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Folia Histórica del Nordeste

versão impressa ISSN 0325-8238versão On-line ISSN 2525-1627

Folia  no.44 Resistencia  2022

http://dx.doi.org/10.30972/fhn.0446005 

Artículos

Ordenar, escribir, enseñar. Las instrucciones de Casimiro Gómez Ortega (1741-1818) y José Longinos Martínez (1756-1802) en torno a la naturaleza americana1

Order, write, teach. The instructions of Casimiro Gómez Ortega (1741-1818) and José Longinos Martínez (1756-1802) regarding american nature

María Eugenia Constantino Ortiz1 

1* Saint Leo University. Campus OnLine LATAM. maru.cons@gmail.com

Resumen

Este artículo observa las instrucciones creadas por Casimiro Gómez Ortega y José Longinos Martínez en el contexto del proyecto monárquico de reconocimiento de la naturaleza hispanoamericana. Mirando el corpus documental producido por ambos naturalistas, intento mostrar algunas de las particularidades de las instrucciones, en tanto contenidos, usos, jerarquías y objetivos específicos a lograr. Con ello propongo preguntas asociadas a su materialidad y circunstancias de escritura para explicar cómo, además de documentos políticos y gubernamentales, las instrucciones fueron instrumentos de escritura y uso cotidianos que atendieron a diversos intereses personales.

Palabras clave: Instrucciones; Historia natural; Casimiro Gómez Ortega; José Longinos Martínez

Abstract

This paper analyses the instructions written by Casimiro Gómez Ortega, and José Longinos Martínez, as artifacts designed for gathering and constructing knowledge about hispanoamerican nature. Looking at the documentary corpus produced by the hand of both naturalists, I show some of its specific characteristics in terms of content, uses, hierarchies, and aims. Posing questions about its materiality, context, and circumstances I try to explain how, more than political and government papers, instructions were personal documents that conveyed everyday writing practices, along with personal interests.

Keywords: Instructions; Natural History; Casimiro Gómez Ortega; José Longinos Martínez

Sobre el mundo de las instrucciones se ha hablado mucho en la historiografía de, al menos, los últimos veinticinco años. Autores como Silvia Collini y Antonella Vannoni (1995), Lorelai Kury (1998), Giussepe Olmi (2005) y, más recientemente, Daniel Carey (2009; 2012), Marcelo Figueroa (2016) e Irina Podgorny (2018; 2019) han observado estos documentos asociados a grandes proyectos expansionistas y monárquicos de origen europeo en sus principales aristas: la burocrática, asociada al desempeño de grandes empresas monárquicas enfocadas en la obtención de datos relacionados con sus posesiones; la humanista, ligada al arte de viajar y la producción de literatura de viajes; y la anclada en la tradición británica de la Royal Society, interesada en ampliar el conocimiento documentado y objetivado de la historia natural.

Los variados textos que se han escrito sobre este tema han tomado como principal fuente primaria aquellas instrucciones de corte monumental, monárquico e imperial, a través de las cuales se ha perfilado un paradigma que permite establecer, definir y catalogar este tipo de escritura como un género documental o, incluso, literario, propio de la expansión europea. Así, los textos del Methodus Apodemica de Theodor Zwinger y de las Relaciones Geográficas hispanas en el siglo XVI, los cuestionarios escritos por Robert Boyle en el siglo XVII y las Instructio Peregrinatoris de Carlos Linneo del siglo XVIII se han convertido en los referentes principales, desde los cuales hemos procedido a encuadrar, analizar e interpretar -de manera un tanto generalizada- el objetivo y los motivos de las instrucciones. Quienes hemos escrito sobre ellas, las hemos visto y definido como instrumentos políticos generados para obtener información textual, visual y objetual que atendió a necesidades económicas, de crecimiento, dominio, control y manipulación a distancia. Miradas desde la óptica de Brendecke (2012), las instrucciones se han entendido como parte de una estrategia básica de constitución del saber de los soberanos -o las cortes y élites, en su caso-, ejecutada por burócratas -así fueran científicos, marinos o militares- que funcionaban como mediadores que satisfacían la “curiosidad política”, en tanto producían instrumentos que pretendían reducir la distancia entre las cortes y sus territorios coloniales.

Las instrucciones se han identificado como documentos normativos y han sido vistas como una herramienta importante en el desarrollo económico y científico asociado al reconocimiento de tierras americanas. Y si bien esta asociación parte de hechos ciertos y fuentes contundentes, también es verdad que este no fue su único destino, pues no todas las instrucciones se escribieron para las grandes empresas ni por individuos ilustres; aunque, probablemente, todas funcionaron como estrategias colaterales de magnos proyectos. Bien mirados, los documentos nos dicen que, además de ser manuscritos políticos y administrativos, las instrucciones también pudieron ser parte de un ejercicio de lo que José Pardo-Tomás reconoce como “escritura de lo cotidiano”,2 en un formato que buscaba estabilizar, compartir y comunicar a distancia aquellos conocimientos construidos de manera colectiva y en espacios habituales del trabajo diario, para enseñarse en escenarios más cercanos. Con esta cotidianidad en mente, quizá sería útil comenzar a alejarnos de aquella narrativa tan hecha que, creo, hemos rebasado ya, para hacernos otras preguntas sobre la diversidad de estos instrumentos tecnocientíficos. Por ejemplo, ahora podríamos comenzar a preguntarnos por la variedad de soportes materiales, que iban del manuscrito en un folio al libro publicado; o bien, por los particulares objetivos de los autores, que no siempre fueron altos funcionarios de la corte, pero sí actores interesados en lograr una misión. Por otro lado, también podríamos pensar la complejidad de los matices que se observaban en cada instrucción, la riqueza de sus mensajes, los estilos de escritura, los niveles de lectura y la posibilidad de que los sitios donde se escribían no fueran siempre europeos. Vaya, que tendríamos que dejar de asumir la homogeneidad y la unilateralidad de estos documentos para intentar desvelar las distintas capas que los constituyen y los múltiples actores que se esconden detrás.

Para abonar a estas preguntas, en este texto me interesa proponer, en principio, que un proyecto tan amplio como el de reconocimiento y apropiación del territorio y la naturaleza colonial hispanoamericana generó un corpus documental normativo estructural que, para ser ejecutado y cumplido, requirió de la creación de instrucciones de jerarquía y contenido diverso que también fluyeron de América a Europa y que, si bien buscaban lograr un objetivo común, también respondían a intereses y necesidades propias de quienes las producían. Para exponer este contraste, los ejemplos que aquí analizo son: el conjunto de instrucciones escrito desde Madrid, por Casimiro Gómez Ortega, para desarrollar los distintos frentes del proyecto expedicionario español; y los documentos generados en territorio novohispano por el cirujano y expedicionario, José Longinos Martínez, en el contexto de creación de sus gabinetes de historia natural en México y Guatemala.3 Con ello busco mostrar algunas de esas otras aristas que comprenden el complejo mundo de las instrucciones, en tanto documentos de escritura cotidiana y espacios textuales de enseñanza y construcción de conocimiento colectivo sobre la naturaleza.

