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Cuadernos del Centro de Estudios en Diseño y Comunicación. Ensayos

versão On-line ISSN 1853-3523

Cuad. Cent. Estud. Diseñ. Comun., Ensayos  no.93 Ciudad Autónoma de Buenos Aires abr. 2021  Epub 20-Ago-2021

http://dx.doi.org/10.18682/cdc.vi93.3862 

Artículo

Registros realistas, pantallas modernas. Escritura y colaboración de Augusto Roa Bastos, Tomás Eloy Martínez y Daniel Cherniavsky en El último piso y El terrorista

Marcos Zangrandi* 

* Doctor en Ciencias Sociales e investigador CONICET del Instituto de Literatura Hispanoamericana (Universidad de Buenos Aires). Dictó clases de grado y posgrado en diversas instituciones educativas. Actualmente forma parte de la cátedra Teoría y Análisis Literario de la Universidad Nacional de las Artes. Publicó numerosos artículos referidos a la literatura y el cine de los años cincuenta y sesenta. Asimismo, investigó y editó los volúmenes La ciudad viva (varios autores, 2009) y Policiales por encargo (David Viñas, 2011). En 2016 apareció su libro Familias póstumas. Literatura argentina, fuego, peronismo.

Resumen

Este artículo analiza la labor conjunta de Augusto Roa Bastos, Tomás Eloy Martínez y Daniel Cherniavsky para los largometrajes El último piso y El terrorista en el marco de las transformaciones que se produjeron en el cine argentino a principios de los años sesenta. El trabajo de escritura común que reunió a los narradores y al cineasta propició una modalidad innovadora de confluencia entre el cine y la literatura, distinta de la que se había establecido en la producción de estudios. En este sentido, la coescritura alteraba y ampliaba los roles limitados del libretista y del director, y, simultáneamente, cuestionaba la figura de la autoría tal como estaba instalada en la institución literaria. A la par, la labor en torno a estos dos proyectos adelantó las poéticas de los años sesenta que se debatían entre la exigencia realista y la vocación modernizadora.

Palabras clave: Literatura latinoamericana; Cine argentino; Augusto Roa Bastos; Tomás Eloy Martínez; Daniel Cherniavsky

Abstract

This article analyzes the joint work of Augusto Roa Bastos, Tomás Eloy Martínez and Daniel Cherniavsky for the films El último piso and El terrorista in the framework of the transformations that took place in Argentine cinema at the beginning of the 1960s. The common writing work that brought together the narrators and the filmmaker fostered an innovative way of confluence between film and literature, different from that which had been established in the studios’ production. In this sense, co-writing altered and expanded the limited roles of librettist and director, and questioned the figure of authorship as it was installed in the literary institution. At the same time, the work of co-writing of these two films anticipates the poetics of the 1960s, between the realistic demand and the modernizing vocation.

Keywords: Latin American literatura; Argentine cinema; Augusto Roa Bastos; Tomás Eloy Martínez; Daniel Cherniavsky

Resumo

Este artigo discute o trabalho conjunto de Augusto Roa Bastos, Tomás Eloy Martínez e Daniel Cherniavsky para recurso filmes El último piso e El terrorista no quadro das transformações ocorridas no cinema argentino na década de 1960. O trabalho de escrita comum que trouxe os contadores de histórias e o cineasta levou a uma convergência de modalidade inovadora entre cinema e literatura, diferente do que tinha sido estabelecido na produção de estudos. Neste sentido, a co-escrever alterado e expandido o limitado das funções do libretista e diretor e, ao mesmo tempo, questionou a figura de autoria, como ele foi instalado na instituição literária. Ao mesmo tempo, o trabalho sobre estes dois projetam à frente a poesia da década de 1960 que foram discutidos entre a exigência realista e a vocação de modernização.

Palavras chave: Cinema; inovação; literatura.

En 1961 el crítico y aspirante a novelista Tomás Eloy Martínez le preguntó a Augusto Roa Bastos cuáles eran las claves de un nuevo cine argentino. Éste le aseguró que ese impulso se lo podía encontrar, indudablemente, en su sociedad con la literatura: “Como libretista, creo advertir una renovación que se va a definir con características más acentuadas en un futuro inmediato. Y estimo que tiene su indicio principal en el aporte -casi podríamos llamarlo masivo- de escritores.” (en Feldman, 1990, p. 49). Roa Bastos destacaba así que lo más novedoso para la gestación de una nueva pantalla residía en esa alianza transformadora (y generalizada, “masiva”); esto es, no se trataría de simples cruces ocasionales; la inventiva y la tradición, la dimensión y la territorialidad de la literatura comenzarían a operar dentro del cine. Las palabras son significativas no sólo en relación con las colaboraciones con el cine que numerosos escritores estaban realizando en esta época, sino, en particular, por el trabajo compartido que el cronista y el narrador realizaron junto al joven director Daniel Cherniavsky en El último piso y El terrorista (ambos de 1962).

Augusto Roa Bastos se había ganado un lugar móvil en la cultura argentina: participaba en los proyectos de un cine moderno y en las películas de sexploitation del dúo Armando Bó- Isabel Sarli, al mismo tiempo que alcanzaba reconocimiento como narrador, principalmente por sus relatos de El trueno entre las hojas (1953) y la novela Hijo de hombre (1960). Roa había hecho de sí mismo, entonces, una figura inquieta que franqueaba con comodidad diferentes territorios: la literatura y el cine, lo popular y lo culto, lo moderno y lo masivo. La experiencia de escritura junto a Tomás Eloy Martínez, profesional y amateur simultáneamente, acentuó ese carácter, tan versátil como diverso. La sociedad entre ambos se instaló como una variación de la escritura colaborativa que se había afirmado en el cine argentino, y mostró que, por entonces, escribir películas, antes que un tema de traslación (de un libro a un guion por ejemplo) o de traducción (de la literatura al cine), posibilitaba, en cambio, una instancia singular de creación grupal -un colaboratorio-, una zona de confluencia y un espacio de ensayo de las poéticas que atravesaron aquella coyuntura.

1. Escribir entre tres

La sociedad entre la literatura y el cine argentino durante los años cincuenta y sesenta se asentó sobre dos prácticas recíprocas: la convocatoria reiterada a escritores legitimados en el campo literario por parte de proyectos cinematográficos y, a la vez, la seducción que una pantalla grande moderna y creativa ejerció sobre numerosos narradores. Los nombres que ilustran este atractivo mutuo -diferente de la simple relación profesional del adaptador, propia del sistema de estudios- evidencian los alcances y la diversidad de este interés sociológico de una literatura que buscaba un nuevo horizonte cultural y de un cine que requería del prestigio y la inventiva de la literatura: Jorge L. Borges (Días de odio, 1953; Hombre de la esquina rosada, 1962; Invasión, 1969), Ernesto Sábato (El túnel, 1952), Juan José Manauta (Río abajo, 1959) y Dalmiro Sáenz (Setenta veces siete, 1962; Nadie oyó gritar a Cecilio Fuentes, 1965), entre otros. La conformación de duplas de trabajo sostenido entre escritores y directores señaló el apogeo y la forma más sofisticada en este proceso de colaboraciones, particularmente las que forjaron David Viñas y Fernando Ayala (El jefe, 1958; El candidato, 1959), Manuel Antín y Julio Cortázar (Circe, 1963; Intimidad de los parques, 1964) y, más que todas las anteriores, Beatriz Guido y Leopoldo Torre Nilsson, ejemplo de colaboración sostenida y producciones sinérgicas (La casa del ángel, 1956; El secuestrador, 1958; La caída, 1958; Fin de fiesta, 1960, y muchas otras).

