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Prismas

versão On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.19 no.1 Bernal jun. 2015

 

RESEÑAS

José Emilio Burucúa y Nicolás Kwiatkowski,
"Cómo sucedieron estas cosas". Representar masacres y genocidios, Buenos Aires, Katz, 2014, 297 páginas

 

La representación de masacres y genocidios ha sido, y sigue siendo, un tema complejo, con numerosas aristas y debates que lejos están de clausurarse. Cada cierto tiempo, una nueva producción artística emerge renovando las discusiones al respecto. Sin ir más lejos, se puede recurrir a la polémica que suscitó recientemente The Act of Killing (Joshua Oppenheimer, 2012), película documental en la que un grupo de asesinos de las masacres de 1965 en Indonesia recrea sus crímenes para la cámara; en las representaciones, realizadas con una cuidada puesta en escena, los asesinos se volvían dobles de sí mismos. Ahora bien, dicha representación, ¿puede ser pensada de la misma manera en términos culturales o, para decirlo de otro modo, en tanto fórmula de representación? Esta pregunta merece ser analizada a partir de los resultados de las investigaciones de José Emilio Burucúa y Nicolás Kwiatkowski, publicados bajo el título "Cómo sucedieron estas cosas". Representar masacres y genocidios.
Desde el epígrafe, los autores toman una postura epistemológica. La cita de Hamlet -de la que también se desprende el título del libro- nos indica que la pregunta que recorrerá la obra no es de índole moral; es decir, no se interroga por la posibilidad de representar una masacre. Como bien señalarán en las páginas subsiguientes, los autores nos demuestran que la empresa de representar las masacres fue efectuada una y otra vez a lo largo de la historia. Por lo tanto, la movilización a representar posee un aspecto ético, que se resume en la frase de la obra de Shakespeare que citan: "Y permitidme que cuente al mundo que aún no lo sabe cómo sucedieron estas cosas, para que sepáis.". La voluntad de representación se encuentra anclada a la intención de transmisión y de conocimiento.
Al haber numerosas interpretaciones y definiciones en torno a los conceptos de masacres y genocidio, Burucúa y Kwiatkowski comprenderán en su libro la masacre como "el asesinato masivo de individuos usualmente desarmados y sin posibilidades de defenderse, para el que se utilizan métodos de homicidio excepcionalmente crueles" (p. 11), y para la noción de genocidio optarán por atenerse a los lineamientos de la Convención para la prevención y la sanción del delito de genocidio de la onu de 1948. En el contexto del libro, ambas definiciones resultan operativas, y permiten escrutar los diferentes casos y también vislumbrar los núcleos de dichas representaciones.
Estas dos opciones teóricas también permiten comprender la obra como una introducción al estudio de las representaciones de las masacres. En esta oportunidad, los autores nos brindan un andamiaje teórico fértil para pensar algunas problemáticas asumiendo que el lector continuará analizándolas desde otras perspectivas. Si bien señalan en algunas oportunidades que la escalada de violencia culmina con el exterminio, se focalizan específicamente en la representación del momento del crimen, dejando un interrogante respecto a cómo pensar las consecuencias de dicho exterminio.
La pesquisa que realizan posee dos claras propuestas relacionadas entre sí. Por un lado, al estudiar las representaciones de las masacres Burucúa y Kwiatkowski efectúan una genealogía de las masacres que no pretende ser exhaustiva ni tampoco puntillosa, pero sí fundamentada y documentada. En esa tarea, encontramos que estos fenómenos han tenido lugar en períodos muy tempranos de la historia humana y que aquellos que buscaron representarlos encontraron problemas en su tarea. Si el término genocidio vino a colocar un nombre a un tipo de crimen existente desde hace tiempo, la pregunta sobre cómo representar este tipo de crímenes atosigó a historiadores, filósofos y artistas con la misma magnitud. Por otro lado, los autores proponen encarar el estudio de
dichos problemas a partir de fórmulas de representación, que no solo permiten llevar a cabo una lectura histórica de las representaciones sino que también tienen como objetivo comprender mejor las causas de esas dificultades para expresar lo ocurrido y estudiar los intentos realizados pese a los límites. Estas fórmulas, a su vez, habilitarán a rastrear las similitudes, las regularidades y los usos de recursos para aproximarse a los trágicos hechos.
Una de las hipótesis que plantean en su libro tiene como foco advertir que la crueldad de las matanzas interrumpe las cadenas de causas y efectos y lleva a que el lenguaje u otros medios de representación sean considerados inadecuados para describir tales episodios. Si bien dicho intento no ha cesado nunca, las fórmulas de representación permiten arrojar luz sobre lo acontecido y también meditar sobre las relaciones de dominación que produjeron un antagonismo tal que el exterminio de un grupo se volvió necesario, deseable e, incluso, justificado.
