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Mora (Buenos Aires)

versão On-line ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) vol.28 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dez. 2022

http://dx.doi.org/10.34096/mora.n28.6536 

Articulos

Cicatrices del tiempo: Desgarros de la temporalidad y figuras de la memoria en la poesía escrita por mujeres privadas de su ibertad1

Sears of time: Breakage of temporalyty and figures of memory in written poetry by women deprived of their freedom

Julieta Sbdar Kaplan1 

1 UBA/Conicet. julietasbdar@gmail.com

Resumen

Mientras que la cárcel enmudece a los sujetos que la habitan, una serie de voces disidentes encuentra, en el lenguaje poético, una herramienta de resistencia contra el presente. A partir del análisis de poemas de Ana Rossel y Liliana Cabrera, dos autoras que escribieron sus textos estando privadas de su libertad en la cárcel de Ezeiza, propongo estudiar la figura de la memoria -“cicatriz del tiempo" (Cabrera, [2013] 2016) no atravesada por la condena moral (Parchuc, 2018)- como una reescritura atemporal del cuerpo femenino y como un modo de resistencia frente a una violencia cronométrica que domestica los cuerpos y los somete a una rutina sin fisuras.

Palabras clave: poesía contemporánea; cárcel de mujeres; tiempo; memoria

Abstract

While the prison silences those who inhabit it, a series of dissident voices rise up as a “silent heartbeat” (Preciado, 2018) that finds, in the poetic language, a tool of resistance against a present that perforates their subjectivity. Based on the analysis of poems written by imprisoned women in Ezeiza’s jail during the last decade, I propose to study the figure of memory -“scar of time” (Cabrera, [2013] 2016) not overlapped with moral condemnation (Parchuc, 2018)- as a timeless rewriting of the female body and as a way of resisting against a chronometric violence that tames bodies and locks them into a suffocating routine.

Keywords: contemporary poetry; women’s prison; time; memory

Introducción

“Debemos politizar la poesía”, señalaba Hélene Cixous (1997) en una entrevista publicada en Le coeur critique, “[...] lo necesitamos. Debemos, si queremos existir vivas, lograr ser contemporáneas de una rosa y de los campos de concentración, pensar lo intenso de un instante de vida, de cuerpo, y la agonía de las hambrunas. La vida debe pensar la vida, y contra-pensar la muerte” (p. 236 [mi traducción]). El fragmento condensa varios aspectos que deseo tratar en este artículo. En primer lugar, Cixous enuncia la necesidad de politizar la poesía en una primera persona declinada en femenino. Así es que la poesía política evoca, desde la sintaxis, un asunto colectivo y de género. En segundo lugar, si lo político se encuentra en la conjunción que coordina, en una misma frase, elementos aparentemente irreconciliables -la rosa y los campos, el instante de vida y las hambrunas-, entonces, la politización de la poesía pasa por la temporalidad de esa coexistencia. Para “existir vivas” -para ser “cuerpos que importan” (Butler, 2010)-, es necesario ser contemporáneas tanto de la vida como de la muerte, lo que significa, también, resistir al olvido. Con estas consideraciones en mente, el presente trabajo busca rastrear, en las textualidades poéticas escritas por mujeres privadas de su libertad, la politización del verso en tanto experiencia del lenguaje que yuxtapone, a la temporalidad opresora de la lógica punitiva y patriarcal, un tiempo alternativo que desapropia el transcurrir aséptico del presente.

La escritura en la cárcel abre, como señala Jorge Panesi (2006), “el ancho campo de lo impropio” (p. 3), un sistema de apropiaciones y reescrituras que se adueña del lenguaje del amo para superarlo y afirmarse. Dice Panesi evocando a Derrida: “para derrotar al amo, para vencerlo, para hacerse valer, el subordinado, el colonizado, debe pasar por el desfiladero del lenguaje del amo, debe hacerse señor del lenguaje que lo oprime” (p. 2). Detrás de la pretensión documentalista de los discursos sobre la cárcel, frente a la “demagogia punitiva" (Parchuc, 2018: 79) que construye relatos morbosos, estereotipados y discriminatorios y en las grietas de la violencia carcelaria, se inscriben las voces disidentes de las mujeres privadas de su libertad que encuentran, en el discurso poético, un instrumento de resistencia frente a un presente cronometrado y asfixiante que, al obturar toda forma de expresión, perfora su subjetividad. Tejidos en el encierro y asomando hacia un afuera imaginario, los textos escritos en la cárcel, y más específicamente la poesía, se configuran como “testimonios mudos" (en términos de Ranciere, como veremos más adelante) que hacen del silencio imperativo un terreno lingüístico y político que atraviesa las rejas e impone sus propias huellas. Devenidas poetas, las mujeres presas, figuras hiperbólicas de la exclusión,1 se corren del lugar marginal que les ha sido asignado y, adueñándose del lenguaje que las oprime, (re) escriben su propia historia. Bajo esta perspectiva, la escritura de mujeres en la cárcel configura un agenciamiento colectivo de enunciación (Deleuze & Guattari, 1975), una treta del débil (Ludmer, 1985), o un monumento (Ranciere, [2012] 2019): un relato que resiste al documento, a la mirada moralizante del afuera y que “habla directamente, por el hecho de que no estaba destinado hablar" (p. 26).

