliterar tampoco ese carácter insuprimible. Quizá resulte útil, en este punto, siguiendo una línea que abre Ahmed en Vivir una vida feminista, pensar la depresión como una forma de huelga del cuerpo:

Hay muchas maneras de declararse en huelga. Algo se declara más en huelga, incluso, cuando se fractura; se declara más en huelga cuando no te permite moverte o seguir adelante con las cosas. Un cuerpo se declara en huelga cuando interfiere en lo que quieres realizar. (Ahmed, 2018: 251)

La huelga es, desde ya, una metáfora muy distinta a las de la enfermedad; y, una vez más, las metáforas que usamos, los relatos que construimos, importan. Los discursos de la enfermedad suelen traficar narrativas de lucha, de voluntades decididas y todopoderosas, de enemigos claros y totales. Pero la depresión pone otras preguntas en tensión, si nos permitimos entenderla como una manera en que el cuerpo pone en evidencia los efectos de la precarización y la autoprecarización, una forma en la que este se hace oír -aun por medio del silencio-, y hasta tal vez como una reivindicación política, un performativo corporal del estilo que piensa Butler en Cuerpos aliados, acerca del derecho de los cuerpos a aparecer (2017: 18). Aunque la depresión suela guardarnos, dejarnos encerradxs y mudxs, creo -y tal vez sea aquí donde me alejo de Sontag- que sigue siendo un gesto político prestarle oídos a lo que el cuerpo nos dice con ella.

En torno a eso giraron, en suma, estas reflexiones. La politicidad de los afectos negativos, de la desesperanza, la infelicidad y la depresión, es difícil y desafiante, como nos permiten entrever las vacilaciones y el esfuerzo presentes en los manifiestos abordados. En cuanto manifiestos, son ya formas de intervención y de acción política; pero no hay en ellos una respuesta política clara. No tienen ese tono certero e incisivo tan propio de manifiestos más clásicos: y es precisamente allí donde radica su valor. Se resisten a estabilizar las fronteras entre adentro y afuera, entre biología y cultura, entre lo afectivo y lo social. Combaten la patologización de los humores negros, esa saturación metafórica tan perniciosa y generalizada hoy, pero no rebotan sin más en el paradigma neoliberal de la víctima o el agente, siempre responsables de sí, porque nos muestran en cambio el carácter colectivo y transpersonal del malestar. No nos dan una figura simple ni un chivo expiatorio claro en el que descargar toda nuestra ansiedad; nos obligan, en cambio, a demorarnos en esa ansiedad, a elaborar lo que nos pasa, lo que sentimos y pensamos en tiempos inciertos, confusos y oscuros. Y puede que no haya forma más cierta y estimulante de la agencia que esa: el llamado a seguir haciendo, en conjunto, también ahí donde ya no sabemos qué cuenta como hacer.

Cuando la felicidad se convierte en mandato, los afectos negativos caen automáticamente en la bolsa de lo que está mal, de lo que hay que evitar, de lo que no puede ser. Pero sin embargo son. Son por un lado parte insuprimible de lo que significa vivir; y, por el otro, son cada vez más: el actual estado del mundo los produce, los distribuye y los explota. Vale la pena recordar, a modo de cierre, que “depresión” se dice de muchas maneras: no es lo mismo hablar de personas deprimidas que de mundos deprimentes. Tal vez, en un mundo así, no haya nada de malo en deprimirse: como advierte Cvetkovich, una “socialidad depresiva puede estar acompañando una insistencia en que el pasado no ha terminado aún” (2011: 7). Esta atención prestada a la oscuridad tal vez pueda entonces, algo paradójicamente, permitirnos echar algo de luz sobre nuestra contemporaneidad. Lo contemporáneo no es sin más el presente; lo contemporáneo está quebrado, desfasado y asediado por fantasmas del pasado y del porvenir. Por eso quizás es que Agamben dice que solo se puede pensar la contemporaneidad “a costa de escindirla en varios tiempos” (2014: 27), de abrirla, dividirla, densificarla, asediarla. Solo internándonos en las sombras, desorientándonos, e incluso, como dice Ahmed, solo si estamos dispuestxs a estresarnos, a “permitir que el presente se nos meta bajo la piel” (Ahmed, 2019: 347), será posible -quizás- estar a la altura de la oscuridad contemporánea y sus exigencias.

