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Prismas

versão On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.19 no.1 Bernal jun. 2015

 

RESEÑAS

Michael Goebel,
La argentina partida. Nacionalismos y políticas de la historia, Buenos Aires, Prometeo, 2013, 328 páginas

 

Michael Goebel estudia en este libro la relación entre el nacionalismo, o, más bien, los nacionalismos, y la política de la historia en la Argentina del siglo XX. Dicho de otro modo: el libro indaga los diferentes modos en que diversos colectivos e individuos hicieron política con la historia, concentrándose especialmente en cómo un conjunto heterogéneo e inestable de ideas "nacionalistas" sirvió para impugnar o avalar políticas concretas mediante el recurso a la historia como fuente de legitimación.
Goebel inscribe su investigación en la senda de Ernest Renan y, como él, comienza distinguiendo dos modos de construir una identidad nacional. Uno intenta construirla a partir del olvido de los antagonismos pasados, persiguiendo la comunión entre antiguos enemigos o directamente omitiendo las antinomias. Otro recurre a los mismos personajes y acontecimientos históricos que integran un canon oficial o dominante con el propósito de ponerlo en cuestión. "Esta obra es un análisis de la compleja interacción de esas dos tendencias en la Argentina del siglo XX " (p. 12), afirma el autor. Pero el libro sorprende al lector con un tercer modo no contemplado en la distinción de Renan, que termina adquiriendo mayor relevancia en la narrativa que despliega Goebel. Se trata del intento de construir una identidad nacional desacreditando parcial pero vehementemente un canon oficial, buscando héroes en donde este mayormente encontraba infames y trayendo a primer plano acontecimientos históricos que se juzgan tan significativos como silenciados. Este libro es una historia de estas tres modalidades, de sus conflictos y de sus superposiciones, aunque sus mayores aportes se encuentran en el estudio del revisionismo histórico, un actor mutante que fundamentalmente recurrió al último de los tres modos antedichos para definir la identidad de la nación argentina.
El revisionismo es, de hecho, el punto de partida analítico del libro. Goebel estudia la relación entre la versión revisionista de la historia argentina, que surge en el período de entreguerras unida a un pensamiento autoritario y antiliberal y luego es retomada por las izquierdas en los años sesenta con propósitos revolucionarios, y la versión que los revisionistas catalogaron como "oficial" o "liberal", mayormente promovida desde esferas estatales. ¿Cómo explicar el surgimiento del revisionismo? Si bien esta pregunta escapa al interés de Goebel, el libro propone que en su origen se encuentra el fracaso en la construcción de un moderno y próspero Estado-nación (algo que se haría palpable con el golpe de Uriburu) por parte de quienes el revisionismo tildó de "liberales". Menos atentos al contexto económico internacional y al lugar que un país como la Argentina podía desarrollar en él, los revisionistas atribuyeron a una combinación de imperialismo británico, oligarquía vernácula y clase culta de la ciudad de Buenos Aires el origen del fracaso argentino. 1852 habría sido el punto de inflexión: la nación verdadera (el interior del país), con sus tradiciones hispanas y católicas y la identidad criolla encarnada en el gaucho y sus milicias montoneras, sucumbió ante el embate "liberal". Urquiza, Mitre, Sarmiento y la mayoría de la generación del 37 triunfaron sobre el caudillo de caudillos, Rosas, que de aquí en más se convirtió en la principal reivindicación revisionista.
