1. La herencia aristotélica
El concepto de “naturaleza”, que parece estar en la base de gran parte del pensamiento político medieval, fue retomado de Aristóteles por Santo Tomás y hecho objeto de un minucioso análisis. Así pues, se ha dicho a veces que el Aquinate habría helenizado el cristianismo al hacer de esta noción una de las claves de su visión del mundo y de su teología, y esto constituiría para algunos autores, como L. Laberthonnière, un “fenómeno de regresión”.1 Lo que molesta a Laberthonnière es ver esta idea de “naturaleza” proyectándose aún hasta Dios, pues esto haría olvidar el carácter eminentemente personal de su esencia.2
No me propongo aquí trazar una historia de la idea de “naturaleza”, pero juzgo que quienes la consideran contraria a la noción cristiana de “persona” estiman aquélla como un concepto opuesto al de “espiritualidad” y, por lo tanto, peligroso para una antropología acorde con la fe. En realidad, la idea de “naturaleza”, especialmente en lo referido al hombre, pues es respecto de él cuando comienzan los problemas, no fue introducida en la teología cristiana por Santo Tomás. Después de todo, ya tenemos un escrito de San Agustín, el De natura et gratia, en donde ya se emplea este concepto.
Naturaleza humana era lo que Dios había creado en Adán para ser transmitido a todo hombre, y la doctrina de la caída necesitaba el concepto de “naturaleza corrupta” respecto de la intención divina para expresar la fuente de tendencias previas a la determinación volitiva que requería el remedio de la Gracia. Es justamente en el momento en que la doctrina del pecado original comenzaba a tomar forma cuando el concepto de “naturaleza” devino más y más importante, para no mencionar el empleo del término en la formulación del misterio cristológico ya a partir del Concilio de Éfeso.
De todas maneras, si bien Santo Tomás se halla más próximo a Aristóteles que a San Agustín en cuanto al tratamiento estrictamente filosófico del concepto, no por ello puede hablarse de una ruptura entre ambos Doctores de la Iglesia. En efecto, si bien la naturaleza es para el Aquinate equivalente a la forma, puede suceder sin embargo que, aun habiendo un ordenamiento natural de las cosas hacia un fin bueno, este fin naturalmente preestablecido no sea alcanzado. La naturaleza es también una tendencia, una potencialidad que debe ser actuada en la dirección normal de su fin propio (voluntariamente en el caso del hombre, involuntariamente en los irracionales), pero que también puede resultar frustrada.3
Por ello la naturaleza se toma a veces en el sentido de una materia, que no siempre y necesariamente alcanza su fin. La naturaleza es materia cuando ella misma no es su propio acto, sino que se halla dispuesta al mismo o bien cuando dispone a la cosa a ser puesta en movimiento. Los fines naturales se alcanzan ut in pluribus y puede suceder que no se alcancen, sin que por ello quede destruida la normatividad natural cuando se trata de seres provistos de libre albedrío.
Vemos aquí un ejemplo de la compatibilidad entre el uso helénico y el cristiano del concepto. No obstante, aun cuando es verificable un empleo cristiano de nociones griegas desde la época de los padres, es Santo Tomás quien estudia la idea de “naturaleza” en sí misma y la utiliza reflexivamente en vez de emplearla sin definición precisa como pudo ser el caso patrístico.4 Esta es ciertamente una influencia aristotélica altamente positiva.
Por otra parte, la introducción de Aristóteles en el s. XIII comienza con la filosofía de la naturaleza. La llegada de sus trabajos ofrecía repentinamente una explicación científica del mundo, considerado hasta entonces casi como un libro cerrado pleno de misterios: la Física ofrecía los principios generales de interpretación respecto de los cuerpos, su constitución ontológica y sus movimientos. En el De caelo se introducía la distinción entre el mundo lunar de las esferas celestes y el sublunar de los cuatro elementos. En el tratado De generatione et corruptione era cuestión de diversos cambios. Las Meteorológicas ponían la mano sobre una serie de temas cuyo carácter enigmático inquietaba a los sabios. El De anima abría novedosas perspectivas para el estudio de los seres vivientes.
Uno de los empleos reflexivos de la noción por parte de Santo Tomás se halla en Sum. Theol. III, q.2, a. 1 a propósito del modo de unión por el cual el Verbo se encarna en nuestra naturaleza (“De modo unionis Verbi incarnati quantum ad ipsam unionem”). En ese texto, cuya centralidad para el misterio mayor del cristianismo no cabe la menor duda, no hay prácticamente diferencia con el texto aristotélico de Phys. II, 192b (“…la naturaleza es un principio y una causa de movimiento y de reposo para la cosa en la cual reside inmediatamente, por esencia y no por accidente”). El mismo Aquinate cita explícitamente el pasaje aristotélico en el texto mencionado. Algo similar ocurre con el pasaje de Met. V, 4, 1014b 16 - 1015a 19. Los dos pasajes, el de Physica y el Metaphysica se hallan fusionados en el art. antes citado de la Summa Theologiae.