De este modo logran realizar un gran estudio comparativo, de larga duración, sin pretender igualar dichos fenómenos; así, constantemente los hechos extremos han puesto a prueba las categorías usuales para su conceptualización y comprensión. Con todo, la representación de las masacres se volvió una imagen de dos caras. La primera puede ser vista en pocas ocasiones, cuando los perpetradores intentan asentar su "obra": quizá el ejemplo contemporáneo más claro sea el caso del genocidio ruandés, en que los victimarios plantearon desde el primer momento hacer visible su práctica genocida. El extremo opuesto podemos encontrarlo en las palabras de Heinrich Himmler en su infame discurso de Posen, en el cual pedía ocultar la empresa que estaban realizando. La otra cara se conforma por quienes simpatizan con las víctimas, sobrevivientes o allegados a la masacre, que buscan dar testimonio de lo ocurrido. De allí surge un imperativo preciso: no distorsionar la historia mediante representaciones inadecuadas. Hacer las cosas vistas parecería ser también hacer las cosas conocidas. Para Heródoto, en sus tiempos, estos temas ya se habían tornado problemáticos, y el desafío a las palabras obligó al jurista Raphael Lemkin en 1944 a acuñar el término genocidio para dar nombre, representar, este tipo de crimen. Es en esa dirección que el libro recoge algunos de los debates suscitados por la representación -o irrepresentabilidad- de la Shoah a partir de algunas discusiones impulsadas por Hayden White, Jean-François Lyotard, Jacques Rancière y Saul Friedlander, y también por el acalorado y polémico intercambio entre Gérard Wajcman y Elisabeth Pagnoux "contra" Georges Didi-Huberman.
El problema, lógicamente, no se resuelve con una respuesta afirmativa o negativa. En ese sentido, los autores señalan que el problema no es saber si se puede o se debe o no representar, sino qué se quiere representar y qué modo de representación se elige para este fin. Ante la posibilidad de un posible anestesiamiento frente a tanto hostigamiento de imágenes, tal como Susan Sontag temía, Burucúa y Kwiatkowski acuden a Aby Warburg, un pensador cuya influencia es palpable en todo el libro. Para pensar los debates en torno a la representación, proponen el concepto warburguiano de Denkraum o "espacio para el pensamiento". Esta noción propone pensar la ciencia, como también la magia y el arte, como proveedores de un espacio para el pensamiento que permita el abordaje de objetos que nos enfrentan con nuestros temores y ansiedades más íntimas; en ese espacio se podría crear una distancia que serviría para conjurar o convertir tales objetos en instrumentos de nuestra acción sobre la realidad circundante: tomar aquello que nos acosa para luchar contra ello. Ese espacio para el pensamiento creado por las representaciones también permitirá meditar sobre las consecuencias y los efectos del exterminio.
Quizás uno de los pasajes más polémicos del libro se encuentra en la forma de caracterizar a la víctima en las representaciones de masacres elegidas; aquí se alude a la víctima representada en su "inocencia radical". El pasaje se desprende como producto de la ruptura de causalidades: el exterminio no poseería justificación. Para sostener dicha visión debemos comprender la particularidad de los crímenes aquí analizados (y representados). Como mencionan Burucúa y Kwiatkowski, al desatarse la matanza se interrumpen las cadenas de causa-efecto provocando un hiato que preserva a las víctimas de
cualquier mancha moral y que implica, simultáneamente, la culpa irremediable del perpetrador. Ese hiato tendría como consecuencia la inocencia radical de las víctimas, por cuanto sus acciones individuales y colectivas antes de la matanza son irrelevantes para el hecho de la masacre y no se relacionan con ese fenómeno.
Señalamos antes que los autores nos ofrecen "fórmulas de representación" para pensar las masacres y los genocidios, pero ¿en qué consisten dichas fórmulas? Ante todo son herramientas para buscar y explorar regularidades, límites y cambios. Junto a Louis Marin, piensan que los textos, las imágenes y los objetos culturales poseen tanto una dimensión transitiva, por la cual señalan algo que se encuentra fuera de ellos, como también una dimensión reflexiva: hacer presente una ausencia pero también aparecer en ese acto, concretar la acción indirecta y sustitutiva de hacer presentes esos objetos, personas o fenómenos que no están aquí ni ahora. Por lo tanto, las fórmulas de representación plantean indagaciones y relaciones entre la cultura, la vida social y material. Otra gran influencia para pensar las fórmulas es, nuevamente, Aby Warburg: en esta oportunidad la importancia de la Pathosformel resulta notable. De hecho, siguiendo a los autores, podríamos pensar que su propósito no es solo historizar los orígenes y las evoluciones de las fórmulas sino también advertir la supervivencia de dichas fórmulas a lo largo del tiempo.