Escribir de modo grupal desafiaba el contorno del mito del yo creador en la literatura y en el cine. La figura del autor, aunque cuestionada por las vanguardias, era todavía uno de los ejes del aparato crítico de la institución literaria. En el cine, territorio de trabajos colectivos propios de la cultura de masas, hacia 1960 ya circulaba el ideario de la autoría cinematográfica, sobre todo en los debates promovidos por cinéfilos y críticos alrededor de la idea de cine como “expresión” artística. La figura del auteur rescataba la capacidad de una figura individual (el director, y no el productor u otro agente) para tomar decisiones relativamente autónomas por encima de criterios comerciales y, al mismo tiempo, impulsaba la apropiación de acciones propias del mundo de la literatura (escritura, lectura, expresividad, crítica) (De Baecque, 2003).

Inscriptas en este giro literario pero a la vez apoyadas sobre la plataforma de una escritura colectiva, las duplas de labor conjunta que se conformaron entonces desmontaban la figura del autor individual al poner en evidencia las alteraciones de los roles tradicionales del escritor y del cineasta en el trabajo común. El trío que formaron Cherniavsky, Roa Bastos y Martínez potenció esta tendencia poniendo en cuestión las formulaciones alrededor del auteur, y, más aun, atravesando territorios, acción que incluía franquear los límites entre la literatura y el cine, y, al mismo tiempo, entre espacios legitimados y zonas “menores”. Un trazado homólogo a la conformación del grupo: un narrador paraguayo exiliado, un periodista aspirante a novelista y un joven director cinematográfico; esto es, un conjunto de agentes reconocidos y figuras emergentes1.

La película Shunko (1960) permitió un primer contacto entre Augusto Roa Bastos y Daniel Cherniavsky. Éste se había asociado con Lautaro Murúa y Leo Kanaf para rodar películas que dirigirían, alternativamente, cada uno de los tres miembros de la productora. El primero en dirigir, de acuerdo con la fama y el renombre que había alcanzado como actor, fue Murúa -Cherniavsky y Kanaf asumieron su rol de productores-2; el escritor convocado fue el que, por ese entonces, ya conocido como un notable narrador e iniciado en la escritura para cine, tenía afinidad con el mundo campesino y popular de la novela de Jorge W. Ábalos, Roa Bastos.

Disuelta esta sociedad, Cherniavsky encaró, ahora sí como director, un proyecto personal, acompañado por el productor Juan Manuel Abre. Quería adaptar El último piso (1960), de Jorge Masciángioli, que había obtenido una mención del concurso literario de la editorial Losada en 1959 -el primer premio lo había ganado Hijo de hombre, de Roa Bastos-. Se trataba de la primera novela de Masciángioli, conocido en los circuitos intelectuales por haber integrado la revista Existencia (1949- 1951) junto a Juan José Sebreli y Rafael Gallegos, pionera en la difusión del pensamiento y la literatura existencialistas en Argentina (Sebreli, 2011). La atmósfera de aquella corriente (sobre todo en su vertiente literaria) cruzan El último piso: un puñado de personajes arrinconados por la miseria de su condición, una situación apremiante que se impone a todo marco moral, una realidad que conduce a una decisión desesperada. La novela, narrada de modo llano -sólo intervenida por algunas analepsis- cuenta la historia de una familia obrera que, luego de derribado el inquilinato donde viven, deben mudarse a una pieza de una pensión junto con otra familia de la misma condición. Los roces progresivamente virulentos entre los nueve personajes se tornan insoportables, hasta el punto de que los primeros deben trasladarse nuevamente. Ocupan furtivamente, esta vez, el departamento más alto de un edificio todavía sin habitar, en donde el protagonista se enfrenta a la encrucijada de ser expulsado o de tomar una decisión fatal para concluir las penurias de su familia. El problema de la ocupación que propone Masciángioli está estrechamente vinculado con los debates, introducidos por el peronismo en la cultura argentina, alrededor de la familia y la propiedad. “Casa tomada” (1951) de Julio Cortázar y La casa (1954) de Manuel Mujica Lainez, por ejemplo, rodeaban los miedos y los intereses ligados a estos dos puntales, cuyo vínculo se había alterado a partir de los cambios sociales que acompañaron a aquel movimiento (Zangrandi, 2016a). De forma contigua, varias de las películas de esta época redundaron en estos tópicos, abordando, bajo distintas ópticas, por ejemplo Río abajo (Enrique Dawi, 1959), Los inundados (Fernando Birri, 1962) y Las tierras blancas (Hugo del Carril, 1958). La figura de la ocupación por parte de una familia que plantea El último piso dialogaba, así, tanto con la mitología antiperonista de la invasión a la casa -con su trasfondo horrorífico- como con el retorno de la discusión sobre la propiedad de la tierra que se comenzaba a abrir en todo el continente en una perspectiva revolucionaria.

Augusto Roa Bastos, cuya narrativa tenía un fuerte vínculo con la problemática de la tierra, hacia 1960 había desarrollado una breve pero intensa experiencia con el trabajo de escritura para el cine. Antes de Shunko, había escrito, sobre la base de algunos de sus relatos, El trueno entre las hojas (1958) la primera película de Armando Bó con Isabel Sarli, coproducción que, además, fue pionera dentro de la filmografía paraguaya (Zangrandi, 2016b)3. Después del éxito de esta película Roa Bastos acompañó nuevamente a Bó con un argumento original en Sabaleros (1959). Al mismo tiempo, guionó La sangre y la semilla (1959), un relato épico y de gran valor simbólico ambientado en la guerra de la Triple Alianza que tuvo un inmenso éxito en Paraguay (Gamarra, 2016).

