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Relaciones internacionales

versão On-line ISSN 2314-2766

Relac. int. vol.28 no.57 La Plata dez. 2019

 

DOSSIER

Integración iberoamericana y derechos humanos: desarrollo de su marco histórico1

Ibero-American Integration and Human Rights: a Historical Framework Development.

María Luisa Martínez de Salinas Alonso2


Resumen: A partir de la creciente importancia que han ido adquiriendo a lo largo del tiempo todas las cuestiones vinculadas con la defensa de los derechos humanos en las relaciones internacionales y en los vínculos económicos que se entablan entre las naciones iberoamericanas, el presente trabajo trata de analizar cómo la protección de los derechos humanos se ha ido incluyendo en los acuerdos de integración conformados desde los años centrales del siglo XX. Los cambios que se han producido en este sentido resultan evidentes y, en la actualidad, ningún proyecto de integración iberoamericano persigue metas puramente económicas sino que todos ellos tratan de recoger la preocupación por la dimensión humana del proceso a través de catálogos y cláusulas específicas que se han incorporado en diferentes momentos históricos.

Palabras clave: Acuerdos de Integración; Derechos Humanos; Relaciones internacionales; Iberoamérica; Historia.

Abstract: Taking into account the growing importance of the topics related to protection of human rights in international relationships as well as in the economic links established between Ibero-American nations, this paper analyzes how the protection of human rights has been included in the integration agreements forged since the middle of the twentieth century. Changes in this respect are evident and, at present, no Ibero-American integration project has purely economic purposes. On the contrary, they strive to include concerns about the human aspect of the integration process thus adding catalogues and clauses throughout history.

Key words: Integration Agreements; Human Rights; International Relationships; Ibero-America; History.

Doi: https://doi.org/10.24215/23142766e075

1 Recibido el 08/10/2019. Aceptado el 27/11/2019

2 Profesora Titular de Historia de América en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid. Directora del Departamento de Hª Moderna, Contemporánea y de América. Periodismo y Comunicación Audiovisual y Publicidad de dicha Universidad. Coordinadora del GIR Estudios Históricos y Antropológicos de Iberoamérica. E-mail: salinas@fyl.uva.es


Desde un punto de vista global y teniendo en cuenta la evolución histórica de Iberoamérica en los tiempos más recientes, intentar aproximarse a un asunto tan complejo, como es el establecimiento y el respeto de los derechos humanos en ese ámbito, resulta ciertamente complicado; máxime si además lo vinculamos con los proyectos de Integración que, en principio, tienen un carácter más orientado hacia la economía. Además, el nexo entre ambas cuestiones –DDHH e Integración– se difumina todavía más si tenemos en cuenta la gran heterogeneidad que se observa en el alcance y la profundidad de los procesos de integración subregional, que hace que cada mecanismo presente una dinámica de integración propia en función de las características estructurales de sus miembros o de los objetivos que determinaron su constitución (SELA, 2015: 53).

Sin embargo, observar este asunto también globalmente y considerar la trascendencia que, a pesar de sus diferencias, han presentado hasta ahora los proyectos de integración, en tanto y en cuanto constituyen también procesos sociales e institucionales cuyas consecuencias en ocasiones exceden la suma de las partes (Arguello, 2019, 233-244), pueden resultar ser elementos decisivos en la búsqueda de la protección de los derechos humanos por suponer también sistemas de colaboración e interdependencia que proporcionan la suficiente fuerza a los bloques resultantes y a los países miembro como para poder aspirar a lograr unas metas cada vez más ambiciosas de beneficios comunes, entre los que inevitablemente deben estar los derechos de la ciudadanía. Consecuentemente, en la actualidad, todos los acuerdos de integración americanos recogen en sus planteamientos y líneas de acción objetivos que persiguen la defensa de los derechos de los individuos desde un enfoque integral, tal como se viene poniendo de relieve en diferentes estudios.

Existen claros indicios, en el seno de estos esquemas subregionales de integración, de que se ha avanzado hacia la incorporación de las cuestiones sobre derechos humanos en la agenda de los mismos, lo que se concreta tanto en la adopción de instrumentos específicos sobre la materia que, usualmente, han adquirido la forma de declaración con carácter preferentemente programático, como en las posiciones que se vienen asumiendo en el marco de la institucionalidad de la integración, con la creación de órganos o la participación de los mismos en materias referidas a los derechos humanos (Olmos Giupponi, 2006: 383).