Una fórmula de representación, entonces, es "un conjunto de dispositivos culturales que han sido conformados históricamente y, al mismo tiempo, gozan de cierta estabilidad, de modo que son fácilmente reconocibles por el lector o el espectador" (p. 46). Una fórmula es más amplia que una metáfora, un topos o las Pathosformlen, pero, a la vez, las incluye: una fórmula de representación se conforma por metáforas complejas que definen y representan hechos (las masacres reales) mediante la indicación de otros hechos (la caza, el infierno, el martirio).
En su investigación, Burucúa y Kwiatkowski han encontrado cuatro fórmulas: la cinegética, la infernal, la martirológica y la Doppelgänger. Cada fórmula posee orígenes precisos y, en cada capítulo, dedicado a cada fórmula, los autores desarrollan los orígenes, la evolución, las características y la supervivencia de cada una de ellas. En la Antigüedad ya se puede rastrear la cinegética; en la Edad Media, el martirio; a partir de los siglos XV-XVI, el infierno, mientras que la fórmula de la duplicación se inicia en los siglos XVII-XIX y se asienta con más fuerza en el siglo XX luego de la Primera Guerra Mundial.
La fórmula cinegética se concentra en dos aristas. Por un lado, la cacería, fórmula para la representación de masacres humanas desde la Antigüedad clásica; por otro lado, la animalización de las víctimas o, incluso, de los victimarios. La supervivencia de esta representación se verifica en que a lo largo de los siglos encontramos en los discursos de los perpetradores la animalización de sus "presas", transformadas en alimañas, insectos, bacterias e incluso virus, cuya eliminación pretendían justificar para proteger una raza míticamente pura y saludable. Por otro lado, esta fórmula permite estudiar las representaciones de las condiciones de traslado de los deportados judíos a los campos de concentración y exterminio, semejantes a las empleadas con el ganado; con ella también podemos reparar en el genocidio ruandés al observar cómo en Ruanda los tutsis eran tomados como cucarachas por los extremistas del Hutu Power.
Entre los ejemplos que los autores analizan con notable erudición, examinan una pintura de François Dubois de 1573 sobre La matanza de San Bartolomé. En ella, el artista pinta a los perpetradores asistidos por perros, listos para la caza. Incluso el propio término "masacre" posee su origen en esta fórmula. Es en el siglo XVI que dicho vocablo adquiere su sentido actual. En Francia, hasta 1540 se había empleado para designar el lugar donde el carnicero cortaba las piezas (su cuchillo se llamaba massacreur). Así, mientras que en la Antigüedad solo la víctima era representada como animal, en la modernidad temprana se introducen nuevos elementos que incluyen una animalización oscilante de víctimas y perpetradores. En todos los casos siempre se puede apreciar la aplastante superioridad de los humanos ante los animales a cazar, encontrando en ocasiones una representación redentora e inocente del animal.
La fórmula del martirio posee sus raíces en el cristianismo, y se remonta a antecedentes helenísticos y
judíos. La evolución de la idea de mártir llevó a comprender como tal a todo aquel que, convencido de las verdades de su religión -cristiana- aceptaba la muerte con tal de no negarlas. El modelo para representar imágenes de masacres tuvo su inspiración prototípica a partir de la representación de la masacre de los santos inocentes a fines de la Edad Media. En las representaciones que vendrán después se destacará la inocencia radical de los niños víctimas y también su debilidad y su completo estado de indefensión.
Esta fórmula reaparecerá en representaciones de diversas masacres: tanto en la de San Bartolomé, como en la de la conquista de América, por citar algunas. Sobre esta última, los autores analizan una serie de libros protestantes en los cuales las ilustraciones buscaron vincular la crueldad infernal de los conquistadores con la inocencia radical de los indios sometidos a torturas; también la Brevísima relación sobre la destrucción de las Indias de Bartolomé de las Casas tuvo una edición ilustrada. Bajo esta fórmula, asimismo, fueron representadas las luchas protestantes en Irlanda, algunos episodios de violencia colectiva en el marco de la Guerra de los Treinta Años y la población armenia en 1915. Al analizar la supervivencia de esta fórmula los autores señalan que las fotografías de los niños desmayados en el gueto de Varsovia rememoran la escultura El martirio de Santa Cecilia, esculpida en 1600.