Augusto Roa Bastos y Tomás Eloy Martínez se habían conocido hacia 1954, a partir de una elogiosa reseña que éste hizo del libro El trueno entre las hojas en el diario La Gaceta de Tucumán. Ambos sentían correspondencia no sólo por el interés común en la literatura y en el cine, sino, además por su condición de escritores “allegados” en la gran ciudad. “Augusto fue el primer amigo que tuve cuando llegué a Buenos Aires, poco después de cumplir veinte años” -recordaba, mucho después, Martínez- “Durante meses nos enviamos cartas en las que reflexionábamos sobre nuestra condición de latinoamericanos subtropicales” (2009, p. 219). El vínculo entre Roa Bastos y Martínez se apoyaba, además, en la trayectoria de un aprendizaje. El joven crítico veía en Roa un mentor respecto de sus aspiraciones como novelista. La labor que los dos compartieron puede verse, en este sentido, como un camino hacia la primera novela de Martínez; y de acuerdo con esto, los guiones escritos a seis manos se transformaron en el espacio de ensayo y de formación narrativa. En su trabajo junto a Roa Bastos, Martínez se asombraba (y aprendía) de la habilidad narrativa del paraguayo: “Yo tardaba semanas en un trabajo que a él le fluía en pocas horas con una facilidad y una felicidad que siempre me parecieron milagrosas.” (Martínez, 2009, p. 224). Esto también pone de manifiesto el significado que la coescritura para el cine tenía para Roa. En contra de la suposición de que sus numerosas participaciones en el cine respondían a urgencias económicas y estaban escindidas de su literatura, el trabajo continuo del paraguayo en proyectos cinematográficos señala el valor del ejercicio narrativo y estético del guion, enlazado con su narrativa, además de un interés sostenido por intervenir en esta zona de la producción cultural. Asimismo, aun cuando Tomás Eloy Martínez no tuviera experiencia en la escritura de guiones, sí era un referente del cine, en particular de la nueva crítica ligada a la modernidad cinematográfica. Desde 1957 y hasta 1961 trabajó en el diario La Nación, donde se encargaba, junto al periodista Ernesto Schoo, de las páginas dedicadas al cine y desde donde alimentó la perspectiva de un nuevo cine argentino4. En 1961, ya afuera del diario, publicó La obra de Ayala y Torre Nilsson en las estructuras del cine argentino, ensayo que se inscribía en el ciclo de relecturas de la pantalla argentina que acompañaron la renovación del cine durante esta década.

El guion de El último piso se construyó, entonces, como un colaboratorio, un espacio de mixto en el que confluían la experiencia y la calidad narrativa de Roa Bastos y los aportes innovadores y diversificantes de Cherniavsky y de Martínez -ambos se iniciaban en la escritura cinematográfica con este trabajo-. Como lo recuerda el director, la labor se desarrolló durante cuatro meses y excedía claramente la actividad estricta de la adaptación: “No nos reunimos todos los días pero demoramos bastante. Teníamos un estilo muy parecido. Hacíamos todo entre los tres, incluso en el montaje, la elección de lugares de filmación, los diálogos.” (Cherniavsky, comunicación personal, 11 de abril de 2018). El acuerdo inicial era que, si bien el libro de Masciángioli era válido como base narrativa, su registro era demasiado lineal para la narración cinematográfica que el trío se proponía5. En una nota referida a la realización del libro cinematográfico de El último piso, Roa Bastos explicaba:

Nos encontrábamos en una disyuntiva. ¿Cuál era la forma válida que debíamos adoptar al trasladar el libro a la pantalla? ¿Correspondía asumir una línea puramente realista, exterior, descriptiva, o, por el contrario, convenía respetar el punto de partida que daba la novela, es decir, la introspección del personaje principal como centro de todo el enfoque narrativo? Nos decidimos por este último sistema. (Reflexiones sobre El último piso, 1962, p. 20)

Daniel Cherniavsky describió en Tiempo de Cine en qué consistía este sistema apoyado sobre las perspectivas subjetivas:

Trabajé, junto a Augusto Roa Bastos y Tomás Eloy Martínez en el libro cinematográfico en profundidad. Es decir, cuidando de usar como fórmula expresiva, en cuanto al tema, todo lo interno de los personajes, apartando premeditadamente lo externo. Tratamos de calar hondo en cada uno de los movimientos de los nueve personajes. Para eso nos limitamos a mínimo de diálogo, a lo necesario como para que los problemas se tornasen comprensibles. (Cherniavsky, 1961, p. 9)

La “escritura blanca” de la novela, en contra de lo que pudiera suponerse, resultaba inconveniente para el film. La elección recayó, entonces, no en tomar ventaja del registro despojado del texto de Masciángioli, sino, por el contrario, en la narración compleja que se podía construir a partir de él. El guion de El último piso rompe el eje lineal y progresivo y, en cambio, construye a partir de un episodio central (la mudanza desde el inquilinato hasta el edificio nuevo) desde el cual se disparan de modo discontinuo los fragmentos de la historia. De este modo, se enfatizaba la contingencia subjetiva del personaje central (Amadeo) alrededor de cuya mirada angustiada se compone el discurso cinematográfico.

Daniel Cherniavksy apunta que el método que los tres utilizaron para elaborar el guion fue tan poco convencional como distante de la idea de transposición:

Los tres hicimos tarjetas y fuimos colocándolas encima de una mesa para ver de qué manera podíamos armar la continuidad. La fórmula de continuidad que tuvo El último piso fue muy novedoso: los tiempos completamente trastocados, el espectador tenía que pescarlo, pero hay un momento en que entraba. Y todo está contado a partir del carrito que llevaban para invadir el último piso. El único momento presente es el carrito. (D. Cherniavsky, comunicación personal, 11 de abril de 2018)

Escribir entre tres significaba, de acuerdo con esto, menos una labor profesional conjunta (de la que ya había numerosos antecedentes), que la apertura de un espacio de convergencia que permitía perspectivas innovadoras para el cine y para la literatura -y que sin embargo no era exclusivamente ni de la literatura ni del cine-. En este proceso, la coescritura nunca se formuló como adaptación, a pesar de trabajar con la base argumental de una novela, sino privilegiadamente como invención (aunque no alcanzaba a convertirse en vanguardia), confiado en las posibilidades de una nueva pantalla y de un nuevo (y sofisticado) espectador. El último piso era una película discursivamente compleja6. Planteaba una narración no lineal, compuesta por fracciones de una historia cuya continuidad dependía de la atención un espectador activo. Enfatizaba, además, aspectos propiamente cinematográficos: primeros planos no convencionales, montaje sofisticado de sonidos e imágenes y reflexiones sobre el acto de ver -la mirada merodeante y deseante de una mujer sobre la pareja de recién casados con los que convive es uno de los pasajes más lúcidos e intrigantes del film-.

La labor posterior de Roa Bastos y Martínez junto al cineasta René Mugica puede verse como el corolario de la experiencia de coescritura que habían iniciado con Cherniavsky. René Mugica, por entonces una de las figuras renovadoras del cine argentino a partir, principalmente, de las películas El centroforward murió al amanecer (1961) y Hombre de la esquina rosada (1962), adaptación del relato de Borges. Hacia 1963 Mugica se había asociado con el productor Sergio Kogan, con una larga y nutrida carrera en el cine mexicano. Según el recuerdo de Tomás Eloy Martínez (2009), él y Roa Bastos iban frecuentemente al lujoso departamento de Kogan; en una ocasión el productor les comentó que buscaba una novela sobre un boxeador y una mujer infiel para llevarla al cine. Roa le aseguró que Martínez tenía ya escrita una ficción inédita y muy buena sobre ese tema y que al día siguiente se la entregaría para transformarla en un guion. Por supuesto, tal libro no existía; el joven periodista debía escribirla en las siguientes horas. El paraguayo lo animó y le ofreció su ayuda “Encontrémonos mañana a las siete de la tarde en este café” -le dijo- “Primero, vos y yo vamos a echarle una ojeada rápida a la novela que vas a improvisar, antes de llevársela a Kogan. Si hay algo que corregir, lo haremos en voz alta, mientras se la leemos.” (Martínez, 2009, p. 226). Martínez, que hasta entonces no había escrito alguna narración extensa, redactó durante aquella noche sesenta páginas que presentó al día siguiente en la casa del productor. Kogan aceptó el argumento y propuso llevarlo al cine. Aunque este texto no se conserva, sí existe el registro mecanografiado de una conversación realizada fechada el 23 de mayo de 1963 entre Tomás Eloy Martínez, Sergio Kogan, Augusto Roa Bastos, René Mugica y otros. En él, se debaten algunas escenas en relación con el personaje principal, el boxeador Bío (al que Martínez propone llamar “Sagrado”) y sobre sus acciones que se sobreimprimen sobre un esquema de la pasión cristiana (la santa cena, la flagelación, la crucifixión, la resurrección).