La idea común a Aristóteles y Santo Tomás es entonces que la naturaleza es nacimiento, generación, y de ahí ha venido a significar el principio de la generación, aquello que un ente tiene como fuente de la operación. Esto permite extender la significación a todo principio intrínseco de operación inherente en forma esencial y no accidental en un ente.
En una primera aproximación, la naturaleza presenta las siguientes notas características: es principio intrínseco y jamás extrínseco (como puede serlo la técnica), puede ser extendido a todos los entes a los cuales conviene el nombre de substancia y es, en su comprensión ontológica, un principio operativo.5 Pero si la naturaleza es principio intrínseco formal de movimiento para un ente en el cual reside per se et non secundum accidens, ella designa a la vez el fin mismo de tal movimiento o generación en tanto el fin tiene prioridad lógica (aunque no temporal) sobre la potencia y en cuanto se identifica, en cierto modo, con la forma.
Si bien en algunas de las acepciones la naturaleza es, como hemos visto, la materia, Santo Tomás la adscribe fundamentalmente a la forma.6 Y todo esto lo afirma el Aquinate sin apartarse en lo más mínimo de Aristóteles. Ahora bien, al estar principalísimamente (potissime) vinculada con la forma, lo está con el fin.7
En otros términos, si la naturaleza es el principio del movimiento o tendencia esencial para el ente, resulta obvio que este movimiento ha de tener una dirección predeterminada hacia la cual se encaminará en el tiempo.8 Así pues, si la naturaleza es principio de la generación o del movimiento, con tanta mayor razón tendrá un carácter teleológico y a la vez formal si ella inhiere per se en un sujeto.
Las notas características aludidas más arriba se hallan desarrolladas por Santo Tomás en su Comentario a la Metafísica. Es cierto que no hay mayor “originalidad” por parte del Aquinate en este comentario, pero también lo es que ayuda a la inteligibilidad del texto aristotélico. La primera de esas notas características es que la naturaleza no es jamás un principio extrínseco. Después, puesto que la naturaleza parece ser el término de la generación, es posible equipararla con la substancia. La tercera observación está referida a la reducción a un solo significado, al modo como ella puede ser hecha y a la razón que la posibilita.9
Los pasos que sigue Santo Tomás para la determinación del concepto que nos ocupa son semejantes a los del Estagirita: del significado físico (o empírico) del término pasa al orden metafísico de las cosas en sí mismas, primero para ellas y luego para el conocimiento quoad nos.
Por todo lo dicho, la naturaleza es la substancia o forma de la cosa en tanto posee en sí su principio de movimiento (In V Met., Lect. 5 n. 19: “Unde patet ex dictis, quod primo et proprie natura dicitur substantia, idest forma rerum habentium in se principium motus inquantum huiusmodi”).10
La equivalencia introducida por Santo Tomás entre naturaleza y forma, sin alejarse de Aristóteles, permite un enriquecimiento notable de la segunda noción, por cuanto permite una consideración dinámica del ente. Y así más conforme a la realidad. La naturaleza de una cosa, diremos, es su forma en tanto principio de operación propia. Y esto implica que todo ente es propter operationem. El ente goza así de cierta autonomía e inmanencia. De él procede toda su actividad y nada puede advenirle que no esté en algún modo potencialmente en él o para lo cual no presente una disposición próxima. Sin desdeñar la causalidad eficiente, señalo la importancia de la forma en tanto naturaleza en la producción del movimiento.11 De ahí la íntima relación entre la inclinación y el fin con la naturaleza. La inclinación no se agrega a ésta, sino que es la naturaleza misma como fuente de su actividad, y por lo tanto ordenada a ella, es decir, no por una impulsión exterior sino por ella misma.12 Obviamente, el término “principio” con el que nos referimos a la naturaleza debe ser bien entendido. La naturaleza no es una parte activa de un ente ni una razón seminal o una porción de la estructura entitativa que pondría su mecanismo interno en marcha, sino su misma esencia radicalmente ordenada, por el simple hecho de ser hic et nunc, propter operationem, en vista de la operación. Aquellos que sostienen la idea de que la naturaleza sería algo así como un motor, o una fuerza interior a las cosas, afirman algo ridículo.13
Sólo mediante una operación abstractiva puede aprehenderse su realidad, pues a la observación sensible aparecen las actividades y propiedades de las cuales la naturaleza es causa. Pero la naturaleza, tal como es entendida por las ciencias experimentales, no puede ser normativa en el orden moral. De aquí que gran parte de la crítica contemporánea del concepto parece encontrar su justificación en el empirismo.14
2. La naturaleza espiritual
La noción de naturaleza, como vemos, se origina sobre todo en una reflexión sobre el ente móvil y, a primera vista, el espíritu o todo lo derivado de él se opondrían a ser calificados de “naturales”. Al espíritu no pueden aplicarse los principales aforismos bien conocidos en los cuales parece resolverse el comportamiento de la naturaleza: “natura facit quod melius est”; “in opere naturae nihil est superfluum, nihil otiosum vel frustra”; “non totaliter deficit; non deficit nisi in paucioribus”; “consequitur suum effectum vel semper vel ut in pluribus”; “certitudinaliter operatur”; etc. Pero en realidad, nada impide intentar una transposición de la definición de la naturaleza hallada en el ente móvil, “físico”, al ámbito de la espiritualidad, si es convenientemente aclarado que este principio de operaciones es extensible a todo ente en virtud de una aplicación analógica del concepto. El alma humana, por ejemplo, no es natural en el mismo modo que la de un pez o la de un árbol.