A pesar de ello, la inclusión de este asunto ha seguido un proceso paulatino desde la firma de los primeros acuerdos, en los que no se concedió particular relevancia a los derechos humanos. Históricamente resultan evidentes tanto la constante preocupación que siempre ha existido en el continente americano por estas cuestiones como el papel prioritario que ha ocupado la persona en momentos cruciales para la configuración política del continente (Díaz Barrado, 2013: 174). Incluso, a pesar de que en ocasiones los esquemas de integración no incluyen catálogos de derechos humanos, los más recientes posibilitan su protección a través de las cláusulas democráticas, que tienen la función de servir de nexo entre los sistemas que conviven en un mismo espacio continental pero están limitados por las normas jurídicas específicas de cada uno de ellos (Arcaro Conci, 2015: 125).

 

1.  Los inicios del proceso

El concepto de América unida, que hunde sus raíces históricas incluso antes de que se alcanzara la independencia3, y las aspiraciones de lograr la integración para aprovechar la identidad cultural común y poder articular así un bloque continental sólido y fuerte que permita encarar el porvenir con mejores perspectivas, si bien es una idea antigua no se ha mantenido inalterable a lo largo del tiempo. Al contrario, ha evolucionado y se ha ido modificando y adaptando en función de las circunstancias de cada momento o de las necesidades derivadas de los diversos derroteros que fueran tomando las relaciones internacionales, tanto si estaban dirigidas a estrechar los vínculos entre los países vecinos como a neutralizar la presencia de otras potencias (Orso y Da Silva 2010: 185). En cualquier caso, sus planteamientos han contado siempre con valedores muy destacados que comenzaron a hacerse oír ya en el siglo XIX (Martínez de Salinas Alonso, 2018: 41). Pero, por entonces, el concepto de derechos humanos y su defensa no figuraba en el ideario de quienes propugnaban la unión, que argumentaban su postura incidiendo en planteamientos sobre todo ideológicos, políticos o económicos, además de presentar este concepto como un recurso frente a las siempre temidas amenazas exteriores que pudieran atentar contra la integridad territorial de los estados (Rubilar Luengo,2018: 354).

No obstante, aun contando con las limitaciones propias del integracionismo inicial, no puede dejar de destacarse el papel determinante que jugaron, a lo largo del siglo XIX, relevantes figuras del mundo intelectual iberoamericano, quienes defendieron la unión entre las naciones como fórmula que les permitiría dotarse de la fortaleza precisa para reforzar su presencia internacional y su capacidad de negociación global, además de hacer frente al Panamericanismo auspiciado por Washington (Bermúdez Torres, 2011: 212). Este planteamiento, junto a las necesidades internas de desarrollo, fue dando una connotación marcadamente económica a los procesos de integración iberoamericanos desde principios del siglo XX, que incluso se reforzó como consecuencia de la crisis de 1929, cuando el incipiente despegue industrial de Iberoamérica demandaba acuerdos de cooperación para consolidarlo.

El fuerte impulso que recibieron entonces los proyectos de contenido económico – auspiciados en gran medida por Raúl Prebisch y otros economistas de relieve– sentó las bases del largo camino que la integración ha recorrido hasta nuestros días y que, al tiempo, ha ido adquiriendo un carácter cada vez más amplio y diverso, además de una gran capacidad de adaptación y dinamismo. Como afirma Díaz Barrado,

Los distintos esquemas han ido surgiendo en determinados momentos históricos conformando así etapas de la integración que pueden ser definidas y catalogadas en un análisis completo de la realidad americana pero, también, cada uno de los acuerdos de integración experimenta una evolución singular y particular que describe las características que lo definen (2018: 119).

Resulta evidente, por tanto, la dificultad que existe en muchas ocasiones de establecer modelos aplicables a todos y la necesidad de contemplar las peculiaridades que les son propias.

En cualquier caso, actualmente, ningún proyecto de integración iberoamericano persigue metas puramente económicas. Sus objetivos son siempre mucho más ambiciosos y, sin perder nunca de vista la finalidad macroeconómica y comercial que determinó su origen, aspiran en gran medida a contribuir a la mejora de la vida de los ciudadanos en múltiples facetas, sobrepasando los propósitos esencialmente económicos. Así, es fácilmente explicable la cada vez mayor presencia que ha ido adquiriendo en ellos la defensa de los derechos humanos, bien sea a través de la inclusión de catálogos amplios o de cláusulas más específicas, en tanto y en cuanto la dimensión humana del proceso constituye un elemento básico del fin último de la integración, como es el ansiado desarrollo. Este planteamiento justifica, por otro lado, la intensificación de los principios de lo que, en contraposición al marcado carácter económico de los acuerdos del llamado “viejo regionalismo”, caracterizó al denominado “nuevo regionalismo” propio de las últimas décadas del siglo XX, mucho más comprometido con el mantenimiento de la democracia y el respeto a los derechos humanos, que se acentuará incluso con los cambios políticos del siglo actual, y que llevarán a un regionalismo más continental y estratégico (Gutiérrez, 2012: 241)

Si bien en principio podemos pensar que, en sus orígenes, la integración económica y la extensión de los planteamientos de las políticas de defensa de los derechos humanos en Iberoamérica transcurrieron por cauces divergentes y fueron apenas permeables una en otra, parece evidente la coincidencia temporal que se observa entre el impulso que recibieron los esquemas de integración y el desarrollo de los debates y la adopción de medidas vinculadas con la protección de los derechos humanos en las nuevas organizaciones supranacionales. Ambas cuestiones responden a un proceso histórico que a veces converge en el tiempo y que nos muestra los profundos cambios sociales que impulsan la introducción de medidas en los dos sentidos.

