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Relaciones internacionales

versão On-line ISSN 2314-2766

Relac. int. vol.30 no.60 La Plata jan. 2021

http://dx.doi.org/https://doi.org/10.24215/23142766e131 

Estudios

Carthago delenda est. La impronta de Donald Trump en la Política Exterior de Estados Unidos

Carthago delenda est. Donald Trump's imprint on US Foreign Policy

Gilberto Aranda Bustamante1  *

Jorge Riquelme Rivera2  3  **

1Universidad de Chile (Chile)

2IRI – UNLP (Argentina)

3 Universidad de Chile (Chile)

Resumen

El artículo analiza las características principales de la política exterior de Estados Unidos durante la presidencia de Donald Trump. En tal sentido, el trabajo sostiene que, como líder populista y jacksoniano, Trump puso en práctica una política exterior marcadamente personalista y nacionalista, por medio de una interpretación esencialmente conflictiva sobre las relaciones internacionales, que se manifiesta en una acentuada crítica a las instituciones multilaterales, el aislacionismo y la obstaculización a las corrientes migratorias.

Palabras clave Donald Trump; Política Exterior; Populismo; Nacionalismo

Abstract

The article analyzes the main characteristics of the foreign policy of the United States during the Trump administration. In this sense, this paper argues that, as a populist and Jacksonian leader, Trump put into practice a markedly personalist and nationalist foreign policy, through an essentially conflictive interpretation of international relations, which is manifested in an accentuated criticism of multilateral institutions, isolationism, and the obstruction of migratory flows.

Keywords Donald Trump; Foreign Policy; Populism; Nationalism

1. Introducción

En tanto política pública, la política exterior forma parte de un proyecto doméstico de sociedad que difunde sus opciones endógenas hacia el exterior. Esta perspectiva es tributaria del análisis multinivel en relaciones internacionales, que observa la manera en que los factores al interior de un Estado influyen en la dinámica sistémica internacional (Snyder y Diesing, 1977). Según el conocido trabajo de los dos niveles de la política exterior de Robert Putnam (1988), la acción externa de un Estado requiere de las capacidades de los tomadores de decisión diestros en responder ante un conjunto de presiones domésticas. En este cuadro, la acción internacional de un país conlleva una arena nacional en que los actores luchan por sus propias metas tensionando a un Ejecutivo interesado en construir coaliciones para los distintos repertorios temáticos, a la vez que –en la esfera exterior– los gobiernos fortalecen sus recursos para responder a las demandas internas, intentando minimizar las desventajas provocadas por sus decisiones.

La alegoría del juego de dos niveles apunta a la fortaleza de un enfoque sustentado en la negociación. Para Osorno, quienes participan de una negociación (estadistas) hacen dos cosas simultáneamente: manipular la política nacional, al mismo tiempo que la internacional. Lo anterior significa que pueden operar en direcciones opuestas, aunque idealmente deberían nivelar las inquietudes y preocupaciones nacionales e internacionales bajo la imagen de una “Diplomacia de doble filo” (Osorno, 1995: 443). Esta interacción interna/externa explica la aparición de los denominados temas intermésticos (Manning, 1977), neologismo articulado sobre el supuesto de que toda política exterior puede terminar por alterar el equilibrio económico o político doméstico y/o afectar ciertos intereses específicos al interior de un Estado.

El antes descrito juego de doble nivel comporta diversas interacciones de actores participantes de una coproducción temática, sin una jerarquía prefigurada, para la enunciación de una agenda pública de política internacional, que supera el exclusivo rol del Ejecutivo (Sánchez, 2014: 211), lo que facilita la operacionalización de una política exterior atendiendo a la heterogeneidad de sus fuentes de interés (Gómez, 2014: 190) y a la diplomacia desde una heterología que no atiende exclusivamente a la práctica del Estado-nación (Cornago, 2010: 128). Este enfoque favorece la atención sobre los Congresos nacionales, en los cuales una serie de comisiones se relacionan directa o indirectamente con la política exterior, como es el caso de asuntos exteriores, defensa, seguridad interna y economía, entre otras. Además, habría que referirse a la presencia activa de diversos grupos de interés en la generación y monitoreo de procesos de elaboración de la política exterior en sus diferentes etapas, donde sobresale la propia burocracia de los Ministerios de Asuntos Exteriores, Defensa, Seguridad Interior, organismos subnacionales, prensa, universidades y sociedad civil, por mencionar sólo algunas.

Desechando toda aproximación que entienda los procesos de política exterior como un asunto de agencias en tanto triángulos de hierros autónomos (Sánchez, 2014: 2015), sin incidencia recíproca, conviene no desconocer la iniciativa que tiene el Ejecutivo en un régimen presidencialista en materia exterior. El arquetipo a este respecto corresponde al de los Estados Unidos de América, con una singular interacción entre poderes –que la tradición anglosajona denomina “las dos ramas del Gobierno” – en la elaboración de políticas públicas exteriores.

Lo anterior no es óbice para reconocer el influyente papel que asumen figuras más allá del Ejecutivo en definiciones de la política exterior de Estados Unidos. Por ejemplo, se puede citar la negativa de la Cámara de Representantes en 1999 a la resolución liderada por el senador John McCain para autorizar el uso de la fuerza en Yugoslavia. Por su carácter no vinculante, el traspié de dicha moción en la Cámara Baja, aprobada en el Senado, no se tradujo en la retracción militar de Estados Unidos en dicha área, aunque infligió una derrota simbólica a la estrategia de la administración Clinton en la región balcánica (Neikirk, 1999).

De esta manera, el propio escenario institucional permite la configuración de potenciales nichos de conflicto en política exterior entre el Ejecutivo y Legislativo en una potencia como Estados Unidos. Esta opción es dramatizada performativamente por medio del sistema de vetos y bloqueos del Congreso, aun cuando la Casa Blanca siempre cuente con instrumentos para ejecutar su política exterior, frente a la complejidad de la relación entre las dos ramas de Gobierno (en la tradición anglosajona) y considerando múltiples agencias estatales en competencia (Allison, 1971). Estos rasgos laberínticos suponen la capacidad para construir alianzas amplias en la formulación conjunta de política exterior, no obstante las diferencias de motivaciones en un sistema pluralista, para garantizar la mantención de la iniciativa política y el protagonismo del Ejecutivo, como ocurrió en el caso de la invasión a Irak en 2003 durante el gobierno de George W. Bush. La resolución aprobatoria de las acciones bélicas se basaba en la supuesta posesión por parte de Irak de armas de destrucción masiva (WMD) y el apoyo de Saddam Hussein a organizaciones terroristas. Sin embargo, y aun cuando el senador Joe Biden votó a favor de la intervención de su país –a diferencia de su oposición a la anterior Guerra del Golfo–, la justificación de su voto no reposaba en una guerra preventiva, subrayando el carácter “peligroso” de dicha “doctrina”, sino en el incumplimiento de los acuerdos de paz por parte de Irak, lo que obligaba a Washington a actuar: “no es prevención, es forzarlo a cumplir” (sesión del Senado, octubre de 2002).