Lo natural, tomado este conveniente recaudo analógico, no establece una oposición insuperable entre el orden del espíritu y el físico, sino más bien entre los entes de razón y los reales.15 Sólo si la naturaleza es considerada como principio de generación y corrupción en las cosas donde reside per se, no puede identificarse con los entes divinos.16 Una noción elaborada para comprender el dinamismo de los entes materiales no parece tener títulos para abarcar todos los entes. Con todo, Santo Tomás rescata el analogado principal del concepto. En efecto, la definición de “naturaleza” trasciende el ámbito de la generación y corrupción para instalarse en el corazón mismo del ente real, sea éste espiritual o no. El ente espiritual habet esse fixum in natura, y esto reclama la posesión de una naturaleza entendida no ya como una dinámica de generación-corrupción, sino como principio de operaciones propias de esta clase de entes libres de materia, es decir, de potencia trans-formacional. En el caso del hombre, lo natural es eminentemente lo racional e intelectual.17
La naturaleza espiritual es abierta. Por su intencionalidad ella no es sólo ella, sino que puede devenir todas las cosas mediante la apropiación y asimilación intelectual de lo otro sin perder su propio ser. En virtud de su naturaleza, los entes inteligentes pueden adueñarse intelectualmente del universo entero. En la criatura racional hay un deseo natural de conocer aquellas cosas que perfeccionan su forma.18 La conciencia es, por tanto, intencional.19 Su plena realización reside en esa identificación intencional con lo que le es exterior, frente a lo cual ella es como un todo frente a otro todo.20 Vemos así cómo la naturaleza es la esencia de un ente real considerada como principio de su obrar y no de cualquier obrar sino de aquel que lo conduce a su fin propio, a su acto pleno. Así, la operación propia de la naturaleza espiritual es inmanente no sólo en su principio sino también en su término, y confiere por este hecho un altísimo valor a toda eficiencia o transitividad emanada de ella (es decir, a toda póiesis y a toda práxis). La acción que la criatura razonable lanza sobre el mundo y el prójimo, conociéndolo y amándolo, buscando en ellos el Bien absoluto, resulta de una dignidad incomparable a las acciones de los seres irracionales. Además, mientras más elevada es una naturaleza, más aquello que emana de ella le resulta inmanente.21
3. Naturaleza y esse
Establecido el significado último, es decir, metafísico del concepto de “naturaleza”, advertimos que, junto con substancia y esencia, indican lo mismo, pero expresan un aspecto diverso de la cosa. La substancia es la esencia en cuanto le compete existir en sí y no en otro como en un sujeto, es decir, en cuanto subsiste, y por eso le conviene máximamente el carácter de unidad. La esencia es aquello por lo cual la cosa es lo que es, es decir, aquello por lo cual es constituida en su especie y es principio de sus atributos. La naturaleza a su vez es la esencia en tanto principio primero y radical de la operación. La realidad una e idéntica significada con los tres términos, que expresan tres formalidades, es la cosa misma que subsiste con una determinada perfección específica y capaz de operar; nada está desprovisto de su operación propia.22
La naturaleza, por lo tanto, es principio radical de la operación para la cosa en la cual reside per se, pero no es principio inmediato porque el ente presenta, además de su composición hilemórfica, una composición de esse. Justamente, en esto consiste el enriquecimiento que la metafísica del Aquinate aporta a la de Aristóteles; en efecto, el acto de ser es realmente distinto de la esencia y es quien otorga en definitiva el dinamismo a la naturaleza, al poner al ente en la existencia. El ente de la metafísica tomista presenta así una doble composición: la de materia-forma, que a su vez es como potencia respecto del acto de ser, el cual le confiere existencia, aun cuando resulte vehiculado por la forma.23 Un acto puro es aquel donde no hay diferencia entre quod quid est y quo est, es decir, entre su esencia y su ser (o existir).24
La contribución de Santo Tomás a la metafísica del acto y la potencia consiste, pues, en llevar a sus últimas consecuencias la diferencia entre la quiddidad como potencia lógica de existir, es decir, como intrínseca no repugnancia a ser puesta en el ser, y la existencia plena del ente que es consecuencia de la recepción del esse.25 Algunos textos del Aquinate son muy explícitos:
Sum. Theol. I, q. 3, a. 4c.: “Oportet igitur quod ipsum esse comparetur ad essentiam quae est aliud ab ipso, sicut actus ad potentiam”.