El recorrido que propone el libro tiene cinco estaciones, cuya periodización obedece quizá demasiado prolijamente a la cronología de los ciclos gubernamentales. El primer nacionalismo partidista decididamente antiliberal se desarrolló en la década del '30 y tuvo en la reivindicación de Rosas por Ibarguren y, sobre todo, en el revisionismo de los hermanos Irazusta a sus principales representantes. Cultores de un Estado autoritario (los Irazusta hicieron
campaña a favor del golpe que derrocó a Yrigoyen), antisemitas, anticomunistas y fundamentalmente antiliberales, el blanco principal de estos revisionistas fue más la "oligarquía liberal" que el marxismo o el populismo radical. Por tal motivo este revisionismo histórico pudo confluir con nacionalistas populistas como los nucleados en torno al grupo FORJA y con las ideas de figuras destacadas como Scalabrini Ortiz. Goebel sostiene que, aun teniendo en cuenta sus críticas recurrentes al pacto Roca-Runciman o los números de Scalabrini sobre los ferrocarriles, el problema de la nación argentina para estos grupos radicaba menos en la economía que en lo político-cultural, específicamente en lo que juzgaban como unas clases dirigentes europeizadas vueltas de espaldas a la nación. Más que en la reivindicación de Rosas (que ya se había ensayado mucho antes en la obra de Saldías) o en el uso principalmente político de la historia, lo novedoso de este revisionismo fue "el carácter sistemático y maniqueo" mediante el cual intentó "crear un panteón alternativo como eje central de un ferviente nacionalismo antiliberal" (p. 83).
La segunda estación es el peronismo. El régimen militar de 1943 coincidía con el nacionalismo en muchos puntos, desde la neutralidad ante la guerra hasta la asociación entre identidad nacional y catolicismo, pasando por el antisemitismo y su aversión a la democracia liberal. Sin embargo, aunque algunos intelectuales nacionalistas lograron colonizar las instituciones estatales de enseñanza superior, estos no jugaron un papel relevante durante el gobierno peronista (1946-1955). El principal argumento de Goebel al respecto es que Perón "quiso construir una forma nueva de nacionalismo más susceptible de consenso" (p. 89) y que, en buena medida y visto retrospectivamente, lo logró con creces. Aunque más que un "nuevo" nacionalismo, lo que se desprende del argumento del libro es que Perón construyó un nacionalismo "a la carta". Se sirvió de conceptos y símbolos que el nacionalismo había colaborado a popularizar (como la centralidad del gaucho, del criollismo y del interior del país en la definición de la identidad nacional), pero dejó a un lado todo aquello que fuera más problemático a la hora de sumar voluntades, como el ataque a la inmigración, el antisemitismo y el conflicto liberal-revisionista. Así, las visiones dicotómicas de la sociedad que los nacionalistas de los años '30 habían popularizado vinieron de perillas al peronismo, que les dio una "profundidad popular" sin precedentes. Pero los textos escolares introducidos por el Estado peronista, en el momento de trazar equivalencias históricas entre Perón y los héroes del pasado, obviaron referirse a Rosas o a los caudillos del interior e insistieron en la igualación con San Martín, figura de cerrado consenso. Los términos que elige Goebel para describir esta operación varían. A veces habla de "inspiración" (p. 109), "toma" (p. 116), "apropiación" (p. 111) o "adopción" (p. 136); otras, utiliza términos más fuertes como "usurpación" (p. 107), "apoderamiento" (p. 107) o "expropiación" (p. 136). En todos los casos, lo que quiere subrayar son las tesis de que Perón conscientemente diseñó un nacionalismo para fortificar la legitimidad de su régimen y que la claridad que faltaba a su ideología sobraba a su estrategia.