A pesar de las distintas argumentaciones, subyace la habilidad para constituir acuerdos institucionales en el marco de una democracia, cuestión que durante la presidencia de Trump brilló por su ausencia. En su lugar, despuntó una inclinación maniqueísta, que sacó provecho precisamente de las divergencias institucionales entre el liderazgo presidencial y otros actores del sistema. Si consideramos que todo liderazgo se construye de acuerdo a la relación con su entorno y con los actores que lo componen (Herrmann, 2002), tenemos que en el proceso de toma de decisiones exteriores se conjugan la personalidad y el estilo. Estos rasgos se impostaron en discursos orales y escritos con el propósito de influenciar y controlar eventos y objetos, derrotero que puede priorizar la necesidad de poder e influencia y desarrollar cierta inclinación a concentrarse en resolver problemas, en lugar de tratar con las sensibilidades e ideas de otras personas (Herrmann, 2002). De esta manera, se apunta a la incidencia decisiva de las características de personalidad en una política exterior propiamente trumpista.

Como se detallará más adelante, el ex Presidente presentó las opciones de política exterior de su gobierno como parte de un combate moral contra los enemigos juramentados de la nación. Acompañado de una euforia de los sentimientos, que excluye a quienes no las comparten (Cisneros, 2014: 148), se estructura un “relato” sobre la base de fuentes y rumores (Escudero, 1996), que persigue ciertos objetivos internos a partir de la interpretación de acontecimientos exteriores. De esta manera, sobre una red de discursos con múltiples avenidas de sentido, el enunciante selecciona algunos de éstos para dotarlos de una significación específica –la semiosis social para Verón (1977) –, lo que denota su ideología. Desde luego todo “relato” populista en política exterior –en una lógica del todo o nada de un conflicto considerado siempre latente (Cisneros, 2014: 161) – requiere de un enemigo externo al cual aniquilar (“Carthago Delenda Est”[1 ]), que catalice posturas declaradamente inflexibles sino francamente fanáticas.

Sobre la base de lo anteriormente expuesto, así como por el hecho de que el comportamiento exterior de los populismos no ha sido suficientemente abordado por la literatura, este artículo pretende exponer cómo el estilo personal de Trump y su campo de ideas prevalecientes se conjugaron en una política exterior de nítido sello populista.

2. Populismo y nacionalismo. El camino de Trump

El tipo de combinación entre populismo y nacionalismo, o nacional-populista en clave politológica, con más mercado por la derecha o más Estado por la izquierda, actúa si entendemos al populismo básicamente como una lógica de acción política (Laclau, 2004) y una idea delgada que acompaña a otra ideología fuerte o dominante (Mude y Rovira, 2019) con dos coordenadas: anti-elitismo y anti-pluralismo. Por eso, ya en el 1969 Peter Willes (1971: 217) aseguraba que incluso el fascismo tenía una gran dosis de populismo[2].

Una de las interpretaciones más recientes sobre la materia es la de Mudde, quien advierte que el nacional-populismo limita y asedia los derechos civiles y políticos, sin suprimirlos del todo (Mudde, 2007: 31), idea que será retomada por Finchelstein, para describir al populismo como un ensayo posfascista incardinado en una democracia electoral (Finchelstein, 2018: 116). De este modo, la inflexión demo-liberal representativa es reformulada por tendencias políticas que propician una democracia desprovista de ciertos principios del liberalismo civil y político (Mounk, 2018). El especialista en fascismo, Roger Griffin, para diferenciar la derecha radical populista de la política fascista, sugiere que la primera “suele emplear una forma de política intransigente”, que se enmarca en la vía “democrática y no revolucionaria” (Griffin: 2019: 130-131).

Sin embargo, es indiscutible que el populismo representa un camino cuando el malestar social se transforma en abierta irritación contra las élites políticas y económicas nacionales e internacionales. América Latina tiene una larga trayectoria en este sentido, desde Juan Domingo Perón en Argentina o Getulio Vargas en la época del Estado Novo en Brasil. En Europa será el Frente Nacional francés en los setenta y en Italia será el cambio de los neofascistas del Movimiento Social Italiano (MSI), que a partir de 1995 pasaron a constituirse en Alianza Nacional en clave post-fascista (Bar-On, 2010: 12).

En la actualidad, el Brexit y el triunfo de Trump significaron una oportunidad de realinear desde el radicalismo nacional las posiciones políticas en Occidente y sus periferias, por medio de un clivaje global entre globalistas y cosmopolitas versus soberanistas-nativistas (Sanahuja, 2019a). El nacional populismo europeo, por ejemplo, experimentó una lógica centrífuga xenofóbica –con expresiones como el de Vlaams Belang holandés, contrario a la interculturalidad y partidario de un apartheid– que complementó sus demandas de seguridad y antiinmigración con la confrontación contra los partidos políticos tradicionales, o sea, frente a la partidocracia acusada de servir a la banca internacional de Wall Street o depender de la burocracia supraestatal afincada en Bruselas. La globofobia es un componente común complementado por la prioridad nacional. En algunos casos, los partidos neo/post fascistas logran calar en la sociedad insatisfecha, amplificando la retórica populista y antiglobalizadora y modulando sus componentes autoritario-jerárquicos o los delirios de regreso a una edad dorada, como en el caso del Frente Nacional francés, reciclado en la Reagrupación con Marine Le Pen.

Para Eatwell y Goodwin (2019: 91), el nacional populismo ya no reivindica el nacionalismo holístico típico del fascismo. Más bien, si seguimos a Paxton, encontramos en el nacionalismo populista de la derecha radical básicamente un discurso de rechazo a la inmigración, a la multiculturalidad y a las normas internacionales relacionadas con la protección ambiental (Paxton, 2019: 304 y 306). Tampoco denota la voluntad de erigir un “hombre nuevo” (Eatwell y Goodwin, 2019: 93) ni la “revolución del alma” inscrita en el fascismo (Paxton, 2019: 243). Incluso, el nacional populismo de derecha se adapta al sistema de libre comercio –aproximándose al conservadurismo libertario–, aunque propone ciertas correcciones (Paxton, 2019: 313). Por lo tanto, es claro que el nacional populismo apunta a una forma de derecha radical más que de fascismo de extrema derecha, aunque en momentos de disrupción y violencia la línea divisoria se desdibuja, lo que podría haber acontecido en el episodio del asalto al capitolio del 6 de enero de 2021.

Lo anterior tampoco permitiría reconocer una fórmula política de extracción conservadora y tradicional. Ya durante la década pasada, la proliferación de nacional populismos radicales de derecha impulsó la indagación diferenciadora entre éstos y la derecha conservadora, pudiéndose distinguir entre un nuevo discurso nacional populista y los tradicionales conservadores (Hartleb, 2011: 23). Mientras los últimos tendían a la estabilidad valórica propuesta por las élites tradicionales que cultivaban el respeto institucional, los nacional populistas eran más impredecibles (volátiles) y anti elitistas (“nosotros contra ellos”), on un mantenimiento de un alto grado de rechazo al sistema institucional.

En consecuencia, el populismo apunta a un discurso y estrategia para alcanzar y preservar el poder: una línea retórica trazada por el líder que desplaza la división clásica de derecha e izquierda para reemplazarla por una nueva dicotomía –los de arriba, que gozan de privilegios y acceso a recursos simbólicos y materiales, y los de abajo, siempre postergados por quienes toman las decisiones. Para Taguieff (2002: 132), en el caso de las derechas nacional populistas europeas, el discurso es contra las tecnocracias comunitarias de Bruselas (los de arriba) y lo migrantes (los de delante). En el nacional populismo de Estados Unidos, el enfoque está orientado al rechazo hacia el Estado Profundo, imagen que designa la existencia de redes burocráticas bipartidistas de intereses que operan en secreto, básicamente un poder fáctico.