Sum. Theol. I, q. 54 3c.: “In omni autem creato essentia differt a suo esse, et comparatur ad ipsum sicut potentia ad actum…nec aliqua alia operatio aut in ipso aut in quocumque alio creato, est idem quod eius esse”.
Sum. Theol. I, q. 77, a. 1c.: “Unde quod sit in potentia adhuc ad alium actum, hoc non competit ei secundum suam essentiam, inquantum est forma; sed secundum suam potentiam”.
Si bien es cierto que algo obra de acuerdo con su modo de ser, también lo es que el obrar es consecuencia de la actualidad del esse como participación del existir puro. De ahí, pues, que la naturaleza no sea un principio inmediato del obrar, sino principio radical, pues en ninguna criatura el obrar es idéntico con la esencia. Ninguna criatura tiene por sí el acto de ser y por lo tanto ninguna naturaleza creada, en cuanto es principio de operación, puede ser principio inmediato del obrar. Un principio inmediato de operación difiere de uno radical en que en el primero el ser es idéntico con su esencia, mientras que en el segundo no.26 El ser en tanto participado no pierde por eso su primado sobre el compuesto de materia y forma, pues no puede ser nunca potencial. Lo suyo es ser siempre en acto, aunque justamente por su carácter de participado resulta limitado por la potencia esencial en la cual es recibido e individuado.27
La naturaleza es a su vez el principio quo primo del cual la substancia tiene originariamente la potencia de obrar, la cual se pondrá en acto primero una vez recibido el ser. El sujeto tiene el ser y obra consecuentemente.28 Sin embargo, no obra según el esse sino según la determinación de la naturaleza en la que el ser se aloja, es decir, según el modus essendi. Es decir, una cosa obra, en primer lugar, porque es, porque está en acto, pero lo hace según su naturaleza.29 La misma operación de una cosa, es decir, su esencia, nos es conocida por su operación;30 aunque para la cosa, la operación sigue a la naturaleza.31
4. La naturaleza humana
Si aplicamos esta definición de naturaleza como esencia desde el punto de vista de la operación al ente humano, comprobamos que su operación propia no es sólo la intelección sino también el querer. Y es justamente en este ámbito volitivo donde el ente espiritual se opone a la naturaleza en el sentido “físico” del término. Por esta razón parece haber a primera vista en Santo Tomás un desacuerdo entre naturaleza y libre albedrío. Hay cierta constancia en la contraposición de estas dos nociones como algo que viene determinado por lo que de hecho es un ente no racional, frente a la libertad de uno que se autodetermina.32 La determinación voluntaria no reconoce pues la acción de una causa exterior como dirigiéndola infaliblemente hacia su fin.33 Pero con lo que llevamos indagado hasta aquí resulta claro que el verdadero sentido de “naturaleza” trasciende la dicotomía naturaleza-espíritu. En efecto, Santo Tomás afirma que la misma facultad de querer es natural y pertenece necesariamente a la criatura espiritual. Así pues, el libre albedrío presupone la naturaleza.34
Uno de los caracteres esenciales del hombre es el de poseer una voluntad insaciable frente al bien finito, aun cuando no pueda no buscar en todo alguna forma de su objeto propio, es decir, de bien. En un conocido pasaje del Tratado de la Beatitud lo vemos con toda la claridad posible:
Respondeo dicendum quod necesse est quod omnia quae homo appetit, appetat propter ultimum finem. Et hoc apparet duplici ratione. Primo quidem, quia quidquid homo appetit, appetit sub ratione boni. Quod quidem si non appetitur ut bonum perfectum, quod est ultimus finis, necesse est ut appetatur ut tendens in bonum perfectum: quia semper inchoatio alicuius ordinatur ad consummationem ipsius; sicut patet tam in his quae fiunt a natura, quam in his quae fiunt ab arte. Et ideo omnis inchoatio perfectionis ordinatur in perfectionem consummatam, quae est per ultimum finem (Sum. Theol. I-II, q. 1, a. 6c).