A lo largo de estas páginas, propongo pensar, a partir de un poema de Ana Rossel publicado en la antología poética Yo No Fui (Voy a salir y si me hiere un rayo, 2006) y de una serie de poemas de Liliana Cabrera publicados en su último libro Tu nombre escrito en tinta china (Bancame y Punto, [2013] 2016), de qué modo estas poéticas se emancipan de la modalidad imperativa del presente y reescriben una temporalidad capaz de revertir el orden del progreso y del olvido. Si, como señalaba Cixous en otro fragmento de su texto, “es necesario que la mujer se lance al texto como al mundo y a la historia" (1997: 237), en el corpus estudiado el tiempo y la memoria se configuran como dispositivos que perforan la “mediación patriarcal" (Gutiérrez-Aguilar, Sosa & Reyes, 2018) y desapropian la lengua del presente del imperativo al construir un pasado y una historia que se configuran como entradas, siempre conflictivas, a la historia y al mundo.

La fecha entre paréntesis: intersticios de la temporalidad lineal

Nos cuentan a la mañana (07I140) a la tarde (19I140) y a la noche (22hoo)

¿y los días de visita...?

En cuatro oportunidades.

Como si pudiéramos clonarnos o salir de una galera o naciéramos de un repollo de esos que siempre dan en la cena

Liliana Cabrera ([2013] 2016)

El tiempo en prisión se experimenta a menudo como una detención indefinida (Butler, 2006), una interrupción (Cunha, 1997), un corte (Segato, 2003) o un tiempo interminable (Leiva, 2016). Marcada por un comienzo preciso y un final incierto, la condena interrumpe una sucesión temporal para establecer otra temporalidad que somete a los sujetos a una consciencia ineludible de los minutos y del calendario. Los días, idénticos y eternos, transcurren implacables. Una rutina sin fisuras regula la vida, los minutos pesan sobre los cuerpos. Sin embargo, la suspensión del tiempo se manifiesta a través de una rutina muy precisa: las actividades obligatorias se suceden una tras otra; la hora de levantarse, almorzar, acostarse, ducharse y caminar, así como las visitas, las consultas médicas o psicológicas deben ser respetadas sin excepción. Como en la escuela o en el ejército, señala Foucault (1975) en su texto clásico Vigilar y castigar, se establece un horario estricto y, con él, una “sintaxis obligatoria" (p. 180) de los cuerpos que deben adaptarse a las franjas penitenciarias y al tiempo evolutivo de la productividad. Esta temporalidad vacía y homogénea sumerge a los sujetos en la máquina impersonal (Segato, 2003) que integran, como una pausa obligatoria, de un día para otro.

En su texto “El sistema penal como pedagogía de la irresponsabilidad y el proyecto 'habla preso: el derecho humano a la palabra en la cárcel’", Rita Segato (2003) pone el acento sobre el corte entre un antes y un después de la pena, correlativo a la diferenciación entre el mundo de afuera y el de adentro: “el preso libertado es un sujeto social que no guarda la continuidad que el sistema penal prevé en relación con la identidad del sujeto encarcelado que fue" (p. 19). Entre el antes y el después de la pena, en efecto, los sujetos se dividen y encarnan en su propio cuerpo la discontinuidad y la fragmentación que el sistema penal y carcelario dibuja sobre ellos. La suspensión de la biografía personal que es reemplazada, según Segato, por un “nuevo ropaje identitario", deriva en un corte entre “dos vidas que no guardan relación o conmensurabilidad" (p. 18).

Esas dos vidas que se bifurcan en el devenir del sujeto podrían ser atribuidas a aquello que recuerda Giorgio Agamben ([1997] 2006) al comienzo de Homo sacer, a saber, que los griegos tenían dos palabras para referirse a la vida: la palabra bios, que designaba “la forma de vivir propia de un individuo o un grupo", y la palabra zoé, que expresaba “el simple hecho de vivir" (p. 9). El abandono forzado de la biografía personal, padecido por las personas privadas de su libertad, puede ser analizado como un despojamiento del bios -de la vida social calificada, marcada por la discontinuidad, la interrupción y la aceleración- que deriva en la encarnación coercitiva de la zoé: una nuda vida que no revela más que una existencia lineal, homogénea y vigilada sin cesar.

La encarnación de esta vida desnuda, deshumanizada, responde a la suspensión del estatus legal y político que implica un deslizamiento hacia la indeterminación. Los sujetos encarcelados, en efecto, se vuelven incapaces, como señala Butler (2006) en su obra Vida precaria, de “reingresar al tejido político de la vida" (p. 98), es decir, de reencarnar su estatuto biopolítico, mientras que su situación de encarcelamiento “se encuentra altamente, si no fatalmente, politizada" (p. 98). En otras palabras, la encarnación de la zoé busca despojar al sujeto de lo político mientras que, incesantemente, el poder penetra su cuerpo. Así, la configuración del tiempo en prisión, el tiempo de la disciplina, trata de borrar las marcas de la vida política soberana para establecer un régimen anónimo mientras que, en la continuidad fragmentada representada por el reloj carcelario, se esconde el poder que deshumaniza los cuerpos y hace la vida invivible, como se lee en otro fragmento del poema que encabeza este apartado: “de repente gritaron recuento/ y fuimos como las vacas/ rumiando por los pasillos".