Al margen de las organizaciones supracontinentales, en lo que respecta al continente americano, el primer paso para regular la promoción y defensa de los derechos humanos, se dio con el nacimiento de la OEA en Bogotá en 1948. La “Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre” aprobada en la IX Conferencia Internacional Americana de Bogotá representa todavía hoy un referente indispensable en la materia. Sus principios se reforzaron en la declaración de Santiago de Chile de 1959, la cual vincula los derechos humanos con los principios democráticos. Ese mismo año se creó la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos dentro de la OEA, que constituye el principal órgano de control sobre estas cuestiones y cuyas facultades, atribuciones y límites quedaron claramente especificados en la Conferencia especializada interamericana sobre Derechos Humanos que se celebró en San José de Costa Rica en noviembre de 1969 (Londoño Ossa y González Parias, 2013: 102). Desde entonces, la labor de la OEA ha determinado las actuaciones de los estados continentales tanto en sus relaciones mutuas como en las cuestiones orientadas hacia la defensa de los derechos humanos (Díaz Barrado, 2018: 253), y los acuerdos de integración son seguramente uno de los mecanismos de convergencia en los que es más evidente, sobre todo desde finales del siglo XX, aunque, como se suele recordar, el asunto no haya recibido un tratamiento conceptual y normativo autónomo y en ocasiones no cuente con instrumentos específicos que lo regulen.

En simultaneidad con el momento en el que en Iberoamérica se iban asumiendo planteamientos firmes sobre la necesidad de regular y extender los principios propios de los derechos humanos, y vinculado también a la búsqueda de fórmulas de mejora de la vida de los ciudadanos, fue creciendo el interés por construir los que serán los primeros acuerdos de integración económica.

Bien es cierto que no todos los países avanzaron en este sentido de forma simultánea y que existieron notables diferencias entre los de mayor tamaño y capacidad y los de menor potencial, pero el empuje que proporcionaron a las nuevas actividades los propios gobiernos y, sobre todo, el apoyo institucional que provino de la CEPAL desde el momento de su fundación en 1948, favorecieron un cierto crecimiento general y, con ello, aparecieron las circunstancias precisas para que los defensores de la integración volvieran a insistir en la necesidad de la cooperación como fórmula indispensable para consolidarlo. A pesar de las dificultades, como el siempre escaso apoyo político y al nulo interés de las asociaciones civiles (Buve y Wiesebron, 1999: 5), se concretaron algunos proyectos orientados sobre todo a incentivar el limitado comercio entre países vecinos, como el acuerdo que se firmó en 1948 entre Venezuela, Ecuador, Colombia y Panamá o el interés que se despertó en Argentina y Brasil en 1949 para reactivar la Unión Aduanera del Plata que se había presentado en 1941 (Grien, 1994: 190).

A partir de entonces, la necesidad de buscar fórmulas económicas que estimularan las producciones nacionales dotándolas de los mecanismos necesarios para poder competir con los países industrializados y, lo que era más importante, con los bloques económicos y políticos que ya se iban constituyendo en otras partes del mundo, dio un nuevo impulso a los teóricos del desarrollo que en esos años defendían, con mayor insistencia si cabe que en épocas anteriores, las ventajas que presentaba la integración como fórmula imprescindible para lograr el ansiado crecimiento y la competitividad.

A esta primera fase corresponde la firma en 1960 del Tratado de Montevideo, que puso en pie el primer gran acuerdo de integración americano, la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC), que puede considerarse el precursor de los que se han concretado posteriormente con proyección hemisférica y que son diferentes de los que fueron surgiendo después con una dimensión regional o incluso subregional, por entender que eran más adecuados para conseguir los objetivos que cada uno de ellos pretendiera alcanzar, y que, por otro lado, siempre han estado más comprometidos con la defensa de los derechos humanos y con la inclusión de artículos orientados a la promoción social que los de carácter hemisférico o de proyección más global (Díaz Barrado, 2000:50).