Casimiro Gómez Ortega: ordenando las expediciones botánicas

La palabra ‘orden’, según el diccionario de la Real Academia Española (RAE), tiene varias acepciones que se entienden en función del contexto. Colocación de las cosas en el lugar que les corresponde; relación o respecto de una cosa a otra; regla o modo que se observa para hacer las cosas; ámbito de materias o actividades que enmarcan algo o a alguien; y mandato que se debe obedecer, observar y ejecutar son, básicamente, las connotaciones en nuestro idioma de una misma palabra que se aplica a personas, tanto como a objetos, espacios e intangibles. Damos una orden, pero también, ponemos en orden. Ordenar, en ambos casos, implica manipular -volvamos a la RAE-: operar e intervenir con manos, instrumentos y distintos medios sobre algo o alguien. Acciones que probablemente hacemos en cotidiano dentro de nuestros espacios personales y que, llevados a otra escala, sin duda adquirirán implicaciones de trascendencia política, económica o social en todas sus variables.

En territorios hispanos, entre el siglo XVI y los primeros años del XIX, las órdenes y el orden generaron una importante movilización de personas que transitaron, por ambos lados del Atlántico, alrededor del reconocimiento de la naturaleza. El surgimiento de los virreinatos americanos y la necesidad de noticias, provocó que desde Madrid se redactaran diversos mandatos que solicitaban a los ciudadanos el envío de información relevante para la Corona. Esto, a su vez, se tradujo en la remisión de grandes cantidades de datos y objetos que, al acumularse sin lineamientos posibles, generaron un cierto caos en términos de cantidad, calidad, veracidad e interpretación de la información. Esta falta de sistematización y certezas propició que, durante un par de siglos, al menos, el creciente conocimiento de la naturaleza se observara lleno de dislates, falsedades y faltas de consenso que terminaron avivando en los estudiosos la necesidad de crear un conocimiento fiable, que, a su vez, diera la sensación de estar organizado. Esta necesidad resultó, en consecuencia, en la creación de instrumentos normativos que permitieran regular y estandarizar, en la medida de lo posible, la actuación de aquellos que, estando lejos de los centros de organización, debían responder a las demandas de una corte que buscaba conocer y poseer todo aquello que surgiera de sus territorios. Sin embargo, esa no fue la única implicación de estos instrumentos.

En medio de un proyecto expansivo mercantilista, los documentos normativos prescritos por la Corona española funcionaron también como engranajes de una maquinaria que, además de producir conocimientos sobre la naturaleza, produjeron un valor agregado sobre objetos de corte científico que, con el paso del tiempo, se convirtieron en mercancías altamente cotizadas. Tal es el caso de las distintas instrucciones que se generaron alrededor de tres instituciones paradigmáticas en el estudio, la observación y acumulación de recursos naturales de la España del siglo XVIII: las Reales Expediciones Botánicas, Jardín Botánico y Gabinete de Historia Natural de Madrid. Su creación y posterior desarrollo fueron hitos que provocaron el diseño o la recuperación de diversas estrategias planeadas con la finalidad de ordenar -en el sentido de mandar y dirigir las acciones de los corresponsales-, gestionar la información y organizar los objetos que se recopilaron y enviaron a Madrid.

Una de las primeras instrucciones que se han detectado en el corpus documental generado en el contexto de las Expediciones dirigidas a los virreinatos americanos es la escrita por el botánico, director de este proyecto y del Real Jardín Botánico, Casimiro Gómez Ortega, en noviembre de 1776, para normar la expedición al virreinato peruano.4 El documento, que constaba de cerca de veinte páginas manuscritas, creaba una normativa de configuración del equipo de exploradores que sería útil para establecer, también, las condiciones necesarias para el trabajo de los expedicionarios que irían a Nueva España once años más tarde, mientras ayudaba a configurar la organización de las exploraciones por Nueva Granada, que llevaban algunos años en marcha bajo el liderazgo de Celestino Mutis. El documento creado para esta primera expedición marcaba las instrucciones puntuales que deberían observar los botánicos Hipólito Ruiz y José Pavón, tanto como los delineantes o dibujantes que los acompañarían por su periplo en Chile y Perú. Los botánicos, como líderes del proyecto, deberían seguir lineamientos diseñados por Gómez Ortega, para normar la planeación de los viajes y exploraciones destinados a herborizar las plantas más valiosas y útiles que encontraran -la quina y la canela, por ejemplo-. Así, se les indicaba que:

Llegados los profesores a Lima se establecerán allí por algún tiempo que emplearán en recoger, examinar y remitir las plantas que observasen en todos los contornos y en tomar las noticias y disposiciones necesarias para determinar las salidas y viages de mas consideracion a los parages donde sean mas ventajosos. En todo procederán con la aprobación del Virrey y de los respectivos Governadores: y para hacer sus propuestas se acordarán entre si, firmado todos los tres Botanicos lo que resolviere la pluridad, asi en esta como en las demas materias que mereciessen deliberacion.5

Se les pedía, además, que siempre herborizaran juntos y que, cuando pudiesen hacerlo por separado, siempre volvieran “a unirse y conferenciar sobre sus descubrimientos”.6 Por su parte, los dibujantes, deberían seguir siempre los pasos y las instrucciones de los botánicos, mientras seguían su propia instrucción que constaba de ocho artículos que modelaban cuestiones de trabajo, formatos para la representación de las plantas y comportamiento en general que, en teoría, asegurarían el cumplimiento cabal de los objetivos del director del proyecto en Madrid, quien buscaba una representación exacta de la naturaleza y por tanto les pedía que copiasen las producciones vegetales “sin pretender adornarlas, ni añadir cosa alguna de su imaginación”. Por tanto:

no solo se han de limitar a delinear lo que precisamente determinen los Botanicos por digno de ser dibujado; sino que lo han de hacer bajo de su dirección, oyendo con docilidad las prevenciones que les hagan, ya sea para que se esmeren en el dibujo de esta o la otra parte que los Botanicos tienen por muy importante para el conocimiento y distincion de las plantas.7

Como pasa en toda empresa que apenas inicia, este primer modelo de instrucción estuvo sujeto a prácticas de prueba y error por parte de botánicos y dibujantes, quienes pudieron experimentar aquello que en un principio había sido escrito solo a partir del conocimiento de gabinete de Gómez Ortega, quien no había formado parte de ninguna encomienda similar y, desde su limitada experiencia en campos de ultramar, perfilaba una estructura que habría de enriquecerse con el devenir de la misión. Esto fue visible cuando, en una segunda vuelta de exploración por tierras peruanas, en 1793, se les escribió una segunda instrucción destinada a subsanar aquellos vacíos que pudieran existir y que habían sido detectados en su momento por los botánicos ubicados no solo en Perú y Chile, sino también en Nueva España y Nueva Granada. Ruiz y Pavón habían vuelto a Madrid y dejaban en América a Francisco González Laguna como “director comisionado”, encargado de vigilar “el cumplimiento y obligación del botánico y del dibujante agregados” que permanecieron en Perú tras el retorno de los primeros a Europa.8 La ausencia obligaba a dejar directrices que dieran continuidad a lo que se había hecho en años anteriores.