La próxima estación abarca desde la caída del peronismo hasta el derrocamiento del gobierno de Illia. Lo que Oscar Terán dijo acerca del discurso antiimperialista, Goebel lo extiende al nacionalismo: "no se veía porque estaba en todas partes". La proscripción del peronismo, al que comenzó a denominarse "movimiento nacional-popular", terminó por convertirlo en la expresión autoconsciente más explícita del nacionalismo en esta etapa. Pero el contexto internacional, en el que sobresalió la influencia de la Revolución Cubana, era tan diferente al de los años del ascenso de las ideologías fascistas, que la inspiración que en los años treinta muchos intelectuales encontraban en Charles Maurras, en los años sesenta la buscaron en Frantz Fanon. El revisionismo pasa de la derecha a la izquierda. Ex comunistas (como Puiggrós y Astesano), ex trotskistas (como Ramos), peronistas marxistas (como Cooke y Hernández Arregui), populistas no marxistas (como Jauretche), entre otros, comenzarán a asociarse a este revisionismo carente de "unidad ideológica", como señala Goebel siguiendo a Fernando Devoto. Pero a los vientos del mundo los ayudó mucho la propia Revolución Libertadora, especialmente a partir de que
quedó en manos de Aramburu y Rojas. Con sus analogías entre las "dos tiranías" (Rosas y Perón) y la línea que unía la Revolución de Mayo, la batalla de Caseros y su propia revolución, confirmaban "las caricaturas revisionistas más burdas" (p. 159). Sin abrazar el revisionismo, el líder del siguiente gobierno, Frondizi, asumió la presidencia con un programa nacionalista y, sobre todo, antiimperialista. Una vez en el gobierno, la moderación de ese programa le valió el antagonismo no solo del revisionismo de izquierda sino de otros grupos nacionalistas de extrema derecha, como Tacuara y la Guardia Restauradora Nacional.
Los años que van entre los golpes de Estado de 1966 y 1976, la siguiente estación, tuvieron en la violencia política su característica sobresaliente, señala Goebel. A ella contribuyeron factores internacionales, como el contexto de la guerra fría. Sin embargo, también lo hicieron diversos nacionalismos. Onganía concordaba con el nacionalismo católico; muchos de los cargos que dejaron vacantes los profesores universitarios que renunciaron a causa de la intervención militar fueron ocupados por docentes de universidades católicas. Goebel recuerda el acierto de Halperin Donghi al señalar que Onganía fue el primer presidente en hacer públicamente comentarios positivos sobre Rosas. Así y todo, la influencia del nacionalismo en su gobierno se circunscribió al área de la cultura. Sus políticas económicas movilizaron en su contra tanto al nacionalismo peronizado de izquierda, especialmente después del Cordobazo, como a sus vertientes de derecha. Entre estos extremos, señala bien el autor, no faltaron líneas de continuidad ideológicas y personales (p. 204). Con el triunfo electoral del peronismo, en marzo de 1973, el revisionismo llegó al poder (o al menos se le acercó más que nunca). Pero pocos meses después Perón lo marginó, "escéptico respecto de que estos intelectuales [revisionistas], notoriamente pendencieros, pudieran convertirse en los promotores del consenso" (p. 220).
La última estación abarca desde el golpe de 1976 hasta la actualidad. Goebel cuestiona la idea de que la dictadura comenzada en marzo de aquel año haya sido el desenlace de una cultura autoritaria de larga data relacionada con el nacionalismo. Aunque los nacionalistas católicos ocuparon cargos en algunos ministerios, la economía estuvo en manos de liberales, igual que con Onganía. Pero a diferencia de este, la última dictadura cortó todo lazo con grupos políticos civiles (p. 235) para mantener independencia en su campaña "antisubversiva". La genealogía en la que el Proceso se inscribía recuperaba por supuesto a San Martín y daba un lugar sobresaliente no a los caudillos (para entonces ya inevitablemente asociados al peronismo) sino a Roca (una figura que el revisionismo a menudo evitaba pues no encajaba del todo bien en sus dicotomías). Malvinas fue el "surgimiento" (p. 247) del nacionalismo territorial, aunque en realidad el propio Goebel menciona su importancia ya en tiempos de Onganía (p. 190). Lo que sí es inobjetable es que el irredentismo que envolvía la "causa Malvinas" era sin duda popular e inundaba todos los nacionalismos. Según Goebel, a partir de los setenta "el sitio de la identidad nacional se desplazó gradualmente hacia el sur" (p. 254), y allí inscribe tanto el intento alfonsinista de trasladar la capital a Viedma como el cambio de designación de la moneda nacional ("austral") -algo que bien podría leerse, en cambio, como secuela de la guerra de 1982-. Con Alfonsín, la dicotomía nacionalismo-antinacionalismo cedió ante la de dictadura-democracia. El revisionismo, entonces, se debilitó, y aunque siguió mayormente vinculado a la cultura peronista, a partir de Menem profundizó su debilidad. La mayoría de los revisionistas apoyó su candidatura y algunos, como Ramos, también su gobierno. Menem "se apropió de los motivos folclóricos" del revisionismo separándolos "de su sustancia política" (p. 272). Concretó la tantas veces mentada repatriación de los restos de Rosas, al tiempo que, con los indultos, quiso convertir el olvido en una forma de memoria. De esas cenizas, el revisionismo resucitó con cierta fuerza durante la era Kirchner, reflotando el concepto de las "dos Argentinas" y el imperativo de reescribir la historia que los antinacionales habrían falsificado.