La fórmula infernal, que ocasionalmente fue empleada por los perpetradores como intento de justificar la matanza, por cuanto los muertos aparecerían como legítimamente condenados. Esta fórmula hace su aparición en el siglo XVI y se mantiene hasta el XX, cuando el infierno se transformó en un método de control social y el demonio adquirió un lugar en este mundo. Las herejías fueron el modelo demonológico para la brujería satánica y el modelo infernal ha sido por antonomasia el de representación de la Shoah, tal es así que el poeta León Felipe mandó a callar a los poetas infernales (Dante, Blake, Rimbaud.); en infinidad de representaciones vemos así las chimeneas de Auschwitz como verdaderos calderos del infierno.
La última fórmula que los autores afirman haber hallado en sus pesquisas se presenta en siluetas, máscaras, réplicas, fantasmas, sombras: es la fórmula del Doppelgänger. Ella irrumpe ante la magnitud de los nuevos horrores, ante los cuales las viejas fórmulas se revelan inadecuadas para contribuir con éxito a dar cuenta de lo ocurrido. Por otro lado, podemos pensar también esta fórmula en el contexto de la aparición de nuevas artes miméticas como la fotografía y el cine. Pese a ello, la preocupación por la silueta y las sombras posee una larga historia. Los autores nos muestran cómo Vasari, Rembrandt o Rafael, por citar algunos nombres, eran acosados por ellas. El Doppelgänger, en cambio, tiene un momento de nacimiento preciso: en 1796 en manos de Jean-Paul Richter, quien en una novela narra las desventuras y aventuras de un personaje; ya en la primera escena, durante su casamiento, aparece un doble que ha ocupado su lugar. El doble, que en ocasiones es convocado para representar el mal, sería también una expresión característica del romanticismo alemán; y esa misma figura será abordada por Freud para trabajar la noción de "lo siniestro". Bajo esta fórmula, entonces, los autores comprenden que la silueta es una presencia extraña, perturbadora en ocasiones, que puede ser lo que no percibimos de una persona pero que constituye su intimidad, o bien la paradójica aparición sensible del ausente, del muerto (o bien la proyección perturbadora de nuestro deseo de completar la existencia trunca del desaparecido). Escritores como Poe, Stevenson o Hoffmann hicieron uso de este recurso; y en el cine, en forma temprana, la película alemana El estudiante de Praga aprovechó dicha extrañeza, anticipando así la cinematografía expresionista. Antes, Goya también apeló a esta fórmula en un aguafuerte de los Desastres, y posteriormente Alfredo Jaar haría lo mismo para representar al Chile pinochetista en La geometría de la conciencia. En nuestro país, la obra más emblemática de esta fórmula es El siluetazo, promovida por Rodolfo Aguerreberry, Julio Flores y Guillermo Kexel; también se hizo uso de la silueta en los escombros del ex centro de detención El Atlético o en la emblemática obra Ausencias, del fotógrafo Gustavo Germano. En las fotografías de Hiroshima y Nagasaki de Yoshito Matsushige y Eiichi Matsumoto, en la obra Lager de Jósef Szajna o en Sombras ii,
de Christian Boltanski, también se detecta la práctica de la fórmula del doble. Con ello, observamos que las fórmulas no pertenecen a una región o a un marco temporal concreto, sino que se multiplican a lo largo de la geografía mundial. Luego de todo el recorrido, en el que los autores ofrecen también una brevísima meditación sobre las representaciones musicales de las masacres, se preguntan cuál es la razón de toda esta investigación. ¿Por qué y para qué representar? La distancia, Denkraum, se hace presente, no para solucionar la cuestión de los límites de la representación sino para evitar un riesgo de parálisis, de silencio; este espacio abre la posibilidad de enfrentarse a los horrores de la historia críticamente.
A partir del análisis a lo largo de la investigación del conjunto de obras, los autores señalan un riesgo nodal al convocar las fórmulas de representación: la generalización. Esta corre el riesgo de reproducir la uniformidad que el perpetrador impuso a las víctimas, de transformarlas en cosas, en un colectivo indiferenciado. Es por eso la imperiosa necesidad de "balancear" el empleo de las categorías desarrolladas con la búsqueda de personas concretas, de dolores y destinos. La recuperación de los nombres, tan cercana en las políticas de memoria nacionales como también en el museo Yad Vashem de Israel, es un modo de impedir posibles distorsiones. Así, el libro de Burucúa y Kwiatkowski no solo resulta un renovado aporte a la historia del arte; es también una valiosa obra que oficia de introducción, una llave teórica para continuar abriendo los estudios de las representaciones. Como contrapartida también genera preguntas e inquietudes: ¿por qué la repetición, a lo largo de la historia y en diferentes locaciones, de estas fórmulas? ¿Acaso existe un imaginario visual común en toda la cultura? ¿Acaso existe una memoria cultural de las representaciones de las masacres y los genocidios?

Lior Zylberman
Centro de Estudios sobre Genocidio - UNTREF/ UBA / CONICET

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