En los veintidós artículos que conformaban el manuscrito de la Instrucción del método y orden que deben observar así en los viajes y excursiones, como en la formación de los dibujos y descripciones9 se explicaba a los expedicionarios en Perú, el Botánico Juan Tafalla y el dibujante Francisco Pulgar, el modelo ejecutivo de la empresa. Ambos debían “procurar vivir con la mejor armonía y correspondencia”, pero siempre el dibujante supeditado a las decisiones del botánico; lo cual era un ejercicio recurrente que aparentemente aseguraba el espíritu científico de la misión. Ambos deberían reportar su paradero al Virrey, al director comisionado de Lima y al Ministerio de España, pues debían dejar constancia de su ubicación y de que estaban aprovechando bien el tiempo, los recorridos y los cambios de clima y de estación. En cuanto al trabajo de gabinete, el botánico debía describir las plantas siguiendo el Systema Vegetabilium y el Genera Plantarum de Linneo; mientras que el dibujante habría de representarlas lo más frescas posible, siguiendo un orden estricto que también se inspiraba en las anatomías de Linneo: “primero la flor entera, después el cáliz, la corola, los estambres, el pistilo, el pericarpio, las semillas y el receptáculo”, en una o dos líneas, “al pie de cada diseño”.10 Doce de los artículos de esta instrucción estaban centrados en la realización de los dibujos y explicaban, de manera detallada y concreta, su quehacer. Comparándolos con aquellos que se habían escrito en 1776 se notaba el cambio de perspectiva y el punto de realidad que la experiencia de otros expedicionarios había provisto a esta extensión actualizada de la normativa. No era lo mismo escribir una preceptiva desde la concepción idealizada de un escenario de ejecución que plantearla a partir de lo vivido en Perú, Nueva España y Nueva Granada. La experiencia tenía que contar y eso tendría que verse reflejado, no solo en la práctica y los resultados, sino también en la misma escritura de las normativas.

El énfasis que se ponía en las instrucciones respecto al trabajo de los dibujantes tenía que ver, especialmente, con dos cuestiones. La primera era que la formación de muchos de los botánicos expedicionarios había transcurrido bajo la mirada y dirección del mismo Casimiro Gómez Ortega, y eso le daba una aparente confianza en que los métodos y la teoría usados en campo responderían a lo aprendido en la Cátedra de botánica de Madrid; por tanto, la necesidad de organizar e instruir era mínima. La segunda respondía a los intereses particulares del director del proyecto, quien tenía en mente un magno proyecto editorial como resultado adyacente a las expediciones: las Floras Americanas.11 Dado que este era un proyecto eminentemente visual, había que establecer una normativa que homologara los resultados iconográficos en función no solo del canon imaginado por Gómez Ortega, sino también de los requerimientos técnicos y materiales de la obra impresa.

El proyecto expedicionario, como es sabido, buscaba obtener más información sobre los recursos y el potencial natural del territorio hispano, respondiendo así a intereses monárquicos, principalmente, de corte económico. Sin embargo, y aunque este era el objetivo que modelaba y regía el proyecto, el deseo personal de Gómez Ortega por realizar un proyecto editorial de espíritu más bien científico lo movía a redactar tantas instrucciones como fuera necesario para lograr su propósito. Como director del proyecto expedicionario, el Jardín Botánico y su Cátedra, Gómez Ortega tenía no solo el poder, sino la posibilidad de perfilar el trabajo de los involucrados en función de aquello que se necesitaba, por eso, creó otra serie de documentos asociadas a la materialización de las Floras. En ese corpus, además de las instrucciones que se redactaron para ejecutarse en tierras americanas, el botánico escribió, en 1788, junto con Josef Rubio, Director de la Sala de Dibujos de la Real Casa de Desamparados, un “Plan o Reglamento”12 destinado a guiar las acciones editoriales requeridas para publicar la parte iconográfica de la Flora del Perú. Este documento manuscrito se dividía en ocho artículos que señalaban la distribución del trabajo en el proceso de grabado y cuatro apartados respectivos al proceso de iluminación o coloreado de las láminas. Con él se proponía establecer una normativa a largo plazo -y aparente corta distancia- que controlara la cadena de producción de la obra, sentando las bases para las correspondientes a Nueva España y Nueva Granada. En la parte respectiva a la botánica, la prospección era prescrita por el “Plan y distribución de los trabajos necesarios para la formación y publicación de la Flora Peruana”,13 que se configuraba también como una instrucción -de muy corto alcance-, ahora firmada por Hipólito Ruiz, José Pavón e Isidro de Gálvez -dibujante de la expedición-. A través de diecisiete artículos, los firmantes marcaban la ruta a seguir para lograr el objetivo de publicación, sus palabras eran dirigidas a ellos mismos, a “todos los destinados a esta obra” y también, en sentido contrario, a Casimiro Gómez Ortega, quien se instruiría a partir de la experiencia y la propuesta de los expedicionarios.

En el corpus dedicado a normar el trabajo de los dibujantes y expedicionarios, estos planes funcionaban como adendas destinadas a los equipos de trabajo que tomarían la estafeta en la segunda etapa del proceso de documentación y representación de las plantas americanas; y si bien se pensaba que el proceso de publicación sucedería en un escenario físico cercano -la producción editorial se haría en Madrid-, la perspectiva temporal se intuía más bien lejana. En consecuencia, Gómez Ortega tendría que cubrir esa distancia con planes, reglamentos e instrucciones que trazarían el camino a seguir de sus sucesores, implicando no solo a otros botánicos, sino a funcionarios de las Reales Hacienda, Academia de San Fernando y Casa de los Desamparados en la publicación de las futuras Floras Americanas.