En una entrevista del programa Historias debidas (Canal Encuentro, 2018), Liliana Cabrera3 recuerda las palabras de una compañera sobre la cárcel: “acá el tiempo es 3 Liliana Cabrera es poeta, periodista, fotógrafa y docente. Comenzó a participar del taller de poesía de ellos" (13:01). Poseído por un tercero impersonal y masculino, el tiempo emerge como una superficie inaccesible, un correlato cronometrado, lineal y preciso de la ley que ordena y somete a los sujetos a la repetición. Es quizás por este carácter sofocante y opresivo que la temporalidad es, según la lectura aquí propuesta, el motivo principal que recorre los poemas escritos por las mujeres privadas de su libertad en la cárcel de Ezeiza. Reproducido con ironía, disputado por una temporalidad subjetiva, desviado a favor de la experiencia, recortado y fragmentado por la sintaxis, puesto entre paréntesis, el tiempo poético desobedece la sumisión imperativa. Los poemas recuperan, de este modo, una temporalidad otra y la transforman en una herramienta

Yo No Fui, que hoy coordina, en 2006. Publicó tres libros (Obligado Tic Tac, en 2010, Bancame y punto, en 2011, y Tu nombre escrito en tinta china, en 2013); fundó “Bancame y punto”, la primera editorial cartonera en un penal de mujeres; participó en festivales de poesía adentro y afuera de la cárcel, en la revista Yo Soy y en el taller de periodismo Tinta Revuelta. textual que resiste a la soberanía patriarcal del presente fijo. Sobre las agujas del reloj, los versos despliegan una temporalidad efímera y sensible; las paredes, en lugar de separar, se convierten en hojas de papel y la poesía en un grafiti, originario de otra época que insiste al mismo tiempo que se deja borrar.

“En el principio -profetiza Derrida (2003) en su texto “El aforismo a contratiempo”- fue el contratiempo” (p. 131 [mi traducción]). Esta frase, de resonancia bíblica, hace estallar inmediatamente la temporalidad y su inscripción en el lenguaje: el contratiempo está en el origen, allí donde el Evangelio de Juan sitúa el verbo divino. Dislocación, luxación, anacronía o accidente estructural, el contratiempo pone en escena, según Derrida, al menos dos temporalidades: “la experiencia interior (la 'fenomenología de la conciencia íntima del tiempo’ o del espacio) y sus marcas cronológicas o topográficas, aquellas denominadas 'objetivas’, o 'en el mundo’” (p. 135). Esta dislocación puede asimilarse a la doble temporalidad conceptualizada por Didi-Huberman (2000): por un lado, se encuentra el discurso de la Historia, un tiempo fechado, calendarizado, que se desliza, linealmente, en las relaciones entre los sujetos. Por el otro, se encuentra el tiempo de la imagen: una pluralidad de pasados y futuros que se sedimentan en la imagen artística y, podríamos añadir, en el texto, que escapa a la historización y deconstruye la idea misma de origen. Esta última, en tanto duración sensible, marcada por experiencias vividas y asediada por anacronismos, permite a los sujetos emanciparse del control, esta tiranía temporal: “es la que humaniza y da forma al tiempo, entrelaza sus fibras, asegura sus transmisiones, dedicándola a una impureza esencial” (p. 37).

En la intersección conflictiva entre “las fechas, los calendarios, los catastros, los topónimos” y la experiencia interior del tiempo, ocurre el contratiempo. Es así cómo, entre los horarios estrictos que marcan -en el poema citado- la rutina asfixiante de la cárcel, se infiltran ritmos textuales extranjeros. Los textos poéticos, en su propio fraccionamiento, en su longitud, su espesor y sus recortes, en su ritmo disonante, dibujan una anacronía que se aleja de la medida objetiva del cronograma carcelario y se asienta en el la volatilidad del deseo. Sobre los restos de la Historia, los textos dibujan un juego de malentendidos, trampas, analepsis y prolepsis. El poema sin título de Ana Rossel publicado en Yo No Fui. Antología poética,2 que incluyo a continuación, refleja la intersección problemática, el desfasaje entre el orden de las medidas objetivas y la temporalidad del deseo:

El aullido de aquel perro lobo

allá a la distancia (domingo por la tarde)

El croar de las ranas

allá en el estanque (va a llover)

El sol juguetea con las grietas de la tierra que implora agua.

He decidido mi partida (a las 3 de la tarde) es la hora prudente (la siesta) del silencio...