En el fondo, la gravitación del nacional populismo de las últimas décadas es también parte de una reacción tradicionalista o conservadora contra la prevalencia de valores post- materialistas, progresivamente asumidos en el mundo desarrollado que adhiere al cosmopolitismo, la tolerancia de diversas culturas, estilos de vida y el impulso a la cooperación internacional (Inglehart y Norris, 2016). De este modo, el auge nacional populista responde a cambios culturales acelerados que han ido horadando valores y costumbres percibidos como el núcleo identitario esencial para una parte de la población de las sociedades occidentales y sus periferias. Comparece la pérdida de “seguridad ontológica” (Mitzen, 2006), responsable de aglutinar formas de pensamiento, valores y prácticas que confirieron curso y orientación a la cotidianeidad, formateando identidades singulares y cohesionado la dimensión social del vivir en un espacio compartido.

Aparecen, asimismo, respuestas políticas a la ansiedad subyacente en espacios donde persisten las “periferias económicas” (Rodríguez-Pose, 2018) o en “entornos abandonados o estigmatizados” (Padget, 2007). Una potencial respuesta es la ubicuidad de la nostalgia como emoción social y tropo colectivo, sintomática de una creciente pérdida de confianza en las teleologías futuristas del siglo XX (Traverso, 2018). Esto ha supuesto el incentivo de discursos palingenésicos (Griffin, 2019) o “retrotópicos” (Bauman, 2017), que plantean que desde la política se puede recrear un pasado mítico, que se define en condiciones de plenitud existencial, cohesión social, seguridad familiar, estabilidad identitaria y prosperidad económica. De esta manera, la manipulación de las emociones, como el miedo al otro (no nacional) y la añoranza del pretérito bajo la premisa de que todo tiempo pasado fue mejor, se constituye en un elemento clave de esta forma de hacer política.

Simultáneamente, se destacan como frecuentes habilitadores del nacional populismo los partidos o élites conservadoras (Müller, 2017: 131). Lo anterior hace plausible entender a las derechas radicales nacional-populistas como una posición intermedia –bisagra en ocasiones– entre las manifestaciones más extremas de la derecha (filo, cripto o francamente fascistas) con la tradición política conservadora. Esta cuestión no es menor si se considera que una de las principales fuentes que nutre a la derecha radical nacionalista es la corriente libertaria conservadora de raigambre europea. Es una versión del conservadurismo no romántico, cuyo mayor exponente fue el pensador del partido whig Edmud Burke, un partidario del liberalismo burgués antirrevolucionario, que apologizó al sistema capitalista con sus jerarquías sociales, apelando a las instituciones históricas derivadas de la “evolución natural” y un desarrollo orgánico (Lowy y Sayre, 2008: 77-79).

Además, la evidencia sugiere que ciertos partidos nacional populistas de Europa, Estados Unidos y Sudamérica han llegado al poder con la colaboración de élites consolidadas, con las que había definiciones comunes respecto del papel del mercado. Es el caso de los paleo-conservadores del Tea Party, que apoyaron a Trump. La fórmula electoral de alianza conservadora más nacional populistas es exitosa en la medida que no exista una frontera divisoria o tabú político entre los partidos instituidos, respecto de negarse a pactar con las tendencias más extremas del sistema político, como en el caso Alemania, Bélgica o Francia, lo que no equivale a que los partidos conservadores no implementen ciertas definiciones populares, esgrimidas por los populistas radicales. Por ejemplo, el argumento acerca del “problema de la migración ilegal” o la adopción de criterios identitarios al estilo Sarkozy (Vallespin y Bascuñan, 2017: 2010).

Incluso, ciertos nacional-populismos adoptaron parte de un lenguaje de izquierda, como el “proteccionismo social” o la “laicidad”, para resemantizarlos (Fernández- Vásquez, 2019: 62-68). A este respecto, es destacable la Reagrupación Nacional francesa, que incluso pujó por el control de significante República, despercudiéndolo de un sentido universal para “comunitarizarlo” (Vallespin y Bascuñan, 2017: 14). Algunas de estas definiciones permiten considerarlos como nacional soberanistas (Fernández- Vásquez, 2019: 97), de rasgos chovinistas e islamófobos, aunque sin alcanzar el jingoísmo. Sin lugar a dudas, se trataba de un movimiento político que confería a la candidatura de Trump de sentido, dotándola de un cierto marco ideológico y, de paso, pavimentando su camino a la Casa Blanca.

3. Trump en la Casa Blanca

La carrera política de Donald Trump tuvo un inequívoco origen empresarial: construcción de espacios de diversión, clubes nocturnos, hoteles y casinos, que forman parte de Trump Organization y Trump Entertainment Resorts. En su momento, los medios de comunicación serían la vía de escape a la bancarrota y sobreendeudamiento que experimentaron sus empresas a fines del siglo XX (Bogdanova, 2017). Su manifiesto interés por la industria del entretenimiento le motivó a comprar acciones en la Organización Miss Universo, además de incursionar como anfitrión en el reality show “The Apprentice” del canal NBC, entre 2004 y 2015.

Sin embargo, nunca estuvo exento de opiniones políticas, como al referirse al tema de la delincuencia o el respaldo público al Premier israelí, Benjamin Netanyahu, en las parlamentarias de 2013. En junio de 2015 anunció su precandidatura presidencial al interior del republicanismo, con la adopción del eslogan de campaña “Hagamos grande a América otra vez”, con la carga seminal del Destino Manifiesto del siglo XIX. En noviembre de 2016 ganó los comicios con 62.979.879 de votos y 304 electores (47,6%) contra Hillary Clinton, quien obtuvo 65.844.954 de votos, traducidos en 227 de electores (31,6%).[3 ]

De este modo, el 20 de enero de ese año Donald Trump asumió como cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos de América. Su éxito electoral, junto al Brexit, marcó el inicio del ciclo global de emergencia de una derecha radical, que rechazaba ciertos aspectos de la globalización neoliberal que habían promovido los neoconservadores de fines del siglo XX, bajo el amparo de una derecha neopatriota, soberanista y nacionalista (Sanahuja, 2019a: 83). El magnate norteamericano cruzó el Potomac con la promesa de “drenar el pantano del Capitolio”, refiriéndose con desprecio a la clase política –la misma de la que estuvo cerca–, y para marcar empatía con su electorado. Ensayó un tipo de populismo ultranacionalista instalado en la versión del discurso de comunidad imaginada, como diría Benedict Anderson (1993), contenida en la idea de nación. Pero a diferencia del populismo latinoamericano, que se dirigía a los históricamente excluidos, esta versión invocó a la frustración de las tradicionales clases medias occidentales, que veían diluirse sus beneficios económicos y sociales ante un Estado que parecía concentrarse en los desposeídos, entre los cuales estaban los migrantes que llegaron en la infancia o incluso los recién llegados, al tiempo que contemplaban el cierre de fuentes de trabajo que se relocalizaban en otros espacios nacionales (Haidt, 2016)

Los mayores grados de incertidumbre laboral ante el cierre de fábricas y la deslocalización industrial favorecieron al trumpismo. Atacó directamente el plan de salud de su predecesor (ObamaCare) y se enredó en continuas confrontaciones con el poder legislativo, agudizadas después de elecciones de medio período, que restituyeron la mayoría demócrata en la Cámara de Representantes y, de paso, fortalecieron la fiscalización a sus decisiones ejecutivas en aspectos medioambientales y migratorios, por citar algunos. Su personalidad y estilo presidencial provocaron frecuentes conflictos institucionales, que evidenciaron su no adaptación a la lógica de gobierno dividido.