En el contexto amplio, la publicación de las Floras era uno más de los resultados de la misión de reconocimiento de la naturaleza colonial encaminados a “formar una expectativa universal respecto a la ciencia española” (Puerto Sarmiento, 1992: 5). Su existencia se asociaba intrínsecamente al amplio proyecto de recolección de plantas vivas y herbarios secos que se destinarían directamente al Jardín Botánico, con el objetivo de naturalizar aquellas especies de reconocida importancia para las artes, la industria y la farmacopea hispana. Esta misión, para la que Gómez Ortega había trabajado, formando personal capacitado para cubrir sus necesidades, implicaba la participación de otros sujetos que querrían o podrían ser corresponsales del Jardín matritense, pero que no necesariamente supieran cómo hacerlo. Para estos otros actores desconocidos, el catedrático de botánica redactaría otro formato de instrucción que, además de pretender la estandarización de procesos, buscara instruir, en el sentido de enseñar a hacer las cosas.

La Instrucción sobre el modo más seguro y económico de transportar plantas vivas por mar y tierra a los países más distantes fue publicada en Madrid, en 1779. Tenía la forma de un cuadernillo impreso de setenta páginas llenas de texto e ilustradas con un par de esquemas que mostraban técnicamente el modelo de los cajones que debían construirse para enviar plantas a España. Su materialidad nos habla de que, a diferencia de las otras instrucciones que hasta ahora he mencionado, esta última estaba diseñada para ser distribuida en gran escala, además de ser consultada por lectores múltiples y diversos, en lugares lejanos y condiciones asociadas tanto al trabajo de campo como al de gabinete.14 La Instrucción General que, desde 1776, intentaba regular el trabajo de los expedicionarios, botánicos y dibujantes, podía existir como manuscrito porque su alcance era relativamente corto y se podía entregar de persona a persona con la seguridad de que, tanto si era un funcionario del gobierno, como el director de una de las tres expediciones, su contenido sería replicado entre los miembros del círculo limitado de actores que intervendrían en cada uno de los proyectos. La Instrucción para transportar plantas vivas, por otro lado, surgía tres años después y recuperaba no solo cualquier noticia de la experiencia de los expedicionarios en Perú, sino también los saberes que pudieran provenir tanto de las historias naturales conocidas, como de otros botánicos que, en su momento, hubieran ideado el mejor método para obtener, vivos y sin daños mayores, vegetales de tierras lejanas (Gómez Ortega, 1779).

Javier Puerto Sarmiento (1992) nos ha dicho ya que, durante sus estancias en Francia, Inglaterra y Holanda, Casimiro Gómez Ortega obtuvo conocimientos e influencias de la red de botánicos y naturalistas que encontró en los principales centros de estudio de la botánica y la historia natural. Como era de esperarse, las charlas, la correspondencia mantenida con estas redes, el trabajo de traducción al español de tratados escritos por naturalistas extranjeros y la lectura de textos específicos como el de John Ellis (1770 ) -Directions for bringing aver seeds and plants from the East-Indies and other distant countries in a state vegetation- y Duhamel de Monceau (1758) -Avis pour transport par mer des arbres, des plantes vivaces, des semences, des animaux, et de differents autres morceaux d’Histoire Naturelle-le permitieron tener una perspectiva más amplia acerca de la información que debía proveer a los lectores de su manual, si es que realmente quería causar un impacto en la transmisión del conocimiento de la botánica y los requerimientos técnicos para movilizar colecciones de especímenes vivos. Este caso, efectivamente, respondía a la necesidad y el interés de recopilar información de territorios lejanos; sin embargo, el deseo del mando a distancia tendría que responder antes a la necesidad de capacitación de unos corresponsales indeterminados y desconocidos. Evidencia de esto había y, cuando menos, un antecedente importante había mostrado antes que, si no se proveía primero a los lectores con información, datos e instrucciones específicas, cualquier petición de datos u objetos podría resultar estéril.15

El texto de Ellis inspiró a Gómez Ortega en cuanto a la incorporación de dibujos e instrucciones técnicas acerca del diseño y armado de los cajones en los que debían remitirse los ejemplares. En su texto, Ellis hace énfasis en la relación guardada entre los especímenes -su tipo, su tamaño, sus características individuales- y la adecuación de los cajones a sus necesidades; mientras, en los textos descriptivos, hace una cartografía textual de las especies que interesan, su lugar de origen y, posteriormente, muestra una tabla muy bien organizada con cuatro columnas en las que se especifica el nombre en latín de las plantas, su taxonomía según Linneo, sus nombres comunes en inglés y las observaciones particulares que incluyen no solo su ubicación geográfica, sino sus usos y su estado de conocimiento o desconocimiento entre los botánicos ingleses. Al comenzar a leer el texto es interesante notar cómo Ellis, a diferencia de Gómez Ortega, sí reconoce y nombra a sus lectores desde el primer encabezado de su libro: capitanes de barcos, cirujanos marítimos -navales- y otras personas curiosas que coleccionan semillas y plantas en países distantes para preservarlas en condiciones de “vegetación” -pensemos, naturalización-.

La idea de perfilar a los lectores no es, para nada, menor y, al contrario, nos advierte sobre un vano en el diseño de la Instrucción del botánico español, que posteriormente deberá ser subsanado con otras instrucciones adyacentes, focalizadas y breves, destinadas a explicar, a sujetos específicos, su proceder en el proceso de envío de ejemplares. Muestra de ello es la Instrucción que acompaña al Caxon de plantas vivas que se remite al Exmo. Sor Virrey de Nª. Espª para el Rl. Jardín Botánico de México escrita, por Gómez Ortega, en 1792.16 En ella, el botánico explica solo cinco breves pasos a seguir para que el Juez de Arrivadas encargue al cirujano de la embarcación o a “algún otro sujeto curioso y celoso del servicio del Rey” el trabajo de regar las plantas, resguardarlas de las ratas, asolearlas y cuidarlas de la descomposición durante su trayecto de Madrid a México. Esta breve instrucción, lejos de ser masiva como las anteriores, está destinada a un solo lector particular que, a su vez, contactará a unos cuantos actores específicos que, tras haber sido aleccionados, realizarán las tareas encomendadas por el director del proyecto.

El ejemplo nos muestra algunas cosas que deben notarse sin duda: una es la estrategia de comunicación materializada en una instrucción subordinada a las que definían el proyecto expedicionario y el de transporte de plantas vivas. Dos, es el surgimiento de un proceso inverso que no se había visualizado en las instrucciones rectoras: se planeaba instruir a la gente en las colonias para enviar ejemplares a la metrópoli, pero no se había pensado en el caso contrario, ¿qué hacer si se tenía que enviar especímenes a las colonias y había que depender de personas sin entrenamiento en la península ibérica? Tres, los actores que no habían sido identificados en cualquiera de los procesos que ya se habían delineado en las otras instrucciones: aquí se cuentan los funcionarios que debían encargarse de las gestiones de personal y los cirujanos en navíos que, si bien estaban siempre pendientes de los asuntos asociados a la historia natural, pocas veces eran explícitamente reconocidos en términos de su participación como agentes de recolección de especímenes.