Este guion nunca se rodó como se planteó originalmente; aun así, la figura del boxeador permaneció en el episodio inicial del film El demonio en la sangre, a partir del argumento de Roa Bastos y Martínez, y estrenada en junio de 1964. Es notable, en relación a esta usina de trabajo, que la primera novela de Tomás Eloy Martínez, Sagrado (1969), y punto inicial de su narrativa, recupera el personaje Bío y algunas figuras religiosas presentes en aquel primer guion. En una entrevista realizada en 1993, el escritor recordaba aquel impulso que lo llevó a escribir aquella novela:

Trabajábamos [con Augusto Roa Bastos] en un café de la calle Corrientes (…) esperábamos ir a la noche a comer a la casa del productor, Sergio Kogan, gracias al cual nació mi primera novela; el acuerdo con él era que, como los diálogos se corregían mucho durante la filmación, un día iba Roa Bastos y otro día iba yo, y trabajábamos sobre la marcha. (…) Escribí desde las 8 de la noche de un día hasta las 6 de la tarde del día siguiente la primera versión de mi primera novela, Sagrado.” (Martínez en Maranghello, 2005, p. 40)

Para Tomás Eloy Martínez, antes que el ejercicio periodístico, fue la experiencia de co-escritura la que inició su labor como novelista. Se trata de un rasgo que señala una alteración la línea tradicional en que se formulaba el vínculo entre un cine suplementario y una literatura como fuente. Por el contrario, ese lazo comenzaba a mostrar las direcciones múltiples de su composición a partir de inversiones, reversiones y retroalimentaciones entre territorios culturales progresivamente menos blindados.

2. Entre el realismo y la modernidad

Las numerosas colaboraciones que Augusto Roa Bastos hizo en estos años dan cuenta del atractivo de su escritura y de su figura para el cine, aun en las diferencias evidentes de los directores con los que trabajó -piénsese en los diferentes enfoques cinematográficos de Armando Bó, Lucas Demare, Lautaro Murúa y Enrique Carreras-. Las razones de esta gravitación, en una coyuntura de transformación productiva y estética que se estaba afirmando en el cine argentino, puede encontrarse en el lugar preciso que posicionó al escritor paraguayo en las poéticas literarias y cinematográficas de los sesenta, traccionadas por una vocación de modernidad y, al mismo tiempo, por la exigencia realista.

El inicio de las colaboraciones de Roa Bastos tenía, efectivamente, relación con el realismo social que se desprendía de sus narraciones, referidas mayormente a la vida y las luchas de los campesinos y los obreros del Paraguay. Esta fue la razón que sostuvo Armando Bó cuando lo convocó para escribir El trueno entre las hojas (1958) -película que, sin soslayar su perfil erótico, se inscribía en la narrativa de los conflictos obreros en el Alto Paraná (Zangrandi, 2016b)- y, a continuación, para componer los personajes marginales de Sabaleros (1959). Las intervenciones que el paraguayo realizó en estos años estuvieron ligadas a una línea adyacente, entre la vida del campo sudamericano y la experiencia dramática de la guerra: La sangre y la semilla (Dubois, 1959), Shunko (Murúa, 1960), e Hijo de hombre (Demare, 1961). Las imágenes de estas películas recorren personajes de estratos populares y episodios relacionados con la violencia y la miseria. Estos elementos (junto al influjo del cine europeo de Posguerra) coinciden con una de las orientaciones de renovación del cine argentino de esta coyuntura: la captación de una “realidad” (social o fenoménica, pero un nunca costumbrista) que se escapa del aparato productivo de los grandes estudios y que se traducía en el registro de escenarios naturales, en la participación de actores no profesionales, en la irrupción necesaria y denunciante del problema social. No sólo las películas canónicas de Fernando Birri (Tiredié, 1956- 1958; Los inundados, 1961) -y en general, las de la Escuela Documentalista de Santa Fe- y las primeras de Enrique Dawi (Río abajo, 1959; Haciendo monte, 1959) adscribían a esta perspectiva; se trataba de toda una tendencia que se extendió progresivamente durante toda la década y que acompañó las expectativas de cambio político en el continente. A la par, el concepto de “realidad” fue uno de los criterios dominantes que restructuró el campo literario de los años cincuenta y sesenta. Esa “realidad” abarcaba, entre otros aspectos, el rechazo del cosmopolitismo y del artificio literario, la incorporación a la ficción de problemas políticos y sociales recientes, el “compromiso” necesario del escritor -convertido en “intelectual”- con las corrientes transformadoras de su tiempo (Zangrandi, 2018). Augusto Roa Bastos era, entonces, la figura exacta: un escritor exiliado de la guerra civil de su país, observador lúcido de la realidad social profunda, y agente de una literatura convertida en testimonio en vistas a una transformación social.

Ese contorno realista de Roa Bastos se modificó luego de su intervención en el guion de Alias Gardelito (1961). La nouvelle de Bernardo Kordon, publicada en 1956, proponía un recorrido lineal alrededor del personaje Toribio Torres, desde sus inicios como “cabecita” embustero hasta su final en un hotel de Constitución, cercado por un engranaje de traiciones. Una construcción realista como la que estaba plasmada en el relato resultaba demasiado “cómoda” para el tipo de película que Roa y Lautaro Murúa querían. “Al leer el cuento de Kordon” -comentaba Murúa a Tiempo de Cine- “solo me impresionó el personaje, su médula, su manierismo, su psicología. Era un arquetipo. Confieso no haber pensado que de ese cuento podía salir un guion” (Mogni, 1963, p. 61). Una transposición fiel hubiera dado como resultado un film convencional; una narración de compadritos, de traidores u orilleros de las que ya había una tradición en el cine y en la literatura argentinos.