Las nubes negras ríen rompiendo la formación, un pato levanta vuelo rasante allá en el estanque son las tres de la tar... (Rossel, 2006: 54)

El poema dibuja un espacio lejano. El pronombre demostrativo “aquel" del primer verso y la repetición del adverbio de lugar “allá", seguido de “a la distancia" o “en el estanque", nos transportan hacia un espacio diferente al del encierro: exterior, poblado de animales, seco bajo el sol, a punto de dejarse inundar por una tormenta anunciada. La salida del yo poético hacia ese mundo exterior, su inmersión en “las grietas de la tierra" que rompen con la separación entre el adentro y el afuera, se evidencia, desde lo textual, en una detención de la temporalidad. A contrapelo de las imágenes que se suceden una tras otra, el tiempo no se incorpora al discurrir de la lengua poética sino que se menciona entre paréntesis, mediante frases nominales (“la siesta") o impersonales (“va a llover") que fragmentan la sintaxis. El tiempo unimembre, vestigio de la sintaxis carcelaria, intercepta la memoria que no necesita de fechas, de horarios ni de pronósticos sino que se construye a partir de metáforas, imágenes lejanas y recuerdos vivenciales que se escriben en presente.

El poema avanza hacia la partida del yo poético que, como el pato del estanque, “levanta vuelo rasante". Pero esta huida hacia el recuerdo no puede darse sin una ruptura con el cronómetro: la indicación de la hora exacta -“(a las tres de la tarde)"-se sustituye al final por una frase casi idéntica pero interrumpida, sin paréntesis y con un verbo en presente: “son las tres de la tar...". El borramiento del paréntesis funciona como un signo, para la voz poética, de la incorporación de la temporalidad cronometrada. Pero esta incorporación no es absoluta: la frase, suspendida por los puntos suspensivos, queda cortada para siempre. Al igual que las nubes, el yo poético “rompe la formación" de la palabra “tarde" y, gracias a esta ruptura, aparece una nueva palabra, separada en sílabas: de-la-tar. Cuando la frase horaria sale finalmente del paréntesis, es decir, cuando la medida objetiva intenta encontrar un lugar en el lenguaje de la metáfora, nos enfrentamos a la delación. Si las frases entre paréntesis incrustan en el poema las modulaciones del tiempo carcelario con sus minutos contados y su presente cronométrico, el final, dicho a medias, marca la disociación entre la lengua poética y la temporalidad de la detención.

Antes de que el poema delate al yo poético que quiere escapar, es decir, antes de que la lengua del poema imite la lógica punitiva, el tiempo escrito debe suspenderse. La imposibilidad de llevar la frase a cabo muestra cómo la escritura resiste la imitación del lenguaje disciplinario y rechaza la denuncia. El significado, así, se ve alterado por el corte del significante. La indicación horaria precisa (“son las tres de la tarde"), incapaz de traducir el deseo de fuga del yo poético, se suspende en su insuficiencia: podría imitar la orden, reducir la experiencia al cronómetro, pero el aliento no llega hasta el final. Malentendido original, el texto se instala en la tensión misma entre el lenguaje poético y el lenguaje de la ley, y se suspende allí donde puede caer, peligrosamente, en la lógica de la delación. Si los paréntesis infiltrados en el poema separan el tiempo carcelario del ritmo de la experiencia, el desorden y el deseo, el final, suspendido, inscribe el contratiempo de un texto que se niega a reproducir la lógica acusatoria del reloj y prioriza la suspensión, la diferencia y el tejido inestable de la memoria.

La escritura, con sus apuestas textuales, recupera la “impureza esencial" (Didi-Huberman, 2000: 37), se despoja de los imperativos temporales y descronologiza el tiempo. No se trata, entonces, de un paréntesis irreconciliable con el mundo, una zona de fuga temporal y ficticia, emancipada de la cronología carcelaria, ni tampoco de una ucronía. Se trata más bien de un intersticio, una fisura “en el mundo", una heterocronía (Foucault, 1966) que se desliza como un pasaje entre el paréntesis objetivo y la experiencia del yo. Este desliz, como se ve en el poema de Ana Rossel, se produce en un lenguaje que, recortando sintaxis y palabras, redistribuye el tiempo, el espacio y la relación del sujeto con el poder. En otras palabras, a través del reparto de lo sensible que estimula el quiasmo, la contradicción, el retroceso, pero también el rechazo de la funcionalidad, el lenguaje se emancipa de la tiranía del tiempo aplicado y desvía el ritmo hacia la experiencia.

La invención de la memoria: Liliana CabreraPuesto entre paréntesis, el tiempo presente y cronométrico retrocede para dar lugar a un pretérito que regresa a modo de experiencia textual. La memoria se sedimenta sobre los discursos del presente, lo suspende y traza, sobre sus huellas, un pasado hecho de impurezas e imágenes sensibles. En su libro de poemas Tu nombre escrito en tinta china (2013), Liliana Cabrera da cuenta de este proceso como efecto de la escritura: la palabra poética es un registro de un otro que ya no está, una marca que presentifica el pasado pero, no obstante, este registro es, como el trazo de tinta china, acuoso y efímero. En uno de los poemas, el yo poético reflexiona sobre el soporte del grafiti en el espacio de la cárcel, y señala: “el trazo se diluye/ se funde con el color de turno". El mismo destino sufre la escritura, que deja sus huellas, registra y recuerda pero, al mismo tiempo, por su condición efímera, porque es, en última instancia, objeto de su propio presente, se deja tapar por otras voces y se borra con el tiempo: “las fechas, los nombres, las dedicatorias/ quedan borroneadas/ se pierden para siempre en un manchón/ del que solo quedan marcas/ los rayones de un cincel casero/ el contorno de lo que ya no tiene sentido/ cicatrices del tiempo" (Cabrera, [2013] 2016: 20).