Con relación a esos otros actores de alguna forma soslayados, cabe reparar en el encabezado de la primera página de la segunda edición del, ya citado, texto escrito por de Monceau. Ahí, el naturalista reconoce que está en la obligación de reconocer que los contenidos, si bien son muy similares a los de la primera edición, se encuentran mejor argumentados gracias a la información enviada por botánicos, “cultivadores” y corresponsales que recibieron la primera versión de la obra (Monceau, 1758: 1). Lo cual indica y enfatiza ese proceso colectivo de construcción de conocimientos, al que también se sometió Gómez Ortega, mientras perfeccionaba los procesos de trabajo asociados al proyecto de reconocimiento y acopio de la naturaleza colonial. Para poder instruir y guiar a otros, el botánico debía aprender e instruirse primero. Para poder pedir información y objetos había también que conocer lo que existía en determinados lugares y lo que se esperaba de ellos, porque en las instrucciones solo se cartografiaban las peticiones de aquello que era bien conocido y lo demás estaría a cargo de aquellos que lo vivieran en el campo. Esto, por supuesto, haría que los sitios regulares de producción de instrucciones se movieran y transitaran a otros centros importantes de generación de conocimientos en América, donde las instrucciones surgirían, congruentes con el proceso de colonización y de adaptación de las instituciones hispanas.

José Longinos Martínez: instrucciones y colecciones desde tierras novohispanas

Diez años después del inicio de la expedición a Perú y Chile, se comenzó a armar la que iría a Nueva España. A finales de 1787, Vicente Cervantes, José Longinos Martínez, Jaime Senseve, Martín de Sessé y Juan del Castillo se reunieron en la capital novohispana para comenzar, junto al naturalista, José Mociño y los dibujantes, Vicente de la Cerda y Atanasio Echeverría, una misión que duraría alrededor de dieciséis años, explorando la diversidad del territorio. Como las anteriores, esta expedición se enfocaría en la recopilación de información relativa al mundo de las plantas, aunque había una nueva veta: el acopio de animales y minerales destinados al Real Gabinete de Historia Natural de Madrid.

Para lograr ese objetivo, la expedición novohispana contaba con una figura distinta, la del cirujano naturalista, quien, por sus conocimientos en la conformación, arreglo y conservación de pieles y esqueletos, humanos y de animales, sabría cómo formar colecciones que satisficieran las necesidades del director del Gabinete Real, Pedro Franco Dávila.17 En 1776, Dávila había publicado ya su famosa Instrucción Circular;18 en la que habría pedido a diversas figuras de la política, tanto como a los lectores de la prensa matritense, que le ayudasen en la recolección y envío de ejemplares de los tres reinos naturales para engrosar las filas de objetos pertenecientes a la colección monárquica (Constantino Ortiz, 2015a, 2016; Podgorny, 2019). La Instrucción entraba en el contexto del proyecto expedicionario monárquico, así como en las iniciativas de Casimiro Gómez Ortega de crear mayores y mejores colecciones de naturaleza, por lo que compartía el espíritu y el estilo de muchos naturalistas europeos enfocados en el establecimiento de redes y la capacitación de corresponsales a distancia. Su contenido comprendía una vasta lista de especies y objetos de la naturaleza asociados a lugares de origen y nombres de uso común; además de ofrecer información técnica para la preservación y el envío de las colecciones. Para asegurar una recepción considerable, la Instrucción se materializaba en dos formatos: uno era la adenda del Mercurio Histórico y Político de España (1776), de distribución metropolitana solamente. El otro era un cuadernillo impreso, de 24 páginas, que se envió a las “Provincias en todos los dominios de S.M”,19 buscando que su lectura trascendiera las fronteras marinas para solicitar la participación de aquellos que tuvieran la posibilidad de contribuir con ejemplares de sus localidades.

Como resultado, la Instrucción de Dávila recibió alguna respuesta de parte de naturalistas aficionados que llegaron a enviar remesas de objetos naturales -casi siempre minerales y plantas- de manera no sistemática. Sin embargo, en el mundo de las expediciones, fue el cirujano, José Longinos Martínez, el primero -y quizá el único en su día- en remitir ejemplares animales como consecuencia de haber tenido una capacitación previa, primero como asistente a teatros anatómicos, y después, como formador de esqueletos en el Real Gabinete. Así, durante su estancia en Nueva España, Martínez participó en las casi once remesas de objetos naturales destinados a las instituciones matritenses -Jardín, Botica y Gabinete-, siguiendo las instrucciones escritas por Gómez Ortega, Dávila y aquellos autores de los libros que traía consigo. Como lo muestran las fuentes, la práctica le permitió aplicar estas instrucciones en territorios americanos, para lograr, a su vez conformar las colecciones que darían lugar a sus propios gabinetes de historia natural, establecidos en Nueva España y Guatemala.

Tres años después del inicio de la expedición, en 1790, Martínez anunció en la prensa novohispana la apertura de su gabinete de historia natural, creado con colecciones formadas a partir de los duplicados enviados a Madrid y abierto al público como espejo del Gabinete monárquico (Constantino Ortiz, 2015b). Este primer gabinete público novohispano establecía un parteaguas en el universo del coleccionismo de naturaleza, pues, a diferencia de otras colecciones privadas, las suyas no solo contenían piedras y plantas, sino también animales que se habían formado y conservado como piezas de museo. La formación de colecciones animales fue lo que permitió a Longinos Martínez abrir un espacio de práctica que le permitiría comprobar si era posible llevar a cabo con éxito esas instrucciones traídas desde Europa; en caso contrario, supondría también el lugar de observación de lo que era posible realizar en circunstancias específicas y con materiales locales.