Es cierto que el Senado continuó siendo el baluarte trumpista, consolidando las nominaciones al Poder Judicial. Y en la tienda republicana, los viejos liberales conservadores y los neoconservadores se rindieron a Trump. La clase política se polarizó, profundizando la crisis de los partidos políticos como mecanismos de acción colectiva. Si en la segunda parte del siglo XX los medios de comunicación masiva ocuparon su lugar (Burnharn, 1991), ahora las redes sociales eran el nuevo espacio de confrontación política de una sociedad cada vez fracturada. Trump era ducho en su utilización, particularmente desde twitter, plataforma donde anunciaba políticas y el despido de sus secretarios. En el plano de la política exterior, Trump fue un notable ejemplo de la nueva Tweet policy, que generó sintonía con el electorado, focalizó la atención de la prensa y reemplazó los tradicionales canales diplomáticos. Incluso llegó a despedir a su Secretario de Estado, Rex Tillerson, utilizando la plataforma bidireccional de 280 caracteres (31 de marzo de 2018).

En el ámbito de la política exterior, que ocuparán los siguientes apartados de este artículo, Trump impostó un giro a las relaciones internacionales de su país, luego de ocho años de liderazgo demócrata. El Presidente desahució el Tratado Transpacífico (TTP) y comenzó a cuestionar tempranamente al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), exigiendo el renacimiento de una industria automotriz norteamericana con el sueño de un neo fordismo. Como opinaba Cassirer, “los políticos modernos saben muy bien que a las grandes masas las mueve mucho más fácilmente la fuerza de la imaginación que la pura fuerza física” (Cassirer, 1946: 342).

Sobre el nivel sistémico, Trump desplegó una estrategia de poder autorreferente y disociativa del consenso bipartidista, lo que a la postre erosionó su influencia y legitimidad. En el ámbito hemisférico, las opciones nacionalistas y proteccionistas debilitaron el minilateralismo, mientras en el plano global el multilateralismo sufría con sus embates. Los Tratados de Libre Comercio fueron securitizados, como fue el caso del TLCAN. Y, aunque México no llegó a pagar el muro como prometía en su campaña, su guardia nacional fue apostada en la frontera con Guatemala para impedir el ingreso de las caravanas de migrantes.

La contundencia en la letalidad y el explosivo número de infecciones por la pandemia del COVID-19 socavaron sus resultados económicos y generaron mayores resistencias entre sus detractores. En tal escenario, Trump aceptó a regañadientes prolongar las políticas de confinamiento propuestas por los gobernadores de la Unión. También aconsejó la hidroxicloroquina, usada contra la malaria y el lupus, como medicina para al virus. Lo anterior, pese a que las pruebas para tratar el coronavirus fueran suspendidas por la Organización Mundial de la Salud (OMS), como precaución ante el riesgo de efectos colaterales de tipo cardiaco. En suma, se trató de un torbellino que, desde la presidencia de los Estados Unidos, introdujo una serie de trasformaciones internas que, como se verá más adelante, tendrían su correlato en el plano de la tradicional política exterior norteamericana.

4. Un líder jacksoniano

Mirada en perspectiva, la literatura sobre la política exterior de Estados Unidos ha puesto un acento principal en diversas teorías dicotómicas respecto del posicionamiento del país en el sistema internacional, como es el caso de la bifurcación entre Realismo/Idealismo o Internacionalismo/Aislacionismo. Ante estas perspectivas, Walter Russel Mead (2017), ha señalado que la diplomacia de la potencia norteamericana ha estado, más bien, históricamente guiada por cuatro escuelas prominentes que responden, básicamente, al pensamiento político de figuras destacadas de la historia de ese país.

A su juicio, primero estarían los hamiltonianos, los cuales buscan organizar la política exterior de Estados Unidos alrededor de un gobierno federal fuerte, íntimamente vinculado con el mundo de las finanzas y el comercio internacional, y favorecen un sistema internacional donde prime el libre mercado. Están también los wilsonianos, que responden básicamente a las nociones del Idealismo en la teoría de las Relaciones Internacionales, y buscan construir un orden mundial basado en la democracia, los derechos humanos y el Estado de Derecho. Ello, teniendo como base filosófica originaria la tradición protestante de los primeros colonos que llegaron a América del Norte, idea que impulsaría a Estados Unidos a llevar a cabo cruzadas morales para promover su idea del mundo, ya sea mediante instrumentos diplomáticos o militares. A su vez, los jeffersonianos favorecen un Estado débil que permita el disfrute de la libertad a los individuos. En el plano exterior, ello los lleva a propugnar la limitación de los compromisos internacionales de Estados Unidos, favoreciendo más bien el aislacionismo de la gran potencia. Para esta escuela, la mejor manera de proteger los ideales e intereses de Estados Unidos es mediante el ejemplo, antes que a través del uso de la fuerza. Finalmente, están los jacksonianos –grupo al cual respondería Donald Trump– que representan la vertiente populista y nacionalista de la política exterior estadounidense (Mead, 2017).

Para esta última escuela de pensamiento, los gobiernos deben involucrarse mínimamente en los asuntos internacionales, salvo ante excepciones que involucren la seguridad y el bienestar de los propios ciudadanos estadounidenses, en cuyo caso se requerirá un implacable uso de la fuerza. Junto con ello, cabe señalar que, según Clarke y Ricketts, se trata de una perspectiva fuertemente pesimista y crítica respecto de las élites políticas tradicionales, la cual propone al mismo tiempo un sistema federal que prevenga la concentración del poder en un gobierno centralizado (Clarke y Ricketts, 2017:368). Sobre esta base ideológica, como sintetiza Javier Gil Guerrero, los jacksonianos:

No creen en una política exterior moralista, en la que Estados Unidos se desviva por acabar con dictaduras extranjeras o evitar genocidios y tampoco ven con buenos ojos que el gobierno se dedique a promover los intereses de las grandes empresas en el extranjero o a luchar por el sostenimiento de un orden mundial de libre comercio (…). Tampoco defienden una política exterior excesivamente aislacionista: cuando los intereses vitales de Estados Unidos están en juego una rotunda respuesta militar es vista como algo necesario[4 ].

Como señala Mead, los jacksonianos desconfían de los grandes negocios y de las cruzadas wilsonianas, propugnando un poder militar poderoso y programas económicos de corte populista. Tales ideas se sustentan en la idea de “comunidad de sentimiento político”, sobre la base principios como el populismo, el individualismo y el coraje, invocando un origen cultural particular vinculado con la ascendencia noreuropea, la creencia en la superioridad de la raza blanca y un liderazgo social de la familia patriarcal (Clarke y Ricketts, 2017: 368). Según Mead, los hamiltonianos y los wilsonianos dominaron la política exterior estadounidense tras la Guerra Fría, aunque Obama reintrodujo algunas ideas jeffersonianas respecto de la retracción de Estados Unidos, particularmente luego del fracaso en Libia. Por su parte, Trump, quien tenía colgado un retrato de presidente Andrew Jackson en el Salón Oval, buscó construir una coalición nacionalista de jacksonianos y jeffersonianos contra hamiltonianos y wilsonianos (Mead, 2021: 136).