El camino era recomponer este relato en una forma innovadora y, con ello, redimensionar las posibilidades de una poética realista. Por eso, el libro que el director y el narrador escribieron delineó un Toribio Torres menos pícaro y más taciturno, menos sólido y más fragmentario, que se mueve en un espacio y un tiempo fragmentados y disonantes. Murúa apuntaba al respecto: “A medida que ocurren cosas en la trayectoria de Gardelito, a medida que él cree convertirse en un personaje importante, también su ritmo interno, su vida, empieza a ser febril. La única forma de reflejar esa febrilidad era darle a la película un tiempo quebrado, nervioso, que en buena parte es el estado de ánimo del personaje.” (Mogni, 1963, p. 58). Con estas palabras el cineasta subrayaba los distintos estratos de complejidad de Alias Gardelito, en particular, la arquitectura temporal (intervenciones no cronológicas, tempos dilatados). El largometraje de Murúa brillaba por las multiplicidad de facetas modernas: utilización del discurso indirecto libre, gestos autorreflexivos sobre el lenguaje, ruptura de la mímesis, discontinuidad narrativa, disyunciones cronológicas y espaciales, entre otros (Sánchez Noriega, 2000). Gonzalo Aguilar destaca, en este sentido, que

Roa Bastos y Murúa rechazan el realismo narrativo que guía la poética de Kordon (…) El tratamiento dado al material fílmico hace de Alias Gardelito un film de ruptura, alejado de los códigos narrativos del realismo. El espectador es testigo de una historia episódica y dispersa que jamás se concentra en un punto de vista privilegiado. (…) En la película, a diferencia de lo que sucede en el cuento, hay una orientación hacia la disonancia, la fragmentación y lo episódico. (2005a, p. 158)

El film, clave para el nuevo cine argentino, fue recibido de forma elogiosa por la crítica (en particular por la nueva crítica cinematográfica). El mismo Tomás Eloy Martínez escribió, con claro entusiasmo, para la revista Cinecrítica: “la narración estaba organizada sin atención a las leyes tradicionales de causalidad ni a las de acción psicológica, y la organización de sus tiempos postulaba una comunicación adulta con el espectador: esa nueva forma de relación estaba complementada por la abolición de las explicaciones verbales y por la desestimación de la intriga como elemento clave del film.” (1961, p. 6).

La escritura y el rodaje de Alias Gardelito se realizaron, relativamente, de modo simultáneo a El último piso. Cherniavsky, Roa Bastos y Martínez acordaron en que, a partir de la novela de Masciángioli, querían un film moderno. El tópico del hacinamiento de una familia numerosa en un inquilinato podía derivar en un largometraje de realismo social, o, incluso, en un cuadro naturalista. El desafío, como el mismo Roa observó, era evitar que ese “ambiente proletario” se volcara en una perspectiva netamente “exterior” (“Reflexiones sobre El último piso”, 1961, p. 20). Por ese entonces, Juan Fernando Oliva, acompañado por el equipo de la Universidad Nacional del Litoral estaban registrando Los 40 cuartos, película documental con un enfoque neorrealista sobre la miseria de los habitantes de un conventillo de la ciudad de Santa Fe. El último piso quería el componente denunciante de esas figuras marginadas, pero rechazaba un registro mimético. Es un hecho notable, en este sentido, que su estreno, la primera semana de junio de 1962, coincidiera con el de Los jóvenes viejos, de Rodolfo Kuhn y con El año pasado en Marienbad, de Alain Resnais, dos piezas clave de las “nuevas olas”. La película de Kuhn, mediante tiempos aletargados y líneas narrativas abiertas, iba críticamente tras el tedio de un grupo de jóvenes acomodados. La cinta de Resnais, por su parte, subrayaba su modernidad tanto en la densidad de su planteo ficcional y en el acento puesto sobre la construcción de la imagen, como en la alianza fundamental con la literatura (en este caso con Alain Robbe- Grillet, y desde allí con Adolfo Bioy Casares).

El film de Cherniavsky era contiguo a este tren de la modernidad cinematográfica, pero, a la vez, no dejaba de responder a la exigencia de realismo. Claudia Gilman (2012) apunta que el realismo fue la poética dominante y el significante alrededor del cual se produjeron los principales debates culturales durante los años sesenta; pero se trataba de un realismo que soslayaba el costumbrismo, el nacionalismo y los colores folklóricos. Se apostaba, en cambio, por un nuevo realismo que incorporaba, necesariamente, innovaciones formales, que no encontraba contradicciones entre los hitos de realidad y modernidad. Entre Balzac y Butor, según la fórmula de Carlos Fuentes, se erigían las poéticas de esta década; entre la aprensión de un mundo en transformación y la invención de un nuevo lenguaje. La extensión de la producción cinematográfica de estos años tenía en uno de los polos a Fernando Birri, en el otro al “esteticismo” de Manuel Antín y Leopoldo Torre Nilsson. El último piso tenía un pie en cada una de las dos corrientes: tomaba como objeto un tema de la “cuestión social”, propio de la estética neorrealista, y, al mismo tiempo, lo ponía en la pantalla con una gramática moderna.

La complejidad estética de la película provocó desconciertos e incomprensiones por parte de la crítica. Clarín, por ejemplo, advertía que la película “actualizaba el tremendo problema de la falta de vivienda, haciendo vivir episodios dramáticos a un par de familias que hacen lo indecible por subsistir.” (“Los estrenos de hoy. El último piso”, 1962, p. 16). El matutino se apoyaba en una lectura realista, sin ninguna mención a la construcción narrativa: “La falta de vivienda, problema que aflige a todos los pueblos del mundo moderno y que en nuestro país se refleja también con las más dramáticas características, alienta en las imágenes de El último piso como causal de un hondo conflicto entre seres de humilde condición.” (“Un grave problema de nuestro tiempo en El último piso”, 1962, p. 21). Más atento a la propuesta formal, La Nación reconocía el esfuerzo de Cherniavsky por “superar las fórmulas habituales y eludir la rutina”. Sin embargo, entendía que el lenguaje de la cinta producía una “distorsión de los tiempos -o tal vez su ordenación en el plano introspectivo de los personajes-, mas aparece expresado a través de un trabajo de compaginación fatigoso y reiterativo. (…) Como resultado de eso, queda en el espectador un inevitable sabor a gratuidad; más aún, la sospecha de que hay toda una formulación prescindible.” (“Excesos formales en El último piso”, 1962, p. 8). Ya antes del estreno, Roa Bastos advertía en una nota de este mismo diario el ritmo poco convencional del film: “Creemos que esos elementos destinados a subrayar la lentitud, el espesor de la acción, tienen una vinculación válida con el lenguaje cinematográfico utilizado”. En la misma dirección, el director apuntaba que “el clima lento fue premeditado. Si algunas secuencias resultan en cierta forma, lánguidas, un poco alargadas, es porque lo hemos querido así, en el propósito de transmitir adecuadamente la atmósfera que el relato requería.” (“Reflexiones sobre El último piso”, 1962, p. 20). Mientras que las recepciones de Clarín soslayaban resueltamente la dimensión discursiva de la película, observando únicamente el drama proletario, La Nación, en cambio, lo encontraba inconveniente (o, incluso, “excesivo”) para este tópico. Un detalle notable es que el crítico entendía que las audaces escenas de erotismo, inscriptas en la propuesta moderna de la película, no eran sino “promiscuidad”, fruto del hacinamiento, como si tales imágenes fueran impropias del cuadro marginal -en todo caso, la poética realista debía estar deserotizada-. Una y otra parecían perder de vista la maniobra estético- política de El último piso -que actualizaba, además, una estrategia propia de la modernidad artística-: operar sobre un motivo “bajo” a través de una forma innovadora, “inadecuada” para el lugar sociocultural esas figuras.