El modo en que la narrativa construida por Goebel opera sobre los discursos políticos consiste en relativizar los binarismos y mostrar en cada caso lo que un conjunto de
actores específicos comprendieron en ellos. "Liberalismo", por ejemplo, en la primera mitad del siglo XX, significaba una combinación de centralismo porteño y cosmopolitismo. Por ese motivo, el revisionismo de la década del '30 asoció a Mitre y a Sarmiento a esa corriente mientras que no lo hizo de igual modo con Alberdi que, aunque más liberal en materia económica, rescató el papel de Rosas y criticó las campañas militares contra los caudillos del interior. Más que una temprana polaridad entre nacionalistas y liberales, Goebel prefiere distinguir entre un nacionalismo étnico cultural y un nacionalismo de corte cívico. El primero, impulsado por la generación del centenario (Gálvez, Rojas, Lugones) y retomado luego por autores revisionistas (Rosa), entronizaba al gaucho como figura arquetípica de la pureza nacional; el segundo, característico de la generación del 37 (Mitre, Alberdi, Sarmiento), hacía descansar la esencia de la nación en las luchas por la independencia, los símbolos patrios y la Constitución de 1853. Pero esa distinción no los opone completamente; a fin de cuentas, ambos "nacionalismos" evaluaban la historia en términos político-morales, concentraban sus esfuerzos en los usos políticos del pasado más que en la investigación histórica, y reclutaban a la mayoría de sus hombres en la elite económica y cultural del país.
Del mismo modo, el "nacionalismo peronista" combinó oposiciones (pueblo vs. oligarquía) que provenían de grupos nacionalistas como forja con la reivindicación del panteón liberal (como prueba los nombres escogidos para bautizar las líneas ferroviarias metropolitanas). Desde el punto de vista de las ideas que enarbolaba, el peronismo podría ser descripto como un movimiento con argumentos revisionistas, símbolos nacionalistas y héroes liberales. O, como prefiere Goebel, "como el complemento [más que el reemplazo] del republicanismo decimonónico con elementos étnico-culturales" (p. 137). Pero además, su derrocamiento tuvo en el nacionalismo católico un promotor tan influyente que logró ubicar a algunos de sus hombres en el gabinete de Lonardi. O dicho de otro modo: al nacionalismo peronista colaboró a derrocarlo otro nacionalismo.
También el revisionismo de la década del sesenta tuvo tanto acuerdos como conflictos con las primeras ideas revisionistas y aun entre sus distintas variantes contemporáneas. Compartía con el primero, señala bien Goebel, la inmutable oposición entre "dos Argentinas" y la visión de que la historia real había sido falsificada por los intelectuales de la oligarquía liberal. Sin embargo, menos vinculado con los militares y omitiendo reivindicar el catolicismo y la hispanidad como definitorios de la identidad nacional, enfatizó la devolución de la nación a los marginados (ausente en el primer revisionismo). Aunque coincidían en cuanto a los "villanos históricos" (p. 149), el trono que en el altar del primer revisionismo ocupaba Rosas, en el de los años sesenta lo ocuparon los caudillos del interior y las montoneras. Pero además, a este revisionismo de izquierda se le opuso una derecha también peronista e igualmente revisionista. El revisionismo setentista, así, albergó tanto a tercermundistas como a fascistas y a nacionalistas católicos.