Hay así un constante dinamismo entre naturaleza y libertad.35 Ninguna criatura en el universo es inmediatamente todo lo que ella debe ser. De hecho, éstas enfrentan un destino a cumplir que constituye su razón de ser y explica su constitución real y sus esfuerzos, de modo que el fin está presente en el comienzo, en la intención misma del agente.36 La importancia de este fin, entendido como causa final, es tal, que si lo suprimimos todas las demás causas desaparecen.37 Se podría decir que la historia del universo no es otra cosa que el movimiento de todas las criaturas en búsqueda de su plena realización. De este modo, una actividad natural es aquella que surge desde la intimidad del ente y se dirige a la compleción de su inacabamiento, a la conquista de las regiones desérticas de su ser. A tal naturaleza corresponde tal destino, y a tal destino tal actividad. El apetito del fin es pues la voz que reclama el advenimiento de la plenitud.
“Apetito natural” es una noción de un alcance mucho más amplio que el generalmente admitido. Debido a nuestra propensión a encerrar la naturaleza en los reinos de lo mineral y lo biológico, y si es posible a expresarla en caracteres de regularidad fenoménica matemáticamente formulables, nos parece raro hablar de un apetito natural fuera del ámbito mecánico-biológico. Pero puesto que la naturaleza trasciende esos planos, el apetito natural también podrá ser predicado de las substancias espirituales. El apetito o tendencia natural se tomará así en tantas acepciones como el término “naturaleza”. “Apetecer” indica no tanto el esfuerzo consciente de un ente animado como la ordenación metafísica del mismo a su fin.38 Esto vale para toda substancia:
Appetitus non est proprium intellectualis natura, sed omnibus rebus inest, licet sit diversimode in diversis (Cont. Gent. III, 26, n.8).39
Un movimiento es natural porque la naturaleza inclina a él, sea con intervención del conocimiento, sea sin ella.40 La inclinación de una cosa proviene de su forma, y puesto que la naturaleza es eminentemente la forma, un apetito natural es aquél acorde con el principio formal de la cosa.41
Ha llegado el momento de examinar la proyección política de todo esto.
5. Conclusión:
Naturaleza y política (I)
La idea dominante en la primera Lectio del Comentario a la Política de Aristóteles es la de un dinamismo entre naturaleza y fin cuando se analiza la relación entre las comunidades inferiores, como el hogar o un vecindario (vicus) y la comunidad que expresa la más perfecta de las posibilidades asociativas humanas: la ciudad (civitas). Esta y las comunidades menores que ella abraza son naturales, no porque tiendan prioritariamente a la satisfacción de los apetitos corpóreos sino porque, al haber definido la naturaleza de una cosa como algo equivalente a la forma y al hacer de la forma humana un principio espiritual, la ciudad, en tanto orden efectuado por el uso práctico de la razón, es al mismo tiempo natural y preeminentemente realización espiritual. En efecto, una obra deriva de la forma que la produce. Si la forma es espiritual, la obra llevará tal signo, sobre todo si se trata de algo donde se requiera cierta perfección.42 De este modo, cuando se habla de una ordenación natural de las comunidades humanas, se alude sobre todo a una ordenación racional. Debemos evitar sin embargo el riesgo de suponer que en el orden político se procede del mismo modo que en las artes fabriles. La comunidad no es factible sino agible.; aquello que debe ser perfeccionado por la virtud es principalmente el obrar. Si el Estado (moderno) adopta en su gobierno de la ciudad un criterio de eficacia en vez de uno prudencial, perpetra una subversión contra el orden natural.43 Por otra parte, si bien es cierto que las comunidades menores tienen a la ciudad como a su fin, no implica ello la pérdida de su autonomía ni mucho menos su absorción en un órgano absoluto, o que éste asuma en sus manos funciones propias de los grupos intermedios. No se podría insistir demasiado sobre el carácter activo y voluntario de la ciudad, pero no ha de suponerse que la misma sea sólo fruto del querer arbitrario de sus miembros. La ciencia política es una ciencia44 del obrar, pero también es en cierto modo especulativa en tanto el uso práctico de la razón no es autónomo sino subordinado a ciertos principios especulativos. Por eso el saber político (o “ciencia” política) es pues doble: cognoscitivo y normativo. Esto no ofrece ninguna dificultad epistemológica desde que la facultad concernida, el intelecto, es la misma orientada a diversos usos. La diferencia entre el intelecto especulativo y el práctico radica en que el conocimiento esté dirigido a la obra o no; nada obsta al uso práctico del intelecto