Con una lectura más sofisticada, en Cinecrítica, revista de enfoque marxista, el cronista Saúl Horovitz, destacaba el acercamiento de Cherniavsky a la “realidad”, el valor “real y típico” del ambiente que recreaba el film. A la vez lo calificaba de “testimonial” (un término adyacente al de “compromiso”), porque “este término ubica y compromete al autor en una meritoria orientación, pero al mismo tiempo limita algo su verdadera trayectoria artística, al no alcanzar las características esenciales de un auténtico realismo.” (1962, p. 58). Incluso así, quedaba enlazado con la búsqueda realista del nuevo cine argentino en la línea de Birri, Murúa y Martínez Suárez. Horovitz tomaba nota del lenguaje novedoso de El último piso fundamentalmente en dos aspectos. Por un lado, el crítico observaba la apuesta estrictamente cinematográfica del film, que privilegiaba la composición de las imágenes, los silencios y los diálogos lacónicos, el encuadre y el montaje por encima de un sistema de representación tradicional. Por el otro, reconocía el complejo armado narrativo apuntalado por flashbacks, líneas temporales no cronológicas y falsos raccords. Este último aspecto, apuntaba Horovitz, estaba enlazado con las últimas tendencias del cine europeo, como era evidente en las películas de Visconti, Bergman, Sjöberg y, sobre todo, Resnais. “Nos viene a la memoria” -señalaba el cronista- “Hiroshima mon amour y ahora mismo Hace un año en Marienbad con la fractura total de la noción de tiempo y espacio, por supuesto que sin hacer comparaciones de aproximación cualitativa y sabiendo que El último piso está muy lejos de su complejidad, de su calidad, pero también muy lejos de su total arbitrariedad, abstracta e irracionalista.” (p. 58). Puede verse aquí el peso de la discusión sobre el realismo que se produjeron en esta época en los circuitos de izquierda (Aguilar, 2005b; Zangrandi, 2018); la incursión hacia la “realidad” era preponderante, las búsquedas meramente “estetizantes”, por el contrario, eran leídas como elementos decadentes o evasivos. Horovitz encontraba, asimismo, que El último piso, en particular su arquitectura temporal, se vinculaba con las innovaciones de la novela de las últimas décadas, en particular a la narrativa de William Faulkner. Efectivamente, una buena parte de los cines modernos era deudora de las innovaciones de medio siglo de inventiva literaria. Sin embargo, el cronista no advertía el nombre de Augusto Roa Bastos como un artífice clave en la construcción de la película. Es una omisión curiosa; el paraguayo era un narrador especialmente atento a la realidad problemática que se desprendía de los conflictos políticos y sociales de su país (y por extensión, a los de América Latina). Tanto era así que, definía su literatura como “militante y de servicio, a la que me siento adscripto vocacionalmente (…), como obligación máxima de testimonio en el que todo lo humano, virtudes y defectos, esperanzas y derrotas, individuo y colectividad, vivencias, experiencias y presentimientos, queden registrados y transfigurados en materia y expresión del arte.” (29 de abril de 1955, p. 1). Esta dirección, efectivamente ligada con el realismo social -y más próxima al mundo cultural sudamericano que la literatura de Faulkner- se combinaba con búsquedas de un lenguaje nuevo y una narrativa moderna que había quedado evidenciada en la novela Hijo de hombre, libro afín a las perspectivas emancipadoras de la izquierda, por entonces impulsada por la Revolución Cubana. La elusión estos aspectos en la recepción de Cinecrítica indica cierta ilegibilidad que por ese entonces tenía la figura móvil de Roa Bastos incluso para la izquierda (entre Paraguay y Argentina, entre el español y el guaraní, entre el cine y la literatura, entre la cultura tradicional y la masiva). Y desde allí, una ilegibilidad (y con ella, un marco de sospecha) que se replicaba sobre El último piso, sobre su coescritura desterritorializada y múltiple, sobre, finalmente, el acoplamiento poco convencional de esos dos bastiones de las artes de los sesenta, realismo y modernidad.

3. Imágenes prohibidas, palabras quemadas

Estrenada apenas cuatro meses después de El último piso, El terrorista planteaba explotar el clima de tensión que en ese momento atravesaba a la vida política, social y cultural argentina. Tanto era así que, según una nota del semanario El Heraldo de enero de 1962 (y con la intención de publicitarla con este recurso), la productora Siglo XX anunció que la película, debido a las polémicas que suscitaría, se rodaría en secreto. Tanto el equipo de producción como el elenco (cuyos nombres tampoco se revelarían hasta el estreno), tenían prohibido difundir el argumento y las locaciones de filmación. Unos días antes de llegar a las salas, la cinta fue promocionada en los principales diarios con avisos provocadores que imitaban la propaganda de agitación: “Un amoral. Un sádico. Un ambicioso. Vea El terrorista”; “¿Qué nos divide a los argentinos? ¿Peronismo? ¿Socialismo? ¿Nacionalismo? El terrorista”; “¡Persecución racial! ¡Terrorismo! ¡Grescas estudiantiles! ¡Luchas gremiales! El terrorista”. La apelación a estos bordes de “peligro” y de escándalo en los que se mezclaban las drogas, la prostitución, la “mala vida” y grupos extremistas no eran exclusivos de la película Cherniavsky. Es significativo, en este sentido, el estreno de la muy exitosa Los viciosos (25 de octubre de 1962), de Enrique Carreras y Detrás de la mentira (12 de diciembre de 1962), de Emilio Vieyra poco después de El terrorista. En estas dos películas se narraba, como en el argumento de Roa Bastos, la historia de jóvenes “desorientados”, presas fáciles de grandes organizaciones externas al Estado y a la sociedad (tráfico de drogas y el comunismo respectivamente), que los arrastraban primero al desastre personal y luego a la muerte. Claro que en los largometrajes de Vieyra y Carreras las fuerzas de la policía, mostradas como un cuerpo virtuoso y moral, actúan para detener las “infiltraciones” que atacaban el orden social y político -tan clara era esta dirección ideológica que, en una escena de Detrás de la mentira, un discurso de J. F. Kennedy en contra del avance del comunismo en un noticiario cinematográfico es vivado por los espectadores-7.

Las críticas que aparecieron luego del estreno de El terrorista -muy negativas, salvo la de Crítica, que aprobaba el trabajo de dirección (Manrupe y Portela, 2001) - enfatizaron, justamente, los rasgos de inmoralidad y de marginalidad de los espacios sociales que recorría. El cronista de La Razón le enrostraba a El terrorista, entre otras cosas, “la inclusión de elementos que tienden más bien al pálido escándalo que al interés dramático.” (“Poco clara y carente de rigor”, 1962, p. 11). La Nación, en una línea semejante, objetaba “la excesiva sordidez de las secuencias iniciales”, así como “la desagradable alusión a las inclinaciones de cierto personaje juvenil, toque, este último, de pésimo gusto y en buena medida gratuito.” (“El terrorismo político en un film local”, 1962, p. 8). La crítica de La Prensa, por su parte, objetaba dentro de los rasgos marginales de los personajes, la filiación peronista del protagonista: “un ex presidiario borracho y toxicómano, que trata a golpes a su esposa, añora un momento dado al tirano prófugo, lo que encaja perfectamente dentro de su idiosincrasia.” (El terrorista, 1962, p. 12). Pueden observarse en estas recepciones la alusión a distintos frentes percibidos conjuntamente como amenazantes, fueran ya de carácter político, social o sexual.