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1 En este trabajo utilizo los términos precariedad y precarización para hablar, respectivamente —pero no de una manera estricta, ya que me interesa precisamente enfatizar su pertenencia común a un mismo campo semántico—, de la precariedad como condición ontológica y en su distribución política desigual, conceptos que aparecen con términos diferentes tanto en Butler como en Lorey y, a su vez, en sus distintas traducciones al español. Por otro lado, cabe señalar también que no retomaré aquí la distinción ulterior que establece Lorey (por la que habría no dos, sino tres acepciones en juego: condición precaria, precariedad y precarización). A su vez, Lauren Berlant (2018) subraya las diferencias entre las ideas de precariedad y de vulnerabilidad (la primera, sostiene, permite pensar mejor su dimensión estructural, mientras que la segunda remite más bien al plano personal, visceral). Sin embargo, estas precisiones exceden los cometidos y el espacio de este trabajo.

2El sintagma “economía de la violencia” podría incluso ser pensado como un nombre de lo político, para Derrida; pero, para los fines de este trabajo, lo que me importa del concepto es que el carácter irreductible de la violencia no quiere decir que cualquier violencia dé lo mismo. Ver Biset (2007) y Malabou (2015).

3Para una caracterización más detallada del neoliberalismo, ver Penchansky (2020); sin embargo, para los fines del presente trabajo, basta una comprensión “heurística” del concepto, como aquella con la que trabaja Berlant en El optimismo cruel (2020: 32).

4Ver, por ejemplo, Kristeva (2016) o Leader (2011), entre otrxs.

5Sobre los debates en torno a la definición del manifiesto, ver Yanoshevsky (2009); sobre manifiestos feministas y queer, ver, por ejemplo, McBean (2016) o Colman (2010).

6En esta línea, las hipótesis que siguen sobre los manifiestos de Cvetkovich y Ahmed tienen cierto aire en común con la categoría de “manifiestos críticos” de Kathi Weeks (2013).

7Otro texto que bien podría tomarse como manifiesto de la depresión es “Bueno para nada”, de Mark Fisher, disponible online en varios blogs y recogido en la edición en español del libro Fantasmas de mi vida (2018), que queda fuera del corpus analizado aquí por razones de espacio y de disparidad entre las tradiciones intelectuales. Otro texto interesante para pensar la politicidad de la depresión es “Sentirse marrón, sentirse bajón: afectos latinos, la performatividad de la raza y la posición depresiva”, de José Esteban Muñoz: si bien en este caso sí se trata de un autor que podría entrar en el recorte propuesto aquí, el texto en cuestión no se deja leer con tanta claridad como un manifiesto, sino más bien —como el propio Muñoz lo afirma— como un “ensayo”. Allí Muñoz busca echar luz sobre “una representación particular de la depresión” prestando atención a las “diversas contingencias históricas y materiales” que le dan forma, pero con un tono y una forma de trabajo conceptual que a todas luces no son los del manifiesto (Muñoz, 2019: 2).

8El concepto de affect aliens aparece trabajado en La promesa de la felicidad (cfr. Ahmed, 2019: 119); el de sweaty concepts, en Vivir una vida feminista, donde dice: “un concepto sudoroso es aquel que sale de la descripción de un cuerpo que no se siente a gusto en el mundo” (Ahmed, 2018: 29).

9Sobre la idea de autocuidado en Ahmed, ver, además del “Kit de supervivencia de la aguafiestas”, la entrada de su blog titulada “Selfcare is Warfare” (Ahmed, 2014).

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