Pura mancha, contorno vacío, cicatriz de una herida olvidada, la escritura, en los poemas de Cabrera, deviene sinónimo de una memoria que humaniza el tiempo. Escrita con tinta china y tejida por la misma aguja que, en uno de los poemas, produce el aborto, la poesía es la marca de un cuerpo sometido al registro y a la desaparición, al nombre próximo pero no propio, al grito “que no conocerá jamás un hospital" (Cabrera, [2013] 2016: 12). El cuerpo presente se deja recorrer por la música del pasado y el sujeto, otrora concebido como una muñeca ornamental del dispositivo masculino (como en uno de los poemas de su primer libro, Obligado Tic Tac [2013]), abandona el asiento del acompañante y toma, junto con el volante, la delantera del relato: “desde el asiento del conductor/ con la puerta abierta, me mirás/ casi te puedo tocar/ y correrte de un empujón/ tomar el volante/ poner primera y pisar a fondo/ el acelerador" (p. 9).

Palabra y recuerdo, en efecto, se convierten en terrenos políticos que deconstruyen la fijeza de un tiempo “que se repite y se repite" (p. 10): suponen movimiento (“te movés en slow motion"), contacto (“casi te puedo tocar") y sonidos (“tu música me hace caminar el pentagrama"), es decir, un tiempo vivencial. En los poemas de Tu nombre escrito en tinta china, la fotografía es un documento consagrado y, como tal, no ofrece más que una distorsión avejentada, estática, mezquina y borrosa del pasado. La memoria, paradójicamente, se configura como un dispositivo “sin margen de error" (p. 10). Propongo analizar, a continuación, dos poemas que vuelven sobre las huellas de las fotografías para consagrarse en tanto monumentos de una memoria profanada y vital.

En Figuras de la historia, Jacques Ranciere ([2012] 2019) recupera la diferencia entre documento y monumento expuesta por Michel Foucault (2002) en La arqueología del saber. Allí, Foucault define el documento como una pretensión de unicidad discursiva que busca un anclaje en la tradición. Frente a esta masa discursiva estática, recupera, para pensar el discurso fuera de la normatividad, el término monumento -del latín monumentum- para referirse no a la inmutabilidad de la estatua, sino al sentido primero: recuerdo. Ranciere retoma esta disociación entre el documento, “las huellas que los hombres de memoria habían elegido dejar", y el monumento, “las huellas que nadie había elegido como tales" (Ranciere, [2012] 2019: 26). Define el monumento, así, como “lo que conserva memoria por su propio ser", y pone como ejemplo “un objeto doméstico, un tejido [...] un contrato entre dos personajes de los que no sabemos nada [...], un sentido del amor que se ha inscrito allí, por el mismo, sin que nadie haya pensado en los historiadores del futuro" (p. 26). El monumento, concluye, es “lo que habla sin palabras, lo que nos instruye sin intención de instruirnos" (p. 26).

Esta definición del monumento responde considerablemente a la figura de la memoria evocada por Cabrera en su último libro. Si, para Ranciere ([2012] 2019), el monumento -testimonio mudo- se opone al “conjunto de grandes ejemplos, dignos de ser aprendidos, representados, meditados, imitados" (p. 17), la escritura de la memoria, en Cabrera, desafía las leyes de las viejas fotografías, guardadas y conservadas, que ofician de documento histórico, visual, fosilizado y perpetuo. La memoria hace hablar a los testimonios mudos de la experiencia, mientras que la fotografía archiva el recuerdo. Sin embargo, como subraya Ranciere, la disociación resulta artificial. Los dos poemas que analizaré a continuación llevan a cabo un movimiento que da cuenta de esta imposibilidad de atribuir caracteres estables a los dispositivos del recuerdo. Los textos transforman “el monumento en documento y el documento en monumento" a través de una “conversión de lo significante en insignificante y de lo insignificante en significante" (Ranciere, [2012] 2019: 27). En efecto, propongo analizar, en una lectura cruzada, dos poemas que trabajan sobre la memoria entre la vivencia y el registro, a través del filtro inestable de la captura fotográfica. En el texto, citado a continuación, el yo poético rememora una experiencia que trasciende la fijeza del registro visual:

Me acuerdo de vos y es como mirar atrás sin siquiera girar la cabeza.

Y todo en vos era perfecto y todo a tu alrededor también lo era.

No hay margen de error en el recuerdo del día en que tomamos la foto que hoy está desvencijada.

La forma en que el viento te acariciaba el pelo el olor salado del mar el modo en que las cuerdas sonaban

con cada acorde de guitarra

escapan a la estática mezquina de la imagen.

No hay recuerdo de eso en los bordes amarillos del papel en los rasgos borroneados de las figuras color sepia todo esto

solo sobrevive en mi memoria. (Cabrera, [2013] 2016: 10)

El texto que sigue pone en escena, de otro modo, la supervivencia de la memoria frente a la expropiación material padecida por las fotografías:

Me acuerdo de esta foto por Entel.