El primero y más antiguo de los acuerdos regionales que se han firmado en Iberoamérica, cuyos principios rectores quedaron recogidos en el Tratado de Managua o Tratado General de Integración Económica de la América Central que ponía en marcha el Mercado Común Centroamericano (MCCA) también en 1960, se enmarca dentro de la segunda categoría. Si bien los asuntos vinculados con la promoción social tampoco se encuentran todavía reflejados, el texto del Tratado alude claramente a la necesidad de mejorar las condiciones de vida de los habitantes de la zona como una de las condiciones de la integración y sobre ese principio, además de la liberalización comercial, paulatinamente el MCCA fue fijándose objetivos más amplios tendentes a fomentar el desarrollo subregional a través de planificaciones conjuntas en sectores económicos básicos y del establecimiento de lazos de interdependencia en los terrenos político, educativo y de defensa, apoyados en un fuerte sentido de solidaridad y búsqueda del bien común que se amplió en los años siguientes, insistiendo en la búsqueda de la dimensión social de la integración.

Aunque la cuestión fuera omitida inicialmente (Villagrán Kramer, 1970: 88), en realidad, seguramente el espacio centroamericano sea el ámbito en el que más tempranamente se plantean acciones conjuntas, no explícitamente de defensa de los derechos humanos, para lo que todavía habrá que esperar algún tiempo, pero sí de solidaridad y desarrollo social, en torno a lo cual podemos encontrar diversos antecedentes remotos en el siglo XX. En este sentido, deben tenerse en cuenta las conclusiones de la Conferencia de la Paz Centroamericana celebrada en Washington en 1907, en la que se acordó el denominado Tratado de Paz y Amistad que recoge diversos compromisos vinculados con los derechos sociales, laborales o culturales de los habitantes de los países firmantes. En la misma línea hay que contemplar el Pacto de Unión Centroamericana y la Constitución Política de la República Federal de Centroamérica de 1921, cuyo articulado, además de los principios políticos, especifica de manera detallada toda una seria de garantías y derechos individuales –libertad de pensamiento, de reunión, de enseñanza, etc.– propios del carácter liberal que quisieron imprimirle al texto los legisladores, o los tratados de Paz y Confraternidad Centroamericana suscritos en los años treinta (Olmos Giupponi, 2006: 123).

A pesar del contenido social que se pueda rastrear en los documentos indicados y en otros que también aluden claramente a la solidaridad y a los derechos individuales, habrá que esperar a la década de los años ochenta para que, una vez solventados los conflictos que sufrió el área y superada la paralización que en gran medida sufrió el proceso de integración centroamericano por efecto de la guerra, la defensa de los derechos humanos pase a considerarse como uno de los elementos determinantes de la integración en la zona; en tanto que, además de las políticas orientadas a la búsqueda de la paz y la democracia, debería ser también una fórmula eficaz para promover la recuperación y asegurar la pacificación, tal como quedó patente en las reuniones de Esquípulas I y II, de 1986 y 1987, destinadas a resolver los conflictos existentes en Centroamérica (Ortega Gómez, 2000: 132). La preocupación por la inclusión definitiva de los derechos humanos en la integración centroamericana correrá paralela al propio desarrollo del proceso, que desde la década de los noventa quedará vinculado al esfuerzo democratizador de la región. Buena muestra de ello fue la firma del Protocolo de Tegucigalpa de 1991 y la creación del Sistema de Integración Centroamericana (SICA), que siempre ha concedido particular importancia a todos los asuntos vinculados con los derechos humanos.

La fase inicial de creación de sistemas de integración regional que transcurre a lo largo de la década de los sesenta continuó con el acuerdo que suscribieron en 1968 los estados y territorios caribeños de la Commonwealth para conformar la Asociación Caribeña para el libre comercio (CARIFTA), que tiene por objetivo activar y facilitar los intercambios comerciales entre los miembros y promover el desarrollo interno. Un poco más adelante, en 1973, los esquemas de integración caribeños se ampliaron con la formación de la Comunidad del Caribe (CARICOM), que aglutina desde entonces en un Mercado Común muy activo a las Antillas Menores del Caribe Oriental, Belice y Guyana. Desde 1994 se complementa con las actividades que promueve la Asociación de Estados del Caribe (AEC), que nació como un espacio muy amplio con fines más extensos que los puramente económicos, ya que entre sus metas está, además de mejorar el comercio y el transporte, favorecer el desarrollo sostenible y reducir los efectos de los desastres naturales. Todos los acuerdos caribeños tienen, por tanto, una dimensión multidimensional que ha facilitado la inclusión de las cuestiones relativas a los derechos humanos, cuya garantía se ha recogido en los diversos protocolos y tratados que regulan su funcionamiento, tales como la Carta de la Sociedad Civil del Caribe de 1997, que reconoce amplios derechos en múltiples aspectos –a la vida, la seguridad, la libertad, derechos de los pueblos indígenas, etc. (Conde Pérez, 2000: 146) – o el denominado Consenso de Chaguaramas de 1999, que reafirma el documento anterior.