especulativo. De todos modos, Tomás de Aquino no afirma que el aspecto práctico-normativo sea una deducción de lo aprehendido por el intelecto especulativo, ya que el todo aprehendido es práctico. Hablamos de usos del intelecto y no de facultades distintas.45 En todo caso, llama la atención que la ciudad es un hecho dado (o mejor dicho encomendado) y a la vez un producto de la razón.46 De este modo, en cuanto la comunidad política no es ni un producto puro de la razón práctica ni un hecho biológicamente natural, admite su institución por vía voluntaria. De hecho, el fundador de una ciudad es objeto de las mayores alabanzas. Si su acto es meritorio, es porque es voluntario.47 Que la voluntad de los individuos interviene decisivamente en la constitución de la ciudad, el Aquinate lo prueba adoptando la definición que San Agustín toma de Cicerón en el Libro II de De civitate Dei.48 Pero lo que permite a Santo Tomás afirmar el carácter voluntario y al mismo tiempo natural de la comunidad es justamente el concepto de “naturaleza” rectamente entendido. Y esto es un reaseguro de cualquier posibilidad de una determinación puramente arbitraria (o enteramente convencional) de la verdad práctica.49 Por otra parte, tenemos aquí una respuesta a la vieja oposición sofística physis-nómos. En efecto, Santo Tomás responde a una objeción en De ver., q.22, a.5 ad 6um, acerca de si hablar de apetito voluntario y a la vez natural no sería una contradictio in adjectis. Su respuesta es que lo natural y lo voluntario, tratándose del hombre, se vinculan como lo animal a hombre.50
Decíamos que las comunidades menores se ordenan naturalmente a la ciudad, que es la principal de todas y por lo tanto tiene carácter de fin por la excelencia de su bien. De todos modos, en el Comentario a la Ética, Santo Tomás no se priva de introducir una reflexión de cuño netamente cristiano. ¿A sabiendas? No lo sabemos, pero la reflexión está ahí.51 Ahora bien, como la naturaleza en el hombre difiere de la de los irracionales, esta amistad conyugal natural tiene un carácter de un alcance más amplio: está ordenada no solamente a la procreación sino a la suficiencia de la vida doméstica.52 Esta suficiencia doméstica no se reduce a un criterio de eficacia en la administración. Después de todo, los animales también organizan eficazmente su vida familiar. Debe pensarse más bien que, en tanto se trata de una institución sometida al ordenamiento de la razón práctica, alcanzará su perfección cuando esté cualificada por la virtud.53 Y desde el momento en que interviene una calificación virtuosa en la relación conyugal, el matrimonio irradia una influencia bienhechora en la dimensión política total. Y esto porque en la más ínfima de las instituciones relacionales ya hay la exigencia de la justicia.
Obviamente, si es posible ordenar las comunidades menores a la ciudad, significa esto que el hogar, el vecindario, etc. contienen algún elemento político. Se podría hablar así de la politicidad doméstica, vecinal, etc. Si la ciudad es en alguna medida un efecto de los grupos prepolíticos, resulta claro que el ser del efecto no puede sobrepasar lo contenido virtualmente en las causas. Esto no implica, de todos modos, que la ciudad sea una sumatoria de instituciones menores.
La proyección política de la menor de las comunidades, la conyugal, se enraíza en su origen práctico. Dicho de otro modo, en la medida en que se trata de un orden naturalmente instituido por la razón práctica en vistas de un fin más amplio que la simple supervivencia de la especie (y no puede ser de otro modo si tratamos con una naturaleza racional), es claro que las necesidades cotidianas a las cuales provee el matrimonio, trascienden el matiz un tanto material que parece dominar en la consideración de la sociedad doméstica en el Comentario a la Política.
Si bien existe una diferencia específica entre la comunidad doméstica y la política y que por lo tanto no es cierto que ambas difieran por accidentes cuantitativos, sí es verdad que tanto el fin primario del matrimonio como los secundarios están sujetos a la regulación virtuosa prudencial que incide directamente en el posterior ordenamiento de la ciudad. Debe darse pues una armoniosa conjunción entre el fin primario y los secundarios de tal manera que la sociedad conyugal, a pesar de su inferioridad respecto de la comunidad política, sea sin embargo el alma mater de los futuros ciudadanos. El Aquinate afirma, siguiendo a Aristóteles, que en el seno del matrimonio hay una amistad natural entre marido y mujer y que el hombre es en cierto sentido más animal conyugal que político puesto que la parte es anterior al todo, esto es, la comunidad conyugal anterior a la política, como hemos visto hace un momento.