Hacía poco tiempo

que nos habían puesto el teléfono.

Recuerdo ese detalle como si fuera hoy porque existía una lista de espera en el año ‘84.

Poco antes de mi cumpleaños nosotros fuimos los beneficiados.

Mi padre tenía una Kodak que a mí me fascinaba porque era instantánea la alegría de verse reflejado.

En la foto

yo agarraba el teléfono simulando una conversación.

Muchos años después llegando a mis 26

me saqué una foto con la misma pose tomando un café en el Tortoni con un celular en la mano pero esta vez, la cámara era digital.

Mi padre fue el fotógrafo también, en esta ocasión.

Ahora, recuerdo todo a la distancia cuando esos días se fueron evaporando como el agua.

Entel ya no existe

la Kodak no funciona

la primera foto la perdí

como tantas otras cosas,

el Tortoni continúa en la misma ubicación

pero hace años que no puedo verlo,

la digital y el celular

siguen, por ahora,

en el juzgado. (Cabrera, [2013] 2016: 33-34)

Los dos poemas comienzan con la inscripción literal del recuerdo. Sin embargo, el objeto del recuerdo, así como la concepción de la memoria, varía de un texto a otro. Si, en el primer poema, el recuerdo atrapa una experiencia incapaz de entrar en la lógica del registro fotográfico -los recuerdos “escapan a la estática mezquina de la imagen"-, en el segundo poema, en cambio, la memoria es interceptada por el registro fotográfico desde el primer verso: “me acuerdo de esa foto por Entel". El primer poema, en efecto, exalta la experiencia vivida a partir de una condensación de figuras retóricas que recuperan las percepciones sensibles del pasado. Podemos nombrar, por ejemplo, la prosopopeya “la forma en que el viento/ te acariciaba el pelo", que hace del viento un agente personificado; la sinestesia “el olor salado del mar", que mezcla aroma y gusto en una imbricación sensible, y el encabalgamiento “el modo en que tus cuerdas/ sonaban" que imita, en la demora del verbo, el ritmo musical. Todas esas sensaciones que afectan el cuerpo y la lengua, sin embargo, no se imprimen en la fotografía que intenta retener el instante. “Los bordes amarillos del papel" muestran los límites del marco que encierra el recuerdo en una forma estable, despojada de sensibilidad y sometida al paso irreversible del tiempo.

Los bordes amarillos que avanzan sobre la fotografía borran la experiencia anterior a la condena y relegan al sujeto a un estatuto puramente documental. La memoria, por el contrario, se alza como el monumento de la supervivencia -“todo esto/ solo sobrevive en mi memoria”-. Las vivencias se fijan en ese sustrato que escapa al encuadre del tiempo y hace surgir un “vos” allí donde se instalan figuras anónimas o irreconocibles. En última instancia, si los bordes de la fotografía amarillean el recuerdo, la escritura sitúa la memoria sensible en el centro de la página. Mientras que en el primer poema, entonces, la fotografía en papel exhibe un carácter solemne y documental, en el segundo el soporte fotográfico está atravesado por la “alegría/ de verse reflejado”.

En el primer poema, el yo poético asocia la imagen fotográfica al régimen de la mirada todopoderosa, panóptica, mientras que la escritura sería ese sustrato alejado de la función orgánica de los ojos: “es como mirar atrás/ sin siquiera/ girar la cabeza”. La fotografía enmarcada, antigua, susceptible a la linealidad del tiempo, da cuenta de esa mirada extranjera, mezquina, que se posa sobre el “nosotros”. A diferencia de la configuración de la fotografía como resultado escópico y documental, el segundo poema pone el acento en la instancia de la captura: “mi padre tenía una Kodak/ que a mí me fascinaba”; “mi padre fue el fotógrafo/ también, en esta ocasión”.

Según Ranciere ([2012] 2019), el objetivo de la cámara es “fiel a dos amos: el que está detrás y domina activamente la toma; el que está delante y domina pasivamente la pasividad del aparato” (p. 15). Es por eso que, para el autor, la fotografía supone, respecto de la pintura, un nuevo reparto de lo sensible. A diferencia del pintor-amo que ilumina la vida de los grandes personajes, “la máquina no hace diferencias [...] Toma a grandes y a humildes por igual; los toma juntos” (p. 20). En este sentido, podríamos pensar que esta doble dominación implica, en el segundo poema de Cabrera, la agencia de quien está delante del objetivo: ella también sostiene un aparato -teléfono primero, celular después- y simula una conversación, es decir, engaña al dispositivo que pretende dominarla. Al mismo tiempo, detrás del objetivo se encuentra el padre, nombrado primero como poseedor de la cámara, después como fotógrafo. Lejos de encarnar un punto de vista extranjero, documental, es un pariente, evocado con afecto, el que toma la delantera de la representación y la experiencia afectiva -así- se infiltra en la captura.