Posteriormente, tras abrir su museo en la capital novohispana y antes de terminar su tránsito por América, Longinos Martínez dedicó los últimos años de su vida a establecerse en Guatemala. Ahí, el naturalista no solo continuó con el cometido específico de la expedición, sino que también se ocupó de replicar su iniciativa en la capital de ese reino. Así pues, en diciembre de 1797, el gabinete de historia natural guatemalteco fue abierto al público con el apoyo solidario de la Sociedad de Amigos del país y, a diferencia del novohispano, este último logró trascender la mera conformación de colecciones para inaugurar, también, la que probablemente sería la primera cátedra de historia natural en América (Constantino Ortiz, 2015b). Para lograrlo, el apoyo de la Sociedad de Amigos había sido fundamental, pues había ayudado al naturalista a alcanzar lo que en la capital novohispana no había podido: establecer una institución con salones de exhibición y estudio, biblioteca y jardín; realizar y presidir ejercicios públicos de historia natural con los alumnos interesados en esta ciencia; y materializar un par de publicaciones importantes: la Noticia del establecimiento del museo de esta capital de la Nueva Guatemala (Martínez, 1797a), y el Compendio Instructivo sobre el modo más seguro de disponer, juntar, conservar, y remitir las producciones Naturales, dispuesto por el Naturalista D. Joseph Longinos Martínez para que sirva de instrucción y acompañe a la adjunta carta Circular (Martínez, 1797b). Ambas publicaciones ciertamente se insertaban en el amplio corpus documental del proyecto expedicionario; no obstante, se apreciaban como documentos de jerarquía menor -por su alcance o su origen- a la de aquellos que, en su momento, hubieran podido publicarse desde Madrid. Con su iniciativa, Longinos Martínez estaba intentando replicar las instituciones metropolitanas, tanto como sus estrategias de validación y divulgación del conocimiento. En ese esfuerzo, el naturalista también reproducía las técnicas que se acostumbraban para solicitar y acopiar objetos naturales, aunque en este caso no fuera indispensable salir del mismo territorio. En su experiencia, no había que cruzar el mar para encontrar y formar corresponsales o aficionados interesados en estudiar la naturaleza si se lograba aplicar con éxito el formato de las instrucciones en una distancia más corta. Para eso se diseñaba el Compendio Instructivo, mirando a futuro y sin importar que, en ese momento, Martínez permaneciera en la capital guatemalteca, accesible y a disposición de los interesados, para poder responder a cualquier situación que se presentara durante la ejecución de su método.

El Compendio Instructivo se publicaba, en enero de 1797, con el formato de un cuadernillo empastado. Sus nueve páginas impresas contenían una introducción firmada por el mismo naturalista y ocho cuartillas de indicaciones destinadas a “Socios corresponsales, a los curiosos amantes de la Patria, así Eclesiásticos como Seculares” que pudieran formar colecciones y, en su caso, leer el contenido “algunas veces delante de sujetos que andan muchas tierras, porque siempre se consiguen de estos algunas luces y noticias de producciones que la casualidad suele presentarles” (Martínez, 1797b). El texto de Martínez tenía temas y objetivos coincidentes con los de la Instrucción de Dávila y, sin embargo, el contenido y la redacción no eran iguales, ni siquiera copia o resumen del contenido de la instrucción metropolitana. Como era de esperarse, la división del Compendio correspondía a los tres reinos de la naturaleza y, en cada uno de ellos, se daban indicaciones prácticas basadas en la experiencia del naturalista en años de exploración y envío de remesas naturales. Lo que solicitaba en sus páginas no era ese amplio espectro que se buscaba en la Corte, pero sí había una generalidad en lo que se pedía de los minerales, sin establecer pesos, tamaños ni medidas. De los vegetales, más que detalles para solicitar especies, lo que se explicaba eran los procesos de secado necesarios para su conservación. Mientras que, del mundo animal, especialidad del cirujano, lejos de hablar de especies y ejemplares se explicaba con pormenores la forma de librarlos de la corrupción y el desfiguro provocado por ella; básicamente, se daban indicaciones puntuales sobre el modo de disecarlos, prepararlos y conservarlos hasta el momento de remisión al gabinete guatemalteco. Las tres líneas finales de este apartado, por su parte, se destinaban a la solicitud de “algunos primores y rarezas del arte, y también los utensilios, armas, vestimentas, ídolos y cuanto poseen y usan los gentiles” (Martínez, 1797b: 3), en congruencia con la mirada europea de la época; no obstante que, en el contexto guatemalteco, lo solicitado viniera del mismo territorio y de los mismos pobladores autóctonos.

A diferencia del gabinete novohispano, este segundo espacio creado por Longinos Martínez no surgía del acopio de duplicados de los ejemplares remitidos a Madrid y tampoco se veía fortalecido por las piezas de otros coleccionistas que, buscando contribuir a la iniciativa, donaron aquello que consideraron relevante en la capital novohispana. En Guatemala, el naturalista buscaba el apoyo de toda la comunidad y por eso era indispensable crear un documento normativo que le ayudara a expandir su horizonte de acción, en el más puro estilo de las instrucciones cortesanas. La convocatoria ponía un plazo de seis meses para crear y enviar una buena colección a la Real Sociedad; la mejor sería premiada con “una Medalla de oro de tres onzas” después de haber acreditado el autor su mayor “zelo por la instrucción y la utilidad común” (Martínez, 1797b: 9). Lograr esto no sería fácil, sobre todo considerando lo que Martínez ya sabía: para poder formar colecciones de animales era necesario tener conocimientos, habilidad y estómago; solo si se involucraba un cirujano, un carnicero, un peletero, un pescador, una cocinera o cualquier persona habituada al manejo de cuerpos animales se podría tener mayor probabilidad de éxito. No obstante, era necesario dar ciertas directrices para procurar que aquellos interesados alcanzaran las expectativas del naturalista y eso, probablemente, serviría también para acreditar a sus sucesores dentro del gabinete, una vez que él volviera a Nueva España y de ahí, a Madrid.

El Compendio Instructivo tenía referencias muy claras. No solo lo antecedían los documentos escritos antes por Casimiro Gómez Ortega y Franco Dávila -la Instrucción Circular y el Método que podrán observar las personas que, desde América u otros países distantes hayan de enviar al Real Gabinete de Historia Natural Aves, Cuadrúpedos, Reptiles e Insectos-20 sino también una serie de libros y manuales, escritos y publicados por naturalistas europeos, en los que se explicaba de manera textual y gráfica el proceso para preparar ejemplares animales de colección. El Compendio se podría asociar al mismo corpus literario escrito por los naturalistas franceses asociados al Gabinete del Rey de Francia y por los ingleses asociados a la Royal Society. Ahí se encontrarían respectivamente la Histoire Naturelle, génerale et particulière, avec la description du Cabinet du Roi del Conde de Buffon y Louis Daubenton (1749) y la Mémoire Instructif sur la manière de Rassembler, de preparer, de conserver, et d’envoyer les diverses curiosités d’Histoire Naturelle; Auquel on a joint un Mémoire intitulé: Avis pour le transport par mer, des Arbres, des Plantes vivaces, des Semences, et de diverses autres Curiosités d’Histoire Naturelle, escrita por el naturalista Étienne François Turgot y el ya mencionado botánico, Duhamel de Monceau en 1758; además de Instructions for collecting and preserving insects; particularly moths and butterflies, publicado por el botánico y entomólogo inglés, William Curtis, en 1771 o “Four Letters from Mr. T.S. Kuckhan, to the President and Memberso of the Royal Society, on the Preservation of Dead Birds”, publicado en 1770 dentro de Philosophical Transactions.