Finalmente, si bien hay necesidades cotidianas cuyo ámbito propio es el hogar y que parecen tener poco de específicamente humanas, no es menos cierto que en su carácter esencial el matrimonio queda sujeto a una regulación de la razón. Y para exponerlo, el Aquinate vuelve a poner el acento en la analogía del término “natural”.54
Naturaleza y política (II)
Esta breve descripción de la primera de las instituciones relacionales nos ha permitido comprobar en qué sentido se da lo natural en ella y a la vez, por ese mismo sesgo, vislumbramos su alcance político. Quisiera insistir en ese hecho. Si las comunidades menores tienen a la ciudad como su fin, es indudable que ellas participan proporcionalmente del mismo. Pero esta participación se transformará en plenitud gracias a las obras prudenciales orientadas a la satisfacción de las necesidades no cotidianas. Tales necesidades que fundan en alguna medida la diferencia específica entre las comunidades de la ciudad responden a una inclinación natural que no puede ser satisfecha ni en el ámbito estrecho de la célula familiar ni tampoco en el vecindario. Esas exigencias naturales son, qué duda cabe, de tipo biológico. En ese sentido la ciudad es la comunidad perfecta por cuanto sólo en ella el hombre encuentra todo lo necesario para una vida cómoda.
Ahora bien, como nuestra naturaleza se define por algo más que lo vital, la ciudad, si es la comunidad perfecta, lo es ante todo porque en ella alcanza su acabamiento aquel aspecto ultrabiológico. Es el “vivir bien” que leemos en la Política, lo cual es ante todo una vida según la virtud, tarea que está a cargo de las leyes. Y si éstas no tienen ese sentido perfectivo, la ciudad es una barbarie.
Más arriba veíamos que la naturaleza implica una tendencia al fin. El fin tiene a su vez un carácter de perfección para la cosa que lo alcanza, pero puesto que la naturaleza procede en sus operaciones yendo de lo simple a lo complejo, resulta obvio que su realización más compleja es también la obra perfecta acabada y razón de ser de todas las otras. La razón humana, en tanto es natural, también procede así (In Pol. Prooemium). Por eso el todo perfecto que es la ciudad resulta posterior en el tiempo y primero secundum naturam. Aún más, se podría decir que en virtud de su carácter teleológico-perfectivo total, la ciudad es en cierto modo más natural que las comunidades intermedias. Es verdad que a veces las analogías empleadas por el Aquinate no son del todo convincentes, como cuando compara el hecho de que la condición de parte del hombre respecto de una comunidad política equivale al carácter de parte propio de la mano o el pie respecto del hombre. En todo caso, si el orden político cumple con su fin, es decir, hacer buenos a los ciudadanos mediante la promoción de la vida virtuosa, comprobamos la vigencia de una dialéctica entre naturaleza y libertad llevada a su culminación.
Finalmente, cuando Santo Tomás comenta en el Prefacio de su comentario a la Política el pasaje aristotélico del segundo libro de la Física, ars imitatur naturam, no expresa la futilidad de una comparación entre las producciones del intelecto práctico con las de la naturaleza irracional. La perfección del arte no consiste en la imitación más o menos exitosa de lo natural, como si dijéramos que la “Ronda nocturna” de Rembrandt es mejor que “La tentación de San Antonio de Dalí, porque el primero supo imitar con más precisión el traje del capitán Cocq que el segundo los harapos del santo del desierto. En realidad, ars no es sólo la creación estética, sino también la técnica. En segundo lugar, el arte es un saber hacer algo y como tal una virtud intelectual. Cuando pasamos del ámbito de lo factible a la esfera del obrar, el problema adquiere una dimensión que quizá no sea explícita en Aristóteles y de la cual Santo Tomás parece haber advertido la complejidad. Cada vez que el Estagirita hace referencia a esta imitación se refiere principalmente al proceso, más artístico que prudencial, de información de una materia. Pero esto ya no resulta tan evidente en el terreno de la praxis.
Santo Tomás emprende una nueva vía de explicación de esa imitación que pueda dar razón, no sólo de las producciones transeúntes sino fundamentalmente de los agibilia. En efecto, si no fuera este segundo tipo de obras el que le interesa prioritariamente, no se explicaría la inclusión del aforismo aristotélico en el Prefacio de su comentario a la Política. Y es que Santo Tomás, al explicar cómo el arte imita a la naturaleza, rescata la acepción de naturaleza que he venido desarrollando hasta ahora y la emplea como introductoria al análisis de lo político. Lo esencial de su explicación de la imitación aparece al comienzo mismo del Prefacio: “Tal como enseña el Filósofo en el segundo libro de los Físicos, el arte imita a la naturaleza. La razón de esto es que, así como se relacionan entre sí los principios, también se relacionan proporcionalmente las operaciones y efectos”.