La escritura, de este modo, se deja atravesar por otra mirada, la del padre, que no contribuye al panóptico sino todo lo contrario: imprime una percepción particular sobre ella -primero niña, después joven- que posa y actúa delante del aparato. Este reparto de la experiencia puede leerse también en un fenómeno coyuntural que aparece en el poema: la compañía telefónica Entel que hace posible el recuerdo. Creada durante el peronismo y privatizada en la década de 1990, la compañía Entel marca un viraje en el texto. Allí, el recuerdo del poema, se sitúa antes de la privatización de la empresa -símbolo de la política neoliberal empobrecedora- y justo después del regreso de la democracia en 1983. Entonces, la recuperación poética de esta foto supone una recuperación del pasado posterior al régimen de tortura y desapariciones y previo a la avanzada neoliberal en la Argentina. El final del poema, en efecto, condensa un devenir histórico: el fin de la telecomunicación pública (“Entel ya no existe”), la pérdida generalizada (“la primera foto la perdí/ como tantas otras cosas”), el encarcelamiento del yo poético (“el Tortoni continúa en la misma ubicación/ pero hace años que no puedo verlo”) que arrastra la expropiación de sus bienes (“la digital y el celular/ siguen, por ahora/ en el juzgado”) constituyen la consecuencia directa de las políticas de Estado. La fecha del poema (del año 1984), la evocación de la compañía Entel e incluso la designación del legendario Café Tortoni permiten esta lectura situada e histórica: al recuperar estas fotos, el yo poético recupera el carácter público y colectivo de la memoria que precede el empobrecimiento, el abandono y la cárcel. La democracia se erige así como una “lista de espera” y la memoria, instantánea y afectiva, como un dispositivo capaz de resignificar la pérdida.

Las fotografías de este segundo poema tejen un vínculo afectivo entre el objetivo y la “modelo”, que deviene la ama activa de la pieza y, al mismo tiempo, sitúan la experiencia en una trama política capaz de explicar las “pérdidas” posteriores, es decir, una esperanza democrática que deriva en el abandono social. En efecto, frente a esta espera, la fotografía se alza como un dispositivo tan instantáneo como la Kodak que fascina a la pequeña. A diferencia de la vieja foto conservada y conservadora del otro poema, símbolo de la asepsia política que se libra de los cuerpos para transformarlos en un conjunto de “rasgos borroneados”, aquí la imagen es instantánea y efímera. Pero es justamente esta exposición a la pérdida y a la evaporación (“esos días se fueron/ evaporando como el agua”) lo que constituye la Kodak en tanto reservorio de una memoria sensible: como la escritura -“tu nombre escrito en tinta china/ diluyéndose en el agua”-, las fotografías instantáneas y perdidas logran atrapar ese pasado de la vivencia sin caer en la lógica de la museificación y recuperando la trama afectiva que teje los lazos con lxs otrxs.

Si el primer poema denuncia la lógica óptica e insensible de la fotografía consagrada, en el segundo nos encontramos frente a la trampa de la mirada: la niña “simula una conversación”, la mujer repite esa “pose”. La performatividad de la pose, en efecto, permite repensar la imposibilidad, presente en el primer poema, de capturar la vivencia. En este sentido, la disociación entre experiencia vivida y experiencia registrada se transforma en una falsa dicotomía: la memoria puede ser un borde amarillento, es decir, un resto melancólico que recuerda el abandono, pero también un dispositivo instantáneo, fabricado por la lengua y resistente al paso del tiempo que expropia los objetos pero no la memoria. Si el yo poético se ve desposeído de la cámara y del celular, es porque el encarcelamiento expropia la imagen de sí y silencia la voz. La poesía, sin embargo, reúne ambos en la medida en que la voz poética recupera la imagen olvidada. La memoria escrita también podría imprimirse con una Kodak. Se trata, en última instancia, de una herramienta de resistencia contra un presente aséptico, una memoria política-pública (Entel), afectiva (la cámara es compartida por el padre y la hija), y capaz de hacer frente a la pérdida sistemática (los objetos son expropiados “por ahora” y no para siempre). Evaporado como el agua, el pasado regresa bajo la forma de una escritura de memoria que no se interesa por los nombres propios, los objetos poseídos o el registro minucioso del espacio sino por la inscripción del recuerdo en un texto que se escribe y que se borra y que deja huella, en última instancia, de aquella que, rememorándose, escande el tiempo, borra el orden imperativo y, mediante este gesto, se dirige siempre, y de manera dialógica, a unx otrx.

Conclusiones

Los textos propuestos permiten afirmar que escritura hace coexistir temporalidades diferentes y diferidas y, en este sentido, transforma los cuerpos borrados y torturados por la medicación, el recuento y la requisa en cuerpos vivientes, como sugiere el poema de Vilma3 publicado en la antología Yo No Fui: “el tiempo traerá / las plantas en flor / a mis manos” (Rossel et. al., 2006: 26). Los textos garabatean las marcas que pueblan los cuerpos de las mujeres desprovistas de nombre: número, hora, fecha, duración. Pero estas marcas, en el discurso poético, se transforman. Los cortes de verso instalan una anacronía aleatoria que desvía las escansiones imperativas y patriarcales del tiempo carcelario. Así, las escansiones rítmicas y sensibles de los poemas dislocan el curso del tiempo y producen un nuevo aliento.