La primera etapa del establecimiento de acuerdos de integración,ç se cerró con la constitución del que se considera primer gran esquema de integración subregional iberoamericano –en un espacio mucho más amplio que el Caribe–, y punto de partida de la tendencia que iría intensificándose en los años posteriores de búsqueda de armonización de los intereses y necesidades de un grupo concreto de países con similares niveles de desarrollo que, sin dejar de pertenecer a organismos de integración más grandes, aspiraban a aprovechar mejor y de manera más ágil sus propios recursos y las circunstancias del contexto internacional. Ese objetivo es el que movió la creación en 1969, mediante el Acuerdo de Cartagena, del Pacto o Grupo Andino (GRAN), suscrito inicialmente por Colombia, Bolivia, Ecuador, Perú, Chile y Venezuela, aunque las dos últimas naciones se retiraron años después.

El objetivo del Grupo Andino, transformado en Comunidad Andina (CAN) en 1997, era constituir una red de interdependencias no sólo en el campo económico sino también en el laboral, el político, el científico y el cultural, y de manera preferente “procurar un mejoramiento persistente en el nivel de vida de los habitantes de la subregión”4, lo que en esencia determina una apuesta decidida por la defensa de los derechos humanos. Esta preocupación se ha ido desarrollando lentamente y se ha recogido en diferentes protocolos, de tal forma que puede decirse que seguramente sea el esquema subregional que más ha insistido en la incorporación de los derechos humanos desde el punto de vista de la regulación (Díaz Barrado, 2018: 266). Ya en 1994 se redactó la Carta Social Andina, que incluye una amplia relación de derechos sociales y laborales que irán adquiriendo una orientación más cercana a los derechos humanos en otros instrumentos, como la Declaración de Machu Picchu de 2001 sobre la democracia, los derechos de los pueblos indígenas y la lucha contra la pobreza, o la Carta Andina para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos de 2002, que establece un sistema específico de derechos (Díaz Barrado, 2013: 194). A pesar de ello, la falta de organismos jurídicos vinculados a este tema (Londoño Ossa y González Parias, 2013: 106) ha limitado siempre las iniciativas de la Comunidad Andina y ha impedido que la protección de los derechos humanos avance todo lo que hubiera sido deseable y estaba previsto en sus mecanismos internos (Casal, 2016: 11).

Una vez finalizado el ciclo fundacional de los acuerdos de integración –Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC), Mercado Común Centroamericano, acuerdos caribeños y Pacto Andino–, a partir de los años setenta, apenas fue posible ahondar en los procesos ya existentes. Tampoco se pudo lograr pactos para concretar otros nuevos, debido a los efectos de la primera crisis del petróleo, al consiguiente endeudamiento que afectó la mayor parte de las naciones iberoamericanas y a la generalización de los regímenes dictatoriales. Ante ello, lejos de explorar acuerdos económicos regionales y coordinar políticas que permitieran amortiguar los efectos de la crisis, cada uno de los países buscó la solución a sus problemas de forma casi individual, tratando de adecuarse al particular momento del contexto internacional y a las peculiaridades de los mercados.

Sin embargo, a pesar de que también se escucharon entonces voces que apostaban por seguir profundizando en la integración regional como fórmula de recuperación y desarrollo, el impulso no fue suficiente para conseguir acuerdos subregionales de cierta entidad capaces de sortear la crisis, aunque sí se promovió la implicación de la mayor parte de las naciones en una nueva institución: el Sistema Económico Latinoamericano (SELA), que nació en 1975 e integró a la totalidad de los países de la región. Tal como se recoge en su documento fundacional –el Convenio de Panamá–, es un organismo de consulta, coordinación, cooperación y promoción económica y social conjunta, que aspira a defender los intereses comunes y mejorar el poder de negociación iberoamericano frente al resto del mundo. En la actualidad, el SELA tiene un papel fundamental en el campo de la integración como organismo de análisis y evaluación de los diferentes procesos con una orientación marcadamente económica en la que no tienen presencia apenas otros asuntos. Lo mismo sucede con la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI), que sustituyó a la ALALC en 1980 para fomentar las políticas internas de desarrollo y las relaciones comerciales con el resto del mundo en un marco que ya se anunciaba bastante complicado. Dado el sentido económico prioritario de ambos acuerdos, no se contempla la defensa de los derechos humanos en ninguno de ellos.