Es decir, la relación entre dos series de operaciones o efectos resulta proporcional a la relación entre los principios que los originan. Habrá pues una cierta semejanza entre lo producido por la naturaleza (en su sentido “físico”) y lo obrado por el hombre, lo mismo que entre los principios de estas producciones. Esto es de la mayor importancia en cuanto a su proyección política si tomamos en cuenta que no se trata, en rigor, de una identidad, sino de una semejanza, de una proporción. ¿Por qué esto es significativo políticamente? Porque el principio en la serie de operaciones naturales es la inteligencia divina, mientras que en la otra es la humana. El hiato introducido entre ambas series limita la posibilidad de que el soberano de la ciudad se asimile literalmente al Soberano del universo. Dios no es, propiamente hablando, un modelo político, sino más bien un paradigma de acción mediatizado por la naturaleza. Pero no por la naturaleza en tanto entelequia -el orden político nunca termina de ser dinámico-, sino en tanto energía perfectiva. La lección por aprender de la naturaleza es la de esfuerzo de perfección.55 El intelecto humano debe entonces inspirarse en la observación de las cosas naturales para todas sus producciones, no sólo las factibles sino sobre todo las agibles.56
Este proceder de lo simple a lo complejo que lleva a la razón a fundar naturalmente las instituciones, es uno de los modos derivados como es imitada la naturaleza. De nuevo, la imitación es más bien inspiración. La imitación consiste así en llevar al acto perfecto aquello que está en potencia, y llevarlo según la forma propia del ente respectivo. En el caso del hombre, la naturaleza procede racional y voluntariamente a alcanzar su plenitud, imitando la aspiración del resto de los entes naturales. Hablar de una “tendencia natural a la vida virtuosa y a la comunidad política”, expresa ni más ni menos la tendencia general de la naturaleza hacia la esplendencia de su forma, la cual en nosotros pasa por una regulación espiritual. La cualificación prudencial de nuestros actos aparece, así, como el único camino de perfección comunitaria y por ende, personal.57 La ciudad es natural porque es la realización más perfecta del intelecto práctico; la comunidad política es ocasión del despliegue de todas las perfecciones humanas y sólo accidentalmente podría alguien prescindir de ella, como aquellos que no la habitan.58 Pero si por naturaleza hay alguien que se abstenga de la vida política, se trata de alguien que está casi fuera de la vida humana: por encima, como San Juan Bautista; o por debajo, como los depravados. La ciudad es entonces natural por su doble carácter de perfectiva y de fin. Y aún puede decirse que en tanto no promuevan alguna perfección e inciten al vicio, o bien cuando nacen de una apreciación puramente subjetiva de la verdad práctica, las comunidades dejan de ser naturales. Así como hablamos de personas desnaturalizadas, lo mismo podemos decir de las ciudades y grupos menores en ciertos casos.
Es en la ciudad rectamente ordenada donde el hombre deviene el viviente óptimo. Si las leyes fracasan en su misión eminentemente ética, homo est pessimum omnium animalium, lo cual equivale a un revés de la naturaleza tanto más grave por cuanto en él interviene la voluntad humana oponiéndose al orden querido por el Creador.
Como quiera que sea, no debemos perder de vista que nos hallamos en el terreno de la razón práctica. La perfección humana, en tanto es asequible en nuestra condición histórica, no es práctica sino contemplativa. Por eso puede escribir Santo Tomás en el pasaje de S. Th. Ia-IIae, q. 22, art. 4 ad 3um: “El hombre no está ordenado a la comunidad política según todo lo que es y lo que tiene, y por eso no todo acto suyo es meritorio o demeritorio respecto de la comunidad política”.
Esta última afirmación condensa en unas pocas líneas una de las tomas de posición más recurrentes, explícitas o no, en todos los pensadores cristianos respecto de los asuntos políticos, a saber, que el Reino de Dios no es de este mundo, y que por lo tanto un fracaso político de ninguna manera implica la pérdida del alma. No obstante, al reconocer a Dios como el creador de una naturaleza como la humana, dotada de una radical vocación política, podría decirse que buscamos políticamente fines que no son políticos. Y con esto, Tomás de Aquino hace justicia a Aristóteles sin abandonar el Evangelio.
Obras de Tomás de Aquino
NB: Con la excepción de la Summa Theologiae, el resto de las obras del Aquinate ha sido consultado en la edición online http://www.corpusthomisticum.org, a cargo de Enrique Alarcón.
De ente et essentia
De veritate
In Aristotelis libros De caelo
In libros Physicorum
Scriptum super Sententiis
Sententia libri Ethicorum
Sententia libri Metaphysicae
Sententia Libri Politicorum
Summa Contra Gentiles
Summa Theologiae. Cura Fratrum eiusdem Ordinis. Madrid: B.A.C., 1963-1985.