En complemento de lo anterior, Juan Tovar Ruiz plantea que esta escuela de política exterior aunaría una actitud enérgica frente a los rivales estadounidenses, de la mano de un cierto “pesimismo realista” y elementos relacionados con la identidad y la forma de vida de las comunidades rurales de ese país (Tovar Ruiz, 2018: 265). En el mismo orden de ideas, Gil Guerrero plantea que, de los discursos de Donald Trump, “se deduce una visión nacionalista-populista que casa con el arquetipo Jacksoniano” (Gil Guerrero, 2017: 1), cuerpo de ideas coincidente con el de su base electoral. Según señala Tovar Ruiz, entre los posicionamientos cercanos al jacksonianismo de Trump, cabe resaltar:

la defensa de una clase trabajadora blanca empobrecida por unos acuerdos de libre comercio «injustos». También destaca la formulación de una política migratoria más restrictiva o el rechazo a unos aliados que se estarían aprovechando del contribuyente estadounidense en lugar de invertir en su propia defensa. Otros aspectos serían el rechazo a las citadas intervenciones fuera del interés estadounidense o una actitud enérgica frente a adversarios considerados hostiles, compatibles también con el realismo y el neoconservadurismo, respectivamente (Tovar Ruiz, 2018: 265).

En consecuencia, con Donald Trump estamos en presencia de una mirada profundamente nacionalista y aislacionista de la política exterior que se expresó, por ejemplo, en la retirada de Estados Unidos del Tratado Transpacífico de Cooperación Económica (TPP), en enero de 2017,[5 ] y una crítica generalizada hacia los acuerdos multilaterales de libre comercio, apreciados como dañinos para los intereses de la población estadounidense. A ello se une el retiro de este país del Acuerdo de París; el freno a las corrientes migratorias, mediante una serie de medidas restrictivas en este ámbito, entre las que se destaca la fallida construcción de un muro en la frontera entre Estados Unidos y México; sin olvidar el severo enfrentamiento con China, apreciada como la principal potencia rival de los intereses de Estados Unidos a nivel local e internacional.

Como señalan Clarke y Ricketts, esta mirada nacionalista ya había quedado meridianamente clara durante las elecciones presidenciales de 2016, las que se apreciaron, en el plano de la política exterior, como un enfrentamiento entre, por un lado, una Hillary Clinton –cercana al arquetipo del internacionalismo liberal–, quien ponía énfasis en elementos como la democracia, el libre mercado y la seguridad a través de alianzas, y, por el otro, un Donald Trump fuertemente nacionalista, que hacía hincapié en una agenda proteccionista sobre la base del slogan America First –resucitando el nombre del movimiento que liderara Charles Lindbergh para evitar su involucramiento en la guerra contra el nazismo–, al mismo tiempo que articulaba un mensaje crítico hacia las tradicionales élites en materia de política exterior que, a sus ojos, habían estafado al pueblo estadounidense (Clarke y Ricketts, 2017: 370).

Ciertamente, las tendencias aislacionistas de la política exterior implementada por Trump se verían acentuadas con el desarrollo de la pandemia del COVID-19 durante 2020. Como señalan Esteban Actis y Nicolás Creus (2020), en ello influyó que, para enfrentar la crisis sanitaria, Estados Unidos careció internamente del intangible pero fundamental poder de liderazgo que le permite a un país proyectarse hacia el exterior. Según estos autores, la subestimación y mal manejo de la crisis sanitaria fueron evidentes, con acciones que se tomaron a destiempo, falta de coordinación con los poderes subnacionales, una retórica laxa sobre la gravedad del problema, y un profundo descrédito y desdén hacia el conocimiento científico. En el plano internacional, ello tendría su correlato en el recrudecimiento de la noción del América First; en la crítica y desapego hacia las instituciones internacionales, particularmente la Organización Mundial de la Salud (OMS); y en la falta de voluntad para la cooperación internacional y constantes acusaciones a China, como principal responsable de la crisis global (Actis y Creus, 2020: 146-147). En línea con lo anterior, Riquelme plantea que, en el contexto de la pandemia, la actividad internacional de la presidencia de Trump se expresó:

en el negacionismo y luego en un excesivo foco en la responsabilidad de China respecto de la pandemia, seguido del corte del financiamiento de su país a la Organización Mundial de la Salud (OMS). Todo ello ha tenido, sin dudas, un efecto directo en la imagen internacional de la otrora superpotencia, en un contexto, además, marcado por el proceso electoral estadounidense.[6 ]

En los hechos, la política exterior de Donald Trump, afectada por un contexto interno profundamente fracturado, dejó de lado el Soft Power –utilizando los términos de Joseph Nye (2004)– al mismo tiempo que China pasaba a considerarse como un ejemplo en el enfrentamiento del COVID-19, imagen que se vio impulsada por la activa cooperación que comenzó a implementar con la distribución de insumos médicos, apuntalando su imagen exterior en desmedro de Estados Unidos.

Por último, cabe mencionar que esta faceta jacksoniana de Trump iba de la mano de una acérrima confianza hacia las Fuerzas Armadas como instrumento de poder nacional, tal cual lo demuestra el nombramiento de una serie de militares en retiro en altos puestos de gobierno, como fue el caso del General James Mattis en el Departamento de Defensa, Herbert McMaster como Consejero de Seguridad Nacional, o John Kelly como Secretario de Seguridad Nacional. Todos ellos, con una perspectiva cercana al Realismo en su apreciación sobre las relaciones internacionales y de consuno coherente con la perspectiva jacksoniana del Presidente. Estos lineamientos conjugan la actitud enérgica frente a los competidores, basada en cierto “pesimismo realista” en la alteridad, con la concepción del excepcionalismo estadounidense y el rechazo del orden multilateral (Tovar Ruíz, 2018).

5. Personalismo y política exterior

Como fenómeno político, una de las características definitorias del populismo es el personalismo del líder, que despliega una relación directa con sus seguidores. Durante la era Trump, ello se tradujo en una política exterior construida a la medida de la apreciación del Presidente respecto de los asuntos internacionales, a menudo prescindiendo de la experiencia de funcionarios de carrera o especialistas en la materia.

Según señala David Schultz, una serie de estudiosos han examinado la habilidad de los presidentes de Estados Unidos para alterar o introducir cambios en la política exterior. En la práctica, si bien el presidente mantiene una considerable capacidad de autonomía en la materia, de todos modos debe convivir con una serie de limitaciones, en el marco de los check and balances que impone la propia Constitución y la separación de poderes, particularmente en lo relacionado con el escrutinio permanente del Congreso, en el cual una serie de comisiones tienen un papel relevante en materia de asuntos internacionales, como es el caso de las relacionadas con asuntos exteriores, defensa, seguridad interna, inteligencia, comercio y agricultura, entre otras. Igualmente, es relevante considerar la propia burocracia del Departamento de Estado, pero también del Pentágono, el Consejo de Seguridad Nacional, la CIA, las agencias federales, el mundo académico, los medios de comunicación, los grupos de interés y una serie de expertos y asesores, que forman parte del denominado establishment en materia de política exterior. Todos estos actores entregan a la política exterior altas dosis de continuidad y coherencia, lo que implica que, en último término, el presidente no elabora la política exterior por sí mismo (Schultz, 2019).