 

2. Los proyectos de integración más recientes. Insistencia en la inclusión de los principios de defensa de los derechos humanos

Tras la crisis, al iniciarse la década de los noventa, los procesos de integración recibieron un nuevo impulso, iniciándose entonces una fase mucho más comprometida y ambiciosa en la que los acuerdos regionales fueron vistos de nuevo como la fórmula más adecuada para modernizar las estructuras productivas, adaptar las economías nacionales al contexto internacional y lograr la reducción de la pobreza, lo que incidió directamente en la inclusión de asuntos relacionados con los derechos humanos.

Tal vez el acuerdo de integración más destacable de los surgieron entonces sea el Mercado Común del Sur (MERCOSUR), que nació a partir del Tratado de Asunción que firmaron Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay en 1991, aunque comenzó a funcionar en 1994. En 2006 se adhirió Venezuela, en un proceso de unión que se completó de forma muy polémica en 2012, como lo fue también su suspensión en 2017 por la situación interna de la nación y la deriva autoritaria de su gobierno. Bolivia, por su parte, se encuentra en proceso de adhesión desde 2015. Además, tiene como estados asociados a Chile, Perú, Colombia, Ecuador, Guyana y Surinam.

Aunque sus objetivos se centran en conseguir la libre circulación de bienes, servicios y factores productivos entre los países, a través de la eliminación de los derechos aduaneros y de la adopción de una política comercial común en relación con terceros Estados o agrupaciones de Estados (Mesquita Moreira 2018: 22); los miembros han manifestado siempre una evidente preocupación por garantizar los derechos humanos, como quedó explícitamente señalado en el Protocolo Constitutivo del Parlamento del Mercosur de 2005, en el que se indica que uno de sus principios básicos será “El respeto de los derechos humanos en todas sus expresiones”5, obligándose incluso a elaborar y publicar anualmente un informe sobre la situación de la cuestión en los estados que integran el acuerdo.

También en 2005 se aprobó el Protocolo de Asunción sobre Compromiso con la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos del Mercosur, que especifica las fórmulas de protección efectiva de los derechos humanos y libertades fundamentales en los diferentes países, y en cuyo preámbulo se incluyen todas las medidas precedentes que se habían ido tomando sobre la cuestión desde 1992, que muestran el proceso evolutivo que ha tenido la inclusión de esta materia (Olmos Giupponi, 2006: 305), tales como la Declaración y el Programa de acción de la Conferencia de Derechos Humanos de 1993, el acuerdo de Potreros de los Funes (Argentina) de 1996 sobre respeto a la democracia, el protocolo de Ushuaia de 1998 referente al compromiso democrático en el Mercosur o el acta de la reunión de Puerto Iguazú de 2004, donde se puso de relieve la necesidad de conceder prioridad destacada a la defensa, promoción y garantía de los derechos humanos de las personas que habitan en el ámbito del acuerdo. A pesar de que suele reprocharse en ocasiones la falta de mecanismos más desarrollados y órganos institucionales que faciliten el sistema de protección de los derechos en el Mercosur, recientemente se han articulado también políticas comunes para abordar los temas vinculados con los derechos humanos, llegándose incluso a elaborar un plan estratégico que marca las principales líneas de trabajo que deben contemplarse en relación con ello (Cicaré, 2013: 314).

Entrando ya en siglo XXI, no puede dejar de tenerse en cuenta el impacto que, dentro de los planeamientos integracionistas, tuvo el nacimiento de la llamada Alianza Bolivariana para los Pueblos de nuestra América (ALBA) en La Habana en 2004 mediante un convenio entre Cuba y Venezuela, a quienes posteriormente se sumaron Bolivia, Nicaragua, Honduras (que se retiró en 2010 tras la suspensión de que fue objeto por el golpe de estado contra Manuel Zelaya), Ecuador (que abandonó el proyecto en 2018), y algunos estados de las Pequeñas Antillas.

Tal como se propuso en su momento, el ALBA aspiraba a ser un proyecto de colaboración no solo económica sino también política y social entre los países miembro para luchar contra la pobreza y la exclusión social con base en doctrinas de izquierda, lo que le ha enfrentado en ocasiones a otros esquemas de integración más orientados al libre mercado. Sin embargo, a pesar de la dimensión social que se le dio desde su fundación y los avances que en este sentido ha supuesto el contenido de sus propuestas, aunque no mencione expresamente el compromiso con el respeto a los derechos humanos, los progresos iniciales se han ido diluyendo hasta verse afectados por la crisis en la que actualmente se encuentra este acuerdo de integración. La deriva política de Venezuela y las ambigüedades y contradicciones en las que se ha movido este espacio, alguno de cuyos miembros ha sido denunciado ante los organismos internacionales por violación de los derechos humanos, lo han convertido en una alianza político-ideológica más que en una alternativa de integración (Altmann Borbón, 2011: 88).