La relativización de los binarismos, en la última estación, puede verse en el señalamiento de que el movimiento militar carapintada que se sublevó durante los gobiernos de Alfonsín y de Menem combinaba a su modo nacionalismo con irredentismo malvinero y un cierto peronismo. O en que Menem aparece en este libro representando una inesperada síntesis de las "dos Argentinas", un caudillo del interior implementando un plan económico liberal e intentando construir un panteón capaz de albergar a Rosas y a Sarmiento.
De este recorrido Goebel concluye las tres tesis principales del libro. En primer lugar, que en la Argentina del siglo XX, más que en otras partes del mundo, las demarcaciones entre quienes pertenecían a la nación y quienes eran excluidos de ella estaban internalizadas. En segundo lugar, que esas demarcaciones no remiten a dos tradiciones políticas claramente identificables (la nacionalista y la liberal) sino que resultan de una matriz interpretativa. En tercer lugar, que así como no puede distinguirse claramente entre "liberales" y "nacionalistas", tampoco puede hacerse una distinción entre nacionalismo cívico y étnico-cultural.
En síntesis, distante de los estudios que tienden a leer la historia argentina sumida en un autoritarismo persistente e inmutable (Nicolas Shumway, Diane Taylor, Colin MacLachlan), igualmente distante de quienes exageran la importancia de la singularidad argentina (y aquí la lista es más larga y compuesta fundamentalmente por autores argentinos), procurando distinguir el nacionalismo como movimiento nacionalista del nacionalismo como discurso más general, Goebel ofrece un inteligente y provocador análisis de cómo se relacionan, modifican, debilitan y resurgen cuerpos de ideas sobre la identidad nacional argentina desde los años '30 hasta nuestros días. En la línea de autores como Prasenjit Duara y Miroslav Hroch, Goebel concluye que el nacionalismo es el suelo mismo de la política en el que diferentes actores pugnan por imponer una idea de nación por sobre las demás.
Menciono, para finalizar, solo dos de las varias preguntas que despierta esta renovada lectura del nacionalismo argentino. El libro es convincente cuestionando la tajante oposición entre liberalismo y nacionalismo; sin embargo, al ubicar al revisionismo como "síntoma semántico" (p. 17) de algo que estaría sucediendo en un plano no meramente discursivo, aquel cuestionamiento se debilita. Goebel prefiere construir un argumento ambiguo: las "dos Argentinas" que propagaron los revisionistas y otros grupos "fue sin duda una invención" pero la dicotomía no hubiera evocado nada "si no hubiera sido reconocible en la realidad social" (p. 32). ¿Cómo distinguir esa afirmación de esta otra: las "dos Argentinas" fueron una invención fundada en una realidad?
Por último, Goebel sostiene que "la decadencia económica, la violencia política, los golpes militares y las violaciones de los derechos humanos" (p. 22) en el siglo XX argentino no pueden explicarse porque desde el comienzo el país haya sido violento o autoritario. Así, afirma, ni la influencia de la Iglesia católica (que fue mayor en otros países de América Latina), ni el liberalismo defectuoso (similar al que experimentaron Inglaterra, Alemania o Francia), colaboran a aquella explicación. Pero al cabo de este extenso y muy valorable trabajo, quedan sin responder las preguntas que sobrevuelan ese argumento. Si la Argentina del siglo XIX sufrió igual o menor influencia del catolicismo reaccionario y no fue ni más violenta ni más autoritaria que otras naciones latinoamericanas, ¿por qué, por ejemplo, la violencia de los sesenta y la represión estatal en Argentina fueron notoriamente más extendidas que en los países vecinos? Si su liberalismo fue tan deficiente como el de Inglaterra, Alemania o Francia, ¿por qué la Argentina estuvo tan lejos de parecérseles?

Sebastián Carassai
CONICET / UNQ

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