Según señala Schultz, la política exterior de Estados Unidos durante la era Trump se vio fuertemente afectada por el conflicto permanente entre el estilo intensamente personal del Presidente y el establishment a cargo de la política exterior (Schultz, 2019). Todo lo anterior se vería severamente apuntalado por una Casa Blanca marcada por la poca disciplina y desorganización, en la cual frecuentemente el Presidente desoía la asesoría de su equipo respecto de variados escenarios, como fue el caso en sus relaciones con Corea del Norte, la decisión de retirar las tropas desde Siria y Afganistán, la denominada “interferencia rusa”, el programa nuclear iraní o el proceso de paz en Medio Oriente. Refrendando lo anterior, cabría agregar lo señalado por Michael Wolff en su polémico libro Fuego y Furia en las entrañas de la Casa Blanca (2018), en el cual deja meridianamente claros los problemas de desorganización de la Casa Blanca durante la presidencia de Trump, a lo que se unía que:

la visión del Presidente en lo relacionado con la política exterior y con el mundo se encontraba, sin duda, entre los aspectos más aleatorios, desinformados y aparentemente caprichosos (…). Tenía escasa, o casi nula, experiencia en política internacional, pero tampoco sentía respeto por los expertos (Woff, 2018: 223).

Junto con la relativa ignorancia respecto de los asuntos internacionales, cabe subrayar que en la perspectiva jacksoniana de Trump prima un enfoque Realista sobre la política mundial, lo que se expresó en que, tal cual señala Tovar Ruiz, elementos como la competencia entre las grandes potencias globales, como Rusia o China, usualmente ocuparon un lugar destacado en sus discursos presidenciales, así como la idea de un “equilibrio de poder que favorezca los intereses estadounidenses”, el “realismo de principios” o la reaganiana idea de “la paz a través de la fuerza” (Tovar Ruiz, 2018: 271-272).

Con este enfoque de las Relaciones Internacionales, los vínculos entre los Estados serían esencialmente conflictivos, competitivos y tenderían al choque, a la manera de las bolas de billar, como en el clásico realismo de Morgentheau. Siendo así, la guerra estaría por doquier latente, cuando no desatada, y representaría la mayor manifestación de esta continua conflictividad. Así las cosas, el Estado sería el actor fundamental, cuya conducta estaría definida en virtud de la continua lucha por la propia seguridad y supervivencia, en un contexto internacional básicamente anárquico, similar al concepto de Estado de Naturaleza definido por Thomas Hobbes, donde prima la autoayuda y los intereses nacionales. Tal fue el orden de ideas que trascendió la política exterior de Trump, la que, como se verá más adelante, tuvo el conflicto como eje de acción.

En línea con lo anterior, ya desde su candidatura presidencial, Donald Trump señaló que el comportamiento de la superpotencia debería ser impredecible, con la incorporación de factores para el favorecimiento de un escenario internacional que tendría altas dosis de inestabilidad. El 27 de abril de 2016, en su calidad de candidato presidencial, Donald Trump pronunció en Washington un discurso en el que exponía los puntos principales de lo que sería su política exterior, donde destacaba la siguiente idea: “nosotros, como nación, debemos ser imprevisibles” (Tovar Ruiz, 2018: 260).

Esta pasión por la imprevisibilidad constituye una suerte de anti-doctrina (Tovar Ruiz, 2017: 197), que dificulta la adaptación/acomodo de otros actores de la escena internacional a la política de una gran potencia y produce altos costos para la gobernanza global, en la medida que ésta se construye sobre la base de una conducta coherente de sus protagonistas. Ello resulta especialmente preocupante cuando se está en presencia de un presidente que hace de la geopolítica de las emociones (Moisi, 2009) su quinta esencia –particularmente miedo, humillación y furia–, y cuya estrategia principal de las relaciones internacionales se basa en las teorías de negociación empresariales donde prevalece la idea de ganar todo, por sobre los intereses de la contraparte, cuestión sumamente inconveniente en el ámbito internacional, donde se requiere de predictibilidad en las conductas y de maneras de generar negociaciones y diálogos intertemporales entre los actores, con miras a la promoción de un entorno estable y seguro en el largo plazo. Estamos en presencia de una vía que, de alguna manera, recurre al modelo de Catón –Carthago Delenda est– respecto a la amenaza de punición sobre el adversario si no se cumplen las demandas del enunciante.

De este modo, durante su gestión el presidente Trump impregnó a la política exterior con su propia visión como destacado empresario. En los hechos, el Presidente se presentó como un hombre de negocios exitoso y un estratega de suma cero, esencialmente pragmático y ganador, en busca de imponer una impronta de política exterior a su imagen y semejanza, lo que no le impidió entrar en roces con aliados tradicionales, como la OTAN, Corea del Sur y Japón, a quienes señaló que deberían proveerse seguridad por sí mismos y no a costa de las arcas estadounidenses, por cuanto:

It’s time to shake the rust off America’s foreign policy. It’s time to invite new voices and new visions into the fold, something we have to do. The direction I will outline today will also return us to a timeless principle. My foreign policy will always put the interests of the American people and American security above all else. It has to be first. Has to be.[7 ]

Citando a Paul Poast, Actis y Creus plantean que, durante la presidencia de Trump, Estados Unidos puso en práctica una política exterior propia de un “cabrón”. En palabras de Poast, ello involucra:

demandar que alguien se comporte como uno quiere porque el otro no tiene ninguna otra alternativa…la arrogancia de un ‘cabrón’ hace pensar que sus acciones no tienen consecuencias. En materia de política exterior, esto se traduce en un destrato a su base de aliados y socios comerciales siendo consciente de las asimetrías de poder existentes (Actis y Creus, 2020: 153).

Su cultura empresarial de impulsividad y personalismo incidió en una conducta riesgosa en la toma de decisiones. Así, por ejemplo, solía hacer advertencias perentorias a interlocutores para forzarlos a alguna decisión (episodio del TLCAN con México), para después hacer concesiones bajo control. O, como plantea Immelman (2017), Trump adoptaría la forma de un pronunciado “dominio carismático”, orientado a subordinar a sus rivales mediante la amenaza y el escarnio. Esta modalidad claramente no dio resultados en las negociaciones con el líder de Corea del Norte, Kim Jong Un, excepto cierta sensación de descompresión regional, pero que fracasó respecto a alcanzar los objetivos de Estados Unidos respecto al desmantelamiento del programa nuclear de Pyongyang. Adicionalmente, su desprecio por las reglas y convenciones previas a su acceso al poder encaja con una alta confianza que raya en el narcisismo. Como señala Wolff, en la particular perspectiva de Trump:

En la práctica, la nueva política exterior –una verdadera doctrina trumpista– consistía en reducir el tablero a tres elementos: poderes con los que podemos trabajar, poderes con los que no podemos trabajar y aquellos sin suficiente poder a los cuales podemos ignorar o sacrificar en la práctica (Wolff, 2018: 271).

En consecuencia, la política exterior de Estados Unidos estuvo en el período condicionada por el personalismo, un proceso de toma de decisiones disfuncional y una falta de estrategia en el mediano y largo plazo (Tovar Ruiz, 2018), nociones elementales para el ámbito militar, mundo del cual, paradójicamente, provenían una serie de altas autoridades de Gobierno. Además, los vínculos personales incidirían de manera directa en las relaciones entre Estados Unidos y Corea del Norte, uno de los grandes desafíos de política exterior, particularmente en lo relacionado con el desarrollo de su programa nuclear. Esta materia sería abordada personalmente por Trump, quien privilegió el diálogo personal con el líder norcoreano, a través del histórico encuentro en Singapur. Tal cual señala Schultz, para Trump, la cuestión “is not how the US relates to other countries, but personalities. US national interest is reduced to these personal relations” (Schultz, 2019: 30).