Un poco más adelante, en 2008, se creó el que, en principio, estaba llamado a ser uno de los grandes proyectos de integración de este siglo: la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), formado por todas las naciones del sur del continente. Su meta fundamental era construir un espacio común de colaboración social, económica y política capaz de abordar asuntos más allá de los meramente económicos, como la educación, energía, medio ambiente, políticas sociales o el fortalecimiento de la democracia, entre otros. Además, se le quiso dar también un papel arbitral para resolver conflictos entre las naciones. Se presentó, por tanto, como un esquema muy ambicioso que trataba de lograr una integración real tanto desde el punto de vista regional como subregional (Vacas y Rodríguez, 2012: 87).

Consecuentemente, dentro de la amplitud y variedad de los objetivos que se pretendía abordar, uno de los más relevantes era el reconocimiento y la defensa de los derechos humanos como base fundamental de desarrollo, y así lo menciona expresamente el Tratado de Brasilia de 2008: “La concertación política entre los Estados Miembro de UNASUR será un factor de armonía y respeto mutuo que afiance la estabilidad regional y sustente la preservación de los valores democráticos y la promoción de los derechos humanos”6.

No obstante, a pesar de la prioridad que se le concedió a esta cuestión desde el inicio y de que el esquema recoge en su formulación algunos de los postulados referentes a la defensa de los derechos humanos que se habían proclamado con anterioridad y estaban incluidos en documentos previos, como la Declaración de Brasilia de 2000 que resultó de la reunión de presidentes de ese año7; desde UNASUR apenas se ha progresado en la creación de un marco propio que regule y ampare la protección de los derechos humanos en los países integrantes (Díaz Barrado, 2018: 262). La falta de avances en este sentido, como en otras muchas cuestiones previstas en su origen y que apenas se han desarrollado, seguramente tiene mucho que ver con la parálisis en la que se encuentra el proyecto desde hace unos años como consecuencia de los cambios políticos que se han vivido en la región, y, sobre todo, por la falta de una estructura sólida y una institucionalización organizada y eficiente. Las dificultades del acuerdo y su inactividad han llevado a varios países a abandonarlo recientemente.

También dentro de los grandes proyectos aglutinadores de naciones muy diferentes a las que se busca implicar en objetivos comunes que faciliten su desarrollo, en 2010 se creó la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) en sustitución del mecanismo de diálogo y concertación política conocido como Grupo de Río, que había nacido en 1986 para promover la integración y el progreso de sus miembros. Desde que comenzaron sus actividades, la CELAC, a la que pertenecen todas las naciones iberoamericanas y caribeñas, ha buscado marcar una agenda propia para la región y ha llevado adelante iniciativas comunes relativas al desarrollo social, la educación, economía, medio ambiente, entre otros temas, partiendo siempre de la diversidad que caracteriza al bloque; y las cuestiones vinculadas con los derechos humanos han formado parte esencial de este acuerdo de integración desde el inicio. Su protección se recoge expresamente en los diversos documentos y acuerdos adoptados en reuniones y Cumbres desde la fundacional celebrada en Caracas en 2011, en cuya declaración se alude a la defensa de los derechos humanos como uno de los principios rectores del acuerdo.

A partir de ese planteamiento inicial, se han ido incluyendo en la agenda de la CELAC nuevos temas relacionados con la defensa de los derechos humanos que exigen la implicación de los países miembro, tales como la emigración, la sostenibilidad, la seguridad ciudadana, la igualdad de género y otros muchos aspectos relacionados con el desarrollo humano y los derechos individuales.

En nuestra región construimos juntos la infraestructura para la paz que promueva el bienestar y el desarrollo sostenible. Por ello reafirmamos nuestros compromisos con la promoción del derecho a la paz, el Estado de Derecho, la justicia, la educación y cultura para la paz, así como la promoción, el respeto y la observancia de todos los derechos humanos para todos.8

Aunque siempre ha existido un firme compromiso en todas las Cumbres por la inclusión de los asuntos referentes a esta cuestión y por ampliar el marco de los que deben contemplarse en relación con los derechos humanos, al margen de las declaraciones oficiales y los documentos emanados de las reuniones específicas, últimamente los avances no han sido muy significativos. Al igual que ha sucedido con UNASUR, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños se encuentra en la actualidad un tanto paralizada por la división ideológica y política que afecta a la región, que ha provocado también la fragmentación entre sus miembros y la falta de unanimidad en los criterios para exigir el cumplimiento de los acuerdos previos en relación con los derechos humanos, lo que ha impedido incluso la habitual periodicidad de las Cumbres, que venían celebrándose de manera interrumpida desde su constitución y que permite plantear la existencia de una cierta crisis en su estructura y funcionamiento.