Todas estas publicaciones se encontraban en forma de libro o revista y eran usadas como material de lectura y aprendizaje en el contexto del coleccionismo de animales en Europa. Su objetivo primordial era dirigir la práctica de aquellos que estaban aprendiendo a armar colecciones, mientras experimentaban los métodos de preservación conocidos hasta el momento. Recordemos que entonces era muy difícil asegurar la conservación a largo plazo de los materiales orgánicos y todos aquellos hallazgos, comprobaciones o mejoras debían publicarse y compartirse para el mayor bien de los naturalistas y sus ejemplares. La finalidad, entonces, era la de instruir, enseñar y modelar una práctica que devendría en el avance de la historia natural pues, como reconocía Daubenton, “la vista continua de los objetos que la comprenden… nos sorprende con más fuerza y verdad que las descripciones más exactas y las figuras más perfectas” (Daubenton, 1749: 2). Esto fue un precepto que, por supuesto, había sido adoptado en España tras haberse erigido el Real Gabinete. Una vez echado a andar el proyecto de acopio de ejemplares, el Conde de Floridablanca le hablaba a Pedro Franco Dávila sobre la importancia de crear una audiencia interesada en aprender y preservar los secretos de la naturaleza. Sus palabras fueron: “Cuando el Rey fundó el Gabinete de Historia Natural se propuso introducir primero el gusto de ella y después su estudio tan importante. Para conseguir lo primero y proporcionar al fin lo segundo conviene facilitar los medios de que se aficionen las gentes a recoger y conservar las curiosidades de la Naturaleza”.21 En ello estribaba la importancia de las instrucciones y de todos los manuales, memorias y demás documentos asociados a la formación -cercana o a distancia- de especialistas y amateurs de la historia natural.

La publicación de estos manuales e instrucciones podía o no contener ilustraciones y eso dependía, evidentemente, del presupuesto que se tenía para contratar a un dibujante y a un grabador que se encargaran de traducir en imágenes aquellos pasos importantes del proceso de preparación de ejemplares. Aunque también podría relacionarse con la importancia del proyecto al que servían las instrucciones. Por ejemplo, Gómez Ortega, en su Instrucción para transportar plantas vivas incluyó imágenes que le ayudaban a expresar con mucha mayor precisión aquellos requerimientos específicos que debían satisfacerse para lograr el traslado intercontinental de las plantas (Gómez Ortega, 1779). La Histoire Naturelle de Buffon y Daubenton (1749) también incluía imágenes que ayudaban a mostrar los ejemplares del gabinete del rey de Francia, lo cual era importante, pues se hablaba de un proyecto insignia del monarca. La misma circunstancia tocaba la Mémoire Instructif de Turgot y Monceau (1758), quien, como marqués, miembro de la corte, poseía los medios para publicar un compendio muy bien ilustrado que correspondía a sus nombramientos como corresponsal de la Academia Francesa de Ciencias y colaborador de la Enciclopedia. En el caso de Longinos, al ser un proyecto de menores dimensiones, aunque de grandes aspiraciones, la publicación quedó en pocas páginas de instrucción textual muy concreta y ninguna imagen. No obstante, el simbolismo político importaba, porque, si bien había una postura personal explícita, el discurso de contribuir a la formación de una sociedad instruida, educada e ilustrada terminaría reflejándose en el prestigio del naturalista y el reconocimiento de su trabajo.

Longinos Martínez mantenía como estandarte el proyecto monárquico de exploración del territorio y, en el discurso público, se mantenía fiel a eso. Cuando anunciaba a todas luces la apertura de sus gabinetes ponía en el primer plano su servicio al rey y el cumplimiento de su misión. Sin embargo, al salirse de la normativa establecida en torno a las expediciones, e ir más allá en la creación de instituciones, el discurso creaba un interlineado en el que se veían los intereses personales de reconocimiento, validación y exaltación de las capacidades científicas del naturalista; quien, a diferencia de Dávila, y quizá también, de Gómez Ortega, representaba el conocimiento encarnado de una fracción de la naturaleza novohispana y de las técnicas usadas para su preservación y remisión. Esto, si bien no aseguraba el cumplimiento cabal de las prácticas que ahí se describían, si ofrecía, al menos una certeza de conocimiento previo. El Compendio de Martínez, al final, estaba escrito desde la experiencia y eso hacía la diferencia con los documentos que lo antecedían, pues no especulaba y sí transmitía un saber práctico que, si así se deseaba, podría ser aprehendido y reproducido por sus lectores y seguidores.

Las otras aristas de las instrucciones

Hasta aquí he buscado mostrar diferentes aristas del mundo de las instrucciones: las distintas jerarquías, su materialidad diversa, los autores, sus sitios de producción y sus objetivos que, si bien se adscriben a un magno proyecto de reconocimiento de la naturaleza, también persiguen metas individuales. En el caso de Casimiro Gómez Ortega y Longinos Martínez existe una notoria adscripción al proyecto imperial español y, con eso en mente, ellos contribuyen a la creación de compendios, memorias y manuales que pretendían ayudar con la formación de nuevos actores que, presumiblemente, se sumarían a las filas de la misión de exploración y acopio de la naturaleza americana. La finalidad de ambos autores era loable: publicar Floras, crear museos americanos, formar naturalistas, competir con el conocimiento de las otras potencias europeas y, con ello, exaltar a la patria. Sin embargo, más allá de responder solo a una agenda monárquica, la necesidad de tener un reconocimiento personal se volvió, quizá, el motivo más relevante para impulsar proyectos que, al final, eran de corte personal. Esto, sin duda, es quizá la paradoja más visible de la ilusión del mando a distancia -corta o larga-: mientras en la corte se pensaba que directores, expedicionarios o marinos seguirían órdenes al pie de la letra, la realidad mostraba que no podía ser así porque siempre habría un libre albedrío que terminaría siendo el factor decisivo para el éxito de una misión y el logro de sus objetivos. Los proyectos imperiales podían proponer una normativa que encuadrara las acciones, pero, al final, las acciones tendrían su propia ruta.