El momento en que El terrorista subió a la cartelera era extremadamente complejo en términos políticos. El 29 de marzo de 1962, el presidente Arturo Frondizi fue derrocado y reemplazado por el presidente de la Cámara de Senadores, José María Guido. En los meses siguientes se produjeron escaladas entre facciones del Ejército (“azules” y “colorados”) por el control del poder en el marco de las amenazas que representaban para estos sectores el avance del comunismo desde Cuba y la posibilidad del retorno del peronismo, proscrito y perseguido. En estrecho vínculo con este panorama, el nuevo gobierno, de carácter conservador, comenzó a dar lugar a políticas cinematográficas de tipo restrictivo. A pesar de la libertad de expresión y el rechazo a la censura que había establecido el decreto- ley 62 de 1957, distintos agentes con convicciones morales, religiosas (fundamentalmente católica) o políticas (antiperonistas y anticomunistas) se apostaron en el Estado para impulsar censuras o restricciones en la producción y la circulación de películas. Esta tendencia se institucionalizó cuando el presidente José María Guido autorizó, mediante el decreto 8205, una mayor vigilancia a través de un cuerpo que tenía el poder de solicitar cortes, sin intervención judicial, en los films que no se sometieran a los criterios de la “moral” y de las “las buenas costumbres” frente al peligro de la “infiltración ideológica” (Ramírez Llorens, 2016; Maranghello, 2005b). A partir de entonces, y durante los siguientes años, se produjeron varios intentos de bloquear la circulación de películas extranjeras y argentinas. O, directamente, se aplicó la censura, como lo fue con el documental Los 40 cuartos de Juan Fernando Oliva, prohibido por un decreto del presidente Guido, el que impidió su exhibición y ordenó el secuestro de las copias y de los negativos (Scarciófolo y Centurión, 2014). El terrorista fue proyectada por primera vez en la sala Paramount el 18 de octubre de 1962 -una jornada después del día de la lealtad peronista-. Según la grilla de los matutinos, se mantuvo una semana en cartel, hasta el 24 de octubre. Daniel Cherniavsky señala que, en contra de esta información, pocos días después del estreno se produjeron amenazas en la sala. La distribuidora del film se negó a seguir exhibiéndola. Según el testimonio del director, estos hostigamientos estaban relacionados con el argumento ideado por Augusto Roa Bastos, que se basaba en un episodio sucedido un tiempo antes: la policía había hecho estallar una bomba para perseguir y reprimir a grupos opositores. Esta alusión, sumada a las referencias políticas explícitas de El terrorista (y por supuesto, su título), habían provocado la irritación de los agentes de la censura.

Los impedimentos hacia la película ya habían comenzado un tiempo antes y habían retrasado su estreno. Una vez terminado el rodaje y el montaje, las copias fueron retenidas por el Instituto Nacional de Cinematografía. Cherniavsky las solicitó reiteradamente para avanzar con el estreno, sin obtener ninguna respuesta. Finalmente, un funcionario le señaló que la película había sido interceptada por la Secretaría de Inteligencia. Durante las reuniones que tuvo con los militares de esta repartición, fue interrogado acerca de sus vínculos con el comunismo y se le sugirió que cortara la secuencia de la película que mostraba la colocación de la bomba en un bar. El director consultó esta posibilidad con Roa Bastos y con Martínez. Decidió, finalmente, estrenar la película sin ningún corte (Comunicación personal, 29 de julio de 2018). El relato de Cherniavsky coincide con los procedimientos similares de la policía y de la SIDE que sufrió en esta misma época el director Ricardo Alventosa. Efectivamente, durante una función pública para su calificación por parte del Instituto de Cine, la proyección de La herencia fue interrumpida por la policía y la copia fue secuestrada. Al día siguiente fueron confiscados también los negativos que se encontraban en los Laboratorios Alex. En las reuniones que Alventosa tuvo en la SIDE se le solicitaron numerosos cortes y tuvo que dar explicaciones para cada imagen considerada sospechosa. Como sucedió con El terrorista, no hubo reacción evidente de la prensa ni de las instituciones cinematográficas. Alventosa logró estrenar La herencia recién dos años después, en diciembre de 1964 (Peña, 2003)8.

Luego de esta experiencia dramática y tras el revés financiero, Cherniavsky se alejó del cine de ficción y continuó trabajando en el ámbito del teatro. En octubre de 1972, una copia y el negativo de El último piso fueron subastados por el Estado en remate público en razón de no haber cubierto el préstamo que una década antes había otorgado el Instituto de Cine para su producción (“Ejecuciones. Se rematan sueños”, 1972, p. 41). Amenazado por la Triple A, en 1976 el director se exilió en Brasil. Antes de salir del país, dejó negativos y las copias de El último piso, El terrorista y su primer trabajo, el mediometraje El triángulo, bajo el cuidado de familiares. Estos, atemorizados por la persecución desatada en la dictadura, destruyeron todas las cintas. Hasta hoy no hay rastros de este material. Varios años después, Cherniavsky tomó conocimiento de que una compañía naviera había conservado una copia en 16mm. de El último piso, destinada a ser proyectada en los microcines de los cruceros. Ese hallazgo fortuito permitió la recuperación de una de las piezas de la renovación del cine argentino, además del producto y el testimonio único de la colaboración con Augusto Roa Bastos y Tomás Eloy Martínez.

El trabajo de coescritura que Roa Bastos y Martínez realizaron en El demonio en la sangre -película que se considera también perdida- fue el último que realizaron juntos. Con la película de Mugica también se ponía fin a una experiencia audaz e innovadora de escritura y de confluencia creativa entre el cine y la literatura. Por entonces, Tomás Eloy Martínez escribía que las trayectorias de los jóvenes realizadores del nuevo cine argentino se había interrumpido, y con ellos, toda una generación estaba “desperdiciada”. Ejemplos de esto eran Murúa, Kohon, Kuhn, Birri y Feldman, luego de que sus películas fueran obstaculizadas por las políticas del Instituto de Cine, los exhibidores y la maquinaria de la censura (1964, p. 4). Nada apuntaba, curiosamente, sobre Cherniavsky y Alventosa, cuyas carreras bien podrían haber alistarse en el derrotero del mismo grupo.