Cronológicamente, el último de los proyectos de integración regional que se ha creado y también uno de los más ambiciosos es la llamada Alianza del Pacífico, que nació formalmente en Lima en 2011 y constituye un bloque comercial integrado por Chile, Colombia, México y Perú, a los que en breve tienen intención de sumarse Costa Rica y Panamá. Cuenta también con treinta miembros observadores. El organismo ha apostado por un modelo de fuerte apertura comercial y financiera hacia el mercado mundial y busca coordinar las políticas mercantiles de los países de la cuenca del Pacífico con vistas a ser un bloque atractivo para la negociación con Asia, sin olvidar los acuerdos de libre comercio que ha firmado con la UE y con los Estados Unidos. Esta alianza busca una plena integración y, a través del crecimiento comercial y de una sólida estructura institucional, aspira también a impulsar el desarrollo y la competitividad de las economías nacionales para lograr un mayor bienestar y la superación de las desigualdades sociales (Pastrana Buelvas, 2015: 15).

El carácter marcadamente económico que define al bloque no ha impedido que la defensa de los derechos humanos se incluya en las principales declaraciones conjuntas desde sus inicios. Así, la Declaración de Mérida de diciembre de 2011 impone ya como requisito indispensable para la pertenencia al grupo “la vigencia del Estado de derecho y de los respectivos órdenes constitucionales, la separación de los poderes del Estado y la protección y el respeto delos derechos humanos y las libertades fundamentales”. Además, en el mismo documento se defiende igualmente la voluntad de “seguir avanzando, también, en el fortalecimiento de nuestra unidad sobre la base del diálogo y la concertación política, de nuestros valores democráticos, del respeto irrestricto a los derechos humanos y de los principios de solidaridad, cooperación y complementariedad”9. La aplicación de ambos principios podría llegar a convertirse en una cláusula de inhabilitación si en alguno de los Estados miembro se produjera una quiebra del orden constitucional (Díaz Galán, 2015: 9). Aunque no se haya logrado un gran desarrollo de los mecanismos que aseguren la protección de los derechos humanos en el ámbito de la Alianza, realmente constituye un principio esencial de su funcionamiento que se incluye en todos los acuerdos conjuntos.

Contemplada en perspectiva histórica, la evolución que ha tenido la inclusión en los principales esquemas de integración iberoamericanos de un asunto tan relevante como es la defensa de los derechos humanos, puede decirse que, a pesar de las grandes declaraciones y de la preocupación por asumirlo como principio rector de la labor que deben llevar a cabo, actualmente todavía en muchos casos no se han establecido sistemas específicos de reconocimiento que los garanticen (Díaz Barrado, 2018: 277). Aun con los avances que se observan, los cambios históricos y la diversidad de circunstancias en las que se ha desenvuelto, la cuestión sigue abordándose de forma tímida y en ocasiones ha sido motivo de fragmentación y enfrentamientos entre las naciones que forman parte de los proyectos, lo que ha limitado sus realizaciones y ha frenado los progresos en este aspecto.

 

Notas

3 La etapa colonial dejó en Iberoamérica una integración cultural, lingüística, de religión y costumbres, pero no alcanzó a los aspectos políticos y económicos, que posteriormente serían la base de los acuerdos más relevantes(Barrios, 2012: 67).

4 Acuerdo de Integración Subregional Andino "Acuerdo de Cartagena". capítulo 1. https://www.wipo.int/edocs/lexdocs/treaties/es/asiaca/trt_asiaca.pdf

5 https://www.parlamentomercosur.org/innovaportal/file/7308/1/protocolo_es.pdf

6 Tratado Constitutivo de la Unión de Naciones Suramericanas Art. 14 ttps://www.unasursg.org/images/des-cargas/DOCUMENTOS CONSTITUTIVOS DE UNASUR/Tratado-UNASUR-solo.pdf

7 “América del Sur inicia el nuevo siglo fortalecida por la progresiva consolidación de sus instituciones democráticas, por el compromiso con los derechos humanos” y que “el respeto decidido a los valores de la democracia representativa y de sus procedimientos, de los derechos humanos, (…) constituye base esencial del proceso de cooperación e integración en que están empeñados los países suramericanos…”
Reunión de presidentes de América del Sur. https://www.oei.es/historico/oeivirt/cumbre1.htm

8 III Cumbre de la CELAC Costa Rica 2015 http://walk.sela.org/attach/258/default/DECLARACION_POLI-TICA_DE_BELEN,_COSTA_RICA_III_Cumbre_CELAC_2015.doc.pdf

9 http://www.jmcti.org/kaigai/Latin/2012/2012_01/2012_01_M01.pdf

 

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