El texto, en efecto, permite salir de la cárcel de la duración objetiva, del sistema de coordenadas precisas, para materializar, en términos de Derrida (2003), “las duraciones interiores y heterogéneas" (p. 132) o encarnar, siguiendo a Cixous (1997), la internidad. En esta tensión profundamente política se encuentran los textos de las mujeres privadas de libertad: sus poemas resisten el tiempo lineal que las sumerge en el zoé para escenificar una internidad capaz de resignificar, a través del ritmo, las escansiones imperativas.

Para Josefina Ludmer (2017), las “mujeres que matan" en la literatura argentina establecen una “ruptura del poder doméstico" (p. 386) y, al escapar a la justicia jurídica, ponen “en delito" la representación femenina (p. 392). Las autoras de los poemas trabajados a lo largo de este artículo, pero también otras poetas que han publicado intramuros, no escapan a la justicia sino que escriben en sus intersticios.

El delito, en lo real de estas vidas, no es una revuelta sino, a menudo, una fuente de castigos que reafirman, con más violencia aún, el rol de una femineidad “puesta en peligro". En este sentido, es a través de la escritura que las poetas se despojan de esas asignaciones y sugieren una visión que trasciende el imaginario que las encierra. La reescritura poética de la temporalidad, como he querido demostrar a lo largo de este artículo, pone entre paréntesis y suspende el tiempo carcelario que coopta a las mujeres en un presente sin aliento (Rossel) y recupera una memoria vivencial y sensible que desafía los dispositivos del olvido (Cabrera). Los textos, en efecto, se instalan en un futuro anterior (Butler, 2006: 20) capaz de proyectar una vida vivible. Si, como señalan los célebres versos de Alejandra Pizarnik (1990), “una mirada desde la alcantarilla/ puede ser una visión del mundo" (p. 212), una mirada que se desliza a través de las rejas puede torcer, en última instancia, esa visión del mundo.

* Este trabajo se ubica en el cruce de una serie de investigaciones y prácticas. Surge, en primer lugar, de mi participación en el Programa de Extensión en Cárceles (FFyL, UBA), dirigido por Juan Pablo Parchuc y, más específicamente, de la experiencia de los talleres literarios en contextos de encierro. En segundo lugar, es producto de los diálogos, intervenciones y reflexiones colectivas del UBACyT “Escribir en la cárcel. Intervenciones con la literatura y otras formas de arte y organización”, también dirigido por Parchuc e integrado por una serie de investigadoras que pensamos las imbricaciones entre escritura, lectura, educación, género, encierro e identidad. En este marco fue que me encontré con los textos de Liliana Cabrera y, luego, con la antología poética Yo No Fui, surgida del taller homónimo de la cárcel de Ezeiza. Finalmente, este interés se vio reflejado en mi tesis de maestría en Estudios de Género (Universidad Paris 8) “La herida del tiempo. Configuraciones de la memoria en la poesía contemporánea escrita por mujeres privadas de su libertad en Argentina” (defendida en septiembre de 2019). Este texto es un entramado de todas esas voces, prácticas y reflexiones que nutrieron una investigación dialogada, susurrada y plural.

1Al entrar a la cárcel, las presas pierden su nombre, que es reemplazado por un número de expediente y las requisas, excesivas y humillantes, las condenan a la posición de objeto, animal o resto abyecto. Este ejercicio de la crueldad, como observa Segato (2016) en su libro La guerra contra las mujeres, se produce en las coordenadas sociales de la indiferencia (p. 100). El ejercicio sistemático de la violencia institucional y de género, que se expresa, por dar solo algunos ejemplos, en los femicidios silenciados (relatados como suicidios), la violencia obstétrica o la maternidad intramuros, sumado a la indiferencia de la sociedad civil que da la espalda a aquello que sucede entre los muros de la prisión, configura lo que he dado en llamar “figuras hiperbólicas de la exclusión”.

2Yo No Fui es una organización social que dicta talleres artísticos y productivos en el penal de Ezeiza y afuera, una vez que las mujeres recuperan su libertad. El taller de poesía del mismo nombre funciona desde 2002 bajo la coordinación de María Medrano y otrxs talleristas que se fueron incorporando, como Liliana Cabrera. El taller estimula -más allá de las actividades de lectura y escritura que inundan las salas de la Unidad de voces y papeles- visitas de poetas, exposiciones y publicaciones como la revista Yo Soy y antologías poéticas. El espacio de taller, señala María Medrano, es un “cacho de libertad” (2006: 9), un espacio de emancipación que salva esas “zonas del yo” (2013) amenazadas por la violencia institucional, sexual y los abusos psicológicos. Desde una perspectiva de género, en efecto, el taller de poesía trabaja con las mujeres privadas de su libertad, castigadas y aisladas por una sociedad que no quiere escucharlas, y hace del espacio de la cárcel, marcado por el silencio imperativo, un terreno político de enunciación.

3En algunos casos, las autoras aparecen solamente con su nombre de pila, puesto que de este modo y por distintas razones (ya sean judiciales o estéticas) así los firmaron en su publicación.

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