En línea con un personalismo neo-patrimonialista de la política exterior, es relevante destacar el papel prominente de la familia del Presidente en asuntos internacionales, como fue el caso del consejo directo que recibía de su hija Ivanka, como asesora presidencial, o el nombramiento de su yerno, Jared Kushner, como consejero y enviado especial en temas como las relaciones entre Israel y Palestina. Kushner, con la asesoría directa de Henry Kissinger,[8 ] articularía una política sobre Medio Oriente bastante cercana a las concepciones del Neorealismo y a la idea del Choque de Civilizaciones planteada por Samuel Huntington, con una mirada profundamente securitaria, enfocada en materias como el terrorismo –particularmente en relación con el Estado Islámico–, la contención de Irán en la región y la consecuente imposición de sanciones. Asimismo, la actividad del yerno del Presidente destacaría por la profunda afectación sobre la política de Estados Unidos sobre Medio Oriente, tras el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel. Una inflexión relevante a este respecto fue el cambio de postura de los Emiratos Árabes Unidos y Bahréin respecto a la normalización de sus relaciones con Israel en forma autónoma y separada de otros Estados árabes del Golfo. Aunque se trata de una buena noticia para Israel, rediseña las relaciones entre los países de la zona y crea nuevas amenazas futuras a partir de los polos regionales de poder: Irán, Turquía y Arabia Saudí.

6. El papel del conflicto y la crítica al multilateralismo como pilares de la política exterior

La idea del conflicto está en la base de la estrategia política del Populismo, en el marco de sistemas políticos cada vez más turbulentos y polarizados, donde la crítica a la clase política tradicional ha cobrado especial fuerza. Esta perspectiva tiene su correlato en las tendencias de política exterior, en las cuales la identificación de adversarios se instala en el centro de la toma de decisiones, como una manera de generar cohesión en el plano interno. En consecuencia, la definición de un “otro”, en la lógica “amigo/enemigo”, por ponerlo en clave schmittiana, se transforma en un asunto fundacional del relacionamiento externo.

Con esta óptica, la práctica populista y nacionalista de Trump puso en cuestión el estado de derecho y las garantías del pluralismo democrático, con un discurso fuertemente nativista, securitario y antiglobalista, con un sesgo proteccionista en lo comercial, que tuvo entre sus principales víctimas a los migrantes, definidos como los “otros”. Esta situación quedó meridianamente clara con la caravana de migrantes centroamericanos que, en 2018, se dirigieron a Estados Unidos a través de México, lo que llevó al gobierno de Trump incluso a la movilización de medios militares, transformando la cuestión en un asunto de seguridad nacional y fuente de tensiones.

José Antonio Sanahuja asocia esta práctica populista, en el marco del auge de las derechas en diversas partes del mundo, con “la posibilidad de una politización anti-cosmopolita, nacionalista y/o de ultraderecha, que encauzó el malestar de los perdedores de la globalización, fuera en términos de empleos, ingresos, status y expectativas, o de conflictos socio-culturales” (Sanahuja, 2019b: 39). En línea con lo anterior, Sanahuja plantea que se estaría en presencia de narrativas securitarias y conflictivas frente al terrorismo y la inmigración:

que contraponen al ‘pueblo’, la cultura y la identidad, así como la seguridad, frente al ‘otro’, construido como amenaza. Ello se nutre del giro reaccionario, tradicionalista y nativista…rechazando la diversidad social y, en ocasiones, adopta expresiones abiertamente islamófobas y racistas (Sanahuja, 2019b: 50).

En este mismo orden de ideas, Schultz sostiene que Donald Trump habría adoptado una política exterior con un enfoque más nacionalista, aislacionista, unilateral, bilateral y antiinmigrante que cualquiera de sus predecesores recientes (Schultz, 2019), lo que lo empujó incluso al enfrentamiento con aliados tradicionales de Estados Unidos en Europa y Asia, sin olvidar el recrudecimiento de las relaciones con China, con la cual se dio inicio a la denominada Nueva Guerra Fría. Junto a ello, cabe mencionar que, al mismo tiempo que buscaba cohesión sobre la base políticas nacionalistas sustentadas en la definición de adversarios, las acciones del presidente Trump en materia interna e internacional, particularmente durante el último período de su mandato –donde destaca el no reconocimiento de los resultados de las elecciones de 2020, de la mano de la incitación de la violencia el 6 de enero o de 2021– generaron una profunda ruptura en el Partido Republicano en el plano interno, desde el cual numerosos correligionarios se retiraron buscando conformar una nueva agrupación de centroderecha, basada en los principios conservadores, en la adhesión a la constitución al Estado de Derecho, ideas que a su juicio habían sido destruidas por el ahora ex Presidente.[9 ]

Estando el conflicto en un lugar prominente de la política exterior, el jacksonismo de Trump se expresó igualmente en un crudo rechazo y crítica hacia las instituciones internacionales y el multipolarismo como práctica política. A este respecto, teniendo como base la idea del America First, el gobierno de Trump se caracterizó por un cuestionamiento permanente a las normas e instituciones internacionales, propias del internacionalismo liberal, que han sustentado las relaciones internacionales tras la Segunda Mundial y han dado marco al proceso de globalización y su secuela de interdependencia. En la práctica, durante dicha administración la crítica al multilateralismo se expresó en el desdén hacia las Naciones Unidas –particularmente la OMS, en el contexto de la pandemia–, la OMC y la OTAN, en el marco de una política global que avanzaba llanamente, en palabras de Walter Russell Mead, al “fin de la era Wilsoniana” (Mead, 2021).

Una especial mención requiere el retiro de Estados Unidos del Acuerdo de París que, a juicio de Trump, se constituía como un instrumento que, como instancia propia del internacionalismo liberal, dañaba directamente a los ciudadanos estadounidenses en términos de pérdidas de empleos, bajas en los salarios y disminución de la producción de la economía, afectando, por tanto, su seguridad y bienestar económico. No obstante, es justo señalar que estas críticas de Trump al multilateralismo tenían una cierta dosis de continuidad, por cuanto contaban con el antecedente de la decisión de Barack Obama de retirar los aportes de Estados Unidos a la UNESCO, en el momento en que el organismo aceptó como miembro a Palestina.

En noviembre de 2017, el presidente Trump realizaría una gira por Asia para promover la negociación y firma de acuerdos bilaterales en lugar de los grandes acuerdos multilaterales, como el TPP (Tovar Ruíz, 2018: 269). Este hecho daba cuenta de un asunto de fondo: como estratega empresarial, Trump tenía una apreciación esencialmente bilateral sobre la política internacional. Para el entonces Presidente de Estados Unidos, las relaciones de su país con el mundo formaban parte de un asunto de país a país, antes que de amplios acuerdos multinacionales. Incluso complejos temas de carácter regional, como la cuestión de la península coreana –que involucra a actores como China, Corea del Sur y Japón– fueron tratados como asuntos bilaterales y personales, lo que dificultó una apreciación más global sobre la materia.