A pesar de que su amistad continuó en las siguientes décadas, el único proyecto que volvió a reunir a Martínez con Roa Bastos fue La Madre María en 1974. El director Lucas De-mare los convocó para desarrollar el argumento de esta película (en el que participaron además David José Kohon y Héctor Grossi), aunque guion, luego, fue elaborado sólo por Roa. En paralelo a su carrera literaria, el narrador paraguayo tuvo una actividad sostenida en la escritura cinematográfica a lo largo de los años sesenta y principios de los setenta. Sus muchos trabajos para el cine, no obstante, tuvieron un destino semejante al de Cherniavsky. Escapando de la Triple A y la dictadura, en 1976 Roa Bastos destruyó todos los libros y guiones cinematográficos que conservaba en su departamento de Buenos Aires, entre ellos, uno dedicado a un episodio de la novela de Ernesto Sábato Sobre héroes y tumbas, una versión del Facundo de Sarmiento y una pieza en la que acoplaba El Martín Fierro de Hernández con el cuento “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz” de Borges. Con ellos, además, se deshizo de los manuscritos de sus novelas, cuentos inéditos e incluso de los apuntes como docente de Guion en la Escuela de Cine de La Plata. “Cuando debí viajar a Francia en 1976” -recordaba con amargura- “comenzaban en Buenos Aires los secuestros de la guerra sucia. En previsión de estos ‘allanamientos’, la víspera de mi partida (…) me pasé toda una noche arrojando por los incineradores de basura esos libros de cine. Arrojé al fuego los copiosos originales de mi novela Yo el supremo que se hallaban en una hinchada carpeta.” (2008, p. 24). En la urgencia de los tiempos que corrían, la realidad y la ficción se superponían simbólicamente: la labor para el cine de Roa Bastos (y con ella, todo un proyecto cultural innovador) fue destruida junto a los manuscritos de la mayor novela latinoamericana sobre el poder absoluto, el autoritarismo y la persecución.

Fig. 1 Afiche El Terrorista 

Fig. 2 Afiche El útimo piso 

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1 La “ideología del yo”, como lo advierten Lafon y Peeters (2008), es una formación persistente; la obra digna de estudio (en particular la literaria) parece emanar, ineludiblemente, de una fuente única. Las labores colectivas o bien son relegadas como obras secundarias y accesorias, o bien uno de los nombres es privilegiado en desmedro de los otros colaboradores. En la abundante bibliografía sobre Roa Bastos, el abundante trabajo dentro del cine ocupa un lugar menor; cuando se lo estudia, su nombre se impone sobre el resto de aquellos con quienes colaboró, y con esto, sobre la dimensión y la novedad del trabajo compartido. Un ejemplo claro de ello es la reseña que Crisis, una publicación central de la izquierda latinoamericana de los años setenta, realizó de Augusto Roa Bastos. En 1973, luego del éxito y el reconocimiento de la novela Yo, el supremo, esta revista publicó una entrevista y consignó una bibliografía completa del narrador paraguayo. Aunque estaban consignadas algunas de sus colaboraciones con producciones cinematográficas (como Hijo de hombre y Castigo al traidor), nada decía de sus trabajos con Armando Bó, Alberto Dubois y Marcos Madanes, entre otros. Con esto la revista marcaba la distancia entre el la figura del intelectual de izquierda -del cual Roa Bastos era un claro ejemplo- y las labor en la industria cinematográfica y los medios de masas, excluidos de la obra.

2Aun así, Cherniavsky no figura en los créditos de la película, hecho que señala las desavenencias entre los tres socios.

3La primera ficción filmada en Paraguay fue Codicia, dirigida por Catrano Catrani en 1954. Las películas El trueno entre las hojas (1958), India (1962) y La burrerita de Ypacaraí (1962), de Armando Bó, así como La sangre y la semilla (1959) de Alberto Dubois participaron de este momento inaugural del cine de ficción del Paraguay, en todos los casos mediante coproducciones con Argentina. Aun así, este país ya tenía una tradición de films documentales desde la década de 1920. Ver al respecto el recorrido exhaustivo que realiza Alejo Magariños en su investigación La cámara sin ley (2015).

4David Viñas no ahorraba sarcasmo respecto del acercamiento de un diario conservador como La Nación y de sus jóvenes críticos al nuevo cine argentino. En la revista El grillo de papel declaraba: “Esto no es una anécdota, sino el punto de referencia de todo un sistema, que si en estos años acababa de descubrir que era mortal, hoy demuestra día a día que la muerte le provoca terror (chillando histéricamente ¡marxismo, marxismo! aun delante de los más modestos proyectos de expropiación agraria). Correlativamente, si en el suplemento de los domingos Nicolás Cóccaro o Francisco Luis Bernárdez publican sus certeros poemas a la virgen del calendario o H. A. Murena acumula sus reflexiones metahistóricas o Julián Marías sus bocadillos idealistas, en la página de cine, Tomás Eloy Martínez o Ernesto Schoo ponen los ojos en blanco frente a todo lo que les suene a ironía, ‘vida interior’ o misticismo, colocando en un mismo plano el Chaves de Mallea y el Martín Fierro, a la vez que se hacen los locos con modestas películas de origen mexicano. O lo que es más significativo, empiezan a anexarse el anarquismo literario de un Roberto Arlt o un Macedonio Fernández demostrando así su indulgencia con las rebeldías individuales.” (“11 preguntas concretas a David Viñas”, 1959, p. 24).

5Jorge Masciángioli no participó del guion de El último piso, pero sí estaba interesado en colaborar en proyectos cinematográficos, aunque objetaba la tendencia realista dominante de la producción de aquellos años. En 1965 señalaba: “en mi producción autoral existen varios trabajos -cuento, novela y teatro- aptos para llevar al cine. En algunos casos la realización no se ha concretado por diversos motivos: 1) porque mi urgencia por continuar creando no me otorga el tiempo indispensable para consagrarme a trabajar por lo ya hecho -si escribo, no puedo a la vez procurar que lo que ya he hecho se lleve al cine-; 2) porque algunos de sus temas presentan dificultades que dilatan la concreción del proyecto; 3) porque al parecer ciertos temas de envergadura nada común están vedados para el cine de nuestro medio, el cual en gran parte aún se inclina por lo fácil y ‘utilitario’. Pregunto: ¿por qué, por ejemplo, es casi impensable que en nuestro medio pudiera proyectarse una película como la Electra griega de [Michael] Cacoyannis?” (“¿Qué tema elegiría para el cine nacional”, 1965, p. 22)

6Finalizado el libro de El último piso, Cherniavsky logró el financiamiento del Instituto Nacional de Cine y el de su productora. La película reunió un elenco de prestigio (Santiago Arrieta, Ubaldo Martínez, Ignacio Quirós, Inda Ledesma, Norma Aleandro, María Luisa Robledo). El rodaje se realizó durante 45 días durante 1961. Ya próximo a presentarse en las carteleras en junio de 1962, el film fue ampliamente publicitado -explotando, en particular, su veta erótica- y consiguió dos de las salas más importantes del centro de Buenos Aires, Metro y Trocadero.

7Claudio España (2005) destaca la clara posición política de la película de Vieyra en relación con la coyuntura política de aquel momento: “Detrás de la mentira, estrenada después de la primera asonada militar de 1962 sonó adicta a los grupos castrenses que estaban por llegar (‘los azules’), tras la segunda asonada en 1963, con su discurso indirectamente anticomunista y enlazado con algún ultra de derechas.” (p. 175).

8A diferencia del caso El terrorista, Alventosa salvó una copia de La herencia del secuestro, que logró sacar clandestinamente del país y presentar en distintos festivales (Cannes, Nueva York, Londres). Con esto logró una repercusión internacional que los censores no pudieron ignorar.

Recibido: 01 de Febrero de 2019; Aprobado: 01 de Marzo de 2019; : 01 de Mayo de 2019

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