Las instrucciones que hasta ahora he puesto sobre la mesa contienen la información que sus autores decidieron y proponen objetivos específicos dictados por ellos. Su contenido necesariamente estuvo delimitado por el alcance de los conocimientos que cada uno de los autores detentaba, pues no podían ir más allá. Así, Gómez Ortega se basaba en los textos europeos escritos usualmente en el contexto de un gabinete, mientras Longinos Martínez abundaba en la práctica experimentada en campo, después de detectar las necesidades principales de aquellos que se enfrentaban a la naturaleza en pleno. Por eso, en estas, como en todas las instrucciones, lo que se enseña y lo que se pide, lo que se norma y se prescribe es aquello que se sabe. Los ejemplares ya conocidos, los métodos ya probados, las rutas ya caminadas son las que se proponen en los textos para ofrecer un antecedente a la acción de los lectores y ejecutores de las instrucciones. Esta es la base sobre la que se creó y se movilizó la maquinaria epistemológica asociada al proyecto de reconocimiento de la naturaleza: hubo un actor que creó contenidos que informaron y formaron a otros actores que serían los encargados de ejecutar las acciones, provocando, en ese devenir, que el conocimiento textual se confrontara con la realidad, deconstruyendo aquello que previamente se sabía para transformarlo en un conocimiento nuevo que, la mayoría de las veces, regresaba objetivado al lugar de redacción de las instrucciones. En este aspecto quizá fue Martínez el más acertado, pues había tenido la oportunidad de transformar los textos europeos en otros que sugirieran ejecutar una metodología ya probada en los territorios a explorar.

Al crear un corpus documental de corte normativo y prescriptivo, como lo eran las instrucciones, probablemente sucedía lo mismo que Juan Pimentel (2020: 48) nos ha dicho sobre la producción de los mapas: alrededor de ellos surgía una ilusión acerca del conocimiento de la naturaleza que distorsionaba, resaltaba, oscurecía y silenciaba -u ocultaba- hechos, intereses e ideologías asociados a aquellos que escribían los contenidos. En sus textos, las instrucciones pretendían comunicar erudición y conocimientos enciclopédicos que, sin duda, carecían de esta otra dimensión del saber práctico alojado en el cuerpo, y que era tan necesaria como el saber intelectual: la intuición, necesaria para intentar prever acontecimientos con un margen de tiempo y distancia variable. Como lo vimos en las instrucciones de Gómez Ortega, escritas para la publicación de las Floras americanas, la lejanía entre autor y lector-ejecutor de las instrucciones era una cuestión subjetiva, porque la distancia no necesariamente se medía en kilómetros, sino en meses o años. Es decir, el autor visualizaba una producción de libros en el mismo Madrid que contextualizó sus instrucciones, pero en un futuro incierto. Así, con esa indeterminación temporal, había que asegurar -o al menos intentar- el cumplimiento de los procesos como se había imaginado por el diseñador del texto. Si había imponderables se tendrían que solucionar al momento sin ‘traicionar’ lo que en su día se había escrito. Así, las instrucciones formaban también parte del cotidiano, pues no solo se escribirían para normar grandes empresas, sino también para instruir acerca de pequeñas acciones que brotaban en el transcurso de la práctica y ejecución de los proyectos.

Lo anterior nos habla de cómo, al echar a andar un proyecto de grandes dimensiones, en el que participaban actores que habitaban distintos tiempos y espacios, era necesario redactar tantas instrucciones como actores involucrados. Esto, por supuesto, daba lugar a la creación de jerarquías en los documentos, que dependían no solo del estatus de los remitentes y los destinatarios, sino que también tenían que ver con el número de personas a las que se dirigían, así como la importancia o la complejidad de las acciones que se indicaban, porque no era lo mismo hacer una instrucción para todos los habitantes de los territorios hispanos, que una específica para la persona que transportaba el cajón de plantas de México a Madrid. No era lo mismo publicar una instrucción en un diario metropolitano, que hacerlo en un manuscrito entregado en propia mano al destinatario. En todos los casos es claro que hay objetivos de comunicación, asociada a la enseñanza y a la normatividad; pero también es cierto, que hay un subtexto que nos habla de escalas, importancia y, como lo dije antes, jerarquías en la producción de instrucciones.

Por otro lado, cuando las instrucciones estaban en manos del destinatario y se usaban como material de consulta práctica, tendríamos también que poner sobre la mesa la probabilidad de que su materialidad se viera intervenida con anotaciones, correcciones y adendas de aquellos actores que ejecutaban los procesos, dándoles, precisamente una capa epistémica distinta que nos hablaría de un diálogo entre emisor y receptor. Esta nueva capa proveería información trascendental que nos permitiría conocer el fenómeno de lectura, recepción y aplicación de las indicaciones escritas en el documento, desvelando ese espacio vacío que hasta ahora tenemos entre textos y objetos, instrucciones y colecciones. ¿Cómo se leyeron y se practicaron en Guatemala las instrucciones escritas por Longinos Martínez en el mismo territorio? ¿Se replicó la misma falta de diálogo y de comprensión que ocurría con las instrucciones metropolitanas? ¿Hubo más éxito en su práctica por tratarse de un contexto local?

Hasta ahora, desafortunadamente, no ha llegado a mis manos una instrucción que nos permita tener una respuesta a estas preguntas. No obstante, dudo de la inexistencia de instrucciones que reflejen materialmente su uso y su apropiación; porque, si consideramos la práctica y la vida del viajero o el naturalista, en el campo o en el gabinete, es muy improbable que los documentos permanecieran en un estado de ‘Latourianos’ móviles inmutables siempre inmaculados. Como ya es sabido, al igual que las listas o los inventarios, las instrucciones generaron procesos cognitivos sobre quien las escribía, tanto como sobre quien los leía.22 Por tanto, su redacción, tanto como su ejecución, resultaban momentos propicios para generar procesos de recopilación, ordenamiento, discriminación y gestión de la información, que las transformaban en artefactos flexibles, susceptibles de ser comprobados y corregidos.

Para concluir, el mundo de las instrucciones nos sigue remitiendo a los distintos escenarios de producción y comunicación del conocimiento científico que trascendieron hasta finales del siglo XIX -y quizá incluso, inicios del XX- entre las distintas instituciones destinadas al acopio y estudio de la naturaleza. Su peculiaridad como dispositivos de transmisión de información y formación a distancia merece que las analicemos a fondo y les hagamos otro tipo de preguntas que nos permitan ver más allá de lo que ya hemos detectado. Miremos su relación indisoluble con el contexto y el autor, busquemos pistas sobre su recepción y ejecución, preguntémonos por los espacios y circunstancias de creación, analicemos las prácticas de escritura y los corpus documentales en los que se insertan, o analicemos las comunidades de expertos y aficionados que se crean a su alrededor. Con esto quizá sea posible formular otro modelo de acercamiento en el que podamos robustecer el análisis que hasta ahora hemos hecho de ellas.

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Recibido: 16 de Diciembre de 2020; Aprobado: 01 de Octubre de 2021

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