En el fondo, la política exterior de Estados Unidos, tal cual se ha señalado anteriormente, no tenía entre sus objetivos el construir la gobernanza global en colaboración con socios internacionales, a través de la cooperación multilateral. A los ojos de Trump, tampoco la política exterior debería basarse en la construcción y estabilización de naciones en crisis ni en la difusión de la democracia y los valores occidentales en el mundo, se trataba meramente de asuntos de negocios, personales, donde se busca imponer las ventajas e intereses propios al otro, en desmedro de la estabilidad internacional.

7. Conclusiones

Las reñidas elecciones en que Joseph Biden derrotó las aspiraciones de Donald Trump de proseguir en la Casa Blanca auguran la permanencia del ex Presidente en la política interna de Estados Unidos. De hecho, en el momento en que se escriben estas líneas, Trump mantiene un alto apoyo en el seno del partido republicano e incluso ha manifestado su intención de competir por la presidencia nuevamente en 2024.[10 ] Esta situación demuestra la vigencia y la necesidad de analizar su presidencia, en este caso, en términos de sus efectos en la política exterior, cuestión que no ha sido todavía profusamente analizada bajo la perspectiva del comportamiento exterior del populismo.

Considerando lo anterior, el presente artículo se propuso revisar ciertos aspectos de la impronta de Donald Trump en el ámbito de la política exterior estadounidense, que durante su gobierno se caracterizó por unos rasgos típicamente populistas. En esta línea, dicha política pública fue impregnada por un sello dicotómico, con un discurso fuertemente crítico de las élites tradicionales y en favor de los sectores desfavorecidos y postergados por la globalización, haciendo hincapié en un acendrado nacionalismo, que tuvo entre sus principales víctimas a los migrantes y al multilateralismo liberal.

Este discurso ha sido asimilado, en los términos de Mead, a la escuela de pensamiento jacksoniana, caracterizada por el pesimismo sobre las relaciones internacionales, el nacionalismo –basado en la promoción de elementos relacionados con la identidad, el nativismo y las formas de vida de las comunidades rurales– y el aislacionismo, que se expresaron, por ejemplo, en la crítica generalizada hacia los acuerdos multilaterales de libre comercio, apreciados como contrarios a los intereses de la población estadounidense y la consecuente retirada de Estados Unidos del TPP; a lo que se suma el posterior retiro del país del Acuerdo de París, una férrea crítica a la OMS en el marco de la pandemia, y la obstaculización de las corrientes migratorias, donde destacó la alarmante y fallida construcción de un muro en la frontera entre Estados Unidos y México, entre otros.

Junto con lo anterior, la política exterior populista de Trump se caracterizó por el agudo enfrentamiento entre el Presidente y el denominado establishment de la política exterior, sin descartar un marcado personalismo, empapado por la visión de mundo del líder político –en su calidad de empresario exitoso y estratega de suma cero– en busca de imponer una impronta de política exterior a su imagen y semejanza, lo que tuvo notables efectos externos, como fue el caso de los numerosos enfrentamientos entre Estados Unidos y algunos de sus aliados tradicionales, como la OTAN, Corea del Sur y Japón; sin olvidar el desarrollo exponencial de la denominada Nueva Guerra Fría entre Estados Unidos y China.

En suma, a los ojos de Donald Trump, el mundo se leía, en términos schmittianos, en clave “amigo/enemigo”, lo que tuvo efectos relevantes en el comportamiento exterior de Estados Unidos. Con Trump, el institucionalismo de la época de Obama cedió así el paso a un enfoque fuertemente securitario, antiglobalista y proteccionista, lo que contribuyó de paso al desposicionamiento internacional de la otrora superpotencia. Todos estos elementos se verían agudizados por el desarrollo de la pandemia del COVID-19, que extremó tendencias globales que se venían paulatinamente desplegando en la política internacional, como es el caso de la transición de China hacia una posición de potencia global, superando su antigua condición de potencia emergente o regional.

Habiendo intentado caracterizar el comportamiento exterior del régimen populista de Donald Trump, el presente trabajo deja abiertas una serie de puertas para futuras indagaciones, como es el caso de las relaciones exteriores entre los regímenes populistas. Se trata de un tema que todavía exige de análisis, al igual que el carácter del sistema internacional actual, sobre todo considerando las complejas relaciones que se despliegan entre Estados Unidos, China y la Federación de Rusia, sin descuidar sus efectos para la convivencia internacional y el multilateralismo. En momentos en que la pandemia no cede y arroja un manto de incertidumbre, y en que muchos líderes internacionales no han dado muestras de una mirada cooperativa y de largo plazo, el pesimismo parece ganar terreno entre aquellos que se dedican al estudio de las relaciones internacionales, aunque la llegada de Biden a la Casa Blanca parece abrigar una pequeña cuota de optimismo sobre el porvenir de la gobernanza global.

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Notas

1 La frase correspondería al senador romano Catón el Viejo quien, según Plutarco en sus Vidas Paralelas, solía rematar todos sus discursos ante el Senado con la aludida sentencia latina, durante los años finales de la Guerras Púnicas.

2En la misma línea, Griffin asevera que la esencia mítica de la ideología fascista es una forma palingenésica de ultranacionalismo populista (2019: 70).

3 El detalle de los resultados está disponible en https://www.nytimes.com/elections/2016/results/president Revisado en abril de 2021.

4Véase la columna de opinión “Trump, un Presidente Jacksoniano”. Disponible en http://www.gees.org/articulos/trump-un-presidente-jacksoniano Revisado en marzo de 2021.

5éase la nota “Donald Trump retira a Estados Unidos del TPP, el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica”. Disponible en https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-38723381 Revisado en abril de 2021.

6Véase la columna “El COVID-19, la multipolaridad global y la nueva Guerra Fría”. Disponible en https://www.iri.edu.ar/index.php/2020/08/05/el-covid-19-la-multipolaridad-global-y-la-nueva-guerra-fria/ Revisado en marzo de 2021.

7 El discurso fue pronunciado en 2016. Se encuentra disponible en https://time.com/4309786/read-donald-trumps-america-first-foreign-policy-speech/ Revisado en abril de 2021.

8 Véase la nota “The Kissinger-Kushner Connection”. Disponible en https://www.realcleardefense.com/articles/2017/04/05/the_kissinger-kushner_connection_111112.html Revisado en abril de 2021.

9Véase “Efecto Trump: republicanos molestos con el exmandatario evalúan formar otro partido de centroderecha”. La Tercera, 11 de febrero de 2021. Disponible en https://www.latercera.com/la-tercera-pm/noticia/efecto-trump-republicanos-molestos-con-el-exmandatario-evaluan-formar-otro-partido-de-centroderecha/5PKFR5MD25EA5PYI7RTXISSQ3Y/ Revisado en febrero de 2021.

10Al respecto, véase la nota de prensa “Trump vuelve a las tribunas coqueteando con una nueva candidatura en 2024”. Disponible en https://www.biobiochile.cl/noticias/internacional/eeuu/2021/06/05/trump-vuelve-a-las-tribunas-coqueteando-con-una-nueva-candidatura-en-2024.shtml Revisado en junio de 2021.

Recibido: 14 de Junio de 2021; Aprobado: 10 de Julio de 2021

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Doctor en Estudios Latinoamericanos, Universidad de Chile. Académico del Instituto de Estudios Internacionales de dicha casa de estudios. Investigador colaborador del Instituto Universitario de Investigación en Estudios Latinoamericanos, de la Universidad de Alcalá.

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Doctor en Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de La Plata. Entre otros, ha realizado estudios de especialización en el Centro William J. Perry de Estudios Hemisféricos de Defensa (Washington D.C.).

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